T participa del
oscurecimiento a que fue sometida la noción cristiana de cuerpo bajo el influjo
del helenismo tardío. Adolece y abusa del simplismo dualista simplemente popular,
del esquema, indispensable por otra parte, “alma-cuerpo” “espíritu-carne”.
Participa de las sospechas sobre el placer, del prejuicio de “menosprecio del
cuerpo”, a veces protocolariamente escondido bajo el “topos” retórico de la
humildad y la “ruindad”; prejuicio, por otra parte, muy extendido en aquellas
condiciones sociales y en la literatura espiritual que frecuenta. No
problematiza en general sus afirmaciones sobre la condición negativa del
cuerpo. Pero su mensaje puede orientar la actual preocupación por el sentido
del cuerpo en nuestro tiempo y mundo.
Caso a parte en la
corriente cultural es su testimonio ambivalente sobre la condición expropiada y
sometida, alienada al fin, del “cuerpo” femenino en su sociedad. Ambigüedad,
porque su testimonio es simultáneamente el de un ambiente en el que el cuerpo
femenino está “sometido” a la dependencia del varón y reducido a “instrumento”
de generación, y sin embargo ella personalmente ha hurtado su cuerpo de mujer a
esa presión social “liberándolo” por la virginidad, por la toma de la palabra,
por el ejercicio del magisterio, por la maternidad espiritual y por la
creatividad de su actividad como escritora, como fundadora y mediante otras
“salidas” de mujer. T, pues, es testigo de las miserias de un ámbito de esclavitud
(situación de la mujer) y de una forma de liberación (propuesta teresiana de
liberación). T ha conquistado el acceso a espacios y poderes, a cátedras y
saberes dominados por “corporaciones” de varones.
En T se da una
verdadera apropiación del propio cuerpo por la educación ascética y el respeto
a sus necesidades y valores. Participa de la ascética o disciplina corporal
común en su tiempo. Control del sueño, higiene, dieta, abstinencia, ayuno,
ejercicios corporales, disciplina de tiempo y mortificación corporal, castigos,
privaciones y disciplinas corporales, templanza, castidad, silencio, gestos,
cantos y posturas de oración, reeducación de hábitos de los sentidos y de los
hábitos de la sensibilidad y del corazón, etc. componen la panoplia a disposición
de la mujer común para el inicio en la vida espiritual, pero es en la fase
“mística” donde la aportación de T es más original o considerable. En estos
aspectos nos hemos de centrar.
Naturalmente el cuerpo
de T está y vive marcado social y culturalmente con el complejo entramado de
raza, linaje, sangre, sexo y género.
Si el cuerpo de la
mujer es siempre sismógrafo de todas las tensiones sociales del tiempo, T
refleja bien estas barreras y rupturas. Tuvo que entrar en espacios prohibidos,
tuvo que “recuperar” su cuerpo de mujer, apropiárselo personalmente, puesto que
en su sociedad el varón había expropiado, confeccionado e impuesto
artificialmente el cuerpo femenino y le había marcado sus significados, roles,
poderes, deberes, placeres, dolores, posibles e imposibles, lugares de ausencia
y presencias.
Pero con el cuerpo de
mujer (hecho de naturaleza) y con su femineidad (hecho social) Teresa ha de
construir su aventura y ser Teresa (hecho personal). Su tino está en acertar
con su destino redefiniéndose, encontrándose y realizándose, no sólo desde las
limitadas condiciones de su cuerpo y de su papel social impuesto, sino desde la
vocación y misión que concibió como propiamente suyas. Y después de
apropiárselo, educado, dócil y liberado, espiritualizado, entregárselo pleno al
Señor.
Hacer el “proyecto
Teresa” comportará reeducar, reconducir, no sólo con técnicas de relajación,
concentración y recogimiento mental, o con terapias y habituación, sino con su
original propuesta de “salud” o “redención” válida para la mujer y el varón por
cuanto se dan en un plano superior y anterior a toda determinación
sociobiopsicológica o corporal.
La palabra (y el
gesto), el sexo (adscripción al género) y la muerte (y sus emisarios:
enfermedad y dolor) son los “datos y deberes” primeros y primordiales del
cuerpo en cuanto factor y gestor de la expresión (palabra o símbolo), la
relación (sexo, sensibilidad, ser con otros, fecundidad) y la limitación
(nacimiento, pasibilidad, muerte) del hombre. Estos son los trascendentales presentes
en la condición corporal del ser humano.
La investigación del
mensaje teresiano sobre la dimensión corporal de la existencia, sobre su
conciencia de la miseria, su implicación en la experiencia cristiana y en su
propuesta de matrimonio espiritual, su participación en la aventura espiritual
y su eventual logro o malogro de los proyectos o procesos espirituales en que
la autora se embarca ha de comenzar por reconocer que el vocabulario a
propósito de este mensaje no se halla todo bajo la voz “cuerpo” o “cuerpos”;
hay que integrar en esta exploración conceptos o vocablos teresianos como
“natural” substantivado como “el natural”, “nuestro natural”, “complexión”,
“complexiones”, “estos cuerpos”, “carne”, “corazón”, “sentidos”…
Experiencia,
simbolización, mensaje doctrinal y pedagogía del cuerpo son corrientes que van
mezcladas y trabadas en todo texto teresiana. Toda existencia espiritual se
vive y se expresa a través del cuerpo. Los “sucesos” interiores o relacionales
son registrados en el ámbito corporal. Bien como sensaciones, bien como
símbolos de la realidades espirituales o ideales. Es la persona la convocada
por la gracia encarnada (humanidad de Cristo) a responder también encarnada y
corporalmente en su vida moral. Toda la gracia y la conquista espiritual con su
mesura y su bravura, toda “la suavidad” y el humanismo de T tienen componentes
corporales: la abnegación, la dieta, la vivencia de la oración y de la pasión
mística, la salud y la enfermedad, todas las manifestaciones de la precariedad
y la miseria del hombre se expresan a través del cuerpo, que otorga
posibilidades de expresión a la conciencia de la fe, del amor y de la
esperanza. Toda experiencia de grandeza es también corporal. Corporales son los
signos de la feminidad, primera determinación personal anterior e interior a
toda otra expresión, y corporal es la expresión de toda forma de respuesta:
convertirse, (“María [la pecadora] luego mudaría el vestido”); consagrarse en
la vida religiosa afecta al cuerpo, se expresa en el cuerpo: cuerpo vestido
(galas o jerga) limitado en espacio y relaciones “a encerramiento y clausura”,
cuerpo apartado y marcado (virginidad y separación de familia y adscripción a
un grupo femenino exclusivamente) descalcez, ayuno, “mudanza de vida y de
manjares”, cuerpo consagrado con su culto y sus ritos. Todos los gestos de
dimensión espiritual tienen dimensión corporal en T.
Todos, por tanto,
están sujetos a la ambigüedad de los valores humanos. El cuerpo es expresión
pero puede ser máscara de farsa. Buscar la verdad mediante la humildad será
para T el gran trabajo: la autenticación y verificación de todos los gestos
personales.
1. “El cuerpo es para
el Señor”
El cuerpo ha de ser
espíritu. “Os exhorto… a que ofrezcáis vuestro cuerpo como víctima viva,
santa agradable a Dios, que este es vuestro culto” (Rom 12, 1). El cuerpo
participa de lo dado y lo construido o conquistado. Manifiesta a la persona su
límite y su posibilidad. Es gracia y pondus. Un dato con el que hacer algo. Lo
entiende enseguida T Para ella el cuerpo es a la vez el lugar de revelación de
la ausencia de la gracia. Su labilidad se expresa en lo abundantes términos
teresianos: “malicia” “concupiscencia”, “ruindad”, “flaqueza”, “rudeza”,
“miseria”, “bestialidad”, “ser tierra”, o vivir en la “cerca del castillo” y
simultáneamente el lugar de manifestación de la verdad del hombre y de cómo el
espíritu –su alta vocación– puede integrar cuerpo y alma en la realización de
los más altos ideales evangélicos. “Ahora, pues, lo primero que hemos de
procurar es quitar de nosotras el amor de este cuerpo, que somos algunas tan
regaladas de nuestro natural, que no hay poco que hacer aquí, y tan amigas de
nuestra salud, que es cosa para alabar a Dios la guerra que dan, a monjas en
especial, y aun a los que no lo son. …Determinaos, hermanas, que venís a
morir por Cristo, y no a regalaros por Cristo” (C 10,5). En el cuerpo se da y
aparece la actualización incipiente de la ya incoada “salus” última, de la
transfiguración, de la resurrección, de la glorificación, pues ya el cuerpo es
templo del Espíritu Santo y no es el cuerpo una determinación provisional sino
definitiva del hombre. Su estado actual es fruto de la culpa, es por tanto
responsabilidad del hombre, herido y derrotado, hacer de su cuerpo que es signo
de rebelión un mediador de sus ideales, no un ídolo que venerar.
Es el hombre entero,
para T “el alma”, quien puede vivir en la cerca del castillo, desconocerse en
su valor y destino, vivir desalquilado y deshabitado de sí mismo o el que puede
concebirse y realizarse como morada de Dios y progresar en la vivencia de esa
condición habitada y santa. El cuerpo está hecho para el espíritu, para hacerle
florecer y ofrecerse.
Este es el drama de
cuerpo, puede distraer al hombre y desarmonizarlo o sacarlo de su centro y
destino. Pero la última estancia del cuerpo no es la tumba sino el Reino. Este
carácter dramático, ambiguo y dialéctico de la condición humana, simbolizada y
expresada por su cuerpo, está siempre activa y presente en la conciencia
teresiana. T, desde luego, es deudora de su tiempo, pero cargar las tintas en
lo negativo la libra – y nos puede ayudara a corregir- de la actual “invención
mitológica” moderna del cuerpo ídolo, solo y segregado, sujeto de derechos
frente al hombre, sano, bello, joven, fuerte (“sportdietizado”), residencia de
toda (im)posibilidad humana y por tanto de toda frustración.
La Autobiografía y las
Relaciones no son Historia de un alma, llevan gran carga de aventura corporal
–con razón hablan de patografía teresiana– y de conciencia de su peso y su
vuelo. Salud y dolor, interior y exterior son unidas en Teresa. Hasta en la
repercusión de los sacramentos es así: “En llegándome a comulgar queda el alma
y el cuerpo tan quieto, tan sano y tan claro”… “y cuando comulgo… notablemente
siento clara salud corporal” (R 1,23) . No hay para T otra manera que no sea la
vital y sencilla de hablar de su experiencia espiritual. La oración es su
termómetro, pero son los efectos corporales y visibles su verdadero metro y
criterio de progreso espiritual: pobreza, libertad ante murmuraciones, piedad
de los pobres, deseo de soledad y penitencia, gratuidad, inevitabilidad,
aprovechamiento en las virtudes, humildad, salud corporal son criterios de
juicio que aplica con una misma importancia en su discernimiento continuo.
Vamos a ver el
despliegue en el tiempo, según su propia periodización de la experiencia del
cuerpo en la vida espiritual.
2. La ascética del
cuerpo
El cuerpo de Cristo
(su humanidad) es el medio de redención, de revelación y de comunicación con
Dios. La dimensión corporal es consustancial a la condición sacramental de esta
redención. La rearmonización o espiritualización del cuerpo es la propuesta de
las primeras fases de redención del cuerpo según santa Teresa. La gracia del
propio cuerpo, que también debe ser acogida como regalo gratuito, y la vivencia
del dolor y la enfermedad son la primera prueba de fortaleza, exigencia de
caridad y comunión con la Pasión que Teresa ha experimentado y en ellas tiene
que aprender y enseñar a vivir la corporalidad antes de llegar al anticipo de
redención del cuerpo en la experiencia mística.
El pecado tiene
repercusiones en todo el compuesto humano: “¡Cuáles quedan los pobres aposentos
del castillo! ¡qué turbados andan los sentidos que es la gente que vive en
ellos! ¡Y las potencias que son los alcaides y mayordomos y maestresalas, con
qué ceguedad, con qué malgobierno!” (M 1, 2,4) En definitiva que el cuerpo,
todavía en los arrabales del castillo, está, como el alma, sujeto al poder
indómito del pecado, el mundo y la carne. T analiza con especial agudeza y
dolor la fenomenología de la esclavitud que sobre el cuerpo orante cae por la
presión social de la honra, por la debilidad, por la falta de hábitos, de
fuerza de voluntad y de motivaciones. Aún no llega casi nada “la luz del
palacio donde está el Rey” (ib 14) y el cuerpo queda sujeto a temor y cobardía.
Las fuerzas residentes en el cuerpo “embebidas en el mundo y engolfadas en sus
contentos y desvanecidas en sus honras, no tienen fuerza los vasallos del alma
(que son los sentidos y potencias) que Dios les dio de su natural” (M 1,2,12);
Pero el celo indiscreto o el exceso de penitencia corporal tampoco son
adecuados para el momento de este combate; siempre el cuerpo combate en
territorio fronterizo.
La pedagogía teresiana
se abre con un grito de atención a la dignidad humana, mediante el reclamo a la
conciencia del valor decisivo de la interioridad. El hombre se juega en su
intimidad. Es vasija que guarda un tesoro. No sólo lo ha de guardar, ha de
ganárselo. El hombre es crisálida y diamante, palacio y paraíso.
El cuerpo es evidente
al hombre en todo el proceso por su misma pesadumbre, pero ha de pasar de ser
factor de disgregación y distracción a ser cooperador; ha de entrar en armonía
y colaboración con el designio y vocación que tiene en Cristo: “Glorificad a
Dios con vuestro cuerpo” (1Cor 6, 23). “Este es vuestro culto razonable” (Rom
12,1). Pero su propensión es la contraria: “Sino que nos detenemos en estos
cuerpos, y así a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe,
sabemos que tenemos almas… todo se nos va en la grosería del engaste o cerca
de este castillo que son estos cuerpos” (M 1,1,2). La imagen lleva cargada ya
una propuesta de acción ética y responsable. Un castillo, como una montaña, es
un desafío que conquistar, pacificar y habitar desde el centro. El cuerpo se
plenificará en el encuentro de su centro y mitad. El cuerpo se adecuará a la
vocación y destino sólo en el encuentro amistoso o matrimonial con Cristo. El
cuerpo será el lugar del encuentro y trato con el encarnado, humanado,
humillado y glorificado.
Quien ora, entra y
avanza en este proceso de apropiación e integración del cuerpo en la vocación.
Es la oración el instrumento pedagógico y el recurso privilegiado por T para disponerse
a la gracia de la unión. Gracia que se da mediante la carne y el cuerpo de
Jesús.
La oración es de por
sí un ejercicio compuesto y expresado por gestos corporales previa o
sucesivamente autentificados: gestos de silencio y diálogo, de conocimiento
propio y humildad, de consideración de Dios y recogimiento y atención a su
llamada, de contemplación de la naturaleza, de imaginación, de fantasía y de
lectura. “Son las almas que no tienen oración como un cuerpo con perlesía o
tullido” (M 1,1,6). El recurso de aprendizaje está también en el cuerpo:
oración mental o vocal que es más que “menear los labios” (ib. 7) pero que es
también menear los labios; de hecho, todo el cuerpo se ha de movilizar para,
apropiado por su centro y unificado por el espíritu, “huir de la bestialidad”
del cuerpo ausente, de la distracción y disgregación de las potencias y
facultades derramadas, para hurtar el cuerpo a la costumbre maquinal y a la
palabra servil ante Dios (ib y en M 1,1,1). La pedagogía de estos gestos y
posturas hace progresar hasta hacer del cuerpo y con él un único sujeto de
trato y comunión con Cristo humanado. Gestos, posturas, el llamado “yoga”
teresiano, el desprendimiento de bienes y necesidades, el “recogimiento de los
sentidos derramados” (V 11,9) y hasta el canto conforman las tareas de esta
etapa primera de disposición y educación corporal.
El cuerpo ha de
“acostumbrarse” por el ejercicio continuado y fiel a cerrar los ojos, a
recogerse y retirarse, a tratar la vida de Cristo, a recibir lágrimas, a pasar
las “congojas por sustentarse en la oración” (ib 11).
Cuenta para T mucho en
esta fase también la discreta atención a las necesidades o ritmos que impone la
condición corporal del orante. Hay que dar tiempo al cuerpo pues a veces “la
sequedad viene de indisposición corporal, que participa esta encarceladita de
esta pobre alma de las miserias del cuerpo” (V 11, 15); el cuerpo reclama al
orante discreción, no forzar, que no le ahoguen, “el alma… no puede lo que
quiere, por tener tan mal huésped como este cuerpo” (V 11,15). “Sirva entonces
al cuerpo por amor de Dios porque otras veces muchas sirva él al alma y tome
algunos pasatiempos santos de conversaciones… o irse al campo” (ib 16). La
ley de la “suavidad” teresiana impone el ritmo de adaptación del cuerpo a las
exigencias del espíritu, es decir de los ideales a la realidad. Siempre el
cuerpo en T es el guardián de la realidad. Quien hace posible lo más alto y
avisa de los imposibles y las ilusiones.
En esta educación
teresiana no vale “traer el alma arrastrada”, sino la suavidad que impone la
condición corporal y encarnada de la comunión con Dios en Cristo. Y ante todo
“acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada Humanidad y traerla siempre
consigo y hablar con él… pedirle… quejársele… alegrase con él… no
olvidarse… y… sin oraciones compuestas” (V 12,3), “sin cansarse en componer
razones” (V 13,11). “Ordenar el tiempo y las cosas para que vayan conforme a
verdad” (V 13,17). Que los ideales se realicen en carne y tiempo. Si no, todo
es pensamiento y ejercicio mental sin encarnadura.
Pero sin que el cuerpo
y sus querencias o supuestas exigencia y necesidades se imponga sobre el
proyecto que la razón y la fe han determinado seguir. Por eso insiste en el
aprendizaje –con libros e imágenes si es preciso– de una actitud corporal y
mentalmente vivida “con alegría y libertad”, con discreción y conciencia de los
limites, con “ánimos animosos” para el desprendimiento que “no nos ha de faltar
la tierra en queriéndonos descuidar un poco del cuerpo”. Y, por supuesto, todo
medido por las exigencias del propio estado: “cada quien según su llamamiento”
(V 13,4-5). No vale el cálculo mezquino de “querer concertar cuerpo y alma para
no perder acá descanso y gozar allá de Dios” (ib 5) le parece “paso de
gallina”. Que el cuerpo con sus temores y derechos no sea el metro. Pues el
cuerpo es también velo opaco que falsea. Salir de sus límites para llevarle a
donde no conoce: “procurar soledad y silencio… que no nos matarán estos
negros cuerpos que tan concertadamente se quieren llevar… que nos hace temer
que todo nos ha de matar y quitar la salud, hasta tener lágrimas nos hace temer
de cegar” (V 12,1). Las fronteras del hombre están en sus miedos físicos más
que en sus reales capacidades. “Como soy tan enferma, hasta que no me determiné
en no hacer caso del cuerpo ni de la salud…” (V 13,7). La relativización de
todo lo exterior es al fin muestra de la ambigüedad de lo corpóreo: “¿Ves toda
la penitencia que hace la Cardona? En más tengo tu obediencia” (R 23).
3. Repercusiones
corporales de la vida mística
El cuerpo entra poco a
poco en la órbita del espíritu. Si el cuerpo es la medida de todo avance, por
cuanto que “no está la perfección en los gustos sino en quien ama más… y en
quien mejor obrare con justicia y verdad”, su opacidad también es la fuente de
todas las dudas. Gustos o contentos, de qué se trata pregunta la autora. Cuando
el Señor dilata el corazón comienza la vida mística. (Moradas cuartas).
La primera experiencia
de la afectividad corporal es una cierta inversión de la dirección del gozo:
“…estos contentos son naturales… comienzan de nuestro natural mismo y
acaban en Dios. Los gustos comienzan de Dios y siéntelos el natural y goza
tanto de ellos… y mucho más” (M 4,1,4). Mi corazón y mi carne retozan por el
Dios vivo. El cuerpo se somete con su propia aportación: su gesto aquí son las
“lágrimas”. Un gesto corporal con apariencia mística. Sin embargo, es ambiguo.
Puede proceder de la pasión: Teresa ha pasado por las “lágrimas congojosas”
cuando “no sabía acabar (de llorar) hasta que se me quebraba la cabeza”. Pueden
también nacer “de linaje más noble” y acabar en Dios. “No se puede entender”,
concluye T. Vuelve sobre ello en M 6,6,7-10.
Pero el cuerpo empieza
a sentirse excluido: “Cuando nos ata a Sí … parece estamos en alguna manera
desatados de este cuerpo. Yo veía a mi parecer las potencias del alma empleadas
en Dios y estar recogidas con El, y por otra parte el pensamiento alborotado:
traíame tonta” (ib 5). El cuerpo se desconcierta por su exclusión. Los modos de
conocimiento y gozo se invierten. T se problematiza, pero halla la solución en
establecer que el pensamiento o la imaginación no es todo el hombre, “no está
la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho”. No entenderlo tiene malas
repercusiones: “De aquí proceden las aflicciones… y el quejarse de trabajos
interiores… y vienen las melancolías y a perder la salud”.
Habla en su
experiencia de un desdoblamiento o escisión que sólo tiene explicación por el
rastro del pecado de origen: “es de la miseria que nos quedó del pecado de
Adán” (ib 11). Su experiencia (M 4,1,10) dice que es compatible la locura de la
imaginación, el gran ruido de la cabeza, la barahúnda, los muchos pajarillos y
silbos y no en los oídos, “sino en lo superior de la cabeza adonde dicen que
está lo superior del alma” con la verdadera experiencia de amor místico “donde
el alma se está muy entera en su quietud y amor y deseos y claro conocimiento”.
El cuerpo sujeto “a comer y dormir y a otras servidumbres” que nos
“menosprecian” y que las llevamos dondequiera vayamos. No es culpa del cuerpo
ni del alma. “Hay más y menos en este estorbo conforme a la salud y a los
tiempos [edades]… tengamos paciencia… entendámonos… y lo que hace la
flaca imaginación, y el natural y el demonio no pongamos la culpa al alma” (M
4,1,14).
La vida mística
comienza con “gran alboroto”. Los consuelos espirituales “algunas veces van
envueltos con unos alborotos de sollozos… se les aprieta el pecho…
movimientos exteriores [involuntarios] les hacen salir sangre de narices y
cosas así penosas” (M 4,2,1). Los gustos de Dios u oración de quietud es de
otra manera. El cuerpo no sufre. Participa del gozo por desbordamiento y rebose
de dentro a fuera. La parábola de la fuente que se hinche da a entender la
nueva condición pasiva e interior de la experiencia corporal. La fuente que se
hinche sin ruido por manantial caudaloso y la que se llena desde fuera por
arcaduces señalan el nuevo estadio del proceso místico. La que tiene el manantial
de la gracia en el centro del alma “produce una grandísima paz y quietud y
suavidad en lo muy interior de nosotros mismos… vase revertiendo esta agua
por todas las moradas y potencias hasta llegar al cuerpo… todo el hombre
exterior goza de este gusto y suavidad” (M 4,2,4). “Aquel ensanchamiento…
comienza a producir aquella agua celestial de este manantial… de lo profundo
de nosotros, parece que se va dilatando y ensanchando todo nuestro interior y
produciendo unos bienes que no se pueden decir, ni aun el alma sabe entender
qué es lo que se le da allí. Entiende una fragancia… el calor y el humo
oloroso penetra toda el alma y aún hartas veces participa el cuerpo. Mirad que
ni se siente calor ni se huele olor” (ib 6)… no es cosa que se pueda antojar,
se ve no ser de nuestro metal”.
En el cuerpo se
asientan todas las dudas todavía. No está en él mismo, sino en su disposición
para la relación de amor, la garantía de valor de estas gracias místicas: “Mas
en los efectos y obras (corporales) de después se conocen estas verdades de
oración que no hay mejor crisol para probarse” (ib. 8). Ni se pueden producir
con artificio, ni se pueden evitar…
4. El cuerpo
transfigurado
Huésped es el alma del
cuerpo y el cuerpo huésped es del alma. La transformación del hombre y su
proceso lo describe e interpreta T con la parábola de la crisálida. De nuevo
los efectos de la unión tiene registro corporal: el deseo y la desazón del amor
omnímodo y proteico: “Desasosiego de servir, de alabar, de padecer por el, de
penitencia, de soledad, de deseo de darle a conocer, de andar en misión,
de…”; y con esa desazón llega la noche oscura del alma donde “la entraña del
alma se desmenuza y muele” (M 5,2,10-12) y se “sella con su sello” (ib. 13). El
amor se hace pasión, “duele el cuerpo”, siempre duele más el amor. Es el cap. 3
de las quintas moradas el que da el criterio claro “la más cierta señal” de
discernimiento: hacer la voluntad de Dios, mediada por la obediencia, por el
amor al prójimo, por obras conformes y virtudes no fingidas, y por la humildad
del amor concreto no “encapotado” ni hecho de “suspensioncillas”: “obras quiere
el Señor” lo traduce T en alivio de enfermos, compasión, ayuno porque otro
coma, tomar trabajos por quitarles al prójimo… Cosas bien corporales y exteriores
son la esencia y señal de la unión mística.
La corporalidad impone
la historicidad y la materialidad de la caridad cristiana. Este es vuestro
culto razonable. “Ofreced vuestros cuerpos como hostia viva” Rom 12, 1-2. “Dad
vuestros miembrios a Dios como instrumentos de justicia” (Rom 6,12-13). Teresa
muestra cómo se cura la ambigüedad congénita de lo corporal y se abre a la sana
y leal relación con Dios mediante la relación de amor con el prójimo. En este
punto introduce el sacramento del matrimonio como símbolo (y sacramento) del
amor de Dios. No disponía T de los logros de la actual teología del matrimonio.
Le basta el uso alegórico de los usos sociales para hacer la graduación que le
importa.
La experiencia mística
tiene siempre esta condición de estímulo, para hacer desear, para acercar a la
promesa, en algún modo son anticipo y aperitivo de la vida celestial. El cuerpo
es testigo de lo futuro y se proyecta como palabra y símbolo del profeta para
que veáis y creáis. Este valor apologético y de encarecimiento tiene siempre el
testimonio de T. La centralidad de los pasajes sobre la Humanidad corporal y
gloriosa, sobre el Cristo espíritu que trasformará nuestro cuerpo de miseria en
un cuerpo de gloria (Fil 3,21), es por defensa del poder salvador de la carne
glorificada y sacramentada del Señor.
Vivir la vida nueva,
entrar en la morada, trasformar el gusano en crisálida, disponerse para el
matrimonio, dejarse invadir por el agua viva que dilata nuestro cauce, es vivir
bajo el imperio actual y vivificante de su cuerpo resucitado, norma y eje de
toda novedad de vida. En esta vida se avista su eficacia en la experiencia
mística, pero sobre todo en la conformación con su voluntad y en la aproximada
reproducción “corporal” y existencial de sus obras, virtudes y sentimientos.
Impetus y deseos,
purificaciones e insatisfacciones (M 6,11) no son si no muestra de esta tensión
reveladora de la condición fronteriza del hombre (ib 4 v. gr.). La descripción
de la noche del espíritu que se hace en este capítulo. En las séptimas moradas
se despliega el último grado de participación en la resurrección y de
transformación espiritual que afecta a todos los niveles de la persona también
al corporal. Los sentidos espirituales serían una manifestación de la
transformación de toda la potencia corporal de comunicación, expresión y
actuación del alma.
La ultima morada es
también de naturaleza corporal: templo de la Trinidad, experiencia ligada a la
Humanidad de Cristo y al sacramento de la eucaristía y del matrimonio (M 7,2,1)
aunque se esfuerza en decir: “aquí no hay memoria de cuerpo”, o “no ha menester
puerta por donde entre” (ib 3).
Cuerpo templo del
Espíritu Santo. Eucaristía –banquete y alianza esponsal–, Resurrección,
Humanidad del Verbo, Matrimonio forman el cuadro donde es posible integrar
teológicamente las experiencias en las que según santa T participa el cuerpo
armónica y serenamente: “de este centro… salen unos rayos de leche que toda
la gente del castillo confortan… para sustentar [al los] que en lo corporal
han de servir a estos dos desposados”. Este hombre está unido, ya son dos, su
vida es Cristo, su cuerpo lo sabe y lo expresa. Estas repercusiones no son
clamorosas o exteriores sino en silencio.
El porqué y para que
de esta aventura y esta torrente de gracias es también de naturaleza eclesial y
corporal: para fortalecer en la imitación de Cristo crucificado (M 7,4,4-5) en
la fortaleza del sufrimiento. “Hacerse esclavos de Dios, a quien señalados con
su hierro que es la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad, los pueda
vender por esclavos de todo el mundo como El lo fue”. Todo se resuelve en obras
“corporales” de servicio y misericordia: “procurada ser la menor de todas y
esclava suya mirando cómo o por dónde las podéis hacer placer y servir”. La
fortaleza es también corporal (ib 11) pero siempre para servir. Marta y María
siempre juntas.
En este punto se
avista ya la condición glorificada del cuerpo espiritual. “Si nuestro cuerpo es
pesado y peligroso no es porque esté unido al alma sino porque no lo está del
todo y en consecuencia escapa en parte a su influjo” (J. Mourroux, Sentido
cristiano del hombre, Madrid 1972, p. 103). La unión con la humanidad de Cristo
que propone santa Teresa implica de lleno la condición corporal, la redime, la
glorifica, la necesita y la consuma en la unión con Cristo. Divinizado el
espíritu se espiritualiza el cuerpo. El cuerpo al fin lejos de ser espíritu es
más cuerpo que nunca, puesto que el matrimonio espiritual lo ha dominado,
asumido y conformado con su vocación de “ser para el Señor” y “templo del
Espìritu Santo”.
BIBL. – M. I. Alvira,
Visión de l’homme selon Thérèse d’Ávila. Une philosophie de l’héroïsme, Paris
1992; A. Roccetti, Antropología teresiana. Acercamiento humano a Teresa de Ávila,
Oviedo 1999 (especialmente pp. 90-228).
Gabriel Castro
Todos los derechos: Diccionario Teresiano,
Gpo.Ed.FONTE