Caridad teologal

Como no podía ser menos, la caridad es tema central en toda la síntesis sanjuanista, tan reciamente cristiana. No importa que el Santo no lo desarrolle específicamente en determinadas páginas; está presente de alguna manera en la mayoría de ellas. Más que disertar sobre el concepto teológico, le interesa analizar el papel decisivo y determinante de la caridad en el proceso espiritual. No deja de ser sintomático que para designar esta realidad básica de la vida teologal prefiera el término “amor” al de “caridad”. Acepta, de hecho, la identidad sustancial de ambos vocablos porque asume la doctrina tradicional sobre la virtud teologal de la caridad.

I. Concepto y papel de la caridad

La caridad, ante todo, es amor, ya que “nos obliga a amar a Dios sobre todas las cosas” (S 2,6,4). No es un “amor-pasión” o un “amor-apetito”, sino un “amor-personal”, que tiende a la unión con el amado. La caridad es un amor de benevolencia, un amor de amistad. Pero la verdadera amistad es irrealizable sin la experiencia de la caridad teologal. El motivo por el cual se ejerce la caridad para con Dios es su bondad, o Dios en sí mismo, supremamente amable. “Debe, pues, el hombre gozarse no en si tiene las tales gracias y las ejercita, sino en si … sirve a Dios en ellas con verdadera caridad” (S 3,30,5). Sin embargo, la bondad de Dios, que motiva nuestro amor hacia él, lo hace en cuanto se comunica al hombre, en el cielo por la  visión beatíficia, y en la tierra por gracia. “Cuanto más pura y esmerada está el alma en fe, más tiene la caridad infusa de Dios. Y cuanto más caridad tiene, tanto más la alumbra y comunica los dones del  Espíritu Santo, porque la caridad es la causa y el medio por donde se les comunica” (S 2,29,6).

Así, pues, la caridad asume la forma de amor humano que tiende a la comunión de las personas, se sirve del dinamismo y de los mecanismos propios de la amistad y los actúa a un nivel superior en el plano antropológico y, al mismo tiempo, teologal. Abre al hombre a Dios, en una íntima relación personal y derriba las barreras que hacen imposible la comunión entre un hombre y otro. “San Pablo amonestaba a los Efesios que … estuviesen bien fuertes y arraigados en la caridad … para saber también la supereminente caridad de la ciencia de Cristo, para ser llenos de todo henchimiento de Dios” (CB 36,13).

La caridad tiene encomendadas las funciones más graves y delicadas de la vida humana y espiritual: es la energía humana primordial y criterio máximo de madurez personal. Tiene encomendado el primer mandamiento. Es el  alma de todo el proceso teologal, centrado, de principio a fin, por la unión de amor. No en vano “es la caridad el vínculo y atadura de la perfección” (CB 30,9).

La caridad, pues, es la virtud que hace que la voluntad se oriente a Dios, liberándose de la prisión que hacen en ella las  pasiones (S 3,17,2). Es también la virtud que, en el sistema sanjuanista, ha de educar a la voluntad para que se aleje de todo  apego no conforme a Dios, ya que “el que las manoseare con la voluntad quedará herido de algún  pecado” (S 3,18,1). Por ello, la caridad se convierte en el medio más apropiado para la unión con Dios: “Las obras y milagros sobrenaturales poco o ningún  gozo del alma merecen; porque, excluido el segundo provecho, poco o nada le importa al hombre, pues de suyo no son medio para unir el alma con Dios, si no es la caridad” (S 3,30,4). Los provechos que saca el alma de alejarse de todas las pasiones y apetitos, enderezando por la caridad la voluntad a Dios, son decisivos para la unión. De hecho, “el alma … apartando la voluntad de todos los testimonios y señales aparentes, se ensalza en fe muy pura, la cual le infunde y aumenta Dios …, y juntamente le aumenta las otras dos virtudes teologales, que son caridad y esperanza … Todo lo cual es un admirable provecho que esencial y derechamente importa para la unión perfecta del alma con Dios” (S 3,32,4). Finalmente, la caridad tiene la misión de ordenar las pasiones de la voluntad para dirigirlas a Dios. No se trata, pues, de eliminar las pasiones. La caridad ha de educar y encaminarlas hacia la unión, de tal modo que sirvan de estímulo al alma para llegar a la unión perfecta: “Debe, pues, el espiritual, en cualquiera gusto que de parte del sentido se le ofreciere … aprovecharse de él sólo para Dios, levantando a él el gozo del alma para que su gozo sea útil y provechoso y perfecto, advirtiendo que todo gozo que no es en  negación y aniquilación de otro cualquiera gozo, aunque sea de cosa al parecer muy levantada, es vano y sin provecho y estorba para la unión de la voluntad en Dios” (S 3,24,7).

II. Función purificadora

En el proceso hacia la unión con Dios se observa una evolución paralela del comportamiento teologal, en su doble dimensión: purificativa y unitiva, y del comportamiento oracional. La caridad, en la doctrina sanjuanista, aparece íntimamente ligada a la purificación de la voluntad. Presenta, por eso, el tema de la caridad como elemento “formador-director” de la voluntad. El objetivo del Santo es claro: conducir al alma a la unión con Dios, “pues el intento que llevamos en esta nuestra obra es encaminar el espíritu por los bienes espirituales hasta la divina unión del alma con Dios” (S 3,33,1). Para ello, será necesario “pasar la noche”, que consiste en la privación del gusto en el apetito de todas las cosas (S 1,3,1). Dada la conexión entre las tres potencias del alma, no purificar la voluntad por su virtud, que es la caridad, haría nula toda la tarea de purificación llevada a cabo sobre las demás potencias: “Sin obras de caridad la fe es muerta” (S 3,16.1). La purificación de la voluntad es algo que aparece como urgente para la  unión del alma con Dios. La razón de esta urgencia se halla en que la voluntad es la potencia que gobierna las “potencias”, los  apetitos y las pasiones del alma: “La  fortaleza del alma consiste en sus potencias, pasiones y apetitos; todo lo cual es gobernado por la voluntad; pues cuando estas potencias, pasiones y apetitos endereza en Dios la voluntad y las desvía de todo lo que no es Dios, entonces guarda la fortaleza del alma para Dios, y así viene a amar a Dios de toda su fortaleza. Y para que esto pueda hacer el alma trataremos aquí de purgar la voluntad de todas sus afecciones desordenadas, de donde nacen los apetitos, afectos y operaciones desordenadas, de donde le nace también no guardar toda su fuerza para Dios” (S 3,16,1).

Al igual que la fe se encarga de ordenar la potencia del entendimiento y la esperanza educa a la memoria, la virtud teologal que se ocupa de ordenar la voluntad es la caridad. “No hubiéramos hecho nada en purgar al entendimiento para fundarle en la virtud de la fe, y a la memoria en la de la esperanza, si no purgásemos también la voluntad acerca de la tercera virtud que es la caridad, por la cual las obras hechas en fe son vivas y tienen gran valor, y sin ella no valen nada” (S 3,16,1). Con ello J. de la Cruz confirma el valor fundamental de la caridad como norma para una adecuada y recta voluntad según Dios. La fe y la esperanza no serían nada sin la caridad, según la enseñanza paulina. Pero, sin una voluntad recta, ordenada por la caridad, no es tampoco posible una fe y una esperanza verdaderas. Es la caridad la que da viveza y valor a las obras de la fe y de la esperanza. De ahí que el papel de la virtud teologal de la caridad en la purificación de la voluntad sea crucial.

Insiste J. de la Cruz en la necesidad de purificar la voluntad para que el alma se vea libre y pueda llegar a la unión. Pues las pasiones “no dejan estar al alma con la tranquilidad y paz que se requiere para la sabiduría que natural y sobrenaturalmente pueda recibir” (S 3,16,6); porque las pasiones arrastran la voluntad y no la permiten “volar a la libertad y descanso de la dulce contemplación y unión” (ib.). Poner el gozo en cualquiera de los bienes temporales, naturales, sensuales, morales, sobrenaturales o espirituales en los que se puede detener produce graves daños en este camino. Por ello, es necesario caminar “poniendo la voluntad en razón, para que no, embarazada con ellos, deje de poner la fuerza de su gozo en Dios” (S 3,17,2), ya que “la voluntad no se debe gozar sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios” (ib.). Y la mayor gloria y honra que se le puede tributar es siempre la de “servirle según la perfección evangélica”, ya que fuera de ello, todo lo demás “es de ningún valor y provecho para el hombre” (ib.).

Arrancando de estos principios, J. de la Cruz está en grado de entender y comprender pedagógicamente las exigencias del  camino. Afirma sin rodeos que “el hombre ni se ha de gozar de las riquezas cuando las tiene él ni cuando las tiene su hermano, sino si con ellas sirven a Dios. Porque si por alguna vía se sufre gozarse en ellas, como se han de gozar en las riquezas, en cuanto se expenden y emplean en servicio de Dios; pues de otra manera no sacará de ellas provecho” (S 3,18,3). Para ello necesita “pasar de todo eso” (S 3,41,1)., ya que las pasiones “tanto más reinan en el alma, cuanto la voluntad está menos fuerte en Dios y más pendiente de criaturas” (S 3,16,4). Y ello porque las pasiones “hacen al alma todos los vicios e imperfecciones cuando están desenfrenadas” (S 3,16,5). El esfuerzo y el trabajo, pues, han de orientarse a “ordenarlas” y “componerlas”. Pero no basta hacerlo una a una, ya que dichas pasiones están fuertemente ligadas entre sí, y si se permite una, inmediatamente brotarán las otras. Por ello, “es de saber que, al modo que una de ellas se fuere ordenando y poniendo en razón, de ese mismo modo se pondrán todas las demás, porque están tan aunadas y tan hermanadas entre sí … que donde actualmente va la una, las otras también van virtualmente” (S 3,16,5).

Al exponer cómo actúa la caridad sobre la voluntad y cómo ha de realizarse  “la noche y  desnudez activa de esta potencia, para enterarla y formarla en esta virtud de la caridad de Dios” (S 3,16,1) J. de la Cruz lo reduce todo a ordenarla y ponerla en razón. Y esta ordenación, por la caridad, consiste o conlleva el poner la fuerza de la voluntad en Dios y apartarla de todas las demás cosas. Porque, y esta es la razón fundamental, poner la fuerza y el gozo de la voluntad en algo que no sea Dios constituirá un estorbo para la unión, ya que “la fortaleza del alma consiste en sus potencias, pasiones y apetitos, todo lo cual es gobernado por la voluntad; pues cuando estas potencias, pasiones y apetitos endereza en Dios la voluntad y las desvía de todo lo que no es Dios, entonces guarda la fortaleza del alma para Dios, y así viene a amar a Dios de toda su fortaleza” (S 3,16,2). Pero para esto tendrá que “purgar la voluntad de todas sus afecciones desordenadas, de donde nacen los apetitos, afectos y operaciones desordenadas, de donde le nace también no guardar toda su fuerza a Dios” (ib.). El Santo describe bellamente esta función de la caridad bajo la alegoría de un  disfraz. En toda esta “aventura” el alma se disfraza también “con una excelente toga colorada, por la cual es denotada la tercera virtud, que es caridad, con la cual … hace levantar tanto al alma de punto, que la pone cerca de Dios” (N 2,21,10), y “hace válidas a las demás virtudes” (ib.), ya que “sin caridad ninguna virtud es graciosa delante de Dios” (ib.). La caridad vaciando y aniquilando “las aficiones y apetitos de la voluntad de cualquier cosa que no es Dios” (N 2,21,11), mete al alma “en el arca de su caridad y amor” (CB 14,1), haciéndola reclinar “en este  florido lecho” (CB 26,1) “echando fuera todo temor” (CB 11,10).

III. Origen y desarrollo de la caridad

Alude el Santo en estas frases a su forma de presentar la raíz y el progreso de la caridad. Brota de Dios y vuelve a Dios, ya que en última instancia no es otra cosa que participación de la vida divina. Todo comienza con la mirada graciosa de Dios al alma, “porque mirar Dios es amar Dios” (CB 31,5; 32,3). El efecto de esa mirada se describe así: La divinidad “inclinándose al alma con  misericordia imprime e infunde en ella su amor y  gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace consorte de la misma Divinidad” (CB 32,4). En términos menos figurativos se afirma: “Poner Dios en el alma su gracia es hacerla digna y capaz de su amor” (CB 32,5). De ahí la atrevida conclusión del Santo: “Por tanto, amar Dios al alma es meterla en cierta manera en sí mismo, igualándola consigo, y así ama al alma en sí consigo, con el mismo amor con que él se ama. Y por eso en cada obra, por cuanto la hace en Dios, merece el alma el amor de Dios; porque, puesta en esta gracia y alteza, en cada obra merece al mismo Dios” (CB 32,6). Señalan estas frases los límites extremos de la caridad o amor divino. Arranca de la “mirada graciosa de Dios” y culmina en la  “igualdad de amor” entre ambos, Dios y el alma.

Desde el comienzo hasta su culminación recorre un desarrollo ininterrumpido y unitario, aunque conozca en el alma altibajos, ascensos y descensos. Ese crecimiento en la caridad es, ante todo, obra de Dios, ya que es él quien la infunde, “la aumenta, y el acto de ella, que es amar más, aunque no se le aumente la noticia” (CB 26,7-8). En la propia correspondencia encuentra el alma el motivo del progreso, ya que Dios no se deja ganar en generosidad. No tiene límites su generosidad para engrandecer “a un alma cuando da en agradarse de ella. No hay poderlo ni aun imaginar, porque, en fin, lo hace como Dios, para mostrar quién él es. Sólo se puede dar algo a entender por la condición que Dios tiene de ir dando más al que más tiene, y lo que va dando es multiplicadamente, según la proporción de lo que antes el alma tiene” (CB 33,8).

Aunque alude J. de la Cruz en distintas ocasiones al progresivo crecimiento en el amor divino, no pone interés en seguir las diversas graduatorias propuestas por otros autores espirituales. Recuerda con especial complacencia dos famosas. Al referirse a la gracia mística del “matrimonio espiritual” simbolizado en la “interior bodega”, asegura que es “el último y más estrecho grado de amor en que el alma puede situarse en esta vida”, lo que equivale a decir –prosigue el Santo– “que hay otros no tan interiores, que son los grados de amor por do se sube hasta este último”.

Añade que son siete, “los cuales se vienen a tener todos cuando se tienen los siete dones del Espíritu Santo en perfección” (CB 26,3). En ninguna parte se detiene a describir esta escala de siete peldaños. Resume, en cambio, otra de diez grados atribuyéndosela a san Bernardo y a santo Tomás conjuntamente (N 2,19-20).

Se trata de un paréntesis dentro de su exposición, no de un molde al que ajuste la exposición de su pensamiento.

J. de la Cruz no se sujeta a ningún esquema preestablecido a la hora de describir el crecimiento de la caridad; sabe que es imposible reducirla a esquemas o compartimentos estancos. Prefiere hablar del amor incipiente, del amor impaciente en las primeras estrofas del Cántico, de la inflamación de amor necesaria para afrontar la prueba definitiva de la purificación, en la Noche, y de la culminación o perfección de la caridad, que cierra el proceso con la igualdad de amor (CB 38,3-4; 39,4). Puesto a ponderar los quilates del amor perfecto en esta vida, J. de la Cruz encuentra insuficiente todo lenguaje. Lo que escribe en la Llama le parece pálido reflejo de la realidad. El hábito de la caridad que “el alma puede tener en esta vida tan perfecto como en la otra, mas no la operación y fruto” (LlB 1,14). Llegar aquí significa tener “visión de paz” y “perfección de amor” (LlB 1,16) en “el resplandor del oro que es la caridad” (LlB 4,13), porque el alma ya no busca ni quiere ni “pretende para sí sus cosas, sino para el Amado” (LlB 1,27), que es lo que “hace venir al Esposo corriendo a beber de esta fuente de amor de su Esposa” (CB 13,11). La caridad es la que enlaza perfectamente la existencia terrena y la bienaventuranza.

Por mucho que crezca con el tiempo, siempre puede “calificarse y sustanciarse mucho más” (LlB pról. 3).

BIBL. — SECUNDINO CASTRO, “El amor como apertura trascendental del hombre en san Juan de la Cruz”, en RevEsp 35 (1976) 431-463; BALDOMERO J. DUQUE, “El amor divino en san Juan de la Cruz”, en Teología Espiritual 24 (1980) 399-419; LUCIENMARIE DE ST. JOSEPH, “Dynamisme de l’amour”, en EtCarm 25 (1946) 170-188; JUAN DE JESÚS MARÍA, “Le amará tanto como es amada”, en EphCarm 6 (1955) 3-103; JOSEP VIVES, Examen de amor. Lectura de san Juan de la Cruz, 2ª ed. Bilbao, Desclée De Brouwer, 1998; ANDRÉ BORD, Les amours de saint Jean de la Croix, Paris, Beauchesne, 1998.

Aniano Álvarez-Suárez

Capacidad humana

El alma sanjuanista es por definición capaz de  Dios. La capacidad, entendida en esta amplitud, viene mencionada ya en los primeros capítulos del libro 1 de Subida, en clave de luz/tinieblas: “de las cuales (tinieblas) estando el alma vestida no tiene capacidad para ser ilustrada y poseída de la pura y sencilla luz de Dios, si primero no las desecha de sí” (S 1,4,1); claro, que al situarnos en el comienzo del proceso de  purificación mística, esta capacidad es enfocada en negativo, y será necesario pasar por la  noche oscura para comprender su verdadero alcance y aprender a reconocer y a negar los objetos y operaciones que la impiden desplegarse y la inhabilitan para recibir a Dios.

Como exponíamos en otro lugar –En torno a la pregunta ¿qué es el hombre? – flamea la Llama de amor viva iluminando fondos y cumbres, purificando lastres, ensanchando horizontes de sentido. Habiendo pasado por estados de deshacimiento (Noche) y concentración del deseo (Cántico), Llama viene a expresar la experiencia de máxima extensión e intensión vital de un ser –el ser criatura– que se define justamente por su capacidad, por poder dar cabida en la pobreza de su deseo (pues el deseo es constitutivamente carencia) a la anchura de un Amor infinito” (M. S. Rollán, Cuerpo y lenguaje como epifanía en San Juan de la Cruz, 1993).

La capacidad expresa la versión sobrenatural de  habilidad, como habilidad propia del ser humano, por eso no sería del todo adecuado hablar aquí de capacidad humana, y sí lo es de habilidad; aunque los términos habilidad y capacidad a veces son utilizados juntos, y pudieran ser entendidos como sinónimos. Es necesario seguir atentamente las secuencias y desviaciones de los textos en los que aparecen ambos términos y compararlos con los contextos más o menos explícitos en los que el autor da preferencia al uno o al otro , hay que fijarse también en los adjetivos que acompañan a cada uno de ellos o a los dos juntos, entonces podemos señalar que –frente a su habilidad natural–, la verdadera capacidad del  alma es infinita, por ser su objeto infinito: “Es, pues, profunda la capacidad de estas cavernas, porque lo que en ellas puede caber que es Dios, es profundo e infinito; y así será en cierta manera su capacidad infinita” (LlB 3,22). Así encontramos que la metáfora que mejor expresa esta hondura inconmensurable, que es a la vez la del destino humano, –en cuanto que el hombre ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza–, es la de las cavernas del libro de Llama.

La capacidad es, pues, la disposición del alma para ser semejante a Dios y unirse con él. El término en cuestión tiene un alcance ontológico que remite al ser del hombre en su totalidad y en su esencia, mientras que habilidad es una noción restringida al campo de la psicología, es decir, apta a significar o describir lo relativo al  espíritu humano (la mente, diríamos hoy), en sus percepciones, aprehensiones, motivaciones, hábitos, etc. En definitiva, J. de la Cruz hace uso de la palabra capacidad, cualificándola, o bien en su infinitud, o bien en relación a su objeto, Dios. Es lo mismo en ambos casos, pues igualmente remite a la posibilidad trascendente, o mejor dicho, a la vocación –en cuanto llamada que genera un deseo articulándose como deseo místico en el horizonte de la unión– la vocación de la semejanza con Dios, del amante de hacerse conforme al amado: “No porque el alma se hará tan capaz como Dios, porque eso es imposible, sino porque todo lo que ella es se hará semejante a Dios; por lo cual se llamará, y lo será, Dios por participación” (N 2,20,5)

Pero esa capacidad originaria para la  divinización humana que se fundamenta en la imagen y semejanza de Dios está enturbiada por el  pecado, está embarazada de otros deseos y  pasiones, a los que el hombre entrega “la voluntad de la carne”, o “el albedrío de la habilidad y capacidad natural” (S 2,5,5). Será necesaria la privación de la noche, para que la habilidad natural propia, de por sí limitada, sea despejada, y en consecuencia se abra el alma en toda la anchura de su ser, hasta “la capacidad de este perfecto amor” (CB 39, 14). El alma es capaz, pero no está hábil. Dicho de otro modo: es necesario habilitar (rehabilitar o redimir en términos de historia de la salvación) la capacidad originaria, y quien habilita es el  Espíritu Santo, como queda explicitado en el comentario a la canción 39 del Cántico, donde el “aspirar del aire es una habilidad que el alma dice que le dará Dios allí en la comunicación de el Espíritu Santo, el cual , a manera de aspirar, con aquella su aspiración divina y muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre que es el mismo Espíritu Santo” (CB 39,3). El alma cuya capacidad original ha sido rehabilitada entra así de lleno en el misterio insondable del amor trinitario, que es don, como señalaremos al final de este artículo.

Pero volvamos al comienzo de la purificación, para desglosar lo que hasta aquí hemos expuesto de modo sintético, con el fin de ayudar al lector que se acerca a la obra del místico como un sistema unitario, presentado sin embargo en obras escritas muy distintas, a saber: Subida, Noche, Cántico, y Llama. A continuación, iremos explicando la capacidad junto a otra noción especialmente significativa para san Juan de la Cruz, por determinar la capacidad puesta en juego en cada momento del proceso de purificación.

I. Capacidad y deseo

Si empezamos por el libro de Subida nos encontramos el estado de inhabilitación en que se encuentran los principiantes al inicio del proceso de la andadura nocturna. Como ya se ha indicado la capacidad puede entenderse como la versión  sobrenatural de la habilidad natural, y así en estos comienzos se trata de una capacidad caracterizada por la rudeza y la pequeñez, así como por la insatisfacción del deseo. Dios se acomoda al principio a esta situación, “comenzándola a comunicar lo espiritual desde las cosas exteriores, palpables y acomodadas al sentido, según la pequeñez y poca capacidad del alma” (S 2,17,5). Se pone en ello de manifiesto la pedagogía de Dios, y en este sentido podemos establecer algunos paralelismos entre el vocabulario más familiar de las noches, y el sentido –quizá más abstracto– de capacidad.

La noche activa es disposición ascética, por parte del alma, para la purificación, mortificación y privación de la habilidad natural, ya que ésta se irá reconociendo poco a poco limitada en la expresión y operación de sus sentidos y potencias. La noche pasiva, sin embargo, puede entenderse como ensanchamiento e invasión, “embestimiento” por parte del mismo Dios de la capacidad sobrenatural de recibirlo el alma en sí y de asemejarse a El. Desde los comienzos de la purificación nocturna, la capacidad del alma está puesta en juego, se acusa su incompetencia para el destino que fue criada y será puesta en suspenso –privada–, en cierta manera cancelada en la expresión de sus habilidades y operaciones, en la medida en que va teniendo una cierta conciencia de su estrechez y rudeza natural. Porque la capacidad infinita del alma, a causa de sus posesiones y apetitos, del estado de dispersión en el que se encuentra el deseo, no es siempre conocida por la propia alma: “Lo cual es harto de doler que, teniendo el alma capacidad infinita, la anden dando a comer por bocados del sentido, por su poco espíritu e inhabilidad sensual” (S 2,17,8). El  alma que salió de noche en ansias habrá de pasar de la avidez del deseo inquieto (actividad), del apetito voraz e insaciable vertido ciegamente en las criaturas, a la receptividad serena (pasividad) de la acogida, liberados e iluminados los espacios de visitación, para recibir al mismo Dios que la libera y la ilumina en toda su anchura. “El alma que no llega a pureza competente a su capacidad, nunca llega a la verdadera paz y satisfacción” (S 2, 5,11).

II. Capacidad y racionalidad

El reconocimiento de su verdadera capacidad es paralelo al vaciamiento del deseo y a la negación del espíritu de posesión que éste –el deseo– pone de manifiesto. Así apunta san Juan de la Cruz, a modo retrospectivo en Llama: “Es de notar que estas cavernas de las potencias, cuando no están vacías y purgadas y limpias de toda afección de criatura, no sienten el vacío grande de su profunda capacidad” (LlB 3,18).

Cierto que la parte racional del alma tiene capacidad para comunicar con Dios (CB 18,7). Sin embargo, no se trata de la racionalidad en el sentido filosófico, como pensamiento capaz de operaciones e ideas “claras y distintas”, ya que “el alma en esta vida no es capaz de recibir clara y distintamente sino lo que cae debajo de género y especie” (S 3,12,1), mientras que Dios, que es a lo que esta capacidad se ordena, no cae en estas formas aprehensibles. Este es el objetivo del libro 2 de Subida: la purificación del entendimiento en la tiniebla de la  fe. En efecto la obra de J. de la Cruz, y en consecuencia su experiencia y el lenguaje en el que ésta puede decirse, se sitúan en los albores de la conciencia moderna, y si bien hay en él una alta valoración de la razón, no se trata de un humanista ni de un filósofo, por tanto la razón humana en cuanto tal queda superada en su antropología mística, y el espíritu racional absorbido en el abismo de la fe, según “este presupuesto: que cuanto el alma más presa hace en alguna aprehensión natural o sobrenatural distinta y clara, menos capacidad y disposición tiene en sí para entrar en el abismo de la fe donde todo lo demás se absorbe” (S 3,7,2).

Ese abismo es, como decimos, el de las cavernas del sentido de Llama, donde arde un fuego incombustible de calor y luz (LlB 3, 78), cuando el alma ha llegado a su más profundo centro. “El centro del alma es Dios, al cual, cuando ella hubiere llegado según toda la capacidad de su ser y según la fuerza de su operación e inclinación habrá llegado al último y más profundo centro suyo en Dios, que será cuando con todas sus fuerzas entienda, ame y goce a Dios” (LlB, 1,12). En la geometría mística del alma, centro y capacidad última coinciden, como símbolos del instante sublime de la unión mística, en su expresión más sutil. Y aún más, las nociones de centro (profundo) y capacidad (infinita), vienen a confluir en el libro de Llama, con la de sustancia, como la sustancia más íntima, objeto de los “toques” de Dios, donde se realiza la más alta transformación a que en esta vida se puede llegar. Con cierta frecuencia esa sustancia viene también relacionada de una manera más o menos directa con la memoria espiritual.

III. Capacidad y memoria

Al tratar del  olvido y la memoria, descubrimos cómo la capacidad rememorante del hombre, entendido como un ser espiritual con una vocación trascendente, tiene en la obra de nuestro autor un alcance más amplio que el que pudiera sugerir una simple lectura psicologista de la experiencia mística, o que el que concede a la memoria, como memoria histórica, la consideración del hombre como ser social. Una reflexión atenta sobre la  memoria se hace indispensable para comprender la estrecha relación entre la virtud teologal de la esperanza y el ahondamiento de las cavernas del sentido, es decir, de su capacidad sustancial.

La  esperanza es pobreza, en la posesión y en el deseo, instaura en el alma un movimiento de vacío contrario al primer impulso de apropiación del  apetito, y por tanto libera la capacidad interior y la pacifica: “Cuanto menos se posee de otras cosas, más capacidad hay y más habilidad para esperar lo que se espera, y consiguientemente más esperanza” (S 3,15,1).

La capacidad de la memoria –como “memoria Dei”– pone en relación al hombre con el misterio insondable de su filiación divina, y recoge todo el caudal de endiosamiento de las otras potencias, significando en último término la sustancia misma del alma, que encarecidamente se pone de manifiesto en el comentario al verso del “más profundo centro”: “Deleitándome en la sustancia del alma con el torrente de tu deleite en tu divino contacto y junta sustancial, según la mayor pureza de mi sustancia y la capacidad y anchura de mi memoria” (LlB 1,17). A su vez la capacidad colmada llama a la paz que viene de la satisfacción, mas no clausura el deseo, sino que lo transforma en deseo de don, como veremos más adelante.

IV. Capacidad como receptividad

En el final de Cántico y en Llama confluye la acción de Dios sobre cada una las tres potencias; el entendimiento divinamente ilustrado, la voluntad incendiada de amor, y la  memoria en un sueño amoroso de gloria. Desde el comienzo de la  purificación nocturna hasta su deificación, el alma pasa por momentos de despliegue de su capacidad original, según la determinación de las potencias, que son otras tantas maneras de recibir a Dios y sus dones. “Todas las cuales cosas se reciben y asientan en este sentido del alma, que como digo, es la virtud y capacidad que tiene el alma para sentirlo, poseerlo y gustarlo todo, administrándoselo las cavernas de las potencias” (LlB 3,69).

La ultima reflexión sobre la capacidad debería de centrarse, pues, en “la receptividad”. Es éste un término moderno en la psicología y la literatura espiritual, que no aparece como tal en los escritos del místico, y no obstante ha tenido una gran difusión por el estudio de F. Kelly Nemeck sobre San Juan de la Cruz y Teilhard de Chardin que lleva este título: Receptividad. Se trata de una sustantivación moderna del verbo recibir. Pero recibir tiene varias acepciones en san Juan de la Cruz. Quizá considerando los objetos que el alma recibe y el modo como los recibe se podría también hacer un recorrido de la capacidad espiritual, que es manifiestamente rebosada, pues recibe más de lo que puede contener y decir, como queda patente en el prólogo del Cántico.

La primera acepción de recibir es aceptar o admitir, y como sabemos el camino místico consiste no en ir admitiendo, sino negando (S 3,2,3). Todo el escrito de Subida se articula precisamente en la negación –como la necesidad de no admitir en sí el alma las formas que de ellos recibe–, de los sentidos y de las potencias, justificándose por esta articulación minuciosa en gran parte la prolijidad de algunos capítulos. Y efectivamente donde niega: lo suyo, lo propio, lo natural, lo limitado, los “bocados de criatura”, el alma enamorada da lugar a los espacios de visitación, dar lugar es otra de las acepciones de recibir, la que estrictamente corresponde al despliegue de su capacidad sobrenatural.

Así como la noción misma de capacidad es de uso más frecuente o definido en Subida y en Llama, el verbo recibir que expresa propiamente el dinamismo de esta capacidad, es de uso abundantísimo en Cántico. Y esto se explica en la medida que los dos libros citados antes hacen explícita de alguna manera la estructura del alma, ya sea en su vertiente existencial (Subida) o en su dimensión propiamente teologal (Llama). Sin embargo, Cántico no se ocupa de estructuras sino de dinamismos, es por excelencia el poema de la búsqueda, del éxtasis, del encuentro, del intercambio y el don entre los amantes. Lo que el alma recibe constante y abundantemente, desborda su decir, como ya queda indicado no sólo en el prólogo, sino en el comentario a la estrofa 26 del Cántico: “Y así para dar a entender el alma lo que en aquella bodega de unión recibe de Dios, no dice otra cosa, ni entiendo la podrá decir más propia para decir algo de ello que decir el verso siguiente, de mi Amado bebí. Porque, así como la bebida se difunde y derrama por todos los miembros y venas del cuerpo, así se difunde está comunicación de Dios sustancialmente en toda el alma, o por mejor decir, el alma se transforma en Dios” (CB 26,4-5).

V. Capacidad y don

La satisfacción del deseo, a que aludíamos más arriba, no es, como decíamos, clausura del mismo. De tal modo se ha ensanchado en esta abundancia la capacidad del alma, y en tal manera es rebosada, transformada por la operación en ella del amor divino, que su propia capacidad de recibir se vuelve capacidad de don, es cuando ella desea amar tanto como es amada. “Porque el verdadero amante entonces está contento cuando todo lo que él es en sí y vale y tiene y recibe lo emplea en el amado, y cuanto más ello es, tanto más gusto recibe en darlo” (LlB 3,1).

Si al comienzo de este artículo habíamos indicado que la capacidad sanjuanista expresa la vocación trascendente del hombre, y el alcance infinito de su ser para asemejarse a Dios, podemos terminar subrayando, que esta capacidad de Dios se culmina en el don de sí, cuanto se ve potenciada y estimulada por el mismo Dios a darse y entregarse del todo a las fuentes del amor trinitario.  Disposición, habilidad, receptividad, talento.

BIBL. — JEAN BARUZI, Saint Jean de la Croix et le problème de l’ expérience mystique, 2ª ed. Alcan, Paris 1931; PEDRO CEREZO GALÁN, “La antropología del espíritu en Juan de la Cruz” en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, III. Pensamiento (1993) 127154; MARCEL DE CORTE, “L’expérience mystique chez Plotin et chez saint Jean de la Croix”, en EtCarm 20 (1935) 164-215; OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL, “Misterio, Memoria, Mística”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, III. Pensamiento (1993) 429-453; MANUEL MORALES BORRERO, La geometría mística del alma en la literatura española del siglo de oro, Madrid, FUE, 1975; FRANCIS KELLY NEMECK, Receptividad, EDE, Madrid 1985; MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN, Extasis y purificación del deseo, Avila, 1991; Id. “El vaciamiento del yo: una aproximación a la introspección sanjuanista”, en Antropología de san Juan de la Cruz, Avila 1988; Id., “Amour et désir chez saint Jean de la Croix”, en Nouvelle Revue Théologique 113 (1991) 498-515; Id. “Cuerpo y lenguaje como epifanía en San Juan de la Cruz” , en Actas del Congreso Internacinal Sanjuanista, III. Pensamiento (1993) 395-406; HENRI SANSON, L’ esprit humain selon saint Jean de la Croix, PUF, Paris 1953.

María del Sagrario Rollán

Cántico espiritual

(obra)

Con este título es conocida históricamente la obra más famosa y representativa de Juan de la Cruz; con la que se abre su carrera de escritor y con la que prácticamente se cierra. El y sus contemporáneos distinguían entre Canciones espirituales y Declaración de las canciones, según aludiesen al poema o a su explicación en prosa. La primera vez que el conjunto de ambas cosas recibió el rótulo de Cántico espiritual fue en la edición madrileña de 1630, preparada por el biógrafo Jerónimo de san José. La iniciativa editorial hizo fortuna y ha perdurado hasta hoy.

La distinción entre Canciones y Declaración respondía al proceso mismo de composición, en el que existieron dos momentos relativamente distanciados: primero fue el poema; luego llegó el comentario en prosa. Esto quiere decir que la obra, tal como ahora se conoce, no nació así; durante un lapso de tiempo relativamente largo el poema vivió solo, libre o exento de toda explicación. Es dato fundamental para la interpretación del escrito. La problemática del mismo puede desglosarse en tres apartados fundamentales: proceso histórico de composición, estructura redaccional y síntesis doctrinal.

I. Proceso redaccional

Hacía años que J. de la Cruz había concluido sus estudios en  Salamanca (1568) cuando se le encargó la dirección del colegio carmelitano de  Alcalá de Henares (1571). Era conectar de nuevo con ambientes culturales de primer orden. Un año después abandonaba Alcalá para trasladarse a  Avila como confesor del monasterio de la Encarnación, gobernado por la  Madre Teresa (1572). El contacto con la Santa durante los años de permanencia en el nuevo ministerio fue extraordinariamente fecundo en el plano espiritual y también en el literario. De Avila proceden las primeras páginas conocidas de fray Juan; son algunas poesías de “arte menor”, glosas y coplas, compuestas en sencillos torneos poéticos promovidos por la Santa. Ensayos modestos, pero decisivos porque abren cauce a la vena poética del gran místico. En los primeros días de diciembre de 1577, J. de la Cruz es violentamente arrebatado de su morada de Avila y trasladado al convento carmelitano de  Toledo, donde es encerrado en una estrecha celda carcelaria. Allí le visitan las musas.

COMPOSICIÓN DEL POEMA. Meditar, rezar, pensar y esperar eran las únicas ocupaciones del prisionero. Noches y días interminables sin otro quehacer. Más penoso que las refinadas penitencias impuestas era consumir tantas horas en la inercia, en la monotonía y en la incertidumbre de cara al futuro. Se entretenía a ratos componiendo mentalmente versos y poesías; no tenía otro registro para guardarlas que el de la memoria. Hasta que a los cuatro o cinco meses de encarcelamiento se produjo cambio de guardia; llegó un carcelero más sensible al dolor y más comprensivo; quedó pronto prendado de la increíble paciencia de fray Juan y de su exquisita delicadeza; surgió la corriente de confianza mutua y el encarcelado le pidió un día “en caridad” utensilios para escribir “cosas de devoción”: pluma y papel.

Desapareció de momento la terrible ociosidad. Versos y estrofas guardados hasta entonces en la memoria quedaron para siempre inmortalizados en signos gráficos. Cuando, al cabo de varios meses (en agosto de 1578), J. de la Cruz consiguió escaparse de la cárcel conventual llevó consigo un cuadernillo en el que figuraban las poesías compuestas durante su encierro toledano. Semanas más tarde, de camino a su destino de El Calvario (Jaén), prestaba su repertorio poético a las Carmelitas de Beas para que sacasen copia. Una de ellas recordaba a distancia de años la lista de las composiciones del cuadernillo; una comenzaba: “Adónde te escondiste, Amado”, y terminaba con la estrofa: “Oh ninfas de Judea”. Sumaba, por lo tanto, 31 liras de cinco versos ( Magdalena del Espíritu Santo: BMC 10, 325). Era el primer núcleo del poema, el llamado “protocántico”.

La misma religiosa, dotada de excelente memoria, asegura que J. de la Cruz compuso luego, probablemente en  Baeza (1589-1581), otras estrofas y las añadió a este primer bloque. Alude, a lo que parece, a las canciones 32-34, ya que las últimas (35-39) tienen documentado distinto origen. Otra religiosa de la misma comunidad de Beas atestigua que las compuso en  Granada y a sugerencia suya, al hablarle de la hermosura de Dios; por tanto, después de 1582. La composición del poema, tal como aparece en copias manuscritas y ediciones, es discontinua y abraza tres bloques, que se suceden así: 31 estrofas en Toledo; 3, en Baeza y cinco en Granada (E. Pacho, Escritos 112-149, 188-204).

EL PRIMER COMENTARIO. También la explicación del poema en prosa siguió un curso accidentado y discontinuo. Testimonios y protagonistas de la elaboración aseguran que comenzó por “declaraciones” de versos y estrofas aislados a petición de las religiosas de Beas, que conocían las poesías del cuadernillo llegado de Toledo. Estaban sorprendidas de lo mucho que “comprendían” aquellas expresiones tan extrañas y deseaban sacarles todo el jugo posible. Juan de la Cruz se prestó complacido a responder a sus preguntas. De este modo tan singular y, por otra parte tan natural, comenzó la glosa de las “Canciones”. Perdían su pureza originaria y se vestían de extraño ropaje; lo que había nacido como poesía exenta adquiría cuerpo de libro doctrinal.

A las explicaciones orales, anteriores, sin duda, a la composición de los últimos grupos estróficos, siguieron breves ensayos comentando por escrito algunas canciones, sin que puedan precisarse las agraciadas con esa primicia. No es ni siquiera seguro el número, ya que las señaladas en algún biógrafo antiguo carecen de refrendo documental.

En determinado momento cambió el panorama. La superiora de Beas,  Ana de Jesús, pidió formalmente al Santo que extendiese un comentario completo, es decir, explicación de todas y cada una de las estrofas del poema, a lo que accedió J. de la Cruz. La petición está expresada en el título mismo: “Declaración de las canciones … a petición de la Madre Ana de Jesús, priora de las Descalzas de Granada”. Se reafirma por dos veces también en el prólogo a la obra (nn. 2-3). De lo que no consta es del momento en que la destinataria adelantó la solicitud, si fue en Beas o más tarde, cuando pasó a la fundación de Granada (1582), acompañada precisamente de fray Juan. Era priora de esta última comunidad cuando recibía el texto completo del comentario a finales de 1584; no quiere decir que lo fuese cuando el autor recibió la petición y comenzó a componerlo. Lo más probable es que la súplica de Ana de Jesús llegase cuando ya estaban ensamblados en un solo poema de 39 estrofas los tres grupos escritos por separado. En ese caso, habría que colocar el comienzo del comentario completo en Granada, por lo tanto, a partir de 1582; lo que quiere decir que la elaboración debe colocarse entre 1582 y 1584. La fecha final figura en la portada con que se abre el libro: “año de 1584 años”. Consta además que durante la composición J. de la Cruz pasaba a las religiosas de Granada los cuadernillos, según los licenciaba.

REVISIÓN Y AMPLIACIÓN DEL PRIMER TEXTO. No era la única obra que traía entre manos el Santo cuando se hizo cargo, a primeros de 1582, del convento de Los Mártires en Granada. Había comenzado también la Subida del Monte Carmelo y alternó su composición con el Cántico, ultimando primero éste. Se trata, pues, de la primera obra concluida. Acaso por eso sintió el autor deseo de revisarla, cuando ya había comenzado a difundirse en copias manuscritas. Realizó en alguna de ellas ciertos retoques (o autorizó que se introdujesen), que no afectaban al contenido sino a la gramática y al estilo. El texto así acicalado se ha conservado en bastantes manuscritos y es conocido como CA’.

No quedó satisfecho J. de la Cruz con tan insignificante corrección. La relectura de su texto y los datos reunidos en otros escritos posteriores le sugirieron la conveniencia de revisar en profundidad su primera obra. Había en ella desajustes e incongruencias que podían desorientar a más de un lector. El punto más confuso era el que describía la situación espiritual del desposorio y del matrimonio espiritual; se entrecruzaban sin claridad ambas situaciones, porque la “declaración” seguía rígidamente la colocación de las estrofas del poema, en las que no se seguía necesariamente un orden riguroso en correspondencia al esquema doctrinal. Existían otros puntos que reclamaban ulterior clarificación.

Fue apostillándolos en una excelente copia realizada para él (la que se conserva en las Descalzas de  Sanlúcar de Barrameda = S). Al finalizar su faena de corrector y apostillador firmó en la portada del mismo manuscrito esta advertencia: “Este libro es el borrador de que ya se sacó en limpio”. Para él, “limpio” era el nuevo comentario corregido y alargado, el que se designa como segundo Cántico o Cántico B (CB). Con posterioridad al primer comentario había compuesto algunas poesías, que no figuran en las registradas en el manuscrito sanluqueño, entre ellas una estrofa en liras que comenzaba: “Descubre tu presencia”. Le pareció que encajaba perfectamente en el nuevo texto revisado y la introdujo en él con su respectivo comentario, no al principio o al fin, sino en el puesto once.

La ampliación del poema en una estrofa (40 en lugar de 39) y su respectiva declaración es una de las notas diferenciales más palpables entre la primera y la segunda redacción del Cántico. Existen otras fáciles de identificar hasta del lector menos atento. La más notable afecta al orden en que se suceden las “canciones” y sus declaraciones. Es idéntico hasta la estrofa 10; desde aquí aumenta de una cifra el CB, lo que desplaza de un puesto las siguientes hasta la 15 inclusive. A partir de la 16 se produce una transposición del orden hasta la 34/35, en que se sigue la secuencia primitiva (CA) con la única diferencia de un número más en la numeración. El grupo estrófico 16-34 está reorganizado de modo que las canciones en que se describe el desposorio espiritual formen un bloque unitario y las del matrimonio, otro, lo que no sucedía en la primera escritura (CA).

Otra diferencia notable entre las dos redacciones consiste en la introducción en el CB de un párrafo nuevo para unir o enlazar los diversos comentarios. Se identifica como “anotación” (antes de la primera y en el paso de la 15 a la 16) o más habitualmente “anotación para la canción siguiente”. Comienza la serie al principio de la quinta y se estabiliza en la séptima, manteniéndose hasta el fin. Estas piezas no deben colocarse tipográficamente después de abrirse la canción que sigue (como hace algún editor moderno); carece de respaldo textual y se opone a la intención del autor.

Se habla habitualmente del CB como Cántico alargado no sólo por estos añadidos y la estrofa once, ya que existen otros párrafos incorporados de sana planta al CA: unas veces dentro del comentario a versos determinados (como el primero de la canción 1ª); otras, lo más frecuente, al fin de la declaración anterior. En su conjunto el CB resulta así un tercio más amplio que el CA.

De menor entidad, pero no desdeñables, son otras diferencias menos perceptibles. Son frecuentas las correcciones y ampliaciones de textos del CA para hacerlos más claros y comprensibles. Muchas de tales revisiones y ampliaciones siguen las apostillas puestas por J. de la Cruz en el manuscrito sanluqueño (S*). En mis ediciones he distinguido con una + los números o párrafos añadidos en el CB, y con un * los retocados. Ha sido imitada esta clave por otros editores posteriores, alterando simplemente las señales indicadoras de las alteraciones. En esta serie de adaptaciones hay que colocar también la eliminación de citas bíblicas en latín, tan frecuentes en el CA y en la primera parte de la Subida. El CB las elimina sistemáticamente en los textos exclusivos y en los que retoca del CA; se ajusta así a la norma seguida por J. de la Cruz en todos los escritos menos en los dos primeros libros de la Subida.

No es posible fijar documentalmente la fecha en que J. de la Cruz realizó la obra de revisión y ampliación. El análisis interno de la obra y su comparación con los otros escritos del Santo obligan a colocarla después de la  Llama de amor viva, en su primera composición. La cita explícita del CB en un párrafo exclusivo (CB 31,7) impone esta conclusión. Se afianza al comprobar que el Cántico ampliado incorpora ideas, expresiones y frases , a veces casi literales, de la Llama (cf. ed. crítica del CB en BMC 30, introducción). Estas constataciones orientan la datación del CB hacia 1586-1588, resultando así la última síntesis del pensamiento sanjuanista, ya que con posterioridad a esa fecha no se conocen otros escritos fuera de la revisión de la Llama (LlB) que no aporta novedad doctrinal alguna, reduciéndose a ligeras modificaciones de la primera escritura (LlA). Con el Cántico se abre y se cierra la carrera literaria de J. de la Cruz.

II. Estructura y género literario

El Cántico es la obra estructuralmente más armónica y uniforme del autor. Responde exactamente a un comentario, o una “declaración” según el término usado en sentido clásico por el Santo. Trató de repetir este modelo en otras obras, pero no lo respetó.  La Noche y la Llama se acercan bastante al mismo patrón, pero lo alteran notablemente, porque el comentario no es homogéneo; mientras en unas estrofas resulta amplísimo, en otras se vuelve compendioso, como sucede en la Llama entre las canciones tercera y cuarta. En la Noche se ofrecen dos comentarios de la primera estrofa y uno de la segunda, interrumpiéndose al comenzar el de la tercera. Las “declaraciones” son tan extensas que la tradición editorial ha hecho desaparecer el módulo típico del comentario para presentar el texto como un tratado, a semejanza de la Subida. El epígrafe original deja bien claro que el autor la entendía como una “declaración”. La única obra que se atiene realmente al canon del comentario regular y homogéneo es el Cántico. Desde el principio hasta el fin sigue la misma estructura enunciada al fin del prólogo (n. 4). Es sabido que la propuesta inicial de la Subida, según el epígrafe y el argumento, quedó eliminada desde las primeras páginas, para adoptar la estructura propia del “tratado”.

ESTRUCTURA ESQUEMÁTICA. En el Cántico se mantiene fielmente a lo largo del comentario el plan anunciado al fin del prólogo de colocar al principio el poema íntegro y de ir comentándolo estrofa por estrofa y verso por verso. A veces se juntan en el comentario varios versos, por exigirlo así la secuencia gramatical o el contenido que se atribuye a los mismos. Ello no altera la estructura general, que se ajusta a este esquema: introducción de la estrofa con la “anotación” o advertencia (sólo en el CB), reproducción de la estrofa correspondiente, presentación general del contenido y “declaración” o explicación pormenorizada de los versos.

En la “anotación” previa y en la síntesis que sigue a cada canción se trata de enlazar unas estrofas con otras, haciendo ver que siguen un orden progresivo en consonancia con lo que es el desarrollo de la vida espiritual. Dentro del comentario a cada estrofa o verso se entrecruzan sin orden fijo preestablecido varios aspectos: el histórico o narrativo, el explicativo, el descriptivo y el justificativo o doctrinal. El primero alude veladamente a la experiencia vital del autor sustituyendo la referencia personal por “el alma esposa”; en la interpretación o explicación se ofrece el significado inmediato (a veces literal) del verso; en el aspecto descriptivo se dibuja la situación espiritual de cada momento en relación a todo el proceso desarrollado en la obra; en la parte doctrinal se suele razonar y prolongar lo anterior adoptando la forma habitual del tratado o explicación teórica.

No existe norma fija en la disposición de estos elementos constitutivos, pero la lectura atenta permite distinguir lo que corresponde a la experiencia encerrada en los versos y lo que es análisis y justificación doctrinal. Esta trama sencilla favorece, sin duda, la lectura de la obra y la vuelve atractiva, pero al mismo tiempo dificulta la comprensión global de su contenido, al carecer de un esquema orgánico de los contenidos doctrinales.

GÉNERO LITERARIO. Aunque no suele caerse en cuenta, se trata de un género literario muy peculiar, prácticamente desconocido en la tradición espiritual de Occidente. Apenas si existen antecedentes conocidos, mientras ha tenido algunas imitaciones, entre las más conocidas las de Cecilia del Nacimiento. Puede considerarse único, o al menos excepcional, el género literario del Cántico, de la Llama y de la Noche.

Existe el comentario en casi todos los campos literarios: bíblico, filosófico, jurídico, filológico, etc. Abunda en la parcela espiritual: a los libros de la  Sda. Escritura, al Credo, al Padrenuestro, al Magníficat, etc. Lo excepcional del caso es que aquí no se comenta un texto preexistente y de otro autor; lo que se explica es un texto propio y además poético. La técnica del comentario se adapta a las “Canciones espirituales”, a la poesía comenzada en Toledo y rematada en Granada. Nunca puede perderse de vista este detalle a la hora de interpretar la obra sanjuanista.

Tiene igualmente importancia identificar el tipo de comentario. Por lo apuntado anteriormente se excluye el comentario literal, al estilo de las glosas o “apostillas”. Su misma amplitud lo desmiente. Teniendo como referencia un texto poético de índole mística se hace casi inevitable el comentario con predominio de la “alegoría”. En realidad, el comentario sanjuanista no encaja tampoco perfectamente en ninguna de las categorías tradicionales. Se inspira y sigue el comentario bíblico tradicional en el ámbito de la espiritualidad, lo que quiere decir que adopta libremente los varios sentidos atribuidos a la letra, pasando con la mayor naturalidad y espontaneidad del significado histórico-literal al alegórico-espiritual. Asume naturalmente lo expresado en el célebre dístico: “Littera gesta docet; quid credas allegoria; / moralis quid agas; quo tendas anagogica”, reproducido, entre otros, por S. Tomás (1,1,10; Quodlib. 7, a. 14-16, etc.)

En una misma estrofa, incluso en el mismo verso, se yuxtaponen hasta cuatro sentidos diferentes. Aquí reside la clave para explicar la desconcertante polisemia de muchas palabras. Al mismo término se le atribuyen significados completamente diferentes, como “monte”, “flores”, “guirnaldas”, “vuelo”, etc. El no tener en cuenta este dato ha llevado a buscar explicaciones peregrinas al lenguaje de la obra sanjuanista.

Gracias a esta clave es posible deslindar con bastante aproximación lo que pertenece a la interpretación “auténtica” y lo que es ampliación o aplicación, es decir, lo que realmente corresponde a la experiencia resellada en los versos y lo que es su aplicación práctica, como pedagogía o explicación y justificación doctrinal. Todo es sanjuanista, pero no todo tiene el refrendo de la experiencia personal.

RELACIÓN ENTRE POEMA Y COMENTARIO. Se roza así uno de los problemas básicos de la hermenéutica del Cántico, es decir, el que se refiere a la relación entre experiencia, poesía y comentario. Nadie lo ha explicado mejor que el propio Santo en el prólogo de la obra. Arranca del reconocimiento o confesión de su protagonismo personal. Ha sido agraciado con experiencias profundas, imposibles de traducir adecuadamente en lenguaje humano. Es la inteligencia o sabiduría mística (pról. 1). Su comunicación menos inapropiada y más natural es la figurada, a base de imágenes, metáforas, símbolos y comparaciones, como sucede en la Sda. Escritura (ib.). Para quien no ha compartido experiencias semejantes, ese lenguaje resulta desconcertante; los versos le parecerán “dislates” más que “dichos puestos en razón”. Es lo propio del poema, todo él cargado de simbolismo e imágenes atrevidas (ib.).

Para quien lo ha compuesto, el poema traduce mejor que el comentario la experiencia radical; para cualquier extraño a la misma sugiere mucho, pero aclara poco. De ahí la necesidad de la “declaración”. Esta tiene el inconveniente de encoger o reducir la “anchura” de la experiencia y de la poesía por servirse del lenguaje denotativo, “puesto en razón”. Lo que en apariencia es más rico, realmente es un empobrecimiento, una limitación. Por eso, asegura J. de la Cruz que la interpretación por él dada, no debe tomarse como exhaustiva ni definitiva. No es capaz de “declarar al justo” el contenido encerrado en el poema, que es ya “recortado”, sino sólo dar alguna luz u orientación. Cada uno puede aprovecharse de la anchura poética para profundizar y encontrar otros sentidos y otras aplicaciones (ib. 2). Deja bien aclarados estos puntos: que primero fue la experiencia, luego la poesía y al fin el comentario; en segundo lugar, que la poesía fue el vehículo de expresión más inmediato y apropiado, aunque oscuro y hermético para cualquier lector sin experiencias similares a las que se cantan en el poema.

Aunque el comentario esté más alejado de la experiencia, resulta más asequible y comprensible para el lector corriente, si está formado en la teología escolástica. En gracia al mismo, J. de la Cruz ha querido incorporar al comentario determinados puntos de oración o de vida espiritual, ya que se rozan muchos necesariamente al explicar los versos; de alguna manera están contenidos en ellos (ib. 3). A la simple “declaración” se añade así la explicación, lo que el autor llama “tratar”, es decir, que desde este punto de vista el comentario amplía la materia del poema o, si se quiere otra fórmula, acepta interpretaciones no “auténticas”.

En este sentido el comentario no es empobrecimiento, sino enriquecimiento del poema, cosa que no acaban de entender los intérpretes sanjuanistas “profanos”, comenzando por Baruzi. El enriquecimiento no se reduce a la ampliación, casi material, de la temática; va mucho más allá. J. de la Cruz progresó y maduró en su experiencia íntima con posterioridad a la composición de las “Canciones”. Reincidió en más de una ocasión en las mismas “inteligencias místicas”, lo que significó acumulación progresiva. La mejor prueba está en la Llama de amor viva. La composición de este poema es prolongación manifiesta de la penúltima estrofa del Cántico, como revela la propia confesión del autor (Ll pról. 3). Resulta, pues, una “recaída” en el mismo pathos con nueva sobrecarga experimental. Por eso, al declarar este último poema, afirma que siempre es posible una ulterior “calificación” y “substanciación” de la inteligencia místico-amorosa (ib.). Las reincidencias y el “recordar-despertar” los lances místicos sugeridos por los versos al momento de comentarlos suscitaban, sin duda, en el ánimo del comentador aspectos y matices complementarios de los “entendidos” en los versos. Es legítimo, por tanto, hablar de extensión experiencial en el comentario por este lado. Es más y es menos que el poema.

III. Síntesis doctrinal

Hay que distinguir dos aspectos o enfoques: el que aparece en la secuencia de las estrofas y el que resulta del conjunto de las afirmaciones. En el primero, se propone un proceso o desarrollo dinámico de la vida espiritual al hilo de situaciones “contadas” en el poema; en el segundo se dibuja un esquema independiente de los versos, pero sujeto a los elementos doctrinales del comentario. En el fondo, el primero corresponde a la interpretación “auténtica” del poema; el segundo, a su acomodación doctrinal. Para la correcta conjugación de ambos, juegan papel determinante los tiempos verbales del poema.

VISIÓN POÉTICA DEL ITINERARIO ESPIRITUAL. Dado el género literario y el método adoptado de seguir fielmente la colocación de estrofas y versos, según las pautas señaladas en el prólogo (n. 4), es presumible, a priori, que no exista perfecta coincidencia entre la configuración del itinerario espiritual al hilo del poema y el esquema subyacente en el comentario. La confrontación de las dos redacciones de la obra (CA y CB) confirma la sospecha. Se detectan a lo largo de la primera “declaración” frecuentes incongruencias a la hora de establecer correspondencia entre las etapas del recorrido espiritual y la colocación de las estrofas. Según la interpretación “auténtica”, en las canciones 15 y 17 (de CA) se describe el estado del matrimonio espiritual, definido como el más alto a que puede llegarse en esta vida. Poco después, en la 25 y 26, se afirma que el alma está disponiéndose para celebrar el matrimonio espiritual, en el que cesan todas las perturbaciones de la sensualidad y del demonio. En las canciones 27-28 se describe de nuevo el matrimonio espiritual en términos perfectamente idénticos a los de 15 y 17, pero como si fuese la primera vez que se desarrolla ese argumento. A pesar de afirmarse con insistencia que desaparecen en esa situación las contrariedades e inseguridades anteriores al matrimonio, las estrofas siguientes (29-31) vuelven a presentar en presente el estadio anterior de lucha y purificación. No son los únicos lugares en que se rompe la secuencia ascensional, o de progreso, reafirmada con insistencia y propuesta de manera explícita al principio de la canción 27 (n.2).

Se dio cuenta de estos desajustes o incongruencias el comentador, confesando que se debían a la trama poética, no sujeta a un esquema perfectamente lógico (CA 31,6), sino al ritmo de la inspiración poética. Eso fue lo que le movió a profunda revisión, que dio como consecuencia una nueva reorganización de las estrofas, en consonancia con las aclaraciones del comentario. De esta preocupación de orden lógico-cronológico nació la segunda redacción, el CB. En él se ha buscado la máxima aproximación posible entre la propuesta del poema y el esquema del tratadista o teólogo. No difiere fundamentalmente de lo señalado en el CA, pero se vuelve visible y patente lo que en él está desordenado y confuso, especialmente en lo que se refiere al desposorio y al matrimonio.

Al mismo tiempo que el comentarista realizaba esa labor de reordenación estrófica aprovechó la ocasión para incorporar al primer comentario algunos aspectos ausentes en él, pero desarrollados en otras obras. Destaca entre todos el elemento catártico, desconocido prácticamente en el CA. La incorporación se realiza sin alterar el enfoque o perspectiva que domina esta obra. En lugar de la dinámica purificativa, propia de Subida y Noche, el Cántico contempla la vida espiritual como crecimiento y desarrollo del amor, por tanto, como dialéctica entre entrega y posesión, entre ausencia y presencia. Para describir las situaciones y etapas del dinamismo del amor entre Dios y el hombre asume J. de la Cruz el simbolismo tradicional de la mística cristiana inspirado en el Cantar de los cantares. Al compás del ritmo poético señala las situaciones siguientes.

a) Búsqueda: dialéctica ausencia-presencia. Aplicando a su caso el simbolismo nupcial, el Cántico sanjuanista presenta este panorama. Superada una fase de esfuerzo y búsqueda sincera de Dios, éste comienza a dejarse sentir. A medida que el alma fiel experimenta la felicidad del amor divino, aumenta en ella el deseo del encuentro con él y de la entrega por amistad. En el desarrollo de esta amistad, la inflamación propia del amor va adquiriendo grados hasta que consigue manifestaciones muy especiales. Comienza a experimentar ansias y penas cuando pierde la sensación de la presencia del Amado. Su amor a Dios se vuelve impaciente. Le llama, le suplica, le busca con afán porque no le siente presente.

En esa situación se coloca el arranque del Cántico. El círculo inicial (canción 1ª) se cierra en la 12 (CA) /13 (CB), porque narra la historia amorosa de fray Juan. Este, después de haber gozado de una singular experiencia divina, se sintió vacío, como si Dios se le hubiese oscurecido o ausentado. En su angustia se dirigió a él indagando su paradero y pidiéndole la presencia clara y definitiva de la gloria (CB 1,2/ CA 1,1). Durante doce estrofas sigue cantando o describiendo ese estado de ausencia y de búsqueda. Es un periodo de “amor impaciente”, de amistad verdadera y auténtica, pero insatisfecha. Cuando, al fin, se produce de nuevo el encuentro y la presencia suplanta a la ausencia, se aplacan las ansias amorosas y cae en cuenta el alma que aún no está preparada para la entrega total; su amor es aún limitado y está mezclado con escorias, de las que necesita purificarse (CB 13,1) para merecer la posesión del Amado. No pide ya la vista clara y esencial de la gloria (como en la canción 1ª), sino la entrega y posesión en esta vida (CB 13-15).

Es de suma importancia para la comprensión global de la obra tener en cuenta el giro que el comentarista hace dar a estrofas y versos en el paso de la primera canción a las dos siguientes (23).En lugar de situar al alma-esposa en el momento espiritual del que arranca el poema, la coloca en los comienzos de la vida espiritual: en un conocimiento y búsqueda de Dios a través de las criaturas y del propio conocimiento. Las estrofas cargadas de admiraciones e interrogaciones hacen palpable esa adaptación, en clara anamórfosis, ya que patentizan una situación idéntica a la primera canción, que se cierra en la trece (12 en CA). Se trata de un caso típico de adaptación del poema a los esquemas mentales del comentarista, pero afecta por igual a ambas redacciones. Ello quiere decir que en este primer bloque del Cántico predomina la ordenación sistemática del comentarista sobre la visión del poeta. En cualquier caso, se configura un estado o situación espiritual anterior y diferente de las que se describen en el resto del comentario. Los contenidos fundamentales se indican en el apartado siguiente.

b) Desposorio espiritual. La etapa del amor impaciente, con sus heridas y penas, se cierra en un determinado momento, cuando Dios irrumpe en el alma con su presencia. Comienza por fecha señalada, calificada por J. de la Cruz como “el dichoso día del desposorio” (CB 14-15, 2). A partir de entonces, escribe el Santo, “no solamente se le acaban al alma sus ansias vehementes y querellas de amor, que antes tenía, mas … comiénzale un estado de paz y deleite y suavidad de amor” (ib.). Es el estado del desposorio espiritual.

Su arranque tiene características especiales. Se inicia con una gracia o presencia perturbadora del Esposo; no porque en sí no sea muestra de amor, sino porque no halla la adecuada disposición o preparación para cosas tan elevadas. No existe aún la conveniente adaptación del sentido al espíritu. La ansiada presencia del Amado produce dolorosos efectos en el cuerpo: son los fenómenos típicos del éxtasis, rapto y arrobamiento, cuya característica es precisamente la repercusión somática dolorosa (CB 13 y 14-15, 18-20.30)

Será precisamente tarea propia de este nuevo estado conseguir la total purificación que haga posible la armonía perfecta entre sentido y espíritu (1415,30), de modo que todo el “caudal del alma” esté ordenado a Dios. Según el Cántico la purificación radical de la noche oscura se produce precisamente como preparación al matrimonio, como prueba definitiva de la fidelidad a Dios.

Aunque el estado del desposorio se caracterice por las frecuentes visitas de Dios y altas mercedes, como regalos a la esposa, los momentos de paz y deleite se ven interrumpidos por pruebas y penas. El alma tiene que luchar aún por dominar las pasiones y las acometidas de la parte inferior, así como las asechanzas del demonio (CB 16-21). Es el momento de fortalecer las virtudes y dejarse guiar por el Espíritu Santo (CB 17). Naturalmente, las pruebas de amor se vuelven cada vez más frecuentes y exquisitas. El desposorio, según el Santo, es el periodo del intercambio de bienes y dones, todo ello como “arras” para el matrimonio espiritual.

c) Matrimonio espiritual. Del intercambio de dones se pasa a la entrega y posesión mutua de las personas. Concluido el proceso catártico, de desnudez y vacío, llega la plenitud de la unión transformante, con entrega recíproca de voluntad. La sensualidad está totalmente dominada y la armonía del ser recuperada. Las comunicaciones divinas, por muy altas que sean, no tienen normalmente repercusión somática dolorosa, de ahí que desaparezcan fenómenos como el éxtasis o el rapto.

Aunque en el matrimonio espiritual existan situaciones parecidas a las del desposorio, la diferencia entre ambos es clara. J. de la Cruz pone empeño en recalcar tales diferencias, precisamente porque en el CA no deslindó con claridad ambos estados. Volvió sobre ello en la Llama (LlA 3,23-24) y remató su explicación en el CB (22-24 y 27), con esta precisión: “Es mucho más sin comparación que el desposorio espiritual, porque es una transformación total en el Amado, en que se entregan ambas partes por total posesión de la una a la otra, con cierta consumación de amor, en que está el alma hecha divina y Dios por participación, cuanto se puede en esta vida” (22,3).

d) El gemido pacífico de la esperanza. Aunque el alma en estado del matrimonio goza de la posesión de Dios en cuanto se puede en esta vida, no se siente plenamente satisfecha, porque todavía le queda “una cosa por desear, que es gozarle –a Dios– perfectamente en la vida eterna” (CB 36,2). Mientras no satisface ese deseo “se emplea en pedir al Amado este beatífico pasto en manifiesta visión de Dios” (ib.).

Es la vida en tensión ante la bienaventuranza, porque nunca se apaga en la tierra el ansia de la gloria esencial, si siquiera en el más alto estado del matrimonio espiritual. “Y así, no le basta la paz y tranquilidad y satisfacción del corazón a que puede llegar el alma en esta vida, para que deje de tener dentro de sí gemido, aunque sea pacífico y no penoso, en la esperanza de lo que le falta; porque el gemido es anejo a la esperanza” (CB 1, 14). Falta únicamente que se “rompa la tela del dulce encuentro”; es lo único que separa la felicidad de acá y de la de allá.

La configuración del proceso espiritual en clave poético-figurativa, según la reordenación operada en el CB queda, pues, enmarcada en estos pasos sucesivos: búsqueda ansiosa del AmadoEsposo (1-12), encuentro sorpresivo y gozoso (13-15), dilaciones de la entrega total (16-21), unión plena de las personas (11-23), canto triunfal por la meta conquistada (24-30), comparación entre la situación presente y la del pasado (31-35), gozosa vida de unión y aspiraciones de gloria (36-40).

EL PLAN DESARROLLADO DOCTRINALMENTE. En lugar del enfoque adoptado en Subida-Noche, se contempla todo bajo el prisma del amor. El desarrollo de la vida espiritual se identifica con el crecimiento en el amor divino. Es la otra cara del sanjuanismo. Todo se ajusta en el Cántico a los principios que rigen el dinamismo del amor. Entre los recordados con insistencia se hallan los siguientes: “El amor tiene razón de fin”, por eso “encuentra iguales o los hace” (28,1; 32,6); “Dios es la plenitud del amor” (11,1.4; 28,1); quien ama a Dios “no ha de pretender ni esperar galardón de sus servicios, sino la perfección de amar a Dios” (9,7); se conoce “el que de veras ama a Dios, si con alguna cosa menos que él se contenta” (1,14). Toda relación amorosa entre el hombre y Dios procede necesariamente de éste que es quien da la capacidad de amar (32,6). El “ejercicio de amor”, como camino de ir a Dios, arranca de la gracia que mueve a secundar la llamada divina.

a) La mirada graciosa de Dios. “Mirar Dios es amar Dios, así como el considerar Dios es … estimar lo que considera” (CB 31,5). Cuando la Divinidad misericordiosa se inclina “al alma con misericordia imprime e infunde en ella su amor y gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace consorte de la misma Divinidad” (32,4). En consecuencia, “en cada obra, por cuanto la hace en Dios, merece el alma el amor de Dios; porque puesta en esta gracia y alteza, en cada obra merece al mismo Dios” (32,6). Dios no sólo ama a cada alma, la “adama”, que es “amar duplicadamente”; de ahí, prosigue el Santo, que “poner Dios en el alma su gracia es hacerla digna y capaz de su amor … da gracia por la gracia que ha dado, que es dar más gracia; porque sin su gracia no se puede merecer su gracia” (32,5).

La primera mirada de Dios borra del alma el “color moreno de pecado” y la fealdad de sus culpas (32,5-8). A causa del primer pecado en el paraíso, la naturaleza humana quedó estragada en los primeros padres (23,5), pero fue reparada por Cristo en la Cruz. El Hijo de Dios no sólo redimió a la naturaleza humana, sino que la “desposó consigo” y, por consiguiente, a cada alma, “dándole él gracia y prendas para ello en la Cruz” (23,3). Este desposorio “se hizo de una vez, dando Dios al alma la primera gracia, lo cual se hace en el bautismo con cada alma”. En cambio, el desposorio que lleva a la perfección “no se hace sino muy poco a poco por sus términos, que aunque todo es uno, la diferencia es que uno se hace al paso del alma, y así se va poco a poco, y el otro, al paso de Dios, y así hácese de una vez” (23,6). Reparada la “bajeza de condición natural” por la gracia del bautismo (mirada y desposorio de Dios), el alma puede comenzar su andadura camino de la unión amorosa con Dios.

Morando él agradado en ella (11,3) y “viéndola graciosa a sus ojos, mucho se mueve a hacerla más gracia” (33,7). No exige otra cosa que fidelidad y correspondencia. No siempre se produce por parte del hombre; con frecuencia tarda en decidirse.

b) Conversión, decisión y búsqueda. El amor divino va envolviendo al alma hasta que la toca en lo hondo. Poco a poco ésta se va rindiendo a las pruebas del amor divino. En un determinado momento “cae en cuenta” de lo que significan los beneficios recibidos, a los que no ha sabido corresponder, olvidándose de quién se los ha concedido. “Tocada ella de pavor y dolor de corazón interior”, es decir, de una nueva gracia, renuncia a todas las cosas, “dando de mano a todo negocio” y con “gemido salido del corazón, comienza a invocar a su Amado (1,1). Es la compunción del corazón, la conversión a Dios, la “determinada determinación” teresiana de entregarse a él, de comprometerse seriamente a seguirle y servirle.

La salida de sí y de todas las cosas equivale a una búsqueda o descubrimiento y a una respuesta amorosa. El camino hacia la perfección del desposorio-matrimonio se hace “al paso del alma”, poco a poco. No bastan deseos ni buenos propósitos. Aunque puede aprovecharse de mediaciones y recomendaciones (CB 2), no es suficiente. En los primeros pasos el alma ha de trabajar arduamente en plan ascético con ejercicios de vida activa y contemplativa (3,1) para conseguir un “corazón desnudo y fuerte, libre de todos los males y bienes que puramente no son Dios” e impiden “el derecho camino de Cristo” (3,5). Se trata de una lucha ardua contra los obstáculos y enemigos (mundo, demonio carne), “que son los que hacen guerra y dificultan el camino” (3,6).

En esta ardua batalla contra obstáculos y enemigos descubre el hombre su miseria; ahonda en el “conocimiento propio, que es lo primero que tiene que hacer el alma para ir al conocimiento de Dios” (4,1). La meditación sobre su condición y la consideración de las criaturas van aproximándole poco a poco a Dios y encendiendo progresivamente su amor. Oración y mortificación son los dos pilares de la ascesis propia de los principiantes que caminan en busca del encuentro con Dios.

c) De la meditación a la contemplación. Ansias y penas de amor impaciente. A medida que el alma avanza en su esfuerzo ascético y su oración meditativa se vuelve más íntima y simplificada, el amor se va inflamando progresivamente. “En la viva contemplación y conocimiento de las criaturas echa de ver el alma haber en ellas tanta abundancia de gracias y virtudes y hermosura de que Dios las dotó, que le parece estar todas ellas vestidas de admirable hermosura y virtud natural, sobrederivada y comunicada de aquella infinita hermosura sobrenatural de la figura de Dios, cuyo mirar viste de hermosura y alegría el mundo y los cielos” (CB 6,1).

La consideración de las maravillas de la creación, como conocimiento discursivo, va dejando paso a la contemplación admirativa e inflama el corazón. Es la puerta o entrada a la “vía contemplativa, en que pasa por los vías y estrechos de amor” (22,3). El amor impaciente ya no conoce reposo; no se satisface con ver a Dios reflejado en las criaturas; ansía contemplar su “invisible hermosura” (6,1). Como quiera que “el corazón no puede estar en paz y sosiego sin alguna posesión” (9,6), llama, invoca, increpa al Amado, solicitando su presencia (6-11).

Aumenta sin cesar la pasión del amor impaciente hasta sentirse el alma en situación angustiosa, como herida y llagada de amor: “Está como el vaso vacío, que espera el lleno, y como el hambriento, que desea el manjar, y como el enfermo, que gime por la salud, y como el que está colgado en el aire, que no tiene en qué estribar. De esta manera está el corazón bien enamorado” (9,6). La vida del sentido va trocándose en vida del espíritu, porque la contemplación amorosa intensifica su acción catártica (N 2,6).

Al lado de los consuelos y regalos se suceden las pruebas purificativas. Existe una especie de correlación entre ambas vertientes: purificativa y posesiva: “Conforme a las tinieblas y vacíos del alma, son también las consolaciones y regalos que Dios la hace” (13,1). El alma se siente ya centrada en Dios, pero no está aún suficientemente purificada para que él se haga presente. Cuanto más se va aproximando a él, “más siente el vacío de Dios y gravísimas tinieblas” (13,1). Es la doctrina de la SubidaNoche incorporada por el CB, ya que estaba ausente del CA.

A medida que la noche purificadora va depurando escorias crece el ansia por el encuentro con Dios. Llegan momentos en que el alma se siente con “tanta vehemencia de ir a Dios, como la piedra se va más llegando a su centro” (12,1). No dura mucho esa situación, porque “entonces está Dios bien presto para consolar al alma y satisfacer en sus necesidades y penas, cuando ella no tiene ni pretende otra satisfacción y consuelo fuera de él” (10,6).

d) El ansiado encuentro. “Dichoso día y estado de desposorio”. Las mercedes y visitas de Dios ordinariamente guardan proporción con los fervores y ansias de amor del alma (13,2). En una de esas comunicaciones divinas, después de mucho ejercicio espiritual, descubre Dios al alma “algunos rayos de su grandeza y divinidad” (13,2). Puede ser con tal fuerza que no sea capaz de sufrirlos el alma y se vea como salir fuera de sí por arrobamiento o éxtasis (13,2-5). En una de esas visitas o comunicaciones se produce el encuentro misterioso con el Amado: es el dichoso día del desposorio espiritual. “Al principio que se hace esto, que es la primera vez, comunica Dios al alma grandes cosas de sí, hermoseándola de grandeza y majestad, y arreándola con dones y virtudes … bien así como a desposada en el día de su desposorio” (14-15,2).

Aunque en los primeros tiempos “es a veces tan grande el tormento que se siente en las semejantes visitas … que no hay tormento que así descoyunte los huesos y ponga en estrecho al natural”. La razón está en la unidad de la persona humana. La irrupción del Espíritu divino es tal, que la carne no puede aún recibirla sin detrimento, porque todavía no está purificada y adaptada al espíritu. “De aquí es que ha de padecer la carne y, por consiguiente, el alma en la carne, por la unidad que tienen en supuesto” (13,4).

Pese a todo eso, en el dichoso día del desposorio, “no solamente se le acaban al alma sus ansias vehementes y querellas de amor que antes tenía, mas comiénzale un estado de paz y suavidad de amor”: es el estado feliz del desposorio (14-15,2). A lo largo del mismo son frecuentes y abundantes las mercedes que el alma recibe de Dios. Es el momento de las gracias místicas caracterizadas por fenómenos de repercusión somática, como raptos, éxtasis, arrobamientos, visiones, etc. (13-15). La experiencia de la presencia de Dios es profunda y duradera, pero aún no permanente como en la unión transformante.

Le falta aún al alma el último toque de purificación. La sensualidad no está totalmente dominada ni “acaba de perder sus resabios, ni sujetarse del todo sus fuerzas”. Padece todavía el alma “ausencias y perturbaciones y molestias de parte de la porción inferior y del demonio” (14-15,30). No debe olvidarse que, según J. de la Cruz, la etapa del desposorio se caracteriza por un alternarse de gracias divinas y de pruebas purificadoras. Los encuentros y presencias de Dios son transitorios y dejan paso a las ausencias de la noche oscura. Son las “interpolaciones” de luz y tinieblas de que habla en la Noche (2,1,1)

Se prolonga la lucha contra las tendencias del sentido (16,2; 19,1; 20-21 enteras). Persisten las asechanzas del demonio y sus turbaciones (16,2-3); las acometidas de los sentidos interiores y exteriores se refuerzan con la presión de las cuatro pasiones (18 y 20-21). El “ganado de apetitillos y gustillos” se resiste a desaparecer (26,18-19) para que “todo el caudal del alma” sea de Dios (28 entera) y la vida sea “ya sólo ejercicio de amor”.

Parece claro que en el CB J. de la Cruz coloca la ultima fase de la noche purificadora en el paso del desposorio al matrimonio espiritual. Esto no impide que el alma reciba “muchas y grandes comunicaciones y visitas y dones y joyas del esposo, bien así como desposada”. De este modo se “va enterando y perfeccionando en el amor de él” (22,3).

e) El “beso de la unión”: el matrimonio espiritual. Aunque el amor es recíproco, la iniciativa es siempre de Dios, deseoso de liberar al alma de la sensualidad y del demonio para juntarla consigo en la “deseada junta y unión” (22,1). Después de haber sido el alma algún tiempo esposa en entero y suave amor con el Hijo de Dios, éste la llama “y la mete en este huerto florido a consumar este estado felicísimo del matrimonio consigo, en que se hace tal junta de las dos naturalezas y tal comunicación de la divina a la humana, que, no mudando alguna de ellas su ser, cada una parece Dios, aunque en esta vida no puede ser perfectamente” (22,5).

Con una gracia especial, al modo del desposorio, se produce el tránsito al matrimonio espiritual. Dios favorece al alma con “una soberana merced, recogiéndola en lo íntimo de su amor, que es la unión y transformación” con él (26,1). “Es mucho más sin comparación que el desposorio, porque es una transformación total en el Amado, en que se entregan ambas las partes por total posesión de la una a la otra”. Piensa J. de la Cruz que esto no sucede “sin que esté el alma confirmada en gracia, porque se confirma la fe de ambas partes” (22,3).

Entre los rasgos destacados de la vida en el “estado felicísimo del matrimonio” cabe destacar los siguientes. La unión es estable, aunque no siempre actual en las potencias (26,11). Nada queda ya oculto entre los esposos. Como “el verdadero y entero amor no sabe tener nada encubierto al que ama”, Dios descubre “con gran facilidad y frecuencia al alma sus maravillosos secretos, como su fiel consorte”. La comunica especialmente “dulces misterios de su Encarnación, y los modos y maneras de la redención humana” (23,1).

La  unión transformante llega a tal punto, que en el alma no hay nada que pueda contrariar a Dios; está tan endiosada que ni siquiera siente primeros movimientos contra “lo que es voluntad de Dios, en todo lo que ella puede entender (27,2.7). Ha conseguido tal limpieza, que su situación es semejante a la de Adán en el paraíso, en el estado de inocencia (26,14; cf. 32-34 enteras). La vida es simple ejercicio de amor afectivo y efectivo: “De manera que ahora sea su trato acerca de lo temporal, ahora sea su ejercicio cerca de lo espiritual, siempre puede decir esta alma que ya sólo en amar es su ejercicio” (28,9). Las virtudes están ya en grado tan heroico, que nunca faltan del alma; son como una guirnalda de flores en que se deleita el Amado Esposo (30-32).

f) Igualdad de amor y suspiros de gloria de la Cruz lleva hasta sus últimas consecuencias el principio tantas veces repetido de que “la propiedad del amor es igualar el que ama con la cosa amada” (28,1). El alma hecha esposa del Hijo de Dios en el matrimonio espiritual tiene ya “perfecto amor”, lo cual “significa igualdad con él, en la cual igualdad de amistad todas las cosas son comunes a entrambos” (28,1). La posibilidad de esa “igualdad de amor” radica en que Dios, gracias a la unión transformante, le da al alma “su misma fuerza con que pueda amarle … haciéndolo juntamente con ella” (38,4).

Esa fuerza no es otra que el Espíritu Santo, con quien unida el alma ama a Dios (39, 1.3-4). De este modo, el alma obra “juntamente con la Trinidad”, y por consiguiente, ama a Dios con el amor conque él se ama (38,3). El alma devuelve así al Amado lo que de él recibe, pero como si fuera cosa propia, “regraciándole” y “refiriéndoselo a las demás almas”: es la “reentrega” de su amor (24,1; 25,1).

Mientras dura la peregrinación terrena siempre puede aumentar y calificarse el amor, pero por mucho que aumente nunca saciará plenamente los deseos del alma esposa. Aún no lo goza “en revelado y manifiesto grado como en la otra vida” (39,4.6), por eso gime en la pacífica espera “de la manifiesta visión de gloria” (31,6), para “ver allá cara a cara” a su Amado y “entender de raíz las profundas vías y misterios eternos de su Encarnación” (37,1).

Esta apertura escatológica ausente en el CA es propia del CB, pero resulta incorporación de lo escrito en la a lo largo y ancho de la Llama, especialmente en el comentario de los versos “acaba ya si quieres / rompe la tela del dulce encuentro”. Reconociendo “que es imposible venir a perfecto amor de Dios, sin perfecta visión de Dios” (28,5), el alma en estado de matrimonio espiritual desea la “clara transformación de gloria, en que llegará a igualar con el dicho amor” de Dios (38,1).

BIBL. — EULOGIO PACHO, Vértice de la poesía y de la mística: el “Cántico espiritual” de san Juan de la Cruz, Burgos, Monte Carmelo, 1983; Id. Reto a la crítica. Debate histórico sobre el Cántico espiritual de S. Juan de la Cruz, Burgos, Monte Carmelo, 1988; JOSÉ LUIS MORALES, El Cántico espiritual de san Juan de la Cruz: su relación con el cantar de los Cantares y otras fuentes escriturísticas y literarias, Madrid, EDE, 1971; C. P. THOMPSON, The Poet and the Mystic. A Study of the Cántico Espiritual of San Juan de la Cruz, Oxford, University Press, 1977, versión española, El Escorial, Ed. Swan, 1985.

Eulogio Pacho

Búsqueda de Dios

En la obra sanjuanista, el amor es un tema esencial. El amor es la tensión existencial del hombre, el dinamismo que realiza plenamente la auto-trascendencia de la persona. El amor rompe el aislamiento del hombre, le impide el repliegue sobre sí mismo; por medio del amor la persona se abre progresivamente y se proyecta más allá de sí misma en orientación dinámica hacia el otro. Una de las formas fundamentales de expresión del amor es la “búsqueda”. Búsqueda del otro totalmente orientada al encuentro personal en que culmina, en plena donación y acogida recíprocas.

Cuando contemplamos este dinamismo dentro de la relación del hombre con Dios, no podemos olvidar la “asimetría” radical que implica esta relación. Dios y el hombre no se encuentran en el mismo plano, y la relación entre ambos es posible, única y exclusivamente, desde la libre y gratuita iniciativa de Dios, hecha condescendencia hacia el ser humano.

I. Desde la gratuidad de Dios

Uno de los consejos más famosos entre los salidos de la pluma de J. de la Cruz reza así: “Y adonde no hay amor, ponga amor, y sacará amor” (Ct a María de la Encarnación: 6.7.1591). Escrito apenas unos meses antes de la muerte del Santo, refleja la experiencia de toda una vida. En él pone fray Juan de relieve la gratuidad absoluta del amor: sólo un amor gratuito es capaz de suscitar el amor, que brota, así como eco, resonancia, respuesta. Así, Dios ha “sacado amor” de nosotros –donde no lo había– “poniendo” en nosotros su amor.

Profundamente arraigado en esta certeza, tanto desde la fe como desde la experiencia, puede el Santo exigir una actitud que sea reflejo de la de Dios. Y así, en uno de los últimos textos que de él conservamos, exhorta: “Ame mucho a los que la contradicen y no la aman, porque en eso se engendra amor en el pecho donde no le hay, como hace Dios con nosotros, que nos ama para que le amemos mediante el amor que nos tiene” (Ct a una religiosa carmelita, finales de 1591).

“Como hace Dios con nosotros”. Es el estilo de Dios con el hombre. Y el punto de partida del amor teologal. Dios es siempre iniciativa, amor gratuito en total donación. El es quien “nos ama”, quien “engendra amor” en nuestro corazón, “donde no le hay”, de manera que si llegamos a amar a Dios es, siempre y sólo, “mediante el amor que nos tiene”. De ahí que el primer paso del hombre en su itinerario hacia Dios sea el tomar conciencia (“caer en la cuenta”) de la absoluta iniciativa divina, que le precede siempre, abriéndose así a la experiencia de ser amado con un amor eterno, gratuito, desbordante, capaz de movilizar toda su capacidad de respuesta. Es la experiencia que el Santo ha descrito de manera insuperable en la anotación a la primera estrofa del Cántico espiritual (CB 1,1). Una toma de conciencia que desencadena una progresiva apertura del hombre en la acogida del don de Dios y en la urgencia de una respuesta total y radical al mismo: salir tras él, en búsqueda infatigable.

II. Dios, buscador del hombre

La Historia de la Salvación es, esencialmente, la historia de una búsqueda. En ella Dios mismo desde el momento inicial se manifiesta como el gran buscador del hombre, saliendo a su encuentro, llamándolo, interpelándole: “¿Dónde estás?” (Gén 3,9). Será la actitud constante de Dios a lo largo de la historia; actitud con la que Dios intenta permanentemente despertar en el corazón humano la nostalgia de sí, y colocar así al hombre en una dinámica de búsqueda, como actitud religiosa esencial: “Buscadme y viviréis” (Am 5,4). Un Dios buscador del hombre, empeñado en hacer del hombre un buscador de Dios.

Para J. de la Cruz es un principio fundamental. Si el amor de Dios, como hemos visto, precede, fundamenta y posibilita el nuestro, resulta evidente que la búsqueda (expresión dinámica del amor) es también anterior en Dios. La nuestra, nuestra búsqueda de Dios, no puede ser sino posterior y, consecuente, fundamentada y posibilitada por ella. El Dios de fray Juan es el Dios Vivo, el Dios Amor, el Dios de la Historia de la Salvación, que toma toda iniciativa, que sale al encuentro del hombre, que busca con amor al hombre antes y más aún de lo que el hombre pueda imaginar. Es un presupuesto importante que no deja de recordar con énfasis en su obra: “Cuanto a lo primero, es de saber que si el alma busca a Dios, mucho más la busca su Amado a ella” (LlB 3,28). No tener en cuenta esta verdad puede conducirnos a un nefasto desenfoque de la vida espiritual, a una falsa perspectiva en la cual podría el hombre creerse el principal protagonista del camino hacia Dios.

Teniendo presente esta absoluta prioridad de Dios con respecto al hombre, podrá confiadamente expresarse así en su oración: “¡Oh Señor mío!; ¿quién te buscará con amor puro y sencillo que te deje de hallar muy a su gusto y voluntad, pues que tú te muestras primero y sales al encuentro de los que te desean?” (Av 1, 2). Dios, efectivamente, “se muestra”, se revela, manifiesta su misterio y su amor, “saliendo al encuentro” del hombre, buscándolo “primero”.

Es imprescindible leer la anotación a la canción 22 del Cántico espiritual, donde, a la luz evangélica de las parábolas de la oveja y la dracma perdidas, el Santo cantará el ansia y el deseo de Dios que, en Cristo, busca al hombre “por muchos rodeos”, y la alegría, el placer y el gozo que experimenta al hallarlo y cargarlo “sobre sus hombros” (CB 22,1). A esta altura crucial del Cántico, corrige así el Santo la impresión subjetiva que hasta aquí podía dominar al alma, pensando que era ella quien se empeñaba en la fatigosa búsqueda de Dios, siendo más bien ella la buscada y ahora hallada. Y es éste, precisamente, el estilo de Dios, su pedagogía con nosotros: hacernos percibir su búsqueda en el deseo vehemente de Dios que él mismo hace nacer en nuestro corazón; pues la búsqueda de Dios “atrae y hace correr hacia él”, suscitando en el alma un correspondiente movimiento que la levanta y la impulsa radicalmente hacia Dios (LlB 3,28; CB 25,4).

II. El hombre en busca de Dios

“Habiéndola Dios herido de su amor” (CB 1,2), el alma enamorada comienza a vivir una fuerte tensión existencial entre la “presencia” y la “ausencia” de su Amado. Se trata de una presencia “encubierta” (CB 11,4), percibida como “ausencia” (CB 1,2), que deja al alma “tocada de dolor y aflicciones y ansias de amor” (N 2,4,1). “Dolor de ausencia” lo llama el Santo (CB 1,15.16.18; 2,1; 6,2.6; 8,2; 9,1.3; etc.). Y se convertirá, desde dentro del corazón humano, en dispositivo de apertura y tensión total hacia Dios. Este es el punto de partida del itinerario de búsqueda que define la actitud más característica del hombre ante Dios. El hombre de fe es, sustancialmente, un “buscador de Dios”.

BUSCAR “DENTRO DE SÍ”. Para J. de la Cruz el ser humano se define desde su interioridad, donde la mirada de fe descubre y acoge la presencia fundante de Dios, que sustenta la excelsa dignidad del hombre como “templo de Dios”. “Templo vivo” llamará el Santo al alma (S 3,40,1), donde “secretamente solo mora” Dios, en el fondo del alma (LlB 4,14). En sus diversas obras se hace eco de esta verdad, y analiza, bajo diversos aspectos, las modalidades de esta presencia divina en el ser del hombre (S 2,5,3; CB 11,3; LlB 4, 14-15). Presencia de Dios en el hombre; de las tres Personas divinas. Se hace eco así a la palabra y la promesa evangélicas: “Vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23), cuando comenta: “Es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma” (CB 1,6).

Seguidamente describe cómo el reconocer y acoger esta presencia divina en el propio ser, es para el alma “cosa de grande contentamiento y alegría” (CB 1,7), fuente de un nuevo sentido para la propia vida, para la autoconciencia que el hombre tiene de sí mismo. Los números 6-10 de esa primera canción del Cántico, de insoslayable lectura, son una apremiante invitación a hacer el descubrimiento de la propia interioridad habitada por Dios, y a “entrar” en ella haciendo de la propia vida una búsqueda amorosa del Señor, superando en actitud teologal la habitual superficialidad en que el hombre está acostumbrado a moverse, ignorante de la riqueza interior que le constituye en su dignidad.

SALIR ENTRANDO. El descubrimiento de la presencia interior de Dios al hombre, conduce a J. de la Cruz a utilizar un registro semántico de honda y extensa resonancia en el campo de la espiritualidad: los verbos de movimiento espacial “entrar” y “salir”, en torno a los cuales trata de describir el sentido preciso que debe tomar, visto desde el ser humano, el movimiento espiritual de éste. El Santo utiliza, para describir el punto de partida del mismo, la expresión: “salir de todas las cosas” (CB 1,2.6.20, etc.). El punto de llegada, horizonte último del itinerario espiritual, queda también bien perfilado: “entrar en Dios” (CB 1,19). En medio, como elemento central del camino espiritual, nos encontramos con una doble expresión sanjuanista: es preciso, para el hombre, “entrar dentro de sí” mismo (CB 1,6.8.9.10, etc.), y al mismo tiempo “salir de sí” (CB 1,19-20) para “entrar en Dios”.

Parece una paradoja. Es, sencillamente, un recurso lingüístico para describir de algún modo el necesario paso por la propia interioridad humana, si se quiere no errar el camino hacia Dios, si se quiere ir “a lo cierto” y no “vaguear en vano” (CB 1,6). “Entrar en sí” “salir de sí”. La búsqueda de Dios es un proceso de interiorización, un “entrar dentro de sí mismo”, pero no para finalizar ese movimiento en el propio yo, en cualquier forma de repliegue autocomplaciente, sino para autotrascenderse teologalmente en el itinerario interior hacia Dios, única meta del movimiento existencial del hombre. Por eso, para nuestro Santo, el “entrar en sí” conlleva, en perfecta simultaneidad, el “salir de sí” mismo. Las dos expresiones, sin embargo, le sirven para expresar matices distintos, diversas dimensiones de una sola realidad vital.

BÚSQUEDA TEOLOGAL. Habla fray Juan de “buscar con amor” a Dios (CB 1,6). Luego matizará aún más: “Dicho queda, ¡oh alma!, el modo que te conviene tener para hallar el Esposo en tu escondrijo. Pero si lo quieres volver a oír, oye una palabra llena de sustancia y verdad inaccesible: es buscarle en fe y amor, … que esos son los mozos del ciego que te guiarán por donde no sabes, allá a lo escondido de Dios” (CB 1,11). La búsqueda de Dios es una búsqueda teologal. Y está sostenida e impulsada por las actitudes o virtudes teologales del hombre: la fe, la esperanza y el amor. Aquí es necesario, una vez más, reconocer la genialidad de J. de la Cruz al insistir en la centralidad de la vida teologal, y hacer de su dinamismo el eje permanente y el camino unitario de toda su experiencia y su pedagogía espiritual.

“Buscarle en fe”: significa, ante todo, renunciar a toda actitud posesiva frente a Dios. Renunciar a identificar a Dios con la experiencia que de él se pueda tener en cualquier momento del camino. Es exigencia permanente de trascender, en la fe, la propia “experiencia” de Dios: lo que de Dios el hombre “entiende”, “siente” o “gusta”. Detenerse en la propia experiencia espiritual paraliza y bloquea la búsqueda, repliega al hombre sobre sí mismo, le impide avanzar hacia el misterio de Dios. Dios nunca se identifica plenamente con la experiencia que de él tiene el hombre, está siempre más allá, “más alto y profundo”, la trasciende, está y permanece “escondido”. Y a quien el hombre debe buscar es a Dios mismo en persona, en tensión permanente de todo su ser (CB 1,4.12. Ver, por contraste, la búsqueda inmadura tal como se describe en N 1, 11,4 o en N 2,4,1). “Sólo Dios –dirá el Santo– es el que se ha de buscar y granjear” (S 2,7,3).

“Buscarle en amor”: es “tener el ánimo continuo con Dios”, y “el corazón con él más entero con afección de amor” (CB 1,13-14). Y es que sólo el amor es el modo adecuado para tratar con Dios, y sólo por el amor Dios se deja “ligar” y a solo él se “rinde” ante la búsqueda amorosa y sincera del hombre (S 3,44,3; CB 31,8; 32,1). Y es que “de Dios no se alcanza nada si no es por amor” (CB 1,13).

“Buscarle en esperanza”: no queda excluida la esperanza en la búsqueda de Dios, más bien al contrario, la esperanza es la que imprime dinamismo y tensión a la fe y al amor, proyectándolos hacia su perfección última, hacia su consumación final en el encuentro definitivo con Dios, donde el anhelo teologal del hombre hallará no sólo “satisfacción”, sino “hartura” (CB 1,14). Hay una frase del Santo que refleja perfectamente esta actitud de búsqueda esperanzada: “revolviendo estas cosas en mi corazón, viviré en esperanza de Dios” (LlB 3,21). Se vuelve imprescindible aquí releer en profundidad el denso capítulo 21 del libro segundo de la Noche oscura, dedicado a describir magistralmente el papel fundamental desempeñado por las virtudes teologales en el camino del hombre hacia Dios.

LA VERACIDAD DE LA BÚSQUEDA. J. de la Cruz aparece siempre obsesionado por la veracidad de los planteamientos y las actitudes espirituales del hombre. Basta comprobar el uso amplísimo que hace de la expresión “de veras” en sus obras. En cuanto a la búsqueda de Dios por parte del alma, asegura que “por cuanto el deseo con que le busca es verdadero y su amor grande, … no empereza hacer cuanto puede por hallar al Hijo de Dios, su Amado” (CB 3,1). Dedica toda la canción tercera del Cántico espiritual a describir las actitudes auténticas del hombre espiritual que sirven para comprobar la veracidad y sinceridad de la búsqueda. Dicha canción describe la estrategia de una ascesis verdaderamente teologal, más que penitencial, donde el deseo y el amor se van aquilatando en un corazón radicalmente orientado hacia Dios en la medida en que se va liberando de todo lo que no es el objeto de su búsqueda.

Trata fray Juan de indicar cómo “buscar a lo cierto a Dios” (CB 3,4), y afirma con rotundidad: “Para buscar a Dios se requiere un corazón desnudo y fuerte, libre de todos los males y bienes que puramente no son Dios” (CB 3,5).  Desnudez, fortaleza, libertad, nacen para el Santo de la orientación radical hacia Dios de todo el propio ser de hombre. Por eso hablamos de “ascesis teologal”. En la superación de toda división interior al hombre, y de toda seducción externa, contempla el Santo “el estilo … que le conviene tener para en este camino buscar a su Amado” (CB 3,10).

TENSIÓN MÁXIMA DEL SER. Fiel a este “estilo” teologal de búsqueda, el hombre, orientado radicalmente hacia Dios, va experimentando en sí el crecimiento continuo del deseo de Dios, del anhelo por hallarlo en comunión plena de amor. Todo su ser se transforma en “hambre” y “sed” de Dios, en “deshacimiento y derretimiento del alma por la posesión de Dios” (LlB 3,19-21), en que “con tanto deseo desea el alma” (CB 12,2), que “la sustancia corporal y espiritual parece al alma que se le seca en sed de esta fuente viva de Dios” (CB 12,9). Hambre y sed de Dios. Tensión radical de toda la persona hacia su Dios. Como una fuerza interior, inscrita en lo más profundo del alma, que orienta e impulsa todo el ser del hombre hacia su Creador, como a su centro de gravedad, origen y fin de su existencia (LlB 1, 1112). Una tensión vital hacia Dios que se actúa y expresa mediante el amor que “es la inclinación del alma y la fuerza y virtud que tiene para ir a Dios” (LlB 1,13).

Fruto de la purificación pasiva del espíritu, en que Dios obra en el íntimo ser del hombre lo que excede la capacidad y alcance de éste, será el nacimiento de un amor vehemente, radical, impetuoso, impaciente, incontenible, que dará cauce y dinamismo a la tensión teologal del hombre para quien ya sólo Dios es horizonte y meta (N 2, cap. 11,13,19 y 20).

IV. Maduración de la búsqueda: la acogida de la gratuidad divina

El sentido específico de la búsqueda viene determinado por la finalidad última de la misma, que podemos descubrir en un creciente anhelo de la “presencia” del Amado, única capaz de curar la “dolencia de amor” del hombre en la plena identificación del amante con el Amado (CB 11). El encuentro con Dios, término final de la búsqueda, no es nunca fruto del esfuerzo humano. Lo más que el hombre logra hacer ante Dios es abrir el vacío de su ser, en tensión teologal, como apertura ante un don –autodonación– que sólo puede ser recibido en gratuidad. Así, el alma puede, al máximo de sus fuerzas, exclamar: “Decid a mi Amado que, pues adolezco, y él solo es mi salud, que me dé mi salud; y que, pues peno, y él solo es mi gozo, que me dé mi gozo; y que, pues muero, y él solo es mi vida, que me dé mi vida” (CB 2,8). Salud, gozo, vida del hombre, que no son, ni pueden nunca ser, alcanzadas o conquistadas por el hombre, sino sólo recibidas, acogidas como un don que Dios le hace de sí mismo.

En efecto, cuando el término de la búsqueda no es una cosa inerte sino una presencia personal, el sentido de la misma cambia radicalmente. La búsqueda se libera de la innata tendencia humana a la posesión egocéntrica (propia del “apetito” sanjuanista), para configurarse más como apertura y acogida ante el “Otro” que, en expresión máxima de su libertad personal, se ofrece, se entrega, se da, en comunión interpersonal, en gratuidad absoluta.

Por eso, en una estrofa especialmente elaborada para ser introducida en el Cántico espiritual en su segunda redacción, J. de la Cruz apela a esa donación libre de Dios al hombre, cuando hace exclamar al alma: “Descubre tu presencia” (CB 11). Es necesario releer detenidamente el comentario completo de esa canción, y comprender su significado en medio de la descripción sanjuanista de la búsqueda de Dios por parte del alma, para advertir la razón profunda que indujo al Santo a introducirla en este lugar preciso del poema. No es el hombre quien “alcanza” a Dios a fuerza de buscarlo, sino que es Dios quien se “descubre” libremente al hombre que lo busca. Lo más que el hombre puede lograr con su búsqueda activa es “cierta disposición para recibir” (LlB 3,22). Por eso, además, “después que ha hecho todo, no se satisface ni piensa que ha hecho nada” (CB 3,1). Es solamente Dios quien lo hace todo. Se abre así un nuevo espacio de pasividad teologal, desde el cual el alma renuncia a su pretensión de poseer a Dios; ahora sólo desea “verse poseída ya de este gran Dios” (CB 11,2). El cambio de perspectiva es notable. Toda la tensión activa de la búsqueda se ha transformado en receptividad acogedora de la autodonación amorosa de Dios.

Ya en la canción sexta había abierto este horizonte con su verso “acaba de entregarte ya de vero”, y con el comentario sabroso del Santo hecho súplica ardiente: “Esto, Señor mío Esposo, que andas dando de ti a mi alma por partes, acaba de darlo del todo; y esto que andas mostrando como por resquicios, acaba de mostrarlo a las claras; y esto que andas comunicando por medios, que es como comunicarte de burlas, acaba de hacerlo de veras, comunicándote por ti mismo… Entrégate, pues, ya de vero, dándote todo al todo de mi alma, porque toda ella tenga a ti todo, y no quieras enviarme ya más mensajero” (CB 6,6).

Todo comienza en la gratuidad de Dios, y todo termina en la gratuidad de Dios. El encuentro con Dios no acontece en virtud de ninguna necesidad intrínseca, ni viene provocado por ninguna disposición humana. Dios, suma libertad y gratuidad plena, se comunica “graciosamente” (CB 14,29; 33,5; LlB 2,16; 3,24), y todo lo que el hombre puede hacer ante él es disponerse en apertura radical, en libre acogida, a la autodonación gratuita y amorosa del Dios Amor.

BIBL. — AA.VV. La búsqueda de Dios, Madrid 1984.

Alfonso Baldeón

Bodega interior

El texto de Cant 2,4 ha sido referencia obligada en la tradición mística cristiana al tratar de los últimos grados del amor divino. Bastará recordar los Sermones sobre el Cantar de los Cantares de san Bernardo. A lo que parece, es el primero en aplicar el texto de la “cela vinaria”, no sólo al alma-esposa, sino también a la Iglesia (cf. Sermón 49, ed. Obras completas, BAC, t. V, p. 638-645). Abría así la puerta a otros maestros espirituales para ampliar la adaptación del mismo texto a diferentes realidades del misterio divino según el sentido literal, tropológico y anagógico, como harán, por ejemplo, E. Herp (Teología mística, lib. 3, 3, cap. 17) y , con posterioridad a J. de la Cruz y Luis de la Puente (en su Comentario al Cantar de los Cantares, lib. 4).

El mencionado texto bíblico es familiar al Santo, que lo cita en dos ocasiones manteniendo a la letra en su traducción el latinismo “cela vinaria” (S 2,11,9; LlB 3,50). En otro lugar no lo reproduce literalmente (N 2,17,2). Su presencia en las páginas del Santo es mucho más importante de lo que pudieran sugerir las citas implícitas o explícitas. No parece dudoso que en ese texto bíblico se inspira la estrofa del CE que comienza: “En la interior bodega / de mi Amado bebí” (CA 17 / CB 26). Forma unidad poética y temática con la siguiente: “Allí me dio su pecho” (CA 18 /CB 27). Este grupo estrófico de dos liras es, a su vez, perfectamente paralelo en la temática con otro bloque, también de dos canciones: el que describe la misma escena “en el ameno huerto deseado” (CA 27-28 / CB 22-23). J. de la Cruz se sirve de estos dos símbolos alegóricos para describir la celebración del  matrimonio espiritual.

En el  “huerto ameno deseado” conjuga el “topos” tradicional de la lírica renacentista del “locus amoenus” (el deleitoso jardín) con otro texto clave de Cant (5,1: cf. CB 22,6). En éste de la “bodega interior”, o “cela vinaria”, la conexión se establece con el tema de la  embriaguez mística (“el adobado vino”: CB 25), en el que convergen también la referencia bíblica del Cant (1,3) y la tradición literaria de la “borrachera de amor”. Lo decisivo es comprobar que ambos grupos estróficos y sus correspondientes alegorías simbólicas describen en la pluma sanjuanista idéntica situación espiritual; la que el autor designa como matrimonio espiritual, aunque a veces lo llama en los mismos lugares  desposorio.

Conviene advertir que la colocación de los dos bloques estróficos paralelos es distinta en cada una de las redacciones del Cántico. En el CA aparece primero la “interior bodega” (canc. 17); después de diez estrofas, el “huerto ameno” (27). Se invierte el orden en la segunda redacción (CB), que coloca primero el “huerto ameno” (22) y luego la “bodega interior” (26). Lo que no se altera es el contenido atribuido a los versos de las estrofas correspondientes. En ambos casos es sustancialmente idéntica la descripción del matrimonio espiritual con apenas leves diferencias en los matices.

Al iniciar la correspondiente a la “bodega interior” establece explícitamente enlace con lo expuesto al comentar la estrofa relativa al  “lecho florido” (CB 26,1). La conexión está plenamente justificada, ya que también dicha canción presenta el matrimonio espiritual bajo la figuración del “lecho nupcial”, que está “tendido en púrpura”, defendido por leones y “de paz edificado” (CB 24 / CA 15). La descripción del matrimonio, celebrado en la “bodega interior”, arranca de la confesión de absoluta inefabilidad (CB 26,3-4). La situación espiritual corresponde al “último y más estrecho grado de amor en que el alma puede situarse en esta vida”. Por eso se llama “interior bodega”, lo que no vale para otros grados más inferiores (ib. 3).

A esta “última y más interior” bodega llegan pocas almas en esta vida, “porque en ella es ya hecha la unión perfecta con Dios, que llaman matrimonio espiritual” (ib. 4). La realidad maravillosa de esta entrega mutua de Dios y el alma se presenta como una “estrecha junta” en que Dios se comunica al alma “con admirable gloria de transformación de ella en él, estando ambos en uno… no empero tan esencial y acabadamente como en la otra vida” (ib. 4).

La figuración de la unión divina en la “bodega interior” permite explicarla en consonancia con las fórmulas propuestas en la Subida (2,5). La comunicación de Dios al alma invade y empapa todo el ser, como si fuese una bebida que “se difunde y derrama por todos los miembros y venas del cuerpo”. Llaga a la sustancia y a las potencias del alma (ib. 59), por lo que cabe hablar de unión según la sustancia y las potencias, pero con una salvedad: “Aunque está el alma siempre en este alto estado de matrimonio después que Dios le ha puesto en él, no empero siempre en actual unión según las dichas potencias, aunque según la sustancia del alma sí; pero en esta unión sustancial del alma muy frecuentemente se unen también las potencias y beben en esta bodega” (ib. 11).

La bebida deleitosa de la bodega interior, que es el amor divino, consume todas las manchas del alma, quedando “limpia y pura y vacía de todas las formas y figuras que antes tenía” (ib. 17). Allí se consumen todos los “ganados de imperfecciones del alma” más fácilmente que “el orín y moho de los metales en el fuego” (ib. 19). Lo que sucede al alma que entra en la bodega interior del último y más elevado grado de amor se compendia así: “Se juntaron en comunicación él (Dios) a ella (el alma), dándole el pecho ya libremente de su amor, en que la enseñó sabiduría y secretos; y ella a él entregándose ya toda de hecho, sin ya reservar nada para sí ni para otro, afirmándose ya por suya para siempre” (CB 27,3). Es el sí de la fidelidad definitiva.

Eulogio Pacho

Bautismo

La limitada presencia del sustantivo “bautismo” en los escritos sanjuanistas podría inducir a pensar que su espiritualidad concede poco relieve a este elemento fundamental de la vida cristiana. Sólo en tres ocasiones menciona explícitamente el término Bautismo (CA 37,1; 37,5 y CB 23, 6). No es cuestión de palabras, sino de datos. El Santo se coloca en una perspectiva en que la espiritualidad sacramental tiene poco espacio expositivo, pero está siempre presente y subyacente, aflorando de manera explícita cuando se presenta ocasión propicia. Da por conocida y aceptada la visión tradicional, limitándose a aquellos aspectos de la espiritualidad que juzga más olvidados o de mayor urgencia en su contexto religioso-cultural.

Las líneas maestras de su espiritualidad profundamente bautismal siguen fundamentalmente este esquema. El  hombre salió de las manos de  Dios en la creación limpio y puro, a imagen del mismo Dios y con su impronta inconfundible. Fue la “limpieza del estado de la justicia original” (CA 37,1; cf. CB 34,4), en que “Dios dio a Adán gracia e inocencia” (CA 37,5). Dios mirando amorosamente al hombre le hizo gracioso, infundiéndole su amor y gracia, “con la que le hermosea y levanta tanto, que le hace consorte de la misma Divinidad” (CB 32, 3-4), por lo mismo, “hijo adoptivo” (CB 1,14; 36,5; LlB 1,27).

Por desgracia, el hombre no fue fiel a Dios; debajo del árbol del paraíso estragó su naturaleza con el  pecado perdiendo la pureza e inocencia recibidos; se apartó de Dios (CB 23 entera). La limpieza y blancura de su ser se tornó color moreno de culpas, imperfecciones y “bajeza de condición natural” (CB 33, 4-6). Para restablecer la situación primera fue necesaria de nuevo la obra divina. El “estrago” de la naturaleza humana por el pecado del paraíso fue reparado por Cristo en el “árbol de la  Cruz”, donde “el Hijo de Dios redimió, y por consiguiente, desposó consigo la naturaleza humana, y consiguientemente a cada alma, dándole él gracias y prendas para ello en la cruz” (CB 23,3; cf. 5,4). La reparación o redención del hombre se realizó “con admirable manera y traza” y “por aquellos mismos términos que la naturaleza humana fue estragada y perdida”. “Así como por medio del árbol vedado del paraíso fue perdida y estragada la naturaleza humana por Adán, así en el árbol de la cruz fue redimida y reparada por Cristo” (CB 23, 2 y 5).

De este modo Dios levantó de nuevo al hombre a “su compañía y desposorio”. Este desposorio realizado en la Cruz, “se hizo de una vez dando Dios al alma la primera gracia, lo cual se hace en el bautismo para cada alma” (CB 23, 6). Es entonces cuando Dios mira “con afecto de amor” e infunde en el alma su gracia, “haciéndola agradable a sus ojos”. Ahí comienza la obra decisiva de la  gracia bautismal, sintetizada en dos vertientes fundamentales: por un lado, la limpieza de toda mancha (33,56); por otro, la capacidad de corresponder al amor de Dios (32,6; 33,7).

Con la mirada graciosa de Dios el  alma pierde la “negrura de culpas e imperfecciones” y en el bautismo alcanza tal pureza que J. de la Cruz no teme compararla a la del estado original, “en el que el alma recibió pureza y limpieza total” (CA 37,1 y 5; cf. CB 26,14). Con la gracia bautismal recibe el alma la capacidad de vivir la vida divina, “porque poner Dios en el alma su gracia es hacerla digna y capaz de su amor” (CB 32,5). Razona así el Santo: “Amar Dios al alma es meterla en cierta manera en sí mismo, igualándola consigo, y así, ama al alma en sí consigo con el mismo amor que él se ama. Y por eso en cada obra, por cuanto la hace en Dios, merece el alma el amor de Dios; porque, puesta en esta gracia y alteza, en cada obra merece al mismo Dios” (CB 32,6). Todo el progreso espiritual arranca y se desarrolla a partir de la gracia bautismal.

El crecimiento está en proporción a la fidelidad y a la docilidad. Dios da gracia por la gracia dada, como repite insistente el Santo (CB 32,5; 33,7); el que ésta se desarrolle y dé frutos hasta llegar a la perfecta unión e “igualdad de amor” con Dios depende de la correspondencia de cada uno. El desposorio de Dios con el alma en el bautismo se hace “de una vez”, pero el que se desarrolla “por vía de perfección”, asegura el Santo que “no se hace sino muy poco a poco, por sus términos, que, aunque es todo uno, la diferencia es que el uno se hace al paso del alma, y así va poco a poco; y el otro, el del bautismo, al paso de Dios, y así hácese de una vez” (CB 23,6). La lentitud y progresividad no implican renuncia; puede alcanzar una pureza parecida a la del bautismo o a la del estado original. Matizando la afirmación J. de la Cruz reconoce que la perfección no puede identificarse del todo con esas situaciones, pero el alma que alcanza la unión transformante se halla “en cierta manera como Adán en la inocencia” (CB 26,14). Se produce tal armonía entre la parte superior e inferior del hombre en la unión con Dios que “lo sensitivo y espiritual están conformes al modo de la inocencia que había en Adán” (N 2,24,2). Así culmina la gracia bautismal en su progresivo desarrollo. Realiza una especie de retorno a la situación primera del hombre, graciosamente mirado por Dios.

BIBL. — JESÚS CASTELLANO, “Mística bautismal. Una página de san Juan de la Cruz a la luz de la tradición”, en RevEsp 35 (1976) 465-482.

E. Pacho

Avaricia espiritual

La coloca J. de la Cruz en segundo lugar entre los siete  vicios capitales, después de la  soberbia (S 3,29,5; N 1,3). Le interesa únicamente en su vertiente espiritual, por lo mismo, como fuente o raíz de muchas imperfecciones y obstáculo para la perfección. Citando a san Pablo (Col 3,5) la define como “servidumbre de ídolos”, porque, en el fondo, la avaricia conduce a poner el gozo en las cosas temporales o espirituales, no en Dios. El “no hacer caso de poner su corazón en la ley de Dios por causa de los bienes temporales, viene el alejarse mucho de Dios el alma del avaro, según la  memoria, entendimiento y voluntad, olvidándose de él como si no fuese Dios; lo cual es porque ha hecho para sí dios del dinero y bienes temporales”, por lo que san Pablo llama a la avaricia “servidumbre de ídolos” (S 3,19,8).

Trasladada al plano espiritual, la avaricia procede de que algunos, especialmente los  principiantes, “ no se ven contentos en el espíritu que Dios les da”, y así “codician unas y otras cosas espirituales”, sin sentirse nunca satisfechos. Se les va el tiempo en escuchar consejos, “aprender preceptos espirituales, y tener y leer muchos libros que traten de eso”, en lugar de “obrar la mortificación y perfección de la pobreza interior de espíritu que deben” (N1,3,1). Lo peor es poner el gozo y el corazón codiciosamente en los bienes materiales, pero cualquier tipo de avaricia es nocivo espiritualmente, “no da más que sean cosas espirituales que temporales” (N 1,3,2). Como son similares los  daños que se siguen, parecidos son también los remedios señalados por el Santo (S 3,19; N 1,3). Sucede con la codicia lo mismo que con los vicios capitales; un apetito de avaricia puede causar todos los daños privativos y positivos, señalados en Subida 1, 6, aunque “principal y derechamente causa aflicción” (S 1, 12,4).

Por cuanto opuesta radicalmente a la pobreza o desnudez exigida por Cristo y requerida para la perfección, la avaricia debe combatirse con la  purificación radical del sentido y del espíritu. Esto reclama lucha y esfuerzo personal, pero, como advierte J. de la Cruz, es algo tan radicado en la naturaleza humana que “no se puede el alma purificar cumplidamente hasta que Dios le ponga en la pasiva purgación de la noche oscura”. Conviene que haga cuanto esté de su parte para perfeccionarse y merecer que Dios la “ponga en aquella divina cura”, pero “por más que el alma se ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta” para la  divina unión de perfección (N 1,3,3). Las normas y pautas a seguir en el trabajo de depuración, en concreto de la codicia espiritual, las ha trazado magistralmente J. de la Cruz en los capítulos 33-45 del tercer libro de la Subida y en el 3 del primero de la Noche, que son perfectamente paralelos, hasta en la ejemplificación.

Eulogio Pacho

Asimiento

Para J. de la Cruz el “asimiento” es fundamentalmente sinónimo de  afición, arrimo y apetito y otros términos afines hablando espiritualmente. Habitualmente lo identifica con afición, colocándolos juntos (S 1,4,3; 1,5,7). “Gustillo, asimiento o afición, todo es uno”, escribe en el capítulo 11 del primer libro de la Subida (n. 4) que constituya un breve tratado sobre este tema.

Asimiento añade a los vocablos afines una relación especial a la “propiedad” y, por ello, se opone más directamente a la  pobreza de Cristo (S 1,6,1). Otra característica del asimiento especialmente recalcada es que se identifica con la imperfección habitual, convirtiéndose en un hábito difícil de eliminar.

Todo lo escrito por el Santo sobre el asimiento está sintetizado en este párrafo, después de afirmar que los “hábitos de imperfecciones, que no se acaban de vencer, no sólo impiden la divina unión, pero el ir adelante en la perfección”: “Estas imperfecciones habituales son: como una común costumbre de hablar mucho, un asimientillo a alguna cosa que nunca acaba de querer vencer, así como a persona, a vestido, a libro, a celda, tal manera de comida y otras conversacioncillas y gustillos en querer gustar de las cosas, saber, oír y otras semejantes. Cualquiera de estas imperfecciones en que tenga el alma asimiento y hábito, es tanto daño para poder crecer e ir adelante en virtud, que, si cayese cada día en otras muchas imperfecciones y pecados veniales sueltos, que no proceden de ordinaria costumbre de alguna mala propiedad ordinaria, no le impedirían tanto cuanto el tener el alma asimiento a alguna cosa. Porque en tanto que le tuviere, excusado es que pueda ir el alma adelante en perfección, aunque la imperfección sea muy mínima”. Es igual que el ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso; mientras no lo quiebre no puede volar. El asimiento hace el mismo efecto que la rémora en la nave, “que la tiene tan queda, que no la deja llegar al puerto ni navegar” (S 1,11,4).

Dominar y eliminar los asimientos equivale a conquistar la libertad espiritual. Por mucha virtud que tenga el alma, “si tiene asimiento en alguna cosa, no llegará a la libertad de la divina unión” (S 1,11,4 y S 3,20,1). Advierte J. de la Cruz que la quiebra de los asimientos ha de ser total, lo mismo de los grandes que los pequeños; no sólo de las cosas materiales, sino también de las espirituales, como  visiones (S 2,16, 14), imágenes y cosas santas a que se apegan personas virtuosas (S 3, 35,5; 3,38,1-2, etc.). J. de la Cruz no se cansa de ponderar las ventajas que produce el apartar el gozo o asimiento de las cosas temporales. Entre tantos provechos apunta el siguiente: “Adquiere –el alma– más gozo y recreación en las criaturas con el desapropio de ellas, el cual no se puede gozar en ellas si las mira con asimiento de propiedad; porque éste es un cuidado que, como lazo, ata al espíritu en la tierra y no le deja anchura de corazón” (S 3,20,2).

En la práctica, vale para la categoría asimiento lo dicho por el Santo sobre la  purificación de apegos,  apetitos y arrimos. Admite que en los niveles elementales de la vida espiritual puedan hacerse ciertas concesiones, pero la poda final debe de ser absoluta. Pauta para la dirección espiritual puede ser lo que escribe sobre la “avaricia espiritual”. A los  principiantes hay que tolerarles el afán por acumular cosas de  devoción y ciertas aficiones; lo que se condena es “la propiedad de corazón y el asimiento que tienen al modo, multitud y curiosidad de cosas, por cuanto es muy contra la pobreza de espíritu … pues que la verdadera devoción ha de salir del corazón, sólo en la verdad y sustancia de lo que representan las cosas espirituales, y todo lo demás es asimiento y propiedad de imperfección, que, para pasar a alguna manera de perfección, es necesario que se acabe el tal apetito” (N 1,3,1). Siempre la misma lección.

Eulogio Pacho

Ascesis sanjuanista

Es mucho lo que Juan de la Cruz escribe y enseña sobre desapego, desprendimiento,  mortificación, purificación, negación, nadas, noches, etc. Por eso, aunque nunca aparezcan en sus escritos palabras como ascesis o ascética, con razón es considerado uno de los maestros más importantes al respecto en la tradición espiritual cristiana e incluso universal.

I. Concepto y expresiones

Ancilli describe así el sentido general del concepto ascesis: “Quiere decir compromiso personal, consciente, voluntario, libre, amoroso, en el camino hacia la perfección de la vida espiritual con el cúmulo de fatigas, mortificaciones, penitencias, oraciones, trabajo, renuncia, desapego, sacrificios que dicho itinerario comporta y exige” (“Ascesis”, Diccionario de Espiritualidad, Barcelona, Herder, 1983, vol. I, 172).

Situando la ascesis cristiana en un marco más global y totalizante, con fuertes resonancias paulinas y sanjuanistas, E. Ancilli comienza su exposición diciendo: “El movimiento de la vida cristiana hacia la perfección se realiza a través de la dialéctica bautismal de “muerte-vida”, del desapego ascético y de la unión con la oración, la cual, mediante el dinamismo de las virtudes teologales, introduce en la experiencia mística de Cristo y de Dios, preludio, en el tiempo, de la glorificación y de la vida eterna” (ib. 171-172).

Aunque la palabra y el concepto de ascesis, considerado en general, es sinónimo de esfuerzo, tarea, compromiso del hombre en su propio crecimiento y construcción o madurez interior, como vimos más arriba, la ascesis cristiana, sin embargo, no se justifica en primer lugar por el deseo del hombre de ser como  Dios o alcanzar la felicidad paradisíaca divina, ni por la actitud del hombre que detesta su condición carnal-terrena, ni por la búsqueda de una autorrealización interior puramente inmanente y humana. Su raíz se encuentra, más bien, en la tensión positiva entre el designio-llamada de Dios al  hombre y la realidad concreta de éste: por una parte, criatura, y, por otra, pecador. Tensión que sólo encuentra su verdadero camino de realización positiva en el compromiso y esfuerzo de vivir como  Cristo, de vivir el evangelio que Jesús ha enseñado. En este sentido, la ascesis cristiana, que se ha de considerar siempre a la luz de la abnegación evangélica, exige igualmente opciones positivas y renuncias.

Desde el punto de vista cristiano, todo esfuerzo y compromiso humanos en este camino tiene también mucho de don de Dios desde el comienzo mismo, porque la acción de Dios siempre precede a la del hombre. Y de ahí que la acción de Dios y el esfuerzo o compromiso humano coincidan desde el primer momento de la conversión. Esto se ve así en las etapas más activas, y que se pueden considerar más ascéticas, porque, en el esfuerzo inicial, parece que se exige más renuncia y decisión personal. Pero también en las etapas más pasivas, en las que el don de Dios que guía al hombre que va transformándose, pudiera dar la impresión de que eximiera a éste, al hombre, de un sostenido y mantenido esfuerzo y compromiso activo, es decir, voluntario, en la vida de Dios.

II. Las coordenadas sanjuanistas

Estas son las coordenadas en las que J. de la Cruz sitúa sus planteamientos ascéticos y desde las que hay que entenderlos. Los Romances sobre el evangelio “In principio erat Verbum” esbozan la  teología sanjuanista de los orígenes sobre los designios de amor de Dios respecto del hombre y la humanidad. Pero esta teología o protología y su ulterior desarrollo se encuentra también continuamente referida en todas las grandes obras de nuestro místico, en una tensión vital y existencial entre protología y  escatología en la historia personal de cada hombre. En esos textos podemos ver cómo desde los orígenes Dios creó al hombre para llamarlo a la experiencia de la comunión de vida con El. En dicha llamada, más o menos sentida, y en la diferencia ontológica real entre creador y criatura, o entre el ser eterno y el ser temporal, es donde se apoyan muchas de las doctrinas ascéticas de las grandes espiritualidades de todos los tiempos.

a) Para J. de la Cruz la diferencia entre creador y criatura y la existencia terrena del hombre no es una dificultad insalvable. Para él el hombre puede llegar a vivir esta comunión de vida con Dios sin abandonar la condición temporal y mundana, aunque sea desde la oscuridad de la fe: que no es menos real y verdadera, aunque no tan clara y evidente como la experiencia en el más allá o en la otra vida. De hecho toda su doctrina va dirigida a ayudar al hombre a alcanzar lo antes posible esa meta de la unión de amor perfecto con Dios, cual se puede en esta vida ( S pról. 1; 2, 4-5).

La condición de criatura hace, pues, la  búsqueda y experiencia de la comunión con Dios en esta vida más penosa, pero no menos real. En el más allá se dará la plenitud: “Aquel peso de gloria en que me predestinaste, ¡oh Esposo mío!, en el día de tu eternidad, cuando tuviste por bien de determinar de criarme, me darás luego allí en el mi día de mi desposorio y mis bodas y en el día mío de la alegría de mi corazón, cuando, desatándome de la carne y entrándome en las subidas cavernas de tu tálamo, transformándome en ti gloriosamente, bebamos el mosto de las suaves granadas” (CB 38, 9). Pero esta plenitud de comunión y vida se construye aquí abajo, tanto por parte de Dios como del hombre, en el vivir de cada día. De ahí la importancia de lo que podríamos llamar la sacramentalidad de la existencia terrena, sin la cual no se podrá alcanzar la plenitud de la gloria (S 1,4,3; 8,5; LlB 1,16). Una plenitud de unión y comunión que no es de absorción ontológica en el ser original o divino, sino de voluntades entre el hombre y Dios (S 2,5). Hacia esa meta, y no hacia ninguna otra dirige el Santo toda su propuesta ascética.

b) Una realidad humana actual dificulta de forma decisiva la realización normal de la mencionada meta y llamada inicial de Dios al hombre: es la actual condición pecadora de éste, desde el pecado original. Dicho pecado no sólo habría puesto unas barreras entre Dios y el hombre, sino que también habría roto el equilibrio antropológico interior del mismo (S 1,1,1; 9,1-3; 15,1; CB 23,2), lo que supone un esfuerzo añadido no sólo de conversión a Dios, sino, al mismo tiempo, de reintegración total del ser humano. Camino que el cristiano J. de la Cruz plantea desde la dinámica entre gracia y esfuerzo humano, entre pasividad y actividad, es decir, entre nuevo don y llamada gratuita por parte de Dios en el misterio de la muerte redentora de Cristo, la acción continua y continuada transformante de su  Espíritu en cada hombre, y el esfuerzo de colaboración por parte del hombre, en un dejarse guiar por Dios que hace del hombre una criatura nueva (S pról. 3-5; S 1,6,4; 2,5,5; 17; N 1,13,11; 2,22-23; CB 23; 32-33; LlB 1,16; 2,32-36; 3,18-85).

De ahí que, la conocida dinámica sanjuanista activo y pasivo en el ámbito de las distintas purificaciones del hombre (S 1,2-3; 13,1), sea sólo un aspecto más, aunque muy importante y definitivo, dentro de esa otra dinámica humano/ divina más global a la que me acabo de referir.

III. Visión positiva

Por otra parte, la suya, la de J. de la Cruz, es una ascesis hecha de renuncia, mortificación,  aniquilación, negación, etc., pero sobre todo hecha de una pedagogía en positivo. La opción y vivencia de las virtudes teologale – fe, esperanza, caridad– conduce al hombre a saber vivir la unión total de voluntades, siguiendo a Jesús en la negación evangélica de sí mismo, y a entrar de lleno en el camino del saberse dejar guiar por Dios (S pról. 3-5; 2,5-7; N 2,21). Este modo de vivir sería el único que llevaría, a través de la total comunión con el Crucificado, a la plena  unión con Dios: hecha, al mismo tiempo, de muerte y negación propia y de comunión plena de amor con Dios (S 2,7; N 2; CB 23; CB 36). Se puede decir que, de forma práctica, todo el mensaje ascético de J. de la Cruz se puede resumir en optar activamente y en todo momento por las virtudes teologales como criterio y norma de vida. Entre otros textos fundamentales citemos el siguiente: “A estas tres virtudes (fe, esperanza y caridad), pues, habemos de inducir las tres potencias del alma, informando a cada cual en cada una de ellas, desnudándola y poniéndola a oscuras de todo lo que no fueren estas tres virtudes. Y ésta es la noche espiritual que arriba llamamos activa, porque el alma hace lo que es de su parte para entrar en ella. Y así como en la noche sensitiva damos modo de vaciar las potencias sensitivas de sus objetos sensibles según el apetito, para que el alma saliese de su término al medio, que es la fe, así en esta noche espiritual daremos, con el favor de Dios, modo cómo las potencias espirituales se vacíen y purifiquen de todo lo que no es Dios y se queden puestas en la oscuridad de estas tres virtudes, que son el medio, como habemos dicho, y disposición para la unión del alma con Dios” (S 2,6,6).

La presentación de las virtudes teologales que aquí se hace es una propuesta de purificación activa: “el alma hace todo lo que es de su parte para entrar en ella”. En esta purificación activa del espíritu, las virtudes teologales se proponen como el gran “medio” y “disposición” para la unión con Dios. Para ello se pretende desnudar y poner a oscuras y en vacío el alma (las potencias del alma) de todo lo que no sean estas tres virtudes. La disposición por parte del hombre es muy importante en este tema. Pero no basta proponerse la vivencia de las virtudes teologales para que ya se posean en perfección y plenitud como actitudes internas del alma. Se necesitará el paso por la noche o purificación pasiva del sentido: que, entre otras funciones, tiene la de ayudar a ejercitar y poseer todas las virtudes, incluidas las teologales (N 1,13,5-6 y 10-14). Aunque será, sobre todo, en el paso por la purificación pasiva del espíritu, en donde el hombre se aquilatará verdaderamente en la vivencia de las mismas, como se puede apreciar no sólo en el interesante capítulo 21 del segundo libro de Noche oscura, y, en general, en el entero desarrollo expositivo de toda la obra.

A la luz de esta propuesta de metodología ascética total y globalizadora, casi parecen desaparecer en los escritos de nuestro místico las referencias a otras propuestas ascéticas más particularizadas, es decir, las referencias a la práctica de otras virtudes cristianas y a las buenas obras. No dedica a ellas grandes explicaciones, sino que más bien se preocupa de que todas sean vividas desde la verdadera perspectiva cristiana que les da sentido y valor: es decir, desde el amor (cf. S 2,14,2; 15,5; virtudes, limosnas, ayunos, penitencias, y otras obras buenas, cf. S 3,27-28).

IV. Perspectiva religiosa

Desde la perspectiva de lo que venimos diciendo está claro que para nuestro místico la ascesis tiene una finalidad fundamentalmente religiosa (llevar al hombre a la comunión con Dios), y nunca sólo moral o puramente antropológica. Y dentro del campo religioso, la perspectiva religiosa cristiana es innegable. Pero, además, desde esta perspectiva religioso-cristiana, aparece con fuerza la importancia y, a la vez, la relatividad de toda ascesis a la hora de poder alcanzar la meta de la comunión con Dios, que él nos propone. Sin la ascesis y negación propia y total no hay camino posible, por parte del hombre, hacia la unión con Dios plena y total. Pero sólo con la ascesis propia, por muy radical que parezca, tampoco.

De hecho, hablando del deseo o apetito de Dios, el Santo comenta que “no es aquel apetito, cuando el alma apetece a Dios, siempre sobrenatural, sino cuando Dios le infunde, dando él la fuerza de tal apetito, y éste es muy diferente del natural, y hasta que Dios le infunde, muy poco o nada se merece. Y así, cuando tú, de tuyo, quieres tener apetito de Dios, no es más que apetito natural, ni será más hasta que Dios le quiera informar sobrenaturalmente” (LlB 3,75). De ahí la necesidad de pasar por esa otra ascesis purificadora pasiva, la que al hombre le viene desde Dios. Porque la regeneración y transformación plena e interior, la que permite al hombre vivir en plenitud la comunión con él, es fundamentalmente pura obra y don de Dios. Algo que, sin embargo, Dios no niega a nadie que esté dispuesto a dejarse guiar y transformar.

V. Aspectos, matices e interpretaciones

La línea de la ascesis sanjuanista y su relación con la unión perfecta con Dios o experiencia mística creo que es muy clara y coherente. Sin embargo, por diversos motivos no siempre se ha hecho o se hace una lectura adecuada de su propuesta ascética. En épocas pasadas, y hasta cierto punto recientes, se acentuó mucho una lectura de la doctrina ascética de J. de la Cruz fuertemente ascético-penitencial, debida en parte a que durante siglos se ha presentado su biografía con tintes marcadamente ascéticos y penitentes. Hoy se va superando esa visión de siglos pasados que correspondía más a gustos espirituales de otras épocas que a lo que realmente él enseñaba. Sin entrar ahora a juzgar lo que pudiera ser su forma personal de practicar la ascesis en su vida, lo cierto es que, en sus escritos, más que insistir en una ascesis penitencial exterior, en lo que se insiste es en la ascesis de la mortificación de la voluntad, en la negación total de uno mismo para abrirse a la vida de comunión con Dios, es decir, en la centralidad y valor de la ascesis interior.

Desde otra perspectiva, en nuestro siglo, por ejemplo, ha habido autores que se han sentido atraídos por los escritos de nuestro místico desde un punto de vista más bien filosófico o antropológico: por el valor categorial de conceptos como nada, vacío, negación. Esto ha supuesto un acercamiento al Santo desde ambientes no necesariamente cristianos; pero también, en ocasiones, ha llevado a reducir los grandes conceptos de la ascesis sanjuanista a puras categorías filosóficas, privadas de su fuerza cristiana y teologal más auténtica.

El actual clima de diálogo interreligioso ha favorecido también en nuestro siglo el aumento de los estudios comparativos de Juan de la Cruz con las espiritualidades y maestros de las grandes religiones, sobre todo las del oriente asiático. Estos estudios, que tienen un valor y se han de hacer, con frecuencia tienden a poner de relieve sólo aquellos términos, elementos o perspectivas en nuestro místico que suponen cierta coincidencia con dichas tradiciones religiosas, y que pueden permitir un diálogo entre las religiones. Se insiste, por ejemplo, en la idea de negación y purificación, el vacío, la superación de la etapa meditativa, la ascesis como técnica antropológica de perfeccionamiento y transformación integral del hombre, etc. Pero esto lleva, a veces, a silenciar o dejar en un segundo lugar las referencias a las perspectivas propiamente cristianas de la doctrina espiritual, ascética y mística, de nuestro autor.

Igualmente, en nuestros días otros hacen una presentación de la doctrina sanjuanista dirigida a responder a la necesidad psicológica que siente el hombre de hoy de lograr una liberación interior, e incluso de vivir una apertura a valores que van más allá de la realidad inmanente y material. Su propuesta de la doctrina del Santo, sin embargo, es con frecuencia parcial, porque no siempre llega a proponer como verdaderos ideales de este camino los que J. de la Cruz propone.

Por último, en esta misma línea un tanto reduccionista, hay que situar a aquellos que, queriendo estudiar las fuentes de inspiración del pensamiento sanjuanista, no han sabido ver en él más que un buen discípulo de las doctrinas neoplatónicas sobre la necesidad del despojo y desapego de todo lo material y lo creado para poder llegar a la unión con Dios.

Todos estos acercamientos a la doctrina ascético-mística de J. de la Cruz han de considerarse, sin embargo, positivos y enriquecedores en la medida en que, superando todo intento de fácil concordismo, intenten más bien principalmente comparar y completar perspectivas.

BIBL. — LUCIEN MARIE DE ST. JOSEPH, “Ascèse de lumière”, en EtCarm (1948) 201-219; Id. L’expérience de Dieu. Actualité du message de Saint Jean de la Croix, Paris, Cerf, 1968, p. 143159; M. MAY MALLORY, Christian Mysticism: Transcending Techniques, Assen-Amsterdam, Van Gorcum, 1977, 300; R. MORETTI, “L’ascesi nell’insegnamento di S. Giovanni della Croce”, en AA.VV., Ascesi cristiana, Roma, 1977, p. 226-244; GIOVANNA DELLA CROCE, “Cristo Crocefisso e l’ascesi cristiana in S. Giovanni della Croce”, en Presenza del Carmelo, n. 18 (1979) 41-50; J. MAMIC, S. Giovanni della Croce e lo Zen-Buddismo. Un confronto nella problematica dello “svuotamento interiore”, Roma, Teresianum, 1982; G. D’SOUZA, Transforming Flame. (Spiritual Anthropology of St. John of the Cross), Divya Jyothi Publications, Pupashrama (Mysore), 1988; M. A. DIEZ, Pablo en Juan de la Cruz. Sabiduría y ciencia de Dios, Burgos, Monte Carmelo, 1990; J. AUMANN, “Ascetical Teaching of St. John of the Cross”, en Angelicum 68 (1991) 339-350; S. MUTO, “Ascetism in St. John of the Cross: Wisdom for Every Person of Good Will”, en Word and Spirit n. 13 (1991) 6169; J. D. GAITAN, Negación y plenitud en San Juan de la Cruz, Madrid, EDE, 1995; R.V. D’SOUZA, The Bhagavadgita and St. John of the Cross. A comparative study of the dynamism of spiritual growth in the process of God-realisation, Roma, Ed. Pontificia Università Gregoriana, Roma, 1996.

José Damián Gaitán

Arrobamiento/s

Aunque J. de la Cruz eludió intencionadamente describir y tratar los fenómenos místicos extraordinarios, trazó algunas pinceladas maestras y señaló pautas muy precisas para su interpretación y colocación en el cuadro de la vida espiritual. Mientras en la Subida se detiene ampliamente en los fenómenos de carácter noético, como  visiones, revelaciones, locuciones, etc., menciona casi de pasada los que tienen repercusión somática, como  éxtasis, raptos, traspasos y arrobamientos. Se contenta con una sumaria presentación, remitiendo a los escritos de  S. Teresa a quien desee descripciones detalladas (CB 13,7).

Esta postura de renuncia a algo que conocía muy bien explica el que no descienda a detalles y englobe en unidad, como si fuesen fenómenos idénticos, el rapto, el éxtasis, el arrobamiento y “sutiles vuelos de espíritu que a los espirituales suelen acaecer”. En su comentario al grupo estrófico 13-15 intercambia de la manera más natural todos estos términos, e incluso el de  «desposorio espiritual” (14,17). Tiene, sin embargo, cierta predilección por el sustantivo “arrobamiento”. Las ideas expuestas se refieren a tres puntos o aspectos: naturaleza del fenómeno, momento de aparición del mismo y valoración espiritual.

a) Naturaleza. El arrobamiento es una gracia o comunicación divina con dolorosas repercusiones corporales, generalmente muy dolorosas. El sujeto se ve como invadido por una fuerza avasalladora que le hace como “salir de sí”. En las primeras ocasiones “acaece con gran detrimento y temor del natural” (CB 13,2) y hasta con miedo de la vida (ib. n. 3). La descripción plástica de J. de la Cruz suena así: “Es a veces tan grande el tormento que se siente en las semejantes visitas de arrobamientos, que no hay tormento que así descoyunte los huesos y ponga en estrecho el natural: tanto, que, si no proveyese Dios, se acabaría la vida. Y a la verdad así le parece al alma por quien pasa, porque siente como desasirse el alma de las carnes y desamparar el cuerpo. Y la causa es porque semejantes mercedes no se pueden bien recibir muy en carne, porque el espíritu es levantado a comunicarse con el Espíritu divino que viene al alma, y así por fuerza ha de desamparar en alguna manera la carne. Y de aquí es que ha de padecer la carne y, por consiguiente el alma en la carne, por la unidad que tienen en un supuesto” (CB 13,4).

Apurando otros detalles añade: “En aquella visitación del Espíritu divino es arrebatado con gran fuerza el del alma a comunicar con el Espíritu, y destituye al cuerpo, y deja de sentir en él y de tener en él sus acciones, porque las tiene en Dios … Y no por eso se ha de entender que destituye y desampara el alma al cuerpo de la vida natural, sino que no tiene sus acciones en él. Y esta es la causa por que en estos raptos y vuelos se queda el cuerpo sin sentido y, aunque le hagan cosas de grandísimo dolor, no siente; porque no es como en otros traspasos y desmayos naturales, que con el dolor vuelven en sí” (ib. 6). Hay, pues, en la comunicación de arrobamiento “temor y temblor, descoyuntamiento de huesos, encogimiento de la piel, hielo en la carne y pérdida de la sensibilidad natural (14-15, 18-20 y N 2,1,2-3).

b) Momento y nivel espiritual. Si en la descripción fenomenológica J. de la Cruz concuerda sustancialmente con otros místicos, se aparta de la mayoría al situar espiritualmente estas comunicaciones divinas. Con mayor claridad y precisión que la misma S. Teresa asegura que no son en modo alguno lo más alto de la perfección. Al contrario, son prueba de que todavía no se ha realizado plenamente la purificación. El que las comunicaciones divinas produzcan efectos tan negativos y dolorosos en el cuerpo se debe precisamente a que éste aún no está suficientemente adaptado y sujeto al espíritu. La afirmación no puede ser más explícita: “Y estos sentimientos tienen en estas visitas los que no han aún llegado a estado de perfección, sino que van camino en estado de aprovechados; porque ha los que han llegado ya tienen toda la comunicación hecha en paz y suave amor, y cesan estos arrobamientos, que eran comunicaciones que disponían para la total comunicación” (CB 13,6). Es exactamente el mismo pensamiento de la Noche, en la perspectiva de la purificación. En los ya purificados por la noche del espíritu “cesan ya estos arrobamientos y tormentos de cuerpo”, por cuanto “los arrobamientos y traspasos y descoyuntamientos de huesos acaecen siempre cuando las comunicaciones no son puramente espirituales, esto es, al espíritu sólo” (N 2,1,2).

Estas afirmaciones permiten asegurar que, en la visión sanjuanista, el arrobamiento y los fenómenos similares se encuadran en el periodo del desposorio espiritual, cesando cuando se celebra el matrimonio místico. Existe además afirmación explícita. Al introducir la cita de Job, que sirve de apoyo bíblico, se asegura que contiene todo lo “dicho en este arrobamiento y desposorio” (CB 14-15,17). Concluye el comentario de la cita con estas palabras: “No se ha de entender que siempre acaecen estas visitas con estos temores y detrimentos naturales, que … es a los que comienzan a entrar en estado de iluminación y perfección y en este género de comunicación, porque en otros antes acaecen con gran suavidad” (CB 14-15,21).

c) Valoración. En el ambiente sobrecargado de misticismo había conocido J. de la Cruz el afán indiscreto de gente espiritual, que ponía toda la santidad en los fenómenos extraordinarios. En no pocos círculos “alumbrados” se producían competiciones para ver quién gozaba de más y mayores éxtasis y arrobamientos. Dominados por la soberbia eran muchos los que presumían de ello. Si no se aprobaba su modo de proceder buscaban directores o confesores que condescendiesen con sus gustos. Concluye el Santo su desenmascaramiento: “Tienen algunas veces gana de que los otros entiendan su espíritu y su devoción, y para esto a veces hacen muestras exteriores de movimientos, suspiros y otras ceremonias; y a veces, algunos arrobamientos en público más que en secreto, a los cuales les ayuda el demonio, y tienen complacencia en que les entiendan aquello, y muchas veces codicia” (N 1,2,3).

No es cosa de principiantes. Personas tenidas por espirituales se dejan vencer por la presunción y la soberbia hasta fingir “actos exteriores que parezcan de santidad, como arrobamientos y otras apariencias. Hácense así atrevidos a Dios, perdiendo el santo temor, que es llave y custodia de todas las virtudes” (N 2,2,3). El gran maestro aplica al caso sus normas de siempre. Nada de buscar estas comunicaciones ni de atarse a ellas; menos aún presumir de ser favorecido por Dios. Absurdo intentar provocarlas. Humildad cuando se reciben y gratitud al Señor.

Eulogio Pacho