Cómo llegué al Carmelo de Colonia

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), Cómo llegue al Carmelo de Colonia

 

Cómo llegué al Carmelo de Colonia
(4º domingo de adviento, 18-XII-1938)

 

Quizás pronto, después de Navidad, abandonaré esta casa. Las circunstancias que han hecho necesario mi traslado a Echt (Holanda) me recuerdan vivamente las condiciones del momento de mi entrada. Una profunda conexión existe en todo ello.

Cuando a principios del año 1933 se erigió el «Tercer Reich», hacía un año que era profesora en el instituto alemán de Pedagogía en Münster (Westfalia). Vivía en el «Collegium Marianum» en medio de un gran número de estudiantes religiosas de distintas congregaciones y de un pequeño grupo de otras estudiantes, cariñosamente atendida por las religiosas de Nuestra Señora.

Una tarde de cuaresma regresé tarde a casa de una reunión de la Asociación de Académicos Católicos. No sé si había olvidado la llave o estaba metida otra llave por dentro. De todos modos, no pude entrar en casa. Con el timbre y con palmadas traté de ver si alguien se asomaba a la ventana, pero fue inútil. Las estudiantes que dormían en las habitaciones que dan a la calle estaban ya de vacaciones. Un señor que pasaba por allí me preguntó si podía ayudarme. Al dirigirme hacia él, hizo una profunda reverencia y dijo: «Srta. doctora Stein, ahora la reconozco». Era un maestro católico, miembro de la Asociación de trabajo del instituto. Pidió perdón por un momento para hablar con su mujer que, con otra señora, iba más adelante. Habló un par de palabras con ella y se volvió hacia mí. “Mi señora la invita de todo corazón a pasar esta noche con nosotros». Era una buena solución; acepté dándole las gracias. Me llevaron a una sencilla casa burguesa de Münster. Tomamos asiento en el salón. La amable señora colocó una fuente con fruta sobre la mesa y se marchó para prepararme una habitación. Su marido comenzó a conversar y a contarme lo que los periódicos americanos decían de las crueldades que se cometían contra los judíos. Eran noticias sin fundamento que no quiero repetir. Solo me basta expresar la impresión que tuve aquella noche. Ya antes había oído hablar de las fuertes medidas contra los judíos. Pero entonces me vino de repente una luz, que Dios había dejado caer nuevamente su mano pesada sobre su pueblo y que el destino de este pueblo también era el mío. Yo no dejé advertir al señor que estaba conmigo lo que en aquel instante pasaba dentro de mí. Parecía que nada sabía él de mi origen. En tales casos solía hacer inmediatamente la oportuna observación. Esta vez no lo hice. Me parecía como herir la hospitalidad, si con tal noticia iba a perturbar su descanso nocturno.

El jueves de la Semana de Pasión fui a Beuron. Desde 1928 había celebrado allí todos los años la Semana Santa y Pascua, haciendo en silencio ejercicios espirituales. Esta vez me llevaba un motivo especial. En las últimas semanas había continuamente si no podría hacer algo en la cuestión pensado de los judíos. Al final había planeado viajar a Roma y tener con el Santo Padre una audiencia privada para pedirle una encíclica. Sin embargo, no quería dar este paso por mi propia cuenta. Había hecho ya hacía varios años los santos votos en privado. Desde que hallé en Beuron una especie de hogar monástico, vi en el abad Rafael» a «mi abad», y le presentaba, para su resolución, toda cuestión importante. Sin embargo, no era seguro que le pudiera encontrar. Había emprendido a principios de enero un viaje al Japón. Pero sabía que él haría todo lo posible por estar allí en la Semana Santa.

Aunque era muy propio de mi manera de ser dar tal paso exterior, sentía, sin embargo, que aún no era el «oportuno». En qué consistiese lo oportuno, aún no lo sabía. En Colonia interrumpí el viaje del jueves por la tarde hasta el viernes por la mañana. Tenía allí una catecúmena a la que, en cualquier ocasión que se me presentase, tenía que dedicar algo de tiempo. Le escribí que se enterara de dónde podríamos asistir por la tarde a la «Hora Santa». Era la víspera del primer viernes de abril y en aquel «Año Santo» de 1933 se celebraba en todos los sitios más solemnemente la memoria de la Pasión de Nuestro Señor. A las ocho de la tarde nos encontramos en la Hora Santa en el Carmelo de Colonia-Lindental. Un sacerdote (el vicario catedralicio Wüsten’, como supe después) dirigió una alocución anunciando que en adelante se tendría aquella celebración todos los jueves. Hablaba bien y de forma impactante, pero a mi me ocupaba otra cosa más honda que sus palabras. Yo hablaba con el Salvador y le decía que sabía que era su cruz la que ahora había sido puesta sobre el pueblo judío. La mayoría no lo comprenderían, pero aquellos que lo supieran, deberían cargarla libremente sobre sí en nombre de todos. Yo quería hacer esto. Él únicamente debía mostrarme cómo. Al terminar la celebración tuve la certeza interior de que había sido escuchada. Pero en que consistía el llevar la cruz eso aún no lo sabía.

A la mañana siguiente continué mi viaje a Beuron. Al hacer trasbordo al atardecer en Immendingen me encontré con el P. Aloys Magers. El último trayecto lo hicimos juntos. Poco después del saludo me comunicó la noticia más importante de Beuron: «el P. Abad ha regresado esta mañana sano y salvo del Japón». Así que todo estaba en orden.

Mis indagaciones en Roma dieron por resultado que a causa del gran ajetreo no tenía posibilidades de una audiencia privada. Solo para una «pequeña» audiencia (es decir, en un grupo pequeño) se me podría ayudar en algo. Con eso no me bastaba, por lo que desistí de mi viaje y me decidí por escribir. Sé que mi carta fue entregada sellada al Santo Padre. Algún tiempo después recibí su bendición para mí y para mis familiares. Ninguna otra cosa se consiguió. Más adelante he pensado muchas veces si no le habría pasado por la cabeza el contenido de mi carta, pues, en los años sucesivos se ha ido cumpliendo punto por punto lo que yo allí anunciaba para el futuro del Catolicismo en Alemania.

Antes de mi partida pregunté al Padre Abad qué debía hacer yo si tuviera que dejar mi actividad en Münster. Para él era imposible pensar que pudiera suceder aquello. Durante mi viaje a Münster leí en un periódico la crónica de una gran reunión de maestros nacional-socialistas, en la que habían tenido que participar también asociaciones confesionales. Era claro para mí que en la enseñanza era donde menos se tolerarían influencias contrarias a la dirección del poder. El instituto en el que yo trabajaba era exclusivamente católico, fundado por la Liga de Maestros y Maestras Católicos y sostenido, asimismo, por ella. Por lo mismo, sus días estaban contados. Por eso mismo, yo tenía que contar con el fin de mi breve carrera de profesora.

El 19 de abril estaba de vuelta en Münster. Al día siguiente fui al instituto. El Director estaba de vacaciones en Grecia. El administrador, un profesor católico, me condujo a su oficina y desahogó conmigo su dolor. Hacía semanas que estaba haciendo agitadas gestiones y se hallaba desmoralizado. «Fíjese usted, señorita doctora, que alguien vino a hablarme y me ha dicho: ¿la señorita doctora Stein no podrá continuar dando sus lecciones, verdad?». Sería mejor que renunciara yo a anunciar lecciones para este verano y trabajara en silencio en el Marianum. Para el otoño se aclararía la situación, el instituto podría pasar a cargo de la Iglesia y entonces nada se opondría a mi colaboración. Recibí el comunicado muy serenamente. Esta esperanza consoladora poco me importaba. «Si esto no resulta -dije yo-, entonces ya no queda para mí ninguna posibilidad en Alemania». El administrador me expresó su admiración de que yo viera tan claro, a pesar de que vivía tan abstraída y me preocupaba tan poco de las cosas de este mundo.

Me sentía casi aliviada al ver que también me tocaba la suerte general, pero tenía que reflexionar sobre lo que debía hacer en adelante. Pregunté su opinión a la presidenta de la Liga de Maestras Católicas. Ella había sido la causa de que yo hubiese venido a Münster. Me aconsejó que me quedara en todo caso, aquel verano en Münster y que prosiguiese el trabajo científico comenzado. La Liga cuidaría de mi sustento, ya que de todos modos los resultados de mi trabajo podrían serle útiles. Si no me fuera posible reanudar mi actividad en el instituto, podría mirar más adelante las posibilidades que se ofrecieran en el extranjero. Efectivamente, me llegó un ofrecimiento de Sudamérica. Mas cuando me vino esto, se me había mostrado ya otro camino muy distinto.

Unos diez días después de mi retorno de Beuron me vino el pensamiento: ¿no será ya tiempo, por fin, de ir al Carmelo? Desde hacía casi doce años era el Carmelo mi meta. Desde que en el verano de 1921 cayó en mis manos la «Vida» de nuestra Santa Madre Teresa y puso fin a mi larga búsqueda de la verdadera fe. Cuando recibí el bautismo el día de Año Nuevo de 1922, pensé que aquello era solo una preparación para la entrada en la Orden. Pero unos meses más tarde, después de mi bautismo, al encontrarme frente a mi madre, vi muy claro que no podría encajar por el momento el segundo golpe. No hubiese muerto, pero hubiese sido como llenarla de una amargura que yo no podría tomar sobre mí. Debía esperar con paciencia. Así me lo aseguraron también mis directores espirituales. La espera se me hizo últimamente muy dura. Me había vuelto una extranjera en el mundo. Antes de aceptar la actividad en Münster y después del primer semestre pedí con mucho apremio permiso para entrar en la Orden. Me fue negado con miras a mi madre y a la actividad que desempeñaba desde hacía varios años en la vida católica. Me avine a ello. Pero ahora los muros habían sido derribados. Mi actividad había tocado a su fin. Y mi madre, ¿no preferiría saber que estaba en un convento de Alemania que no en una escuela en Sudamérica? El 30 de abril, domingo del Buen Pastor, se celebraba en la iglesia de San Ludgerio la fiesta de su patrón con trece horas de adoración. A última hora de la tarde me dirigí allí y me dije: «no me iré de aquí hasta que no vea claramente si puedo ir ya al Carmelo». Cuando se impartió la bendición tenía yo el sí del Buen Pastor.

Aquella misma noche escribí al Padre Abad. Estaba en Roma y no quise enviar la carta por la frontera. Encima del escritorio esperaría hasta que la pudiese enviar a Beuron. Hacia mediados de mayo obtuve el permiso para dar los primeros pasos. Lo hice enseguida. Por mi catecúmena en Colonia supliqué una entrevista a la señorita doctora Cosack. Nos habíamos encontrado en octubre de 1932 en Aquisgrán. Se me presentó porque sabía que yo interiormente rondaba muy cerca del Carmelo y me dijo que ella mantenía una estrecha relación con la Orden y especialmente con el Carmelo de Colonia. Por ella quería enterarme de las posibilidades. Me contestó que el domingo siguiente (era el domingo de rogate) o en la fiesta de la Ascensión podría disponer de algún tiempo para mí.

Recibí la noticia el sábado con el correo de la mañana. A mediodía me dirigí hacia Colonia. Quedé de acuerdo por teléfono con la Srta. Doctora Cosack para que fuera a buscarme a la mañana siguiente  para dar un paseo juntas. Ni ella ni mi catecúmena sabían por el momento para qué había venido. Esta me acompañó a la misa de la mañana al Carmelo. A la vuelta me dijo: «Edith, mientras estaba arrodillada a su lado, me vino la idea: pero, ¿no querrá entrar ahora en el Carmelo, verdad?». No quise ocultarle por más tiempo mi secreto. Me prometió no decir nada. Algo más tarde llegó la Señorita Doctora Cosack.

Tan pronto como estuvimos de camino hacia el bosque de la ciudad, le dije lo que deseaba. Le añadí, además, lo que se podría alegar contra mí: mi edad (42 años), mi ascendencia judía, mi falta de bienes. Ella encontró que esto no dificultaría mi deseo. Me dio esperanzas de que podría ser admitida aquí en Colonia, ya que quedarían algunos puestos libres con la nueva fundación de Silesia: una nueva fundación a las puertas de mi ciudad, Breslau. ¿No era esto una nueva señal del cielo?

Di a la señorita Cosack tan amplio informe de mi evolución para que ella misma pudiera formarse un juicio sobre mi vocación al Carmelo. Me propuso hacer las dos juntas una visita al Carmelo. Ella mantenía especialmente contacto con la Hna. Marianne (Condesa Praschma), que tenía que ir a Silesia para la fundación. Con ella quería hablar primero. Mientras ella estaba en el locutorio, estaba yo arrodillada muy cerca del altar de Santa Teresita. Me sobrecogió la paz del hombre que ha llegado a su fin. La entrevista duró mucho. Cuando finalmente me llamó la señorita Cosack, me dijo confiadamente: «Creo que se hará algo». Había hablado primero con la hermana Marianne y a continuación con la Madre Priora (entonces Madre Josefa del Santísimo Sacramento) y me había preparado bien el camino. Pero ya no daba el horario del monasterio más tiempo para locutorio. Tenía que volver después de vísperas. Mucho antes de visperas ya estaba yo nuevamente en la capilla y recé las vísperas con ellas. Tenían también el ejercicio de mayo tras las rejas del coro. Pronto serían las tres y media cuando, por fin, fui llamada al locutorio. Madre Josefa y nuestra amada Madre (Teresa Renata del Espíritu Santo, entonces subpriora y maestra de novicias) estaban en la reja. Nuevamente di cuenta de mi camino: cómo el pensamiento del Carmelo no me había abandonado nunca; que había estado ocho años en las dominicas de Espira como profesora; cuán íntimamente había estado unida con el convento y no podía entrar allí; había considerado a Beuron como la antesala del cielo y, no obstante, nunca pensé hacerme benedictina. Siempre fue como si el Señor me reservase en el Carmelo lo que solo ahí podía encontrar. Les conmovió. La Madre Teresa tenía únicamente el reparo de la responsabilidad que se podía adquirir admitiendo a alguien del mundo que pudiera hacer aún tanto fuera. Por último me dijeron que tendría que volver cuando el P. Provincial estuviera allí. Le esperaban pronto.

Por la tarde regresé a Münster. Había adelantado mucho más de lo que hubiera podido esperar a mi partida. Pero el P. Provincial se hizo esperar. Durante los días de Pentecostés estuve muchas veces en la catedral de Münster. Movida por el Espíritu Santo escribí a la Madre Josefa pidiéndole con insistencia una respuesta rápida, ya que por mi situación incierta quería saber con claridad con qué podía contar. Fui llamada a Colonia. El Padre delegado del convento quería recibirme sin aguardar más al Provincial. Debía ser propuesta esta vez a las capitulares que debían votar mi admisión. Estuve en Colonia otra vez desde el sábado por la tarde hasta el domingo por la noche (creo que era el 18-19 de junio). Hablé con la Madre Josefa, la Madre Teresa y la Hna. Marianne antes de hacer mi visita al señor Prelado; pude también presentar a mi amiga.

Ya iba para casa del Dr. Lenné cuando fui sorprendida por una tormenta, llegando completamente empapada. Tuve que esperar una hora antes de que él apareciese. Después del saludo se llevó la mano a la frente y me dijo: «¿Qué era, pues, lo que tú deseabas de mí? Lo he olvidado completamente». Le respondí que era una aspirante para el Carmelo de la cual él ya tenía noticia. Cayó en la cuenta y cesó de tutearme. Más tarde vi con claridad que con aquello quería probarme. Yo lo había tragado todo sin pestañear. Me hizo que le contase de nuevo todo lo que él ya sabía. Me dijo los reparos que él tenía contra mí, pero me hizo la consoladora aseveración de que las monjas ordinariamente no se volvían atrás por sus objeciones y que él solía llegar a un acuerdo buenamente con ellas. Luego me despidió dándome su bendición.

Después de vísperas vinieron todas las capitulares a la reja. Nuestra amada Madre Teresa, la más anciana, se acercó más a ella para ver y oír mejor. La Hna. Aloisia, muy entusiasta de la liturgia, quiso saber algo de Beuron. Con esto podía tener esperanzas. Por último tuve que cantar una cancioncilla. Ya me lo habían dicho el día anterior, pero yo lo había tomado como una broma. Canté: «Bendice, Tú, María…», algo tímida y en voz baja. Después dije que se me había hecho más difícil que hablar ante mil personas. Según supe más tarde, las monjas no lo captaron pues no estaban enteradas de mi actividad de conferenciante. Una vez que las monjas se habían alejado, me dijo la Madre Josefa que la votación no podría hacerse hasta la mañana siguiente. Tuve que partir aquella noche sin saber nada.

La Hna. Marianne, con quien hablé a lo último a solas, me prometió un aviso telegráfico. Efectivamente, al día siguiente recibí el telegrama: «Alegre aprobación. Saludos. Carmelo». Lo leí y me fui a la capilla para dar gracias.

Habíamos convenido ya todo lo demás. Hasta el 15 de julio tenía tiempo para liquidar todo en Münster. El día 16, festividad de la Reina del Carmelo, lo celebraría en Colonia. Allí debía permanecer un mes como huésped en las habitaciones de la portería, a mediados de agosto ir a casa, y en la fiesta de nuestra Santa Madre, 15 de octubre, ser recibida en clausura. Se había previsto, además, mi traslado posterior al Carmelo de Silesia.

Seis grandes baúles de libros precedieron mi viaje a Colonia. Escribí por esto que ninguna otra carmelita había llevado consigo un tal ajuar. La Hna. Úrsula se preocupó de su custodia y se dio buena maña para dejar separados, al desempaquetar, los de teología, filosofía, filología, etc. (así estaban clasificados los baúles). Pero al final todos se mezclaron.

En Münster sabían muy pocas personas a dónde iba. Quería, en cuanto fuera posible, mantenerlo en secreto mientras mis familiares aún no lo supiesen. Una de las pocas era la superiora del Marianum. Se lo había confiado tan pronto como recibí el telegrama. Se había preocupado por mí y se alegró muchísimo. En la sala de música del colegio tuvo lugar, poco antes de mi partida, una velada de despedida. Las estudiantes la habían preparado con mucho cariño y también las religiosas tomaron parte en ella. Yo se lo agradecí en dos palabras y les dije que cuando se enterasen más tarde de dónde estaba se alegrarían conmigo.

Las religiosas de casa me regalaron una cruz relicario que les había dado a ellas el difunto obispo Juan Poggenburg. La Madre superiora me lo trajo en una bandeja cubierta de rosas. Cinco estudiantes y la bibliotecaria fueron conmigo hasta el tren. Pude llevar hermosos ramos de rosas para la Reina del Carmelo en su fiesta. Poco más de año y medio hacía que había llegado como una extraña a Münster. Prescindiendo de mi actividad docente, había vivido allí en el retiro claustral. No obstante, dejaba ahora un gran círculo de personas que me tenían amor y fidelidad. Siempre he conservado el recuerdo cariñoso y agradecido de la hermosa y vieja ciudad y toda la comarca de Münster.

Había escrito a casa diciendo que había encontrado acogida entre las monjas de Colonia y que en octubre me trasladaría definitivamente allí. Me felicitaron como por un nuevo puesto de trabajo.

El mes en las habitaciones de la portería del convento fue un tiempo felicísimo. Seguía todo el horario, trabajaba en las horas libres y podía ir con frecuencia al locutorio. Todas las cuestiones que surgían se las hacía presentes a la Madre Josefa. Su decisión era siempre tal como hubiera sido la mía. Esta íntima conformidad me alegraba muchísimo. A menudo estaba mi catecúmena conmigo. Quería ser bautizada antes de mi partida, a fin de que pudiera ser su madrina. El 1 de agosto la bautizó el Prelado Lenné en la sala capitular de la catedral, y a la mañana siguiente recibió la Primera Comunión en la capilla del convento. Su esposo estuvo presente en las dos ceremonias, pero no pudo decidirse a seguirla. El 10 de agosto me encontré con el P. Abad en Tréveris, y recibí su bendición para el duro camino hacia Breslau. Vi la santa túnica y pedí fuerza. También permanecí largo rato arrodillada delante de la imagen de San Matías. Por la noche recibí cariñoso hospedaje en el Carmelo de Cordel donde nuestra amada Madre Teresa Renata fue maestra de novicias durante nueve años hasta que fue requerida para Colonia como subpriora. El 14 de agosto partí junto con mi ahijada a Maria Laach para la fiesta de la Asunción. Desde allí proseguí mi viaje hasta Breslau.

En la estación me esperaba mi hermana Rosa. Como hacía mucho tiempo que pertenecía en su interior a la Iglesia y estaba perfectamente unida conmigo, le dije inmediatamente lo que pretendía. No se mostró sorprendida, pero pude advertir que ni tan siquiera se le había pasado por la imaginación. Los demás no preguntaron nada hasta después de dos o tres semanas. Solo mi sobrino Wolfgang (entonces de 21 años) se informó tan pronto como llegó a hacerme una visita de lo que iba a hacer en Colonia. Le di una respuesta verdadera y le supliqué que guardara silencio por entonces.

Mi mamá sufría mucho a causa de las circunstancias de aquellos tiempos. La alteraba el que «hubiera hombres tan malos». A esto se sumó una pérdida personal que la afectó mucho. Mi hermana Erna tuvo que tomar a su cargo la consulta de nuestra amiga Lilli Berg, que entonces marchó con su familia a Palestina. Los Biberstein tuvieron que alojarse en la casa de los Berg al sur de la ciudad, abandonando la nuestra. Erna y sus dos niños eran el consuelo y la alegría de mamá. Tener que apartarse de su trato diario fue para ella muy amargo. Pero a pesar de todas estas preocupaciones que la oprimían, revivió cuando yo llegué. Apareció de nuevo su alegría y su humor. Al regresar de su negocio, se sentaba muy satisfecha con su labor de punto al lado de mi escritorio contándome todas sus preocupaciones caseras y profesionales. Hice que me refiriera también sus primeros recuerdos como materia para una historia de nuestra familia que entonces comencé. Se veía claramente que esta íntima convivencia le hacía bien. Pero yo pensaba para mí: ¡Si supieras…!

Para mí era sumamente consolador que estuvieran entonces en Breslau la Hna. Marianne con su prima, la Hna. Elisabeth (Condesa Stolberg), preparando la fundación del convento. Habían partido desde Colonia ya antes que yo. La Hna. Marianne había visitado a mi madre y le había llevado mis saludos. Estando yo presente vino dos veces a casa y trataba amistosamente con mi madre. La visité en las Ursulinas de Ritterplatz, donde se hospedaba, pudiéndole contar libremente cómo estaba mi corazón. Yo recibí a mi vez cuenta detallada de las alegrías y sufrimientos de la fundación. También inspeccioné con ellas el solar de Pawelwitz (ahora Wendelborn).

Ayudé mucho a Erna en el traslado. En una de las idas en el tranvía a la nueva casa le expuse finalmente la cuestión de mis relaciones con Colonia. Cuando le expliqué se quedó pálida y derramó lágrimas. «Es algo horrible este mundo», replicó ella, «lo que a uno hace feliz es para otro lo peor que le pudiera pasar». No hizo ningún esfuerzo por disuadirme. Unos días más tarde me dijo por encargo de su esposo que si en algo influía en mi resolución la preocupación por mi existencia, podía estar segura de poder vivir con ellos mientras algo tuvieran. (Lo mismo me había dicho mi cuñado en Hamburgo). Erna añadió que ella era solo trasmisora de aquello. Sabía bien que tales motivos no suponían nada para mí.

El primer domingo de septiembre estaba sola con mi madre en casa. Ella estaba sentada haciendo punto junto a la ventana. Yo muy cerca de ella. Por fin me soltó la pregunta por largo tiempo esperada: «¿Qué es lo que vas a hacer en las monjas de Colonia?». «Vivir con ellas». Siguió una resistencia desesperada. Mi madre no cesó de trabajar. Su ovillo se enredó, tratando con sus manos temblorosas de ponerlo nuevamente en orden, a lo que la ayudé yo, mientras continuaba el diálogo entre las dos.

Desde aquel momento se perdió la paz. Un peso oprimió toda la casa. De vez en cuando mi madre me dirigía un nuevo ataque al que seguía una nueva desesperación en silencio. Mi sobrina Erika, la judía más piadosa y estricta, sintió como un deber suyo influirme. Mis hermanos no lo hicieron, porque sabían que no tenía remedio alguno. Se empeoró el asunto cuando llegó de Hamburgo mi hermana Else para el cumpleaños de mi madre. Al hablar conmigo, mi madre se dominaba, pero al hablar con Else se excitaba. Mi hermana me volvía a contar aquellas explosiones, pensando que yo no conocía lo que suponía aquello para mi madre.

Pesaba también sobre la familia una gran preocupación económica. El negocio hacía tiempo que iba mal. Ahora quedaba vacía la mitad de nuestra casa, donde habían vivido los Biberstein. Todos los días venían personas para ver las condiciones, pero no resultaba nada. Uno de los solicitantes más interesados era una comunidad de la iglesia protestante. Vinieron dos pastores y a ruegos de mi madre fui con ellos a ver el solar vacío, pues ella estaba muy cansada. Llevamos las cosas tan adelante que incluso se formularon las condiciones. Lo comuniqué a mi madre que me pidió que escribiese inmediatamente al Pastor principal solicitándole por escrito una respuesta afirmativa. Esta fue dada. Pero poco antes de mi partida, el asunto amenazaba fracasar. Quise quitar, al menos, esta preocupación a mi madre y me presenté en casa del referido señor. Parecía que no había ya nada que hacer. Cuando me fui a despedir, me dijo: «Por lo visto queda usted muy triste y eso me apena». Le conté cómo mi madre estaba entonces tan acongojada con sus muchas preocupaciones. Me preguntó qué clase de preocupaciones eran aquellas. Le hablé brevemente de mi conversión y de mis deseos por el convento. Esto le impresionó profundamente. «Debe usted saber antes de irse que aquí ha conquistado un corazón». Llamó a su señora y tras una rápida consulta decidieron convocar nuevamente la junta directiva de la Iglesia y proponer otra vez la oferta. Aún antes de marcharme vino el Pastor principal con su colega a nuestra casa para cerrar el trato. Al despedirse me dijo en voz baja: «¡Dios la guarde!».

La Hna. Marianne tuvo todavía a solas una entrevista con mi madre. No se podía alcanzar mucho más. La Hna. Marianne no podía dejarse coaccionar (como mi madre esperaba) para retenerme. Ella no quería otro consuelo. Naturalmente ambas hermanas no se hubieran atrevido a fortalecer con palabras de aliento mi decisión. La decisión era tan difícil que nadie podía asegurarme: este o aquel camino es el recto. Para ambos se podían aducir buenas razones. Debía dar el paso sumergida completamente en la oscuridad de la fe. Muchas veces durante aquellas semanas pensaba: ¿Quién se quebrantará de las dos, mi madre o yo? Pero ambas perseveramos hasta el fin.

Poco antes de partir fui también a que me miraran los dientes. Estaba sentada en la sala de espera de la doctora, cuando de repente se abrió la puerta y entró mi sobrina Susel. Se puso radiante de alegría. Habíamos pedido la vez al mismo tiempo sin saberlo. Pasamos juntas a la consulta y me acompañó después a casa. Ella se apoyaba en mi brazo, yo tenía cogida su morena mano de niña en las mías. Susel tenía entonces doce años, siendo muy madura y reflexiva para su edad. Yo no había podido hablar nunca a los niños de mi conversión a la fe. Pero Erna se lo había contado. Yo le estaba agradecida por ello. Le pedí a la niña que cuando yo me fuese procurara hacer muchas visitas a la abuelita. Ella me lo prometió. «Pero, ¿por qué haces tú ahora esto?», me preguntó. Pude darme cuenta de las conversaciones que ella había oído a sus papás. Yo le expliqué mis motivos como a una persona mayor. Escuchó muy atentamente y me comprendió.

Dos días antes de partir vino a visitarme su padre (Hans Biberstein). Era grande el apremio que le movía a exponerme sus reparos, aunque no se prometiera ningún resultado. Lo que yo quería realizar, le parecía que acentuaba agudamente la línea de división con el pueblo judío, ahora que estaba tan oprimido. Él no podía comprender que desde mi punto de vista se veía muy diverso.

El último día que yo pasé en casa fue el 12 de octubre, día de mi cumpleaños. Era, a la vez, una festividad judía, el cierre de la fiesta de los tabernáculos. Mi madre asistió a la celebración en la sinagoga del seminario de rabinos. Yo la acompañé, pues al menos aquel día queríamos pasarlo juntas. El maestro preferido por Erika, un gran sabio, tuvo una bella exhortación. Durante el viaje de ida en el tranvía no hablamos mucho. Para darle un pequeño consuelo le dije: «La primera temporada es solo de prueba». Pero esto no ayudó en nada. «Cuando te propones tú una prueba, bien sé yo que la superas». Después se le antojó a mi madre volver a pie. ¡Algo más de tres cuartos de hora con sus 84 años! Pero tuve que acceder, pues noté que quería hablar francamente conmigo.

-«¿No era hermosa la homilía?». -«Si».
-«¿Por lo tanto, también como judío se puede ser piadoso?». -«Ciertamente, cuando no se conoce otra cosa».

En aquel momento se volvió hacia mí exasperada: -«¿Entonces por qué la has conocido tú? No quiero decir nada contra él. Puede que haya sido un hombre bueno. Pero, ¿por qué se ha hecho Dios?».

Concluida la comida se marchó al negocio para que mi hermana Frieda³⁹ no estuviera sola durante la comida de mi hermano. Pero me dijo que pensaba volver enseguida. Y así lo hizo (solo por mí; en otro caso estaba durante todo el día en el negocio). Después de comer y por la tarde llegaron muchos huéspedes, todos los hermanos con los niños y mis amigas. Por una parte estaba bien en cuanto que quitaba un poco la tensión del ambiente. Pero por otro lado era peor a medida que uno tras otro se iban despidiendo. Al final quedamos mi madre y yo solas en el cuarto. Mis hermanas tenían aún mucho que lavar y recoger. De pronto echó ambas manos a su rostro y comenzó a llorar. Me puse detrás de su silla y estreché fuertemente su cabeza plateada sobre mi pecho. Así permanecimos largo rato hasta que se la convenció para que se marchara a la cama. La llevé hasta arriba y la ayudé a desnudarse, la primera vez en la vida. Me senté después en su cama hasta que me mandó a dormir. Ninguna de las dos pudimos conciliar el sueño aquella noche.

Mi tren partía algo temprano, alrededor de las ocho. Else y Rosa quisieron acompañarme al tren. Igualmente Erna había deseado ir a la estación, pero le rogué que viniera temprano a casa para quedarse con mi madre. Sabía que esta podría tranquilizarse más con ella que con nadie. Como las dos más pequeñas, habíamos conservado siempre la ternura filial para con la madre. Los hermanos mayores rehuían manifestarlo, aunque su amor no era ciertamente menor.

A las cinco y media salí, como siempre, de casa para oír la primera misa en la iglesia de San Miguel. Luego nos volvimos a juntar todos para el desayuno. Erna vino hacia las siete. Mi madre trató de tomar algo, pero en seguida retiró la taza y comenzó a llorar como la noche anterior. Nuevamente me acerqué a ella y la tuve abrazada hasta el momento de partir. Hice una señal a Erna para que viniera a ocupar mi lugar. Me puse el sombrero y el abrigo en la habitación de al lado. Y luego la despedida. Mi madre me abrazó y besó con el mayor cariño. Erika agradeció mi ayuda (había trabajado con ella para sus exámenes de maestra en la escuela media; viniendo a mí con sus preguntas mientras yo estaba haciendo mis maletas). Al final exclamó: «El Eterno te asista». Cuando estaba abrazando a Erna, mi madre sollozaba en alto. Salí rápidamente. Rosa y Else me siguieron. Al pasar el tranvía por delante de nuestra casa, no había nadie a la ventana para hacer, como otras veces, unas señales de adiós.

En la estación tuvimos que esperar algo hasta que llegó el tren. Elsa se agarró fuertemente a mí. Cuando ocupé el asiento, miré a mis dos hermanas, quedé sorprendida de la diferencia de ambas caras. Rosa estaba tan serena y tranquila como si se viniera conmigo la paz del convento. El aspecto de Else se tornó súbitamente por el dolor como el de una anciana.

Por fin, el tren se puso en movimiento. Ambas continuaron agitando sus manos mientras se podía ver algo. Después desaparecieron. Me pude acomodar en mi puesto en el compartimiento. Era realidad lo que hacía poco apenas me atrevía a soñar. Ninguna explosión de alegría al exterior, pues era terrible lo que quedaba tras de mí. Pero estaba profundamente tranquila, en el puerto de la voluntad divina.

Hacia el anochecer llegué a Colonia. Mi ahijada me rogó que pasara nuevamente la noche con ella. Sería recibida en la clausura al día siguiente después de vísperas. Muy temprano avisé por teléfono de mi llegada al convento y pude acercarme a la reja para saludar. Después de comer estábamos nuevamente allí para asistir a vísperas desde la capilla. Eran las primeras vísperas de la fiesta de nuestra Santa Madre. Cuando anteriormente me arrodillé en el presbiterio, oí susurrar en el torno de la sacristía: -«¿Está Edith fuera?». Entonces trajeron enormes crisantemos blancos. Los habían enviado como saludo las profesoras desde el Palatinado. Los tenía que ver antes de que adornaran el altar. Después de las vísperas tomamos aún juntas el café. Luego se acercó una señora, que se presentó con la hermana de nuestra amada Madre Teresa Renata. Preguntó cuál de nosotras era la postulante, pues quería animarla un poco. Pero no lo necesitaba. Esta protectora y mi ahijada me acompañaron hasta la puerta de la clausura. Finalmente se abrió. Y yo atravesé con profunda paz el umbral de la casa del Señor.