Amor por la Cruz

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), Amor por la Cruz

 

Amor por la Cruz

Siempre se nos ha presentado a San Juan de la Cruz como aquel que no deseaba para sí más que el sufrimiento y el desprecio. Nosotros nos preguntamos por el motivo de este amor por el sufrimiento. ¿Se trata solamente del recuerdo amoroso de la vía dolorosa de nuestro Señor en la tierra, del ímpetu de un afectuoso corazón para estar humanamente más cercano a él a través de una vida que se asemeja a la suya? No parece que esto concuerde con la alta y austera espiritualidad del Doctor místico. Además sería como olvidar, en virtud del hombre de dolores, al Rey triunfante, al divino Vencedor del pecado, de la muerte y del infierno. ¿Acaso no nos ha liberado Cristo de la esclavitud? ¿No nos ha conducido y llamado a un Reino para que seamos hijos dichosos del Padre celestial?

La visión del mundo en que vivimos, la necesidad, la miseria y el abismo de la maldad humana sirven para atenuar siempre de nuevo el gozo de la victoria de la luz. La humanidad lucha todavía en la oleada de cieno y aún es pequeño el rebaño que ha logrado ponerse a salvo en las más altas cimas de los montes. La lucha entre Cristo y el Anticristo todavía no se ha dirimido. En esta batalla los seguidores de Cristo tienen su puesto. Y su arma principal es la cruz.

¿Cómo se puede comprender esto? El peso de la cruz, que Cristo ha cargado, es la corrupción de la naturaleza humana con todas sus consecuencias de pecado y sufrimiento, con las cuales la castigada humanidad está abatida. Sustraer del mundo esa carga, ése es el sentido del vía crucis. El regreso de la humanidad liberada al corazón del Padre celestial y la adopción como hijos adoptivos es un don gratuito de la gracia, del amor omnimisericordioso. Pero ello no puede suceder a costa de la santidad y justicia divinas. La totalidad de las culpas humanas, desde la primera caída hasta el día del juicio, tiene que ser borrada por una expiación equivalente. La vía crucis es esta reparación. Las tres caídas de Cristo bajo el peso de la cruz corresponden a la triple caída de la humanidad: el pecado original, el rechazo del Redentor por su pueblo elegido, la apostasía de aquellos que llevan el nombre de cristianos.

El Salvador no está solo en el camino de la cruz y no son sólo enemigos los que le acosan, sino también hombres que le apoyan: como modelo de los seguidores de la cruz de todos los tiempos tenemos a la Madre de Dios; como tipo de aquellos que asumen el peso del sufrimiento impuesto y soportándolo reciben su bendición, tenemos a Simón de Cirene; como representante de aquellos que aman y se sienten impulsados a servir al Señor está Verónica. Cualquiera que a lo largo del tiempo haya aceptado un duro destino en memoria del Salvador sufriente, o haya asumido libremente sobre sí la expiación del pecado, ha expiado algo del inmenso peso de la culpa de la humanidad y ha ayudado con ello al Señor a llevar esta carga; o mejor dicho, es Cristo-Cabeza quien expía el pecado en estos miembros de su cuerpo místico que se ponen a disposición de su obra de redención en cuerpo y alma.

Podemos suponer que viendo a estos fieles que le habrían seguido en el camino del dolor, fortaleció al Salvador en la noche del monte de los olivos. Y la fuerza de estos portadores de la cruz viene en su ayuda después de cada caída. Los justos de la Antigua Alianza le acompañan en el camino entre la primera y la segunda caída. Los discípulos y discípulas, que se reunieron en torno a El durante su vida terrena, son los que le ayudan en el segundo tramo. Los amantes de la cruz, que El suscitó y que nuevamente y siempre suscita en la historia cambiante de la Iglesia militante, son sus aliados en el último tramo. A ello hemos sido llamados también nosotros.

No se trata, pues, de un recuerdo simplemente piadoso de los sufrimientos del Señor cuando alguien desea el sufrimiento. La expiación voluntaria es lo que nos une más profundamente y de un modo real y auténtico con el Señor. Y ésa nace de una unión ya existente con Cristo. Pues, la naturaleza humana huye del sufrimiento. Y la búsqueda del sufrimiento como satisfacción perversa por el dolor es algo muy distinto de la voluntad de sufrir por expiación. No se trata de una aspiración espiritual, sino de un deseo sensible y no mejor que las otras pasiones, sino mucho peor por ir contra natura. Sólo puede aspirar a la expiación quien tiene abiertos los ojos del espíritu al sentido sobrenatural de los acontecimientos del mundo; esto resulta posible sólo en los hombres en los que habita el Espíritu de Cristo, que como miembros de la Cabeza encuentran en El la vida, la fuerza, el sentido y la dirección. Por otro lado la expiación une más íntimamente con Cristo, al igual que una comunidad se siente más íntimamente unida cuando realizan juntos un trabajo, o al igual que los miembros de un cuerpo se unifican cada vez más en el juego orgánico de sus funciones.

Así como el ser-uno con Cristo es nuestra beatitud y el progresivo hacerse-uno con El es nuestra felicidad en la tierra, entonces el amor por la cruz y la gozosa filiación divina no son contradictorias. Ayudar a Cristo a llevar la cruz proporciona una alegría fuerte y pura, y aquellos que puedan y deban, los constructores del Reino de Dios, son los auténticos hijos de Dios. De ahí que la preferencia por el camino de la cruz no signifique ninguna repugnancia ante el hecho de que el Viernes Santo ya haya pasado y la obra de redención haya sido consumada. Solamente los redimidos, los hijos de la gracia pueden ser portadores de la cruz de Cristo. El sufrimiento humano recibe fuerza expiatoria sólo si está unido al sufrimiento de la cabeza divina. Sufrir y ser felices en el sufrimiento, estar en la tierra, recorrer los sucios y ásperos caminos de esta tierra y con todo reinar con Cristo a la derecha del Padre; con los hijos de este mundo reír y llorar, y con los coros de los ángeles cantar ininterrumpidamente alabanzas a Dios: esta es la vida del cristiano hasta el día en que rompa el alba de la eternidad.

Hna. Teresia Benedicta a Cruce, O.C.D.
Dra. Edith Stein