Jn 1, 19-28 – JMC

«Éste es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusa­lén sacerdotes y levitas a Juan a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?» Él confesó sin reservas: «Yo no soy el Mesías». Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?». Él dijo: «No lo soy». «¿Eres tú el Profeta?». Respondió: «No». Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?». Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: allanad el camino del Señor (como dijo el profeta lsaías)». Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profe­ta?». Juan les respondió: «Yo bautizo con agua: en medio de vosotros hay uno a quien no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia». Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando».

  1. Juan Bautista se negó a admitir título alguno, por muy santos y sa­grados que fueran los títulos que le daban. Juan vio que, desde el poder que dan los títulos religiosos, no se prepara el camino del Señor. Por eso Juan se limitó a ser una voz que clama en el desierto. Una voz que pide sólo una cosa: allanad el camino. Es decir, facilitad el camino. La gente de los títulos, de las categorías, de las dignidades, lo que hace es crear des­ igualdades, poner a unos más arriba y a otros más abajo, exaltar a unos y humillar a otros. Todo eso, en definitiva, es violencia.
  2. Juan era solamente una voz. Donde sólo hay voz, es que esa voz mere­ ce crédito por lo que dice. Es un dolor, una desgracia, que la Iglesia fun­cione de forma que necesita tantas cosas para terminar, a fin de cuentas, no allanando, sino complicando el camino del Señor. La voz de la Iglesia, cada día que pasa, se oye menos, se entiende menos, interesa menos y a menos gente. ¿Qué pasa en la Iglesia para que cada día esté más al mar­ gen de lo que la gente necesita, espera y quiere?
  3. La voz, que es Juan, sigue diciendo: «en medio de vosotros hay uno a quien no conocéis». Jesús sigue siendo el gran desconocido. Y está en medio de nosotros. Está en el otro, sea quien sea. Está en los otros, sobre todo en los que sufren, en los desconocidos, en todos, por más que sean considerados como gente sospechosa o mala. Eso es lo que dijo Jesús al anunciar el juicio final de Dios sobre la historia y sobre las naciones (Mt 25, 31-46).

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Lc 2, 16-21 – JMC

«En aquel tiempo los pastores fueron corriendo y encontraron a María a José y al Niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, medi­tándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y ala­banza a Dios por lo que habían visto y oído, todo como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concep­ción».

  1. Si María es la madre de Dios, lo primero que lógicamente nos dice la Iglesia, al empezar el año nuevo, es que Dios tiene madre. Y la tiene por­ que Dios se nos da a conocer y se nos hace presente en Jesús. Por tanto, en Jesús, Dios se ha humanizado, es decir, se ha despojado de su rango, de su poder y su gloria, y se ha hecho como uno de tantos (Fil 2, 7).
  2. Lo primero que aprendemos en el año nuevo es que Dios no quiere ni rangos, ni categorías, ni pedestales de gloria, que separan, distinguen, dividen, alejan y hasta enfrentan. Dios es el primero que da ejemplo de este abajamiento. Y nos dice que el camino para ser como Él quiere no es endiosarse, sino humanizarse. Pero no sólo eso. Además de eso, al huma­nizarse en Jesús, Dios se hace presente y se nos comunica, no sólo en «lo sagrado», en «lo religioso», en «lo santo». Antes que en nada de eso, Dios se nos da en «lo laico». Y a Dios lo encontramos en «lo profano», es decir, en lo que es común a todos, en donde nos encontramos todos y es propio de todos los seres humanos. Antes que los privilegios de lo sagrado está el respeto a lo laico.
  3. Dios, en Jesús, tuvo una madre. Una sencilla y humilde mujer de Na­zaret. María educó a Jesús, como todas las madres educan a sus hijos. María educó la sensibilidad de Jesús, su bondad, su fortaleza y también su libertad. Si Jesús fue tan admirable que, siendo como fue, nos reveló a Dios, ¡qué mujer y qué madre tan admirable fue María para poder educar así a Jesús!

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Jn 1, 1-18 (b) – JMC

«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto  a Dios, y  la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin Ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibe. Surgió un hombre envia­do por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar tes­timonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz  verdadera, que alumbra  a todo hombre. Al mundo vino, y en  el mundo  estaba; el mundo se hizo  por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron les dio poder para hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no han nacido de sangre, ni de deseo carnal, de deseo de hombre, sino de Dios. La Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de Él y grita diciendo: «Éste es de quien dije: el que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia  tras gracia, porque  la Ley  se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesu­cristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien Jo ha dado a conocer».

  1. Por más cierta que pueda ser la teoría científica  del Big Bang (sobre  el origen del Universo), el evangelio de Juan dice que todo lo que existe tiene su origen en Cristo. Y todo tiene, desde su primer origen, como fi­nalidad a Cristo (Col 1, 16-17). La teología no es una teoría científica, sino un mensaje religioso. Según este mensaje, todo lo que existe (desde que existe) se orienta a Jesús, el Señor. Lo natural está fundido con lo sobre­ natural, lo humano con lo divino. Lo «meramente natural» (la «naturaleza pura», según decían los antiguos teólogos escolásticos) nunca ha existi­do. Ni sabemos lo que eso puede ser.
  2. Todo lo que es verdaderamente natural y  humano  nos  lleva  a  Dios y  nos acerca a Dios. El trabajo, el descanso, los quehaceres y relaciones de los humanos, los gozos y disfrutes de la vida, todo lo que es verdadera­mente humano, es por eso mismo divino. Así es en nosotros las presencia de lo sobrenatural (H. De Lubac, K. Rahner…), aunque el sujeto humano tenga otras creencias o no tenga creencias religiosas.
  3. Las leyes religiosas fueron dadas por Moisés y por otros muchos fun­dadores de religiones. Las religiones son buenas y convenientes en la medida en que nos ayudan a ser más humanos, que eso, en definitiva, es la «gracia» y la «verdad» que nos da Jesús, el Dios humanado. Es un error pensar que solamente «lo religioso» es lo que nos acerca a Dios. A Dios nos lleva todo lo que es verdaderamente humano. Y lo que nos hace más humanos.

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Lc 2, 36-40 – JMC

«En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del Templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Y cuando cumplieron todo Jo que prescribía la Ley del Señor se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría, y la gracia de Dios lo acompañaba».

  1. La devoción, la piedad, el fervor religioso de la profetisa Ana es ejemplar: siempre en el Templo, dedicada a la oración, mortificándose con ayunos. Y así, durante más de ochenta años. Cuando la piedad religiosa es auténtica, produce personas ejemplares, profundamente buenas. Ne­cesitamos cultivar el espíritu, la paz interior, la oración. Así nos liberamos de las tensiones y el desgaste que producen los afanes de la vida.
  2. La oración, la contemplación, el silencio interior, en el sosiego de un espacio adecuado, ya sea el templo, ya sea la soledad del campo o la montaña, nos rehacen, nos liberan de crispaciones y ansiedades. Y así se ponen las condiciones para ver y enjuiciar nuestros problemas como real­ mente son, no como nos los imaginamos. No sólo las personas religiosas, sino la gente en general, la sociedad, necesita espacios de silencio y paz, lugares de sosiego y reflexión, que nos liberen de la crispación diaria y de las tensiones frecuentes que nos impone el trabajo y la convivencia.
  3. La oración y la austeridad han sido, durante miles de años, mediacio­nes privilegiadas para el encuentro de cada cual con su verdadera hu­manidad. Y, mediante eso, para el encuentro con Dios. La oración y la austeridad fueron determinantes para Jesús, hasta el momento mismo de su muerte.

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Lc 2, 22-35 – JMC

«Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, lleva­ron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la Ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor». Y para entregar la ofrenda, como dice la Ley del Señor: «un par de tórtolas y dos pichones». Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el consuelo  de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Habla recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo fue al Templo. Cuando entraban con el niño Jesús, sus padres, para cumplir con él lo previsto por la Ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto  a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel».

Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo diciendo a María, su madre: «Mira: éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma».

  1. Jesús nació en una familia judía. Fue educado en la religión de Israel. Recibió, practicó e integró en su vida los rituales, las normas, las costum­bres de aquella sociedad y de aquella religión. Nada de eso, sin embar­go, marcó y determinó para siempre su forma de entender a Dios, ni su experiencia religiosa, ni sus costumbres o sus criterios éticos y prácticas de moralidad. Jesús fue un «judío marginal». Los sociólogos dicen que su forma de vivir constituyó una «conducta desviada». ¿Por que Jesús no se sometió sin condiciones a la religión de su pueblo y de su tiempo?
  2. Con frecuencia, la religión se antepone a la revelación. Y hasta puede suceder que la religión llegue a constituirse en una forma de «negación  de la revelación». En tal caso, la religión puede llegar a ser una forma piadosa de «increencia» (K. Barth). Es lo que ocurre cuando alguien da más importancia a las prácticas religiosas que al espíritu y a la letra del Evangelio. Para mucha gente, los ritos tienen más importancia que las bienaventuranzas. La vida de Jesús es el caso más claro de la superación de este peligro.
  3. Además, la religión, que es «respeto a  lo sagrado», entraña  también las «prohibiciones que impone lo sagrado» (el «tabú») (Mircea Eliade). Por eso, tantas veces y en tantas cosas, «lo sagrado» se antepone y se super­ pone a «lo humano». De ahí, la violencia de la religión, que causa tantos sufrimientos. Por esto, sobre todo, Jesús quiso «humanizar» la religión. Toda agresión a lo humano es anti-religiosa y anti-divina.

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Lc 2, 22-40 – JMC

«Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sue­ños a José y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo». José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: «Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto». Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededo­res, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: «Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes, es Raquel que llora por sus hijos, y rehúsa el consuelo, porque ya no viven».

  1. Los estudiosos del evangelio de Mateo están generalmente de acuer­do en que este relato no es histórico. Ni la crueldad (bien conocida) de Herodes; ni el hecho de que Egipto fuera el lugar a donde escapan los is­raelitas perseguidos por las autoridades, nada de eso es una prueba sufi­ciente para demostrar que esto sucedió tal como lo relata aquí el texto de Mateo (Ulrich Luz; A. Schall). Tampoco tiene explicación el hecho de por qué Herodes esperó hasta dos años para ejecutar aquella cruel matanza que habría dañado gravemente su imagen como gobernante.
  2. Sin duda, lo que interesa hoy al creyente, cuando lee este extraño y sangriento episodio, es la enseñanza humana y religiosa  que en él se nos da. Se trata, ante todo, de la enseñanza según la cual Jesús, apenas apareció en este mundo y entró en la historia de la humanidad, fue visto como una amenaza, un grave peligro, para los poderes tiránicos de esta tierra, en la que suelen tener el máximo poder quienes llevan en sí el germen de la máxima maldad. Es algo que ha ocurrido demasiadas veces en la historia.
  3. La Navidad nos recuerda el dolor, el peligro, la violencia y la muerte que sufren tantos niños. Lo han sufrido a lo largo de los tiempos. Y lo siguen sufriendo en la actualidad. La Iglesia y los creyentes hacemos bien cuando nos ponemos de parte de la vida de los no nacidos y en contra del aborto. Pero, ¿por qué la Iglesia y los cristianos hemos sido tan permisivos con los abusos sexuales contra los menores? ¿por qué se ha permitido  la venta y el negocio de niños recién nacidos? ¿por qué no se protege mejor a los más inocentes, los más débiles, los más abandonados? Los se­ res humanos que merecen más respeto, protección y cariño son los más pequeños. ¿Hasta dónde llega nuestra sensibilidad en este sentido?

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Jn 20, 2-8 – JMC

«El primer día de la semana, María Magdalena echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro, se adelantó y llegó primero al sepulcro y, asomándose, vio las vendas en el suelo, pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabe­za, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que llegó primero al sepul­cro; vio y creyó».

  1. El autor del cuarto evangelio no es el apóstol Juan, el hijo de Zebedeo. El autor de este evangelio fue «el discípulo amado» (Jn 21, 24). que no podía ser un modesto pescador de Galilea. ¿En qué cabeza cabe que un modesto pescador galileo fuera un «conocido del Sumo Sacerdote»? (Jn 18, 15-16). El autor fue un cristiano desconocido de la segunda o tercera generación cristiana (J. Zumstein).
  2. La Iglesia, que recuerda estos días el pesebre del nacimiento, recuerda también el sepulcro de la muerte. Jesús, que nació en dificultades, ter­minó su vida asesinado  como  un malhechor.  El Evangelio se compuso  a base de «relatos», no como una serie de «teorías». El Evangelio no es «filosofía del ser» divino del Señor, sino «recuerdo del acontecer». El acon­tecer humano de un hombre bueno y libre que luchó por la libertad de quienes sufren, especialmente los oprimidos. Una libertad que nunca fue caprichosa, sino que siempre estuvo al servicio de la misericordia.
  3. El «recuerdo» que nos propone el Evangelio es tan subversivo que el discípulo, «a quien tanto quería Jesús», no creía en lo que aquello signifi­caba. Sólo cuando llegó al sepulcro y vio lo que vio, entonces creyó. Es de­cir, se convenció de que quien cree que Jesús es «solución», por eso «tiene vida unido a él» (Jn 20, 31). Posiblemente, en el fondo de este pasaje, se oculta una probable rivalidad que existió entre Juan y Pedro. Así piensan no pocos especialistas de este evangelio (cf. M. Hengel). Lo que daría pie a dos modelos de cristianismo: uno, más jerárquico, el de Pedro; otro, más basado en el el mandado central del amor, el del IV evangelio.

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Jn 1, 1-18 – JMC

«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La palabra era la luz verdadera, que alum­bra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la palabra se hizo car­ne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da tes­timonio de él y grita diciendo: «Éste es de quien dije: el que viene detrás de pasa delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su pleni­tud todos hemos recibido gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer».

  1. Según este himno del IV evangelio, Dios se nos presenta como «Pala­bra», es decir, como comunicación, explicación. Toda  palabra  comunica o explica algo. Este himno nos viene a decir que Dios se nos comunica y se nos explica en Jesús. Algo asombroso. Porque acabamos de oír, en la misa de medianoche, que Jesús se presentó como el ser más abandonado y débil. Así se nos comunica Dios. Y eso es lo que Dios nos dice de Sí mis­mo. El problema, que presenta este himno, está en que utiliza un término tomado del pensamiento griego. Con lo que la historia sencilla del «niño» quedó absorbida por la filosofía especulativa del «Lagos» griego. Con el paso de los siglos, esto dio pie a una teología sobre Cristo demasiado alejada de la mentalidad del pueblo y de lo que puede entender la gente sencilla.
  2. Esta «Palabra», este «Lógos», «se hizo carne». La encarnación de Dios en Jesús significa que Dios se despoja de todo su poder y autoridad. Es el vaciamiento de Dios (Fil 2, 7), que se funde con lo humano. Dios salva des­cendiendo, despojándose, privándose de medios, poderes y dignidades. Hay futuro y esperanza, no en la exaltación y aumento del poder, sino en la dignificación de lo humano. He aquí la gran lección de la Navidad.
  3. «A Dios nadie lo ha visto jamás». Dios está fuera de lo que nosotros podemos conocer. Desde el momento en que decimos que lo conoce­mos, eso que conocemos ya no es Dios, sino un «objeto» que nosotros elaboramos. Lo que nosotros podemos conocer de Dios es lo que se nos ha revelado en el niño «envuelto en pañales y acostado en un pesebre». La grandeza de Dios es la grandeza de este niño, que no tiene otra grandeza que la grandeza de su humanidad.

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Lc 2, 1-14 – JMC

«En aquel tiempo salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero. Este fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad. También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret en Galilea a la ciudad de David, que se llama Belén, para inscribirse con su esposa María, que estaba encinta. Y mien­tras estaban allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogé­nito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada. En aquella región había unos pastores  que pasaban  la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó: la gloria del Señor los envolvió de claridad y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: «No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha naci­do un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababan a Dios, diciendo: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama».

  1. Lo que interesa, en este relato, no son los datos históricos, sino el men­saje religioso. No está demostrado que Jesús naciera el 25 de diciembre. Ni que fuera en Belén porque no se sabe nada del censo de Augusto. Lo más probable es que todo eso es un montaje para justificar que Jesús nació en la ciudad del rey David (Belén). Seguramente Jesús nació en su pueblo, Nazaret. Por eso le llamaron siempre «el Nazareno» (Mt 2, 23; 21, 11; Mc 1, 9; Lc 1, 26; 2, 4. 39. 51; Jn 1, 45 s; Hech 10, 38). Incluso a los cris­tianos se les llamó «la secta de los nazarenos» (Hech 24, 5). El cristianismo nació como un movimiento ligado, no a la realeza de Judea, sino al pue­blo sencillo de Galilea.
  2. El dato capital que el relato destaca es que Jesús entra en la historia vinculado, no sólo a la pobreza e incluso a la marginación, sino sobre  todo a la exclusión. La señal que dan los ángeles, para encontrar a Jesús, no está entre los pobres, sino entre las bestias. Jesús deja claro, desde el primer instante de su vida en este mundo, que la salvación está vinculada a lo último, a lo marginal, a lo excluido. ¿Qué significa esto
  3. Significa, ante todo, que en el mundo hay salvación en la medida en que nos acercamos a lo excluido, a lo que nadie quiere acercarse y con lo que nadie quiere solidarizarse. Jesús tomó en serio, desde el primer ins­tante, que los últimos tienen que ser los primeros. Porque en los últimos es donde se encuentra «lo mínimamente humano», lo que es común a todos los seres humanos, aquello en lo que todos coincidimos y somos iguales. En lo mínimamente humano está lo que nos une, no lo que nos divide. La «buena noticia», la «gran alegría», la clave de la felicidad no se encuentra en lo que nos separa y nos distancia, sino en lo que nos funde en la unidad. La felicidad está donde se encuentra lo más entrañablemen­te humano (un niño en pañales), esté donde esté, aunque se le encuentre donde menos podemos imaginarlo.

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Lc 1, 67-79 – JMC

«En aquel tiempo, Zacarías, padre de Juan, lleno del Espíritu Santo, pro­fetizó diciendo: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza  de salvación  en  la casa de David, su siervo, según Jo había prometido desde antiguo por boca de sus santos profetas. Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la miseri­cordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán. Para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos en santidad y justicia, en su presencia todos nuestros días. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor, a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de los pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».

  1. Zacarías había estado mudo varios meses. Cuando pudo hablar, no se quejó. Ni le pidió explicaciones a Dios. Lo primero que hizo fue bendecir al Señor. Zacarías veía el lado positivo de la vida. No se lamentaba de los males que le sobrevenían. Y agradecía los bienes de los que disfrutaba. Zacarías era un hombre bueno. Y esa bondad se manifestaba, ante todo, en que lo primero que veía era lo positivo que tiene la vida de cada día. Era un hombre de Espíritu, motivado por buenos deseos. En todo esto, Zacarías es un ejemplo a seguir; y una buena lección que es importante aprender.
  2. Pero con frecuencia ocurre que también las buenas personas, quizá sin darse cuenta de lo que les pasa, abrigan  sentimientos  equivocados  o torcidos. Zacarías creía en un Dios nacionalista, para el que son enemi­gos los enemigos que odian a un pueblo determinado. Para Zacarías, los enemigos de Israel eran enemigos de Dios. Y es que, con frecuencia, las religiones dividen, separan y hasta enfrentan a los pueblos y a las perso­nas. En los evangelios, páginas adelante, veremos que el Dios de Jesús no es así. Porque Jesús fue el primero que mostró una ejemplar predilección por los extranjeros y extraños en general. El Dios de Jesús no es naciona­lista y, menos aún, xenófobo.
  3. Como decimos que Dios es trascendente y, por tanto no está a nuestro alcance, cada pueblo, cada nación, cada grupo humano y cada individuo se lo imagina como puede o quizá como le conviene. Por eso hay tanta gente, que son buenas personas y, sin embargo, creen en un Dios que se identifica con los de mi país, los de mi partido o los de mi grupo. Y recha­za a mis enemigos o a los que me odian. Todo esto entraña una lección fuerte, dura, que da que pensar. Se trata de que, a veces, las personas religiosas, los que son vistos como los «buenos», utilizan a Dios como un argumento o un motivo que favorece sus intereses y mantiene sus privi­legios. Esto hace mucho daño a la religión y a las personas religiosas.

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