Arrimo/s

Además de las acepciones usuales, como cercanía o proximidad, ayuda, auxilio o amparo, en el vocabulario sanjuanista “arrimo” tiene un significado preciso y muy particular, algo típicamente suyo. Pertenece a la categoría lexical de  “apego-apetito” y equivale a afecto, gusto, jugo, sabor, generalmente de índole sensible (S 2,14,1; 3,13,1; 3,43,1; N 1,12,1.4; 2,19,1, etc.). Mientras el verbo “arrimar” suele usarse con el significado corriente de acercar, apoyar, en el sustantivo prevalece el sentido de “asimiento”. Está insinuado bastante claramente en el poema Sin arrimo y con arrimo, pero donde adquiere carta de ciudadanía es en la Noche, con más presencias que en todos los demás escritos juntos.

Es comprensible este predominio porque la  noche oscura tiene como objetivo el limpiar y purificar de cualquier arrimo o apetito tanto en el sentido como en el  espíritu. Para llegar a la  divina unión, asegura J. de la Cruz es necesario purificar gustos y jugos desordenados hasta eliminar cualquier arrimo que aparte del verdadero amor. No sirve el “arrimo de los sabrosos discursos de las potencias sensitivas”, ni la “leche de la suavidad espiritual”, sino “el carecer de lo uno y desarrimo de lo otro, por cuanto para oír a Dios le conviene al alma estar en pie y desarrimada según el afecto y sentido” (N 1,12,5). Frente al arrimo y apego a lo sensible se impone el “desarrimo” y el “desambarazo”, El  alma tiene que estar “desarrimada y desembarazada para” poseer de veras a Dios. Es casi un estribillo en J de la Cruz, al tratar de la  pobreza o desnudez de espíritu (N 2,8,5; 27,3; 2,21,9, etc.). Lo expuesto con tanta amplitud para la  purificación de apegos y  apetitos es, por tanto, aplicable al “arrimo” en este sentido peculiar. La pedagogía sanjuanista es idéntica para todos los términos equivalentes.

Es legítimo, y a veces obligado, arrimarse o apoyarse en las mediaciones dispuestas por Dios para favorecer al hombre; lo contrario seria imprudente y peligroso. Lo que debe evitarse es el “arrimo” afectivo a todo lo que separa de Dios. Pare unirse con él es necesario que el alma “esté bien pobre de espíritu y desnuda del hombre viejo para vivir aquella nueva y bienaventurada vida … que es el estado de la unión con Dios” (N 2,9,4). J. de la Cruz lanza a todos el consejo escrito a su hija espiritual Ana de san Alberto: “Ya deseo verla con gran desnudez de espíritu y tan sin arrimo de criaturas que todo el infierno no baste a turbarla” (Granada, 1582).  Afectos, apegos, apetitos, asimientos.

Eulogio Pacho

Areopagita, pseudo Dionisio

Como para sus contemporáneos, la autoridad de los escritos dionisianos fue decisiva para J. de la Cruz, por creer que eran obra del discípulo de  san Pablo tras la comparecencia de éste en el areópago ateniense (Act 17,34). De dar fe a los antiguos biógrafos, el Santo se enfrascó muy pronto en la lectura de esos escritos, demostrados apócrifos desde finales del siglo pasado. Comenzaría durante el noviciado en  Medina y prosiguió luego durante sus estudios en  Salamanca. Según  José de Jesús María (Quiroga) fue más allá en su fervor dionisiano. Sus lecturas habrían terminado en la redacción de un “excelente discurso” sobre la contemplación, siguiendo la doctrina de san  Gregorio y san Dionisio, durante la estancia estudiantil en  Salamanca (Historia de la vida, lib. I, p. 69-70 ed. 1992). Nadie ha localizado rastro alguno de este ensayo primerizo. Quiroga, a lo que parece, proyecta aquí, como en otros muchos casos, su fervor dionisiano sobre el Santo.

Testigos muy fieles, que siguieron de cerca la composición de los escritos sanjuanistas, no recuerdan que el autor frecuentase con alguna asiduidad o predilección el “corpus dionysianum”; nadie menciona explícitamente su lectura por parte de J. de la Cruz. Persiste, sin embargo, la opinión contraria. Se fundamenta en la mención explícita del Areopagita y en algunos paralelismos doctrinales. Pudo leer ciertamente los acreditados textos en alguna de las versiones latinas circulantes, como la de Ambrosio Camaldulense o Milio Ficino, pero históricamente no está documentado. Los resultados del examen comparativo admiten interpretaciones contrastantes.

I. Las citas explícitas

En cuatro ocasiones cita explícitamente J de la Cruz a “san Dionisio Areopagita”. Ningún otro autor supera en los escritos sanjuanistas ese número de frecuencias. La cantidad es aquí engañosa. Se trata siempre de la misma cita y además de forma incorrecta respecto del original. Al definir la  contemplación, J. de la Cruz repite en cuatro lugares que san Dionisio la llama “rayo de tiniebla” (S 2,8,6; N 2,5,3; CB 14,16; LlB 3,49). En cada uno de los textos aporta el Santo aspectos y matices nuevos sobre la contemplación divina, pero repite siempre que es “oscura”, aunque enriquece al alma noemática y afectivamente: luz y tiniebla a la vez, pero bajo prisma diferente; por eso vale para él la “definición” de san Dionisio.

Es aceptable por la radical identificación entre “contemplación” y “teología mística”. Por eso mismo la autoridad dionisiana está sobreentendida en otros lugares en que el Santo habla de la “teología mística” sin recurrir a la citada definición (S 2,8,6; N 2,5,1; 2,12, 5; 2,17,2.6; 2,20,6; CB pról. 3; 27,5; 39,2; LlB 3,49).

La referencia o cita se halla efectivamente en el opúsculo dionisiano rotulado Teología mística (1,1: PG 3, 1000), pero no como una definición propiamente dicha; ni siquiera como una frase completa e independiente, sino como miembro de una oración muy extensa (“ascendens ad supernaturalem illum caliginis divinae radium”). No fue J. de la Cruz el primero que realizó la adaptación de este inciso a definición puntual. Corría así a lo largo del Medioevo y pudo leerla en diversos autores, comenzando por santo Tomás. No deja de ser sintomática la introducción de la cita en el caso de la Noche: “Que por esta causa san Dionisio y otros místicos teólogos llaman a esta contemplación infusa rayo de tiniebla” (N 2,5,3). Los teólogos aquí insinuados se descubren más adelante en la misma obra y a idéntico propósito y hasta con autocita: “Llama secreta a esta contemplación tenebrosa, por cuanto, según habemos tocado arriba, ésta es la teología mística, que llaman los teólogos, sabiduría secreta, la cual dice santo Tomás que se comunica e infunde en el alma por amor” (N 2,17,2). Son indicios suficientes para comprobar que la frase de san Dionisio, tan manida entre los maestros espirituales, pudo llegarle a J. de la Cruz de rebote, sin necesidad de una lectura directa de los textos dionisianos. Es lo más probable.

II. Huellas y afinidades

Al margen del contacto directo o indirecto, queda en pie la aproximación doctrinal. Existe indudable afinidad entres la doctrina sanjuanista sobre la contemplación infusa y oscura y la teoría dionisiana de la “teología mística”: la afinidad no es tampoco exclusiva de J. de la Cruz; viene de lejos. Tiene sus puntos más concretos en las afirmaciones sobre la “incomprehensibilidad e inaccesibilidad” de Dios, en la exigencia de la negación de imágenes y conceptos para representarle y en la inefabilidad consiguiente. En lo que el Santo cree coincidir es, ante todo, en el carácter oscuro de la  contemplación-teología mística, definida como “tiniebla” por el Areopagita.

Se trata de un aspecto parcial, no de toda la concepción global de ambos maestros. Les separan, incluso en este punto, diferencias muy notables, porque construyen sobre presupuestos muy distantes en la antropología, en la filosofía y en la teología. En esta última, por ejemplo, Cristo y el Espíritu Santo juegan papel decisivo en J. de a Cruz. mientras están ausentes en el Areopagita. En la  antropolgía J. de la Cruz asume la doctrina agustiniana de las tres potencias del alma y la del supuesto unitario de la escolástica, cosas del todo ajenas al pseudo Dionisio.

El parentesco entre ambos no puede, sin embargo, reducirse a este punto, aunque sea importante. Existen otros de menor alcance, pero no insignificantes. Probablemente el más claro y significativo sea el que se refiere al proceso purificativo e iluminativo mediante la acción de la Sabiduría divina a través de los ángeles en sus diversas jerarquías. J. de la Cruz acoge con ligeros matices la teoría dionisiana sintetizándola de esta manera: La Sabiduría de Dios que purga e ilumina a las almas “purga a los ángeles de sus ignorancias, haciéndolos saber, alumbrándolos de lo que no sabían, derivándose desde Dios por las jerarquías primeras hasta las postreras, y de ahí a los hombres… porque de ordinario las deriva por ellos, y ellos también de unos a otros sin alguna dilación, así como el rayo del sol comunicado de muchas vidrieras ordenadas entre sí; que, aunque es verdad que de suyo el rayo pasa por todas, todavía cada una le envía e infunde en la otra más modificado, conforme al modo de aquella vidriera, algo más abreviada y remisamente, según ella está más o menos cerca del sol. De donde se sigue que los superiores espíritus y los de abajo, cuanto más cercanos están a Dios, más purgados están y clarificados con más general purificación, y que los postreros recibirán esta iluminación muy más tenue y remota. De donde se sigue que el hombre, que está el postrero, hasta el cual se viene derivando esta contemplación de Dios amorosa, cuando Dios se la quiere dar, que la ha de recibir a su modo, muy limitada y penosamente” (N 2,12,3-4). Es patente la presencia del capítulo 7 De Divinis nominibus (PG 3, 865-874) y su ampliación en el de Coelestis hierarchia (PG 3, 299-307). Lo que no está claro es si J. de la Cruz bebe directamente allí o lo toma de otra fuente secundaria. En todo caso, no incide profundamente en su pensamiento, ya que no lo expone repetidamente sin volver sobre la teoría dionisiana.

No parece que exista paralelismo entre el  “éxtasis” del Areopagita (Teología mística 1: PG 3,1000) y el descrito por J. de la Cruz en la estrofa 13 del CE. La fenomenología presente en este no aparece para nada en aquél. El dionisiano tiene parentela con el “salir de sí y de todas las cosas”, como se dice en los versos sanjuanistas de N y CE: “salí sin ser notada” y “salí tras ti clamando”. La salida sanjuanista (y consiguiente entrada) tiene un sentido más afectivo, ascético y catártico que en el Areopagita. El término a que lleva la “salida” es totalmente diferente en ambos: entrada en la tiniebla, en Dionisio; encuentro con Cristo en Juan. No tiene importancia alguna para establecer deudas o afinidades la atribución a J. de la Cruz de algunos párrafos copiados por Eliseo de los Mártires en sus famosos Dictámenes de espíritu (nn. 5-6). Fue él quien los copió de la Teología mística de E. Balma, no su maestro J. de la Cruz.

Aunque pueden señalarse otras huellas posibles, todo lleva a pensar que la dependencia sanjuanista respecto al Areopagita se condensa más en una herencia o legado recibido a través de la tradición espiritual que en puntos concretos. Así, por ejemplo, cabría emparentar la doctrina del “amor virtus initiva” de Divinis nominibus (4,12) con la de S 1,4; lo de los querubines “contemplantes” de C. Hierarchia con S 2,9,2; la alegoría de las lámparas de fuego-atributos divinos de Ll 3,2-3 con Div. nominibus 2,4, y así de otras imágenes. En conjunto, la dependencia segura es más limitada de cuanto podría deducirse de las citas explícitas y de lo que afirmaban los primeros biógrafos y apologistas del Santo.  Teología mística.

BIBL. — EULOGIO PACHO, “Denis l’Aréopagite et Jean de la Croix”, en DS III, 399-408; ISABEL DE ANDÍA, “San Juan de la Cruz y la ‘Teología mística’ de ‘San Dionisio’, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, Avila, vol. III, 97-125; Id. “Saint Jean de la Crix et la “Théologie mystique” de Pseudo Denys l’Aréopagite”, en el vol. misceláneo Jean de la Croix: un sanit, un maître, Venasque, Editions du Carmel, 1992, p. 259-314.

Eulogio Pacho

Aprovechados

El concepto de aprovechados o aprovechantes tiene ordinariamente en Juan de la Cruz valor de término técnico. Procede de la teología espiritual del tiempo. Forma parte de la jerga mística y espiritual que hereda e incorpora en su magisterio. Hace referencia genéricamente a la segunda fase del camino espiritual. Tradicionalmente el proceso místico estaba dividido en  principiantes, aprovechados y perfectos, equivalente a  vía purgativa, vía iluminativa y vía unitiva. Estado de aprovechados sería sinónimo de vía iluminativa. “Estando ya esta casa de la sensualidad sosegada… salió el alma a comenzar el camino y vía de espíritu, que es el de los aprovechantes y aprovechados, que por otro nombre llaman vía iluminativa o de contemplación infusa” (N 1,14,1). Muchos nombres para una misma etapa. Sin embargo, es claro que J. consiente en usar el nombre común, pero su práctica sirve ante todo para denunciar su insuficiencia. Se siente incómodo en el esquema recibido.

I. Valor relativo del término

Tendrá que abrir nuevas etapas y poner nuevos hitos y distintos nombres a sus propias ideas sobre el contenido de la etapa. Por abarcar una etapa intermedia amplísima le resulta un concepto estrecho y poco valioso para describir con alguna precisión la real y compleja situación espiritual que con “aprovechados” se designa. Está muy incómodo con esa manera de periodización y de división del camino. Acaba despreocupándose de afinar y precisar el sentido exacto de la etapa, de ahí que en cada uso que haga de este vocabulario tradicional haya que andar muy precavidos, porque no significan siempre lo mismo y solo el contexto general puede ayudar a determinar a qué periodo de la vida espiritual se refiere precisamente. Genéricamente es valido el concepto, pues simplemente informa de que se trata de una etapa intermedia entre los principiantes y los perfectos.

Pero es sabido que una de las grandes aportaciones de san Juan de la Cruz a la  teología espiritual ha sido precisamente la descripción, análisis, sistematización y valoración de etapas y componentes poco conocidos, poco tratados y mal apreciados por la tradición que encuentra en curso (S pról. 38). Esas novedades sanjuanistas, la descripción de las señales de la  contemplación, la  purificación pasiva del espíritu, la reducción teologal, la descripción del  desposorio espiritual, se inscriben en el comienzo, al medio o al final de esta larga y compleja etapa. Con esto, después de su experiencia y de su doctrina, la etapa de “los aprovechados” se infla y estalla como conjunto uniforme y hay que abrirla a muchos otros fenómenos y procesos nuevos que J. de la Cruz ha descrito. Su abundancia y agudeza denuncian la insuficiencia del término y vuelven inservible esa clasificación tan simplista.

En concreto, aunque usa la nomenclatura –principiantes, aprovechantes y perfectos– como para hacerse entender de quien tiene esas convenciones asimiladas, se observa que la etapa de aprovechados la carga de contenidos tan distintos como la primera noche pasiva, la etapa inicial de la noche pasiva, el desposorio espiritual, las gracias extraordinarias de la mística inicial o de los fenómenos de arrebato, el inicio de la contemplación, etc. Con lo que acaba por resultar inservible por difusa y de límites líquidos; la vuelve demasiado flexible para ser teóricamente práctica y prácticamente clara. De hecho, nunca se para a definirla en sus límites y fronteras, sólo le interesa tratar de componer un acuerdo de compromiso entre su vocabulario y éste tradicional. Su propia periodización necesitaría una reducción forzada y una poda violenta, si quisiéramos compatibilizarla con esta tripartita tradicional. Los titubeos iniciales del esquema redaccional de los libros de la Subida también afectan al oscurecimiento de esta noción.

II. Descripción de la etapa

Con todo, cabe una descripción de esta fase del proceso espiritual. Es la etapa más larga del camino espiritual, como hemos dicho, porque ordinariamente “suele pasar harto tiempo y años en que, salida el alma del estado de principiantes, se ejercita en el de aprovechados” (N 2,1,1). Observemos que llama aprovechados a los que comienzan a sentir la influencia de la contemplación (S, pról. 4), o los que pasan de la meditación a la contemplación (S 2,13,1; 15,1), a los que “salen del discurso y entran en estado de aprovechados” (N 1,9,7), “a las almas que comienzan a entrar en esta noche oscura cuando Dios las va sacando de estado de principiantes… y las comienza a poner en el de los aprovechantes que es ya el de los contemplativos” (N 1,1,1); también a los que comienzan la segunda noche, es decir, la pasiva del espíritu (S 1,1,3), pero también los que tienen visiones imaginarias son aprovechados (S 2,16,3); los que pasan la primera noche pasiva (N 1,4,2) antes de abandonar esta etapa, por más adelante que estén, son aprovechados, porque éstos aún “tienen necesidad de que Dios los ponga en estado de aprovechados, que se hace entrándoles en la noche oscura que ahora decimos” (N 1,7,5), es decir, en la primera noche pasiva del sentido.

Otras veces parece dar a entender que aprovechados serían sólo los que llegan a entrar en la segunda noche del espíritu. De sus defectos y congénitas taras, “imperfecciones y peligros”, hace argumento para explicar la conveniencia y necesidad de la horrenda noche del espíritu (N 2,1,3; 2, tit.; 2,1; 2,2). “Por bien que le hayan andado las manos” (Ib. 2,4) en su trabajo de purificación sensitiva, ningún aprovechado está listo para la segunda noche (N 2, 3,1; 3,3).

En el  Cántico espiritual donde la partición del camino sanjuanista está condicionada por el símbolo básico nupcial, ya no el de las noches, el camino o la ascensión, entra la terminología tradicional con menor frecuencia y utilidad; en concreto, esta etapa intermedia se rellena con infinidad de experiencias que en los versos tuvieron sin duda otra posición; la adaptación del CB supone ante todo distribuir ordenadamente según esas convenciones espirituales la experiencia que los versos no se ocuparon de ordenar según progreso didáctico; la operación se logra, pero de modo un tanto forzado. Sirve este enfoque para completar la descripción de la etapa larga tal como la quiere considerar J. de la Cruz, es decir, en ella no todo es noche, sino que es etapa también llena de gozos y experiencias felices y luminosas, vía iluminativa decía otro nombre del vocabulario espiritual. “Y si este sabor y gusto interior que con abundancia y facilidad hallan y gustan estos aprovechantes en su espíritu, con mucha más abundancia que antes (de la primera noche) se les comunica redundando de ahí en el sentido más que solía antes” (N 2,1,2). Esta etapa es la propia de las repercusiones corporales de la experiencia religiosa y la que está llena de los fenómenos extraordinarios. Su final coincide de lleno con el desposorio espiritual en la partición esquemática más genuina del Cántico: “Las [canciones] de más adelante tratan de los aprovechados donde se hace el desposorio espiritual, y ésta es la vía iluminativa “dice en el argumento del CB (n. 2) refiriéndose a las canciones de la 13 a la 21. Se observa ya otra ampliación o dilatación del concepto de aprovechantes para acoger, sin delimitación clara, es cierto, todos los fenómenos que se recogen en esas canciones, materia en la que cede la autoridad a “la bienaventurada Teresa de Jesús, nuestra madre, que dejó escritas de estas cosas de espíritu admirablemente” (CB 13,7).

Este enfoque aclara y completa lo que Juan entiende por aprovechados en el desarrollo temporal del proceso místico. A la verdad que también lo cantado y explicado en las primeras estrofas del Cántico se aviene mejor en su conjunto a entrar bajo la etiqueta de “aprovechantes” que bajo la de “principiantes”, por más que él lo quiera reservar para una supuesta etapa del inicio. De hecho, en CB 2,4 y 7,9 se le sorprende tratando de adaptar las experiencias del poema, evidentemente fruto del estado místico último, a los esquemas clásicos de los periodos espirituales. La pretensión pedagógica y generalizadora explica su esfuerzo. Ese propósito pedagógico fuerza sin duda la materia propia de la experiencia en las canciones, pero a la vez completa su presentación del estado de “aprovechados” tal como lo concibe.

Como vemos, se trata de una etapa que J. de la Cruz ha ampliado en sus análisis extraordinariamente. Ha estirado su cobertura tanto por su inicio, paso de la meditación a la contemplación, como por su final, entrada en la noche del espíritu y desposorio místico, caben en ella tanto contenidos de experiencias extraordinarias, como la educación teologal ordinaria. Demasiado material para que sea práctico después de sus obras seguir usando el nombre de “aprovechados” sin ulteriores explicaciones. Siempre será preferible atenerse en la terminología a sus análisis, a sus originales períodos, a su criterio muy flexible en el uso prudente y libre del esquema tradicional; al fin la vida nunca es esquema. Un componente de noche acompaña todo proceso, un componente pasivo y activo se encuentra en toda etapa, el compuesto humano es sentido y espíritu en todo tiempo.

Sólo pedagógicamente es práctico mantener la doble manera de hablar, la clásica y la sanjuanista. Atenerse a la complejidad de sus descripciones, mucho más completas, mucho más ricas, mucho más clarificadoras es más respetuoso con la vida. Hoy día nuestra manera de hablar es mucho más consciente de la importancia de las edades de la vida natural, de los dinamismos de la psicología evolutiva, de la importancia de la infancia y las etapas constituyentes de la personalidad y de las componentes sociales, psíquicas y biológicas de todo proceso personal. En cierto modo, la etapa de aprovechados tiene que contar con las crisis de la edad madura, el demonio meridiano y las arideces y glorias de la meseta espiritual de la edad media de la vida cristiana. Principiantes, perfectos, vía purificativa, iluminativa, unitiva.

Gabriel Castro

Apariciones

Lo primero que hay que decir es que nunca usa Juan de la Cruz ni la palabra aparición ni el plural apariciones. Sí se encuentra en sus escritos el verbo aparecer en sus diversos tiempos. En total se halla 13 veces y dos variantes, que haya podido constatar, con el verbo parecer. Dichas variantes se hallan en: S 3, 31,8 y CA 27,6.

Para poder entender la postura sanjuanista, se debe tener presente el concepto de “aparición” o “apariciones”. Es la manifestación extraordinaria, no natural, a los sentidos externos o a la imaginación de un objeto que se percibe como presente; por lo tanto, como realidad corpórea. Si lo trasladamos al ámbito de lo religioso cristiano, es la manifestación de Dios, de Cristo, de la Virgen, de los ángeles, de los santos en forma material y perceptible por los sentidos, fundamentalmente por la vista. De ahí la casi identificación entre aparición y  visión. Ciertamente la identificación rigurosamente hablando no es total, pero las diferencias entre ambas son más bien de matiz. Por eso se comprende que J. de la Cruz identifique ambas cosas, o reduzca las apariciones a las visiones.

Gran parte de las “aprehensiones” que llegan al entendimiento sobrenaturalmente por vía de los sentidos externos procede de la vista: “Porque acerca de la vista se le suele representar figuras y personajes de la otra vida, de algunos santos y figuras de ángeles, buenos y malos, y algunas luces y resplandores extraordinarios” (S 2,11,1). Evidentemente habla de “apariciones”. Algo parecido ocurre respecto de los otros sentidos externos

El mismo Santo aclara posteriormente su pensamiento al tratar de las  “aprehensiones» del entendimiento por vía puramente espiritual. Todas se reducen a cuatro:  visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos espirituales, como repite en S 2,10,4 y S 2,23,1. Todas ellas, en definitiva, se pueden llamar visiones en un sentido amplio: “Es, pues, de saber, que hablando anchamente y en general, todas estas cuatro aprehensiones se pueden llamar visiones del alma” (S 2,23,2). Y lo explica ampliamente en este mismo número citado de S 2,23.

Otro dato a tener en cuenta es que el verbo aparecer siempre se usa con referencias a textos de la Sagrada Escritura, incluso en las dos variantes señaladas. La serie de textos, todos ellos de la Subida se suceden así: S 2, 9,3 (2 veces); 2,16,9; 2,19,3; 2,19,9; 2,21,6 (2 veces); 3,42, (4 veces); 3,42,5 (2 veces).

Solamente aparece una referencia a apariciones extraña a la Sagrada Escritura: la del arcángel san Miguel en el Monte Gargano al obispo de Siponto (hoy Manfredonia). Es un texto críticamente muy dudoso (S 2,42,5), aunque suele colocarse, sin embargo, en paralelo con otras apariciones bíblicas a Abraham, Moisés y  Elías.

El Santo no emite juicio alguno respecto a las apariciones. Pero su actitud teológica y espiritual respecto a ellas es clara por lo que afirma en relación a todos los fenómenos místicos extraordinarios. Ni son necesarios para la santidad, ni hay que pedirles, y siempre, cuando se den, habrá que discernir su autenticidad. La posibilidad de engaño, debido a ilusiones personales, imaginaciones desdeñables y tentaciones diabólicas, es grande y peligrosa siempre. Por eso la postura más segura es la de rechazo y el no apoyarse en ninguno de esos fenómenos místicos, por muy extraordinarios que sean; no son necesarios para el progreso en la vida espiritual o para escalar el “monte de la perfección”, según el símil de la Subida.

No hace concesión el Santo en ningún caso ni a nadie: “Nunca jamás se han de asegurar en ellas ni las han de admitir, antes totalmente han de huir de ellas, sin querer examinar si son buenas o malas” (S 2,11,2).

Mauricio Martín del Blanco

Aniquilación

La “aniquilación” en J. de la Cruz es un concepto con fuertes connotaciones antropológicas, espirituales y cristológicas. No se puede separar impunemente un aspecto del otro sin falsear sus verdaderos planteamientos al respecto. El verbo aniquilar y el sustantivo aniquilación le sirven para explicitar ulteriormente su doctrina sobre la negación. Así se afirma, por ejemplo: “Ella (la negación), cierto, ha de ser como una muerte y aniquilación temporal y natural y espiritual en todo” (S 2,7,6).

Los términos y el concepto de aniquilación y aniquilar eran bastante comunes en los ambientes espirituales del siglo XVI español, sobre todo entre los recogidos y alumbrados. Pero no se puede identificar demasiado rápidamente los planteamientos generales de éstos respecto de la aniquilación espiritual, con los de nuestro místico. Esta identificación, por ejemplo, es lo que ha llevado a un autor contemporáneo –sin duda uno de los mejores conocedores del fenómeno espiritual que supusieron los recogidos en la España del siglo XVI–, a presentar, hablando de san Juan de la Cruz, “el conocimiento propio o aniquilación” como primer paso en el camino espiritual, al que le seguiría como segundo momento la “imitación de Cristo” y la  purificación de los sentidos y potencias (que hay que “acallar”). Sólo entonces se lograría alcanzar “el tercer paso de la vía del recogimiento (que) es la transformación del alma en Dios, la unión” (M. Andrés Martín, Los recogidos. Nueva visión de la mística española (1500-1770) Madrid, 1976, 850; cf. “Vía de recogimiento y espiritualidad de san Juan de la Cruz”, 643652). Hay que afirmar, ya desde ahora, que la idea sanjuanista de aniquilación no se identifica sólo con conocimiento propio, ni sólo con los primeros pasos en el camino espiritual. En los años cincuenta Lucien-Marie ya llamó la atención sobre lo que es la verdadera dimensión de la ascesis sanjuanista en cuanto a la aniquilación, con un artículo que tituló “Anéantissement ou restauration?” (EtCarm 1954, 194-212; el mismo en el libro L’expérience de Dieu. Actualité du message de Saint Jean de la Croix, p. 161-181).

I.I. Aniquilación en todo

Las palabras aniquilar y aniquilación ponen bien de relieve hasta dónde, para J. de la Cruz, ha de llegar la  negación evangélica: hasta la aniquilación en todo. Expresión que suena muy dura al hombre actual, y que, de hecho, lo es. Aniquilación en todo, ésta es su consigna. Y no hace distinciones entre lo sensitivo y lo espiritual, lo exterior y lo interior. En todo caso, pone el acento en la aniquilación de la dimensión más espiritual del hombre, lo que llama sus potencias (entendimiento,  memoria, voluntad), pero sin olvidar el resto de las dimensiones del ser humano.

Pero para el Santo aniquilación no se identifica con destrucción de la naturaleza y del camino espiritual. No se trata de un puro nihilismo filosófico y existencial como camino para llegar a Dios. Más bien, en algunas ocasiones J. de la Cruz afirma expresamente todo lo contrario (S 3, 2,1 y 7-9). En otras ocasiones confiesa su fe en un Dios que está presente en las criaturas, dándoles y manteniéndoles el ser, porque si no, éstas se aniquilarían y dejarían de existir (S 2,5,3; CB 11,3). Lo que pretende, pues, cuando habla de aniquilación es poner de relieve la importancia y necesidad de romper con toda la situación inicial del  hombre, condicionada por sus hábitos imperfectos, y ser así capaz de abrirse a la vida de Dios, a la comunión con Dios en plenitud (N 2, 6,5; 7,6).

II. Aniquilación y plenitud

Se dice al principio del libro segundo de Noche, resumiendo un poco lo que va ser una de las enseñanzas más importantes del mismo: “En acabándose de aniquilarse y sosegarse las potencias, pasiones, apetitos y afecciones de mi alma, con que bajamente sentía y gustaba de Dios, salí del trato y operación humana mía a operación y trato de Dios” (N 2,4,2; y 16,4). Sin la ruptura-aniquilación total y de todo en el hombre, todo lo que éste pretenda hacer en Dios y en el camino de Dios, sirve para poco, y, a veces, hasta estorba. Para vivir la vida nueva de la comunión con Dios, el hombre ha de esforzarse en vivir la renuncia/negación total hasta el límite de lo que el Santo llama aniquilación total. Esta es, en todo caso, medio y condición, pero nunca meta para ser buscada por sí misma. La meta es la plenitud, la comunión.

En este sentido, se enseña también, y con gran claridad, que la aniquilación así entendida no es más que el camino normal que tiene todo hombre para revivir en sí el camino y el misterio de la  cruz de Cristo: camino de aniquilación total en lo humano y en lo espiritual, pero, a la vez, camino de vida y comunión (S 2,7, en que se explica este tema ampliamente).

No estamos, pues, ante la propuesta de una técnica útil, sino ante la propuesta del camino real de comunión con el misterio total de Jesús: misterio de aniquilación, pero también de comunión con Dios y vida nueva; con todo lo que esto tiene de aspecto ascético, pero también teologal y místico, porque éste es uno de los temas en donde mejor se ve esa comunión o intercomunión de lo ascético, lo teologal y lo místico en J. de la Cruz.

III. A la luz del misterio de Cristo

Para describir la experiencia de la aniquilación interior, nuestro autor recurre en sus escritos a la frase del salmo 72,22: “Ad nihilum redactus sum et nescivi”, que a veces traduce por “fui resuelto en nada”, y otras por “fui aniquilado”, siempre dentro de un discurso donde antes o después suele aparecer la palabra aniquilar-aniquilación (S 2,7,11; CB 26,17). Es un texto que la tradición suele aplicar a  Cristo y a su experiencia de la Pasión. J. de la Cruz suele citarlo en contextos referidos al hombre creyente, que vive en su carne la experiencia de la aniquilación como experiencia espiritual y religiosa (S 2,7,11; N 1,11,1; N 2, 8,2; CB 1,17; 26,17). Pero no deja de aplicar también esta frase al hecho de Jesús, precisamente en un texto (S 2,7,11) en el que el Santo culmina su larga exposición sobre lo que debe ser, a este respecto, el misterio de la identificación del camino del cristiano con el camino del misterio de la cruz de Cristo. El texto es muy significativo: “Unir el género humano por gracia con Dios …, esto fue, como digo, al tiempo y punto que este Señor estuvo más anihilado en todo, conviene a saber: acerca de la reputación de los hombres, como lo veían morir, antes hacían burla de él que le estimaban en algo; y acerca de la naturaleza, pues en ella se anihilaba muriendo; y acerca del amparo y consuelo espiritual del Padre, pues en aquel tiempo lo desamparó, porque puramente pagase la deuda y uniese al hombre con Dios, quedando así anihilado y resuelto así como en nada. De donde David dice de él: Ad nihilum redactus sum et nescivi (Sal 72,22). Para que entienda el buen espiritual el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios y sepa que cuanto más se anihilase por Dios, según estas dos partes, sensitiva y espiritual, tanto más se une a Dios … Y cuando viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión entre el alma y Dios, que es el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar”.

A la luz de todo lo dicho hasta aquí sobre los términos aniquilar y aniquilación, se comprende mejor el sentido de esa famosa nada y ese quedarse en nada de nuestro místico. El culmen del sentido místico del uso de la palabra  “nada” por parte de nuestro autor está en aquellos textos en los que aduce el testimonio del Salmo 72,21-22, que, según dije, suele traducir como “fui resuelto en nada” (S 2,7,11; N 1,11,1; 2,8,2; CB 1,17; 26,17).

Según J. de la Cruz, Cristo no sólo es el todo de Dios para el hombre, sino que también es, siguiendo la dinámica de Fip 2,6-8, el reducido a nada: el que se ha anonadado a sí mismo en el misterio de su encarnación y, sobre todo, en su muerte en cruz. Sin duda por eso, siguiendo la tradición, ve en el texto sálmico antes citado el culmen del camino de Jesús, que, en la cruz, fue resuelto como en nada. Y, por lo tanto, también el culmen del camino del cristiano, de su morir con Cristo para llegar a la perfecta unión con Dios: que no se alcanza si no es a través de esta perfecta identificación con el misterio de Jesús (S 2,7,11; N 1,11,1; CB 1,17-18; 26,17; CA 1,9; 17,12).

IV. Camino de gracia y vida nueva

La aniquilación no es algo que al hombre le resulte fácil. Por eso, al menos como lo presenta nuestro místico, es un proceso que tiene su parte de esfuerzo del hombre, pero, sobre todo, es una experiencia pasiva. Sólo la oscura noche de contemplación pasiva del espíritu es capaz de lograr el perfecto aniquilamiento del hombre: misterio de identificación con Cristo Crucificado y ámbito idóneo para hacer crecer en toda su verdad la vida nueva de Dios. (cf. N, y también CE y Ll; sin olvidar S 2,7). Esta experiencia, desconcertante sobre todo en un primer momento, se describe así: “Sin saber el alma por dónde va, se ve aniquilada acerca de todas las cosas de arriba y de abajo que solía gustar, y sólo se ve enamorada sin saber cómo y por qué” (N 1,11,1). En otros textos se pone de relieve que, el amor de Dios acogido por el hombre, tiene la función de aniquilar y echar del hombre todo lo demás; para que no quede en el corazón del hombre más que la fuerza transformante y de comunión con Dios propia de este amor. “La caridad … vacía y aniquila las afecciones y apetitos de la voluntad de cualquiera cosa que no es Dios y sólo se los pone en Él; y así esta virtud dispone a esta potencia y la une con Dios por amor” (N 2,21,11).

Igualmente, muy interesante a este respecto es el texto de CB 26,17. En él aparecen combinadas la realidad del amor que aniquila todo lo que no es amor o le es contrario y el paso a la vida nueva por la aniquilación de la vida vieja. El texto es un poco largo, pero interesante: “Mas el alma, como le queda y dura algún tanto el efecto de aquel acto de amor, dura también el no saber, de manera que no puede advertir en particular a cosa ninguna hasta que pase el efecto de aquel acto de amor, el cual, como la inflamó y mudó en amor, aniquilóla y deshízola en todo lo que no era amor, según se entiende por aquello que dijimos arriba de David, es a saber: ‘Porque fue inflamado mi corazón, también mis renes se mudaron juntamente, y yo fui resuelto en nada, y no supe’ (Sal 72,21-22). Porque mudarse las renes por causa de esta inflamación del corazón es mudarse el alma según todos sus apetitos y operaciones en Dios en una nueva manera de vida, deshecha ya y aniquilada de todo lo viejo que antes usaba. Por lo cual dice el profeta que fue resuelto en nada y que no supo, que son los dos efectos que decíamos que causaba la bebida de esta bodega de Dios; porque no sólo se aniquila todo su saber primero, pareciéndole todo nada, mas también toda su vida vieja e imperfecciones se aniquilan, y se renueva en nuevo hombre, que es este segundo efecto que decimos” (CB 26,17).

De lo dicho queda clara una perspectiva que el Santo suele tener presente al comentar la frase sálmica “fui resuelto en nada” y que no hay que olvidar: que el sabor de la cruz y la muerte interior es preanuncio del gozo de la vida nueva, de la resurrección (N 2,6,1; LlB 2,32-36). Relación que ya la había establecido, por ejemplo, al comienzo mismo de Cántico. Allí, comentando el verso “habiéndome herido”, escribe: “Inflaman éstas ( las heridas de amor) tanto la voluntad en  afición, que se está el alma abrasando en fuego y llama de amor; tanto, que parece consumirse en aquella llama y la hace salir fuera de sí y renovar toda y pasar a nueva manera de ser, así como el ave fénix, que se quema y renace de nuevo. De lo cual hablando David, dice: ‘Fue inflamado mi corazón, y las renes me mudaron, y yo me resolví en nada, y no supe” (Sal 72,21-22: CB 1,17). Lo que se resumirá unas líneas más abajo con la siguiente frase lapidaria: “El alma por amor se resuelve en nada, nada sabiendo sino amor” (CB 1,18). Amor hacia un Dios revelado en Cristo, del que había dicho en otra parte que, en la cruz, quedó “así aniquilado y resuelto así como en nada” (S 2,7,11).Desnudez, negación, pobreza, purgación, purificación, vacío.

BIBL. — LUCIEN-MARIE DE SAINT JOSEPH, “Anéantissement ou restauration?”, en EtCarm 1954, 194-212; Id. L’expérience de Dieu. Actualité du message de Saint Jean de la Croix, Paris, Cerf, 1968, p. 161-181; M. ANDRÉS MARTÍN, “La “aniquilación” en la espiritualidad española en torno a 1530”, en MteCarm 82 (1974) 317-324; CARMELO PÉREZ MILLA, “Todo”- “Nada”, en AA.VV, Simboli e Mistero in San Giovanni della Croce, Roma, Teresianum, 1991, p. 49-71; JOSÉ DAMIÁN GAITÁN, Negación y plenitud en San Juan de la Cruz, Madrid, EDE, 1995.

José Damián Gaitán

Angustia

San Juan de la Cruz utiliza con cierta frecuencia el término angustia en sus escritos, a reserva de otros que pueden ser sinónimos, de expresiones e imágenes significativas que aluden a la misma experiencia. Por lo demás es evidente que el término angustia no comporta para el carmelita del siglo XVI las múltiples determinaciones que tiene hoy para nosotros. Como concepto (S. Kierkegaard, El concepto de la angustia) hay que decir que la angustia es una adquisición moderna, que no se puede comprender sin la filosofía existencial, el psicoanálisis, la clínica en general, y sobre todo la concepción del mundo del hombre actual, que incluye la experiencia filosófica de la muerte de Dios. En una visión teocéntrica del  mundo y del  hombre no cabe el planteamiento explícito, es decir, tematizado, de tal problema.

Las expresiones de nuestro autor relativas a la angustia, donde aparece el término en cuestión, así como la experiencia misma, se aglutinan principalmente en la Subida (libro 1º) y en la Noche (lib. 2º). A lo largo de estas páginas las referencias a la angustia se polarizan en dos momentos de especial intensidad, uno inicial y otro final con respecto al proceso completo de la purificación nocturna.

I. En el libro primero de ‘Subida’

Antes de la noche propiamente dicha, la referencia al mundo es aún significativa: “Y todo el señorío y libertad del mundo, comparado con la libertad y señorío del espíritu de Dios, es suma servidumbre, y angustia y cautiverio” (S 1, 4,6). El alma, asida a las criaturas, empieza a vivir este vínculo, sin embargo, en inquietud y desasosiego, “porque en los apetitos, que son las espinas, crece el fuego de la angustia y del tormento” (S 1,7,1); la angustia junto al tormento es el contrapunto de la realización del apetito, y por tanto expresión de una cierta frustración del deseo, en este capítulo donde se expone el segundo daño de los apetitos, que atormentan y afligen.

La fenomenología del  apetito que desarrolla J. de la Cruz en los primeros capítulos de Subida, pone de relieve la dimensión agónica del deseo humano, entroncado en una carencia radical, que lo empuja hacia el mundo a la búsqueda de un cumplimiento incierto, aguijoneado por las contradicciones internas que lo estructuran. Al horizonte vacío, hacia el que tiende el apetito, “como el enamorado en el día de la esperanza, cuando le salió su lance en vacío” (S 1,6,6), se superpone el efecto angustiante del acoso de la demanda. Pero como el místico asigna desde el principio un objeto al deseo, se manifiesta como angustia el deseo errátil y desmesurado que encadena a las criaturas, e impide el vuelo libre hacia  Dios.

Resumiendo, pues, la angustia en Subida, está puesta en relación con el apetito. Más que angustia –desde un punto de vista estrictamente psicológico–, se podría llamar ansiedad (anxietas, inquietud). Se trata, en efecto, de un movimiento ansioso en donde se evidencia una insatisfacción respecto de las criaturas del mundo, mezcla de desencanto y apego que se hace patente en los “dejos”, regusto amargo que se pega al paladar, lo estraga, y a la vez enardece la sed. Ansia insaciada e insaciable que provoca una acumulación de tensión anhelante, pues, no acertando a resolverse en ninguna criatura, retorna a sí, en un movimiento compulsivo de obstinación/frustración. “Porque no se sale de las penas y angustias de los retretes de los apetitos, hasta que no estén amortiguados y dormidos” (S 1,1,4), pues en verdad “son como unos hijuelos inquietos y de mal contento” (S 1,6,6). La resolución de la angustia-ansiedad, será aquietamiento que se alcanza, por tanto, no el cumplimiento del deseo, sino en el vacío de éste, como suspensión del movimiento del apetecer.

II. En el segundo libro de ‘Noche’

En el corazón de la medianoche, el místico desasido ya de toda criatura y de sí mismo, se encuentra en los abismos de la  purgación, confrontado radicalmente a la finitud, y sufre angustias de muerte: “En pobreza,  desamparo y desarrimo de todas las aprehensiones de mi alma, esto es, en oscuridad de mi entendimiento, y aprieto de mi voluntad, en aflicción y angustia acerca de la  memoria… salí de mí misma” (N 2,4,1)

Nos encontramos en la “noche pasiva”, aquí sí podemos hablar ya propiamente de una angustia radical, angustia de la nada, que algunos filósofos de nuestro tiempo han desarrollado y profundizado como experiencia metafísica, pero que cobra aquí una forma peculiar, e incluso diríamos un dramatismo especial, al vivirse en el ámbito religioso de la fe, en lugar de evidenciar un horizonte agnóstico. Distancia y contacto con el Absoluto parecen indicar los dos polos que determinan la dialéctica de la angustia en la noche pasiva del espíritu.

La angustia, que venía agitando la superficie del espacio propio (como espacio de deseo), emerge ahora en toda su radicalidad, en su dimensión constitutiva, por cuanto remite al espacio del absolutamente Otro, y acontece en la distancia que separa de El y en el contacto que desgarra, atacando las contradicciones esenciales del ser criatura y revolviendo lo más íntimo del alma. Se trata de un pathos propiamente místico, un padecer a Dios que el autor llama sobrepadecer: “Que el alma se siente estar deshaciendo …, padeciendo estas angustias como Jonás en el vientre de aquella marina bestia” (N 2,6,1), y más adelante: “Pues no sólo padece el alma vacío y suspensión de estos arrimos naturales … mas sobrepadece grave deshacimiento y tormento interior” (N 2,6,5).

En este tormento, no obstante, el alma reconoce siempre a Dios, su doliente presencia, como hacedor del dolor. La afirmación de su presencia, en esa inmensa distancia –toda la distancia de la noche, entendida ésta como tránsito–, que separa el ser finito del ser eterno –en expresión de E. Stein– es, por lo mismo, fuente de angustia: “La colocó Dios en las oscuridades como los muertos del siglo, angustiándose por esto en ella su espíritu y turbándose en ella su corazón” (N 2,7,3)

La angustia es el fondo afectivo de la purificación nocturna, en cuanto la noche misma se caracteriza por un despojamiento de los objetos del mundo y un desasimiento de sí mismo, que conducen a una especie de indeterminación del horizonte significante de la existencia. En ausencia de toda emoción, puesto que, metafísicamente hablando, no hay mundo ni yo a los que hagan referencia dichas emociones, emerge con toda virulencia la angustia, vivida en parte como sensación refleja de pérdida: “Que no se piense que por haber en esta noche y oscuridad pasado por tanta tormenta de angustias, dudas, recelos y horrores…, corría por esto más peligro de perderse” (N 2,15,1)

III. Angustia y palabra

Puesto que el hecho místico es en parte un hecho de lenguaje, no podemos pasar por alto en este padecimiento la relación de la angustia con la palabra, que en estos estadios de la purificación se ve reducida al silencio. La relación de la angustia con la palabra es un aspecto principal del tratamiento de este tema por parte de la filosofía existencial, el aspecto justamente que revela el carácter ontológico, y no meramente psicológico de la misma angustia. A este propósito Kierkegaard señala cómo la angustia puede expresarse en la mudez o en el grito –veremos que así es en la noche más oscura–, pero nunca propiamente en una palabra humana significante (Kierkegaard, o. c.). Por su parte Heidegger apunta que la angustia vela las palabras, acosándonos la nada, y la oquedad del silencio sólo puede ser quebrada por palabras incoherentes (Heidegger en ¿Qué es Metafísica?)

Así descubrimos que, en la noche más oscura, la angustia es también la prueba de la derelicción de la palabra, de esa palabra muda que no encuentra donde acogerse y que es en definitiva deseo. Esta clave de articulación angustia/deseo aparece con gran fuerza en un texto de Job al que recurre J. de la Cruz para expresar lo indecible de la angustia suprema: “En la noche es horadada mi boca con dolores y los que me comen no duermen, porque aquí por la boca se entiende la voluntad, la cual es traspasada con estos dolores … porque las dudas y recelos que traspasan al alma así nunca duermen (N 2,9,8). En otro lugar, recurriendo a Jeremías, nos dice el místico que “a la verdad no es este tiempo de hablar con Dios, sino de poner como dice Jeremías, su boca en el polvo” (N 2,8,1). Aquí queda hondamente simbolizada la angustia religiosa como expresión de esa imposibilidad de la palabra –palabra humana, finita, insignificante, pues es al fin palabra de criatura– en su articulación interna con el deseo, como deseo profundo de Dios. La boca horadada con dolores, la boca humillada y silenciada en el polvo, expresa bien el paso angosto, en vacío y desarrimo, que saliendo de la voracidad de los apetitos crispados en las criaturas, se orienta al deseo infinito que abre los espacios de la visitación; así nos dice que en esta noche pasiva “conviénele al espíritu adelgazarse y curtirse acerca del común y natural sentir, poniéndole por medio de esta purgativa  contemplación en grande angustia y aprieto (N 2,9,5). Esos espacios de despliegue sobrenatural de la capacidad espiritual humana, como capacidad de recibir a Dios, serán presentados y tratados en Llama, bajo el símbolo de profundas cavernas del sentido.

IV. Otras referencias textuales

Por lo que se refiere a las abundantes páginas que transcurren entre los dos momentos señalados (S 2 y 3 y N 1) aunque son más didácticas que descriptivas, en ellas se pueden entresacar fenómenos y aconteceres del proceso místico en los que el movimiento nocturno se hace sensible a través de términos de carácter negativo, que son correlatos de la angustia: privación, sequedad, oscuridad, desamparo, olvido, muerte, nada, etc.

Es en estas páginas intermedias, en definitiva, donde aparece la experiencia de vacío o privación de los sentidos, y negación de las potencias. Hay una negación, despojamiento, suspensión de la intencionalidad que se volcaba sobre las cosas, que se vive como amenazante para la integridad psíquica. Para quien se ha adentrado por los senderos de las nadas el mundo no es ya significante, y en esta insignificatividad del mundo emerge la angustia, a veces teñida de melancolía: “Y aunque algunas veces sea ayudada de la melancolía u otro humor (como muchas veces lo es), no por eso deja de hacer su efecto purgativo del  apetito” (N 1, 9,3). El término en cuestión no aparece en estas páginas, pero el fondo de angustia se hace sentir, sin embargo, en el recelo de andar perdido: “Y túrbanse a sí mismos pensando que vuelven atrás y que se pierden. Y a la verdad se pierden, aunque no como ellos piensan, porque se pierden a los propios sentidos, y a la propia manera de sentir, lo cual es irse ganando” (S 2,14,4). Esta turbación manifiesta una angustia de conciencia: el alma tensa entre dos maneras de percepción: el mundo desdibujado en un trasfondo crepuscular, el Dios que amanece todavía lejos del sentir negado y mortificado en la noche de las potencias.

Desde un punto de vista psicológico,  visiones, audiciones y  revelaciones, pueden ser consideradas como expresión de la represión de la angustia y del intento de evitar el vacío que suscita esta propuesta de mortificación. Se trataría, por supuesto, de una elaboración inconsciente. Siguiendo al especialista en psicología religiosa A. Vergote (Dette et désir, Seuil, París 1978), podemos considerar estos fenómenos como una puesta en marcha de la capacidad transferencial del deseo, desplazamientos entre lo imaginario y lo simbólico de representaciones largamente elaboradas con los contenidos que se encuentran en los linderos de una fe conscientemente asumida y las fantasías inconscientes. Para salir de estas vacilaciones es necesario el olvido, la suspensión de la rememoración nostálgica. Lo cual nos hace comprender que la angustia se encuentra en estrecha relación con la memoria y el olvido.

Finalmente señalaremos que si la angustia expresa el trasfondo afectivo y ontológico de la contemplación nocturna como inmersión en un abismo de tiniebla, las ansias de amor, por otra parte, marcan un ritmo nuevo de ascenso, cuando en la voluntad purificada se siente el toque de la inflamación de amor; por eso en el libro segundo de Noche, hay como una especie de viraje brusco, cuando nos encontramos en la más profunda miseria, la angustia se torna ansia de amor en un impulso poderoso de unión: “Pero es aquí de ver cómo el alma, sintiéndose tan miserable y tan indigna de Dios, como hace aquí en estas tinieblas purgativas, tenga tan osada y atrevida fuerza para ir a juntarse con Dios” (N 2,13,9).

Podemos entender como angustia, según hemos venido explicando, el aspecto negativo del deseo, pero cuando esta negación enraíza en su origen, es decir, cuando se vive como fundada en el amor (suponiendo la experiencia de ausencia), entonces hablamos de ansias.

BIBL. — MANUEL BALLESTERO, Juan de la Cruz: de la angustia al olvido, Península, Barcelona 1977; JEAN BARUZI, Saint Jean de la Croix et le problème de l’ expérience mystique, 2ª ed. Alcan, Paris 1931; MARTIN HEIDEGGER, ¿Qué es Metafísica?, Siglo XXI, Buenos Aires, 1974; SÖREN KIERKEGAARD, El concepto de la angustia, Espasa-Calpe, Madrid, 1979; MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN, Extasis y purificación del deseo, Diputación Provincial, Avila, 1991; Id. “De la fe angustiada a las ansias de amor: S. Kierkegaard y San Juan de la Cruz”, en Diálogo Ecuménico 73 (1987) 223-245; ANTOINE VERGOTE, Dette et désir; deux axes chrétiens et la dérive pathologique, Seuil, Paris, 1978.

María del Sagrario Rollán

Ángeles-arcángeles

Entre las mediaciones de que Dios se sirve para comunicarse con el  hombre J. de la Cruz concede relieve especial a los ángeles. Asume el dato revelado y las aportaciones gregoriana y dionisiana sin detenerse en exponer un pensamiento organizado sobre estos seres misteriosos. Le interesa exclusivamente el papel que juegan en la vida espiritual según las funciones que se les atribuyen en la Sda. Escritura. Arrancando de las mismas pueden considerarse como mensajeros de Dios y “medianeros” entre el hombre y Dios. En estas misiones acompañan siempre a lo largo del camino espiritual, especialmente en los momentos difíciles de la prueba. De hecho, las tres noches que el ángel ordenó a Tobías, antes de juntarse con su esposa, figuran o simbolizan, según J de la Cruz, las diversas etapas del itinerario catártico que conduce a la  unión con Dios (S 1,2,2-4).

I. Al hilo de la revelación bíblica

Por lo general, J. de la Cruz recurre a la interpretación tipológica al recordar personas o sucesos relacionados con la presencia de los ángeles. El dato bíblico fundamental para él es que se trata de seres diferentes y superiores a los hombres, espíritus que actúan a favor de los humanos como enviados por Dios; por eso son “ángeles del Señor”. Su número es tan elevado que pueden compararse a ejércitos organizados en jerarquías (coros, tronos, dominaciones, potestades) y en grados (arcángeles, serafines, querubines). Algunos se identifican con nombre propio por razón de su oficio o misión: Gabriel, Rafael, Miguel (CB 2,3, Romance 4º, 114).

En su actuación aparecen como enviados por Dios al pueblo de Israel, a grupos o a personas particulares. J de la Cruz conoce muy bien esta historia de “mensajes” divinos a través de los ángeles con hechos, gestos o palabras. Recuerda que las misiones especialmente importantes han sido reservadas a las categorías más elevadas, como las encomendadas a Gabriel para Zacarías (CB 2,4) para la Virgen María (LlB 3,13; cf. romance 8º) y a Rafael para Tobías. Esta “economía” o pedagogía divina vale también para las gracias más exquisitas de la vida espiritual, reservadas a serafines y querubines (S 2,9,1-2; LlB 2,9.13). Se apoya igualmente en el dato bíblico de Ex 33,20 y Jue 12,22 para defender que no pueden darse en esta vida visiones de sustancias incorpóreas, “como son ángeles y almas” (S 2,24,2). La elección de lugares apropiados para orar ha de hacerse por indicios de que Dios quiere ser allí adorado, según se desprende de la aparición del ángel a Agar (Gén 16,3: S 3,42,4). En opinión de J. de la Cruz, las palabras del arcángel san Gabriel a Daniel, en la visión de las setenta semanas (Dan 9,22-27) serían “palabras sucesivas interiores”, como las que Dios comunica a las almas algunas veces por vía sobrenatural (S 2,30,2).

La presencia de los ángeles en su cometido acontece algunas veces de manera violenta con gran estruendo y a manera de trueno, a semejanza del grito de Jesús después de su entrada triunfal en Jerusalén (Jn 12,30), lo que sirve a J. de la Cruz para comparar la fuerza con que Dios se comunica al alma con voces interiores (CB 14-15,10; cf. LlB 4,11). Entre todos los episodios bíblicos de apariciones angélicas el más repetido por J. es el de María Magdalena al borde del sepulcro (S 3,31,8), como prueba de su fe y la de los Apóstoles.

II. Tipología y simbolismo

Para J. de la Cruz la importancia espiritual de los ángeles en la Biblia radica más en su capacidad tipológica o simbólica que en su simple presencia en hechos y episodios. Lee estos habitualmente en clave alegórica. Más allá de casos singulares y aislados hay que tener en cuenta que las referencias a los ángeles, arrancando de la Biblia, están englobadas en los dos polos fundamentales en torno a los cuales gira la doctrina espiritual del Santo, es decir, el proceso catártico de la  noche y la inflamación amorosa y transformante de la llama. Tanto en el ámbito semántico, como en el doctrinal la angeología sanjuanista, basada en la Biblia, queda insertada en el símbolo clave del  fuego y el madero encendido, que unifica literaria y temáticamente la Noche oscura y la Llama. Entre las imágenes y figuraciones más destacadas hay que recordar las siguientes.

Las tres etapas fundamentales del itinerario espiritual pautado por la noche oscura de purificación están figuradas, según el Santo, en las tres noches que el ángel “mandó a Tobías el mozo que pasase antes que se juntase en uno con su esposa” (S 2, 2,2-4). También los grados de la  contemplación, a la vez purificadora e iluminadora, están representados en la escala que vio Jacob durmiendo, “por la cual subían y descendían los ángeles de Dios al hombre y del hombre a Dios” (Gén. 28,12). Esta referencia es de viejo abolengo en la tradición espiritual, pero J. de la Cruz aporta su nota original al afirmar que “todo pasaba de noche” y que en ello se daba a entender “cuán secreto es este camino y subida a Dios”, ya que consiste en “irse perdiendo y aniquilándose a sí mismo” a través de la noche (N 2,18,4).

En la misma línea de la catarsis total coloca figurativamente otro episodio bíblico, en el que halla confirmación de sus tesis. Para llegar a la unión con Dios es necesario purificar todos los apetitos, “por mínimos que sean”; todos son peligrosos, si se deja alguno habrá siempre lucha contra los enemigos. Es lo que le sucedió a los hijops de Israel al no haber escuchado el aviso del ángel para que “acabasen con la gente contraria”. Por no hacerlo Dios “les dejaría entre ellos muchos enemigos” (Jue 2,3). Idéntica es la suerte del espiritual que no liquida todos los apetitos desordenados; “la amistad y alianza con la gente menuda de imperfecciones, no acabándolas de mortificar”, será motivo permanente de lucha (S 1,11,7).

Los dos serafines con seis alas, en la visión de Isaías (6,2;16,3), representan la capacidad purificativa de las tres virtudes teologales, es decir “el cegar y apagar los afectos de la voluntad acerca de las cosas de Dios” (S 2,6,5; 2,16,3). Para J. de la Cruz no es posible librarse de los apetitos sensitivos “hasta que el Señor no envía su ángel en derredor de los que le temen y los libra y hace paz y tranquilidad”. Por eso el alma pide la ayuda de los ángeles para que “cacen las raposas de esos apetitos” (CB 16,2).

Otra imagen relacionada con la purificación de apetitos y la intervención de los ángeles se encontraría según J. de la Cruz en el libro que el ángel mandó comer a san Juan (Ap 10,9). En la “boca le hizo dulzura y en el vientre amargor” (S 1,12,5). La correlación figurativa para el Santo es sencilla: el sentido equivale a la boca; por el vientre “se entiende la voluntad” (CB 2,7).

De signo bastante distinto es otra escenificación bíblica con intervención angélica. Del altar en que se ofreció a Dios el sacrificio ordenado por el ángel a Manué se elevó al cielo una llama, mientras el ángel desapareció de la vista (Jue 13, 22). Aquella llama era imagen del fuego de amor “que tan vehemente sale cuando es más intenso el fuego de la unión, en la cual se unen y suben los actos de la voluntad arrebatada y absorta en la llama del Espíritu Santo” (LlB 1,4).

Más alejadas del texto bíblico aparecen algunas representaciones metafóricas de los ángeles en los versos del Santo. Pueden compararse a las “majadas” porque a través de sus coros y jerarquías “van nuestros gemidos y oraciones a Dios”, ofreciéndoselas ellos (CB 2,3). También pueden decirse “pastores”, “porque no sólo llevan a Dios nuestros recaudos, sino también traen los de Dios a nuestras almas, apacentándolas, como buenos pastores de dulces comunicaciones e inspiraciones de Dios … y ellos nos amparan y defienden de los lobos, que son los demonios” (CB 2,3). La creación es como un “prado de verduras, esmaltado de flores”. Las flores que lo hermosean son precisamente “los ángeles y almas santas” (CB 4,6). Sin la explicación en prosa sería imposible descubrir bajo estas atrevidas metáforas alegorizantes la presencia de los ángeles. Gracias al comentario auténtico de los versos se puede gustar su riqueza espiritual

III. Reflexión teológica

Al hilo del dato bíblico y del legado patrístico, J. de la Cruz asume pacíficamente la angeleología elaborada durante el Medioevo y codificada por S. Tomás. No tuvo interés particular en organizar un cuerpo orgánico de doctrinas en torno a los ángeles; los datos dispersos permiten recomponer las líneas fundamentales de su pensamiento al respecto. Para él, los ángeles son seres muy perfectos y a la vez criaturas limitadas, por lo mismo infinitamente distantes de Dios. Suelen llamarse “criaturas celestiales” y en sentido acomodaticio también se les considera “dioses”, a la manera del Salmo 76,14, suponiendo que en este texto con tal nombre se alude a los “ángeles y almas santas” (S 2,8,3).

Aunque los ángeles son las criaturas más nobles y excelsas, comparten con el hombre la racionalidad o inteligencia, por lo mismo ayudan más que ninguna otro ser temporal al conocimiento de Dios (CB 7,1). La diferencia radical está en que son espíritus puros, sin vinculación alguna a la materia; por lo tanto, más puros, clarificados y cercanos a Dios (2,12,4). En clave escolástica dirá J. de la Cruz que son “sustancias incorpóreas” y, en consecuencia, inmortales (S 2,24,2).

Sin estar dependientes para nada de lo sensible, tienen capacidad de gozar y disfrutar: “Perfectamente estiman las cosas que son de dolor sin sentir dolor, y ejercitan las obras de misericordia sin sentimiento de compasión” (CB 20-21,10). Comparten con Dios y los santos la obra divina en las almas, pues el Señor, “no sólo en sí se goza, sino que también hace participantes a los ángeles y almas santas de su alegría” (CB 22,1).

Siguiendo a san Gregorio va más allá en esta línea. Aunque los ángeles gozan de la posesión de Dios, son capaces de deseos, pero sin ansia o pena. El deseo que dice san Pedro (1 Pe. 1,12) que tienen los ángeles de ver al Hijo de Dios, a quien ya poseen, se explica por la dinámica connatural al amor-posesión: “Cuanto más desea el alma a Dios más le posee, y la posesión de Dios da deleite y hartura”. Es lo que se verifica en los ángeles que, “estando cumpliendo su deseo, en la posesión se deleitan, estando siempre hartando su alma con el apetito, sin fastidio de hartura: por lo cual, porque no hay fastidio, siempre desean, y porque hay posesión, no penan” (LlB 3,33).

Donde se muestra especialmente agudo y original J. de la Cruz es al hablar de la bienaventuranza de los ángeles, y comparativamente de las almas santas, en la comunicación de la Palabra única de Dios, que es Cristo. Esa bienaventuranza excluye la oscuridad de la fe, propia del viandante, y el deseo de la esperanza. En la Palabra definitiva del Padre todo es ya luz y día (S 2,3,5). La suprema fruición para los ángeles y bienaventurados radica en conocer y penetrar siempre más en la “espesura de los misterios de Cristo” (CB 37,39). Hay tanto que ahondar, que nunca se toca fondo. Dios sigue siendo siempre para los ángeles y santos “toda la extrañez de las ínsulas nunca vistas”. Es siempre tan original, que “siempre les hace novedad y siempre se maravillan más” (CB 14-15,8). Todo esto se refiere, naturalmente, a los “ángeles buenos”, así llamados para distinguirlos de los “malos” o  demonios, distinción elemental y permanente en J. de la Cruz.

IV. Encomiendas y funciones

Arranque de cuanto enseña J. de la Cruz sobre la mediación de los ángeles es esta afirmación: “Todas las obras que hacen los ángeles e inspiraciones se dice con verdad en la Escritura y propiedad, hacerlas Dios y hacerlas ellos” (N 2,12,3). Todo el quehacer de los ángeles lo compendia el Santo en dos funciones básicas: “vacar a Dios” y “favorecer al hombre”.

La existencia entera de esos seres bienaventurados se realiza contemplando a Dios y disfrutando de él. Su ocupación permanente es “vacare Deo”, es decir, alabar, bendecir, adorar y gozar a Dios. Lo que se dice tradicionalmente “asistir al trono de Dios”. Vacar a Dios es entretenerse con él. “Vagan a Dios, dice el Santo, entendiendo en él” (CB 7,4). Atendiendo a sus grados o jerarquías, los más elevados se denominan “contemplantes”, que son los serafines (S 2,9,2). Por su propia naturaleza los ángeles son modelos y paradigma de las almas contemplativas, cuyo ideal es alcanzar la  “advertencia o asistencia amorosa en Dios”.

Mientras “asisten al trono de Dios”, los ángeles reciben de él encomiendas para los humanos. Por eso su “oficio es favorecer a los hombres”, de modo especial defendiéndolos del ángel malo, el demonio (CB 2,3; 16,2). En su condición de “terceros o medianeros”, su misión tiene doble vertiente: por un lado, llevan a Dios las súplicas y necesidades del hombre; por otro, comunican a éste los recados y favores de lo alto. Son así enlaces entre el cielo y la tierra.

De ahí nace la conveniencia de acudir a ellos en las necesidades, en las tribulaciones y en los peligros. Siempre es útil y provechoso invocar a los ángeles (CB 16,3). De hecho, asegura J. de la Cruz, nuestras oraciones van a Dios, “ofreciéndoselas los ángeles”. De coro en coro llevan hasta él nuestras súplicas y gemidos (CB 2,3).

La mediación aparece aún más jerarquizada en la dirección descendente: cuando los ángeles traen al hombre “los recados” de Dios. De algún modo todos pueden englobarse en “dulces comunicaciones e inspiraciones” (CB 2,3). De manera concreta J. de la Cruz atribuye a los ángeles las inspiraciones íntimas y secretas que mueven el espíritu a las cosas divinas y que cumplen función básica en el proceso espiritual (CB 7,6-7). Es necesario estar abiertos a esas inspiraciones y seguirlas con docilidad. Advierte agudamente el Santo que “no da lugar el apetito a que le mueva el ángel cuando está puesto en otra cosa” (Av 42).

Función prioritaria de los ángeles, y en sentido contrario a las buenas inspiraciones, es la de ayudar al hombre a desenmascarar las insidias del “ángel malo”, el demonio, porque se viste con frecuencia como “ángel de luz” y engaña astutamente a las almas. Sus insidias llegan hasta fingir gracias muy elevadas. Opina el Santo que la mayor parte de las “visiones concedidas a las almas llegan por medio de los ángeles” (N 2,23,7). Para evitar que penetre en ese ámbito la acción diabólica, Dios se sirve de los ángeles para introducir a las almas hasta el más profundo recogimiento, donde no puede penetrar el maligno (N 2,23,8).

El punto capital de la función angélica coincide también con el núcleo central de la doctrina sanjuanista. Explica el proceso purificativo-iluminativo de la  contemplación asumiendo en pleno la teoría dionisiana, descrita con exactitud y precisión. La obra purificadora e iluminadora llega desde Dios hasta la criatura como acción unitaria y escalonada. De Dios pasa por los ángeles, en sus jerarquías y coros, a los hombres. La misma Sabiduría de Dios que “purga e ilumina a las almas” es la que “purga e ilumina a los ángeles de sus ignorancias, haciéndolos saber, alumbrándolos de lo que no sabían, derivándose desde Dios por las jerarquías primeras hasta las postreras, y de ahí a los hombres” (N 2,12,3, a leer todo el capítulo).

V. Misiones concretas y personales

También en este punto deben distinguirse dos cosas: la atribución de ciertas misiones “personales” a determinadas figuras angélicas y la existencia de ángeles que tienen la encomienda de cuidar a los hombres. Las encomiendas más relevantes han sido las confiadas a Gabriel, designado como “arcángel” únicamente en el romance sobre la Encarnación. Comunicó a Zacarías el nacimiento de Juan (CB 2,4) y anunció a la Virgen María la concepción del Hijo de Dios por la “obumbración del Espíritu Santo” (LlB 3,12). A Rafael se le confió la encomienda de comunicar al joven Tobías pasar tres noches antes de juntarse con su esposa (S 1,2,2-4). Miguel fue enviado al Obispo de Siponto (hoy Manfredonia) para encomendarla la erección de “un oratorio en memoria de los ángeles” en el Monte Gargano (S 3,42,5; no es del todo segura la autenticidad sanjuanista de este texto). Aunque no es de índole estrictamente personal, merece la pena recoger una referencia especial de la intervención angélica. Es la que se refiere a ciertas gracias místicas, en concreto la  transverberación y la estigmatización. En ellas la obra de “un serafín” es embestir con una flecha o dardo “encendidísimo en fuego de amor” interiormente en el espíritu, en la primera (LlB 2,9), o en el sentido corporal, con llaga y herida, “si alguna vez da Dios licencia para que salga algún efecto afuera”, como acaeció cuando el serafín llagó al Santo Francisco” (LlB 2,13). Conviene notar que el Santo habla de “serafín”, mientras  S. Teresa atribuye la misma gracia a un “querubín” (V 29,13-14).

Resulta algo sorprendente el escaso relieve concedido en los escritos sanjuanistas al ángel particular de cada persona, llamado “ángel custodio”. La única mención explícita es la siguiente: “Mira que tu ángel custodio no siempre mueve el apetito a obrar, aunque siempre alumbra la razón” (Av 37). Prosigue en el aviso siguiente de forma implícita: “No da lugar el apetito a que le mueva el ángel cuando está puesto en otra cosa” (Av 38). Pese a su laconismo, esta advertencia revela claramente que J. de la Cruz da por supuesta la existencia del “ángel custodio”; está sobreentendida en muchas de sus páginas; en algunas abunda en consideraciones sobre su forma de actuar en el alma, más allá de infundir santas inspiraciones. La mejor manera de percibir su presencia y actuación es contraponer la acción del “ángel bueno” a la del ángel malo, el demonio, como hace el Santo al fin de la Noche (2,23,6-11). Deja bien dibujado el perfil del ángel custodio.

BIBL. — EULOGIO PACHO, “Cortejo de medianeros y mensajeros. Angeleología sanjuanista”, en ES I, 311-321; ISMAEL BENGOECHEA, “San Juan de la Cruz y los ángeles”, en la revista Cántico nn. 27-29 (1991) 92-97.

Eulogio Pacho

Alumbrados y J. de la Cruz

Juan de la Cruz vivió intensa y extensamente el fenómeno religioso conocido con este nombre, pero no se vio envuelto en él, como otros maestros contemporáneos. Desde el punto de vista histórico hay que distinguir con precisión dos momentos: los incidentes durante su vida y las denuncias después de muerto.

I. Contactos durante la vida

El primer contacto documentado con manifestaciones de tipo alumbrado parece corresponder al periodo de residencia en  Avila, como confesor del monasterio de la Encarnación. Su intervención en el caso de la joven religiosa de Avila, María Olivares, y el informe remitido entonces al tribunal inquisitorial de  Valladolid le obligaron a indagar seriamente sobre las desviaciones espirituales, más o menos emparentadas con lo que se designaba ya habitualmente como “Alumbrados”.

Fue durante su estancia en Andalucía cuando estuvo rodeado permanentemente por círculos religiosos de esta índole. Son de sobra conocidos los centros de  Córdoba, Sevilla, Jaén y otros lugares. Por  Baeza,  Úbeda y  Granada pululaban masas de “beatas” encandiladas con prácticas espirituales harto enfermizas y sospechosas.

J. de la Cruz vivió y actuó en ese escenario saturado de “alumbradismo”. Adquirió experiencias pastorales que luego reflejaría en sus escritos, mucho más tajantes que las de algún profesor amigo, como Pedro Valdivia. Aunque testigos y cronistas alaban unánimes su tacto y su prudencia, en un caso se vio burlado por una joven “alumbrada”, siendo rector en Baeza. Se identifique o no con la Calancha, el hecho está bastante documentado y a él parece referirse J. Gracián (HF 9,3: MHCT 3, 596598 y Peregr XIII: BMC 17, p. 191-192), aunque no mencione explícitamente su nombre. Por lo demás, él mismo J. reconoció haber sido engañado en una ocasión por usar excesiva blandura. Le sirvió, sin duda, de experiencia tanto para un mejor discernimiento de imposturas, como para adoptar una actitud. Donde mejor la demostró fue en Lisboa con la famosa “monja de las llagas”, María de la Visitación, en 1585.

Sus compañeros capitulares cayeron en el embuste, lo mismo que fray Luis de Granada y tantos otros. J. de la Cruz había escrito ya páginas luminosas en contra de tales manifestaciones y se mostró coherente.

Efectivamente, cuando escribía sus obras, especialmente la  Subida y la Llama tenía en mientes la espiritualidad morbosa de todas las manifestaciones “alumbradas”. Su requisitoria contra los gustos y apegos a cosas de espíritu y contra las ansias desmedidas de gracias místicas quería ser algo así como la de Cervantes contra los disparatados libros de caballería. Por si no fuera suficiente a denunciar esa intención el minucioso análisis ofrecido en la Subida, queda patente en la denuncia explícita de los “alumbramientos y cosas de bausanes” de la Llama (3,43). Conviene tener en cuenta que la referencia se hace precisamente para dejar bien asentado que la doctrina por él enseñada de la “noticia amorosa, pacífica y sencilla” se distancia decididamente del “alumbradismo” y de la pasividad quietista. Nada tiene que ver tampoco con corrientes “alumbradas” la depuración propuesta para cierto tipo de devoción relativa a templos, imágenes y objetos religiosos al final de la Subida (3, 35-45), ya que la desautorización de abusos manifiestos no excluye el uso correcto y adecuado. Donde más se arriesgó J de la Cruz fue en el tratamiento de la  lujuria espiritual y la influencia diabólica (N 1,4). Su postura realista y valiente no dejaba resquicio para interpretaciones resbaladizas, pero ese era, al fin, uno de los núcleos duros del alumbradismo-quietismo. Nada extraño que algunos corifeos se cebasen en estas páginas. Sería ya después de su muerte. Pese a las afirmaciones de A. Llorente no hay constancia de que en vida J. de la Cruz fuese denunciado, y menos aún, condenado por la Inquisición como alumbrado.

II. Denuncias después de la muerte

Fue denunciado con insistencia al Santo Tribunal y hubo necesidad de proteger sus escritos de numerosos ataques. Salió siempre triunfante, y de reo se convirtió en árbitro de la espiritualidad, es decir, referencia obligada en los pleitos inquisitoriales sobre temas de espiritualidad. La idea de publicar sus escritos tropezó inmediatamente con recelos y temores sobre una posible denuncia de “alumbradismo”, tan “recios eran los tiempos” en esta materia. En evitación de riesgos, muy presumibles, los responsables de la primera edición buscaron el respaldo de eminentes teólogos y catedráticos de  Alcalá para que con su dictamen avalasen la doctrina sanjuanista. Con idéntico propósito encargaron a  Diego de Jesús (Salablanca) que acompañase la edición con un apéndice en el que explicase las tesis o “proposiciones” juzgadas más arriesgadas. Es lo que realizó en los Apuntamientos, que rematan la edición príncipe de 1618.

No lograron plenamente su objetivo. Al poco tiempo de aparecido el volumen de los escritos sanjuanistas estos eran denunciados a la Inquisición, lo que obligó a los superiores del Carmelo Teresiano a buscar influencias que conjurasen el peligro de una condena. Encargaron una defensa o apología de los mismos al agustino Basilio Ponce de León, sobrino de fray Luis. Cumplió a satisfacción la encomienda en 1623 y, aunque no se publicó, consiguió influir lo suficiente como para conjurar por entonces el peligro. No se consideró superado del todo en 1628-29 cuando se decidió realizar otra edición en la que debía incluirse el CE, descartado en la primera. Se recurrió de nuevo al sistema de las “censuras” autorizadas y de la “defensa” doctrinal. De ésta se encargó un religioso competente de la Orden,  Nicolás de Jesús María (Centurione), que redactó su escrito Elucidatio theologica en latín, publicándose en 1631, un año después de la edición oficial de 1630.

Tampoco en esta ocasión quedaron conjurados todos los ataques. Eran los años de mayor efervescencia de los focos “alumbrados” de Andalucía. En algunos, especialmente en Sevilla, existía cierta predilección por los escritos sanjuanistas. Naturalmente, se interpretaban a gusto de los “consumidores”, pero fue suficiente que el célebre dominico Domingo de Farfán y otros celosos de la ortodoxia denunciasen la doctrina sanjuanista. Gracias a patrocinios de alto rango y a las apologías mencionadas pasó el trance sin mayores consecuencias.

No fue la última vez que el Doctor Místico se vio denunciado ante los tribunales de la fe. Su autoridad había sido sancionada durante las luchas quietistas, especialmente después de su beatificación en 1675, pero no bastó. Veinte años más tarde un aguerrido capuchino, Félix Alamín, atacaba duramente en sus escritos la doctrina sanjuanista y la delataba nada menos que a la Curia Romana. Tras denuncias y apologías el alto tribunal romano se pronunciaba, naturalmente, a favor del beato Juan de la Cruz (1707) y condenaba al delator: “cayó en la hoya que había cavado”. Fue el último intento suicida de atacar al gran maestro de la mística.

BIBL. — CARMELO DE LA CRUZ, “Defensa de las doctrinas de san Juan de la Cruz en tiempo de los Alumbrados”, en MteCarm 62 (1954) 41-72; EULOGIO PACHO, “San Juan de la Cruz, reo y árbitro en la espiritualidad española”, en ES I, 166-194.

Eulogio Pacho

Cuerpo

T participa del oscurecimiento a que fue sometida la noción cristiana de cuerpo bajo el influjo del helenismo tardío. Adolece y abusa del simplismo dualista simplemente popular, del esquema, indispensable por otra parte, “alma-cuerpo” “espíritu-carne”. Participa de las sospechas sobre el placer, del prejuicio de “menosprecio del cuerpo”, a veces protocolariamente escondido bajo el “topos” retórico de la humildad y la “ruindad”; prejuicio, por otra parte, muy extendido en aquellas condiciones sociales y en la literatura espiritual que frecuenta. No problematiza en general sus afirmaciones sobre la condición negativa del cuerpo. Pero su mensaje puede orientar la actual preocupación por el sentido del cuerpo en nuestro tiempo y mundo.

Caso a parte en la corriente cultural es su testimonio ambivalente sobre la condición expropiada y sometida, alienada al fin, del “cuerpo” femenino en su sociedad. Ambigüedad, porque su testimonio es simultáneamente el de un ambiente en el que el cuerpo femenino está “sometido” a la dependencia del varón y reducido a “instrumento” de generación, y sin embargo ella personalmente ha hurtado su cuerpo de mujer a esa presión social “liberándolo” por la virginidad, por la toma de la palabra, por el ejercicio del magisterio, por la maternidad espiritual y por la creatividad de su actividad como escritora, como fundadora y mediante otras “salidas” de mujer. T, pues, es testigo de las miserias de un ámbito de esclavitud (situación de la mujer) y de una forma de liberación (propuesta teresiana de liberación). T ha conquistado el acceso a espacios y poderes, a cátedras y saberes dominados por “corporaciones” de varones.

En T se da una verdadera apropiación del propio cuerpo por la educación ascética y el respeto a sus necesidades y valores. Participa de la ascética o disciplina corporal común en su tiempo. Control del sueño, higiene, dieta, abstinencia, ayuno, ejercicios corporales, disciplina de tiempo y mortificación corporal, castigos, privaciones y disciplinas corporales, templanza, castidad, silencio, gestos, cantos y posturas de oración, reeducación de hábitos de los sentidos y de los hábitos de la sensibilidad y del corazón, etc. componen la panoplia a disposición de la mujer común para el inicio en la vida espiritual, pero es en la fase “mística” donde la aportación de T es más original o considerable. En estos aspectos nos hemos de centrar.

Naturalmente el cuerpo de T está y vive marcado social y culturalmente con el complejo entramado de raza, linaje, sangre, sexo y género.

Si el cuerpo de la mujer es siempre sismógrafo de todas las tensiones sociales del tiempo, T refleja bien estas barreras y rupturas. Tuvo que entrar en espacios prohibidos, tuvo que “recuperar” su cuerpo de mujer, apropiárselo personalmente, puesto que en su sociedad el varón había expropiado, confeccionado e impuesto artificialmente el cuerpo femenino y le había marcado sus significados, roles, poderes, deberes, placeres, dolores, posibles e imposibles, lugares de ausencia y presencias.

Pero con el cuerpo de mujer (hecho de naturaleza) y con su femineidad (hecho social) Teresa ha de construir su aventura y ser Teresa (hecho personal). Su tino está en acertar con su destino redefiniéndose, encontrándose y realizándose, no sólo desde las limitadas condiciones de su cuerpo y de su papel social impuesto, sino desde la vocación y misión que concibió como propiamente suyas. Y después de apropiárselo, educado, dócil y liberado, espiritualizado, entregárselo pleno al Señor.

Hacer el “proyecto Teresa” comportará reeducar, reconducir, no sólo con técnicas de relajación, concentración y recogimiento mental, o con terapias y habituación, sino con su original propuesta de “salud” o “redención” válida para la mujer y el varón por cuanto se dan en un plano superior y anterior a toda determinación sociobiopsicológica o corporal.

La palabra (y el gesto), el sexo (adscripción al género) y la muerte (y sus emisarios: enfermedad y dolor) son los “datos y deberes” primeros y primordiales del cuerpo en cuanto factor y gestor de la expresión (palabra o símbolo), la relación (sexo, sensibilidad, ser con otros, fecundidad) y la limitación (nacimiento, pasibilidad, muerte) del hombre. Estos son los trascendentales presentes en la condición corporal del ser humano.

La investigación del mensaje teresiano sobre la dimensión corporal de la existencia, sobre su conciencia de la miseria, su implicación en la experiencia cristiana y en su propuesta de matrimonio espiritual, su participación en la aventura espiritual y su eventual logro o malogro de los proyectos o procesos espirituales en que la autora se embarca ha de comenzar por reconocer que el vocabulario a propósito de este mensaje no se halla todo bajo la voz “cuerpo” o “cuerpos”; hay que integrar en esta exploración conceptos o vocablos teresianos como “natural” substantivado como “el natural”, “nuestro natural”, “complexión”, “complexiones”, “es­tos cuerpos”, “carne”, “corazón”, “sentidos”…

Experiencia, simbolización, mensaje doctrinal y pedagogía del cuerpo son corrientes que van mezcladas y trabadas en todo texto teresiana. Toda existencia espiritual se vive y se expresa a través del cuerpo. Los “sucesos” interiores o relacionales son registrados en el ámbito corporal. Bien como sensaciones, bien como símbolos de la realidades espirituales o idea­les. Es la persona la convocada por la gracia encarnada (humanidad de Cristo) a responder también encarnada y corporalmente en su vida moral. Toda la gracia y la conquista espiritual con su mesura y su bravura, toda “la suavidad” y el humanismo de T tienen componentes corporales: la abnegación, la dieta, la vivencia de la oración y de la pasión mística, la salud y la enfermedad, todas las manifestaciones de la precariedad y la miseria del hombre se expresan a través del cuerpo, que otorga posibilidades de expresión a la conciencia de la fe, del amor y de la esperanza. Toda experiencia de grandeza es también corporal. Corporales son los signos de la feminidad, primera determinación personal anterior e interior a toda otra expresión, y corporal es la expresión de toda forma de respuesta: convertirse, (“María [la pecadora] luego mudaría el vestido”); consagrarse en la vida religiosa afecta al cuerpo, se expresa en el cuerpo: cuerpo vestido (galas o jerga) limitado en espacio y relaciones “a encerramiento y clausura”, cuerpo apartado y marcado (virginidad y separación de familia y adscripción a un grupo femenino exclusivamente) descalcez, ayuno, “mudanza de vida y de manjares”, cuerpo consagrado con su culto y sus ritos. Todos los gestos de dimensión espiritual tienen dimensión corporal en T.

Todos, por tanto, están sujetos a la ambigüedad de los valores humanos. El cuerpo es expresión pero puede ser máscara de farsa. Buscar la verdad mediante la humildad será para T el gran trabajo: la autenticación y verificación de todos los gestos personales.

1. “El cuerpo es para el Señor”

El cuerpo ha de ser espíritu. “Os exhorto… a que ofrezcáis vuestro cuerpo como víctima viva, santa agradable a Dios, que este es vuestro culto” (Rom 12, 1). El cuerpo participa de lo dado y lo construido o conquistado. Manifiesta a la persona su límite y su posibilidad. Es gracia y pondus. Un dato con el que hacer algo. Lo entiende enseguida T Para ella el cuerpo es a la vez el lugar de revelación de la ausencia de la gracia. Su labilidad se expresa en lo abundantes términos teresianos: “malicia” “concupiscencia”, “ruindad”, “flaqueza”, “rudeza”, “miseria”, “bestialidad”, “ser tierra”, o vivir en la “cerca del castillo” y simultáneamente el lugar de manifestación de la verdad del hombre y de cómo el espíritu –su alta vocación– puede integrar cuerpo y alma en la realización de los más altos ideales evangélicos. “Ahora, pues, lo primero que hemos de procurar es quitar de nosotras el amor de este cuerpo, que somos algunas tan regaladas de nuestro natural, que no hay poco que hacer aquí, y tan amigas de nuestra salud, que es cosa para alabar a Dios la guerra que dan, a monjas en especial, y aun a los que no lo son. …Determinaos, hermanas, que venís a morir por Cristo, y no a regalaros por Cristo” (C 10,5). En el cuerpo se da y aparece la actualización incipiente de la ya incoada “salus” última, de la transfiguración, de la resurrección, de la glorificación, pues ya el cuerpo es templo del Espíritu Santo y no es el cuerpo una determinación provisional sino definitiva del hombre. Su estado actual es fruto de la culpa, es por tanto responsabilidad del hombre, herido y derrotado, hacer de su cuerpo que es signo de rebelión un mediador de sus ideales, no un ídolo que venerar.

Es el hombre entero, para T “el alma”, quien puede vivir en la cerca del castillo, desconocerse en su valor y destino, vivir desalquilado y deshabitado de sí mismo o el que puede concebirse y realizarse como morada de Dios y progresar en la vivencia de esa condición habitada y santa. El cuerpo está hecho para el espíritu, para hacerle florecer y ofrecerse.

Este es el drama de cuerpo, puede distraer al hombre y desarmonizarlo o sacarlo de su centro y destino. Pero la última estancia del cuerpo no es la tumba sino el Reino. Este carácter dramático, ambiguo y dialéctico de la condición humana, simbolizada y expresada por su cuerpo, está siempre activa y presente en la conciencia teresiana. T, desde luego, es deudora de su tiempo, pero cargar las tintas en lo negativo la libra – y nos puede ayudara a corregir- de la actual “invención mitológica” moderna del cuerpo ídolo, solo y segregado, sujeto de derechos frente al hombre, sano, bello, joven, fuerte (“sportdietizado”), residencia de toda (im)posibilidad humana y por tanto de toda frustración.

La Autobiografía y las Relaciones no son Historia de un alma, llevan gran carga de aventura corporal –con razón hablan de patografía teresiana– y de conciencia de su peso y su vuelo. Salud y dolor, interior y exterior son unidas en Teresa. Hasta en la repercusión de los sacramentos es así: “En llegándome a comulgar queda el alma y el cuerpo tan quieto, tan sano y tan claro”… “y cuando comulgo… notablemente siento clara salud corporal” (R 1,23) . No hay para T otra manera que no sea la vital y sencilla de hablar de su experiencia espiritual. La oración es su termómetro, pero son los efectos corporales y visibles su verdadero metro y criterio de progreso espiritual: pobreza, libertad ante murmuraciones, piedad de los pobres, deseo de soledad y penitencia, gratuidad, inevitabilidad, aprovechamiento en las virtudes, humildad, salud corporal son criterios de juicio que aplica con una misma importancia en su discernimiento continuo.

Vamos a ver el despliegue en el tiempo, según su propia periodización de la experiencia del cuerpo en la vida espiritual.

2. La ascética del cuerpo

El cuerpo de Cristo (su humanidad) es el medio de redención, de revelación y de comunicación con Dios. La dimensión corporal es consustancial a la condición sacramental de esta redención. La rearmonización o espiritualización del cuerpo es la propuesta de las primeras fases de redención del cuerpo según santa Teresa. La gracia del propio cuerpo, que también debe ser acogida como regalo gratuito, y la vivencia del dolor y la enfermedad son la primera prueba de fortaleza, exigencia de caridad y comunión con la Pasión que Teresa ha experimentado y en ellas tiene que aprender y enseñar a vivir la corporalidad antes de llegar al anticipo de redención del cuerpo en la experiencia mística.

El pecado tiene repercusiones en todo el compuesto humano: “¡Cuáles quedan los pobres aposentos del castillo! ¡qué turbados andan los sentidos que es la gente que vive en ellos! ¡Y las potencias que son los alcaides y mayordomos y maestresalas, con qué ceguedad, con qué malgobierno!” (M 1, 2,4) En definitiva que el cuerpo, todavía en los arrabales del castillo, está, como el alma, sujeto al poder indómito del pecado, el mundo y la carne. T analiza con especial agudeza y dolor la fenomenología de la esclavitud que sobre el cuerpo orante cae por la presión social de la honra, por la debilidad, por la falta de hábitos, de fuerza de voluntad y de motivaciones. Aún no llega casi nada “la luz del palacio donde está el Rey” (ib 14) y el cuerpo queda sujeto a temor y cobardía. Las fuerzas residentes en el cuerpo “embebidas en el mundo y engolfadas en sus contentos y desvanecidas en sus honras, no tienen fuerza los vasallos del alma (que son los sentidos y potencias) que Dios les dio de su natural” (M 1,2,12); Pero el celo indiscreto o el exceso de penitencia corporal tampoco son adecuados para el momento de este combate; siempre el cuerpo combate en territorio fronterizo.

La pedagogía teresiana se abre con un grito de atención a la dignidad humana, mediante el reclamo a la conciencia del valor decisivo de la interioridad. El hombre se juega en su intimidad. Es vasija que guarda un tesoro. No sólo lo ha de guardar, ha de ganárselo. El hombre es crisálida y diamante, palacio y paraíso.

El cuerpo es evidente al hombre en todo el proceso por su misma pesadumbre, pero ha de pasar de ser factor de disgregación y distracción a ser cooperador; ha de entrar en armonía y colaboración con el designio y vocación que tiene en Cristo: “Glorificad a Dios con vuestro cuerpo” (1Cor 6, 23). “Este es vuestro culto razonable” (Rom 12,1). Pero su propensión es la contraria: “Sino que nos detenemos en estos cuerpos, y así a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe, sabemos que tenemos almas… todo se nos va en la grosería del engaste o cerca de este castillo que son estos cuerpos” (M 1,1,2). La imagen lleva cargada ya una propuesta de acción ética y responsable. Un castillo, como una montaña, es un desafío que conquistar, pacificar y habitar desde el centro. El cuerpo se plenificará en el encuentro de su centro y mitad. El cuerpo se adecuará a la vocación y destino sólo en el encuentro amistoso o matrimonial con Cristo. El cuerpo será el lugar del encuentro y trato con el encarnado, humanado, humillado y glorificado.

Quien ora, entra y avanza en este proceso de apropiación e integración del cuerpo en la vocación. Es la oración el instrumento pedagógico y el recurso privilegiado por T para disponerse a la gracia de la unión. Gracia que se da mediante la carne y el cuerpo de Jesús.

La oración es de por sí un ejercicio compuesto y expresado por gestos corporales previa o sucesivamente autentificados: gestos de silencio y diálogo, de conocimiento propio y humildad, de consideración de Dios y recogimiento y atención a su llamada, de contemplación de la naturaleza, de imaginación, de fantasía y de lectura. “Son las almas que no tienen oración como un cuerpo con perlesía o tullido” (M 1,1,6). El recurso de aprendizaje está también en el cuerpo: oración mental o vocal que es más que “menear los labios” (ib. 7) pero que es también menear los labios; de hecho, todo el cuerpo se ha de movilizar para, apropiado por su centro y unificado por el espíritu, “huir de la bestialidad” del cuerpo ausente, de la distracción y disgregación de las potencias y facultades derramadas, para hurtar el cuerpo a la costumbre maquinal y a la palabra servil ante Dios (ib y en M 1,1,1). La pedagogía de estos gestos y posturas hace progresar hasta hacer del cuerpo y con él un único sujeto de trato y comunión con Cristo humanado. Gestos, posturas, el llamado “yoga” teresiano, el desprendimiento de bienes y necesidades, el “recogimiento de los sentidos derramados” (V 11,9) y hasta el canto conforman las tareas de esta etapa primera de disposición y educación corporal.

El cuerpo ha de “acostumbrarse” por el ejercicio continuado y fiel a cerrar los ojos, a recogerse y retirarse, a tratar la vida de Cristo, a recibir lágrimas, a pasar las “congojas por sustentarse en la oración” (ib 11).

Cuenta para T mucho en esta fase también la discreta atención a las necesidades o ritmos que impone la condición corporal del orante. Hay que dar tiempo al cuerpo pues a veces “la sequedad viene de indisposición corporal, que participa esta encarceladita de esta pobre alma de las miserias del cuerpo” (V 11, 15); el cuerpo reclama al orante discreción, no forzar, que no le ahoguen, “el alma… no puede lo que quiere, por tener tan mal huésped como este cuerpo” (V 11,15). “Sirva entonces al cuerpo por amor de Dios porque otras veces muchas sirva él al alma y tome algunos pasatiempos santos de conversaciones… o irse al campo” (ib 16). La ley de la “suavidad” teresiana impone el ritmo de adaptación del cuerpo a las exigencias del espíritu, es decir de los ideales a la realidad. Siempre el cuerpo en T es el guardián de la realidad. Quien hace posible lo más alto y avisa de los imposibles y las ilusiones.

En esta educación teresiana no vale “traer el alma arrastrada”, sino la suavidad que impone la condición corporal y encarnada de la comunión con Dios en Cristo. Y ante todo “acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada Humanidad y traerla siempre consigo y hablar con él… pedirle… quejársele… alegrase con él… no olvidarse… y… sin oraciones compuestas” (V 12,3), “sin cansarse en componer razones” (V 13,11). “Ordenar el tiempo y las cosas para que vayan conforme a verdad” (V 13,17). Que los ideales se realicen en carne y tiempo. Si no, todo es pensamiento y ejercicio mental sin encarnadura.

Pero sin que el cuerpo y sus querencias o supuestas exigencia y necesidades se imponga sobre el proyecto que la razón y la fe han determinado seguir. Por eso insiste en el aprendizaje –con libros e imágenes si es preciso– de una actitud corporal y mentalmente vivida “con alegría y libertad”, con discreción y conciencia de los limites, con “ánimos animosos” para el desprendimiento que “no nos ha de faltar la tierra en queriéndonos descuidar un poco del cuerpo”. Y, por supuesto, todo medido por las exigencias del propio estado: “cada quien según su llamamiento” (V 13,4-5). No vale el cálculo mezquino de “querer concertar cuerpo y alma para no perder acá descanso y gozar allá de Dios” (ib 5) le parece “paso de gallina”. Que el cuerpo con sus temores y derechos no sea el metro. Pues el cuerpo es también velo opaco que falsea. Salir de sus límites para llevarle a donde no conoce: “procurar soledad y silencio… que no nos matarán estos negros cuerpos que tan concertadamente se quieren llevar… que nos hace temer que todo nos ha de matar y quitar la salud, hasta tener lágrimas nos hace temer de cegar” (V 12,1). Las fronteras del hombre están en sus miedos físicos más que en sus reales capacidades. “Como soy tan enferma, hasta que no me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud…” (V 13,7). La relativización de todo lo exterior es al fin muestra de la ambigüedad de lo corpóreo: “¿Ves toda la penitencia que hace la Cardona? En más tengo tu obediencia” (R 23).

3. Repercusiones corporales de la vida mística

El cuerpo entra poco a poco en la órbita del espíritu. Si el cuerpo es la medida de todo avance, por cuanto que “no está la perfección en los gustos sino en quien ama más… y en quien mejor obrare con justicia y verdad”, su opacidad también es la fuente de todas las dudas. Gustos o contentos, de qué se trata pregunta la autora. Cuando el Señor dilata el corazón comienza la vida mística. (Moradas cuartas).

La primera experiencia de la afectividad corporal es una cierta inversión de la dirección del gozo: “…estos contentos son naturales… comienzan de nuestro natural mismo y acaban en Dios. Los gustos comienzan de Dios y siéntelos el natural y goza tanto de ellos… y mucho más” (M 4,1,4). Mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo. El cuerpo se somete con su propia aportación: su gesto aquí son las “lágrimas”. Un gesto corporal con apariencia mística. Sin embargo, es ambiguo. Puede proceder de la pasión: Teresa ha pasado por las “lágrimas congojosas” cuando “no sabía acabar (de llorar) hasta que se me quebraba la cabeza”. Pueden también nacer “de linaje más noble” y acabar en Dios. “No se puede entender”, concluye T. Vuelve sobre ello en M 6,6,7-10.

Pero el cuerpo empieza a sentirse excluido: “Cuando nos ata a Sí … parece estamos en alguna manera desatados de este cuerpo. Yo veía a mi parecer las potencias del alma empleadas en Dios y estar recogidas con El, y por otra parte el pensamiento alborotado: traíame tonta” (ib 5). El cuerpo se desconcierta por su exclusión. Los modos de conocimiento y gozo se invierten. T se problematiza, pero halla la solución en establecer que el pensamiento o la imaginación no es todo el hombre, “no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho”. No entenderlo tiene malas repercusiones: “De aquí proceden las aflicciones… y el quejarse de trabajos interiores… y vienen las melancolías y a perder la salud”.

Habla en su experiencia de un desdoblamiento o escisión que sólo tiene explicación por el rastro del pecado de origen: “es de la miseria que nos quedó del pecado de Adán” (ib 11). Su experiencia (M 4,1,10) dice que es compatible la locura de la imaginación, el gran ruido de la cabeza, la barahúnda, los muchos pajarillos y silbos y no en los oídos, “sino en lo superior de la cabeza adonde dicen que está lo superior del alma” con la verdadera experiencia de amor místico “donde el alma se está muy entera en su quietud y amor y deseos y claro conocimiento”. El cuerpo sujeto “a comer y dormir y a otras servidumbres” que nos “menosprecian” y que las llevamos dondequiera vayamos. No es culpa del cuerpo ni del alma. “Hay más y menos en este estorbo conforme a la salud y a los tiempos [edades]… tengamos paciencia… entendámonos… y lo que hace la flaca imaginación, y el natural y el demonio no pongamos la culpa al alma” (M 4,1,14).

La vida mística comienza con “gran alboroto”. Los consuelos espirituales “algunas veces van envueltos con unos alborotos de sollozos… se les aprieta el pecho… movimientos exteriores [involuntarios] les hacen salir sangre de narices y cosas así penosas” (M 4,2,1). Los gustos de Dios u oración de quietud es de otra manera. El cuerpo no sufre. Participa del gozo por desbordamiento y rebose de dentro a fuera. La parábola de la fuente que se hinche da a entender la nueva condición pasiva e interior de la experiencia corporal. La fuente que se hinche sin ruido por manantial caudaloso y la que se llena desde fuera por arcaduces señalan el nuevo estadio del proceso místico. La que tiene el manantial de la gracia en el centro del alma “produce una grandísima paz y quietud y suavidad en lo muy interior de nosotros mismos… vase revertiendo esta agua por todas las moradas y potencias hasta llegar al cuerpo… todo el hombre exterior goza de este gusto y suavidad” (M 4,2,4). “Aquel ensanchamiento… comienza a producir aquella agua celestial de este manantial… de lo profundo de nosotros, parece que se va dilatando y ensanchando todo nuestro interior y produciendo unos bienes que no se pueden decir, ni aun el alma sabe entender qué es lo que se le da allí. Entiende una fragancia… el calor y el humo oloroso penetra toda el alma y aún hartas veces participa el cuerpo. Mirad que ni se siente calor ni se huele olor” (ib 6)… no es cosa que se pueda antojar, se ve no ser de nuestro metal”.

En el cuerpo se asientan todas las dudas todavía. No está en él mismo, sino en su disposición para la relación de amor, la garantía de valor de estas gracias místicas: “Mas en los efectos y obras (corporales) de después se conocen estas verdades de oración que no hay mejor crisol para probarse” (ib. 8). Ni se pueden producir con artificio, ni se pueden evitar…

4. El cuerpo transfigurado

Huésped es el alma del cuerpo y el cuerpo huésped es del alma. La transformación del hombre y su proceso lo describe e interpreta T con la parábola de la crisálida. De nuevo los efectos de la unión tiene registro corporal: el deseo y la desazón del amor omnímodo y proteico: “Desasosiego de servir, de alabar, de padecer por el, de penitencia, de soledad, de deseo de darle a conocer, de andar en misión, de…”; y con esa desazón llega la noche oscura del alma donde “la entraña del alma se desmenuza y muele” (M 5,2,10-12) y se “sella con su sello” (ib. 13). El amor se hace pasión, “duele el cuerpo”, siempre duele más el amor. Es el cap. 3 de las quintas moradas el que da el criterio claro “la más cierta señal” de discernimiento: hacer la voluntad de Dios, mediada por la obediencia, por el amor al prójimo, por obras conformes y virtudes no fingidas, y por la humildad del amor concreto no “encapotado” ni hecho de “suspensioncillas”: “obras quiere el Señor” lo traduce T en alivio de enfermos, compasión, ayuno porque otro coma, tomar trabajos por quitarles al prójimo… Cosas bien corporales y exteriores son la esencia y señal de la unión mística.

La corporalidad impone la historicidad y la materialidad de la caridad cristiana. Este es vuestro culto razonable. “Ofreced vuestros cuerpos como hostia viva” Rom 12, 1-2. “Dad vuestros miembrios a Dios como instrumentos de justicia” (Rom 6,12-13). Teresa muestra cómo se cura la ambigüedad congénita de lo corporal y se abre a la sana y leal relación con Dios mediante la relación de amor con el prójimo. En este punto introduce el sacramento del matrimonio como símbolo (y sacramento) del amor de Dios. No disponía T de los logros de la actual teología del matrimonio. Le basta el uso alegórico de los usos sociales para hacer la graduación que le importa.

La experiencia mística tiene siempre esta condición de estímulo, para hacer desear, para acercar a la promesa, en algún modo son anticipo y aperitivo de la vida celestial. El cuerpo es testigo de lo futuro y se proyecta como palabra y símbolo del profeta para que veáis y creáis. Este valor apologético y de encarecimiento tiene siempre el testimonio de T. La centralidad de los pasajes sobre la Humanidad corporal y gloriosa, sobre el Cristo espíritu que trasformará nuestro cuerpo de miseria en un cuerpo de gloria (Fil 3,21), es por defensa del poder salvador de la carne glorificada y sacramentada del Señor.

Vivir la vida nueva, entrar en la morada, trasformar el gusano en crisálida, disponerse para el matrimonio, dejarse invadir por el agua viva que dilata nuestro cauce, es vivir bajo el imperio actual y vivificante de su cuerpo resucitado, norma y eje de toda novedad de vida. En esta vida se avista su eficacia en la experiencia mística, pero sobre todo en la conformación con su voluntad y en la aproximada reproducción “corporal” y existencial de sus obras, virtudes y sentimientos.

Impetus y deseos, purificaciones e insatisfacciones (M 6,11) no son si no muestra de esta tensión reveladora de la condición fronteriza del hombre (ib 4 v. gr.). La descripción de la noche del espíritu que se hace en este capítulo. En las séptimas moradas se despliega el último grado de participación en la resurrección y de transformación espiritual que afecta a todos los niveles de la persona también al corporal. Los sentidos espirituales serían una manifestación de la transformación de toda la potencia corporal de comunicación, expresión y actuación del alma.

La ultima morada es también de naturaleza corporal: templo de la Trinidad, experiencia ligada a la Humanidad de Cristo y al sacramento de la eucaristía y del matrimonio (M 7,2,1) aunque se esfuerza en decir: “aquí no hay memoria de cuerpo”, o “no ha menester puerta por donde entre” (ib 3).

Cuerpo templo del Espíritu Santo. Eucaristía –banquete y alianza esponsal–, Resurrección, Humanidad del Verbo, Matrimonio forman el cuadro donde es posible integrar teológicamente las experiencias en las que según santa T participa el cuerpo armónica y serenamente: “de este centro… salen unos rayos de leche que toda la gente del castillo confortan… para sustentar [al los] que en lo corporal han de servir a estos dos desposados”. Este hombre está unido, ya son dos, su vida es Cristo, su cuerpo lo sabe y lo expresa. Estas repercusiones no son clamorosas o exteriores sino en silencio.

El porqué y para que de esta aventura y esta torrente de gracias es también de naturaleza eclesial y corporal: para fortalecer en la imitación de Cristo crucificado (M 7,4,4-5) en la fortaleza del sufrimiento. “Hacerse esclavos de Dios, a quien señalados con su hierro que es la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad, los pueda vender por esclavos de todo el mundo como El lo fue”. Todo se resuelve en obras “corporales” de servicio y misericordia: “procurada ser la menor de todas y esclava suya mirando cómo o por dónde las podéis hacer placer y servir”. La fortaleza es también corporal (ib 11) pero siempre para servir. Marta y María siempre juntas.

En este punto se avista ya la condición glorificada del cuerpo espiritual. “Si nuestro cuerpo es pesado y peligroso no es porque esté unido al alma sino porque no lo está del todo y en consecuencia escapa en parte a su influjo” (J. Mourroux, Sentido cristiano del hombre, Madrid 1972, p. 103). La unión con la humanidad de Cristo que propone santa Teresa implica de lleno la condición corporal, la redime, la glorifica, la necesita y la consuma en la unión con Cristo. Divinizado el espíritu se espiritualiza el cuerpo. El cuerpo al fin lejos de ser espíritu es más cuerpo que nunca, puesto que el matrimonio espiritual lo ha dominado, asumido y conformado con su vocación de “ser para el Señor” y “templo del Espìritu Santo”.

BIBL. – M. I. Alvira, Visión de l’homme selon Thérèse d’Ávila. Une philosophie de l’héroïsme, Paris 1992; A. Roccetti, Antropología teresiana. Acerca­miento humano a Teresa de Ávila, Oviedo 1999 (especialmente pp. 90-228).

Gabriel Castro

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Cruz

En los escritos de T, como en la tradición espiritual cristiana, la cruz es realidad y símbolo. Realidad histórica, la cruz en que Jesús murió “muerte de Cruz” (Fip 2, 8). Realidad objetiva materializada en las cruces que recuerdan a aquélla y a la vez la simbolizan: la cruz como señal del cristiano. Y, a su vez, prolongación y símbolo retrospectivo de la cruz de Cristo son los sufrimientos que sellan y acrisolan la vida del creyente, en cuanto aceptados en mística simbiosis con el Crucificado. Las dos cosas, realidad y símbolo, han sido celebradas por T en sus poemas. Seguiremos ese esquema en la siguiente exposición.

1. La cruz en la base de la experiencia mística de Teresa

En la liturgia anual carmelita del tiempo de la Santa, revestían carácter especial la celebración del Viernes Santo y la fiesta de la Exaltación de la santa Cruz (14 de septiembre). La primera, porque la liturgia carmelita seguía el rito jerosolimitano (“rito del Santo Sepulcro” o de “La Pasión”: cf MHCT, 3, doc. 295), y porque T vivía con especial intensidad el final de la Semana Santa (cf R 15). La fiesta de la Exaltación de la Cruz, porque en ella comenzaba para la comunidad carmelita la preparación penitencial a la Pascua del Señor. Cuando ella fomente el nuevo estilo festivo de vida en sus Carmelos, festejará con alegría y poemas celebrativos de la Cruz la llegada de esa fiesta.

Pero ya antes la Cruz del Señor había entrado en la vida de T. No sólo porque en su tiempo presidía los altares, las viviendas y los cruceros de los caminos (recuérdese el de los “Cuatro Postes”, a la salida de Ávila, por donde ella emprendería de niña la fuga a tierra de moros (V. 1, 4); sino porque de hecho impregnaba lo hondo de la religiosidad popular y, en el caso de T, la piedad familiar. Uno de sus primeros recuerdos es el de la devoción de su padre, don Alonso, a la cruz de Jesús: enfermo de su postrera enfermedad, “algunas veces le apretaba tanto (el dolor de espaldas), que le congojaba mucho. Díjele yo que, pues era tan devoto de cuando el Señor llevaba la cruz a cuestas, que pensase Su Majestad le quería dar a sentir algo de lo que había pasado con aquel dolor” (V 7, 16). Idea que reaflora más tarde con toda fuerza en la pedagogía de la Santa.

A nivel mucho más profundo el misterio de la cruz de Jesús penetra en la experiencia mística de T. En los comienzos de esa su experiencia fue determinante el drama provocado por los teólogos asesores, malos consejeros, que la obligaron a rechazar las visiones cristológicas haciéndoles muecas groseras: “mándanme que ya que no había remedio de resistir, que siempre me santiguase y diese higas…” (V 29, 5). Cuando la repugnancia de ella a ese gesto llega al colmo, T opta por sustituir las higas con la cruz: “Dábame este dar higas grandísima pena… Y por no andar santiguándome, tomaba una cruz en la mano…” (ib 6). Es el momento en que sobreviene lo inesperado: “Una vez, teniendo yo la cruz en la mano, que la traía en un rosario, me la tomó con la suya, y cuando me la tornó a dar, era de cuatro piedras grandes muy más preciosas que diamantes, sin comparación, porque no la hay casi a lo que se ve sobrenatural… Tenía las cinco llagas de muy linda hechura. Díjome que así la vería de aquí adelante, y así me acaecía… Mas no la veía nadie sino yo” (V 29, 7. – Comenta el primer biógrafo de T, padre Ribera: “Ansí aconteció a santa Catalina de Sena, como cuentan fray Raimundo y san Antonino, que la metió el Señor en el dedo un anillo de oro y perlas y se le quedó en el dedo, pero sólo ella le veía y no los demás”: Vida de la M. T., 1, c. 13, p. 86; cf Glanes, p. 19). Místico rito esponsal con el Crucificado, que culminará años más tarde con la entrega del clavo del Crucificado, “en señal que serás mi esposa” (R 35).

A ese mismo contexto de experiencias místicas pertenece la reacción de T frente a los miedos de diabolismo que le inculcan los teólogos en términos esperpénticos: “siendo yo sierva de este Señor y Rey, ¿qué mal me pueden hacer (los demonios)?… Tomaba una cruz en la mano y parecía verdaderamente darme Dios ánimo…, que no temía tomarme con ellos a brazos, que me parecía fácilmente con aquella cruz los venciera a todos” (V 25, 19).

En realidad, la experiencia de la cruz introducía a T en la experiencia del Crucificado (V 29, 4; 33, 14; 38, 14), de sus llagas (R 15; V 35, 2; 36, 1; 39, 1), de su Pasión y sufrimientos (R 26, 1; 36, 1), de su Humanidad (V 22). De ahí su consigna: “los ojos en el Crucificado, y haráseos todo poco” (M 7, 4, 8; C. 2, 1).

2. La cruz del Crucificado

En tiempo de la Santa era normal e ineludible la formación a la oración y meditación a base de la Pasión de Jesús. No parece que ella haya conocido la práctica del Viacrucis, que adquirirá su forma definitiva en el siglo siguiente. Sin embargo, para T el misterio de Jesús cargado con la cruz, caído bajo el peso de la cruz, colgado en la cruz, muerto en la cruz… ha constituido parte de su propio camino espiritual y pasó a ser el contenido principal de su itinerario de oración. Los momentos más recordados por ella son a la vez históricos y simbólicos: ayudarle a llevar la cruz con el Cireneo (V 27,13), no dejarle caer bajo la cruz (11,10; C 26,5); estar al pie de su cruz como san Juan (25,5), o como la Virgen (Conc 3,11); ceder al asombro ante el silencio de Jesús que clavado en la cruz no se queja ni siquiera a su madre la Virgen: “pues con razón se quejara a su madre…: siempre nos consuela más quejarnos a los que sabemos sienten nuestros trabajos y nos aman más” (Conc 3,11). Y por fin la muerte de Jesús en la cruz: “mirad lo que costó a nuestro Esposo el amor que nos tuvo, que por librarnos de la muerte, la murió tan penosa como muerte de cruz” (M 5,3.12).

En su glosa a los Cantares, T recogerá la tradicional identificación de la cruz de Jesús con el manzano del epitalamio bíblico: “entiendo yo por el manzano el árbol de la cruz, porque dijo en otro cabo en los Cantares: ‘debajo del árbol manzano te resucité’, y un alma que está rodeada de cruces de trabajos y persecuciones, gran remedio es para no estar tan ordinario en el deleite de la contemplación” (Conc 7,8). “¡Cómo baja sus ramas este divino manzano, para que unas veces las coja el alma considerando sus grandezas y las muchedumbres de sus misericordias que ha usado con ella, y que vea y goce del fruto que sacó Jesucristo Señor nuestro de su Pasión, regando este árbol con su sangre preciosa con tan admirable amor!” (ib 5,5).

Es probable que ese simbolismo “manzano-cruz” lo haya recibido T del primer magisterio oral de fray Juan de la Cruz, quien al comentar en el Cántico Espiritual el pasaje de los Cantares escribirá: “Debajo del manzano, entendiendo por el manzano el árbol de la cruz donde el Hijo de Dios redimió y… se desposó con la naturaleza humana, y consiguientemente con cada ánima” (CA 28,2: con pequeños matices variantes en en CB 23,3).

Ya en los años iniciales de su experiencia mística, cuando a T le arrebataron por decreto sus libros espirituales, el Señor le había prometido: “No hayas miedo, yo te daré libro vivo”. Y el libro vivo fue para ella el Crucificado: “¿Quién ve al Señor cubierto de llagas y afligido con persecuciones que no las abrace y las ame y las desee?” (V 25, 5). Libro vivo es una versión original del bíblico “libro de la vida” (A 3,5; 20,15…). Otros pasajes bíblicos de que se alimenta la piedad de T son: la palabra de Jesús “toma tu cruz y sígueme” (V 15,13); o el texto de san Pablo: no gloriarse sino en la cruz del Señor (cta 279), o la experiencia testificada por el mismo Apóstol: “me acordaba de lo que dice san Pablo, ‘que está crucificado al mundo’…” (V 20, 11).

Pero, sobre todo, T ha leído y meditado innumerables veces la Pasión de Jesús: desde los años en que “era tan recio mi corazón, que… si leyera toda la Pasión no llorara una lágrima” (V 3,1), hasta los años de su conversión en que “si comenzaba a llorar por la Pasión, no sabía acabar” (M 4,1,6).

3. La señal de la Cruz

También T es humilde testigo de la religiosidad popular en el afecto y veneración de la cruz y las cruces que materializaban –entonces más que ahora– la cruz histórica de Jesús. Es fácil documentar en sus escritos varias de esas prácticas populares, adoptadas sin remilgos por una mística como ella:

– T lleva siempre en su rosario una gran cruz, que utiliza, como hemos visto, en sus pseudo-exorcismos antidiabólicos (V 29,7). Está convencida, como la gente sencilla de su tiempo, del poder de la cruz contra las asechanzas del demonio (V 25, 19; 31,4.10…).

– Es amiga de santiguarse (hacer la señal de la cruz sobre sí misma). Recuerda que lo hacía desde niña antes de dormir (V 9,4). Aconseja hacerlo al comenzar la oración (C 26,1). Santiguarse es, para ella, gesto de invocación o de simple asombro (V 37,9). Pero lo mismo para ella que para la religiosidad popular, el acto de santiguarse era un reconocimiento del poder salvador de la cruz de Jesús. “Todos los males destierra”; bajo su amparo “el más flaco será fuerte”, cantará ella en sus poemas.

– En la primera visita al convento de Duruelo, “portalito de Belén” según ella, la encanta la pobre y desnuda cruz que adornaba la “ermitilla”: “Nunca se me olvida una cruz pequeña de palo que tenía para el agua bendita, que tenía en ella pegada una imagen de papel con un Cristo que parecía ponía más devoción que si fuera de cosa muy bien labrada” (F 14,6). También ella haría poner una gran cruz de madera desnuda por todo ornamento en cada celda de sus carmelos.

– Aunque no viajó a Caravaca, veneró y llevó consigo una pequeña reproducción de la famosa “Cruz de Caravaca”. Hizo llegar también otra reproducción de la misma a su amiga D.ª Luisa de la Cerda (cta 158,6).

– T también compartió la sencilla devoción popular en su último viaje de fundadora, al llegar a Burgos. En toda Castilla era famoso el Santo Cristo de Burgos. Ya al planear el viaje de Palencia a la capital de Castilla, había incluido en su agenda la visita al “Crucifijo de ese lugar” (cta 430,3). Y al llegar a la ciudad, aunque empapada de agua y de frío, fue “lo primero ver el Santo Crucifijo, para encomendarle el negocio” de la fundación (F 31,18).

4. Cómo llevar la cruz de Cristo en la propia vida

Además de realidad y misterio, la cruz es para T una lección de vida. “En la cruz está la vida”, es el primer verso de uno de sus poemas. Lección plena, de alcance universal. De ascesis y de mística.

En el plano ascético, es fundamental la aceptación de las cruces que no pueden faltar en la vida. Lo mismo que ocurrió a Jesús. Se lo inculca al principiante en los capítulos dedicados al primer grado de oración (V 11-13). Pero la consigna vale para todo el camino espiritual: “…primeros, medianos y postreros (=principiantes, aprovechados y perfectos) todos llevan sus cruces, que por este camino que fue Cristo han de ir los que le siguen” (V 11,5). Condición indispensable para una buena puesta en marcha del principiante es la determinada determinación de llevar con El la cruz y seguirlo “hasta muerte de Cruz, y que esté determinado a ayudársela a llevar y a no dejarlo solo con ella. Quien viere en sí esta determinación, no, no hay que temer” (ib 12). Insistirá: “Es gran negocio comenzar las almas… desasidas de todo género de contentos, determinadas a sólo ayudar a llevar la cruz a Cristo, como buenos caballeros que sin sueldo quieren servir a su rey…” (15,11). A las jóvenes lectoras del Camino se lo reitera haciéndolas confrontarse con la cruz de Jesús, de suerte que “la que no quisiere llevar cruz sino la que le dieren muy puesta en razón, no sé yo para qué está en el monasterio” C 13,1; cf 10,11).

Es revelador el episodio acaecido al final de su vida (mayo de 1582). En el Carmelo de Soria había ingresado una joven de la alta nobleza navarra, tras llevar a cabo un gesto realmente heroico. En el noviciado la sorprende un período de sequedades y nuevas pruebas familiares. La novicia se las comunica a la Santa. Y ésta le responde: “Ninguna pena de eso tenga. Préciese de ayudar a llevar a Dios la cruz, y no haga presa en los regalos, que es de soldados civiles querer luego el jornal. Sirva de balde como hacen los grandes al rey. El del cielo sea con ella” (cta 449,4).

La interesada era Leonor de Ayanz y Beamonte. El lema fundamental de la ascesis teresiana es: determinada determinación de ayudar a Cristo a llevar su cruz, abrazando las que surgen en la propia vida.

“Ayudar a Cristo a llevar la cruz” es a la vez la célula germinal de la mística de la cruz, presente en la experiencia y en el magisterio de la Santa. Ya al proponer esa consigna al principiante, le advierte que será válida para todo el camino espiritual: “Ayúdele a llevar la cruz, y piense que toda su vida vivió (Cristo) en ella, y no quiera acá su reino… Y así se determine, aunque para toda la vida le dure esta sequedad, no dejar a Cristo caer con la cruz” (V 11,10).

Pero tanto ella como sus lectores tendrán que penetrar en lo hondo del misterio de la cruz, culmen del proceso de abajamiento del Verbo Encarnado y consumación de su obra redentora. Muerte por amor y dolor. Dolor y amor que se compenetran. Pero de suerte que el amor sea la medida de la capacidad de dolor. No sólo en la Pasión de Jesús sino en la capacidad de compartir su cruz por parte de sus seguidores. “Estos son sus dones (los de Dios): da conforme al amor que nos tiene. Al que ama más, da de estos dones más; a los que menos, menos… A quien le amare mucho, verá que puede padecer mucho por El. Al que amare poco, poco… La medida del poder llevar gran cruz o pequeña es el amor” (C 327; cf M 4,2,9).

Desde esa experiencia del misterio de la cruz, en dolor por amor, a T le sobrevinieron dos grandes sorpresas. La primera, que el Crucificado pudiera darle sus sufrimientos: dárselos, en propiedad, a ella para que los presentara como propios al Padre. La segunda, que en ella surgiera y creciera hasta el extremo de lo posible el “deseo de padecer” por y con Cristo. Baste documentar uno y otro aspecto:

El hecho primero lo refiere T en uno de sus apuntes íntimos, Relación 51. Es­cucha esta palabra interior: “… lo que yo tengo es tuyo, y así te doy todos los trabajos y dolores que pasé, y con esto puedes pedir a mi Padre como cosa propia”… Desde entonces miro muy de otra suerte lo que padeció el Señor, como cosa propia, y dame gran alivio”. – Cuando ella redacte, dos años después, el Castillo Interior, recordará ese hecho místico a la altura de las moradas sextas, enmarcándolo en la experiencia de la propia pobreza: “…estaba muy afligida delante de un crucifijo, considerando que nunca había tenido qué dar a Dios… Díjole el mismo Crucificado, consolándola, que El le daba todos los dolores y trabajos que había pasado en su Pasión, que los tuviese por propios, para ofrecer a su Padre…” (M 6,5,6).

La segunda sorpresa, fue el irreprimible deseo de padecer, más sorpresivo y quizás paradójico para nosotros que para el místico. Para éste –y para T– lo normal en el camino de “ayuda al Señor con la cruz”, es que surja el deseo de compartirla con El y por El, en la alternancia creciente de amor y dolor. Teresa lo documentará por última vez al final del Castillo al describir la situación de quien ha llegado a la última morada:

Vive ya “con un deseo de padecer grande, mas no de manera que lo inquiete, como solía…” (M 7,3,4). Muy en contraste con la conclusión del relato de Vida, donde uno de sus oraciones culminantes era: “Señor, o morir o padecer: no os pido otra cosa” (V 40,20).

En ese proceso de inmersión en el misterio de la cruz las dos últimas connotaciones serán: la necesidad absoluta de configurarse con el Siervo de Yahwé (M 7,4,8); y la seguridad del valor y dignidad añadidos a los más mínimos actos humanos por la incorporación a la cruz de Jesús (M 7,4,15, ya en la conclusión del libro). “¿Sabéis qué es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios, a quienes, señalados con su hierro que es el de la cruz…, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como El lo fue, que no les hace ningún agravio ni pequeña merced” (ib n. 8).

5. Poemas a la cruz de Jesús

En el exiguo florilegio de poemas teresianos que han llegado hasta nosotros, hay al menos tres dedicados a la cruz de Jesús. Los tres literariamente exquisitos y de profundo contenido espiritual y teológico. Además de ellos, la cruz está presente en varios otros poemas de la Santa.

Probablemente, los tres primeros (numerados: 18, 19 y 29) fueron compuestos por ella para celebrar la fiesta de la Exaltación de la Cruz en las recreaciones que tenían lugar como preparación al subsiguiente tiempo de ayunos, que comenzaban en esa fecha. Poemas festivos, por tanto, pero de intensa vibración poética y con clara referencia autobiográfica.

El poema primero (n. 18) comienza con el estribillo: “Cruz, descanso sabroso de mi vida / vos seáis la bienvenida”. La imagen central, “cruz-bandera”, con que celebra el “triunfo” de Jesús por la cruz, es eco prolongado del himno litúrgico “Vexilla Regis prodeunt / fulget crucis mysterium”. Los versos de la Santa retienen el tono de ese himno marcial, pero con matices intimistas, que permiten a la autora dialogar con la cruz: “vos fuisteis la libertad / de nuestro gran cautiverio”.

El segundo poema (n. 19) es quizá el más original del poemario teresiano. “Canto de cisne” de la autora, según su editor crítico Ángel C. Vega. Casi todas sus estrofas están inspiradas en el bíblico Cantar de los Cantares. Comienzan con la letrilla: “En la cruz está la vida”. Sigue cada una de las estrofas inspirada en un motivo bíblico: “En la cruz está el Señor / de cielo y tierra” (estrofa primera). La cruz es “la palma preciosa” de los Cantares (estrofa segunda). Ella es “la oliva preciosa” (estrofa tercera), también de los Cantares, que siguen inspirando la estrofa cuarta: “Es la cruz el árbol precioso / y deseado”. Hay un eco del Apocalipsis (o del Génesis) en la siguiente: la cruz es el “árbol de vida”. Y por fin la estrofa última contiene un eco del pensamiento paulino: “En la cruz está la gloria / y el honor”… Todo un sartal de motivos bíblicos poéticamente engarzados.

El poema tercero es un canto de victoria al triunfo de la cruz, a modo de epinicio místico. Grito de guerra y de paz. La letrilla inicial habla de militancia, banderas, paz y tierra. La bandera es la cruz. Capitán fuerte, el crucificado. Militantes son las destinatarias del poema: las carmelitas y la autora. “No haya ningún cobarde / aventuremos la vida”. El triunfo de la cruz es la muerte del crucificado, que “se ofrece a morir en cruz / por darnos a todos luz”. Las dos primeras estrofas cantan la gesta de la cruz. Las otras dos son el grito de llamada en pos del Crucificado. Terminan: “Sigamos estas banderas / pues Cristo va en delantera”.

La Santa introdujo el tema de la cruz en varios otros poemas: números 20, 22, 26, 30 y 31. Pero le dedicó íntegro el poema 21 al apóstol san Andrés, que muere enamorado de la cruz de Jesús. La última estrofa pone en boca del Apóstol un remedo del himno litúrgico “Salve, crux pretiosa”. Dice así:

“¡Oh cruz, madero precioso,
lleno de gran majestad!
Pues siendo de despreciar,
tomaste a Dios por esposo,
a ti vengo muy gozoso,
sin merecer el quererte:
esme muy gran gozo el verte”.

T. Álvarez

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