CELIBATO

(viudas, matrimonio). El concepto del celibato, tal como lo ha desarrollado la Iglesia posterior, no existe en la Biblia, ni en Antiguo ni en el Nuevo Testamento. La situación ideal del hombre y de la mujer en el Antiguo Testamento es el matrimonio. Sin embargo, en el libro de la Sabiduría se incluye un canto al eunuco y a la mujer soltera que son fieles a Dios (Sab 3,13–4,6). En esa línea, algunos movimientos judíos del tiempo de Jesús (terapeutas*, esenios*) han podido llevar una vida de celibato, centrada en los valores que se juzgan superiores, relacionados con la presencia de Dios en el mundo. En ese contexto se sitúa la opción de Jesús y de los primeros cristianos.

Jesús, hombre célibe. Matrimonio mesiánico. Entre los temas significativos de la figura de Jesús en los evangelios está su «celibato», entendido como ausencia de familia exclusiva. Algunos investigadores marginales han elevado la hipótesis de que podía ser viudo; otros han hablado de sus posibles amores como María Magdalena, afirmando, incluso, que estaba casado. Pero nada de eso encuentra apoyo en las fuentes. Jesús, lo mismo que Juan Bautista, su maestro, aparece como un «solitario», como alguien que renuncia a una familia propia (o prescinde de ella) para ponerse mejor al servicio de la obra de Dios o del Reino. En ese sentido podemos empezar diciendo que el celibato de Jesús se encuentra vinculado a su opción a favor de los «pobres sexuales», es decir, de aquellos que no pueden mantener una relación familiar estable, socialmente reconocida, como los leprosos y las prostitutas, los enfermos y los niños sin protección. En ese contexto puede inscribirse la expresión y experiencia de los «eunucos por el reino de los cielos» (Mt 19,12), que sitúa a los seguidores de Jesús en el espacio humano de los marginados sexuales, por razón biológica o social (aunque el texto parece haber sido creado por una comunidad pospascual con posibles tendencias ascéticas). Por eso, el celibato de Jesús no es una forma de elevarse sobre los demás, en pureza y dignidad, sino de solidarizarse con el último estrato afectivo de la humanidad, con los sexualmente destruidos. De esa forma aparece como un gesto extrañamente peligroso y fuerte, como una opción a favor de los hombres y mujeres más problemáticos para el buen sistema.

Una protesta. Eunucos por el Reino. En la línea anterior, el celibato de Jesús puede interpretarse como protesta en contra de una visión posesiva y legalista del matrimonio. Ese tema está ya en el fondo de Mt 19,12, donde se habla de los «eunucos por el Reino», es decir, de aquellos que se sienten capaces de superar un matrimonio que somete a las mujeres (y de otra manera a los hombres) a un tipo de imposición que debe regularse por ley. Ese motivo se expresa de manera más intensa en Mc 12,15, donde Jesús afirma que, en la resurrección, hombres y mujeres no se casarán, es decir, no se esposarán en la manera actual, sino que serán «como ángeles del cielo», viviendo la plena libertad en el amor. Recordemos que el hermano del difunto esposo debía casarse con la viuda para darle descendencia, de manera que todos, viuda y nuevo esposo, estaban sometidos a una ley de posesión y reproducción; pues bien, por encima de eso, Jesús ha recordado un ideal de amor, en que hombres y mujeres son como «ángeles del cielo»; pero debemos recordar que aquí los ángeles no son espíritus asexuados, sino seres capaces de una forma de vinculación amorosa gratuita y universal. Dicho todo esto, debemos indicar que Jesús no ha rechazado el matrimonio, sino todo lo contrario: lo ha concebido como signo del reino de Dios (cf. Mc 2,19), lugar y camino de fidelidad definitiva en el amor (cf. Mc 10,7-9), por encima de toda imposición y legalismo. Eso significa que su celibato está al servicio de un matrimonio mesiánico (y viceversa: el matrimonio evangélico está al servicio de un celibato mesiánico). En esa línea puede y debe interpretarse el signo de la mujer que le unge (Mc 14,2-9) y el de las bodas de Caná (Jn 2,1-11).

Un celibato dramático. Pablo ha interpretado el celibato (= virginidad) como un comportamiento que responde a la irrupción de los últimos tiempos (cf. 1 Cor 7,1-40) y que se expresa como signo de libertad para el Evangelio. Hay amores parciales, que atan al hombre o mujer al hacer y rehacer, al comprar y al vender, en el plano del talión, es decir, de la ley de intercambios sociales donde todo se paga y merece, dentro de un sistema bien organizado. Pues bien, superando ese nivel, inspirado en el testimonio de Jesús, Pablo ha descubierto y ofrecido a los creyentes (especialmente a las mujeres) la posibilidad de un amor que se manifiesta como poder de libertad. Él no ha tenido ocasión o necesidad de elaborar una doctrina unitaria sobre el puesto de la mujer en la familia y en la Iglesia, pero ha elaborado unas reflexiones en las que asume y expande, en otra línea, la palabra de Jesús sobre el matrimonio: «A los casados les ordeno, no yo sino el Señor: que la mujer no se separe del marido… y que el marido no despida a la mujer» (1 Cor 7,10; cf. Mc 10,1-12; Mt 19,1-9). Varón y mujer están vinculados en un mismo ideal (o exigencia) de fidelidad y así establecen una relación simétrica de amor en la que son iguales sus derechos y deberes. Sobre el celibato o virginidad Pablo no tiene precepto del Señor (1 Cor 7,25), pero sabe dar un consejo que le parece fundamental. A su juicio, siguiendo la lógica de la escatología (= ha llegado el fin de los tiempos) y conforme a la exigencia de la unión con el Kyrios (de un amor ya liberado de las preocupaciones de este mundo), todos los cristianos deberían ser célibes: «En cuanto a lo que me habéis escrito, bien le está al varón abstenerse de mujer [1 Cor 7,1]… Lo que digo (respecto al matrimonio) es una concesión no un mandato. Mi deseo es que todos fueran como yo [célibes]; pero cada cual tiene de Dios su carisma particular, unos de una maneras, otros de otra. No obstante, digo a los célibes y a las viudas: bien les está quedarse como yo» (1 Cor 7,6-8). «Os digo pues, hermanos, el tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran. Los que lloran como si no llorasen. Los que están alegres como si no lo estuviesen. Los que compran como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa. Yo os quisiera libres de preocupaciones. El célibe se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está, por tanto, dividido. La mujer no casada, lo mismo que la virgen (muchacha libre) se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Pero la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. Os digo esto para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división» (1 Cor 7,29-35).

Valores del celibato paulino. Conforme a la experiencia de Pablo, el celibato ofrece a los creyentes una libertad especial que se halla vinculada al hecho de que les permite trascender un nivel de relación humana en la que, a su juicio, hombres y mujeres corren el riesgo de vivir sometidos a la esclavitud de los deseos. En esa línea, el mismo matrimonio es para Pablo una concesión, de manera que «los casados no pecan, pero tendrán su tribulación en la carne» (1 Cor 7,28), porque han situado su existencia en ese nivel de carne. Por el contrario, los célibes pueden vivir ya desde ahora la experiencia fundante de la libertad sin división (1 Cor 7,35), como personas liberadas, que no tienen más preocupación que aquella que deriva del Señor. Pablo vive bajo la urgencia de la llegada del fin de los tiempos, que libera al hombre y a la mujer de todas las preocupaciones del mundo, entre las cuales se encuentra, a su juicio, la vida matrimonial. El celibato, en cambio, pertenece al nivel del Kyrios, es decir, puede situarse mejor en la línea del encuentro con Jesús, en el plano de superación de un mundo que tiende a dominar y oprimir a los hombres. Desde esa perspectiva se entienden sus valores. (a) Libertad. Conforme a la experiencia normal del mundo viejo, el ser humano se encuentra dividido entre Dios y el mundo, entre lo masculino y femenino…, de forma que no puede alcanzar su libertad personal y autonomía. Pues bien, la experiencia cristiana significa para Pablo el descubrimiento de la individualidad radical: cada ser humano (varón o mujer) es persona por sí mismo en el encuentro con el Kyrios, de manera que puede ya vivir sin divisiones ni rupturas interiores. (b) Igualdad sexual. Varones y mujeres son iguales ante el celibato, de manera que puede superarse la visión de una humanidad sexualmente clasista donde la mujer se hallaba como sometida a los varones (primero al padre, luego al marido). La mujer célibe aparece como liberada, dueña de sí misma dentro de la Iglesia, en camino de fidelidad a su Señor que es Cristo (el mismo Señor de los varones).

Limitaciones del celibato paulino. La visión de Pablo está centrada en la certeza de que ha llegado el fin del mundo: «el tiempo es corto; los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran…» (1 Cor 7,29). Es la hora final; ha culminado el proceso de los tiempos. Por eso, los hombres ya no tienen que ganar su vida o sostenerla a través de sus acciones, porque están salvados por Cristo. Pues bien, entre las grandes acciones de este mundo se encuentra, conforme a la visión judía, el matrimonio. Pablo supone que los esposos asumen el orden de la creación y se insertan en la obra cósmica de Dios, conformando por ella su existencia, como si este mundo no hubiera ya terminado. Pues bien, Pablo piensa que la resurrección del Cristo permite superar ese nivel, porque ha llegado ya el fin de los tiempos. Por eso los creyentes (varones y mujeres) no se encuentran obligados a casarse, para vivir en plenitud, como personas. Ciertamente, Pablo valora el matrimonio (1 Cor 7,10), pero añade (conforme a su experiencia; cf. 1 Cor 7,25) que, de algún modo, al menos para la mujer, el matrimonio se opone al servicio del Kyrios Jesús, quien, sin embargo, había defendido el matrimonio, poniendo de relieve el carácter definitivo de su amor (cf. 1 Cor 7,32-35). Parece que Pablo se encuentra demasiado impactado por la experiencia de la nueva libertad cristiana y por la urgencia del final (cf. 1 Cor 7,29-31) como para advertir la tensión (casi contradicción) entre sus dos afirmaciones. Por un lado, sabe que el Señor avala el matrimonio y confirma su carácter escatológico. Por otro lado, él piensa que el matrimonio se opone al amor del Señor. Pablo se hallaba ocupado por demasiados problemas y no pudo resolverlos todos, de manera que en el planteamiento del celibato pudo tomar posturas extremistas, que no se compaginaban del todo con su visión del matrimonio según Cristo. Por otro lado, su visión de que «la mujer casada no puede ocuparse de las cosas del Señor porque tiene que servir a su marido» forma parte de una antropología posesiva, patriarcalista, que el mismo Evangelio debe hacer que superemos.

El celibato como protesta y como libertad. Conforme a la visión de Pablo, el celibato de la mujer no puede ser una simple protesta contra «el esclavizamiento de las mujeres casadas» (aunque a veces ha tenido que serlo), sino una expresión de libertad cristiana. Libre ha de ser la mujer casada, libre la célibe (y lo mismo el varón casado o célibe); distintas serán sus formas de expresar la universalidad y concreción del amor de Cristo, en sus circunstancias particulares. Dicho esto, debemos añadir que Pablo, desde el conjunto de su experiencia, abrió unos temas y ofreció un comienzo de reflexión que puede ser muy importante para la Iglesia posterior, sobre todo desde la perspectiva de la libertad. Es muy posible que, en ciertos momentos, la Iglesia posterior haya tenido miedo de esta libertad mesiánica (personal y social) que el mensaje de Cristo ofrece a los creyentes (en especial a las mujeres), invirtiendo el mensaje de Pablo y convirtiendo la virginidad religiosa de algunas instituciones oficiales (con clausura obligatoria, bajo dominio de una jerarquía masculina) en una nueva forma de sometimiento.

(1) Bodas mesiánicas. Un testimonio muy fuerte y discutido del tema del celibato lo ofrece el Apocalipsis, cuando presenta los dos grandes pecados de la Iglesia: la porneia o prostitución, que significa la compraventa del amor para conseguir ventajas materiales; los idolocitos, que son la comida ofrecida a los ídolos de Roma, es decir, un tipo de economía que nos hace esclavos del imperio (cf. Ap 2,14.20). En contra de ese doble y único pecado (afectivo y social), el Apocalipsis ha puesto de relieve la fidelidad de los creyentes, que mantienen la confesión de fe y la palabra del amor, conforme a una experiencia que nos sitúa en la línea del amor «esponsal» que habían elaborado algunos grandes profetas (Oseas, Jeremías, Isaías…) cuando presentan la unión de Dios con los hombres en forma de experiencia nupcial o encuentro enamorado. Este motivo está en el fondo de Mc 2,18-22 (amigos del novio) y de Mt 25,1-13 (novias con aceite), lo mismo que en el simbolismo esponsal del conjunto de Jn 2 y 4 (bodas de Caná y Samaritana) y de la tradición de Pablo (cf. Ef 5). Ésta es una tradición parabólica e incluso mistagógica, que puede interpretarse (y se ha interpretado a veces) en formas patriarcales (de supremacía del Cristo-varón) o gnósticas (de rechazo del mundo), pero que debe ser asumida y recreada desde su origen bíblico. En sentido radical, todos los cristianos (varones y mujeres, casados y solteros) han de ser célibes para el Reino (han de superar un amor de porneia o utilización posesiva), pudiendo ser, al mismo tiempo, novios o novias (esposos o esposas) en Cristo, viviendo así la fidelidad de Dios en formas de fidelidad interhumana.

2 El escándalo de los que «no se han manchado con mujeres». En el contexto anterior ha de entenderse una de las palabras más hirientes del Nuevo Testamento y de la Biblia, aquella donde se habla del triunfo de los 144.000 «soldados del cordero» que no se han manchado con mujeres (Ap 14,4). En principio, en el Nuevo Testamento, la palabra mancha no significa sexo, ni implica erotismo. Pero, en cierto momento, por influjo de un dualismo helenista (y gnóstico), algunos cristianos varones han identificado la mancha con el gozo sexual, relacionándolo de un modo especial con las mujeres. En esa línea, ha podido influir una interpretación sesgada de Ap 14,1-6, donde Jesús aparece como Cordero Batallador Inmaculado, que triunfa sobre el monte Sión, seguido por un ejército de soldados escogidos, que «no se han manchado con mujeres». Éste es un texto duro y simbólicamente ofensivo para las mujeres; por eso, nos hubiera gustado que no estuviera en la Biblia. Pero dentro de su contexto apocalíptico puede y debe interpretarse desde la perspectiva del pecado de los ángeles de 1 Henoc, donde el pecado no es de las mujeres, sino de los violadores varones, dentro de un mundo donde triunfa la violencia erótica masculina: son los varones los que se manchan al violar a las mujeres; sólo quienes superan esa violación pueden acompañar en su triunfo al Cordero. De todas maneras, leído al pie de la letra, este pasaje es contrario al Evangelio y ofensivo para las mujeres, a las que se toma, en contra de Jesús, como personas que manchan a los hombres. Pero, según el Evangelio, lo que mancha no son las mujeres, ni los varones, sino un tipo de egoísmo y violencia, que puede darse tanto en varones como en mujeres, un egoísmo que se opone a los principios del celibato de Jesús, cuyo sentido básico era la libertad para el servicio a los pobres y excluidos de la sociedad.

Conclusión. Celibato para el matrimonio, matrimonio para el celibato. La tarea básica de la Iglesia cristiana en este campo consiste en recuperar la gratuidad y universalidad de la opción celibataria de Jesús, a favor del reino de Dios, es decir, del proyecto de la nueva humanidad. Jesús no ha hecho un voto de castidad, ni se ha propuesto ser célibe de un modo legal (institucional). Más aún, no sabemos el tipo de vida que él hubiera asumido si no le hubieran matado: no podemos proyectar sobre ella ningún tipo de modelo antropológico antiguo o moderno… Lo único cierto es que él se ha entregado al servicio del Reino, en gesto de amor dirigido en concreto, de manera cercana y poderosa, hacia los expulsados y enfermos de su entorno. Su único proyecto ha sido el reino de Dios y al servicio de ese Reino ha vivido y ha muerto, de manera que al final de su vida (en su pascua) todos los discípulos han podido descubrirse identificados con él, recreados por su resurrección. Por eso añadimos que para Jesús el celibato no ha sido un punto de partida, sino una consecuencia. No ha buscado primero el celibato y después la opción por los impuros y los excluidos, sino al contrario. Lo primero ha sido su opción a favor de aquellos que no tenían familia (publicanos y prostitutas, leprosos y enfermos). Al servicio de esa opción se entiende su celibato, que no le aísla en una casa, ni le encierra en un grupo, sino que le sitúa en el cruce de todos los caminos, en el lugar donde puede dialogar con todos, no sólo con publicanos y prostitutas, sino con fariseos y saduceos, con hombres y mujeres de toda condición. Esta capacidad de encarnarse en el centro del mundo, sin «casarse» con ningún poder establecido, define el celibato de Jesús, frente a la renuncia de los esenios célibes de Qumrán o de los judíos terapeutas del lago Mareotis de Egipto, que abandonan un tipo de familia por ley sacral o por exigencia de una contemplación separada del mundo. Tampoco el celibato de Pablo puede entenderse como finalidad en sí, sino que está al servicio de la familia humana, es decir, del amor gratuito y gozoso de hombres, mujeres y niños. Tanto el celibato como el matrimonio, en su forma actual, marcan la limitación de una forma de vida humana que no puede desarrollar todos los caminos del amor; por eso, los casados han de vivir como si no lo estuvieran y los célibes como si no fueran célibes, porque unos y otros, todos, sólo pueden ser creyentes en la medida en que expresan y expanden el amor del Reino, en comunicación no impositiva. Conforme a una lectura sesgada de la carta a los Hebreos, cuando presenta a Jesús como sacerdote según el orden de Melquisedec (cf. Heb 5,6.10; 6,20; 7,1-17), algunas tradiciones eclesiales han querido que los ministros de la Iglesia sean hombres separados, sin padre ni madre, personas que han roto con las genealogías de este mundo (genealogía que definen el sacerdocio de Aarón o Sadoc), para poder vincularse mejor a todos los hombres, según el orden celeste, suprafamiliar, de Melquisedec. En esa línea, una Iglesia instituida ha impuesto el celibato para sus ministros, interpretándolo a veces en línea sacrificial, como si Dios necesitara la ofrenda y renuncia afectiva de sus servidores. Entendido así, un celibato sacrificial, vinculado a veces a la toma de poder en la Iglesia, puede ir en contra de la libertad de Cristo y del amor del Evangelio. Por el contrario, vivido al modo de Jesús, el celibato de algunos cristianos puede ser un testimonio fuerte de Evangelio.

Cf. Th. MATURA, El radicalismo evangélico, Claretianas, Madrid 1980; J. M. R. TILLARD, El proyecto de vida de los religiosos, Claretianas, Madrid 1974; L. LEGRAND, La doctrina bíblica sobre la virginidad, Verbo Divino, Estella 1976.

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CASTIGO

(infierno, pecado). Uno de los motivos fuertes de la antropología bíblica es el tema de la «sanción», vinculado a la ley* de Dios y a la responsabilidad* del hombre: «el día en que comas del árbol del conocimiento del bien/mal morirás» (Gn 2,17). Del castigo de los vigilantes violadores trata 1 Hen; y el libro de la Sabiduría se ocupa también del castigo (y del retardo del castigo) de los egipcios y los cananeos. En un nivel, ese tema sigue vigente en el Nuevo Testamento, como Jesús formula cuando habla del no juicio: «Con el juicio con que juzguéis seréis juzgados…». Pero ya no se trata de un castigo externo, impuesto por Dios desde fuera, sino de una expresión de la responsabilidad del hombre, a quien Dios (la Vida) ha puesto en manos de sí mismo, de manera que él mismo puede destruirse, incluso volviéndose infierno* (cf. Mt 25,31-46). Pero la Biblia sabe que por encima de ese castigo humano sigue estando siempre la creación bondadosa de Dios.

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CARISMÁTICOS

(carismas, amor, guerra, profetas, autoridad, sanador). Fundándose en las observaciones de Pablo (1 Cor 12–14), hace ya tiempo, M. Weber (1864-1920) estudió el sentido de la autoridad carismática, en unos trabajos que han sido muy influyentes en el campo de la Iglesia y de la vida política.

Carisma e institución. Conforme a las distinciones de M. Weber, suele distinguirse el carisma y la institución, no sólo en la Iglesia cristiana, sino en el conjunto de la sociedad. (a) La autoridad carismática es propia de aquellos que inician un movimiento, descubriendo y poniendo en marcha nuevas posibilidades de actuación. Los carismáticos crean (imaginan, instituyen) unas líneas de vida que antes no existían: no se imponen por ley, ni triunfan por razonamiento o votaciones, sino por su misma fuerza interna. Ellos son autoridad primera: no defienden lo que existe para organizarlo mejor, sino que introducen otros modelos de existencia, en un plano político o social, religioso o estético. (b) La autoridad burocrática o institucional surge en el momento en que el carisma se enfría, de manera que resultan necesarias unas normas o leyes que sean capaces de mantener el orden, utilizando unos principios jurídicos, en la línea del talión*. La autoridad carismática es necesaria para recrear la sociedad. Ella se sitúa más allá de los poderes establecidos, de manera que puede y debe vincularse con Dios (o con el Espíritu Santo), entendido como fuente de la vida. Pero ella no puede resolver todos los problemas y, además, puede volverse irracional, convirtiéndose en violenta. En el conjunto de la Biblia hay una dialéctica constante entre los carismas (vinculados a la línea profética) y las instituciones (expresadas sobre todo por el sacerdocio). No todo lo carismático es bueno: puede haber pretendidos carismáticos que se vuelven intolerantes y violentos. No todo lo institucional es negativo: es necesario regular los carismas, para bien de la comunidad. Desde ahí, a modo de ejemplo, y prescindiendo aquí de la profecía* clásica, queremos destacar tres movimientos carismáticos importantes en la Biblia.

Antiguo Testamento: carismáticos guerreros y profetas. La mayor parte de los movimientos carismáticos tienden a ser pacíficos, en línea de intimismo espiritual. Pero siempre han existido grupos carismáticos violentos que han interpretado la presencia de la ruah* o espíritu de Dios como exigencia de compromiso militante al servicio de la obra de Dios. En esta línea se mueven los guerreros sagrados del comienzo de la historia de Israel (federación* de tribus), militares profesionales que acuden al combate impulsados por un tipo de éxtasis guerrero. Podemos citar ejemplos en casi todas las religiones antiguas: el buen guerrero ha sido un santo en el sentido radical de la palabra, un hombre poseído por la fuerza de Dios. Pero también algunas religiones modernas (ciertas formas de hinduismo e islamismo, incluso algunos movimientos cristianos) han desarrollado un tipo de mística guerrera del Espíritu. Dentro de la Biblia, los guerreros carismáticos más significativos son los jueces*, sobre los que viene el Espíritu de Dios, excitándoles con fuerza y capacitándoles para derrotar a los enemigos y liberar a los amigos del pueblo (cf. Jc 2,11-19; 3,10; 11,29; 13,25; etc.). El Espíritu no se expresa como poder tranquilo de experiencia interna, ni en el trance individual, sino como fuerza guerrera, que anima a los soldados, haciéndoles luchar y vencer (o morir) por la causa de Dios, en guerra santa. Dios mismo se apodera del combatiente israelita, infundiéndole su Espíritu y haciéndole sacramento de salvación para el pueblo. Eso significa que la guerra no se ha racionalizado todavía, ni el ejército se ha vuelto un tipo de institución burocrática, sino que los guerreros son hombres «sobrenaturales», lo mismo que los nabis o profetas* extáticos. Tanto el guerrero como el profeta extático son instrumentos de Dios, al servicio de la totalidad del pueblo. El profeta ofrece el testimonio de la presencia de Yahvé como poder de transformación religiosa. El guerrero es un testigo viviente de la fuerza protectora de Dios que libera a su pueblo de los enemigos del entorno. La guerra pone al hombre en situación de trance: lo saca de sí, lo llena de entusiasmo sacral, lo lleva hasta el extremo de entregar la vida por la causa de Dios. Es normal que, en el principio de su historia, Israel haya considerado a sus guerreros como hombres privilegiados del Espíritu, en unión con sus profetas extáticos.

Jesús. Exorcistas y profetas carismáticos. Jesús ha sido un carismático, pero no al servicio de la guerra, sino de la transformación o conversión de los hombres, al servicio del Reino. Ciertamente, Jesús sabe discutir con los rabinos sobre temas de institución sacral, pero no actúa desde un poder que le concede la Ley de Dios, ni la estructura legal de su pueblo, sino desde un contacto directo con Dios, que se expresa en sus milagros y, de un modo especial, en sus exorcismos*, entendidos como batalla* contra lo diabólico. Ciertamente, Jesús no está aislado, pues había en su mismo tiempo y espacio israelita profetas y sanadores carismáticos, entre los que se suele citar a Honi y Janina ben Dosa, que curaban con la ayuda de su Dios (Yahvé). Había también en su entorno pagano curanderos, santones y hechiceros, como Apolonio de Tiana, a quien algunos han relacionado con Jesús, aunque sea posterior y sus milagros tengan un sentido muy distinto. Jesús puede situarse entre otros profetas y sanadores, pero tuvo algo especial, que la comunidad cristiana supo captar y vincular después, en la Pascua. Jesús fue carismático al servicio de los más pobres, presentándose, al mismo tiempo, al menos en sentido tendencial, como mesías* de Dios. Así fue condenado a muerte, porque su carisma resultaba peligroso, no porque le llevaba a matar a los demás (como hacían los jueces* antiguos), sino a dar vida, de un modo distinto al del sistema.

Iglesia cristiana, comunidad carismática. Jesús suscitó un movimiento carismático muy fuerte. En el círculo de sus seguidores, especialmente en Galilea, hubo exorcistas y sanadores, que siguieron realizando su tarea y expandiendo la memoria y esperanza de su Reino, como suponen los mandatos misioneros (Mc 6,6b-13 par). Ellos constituyen un elemento esencial de la nueva institución cristiana, aunque la Iglesia organizada haya dado primacía a otros rasgos sacrales y sociales. También la iglesia de Jerusalén fue carismática, como indica Hch 2, cuando presenta el surgimiento de la comunidad desde la experiencia del Espíritu, que se expresa de un modo especial en el don de lenguas, que Lucas interpreta de forma misionera: «Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen. Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo… y se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua y decían: ¿No son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra propia lengua? Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia y Egipto… cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios» (cf. Hch 2,4-11). Hay en el fondo de ese pasaje el recuerdo de unas comunidades en las que diversos creyentes eran capaces de hablar «lenguas sagradas», en experiencia extática. Como sabemos (carismas*, amor*), Pablo ha puesto el don de lenguas al servicio del amor y de la comunión de los creyentes (1 Cor 12–14). Lucas lo pone aquí al servicio de la apertura misionera: el verdadero carisma del Espíritu es aquel que permite que todos los hombres, de todas las razas y lenguas, puedan comunicarse, en lo que hoy llamaríamos una experiencia de globalización intercultural liberadora.

Cf. F. ALBERONI, Movimiento e Institución, Nacional, Madrid 1981; L. BOFF, Iglesia: carisma y poder, Sal Terrae, Santander 1982; J. D. G. DUNN, Jesús y el Espíritu, Sec. Trinitario, Salamanca 1981; H. HEITMANN y H. MÜHLEN (eds.), Experiencia y teología del Espíritu Santo, Sec. Trinitario, Salamanca 1978; L. LEUBA, Institución y acontecimiento, Sígueme, Salamanca 1969; X. PIKAZA y N. SILANES (eds.), Los carismas en la Iglesia. Presencia del Espíritu Santo en la historia, Sec. Trinitario, Salamanca 1999; M. WEBER, Economía y sociedad, FCE, México 1944.

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CARISMAS DEL ESPÍRITU

(gracia, amor, Espíritu Santo, ministerios). El tema de los dones o gracias (kharismata) del Espíritu Santo ha constituido una de las preocupaciones fundamentales de Pablo, sobre todo en sus relaciones con la comunidad de Corinto. Da la impresión de que parte de los cristianos de Corinto querían cultivar los dones carismáticos (de tipo sobre todo extático) en sí mismos, sin referencia a Jesús y a la Iglesia, convirtiendo la comunidad en una asociación libre de virtuosos extáticos, capaces de entrar en trance y hablar en lenguas (en un tipo de lenguaje pararracional, hecho de exclamaciones y emociones que rompen la sintaxis normal de un idioma). Significativamente, Pablo no niega esa experiencia, ni la desliga del Espíritu Santo, pero la sitúa en un contexto eclesial donde la presencia y acción del Espíritu aparece vinculada sobre todo a la revelación de Dios en Cristo y al amor mutuo.

Carismas, ministerios, actividades. Éste es el tema básico del argumento de 1 Cor 12–14. Pablo empieza ofreciendo un principio general: «Hay diversidad de carismas (kharismatôn), pero el Espíritu (Pneuma) es el mismo» (1 Cor 12,4): la presencia del Espíritu se expresa como carisma, es decir, como un don gratuito, que capacita al hombre para actuar de un modo más alto. «Hay diversidad de ministerios (diaconías), pero el Señor (Kyrios) es el mismo» (1 Cor 12,5): los ministerios o servicios de la comunidad aparecen vinculados al mismo Señor Jesús, a quien todo el Nuevo Testamento presenta como servidor o diácono por excelencia. «Hay diversidad de actuaciones (energemata), pero el Dios que obra todo en todos es el mismo, es el que hace todas las cosas en todos» (1 Cor 12,6). Pues bien, lo que en ese pasaje aparece de un modo triádico (vinculado al Kyrios, al Pneuma y a Dios) aparece después relacionado solamente con el Pneuma, es decir, con el Espíritu Santo. Así continúa diciendo Pablo: a cada uno se le ha dado la manifestación del Espíritu para conveniencia (de todos), por medio del mismo Espíritu (cf. 1 Cor 12,7). Éstos son algunos de los dones o carismas: palabra de sabiduría, palabra de ciencia, fe, poder de curaciones, don de hacer milagros, profecía, discernimiento de espíritus, don de lenguas, interpretación de lenguas… (cf. 1 Cor 12,7-13).

El problema y servicio a los más pobres. Pablo ha planteado este problema porque algunos cristianos de Corinto se lo han pedido, preguntándole sobre los pneumatiká (dones espirituales: 1 Cor 12,1), que han venido a convertirse en objeto de discordia en la comunidad. Algunos cristianos se creen y portan como superiores, pues se sienten portadores del Espíritu, sabios aristócratas, jerarquía carismática de la Iglesia, porque, según ellos, poseen dones más grandes: el de la profecía y, sobre todo, el de las lenguas (cf. 1 Cor 13,1-3; 14,1-25). Pablo no condena esos dones, pero responde que ellos deben ponerse al servicio de la comunidad. Eso significa que, por ejemplo, el don de lenguas y otros dones de tipo místico sólo tienen un sentido y un valor cristiano si es que pueden traducirse y ponerse así al servicio del conjunto de la asamblea. En la base del argumento de Pablo está la exigencia y valor de la unidad de los creyentes, que no está hecha de uniformidad, sino de variedad puesta al servicio de la vida del conjunto de la Iglesia. Por eso, todos los carismas individuales o grupales han de estar al servicio del conjunto de la comunidad (cf. 1 Cor 12,1226): son valiosos en cuanto vinculan en amor a los cristianos, entre quienes los más importantes son aquellos que parecen más pobres (y tienen en apariencia menos dones); por eso, la unidad del Espíritu se expresa en el servicio a los excluidos del sistema.

Carismas y amor. En este contexto, ha destacado Pablo los dones que son más necesarios para el surgimiento y despliegue de la Iglesia, poniendo así de relieve el valor del apostolado y de la comunión de los creyentes, pasando por la profecía, enseñanza, acogida y don de curaciones (cf. 1 Cor 12,1-11.27-31; 14,26-33). Más aún, en el centro de su descripción y valoración de los carismas (1 Cor 12–14) ha colocado Pablo el canto al amor (1 Cor 13), indicando así que tanto el don de lenguas, como los milagros y profecías, lo mismo que la fidelidad creyente, están al servicio del Amor, que es presencia gratuita y generosa de Dios en la comunidad. En este mismo contexto se sitúa la temática y discusión de Pablo sobre la Ley y la Gracia. En sí misma, una forma de ley judía ha sido incapaz de crear una comunidad universal, abierta en gracia al misterio de Dios, vinculando a todos los hombres, con sus diferencias, al servicio de la comunión. El Amor, en cambio, puede hacerlo: es presencia gratuita y universal de Dios por Cristo, en medio de la Iglesia, y por la Iglesia entre todos los humanos. Entendido así, el amor es el único carisma.

Cf. J. D. G. DUNN, Jesús y el Espíritu, Sec. Trinitario, Salamanca 1981; H. HEITMANN y H. MÜHLEN (eds.), Experiencia y teología del Espíritu Santo, Sec. Trinitario, Salamanca 1978; X. PIKAZA y N. SILANES (eds.), Los carismas en la Iglesia. Presencia del Espíritu Santo en la historia, Sec. Trinitario, Salamanca 1999.

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BIENAVENTURANZAS

(bendición, pobres, gozo). Las bienaventuranzas suelen ser sentencias de tipo sapiencial que declaran la suerte y felicidad de algunas personas especiales. Así aparecen con cierta frecuencia en el Antiguo Testamento, sobre todo en los salmos: «Bienaventurados los que habitan en tu casa para siempre [Sal 84,4]; bienaventurados los que guardan el derecho, los que cumplen las justicia… [Sal 106,3]; bienaventurados todos los que confían en Dios» (Is 30,18). Jesús ha tomado este género literario y le da dado un sentido escatológico vinculado a su mensaje. En el Nuevo Testamento aparecen en dos versiones, la de Lucas y la de Mateo. Hay también bienaventuranzas en otros libros, como el Apocalipsis.

Bienaventurados los pobres. Texto de Lucas. Éstas son las tres primeras bienaventuranzas de Lucas: «¡Felices vosotros, los pobres, porque es vuestro el reino de Dios, felices los que ahora estáis hambrientos, porque habéis de ser saciados, felices los que ahora lloráis, porque vosotros reiréis!» (Lc 6,2021). En un primer momento, estas palabras pudieran encontrarse en otros textos de aquel tiempo: en los capítulos finales de 1 Henoc, en Test XII Pat y en las sentencias de varios rabinos. Jesús llama felices a los pobres, especificados después como hambrientos y llorosos, no por lo que ahora tienen (o les falta), sino porque su suerte ha de cambiar: se acerca el juicio, se invierten los papeles de la historia y los que estaban alienados y oprimidos vendrán a recibir la herencia de la vida. Lógicamente, en ese contexto se hacen necesarias las antítesis o malaventuranzas: «Pero, ¡ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido el consuelo! ¡ay de vosotros los ahora saciados…»! (Lc 6,24-25). La primera bienaventuranza es la más general, tanto por el sujeto (pobres: todos los oprimidos, tristes y/o enfermos del mundo) como por el predicado (se les ofrece el Reino, el mundo nuevo). Al decir «bienaventurados los pobres», Jesús hace una elección: los privilegiados de Dios son precisamente el desecho de la tierra. Es evidente que al obrar así Jesús suscita un camino de vida: todos los humanos y en especial los más dotados han de hacerse servidores de los pobres. Esa bienaventuranza primera se divide luego de manera que aparecen por un lado los hambrientos (pobreza más económica) y por otro los llorosos (pobreza más psíquica). La carencia se vuelve así expresión de caída integral. De manera correspondiente, el Reino se expresa también en dos señales: es hartura (más económica) y felicidad (más anímica). Es evidente que allí donde se escucha la palabra de gracia de estas bienaventuranzas de Jesús, la vida humana debe convertirse en expansión (explosión) de fuerte gracia: llevar hartura donde hay hambre, felicidad donde se esconde y triunfa la desdicha. Si se unen con las malaventuranzas, las bienaventuranzas expresan una enseñanza normal del Antiguo Testamento, recogida también en el Magníficat o canto de la Madre de Jesús (Lc 1,46-55). Ellas nos sitúan ante la inversión final, ante el Dios de la justicia y del destino, que transforma las suertes de los hombres, como sabe la historia parabólica de Ester. En ese plano, las bienaventuranzas serían sentencia judicial sobre el transcurso de la historia: expresan una ética del juicio, justicia inexorable que planea sobre los humanos. No serían aún Evangelio. Pero, leídas desde el conjunto de la vida y mensaje Jesús, ellas proclaman una enseñanza mesiánica que trasciende la inversión y el juicio normales de un tipo de religión de ley. Ciertamente, Jesús ha sido profeta israelita, mensajero de la justicia de Dios, pero, como sabe Mt 7,1 par (¡no juzguéis!), ha desbordado ese nivel.

La redacción de Mateo. El evangelio de Mateo interpreta las bienaventuranzas desde el contexto total del mensaje y de la vida de Jesús, tal como se expresa y vive en su Iglesia. Sobre esa base se entienden algunos cambios que él mismo (o su iglesia) ha introducido en el texto más antiguo de Lucas. Por la importancia que han tenido y tienen en la experiencia cristiana las comentamos con cierto detalle.

Bienaventurados los pobres de Espíritu. Mt 5,3 ha puesto pobres de espíritu donde Lc 6,20 decía simplemente pobres. Con eso no ha negado la bienaventuranza de la pobreza material, pues él sigue hablando en su evangelio de los pobres materiales y de los pequeños (cf. Mt 18,1-14), pero ha querido añadir una interpretación para los cristianos. Son pobres de espíritu aquellos que no se limitan simplemente a sufrir una suerte que les viene dada desde fuera, sino los que, pudiéndolo, asumen voluntariamente un camino de pobreza, por solidaridad, al servicio de los demás (cf. 2 Cor 8,9; Flp 2,6-11). Jesús no ha querido ayudar a los humanos por arriba, desde fuera, sino desde la misma situación en que se encuentran, encarnándose en su historia. Así aparece como el siervo que no grita, no se ensalza, no esclaviza; desde la misma pequeñez del mundo ayuda a los pequeños (cf. Mt 12,15-21).

Bienaventurados los que sufren. El evangelio de Lucas ponía «los que lloran» (hoi klaiontes), destacando quizá el llanto material, aceptado o no, en la línea de la pobreza material. Mateo pone hoi penthountes, que puede referirse más bien a los sufrientes, quizá a los que saben sufrir. Éstos serían más bien los que saben sufrir, los que aceptan el dolor y lo convierten en un tipo de vida fecunda. Ciertamente son bienaventurados todos los que sufren, por la razón que fuere, sin distinguir la forma en que asumen o no su sufrimiento. Sin negar lo anterior, Mateo parece haber puesto de relieve el valor de maduración que puede tener el sufrimiento.

Bienaventurados los mansos… (Mt 5,5). Es una bienaventuranza nueva, que Mateo o su Iglesia ha creado, siguiendo el testimonio de Jesús, que ha sido pobre y débil (sin respaldo económico, sin poder sobre el mundo), siendo, al mismo tiempo, alguien que ha sabido elevar y enriquecer a los pequeños, convirtiendo su pobreza en fuente de gracia y de vida para muchos. Mansos son los que actúan sin imponerse, los que ayudan a los demás desde su pobreza. Así ha hecho Jesús, así ha podido decir: «Acercaos a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde…» (Mt 11,28-29). Siendo pobre (manso, no violento), Jesús puede ayudar a los pobres.

Hambrientos de justicia. En vez de hambrientos sin más (como Lc 6,21), Mt 5,6 dice «hambrientos y sedientos de justicia». Ciertamente, son bienaventurados los carentes de comida, como supone Mt 25,31-46 (al decir que Jesús habita y sufre en ellos), pero Mt sabe también, como indica ese mismo texto, que hay hambrientos mesiánicos, que entregan la vida por los otros, dando de comer a los necesitados de la tierra. Éstos son los hambrientos creativos, aquellos que habiendo descubierto la presencia de Dios en los necesitados se empeñan en ponerse a su servicio. Es evidente que entre ellos se sitúa Jesús, portador de la justicia del reino sobre el mundo (cf. Mt 6,33). En este contexto han de entenderse los misericordiosos (Mt 5,7). Ellos aparecen vinculados al Dios de Israel, a quien la Escritura presenta como «clemente y misericordioso, lento a la ira…» (Ex 34,6-7). Pues bien, Mt ha definido a Jesús como el Mesías misericordioso, Hijo de David que tiene piedad de los perdidos sobre el mundo (cf. Mt 9,27; 25,22; 20,30-31). Ésta es su dicha más honda, la felicidad mesiánica: ayudar a los necesitados. La misericordia convertida en principio de felicidad: ésa es la nota fundante del Evangelio, el principio del cristianismo.

Bienaventurados los limpios de corazón (Mt 5,8). La limpieza constituye una experiencia esencial de un judaísmo que quiere evitar las impurezas que se contraen por alimentos, contacto con hombres impuros, etc. La limpieza básica se logra través de la ley: es pureza de manos que se lavan de acuerdo con el rito, de observancias que se cumplen realizando lo mandado, en vestidos y comidas, etc. Pues bien, frente a la pureza de una ley puesta al servicio de los fuertes (piadosos y cumplidores), Jesús ha situado la pureza del corazón, abierta de forma solidaria a todos los humanos, especialmente a los expulsados del sistema. En el centro del mensaje de Jesús ha estado la urgencia por superar el sistema de purezas judías, en plano de lepra y sábado (cf. Mc 1,40-45; 2,23–3,6), tabúes de sangre y sexo (cf. Mc 5) o limpieza externa y comidas (cf. Mc 7). Jesús viene a presentarse de esa forma como el limpio por excelencia, pero de otra forma, por el corazón misericordioso que se abre a los necesitados. Mt elabora sobre esa base la cristología de la pureza mesiánica, hecha de cercanía de corazón, superando todo juicio, en apertura hacia los necesitados. Sólo en este contexto se revela el Dios de los limpios: ellos verán a Dios.

Bienaventurados los pacificadores (Mt 5,8). El judaísmo del tiempo tiende a colocar en primer lugar otras bienaventuranzas: de los guerreros de Dios que conquistan el reino (celotas), de los buenos sacerdotes que cumplen el ritual de sacrificios, de los cumplidores de la ley… (línea farisea). Para Jesús, la bienaventuranza verdadera culmina allí donde los humanos son capaces de extender la paz del Reino, regalando la vida por los otros. Es evidente que el pacificador por excelencia es Cristo, como ha visto la tradición cristiana (él es nuestra paz: Ef 2,1415), pues reúne con su entrega fiel a todos los humanos. Ésta es la paz que se logra a través de un esfuerzo más alto, de una guerra distinta (cf. Mt 10,34), cuyo sentido sólo emerge en la experiencia de pascua. Éste es el camino de las bienaventuranzas, que ha empezado en los pobres y culmina en la paz (Mt 5,2-8). Siglos de espiritualismo sacral e idealista nos impiden abrir los ojos y mirar bien el mensaje y vida de Jesús, que es programa de gozo salvador y libertad dichosa. Hemos identificado a veces Evangelio con Ley, santidad con sacralidad, fidelidad a Dios con represión del sexo o los placeres. Pues bien, en contra de eso, las bienaventuranzas son cristología de dicha. Camino de felicidad, eso es Cristo.

Bienaventurados seréis cuando os persigan, insulten y calumnien (Mt 5,11; cf. Lc 6,22-23). Parece evidente que la tradición cristiana está pensando en el camino de Jesús, justo sufriente, que ha aprendido a dar la vida por fidelidad al Reino, por los otros (cf. Mc 9,31 par). Con Jesús han de sufrir también los suyos, en sufrimiento que viene a presentarse como fuente de más alta felicidad. No es masoquismo lo que pide Jesús o lo que ofrecen sus creyentes en la Iglesia, sino felicidad perfecta: la dicha mayor emerge allí donde varones o mujeres son capaces de aguantar, en paz con el dolor, sin rebelarse contra Dios, sin descargar la violencia contra otros. En esta bienaventuranza emerge un Jesús dichoso, que sabe dar la vida sin victimismo. No busca el dolor por el dolor, no se goza en la desdicha, sino que quiere dicha. Pero de tal forma le llena el amor del Reino que es capaz de sufrir gozosamente, para bien de los demás, dejándose matar antes que traicionar su camino de amor y felicidad. El camino cristológico se vuelve itinerario de dicha. El Evangelio no es guía de pecadores (contra el libro famoso de Luis de Granada), ni de perdedores, como podría suponerse desde Mc 8,31; 9,31, 10,32-34 par, sino de amadores y gozadores, de personas que saben ser felices desde el más hondo manantial de su existencia.

Conclusión. El sentido de las bienaventuranzas. No son sentencia que sólo ha de cumplirse al final de los tiempos, sino kerigma de salvación que actúa precisamente en este tiempo, diciendo ya a los pobres ¡es vuestro el reino de los cielos! Esta certeza de que irrumpe el fin, de que ha llegado el Reino, es la base de las bienaventuranzas, entendidas como palabra de gracia. (a) Son signo de presencia del Reino, no sentencia antropológica. No postulan el cambio humano para así llegar a Dios, sino que parten de Dios, para fundar de esa manera el cambio humano. Lo primero es la certeza de que Dios mismo se ha hecho vida para los hombres: «¡Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen! Porque os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron» (Mt 13,16-17). Sólo porque el Reino está presente y porque Dios mismo se adentra en nuestra historia puede asegurarse: ¡Dichosos, vosotros, los pobres…! Sin esa certeza, las bienaventuranzas serían talión resentido (¡cambiarán las suertes!) o sarcasmo (consuelo de pobres sometidos). (b) Son palabra performativa: realizan lo que dicen. Ante el paso de Jesús se afirma que los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y a los pobres se les anuncia la buena noticia (Mc 11,5-6). Desde ahí descubrimos que no son sentencia para el fin de los tiempos, ni expresión invisible de un reino espiritual, sino palabra creadora. Cuando proclama ¡dichosos vosotros los pobres…!, Jesús les está ofreciendo la dicha, entendida como salud, pan compartido, esperanza de vida, en medio de la misma pequeñez y sufrimiento de la historia. (c) Son palabra de exigencia. Todo es don de Dios, regalo de su vida y amor sobre la historia angustiosa y escindida de la tierra. Pero ese don se hace exigencia: quien recibe la gracia de Dios ha de volverse gracia para otros, convirtiendo su vida en irradiación del don ya recibido. Si Dios fuera talión también nosotros podríamos portarnos en clave de talión, de juicio y lucha mutua; pero el Dios de gracia nos convierte en manantial de gracia. Por eso, las bienaventuranzas se vuelven principio de exigencia, pudiendo así advertirnos: ¡ay de vosotros…! (d) Son acontecimiento salvador. La apocalíptica parece situar casi de forma paralela (simétrica) el premio y castigo finales, como suponiendo que Dios es neutral y el resultado del camino depende de la buena o mala acción de los humanos. Pues bien, en contra de eso, el Dios de Jesús no es neutral, de manera que salvación y condena, bienaventuranza y ayes, no pueden colocarse en simetría. Dios se ha comprometido positivamente en favor de los humanos, ofreciendo vida a todos, empezando por los pobres: es parcial porque ama a los pequeños y perdidos, es parcial porque supera con su gracia y entrega creadora la justicia legalista. Ciertamente, los ayes quedan, como palabra de aviso y advertencia, pero han de situarse en otro contexto teológico y literario (cf. Mt 5,2-11 y Mt 23).

Ampliación. Las bienaventuranzas del Apocalipsis. Hay en el Apocalipsis siete bienaventuranzas, que expresan el sentido del libro. (a) Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía (Ap 1,3). (b) Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor (Ap 14,13). (c) Bienaventurado el que vela, y guarda sus ropas, para que no ande desnudo, y vean su vergüenza (16,15). (d) Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero (19,9). (e) Bienaventurado y santo el que participe en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos (20,6). (f) Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro (22,7). (g) Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad (22,14). Estas siete bienaventuranzas se pueden dividir en dos grupos. La primera y la sexta se refieren a los que leen, escuchan y cumplen las palabras de profecía del libro. Las restantes se refieren, de diversas formas, a los que participan de la plenitud escatológica de Cristo.

Cf. F. CAMACHO, La proclama del reino. Análisis semántico y comentario exegético de las bienaventuranzas de Mt 5,3-10, Cristiandad, Madrid 1986; W. D. DAVIES, The Setting of the Sermon on the Mount, Cambridge University Press 1966; J. DUPONT, Les Béatitudes I-III, Gabalda, París 1969-1973; El mensaje de las bienaventuranzas, Verbo Divino, Estella 1988; G. LOHFINK, El sermón de la montaña ¿para quién?, Herder, Barcelona 1988; J. M. LÓPEZ-MELÚS, Las bienaventuranzas. Ley fundamental de la vida cristiana, Zaragoza 1982.

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BIEN Y MAL, VIDA Y MUERTE

(alianza, bendición, chivos, pecado). El tema de la distinción y de la superación del bien y del mal constituye uno de los elementos fundamentales de la identidad bíblica.

La distinción del bien y el mal se sitúa en el centro de la teología de la alianza, tal como la ha formulado el Deuteronomio: «Mira, hoy pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal: Si obedeces los mandatos de Yahvé, tu Dios, que yo te promulgo hoy, amando a Yahvé, tu Dios, siguiendo sus caminos, guardando sus preceptos, mandatos y decretos, vivirás y crecerás; Yahvé, tu Dios, te bendecirá en la tierra adonde vas a entrar… Pero si tu corazón se aparta y no obedeces, si te dejas arrastrar y te prosternas dando culto a dioses extranjeros, yo te anuncio que morirás sin remedio, que después de pasar el Jordán y de entrar en la tierra para tomarla en posesión, no vivirás muchos años de ella» (Dt 30,15-18). El texto concluye citando como testigos de esa distinción al cielo y a la tierra, definiendo así la identidad del hombre como ser que puede escoger el bien (que se identifica con la vida) y evitar el mal (que se identifica con la muerte). El hombre aparece así como viviente que desborda y sobrepasa sus límites biológicos, por su relación moral con Dios. En este plano, viene a mostrarse como un ser moral, alguien que puede elegir entre Dios (el camino de la vida) o el mal (el camino de la muerte).

Pero la palabra más honda de la Biblia lleva más allá del bien y del mal, como sabe ya de alguna forma el relato del paraíso* y del pecado. Dios pide a los hombres que no coman del árbol del conocimiento de bien y el mal, pues la verdad del hombre se sitúa en un plano más alto, de gracia. De esa forma puede y debe interpretarse la palabra de Jesús, cuando pide a los hombres que superen el talión (amar* a los enemigos) y que no juzguen a los otros (juicio*). Éste es el mensaje que está en el fondo de la teología paulina de la gracia*, entendida como experiencia de un bien que trasciende el plano del bien y del mal. De esa forma se plantea lo que pudiéramos llamar la teodicea* del exceso o desbordamiento vital: hay en la vida del hombre algo más grande que la lucha entre el bien y el mal, en contra de lo que han supuesto los dualismos* de tipo apocalíptico.

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BENEDICTUS

(bendición, eucaristía, Juan Bautista, Zacarías). Las oraciones más solemnes de la liturgia israelita son bendiciones, como la de Salomón, cuando dedica el templo (¡Bendito sea Yahvé, Dios de Israel…; 1 Re 8,15; cf. 1 Cr 29,10), y como muchos salmos. Podemos destacar también la de Melquisedec, que empieza llamando a Dios «bendito…», cuando sale al encuentro de Abrahán (= Abram): «Bendito sea Abram del Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra; y bendito sea el Dios Altísimo, que entregó tus enemigos en tu mano» (Gn 14,19-20), o la de Jetró cuando se encuentra con los israelitas liberados de Egipto: «Bendito sea Yahvé, que os libró de la mano de los egipcios, y de la mano de Faraón, y que libró al pueblo de la mano de los egipcios» (Ex 18,10). Entre todas ellas destaca en el Nuevo Testamento la de Zacarías, llamada Benedictus, por la primera palabra de su traducción latina (Lc 1,67-78).

Las tres estrofas. Zacarías, que ha estado mudo por su falta de fe, tras el encuentro con el ángel en el templo (Lc 1,20), recobra la voz para bendecir a Dios (euloguein), en palabras de fuerte tono sacerdotal y profético, en las que se expresa la vida y vocación de su hijo, Juan Bautista. Las citamos de un modo parcial y las dividimos en tres estrofas: «(1) Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una Fuerza (cuerno) de salvación en la casa de David su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas. (2) Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos odian, realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres… Para concedernos que libres de temor, liberados de la mano de los enemigos, le sirvamos en santidad y justicia en su presencia todos nuestros días. (3) Y tú, niño, te llamarás profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, para dar a su pueblo el conocimiento de la salvación…, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, por las cuales nos ha visitado el sol que nace de lo alto (Lc 1,67-78). Esta oración es posiblemente un himno que algunos judeocristianos antiguos han utilizado para poner sus propios ideales religiosos en la boca del sacerdote Zacarías, que aparece así como representante de un grupo sacerdotal y profético de Iglesia primitiva. La tercera estrofa deja clara la función del profeta del Altísimo, que irá delante del Kyrios, preparando su camino. Según el texto actual, ese profeta es Juan: anuncia el perdón, proclama la misericordia de Dios, conforme a las más hondas y constantes esperanzas del Antiguo Testamento (cf. Ex 34,4-7). Es evidente que los judeocristianos y (en general) todos los judíos pueden aceptar ese pasaje, en clave de esperanza israelita, abierta quizá escatológicamente a todos los pueblos de la tierra, pero bien arraigada en la situación de los judíos de aquel tiempo. Pero las referencias a la salvación aparecen menos precisas en las dos primeras partes del himno y pueden separarse de la función de Juan Bautista (y del mismo cristianismo). Son de tipo genérico y emplean una fraseología bastante común entre los círculos nacionalistas judíos de aquel tiempo.

Benedictus: texto nacionalista judío, texto cristiano. Las posibles referencias cristianas del texto quedan veladas, sobre todo en las dos primeras estrofas, de tal forma que el canto puede ser aceptado por gran parte de los judíos del tiempo de Jesús, entre los que Lucas sitúa a Zacarías. (a) La primera estrofa expresa la salvación en clave regia. Por eso habla de un cuerno o poder de salvación que ha brotado en la familia o casa de David. Todo nos permite suponer que el texto alude a un Mesías político, que tomará el poder para liberar al pueblo de la mano u opresión de los enemigos (los romanos). De esa forma habrían entendido el texto los celotas y otros movimientos de liberación nacional del judaísmo. (b) La segunda estrofa acentúa el aspecto religioso de la salvación, situándola en un plano más sacerdotal. Es como si Dios, por medio del Mesías davídico, quisiera liberar al pueblo para hacerle así capaz de ofrecer en Sión (sobre el templo) un culto verdadero. Se unen de esa forma santidad y justicia, términos clave de la tradición profética y de la sacerdotal. Los creyentes del nuevo pueblo de Dios, sacerdotes y profetas, separados ya de los gentiles, podrán disfrutar en paz la salvación sobre la tierra. Ésta es una esperanza claramente israelita que nos sitúa en el centro del pueblo de la alianza. En esta línea, podríamos decir que el celotismo, entendido como interpretación nacionalista del mesianismo israelita, no es algo que los cristianos tuvieron que encontrar fuera de su Iglesia. Dentro de ella han podido existir grupos o, por lo menos, movimientos que eran tendencialmente celotas. Lucas ha recuperado su recuerdo y mensaje a través de Zacarías y su salmo de liberación nacional, el De esa manera ha recreado el Antiguo Testamento dentro del mismo Evangelio, utilizando para ello la figura de este sacerdote, situado en el lugar donde se vinculan y separan templo y profecía. No lo hace por erudición ni simple arqueología, sino por fidelidad evangélica: necesita mostrar el sentido de la práctica israelita de Zacarías, para distinguirla de la práctica mesiánica de Jesús. Zacarías está a la puerta, pero no entra en la iglesia. Su palabra es buena, pero no es aún cristiana. El Evangelio será más que un cumplimiento de la voz de Zacarías, que parece resonar todavía en las palabras de los caminantes de Emaús cuando dicen, muerto ya Jesús, ¡esperábamos que él fuera el redentor de Israel! (Lc 24,21). El mismo Jesús resucitado corregirá a los fugitivos judaizantes de Emaús, ofreciéndole la verdadera interpretación cristiana de la historia: ¡era necesario que el Cristo padeciera estas cosas para entrar en su gloria! (Lc 24,26). Pues bien, en el camino que va de la esperanza legítima del sacerdote Zacarías, inmerso todavía en un contexto nacional judío, al cumplimiento cristiano de esa esperanza nos sitúa Lucas. (c) Tercera estrofa. Profeta del Altísimo, los caminos del Señor. Zacarías ha empezado reflejando una esperanza nacional y sacerdotal judía. Pero al fin la acaba superando, pues no presenta a su hijo como sacerdote mesiánico, que reforma el culto religioso de Jerusalén (como habrían querido muchos apocalípticos y entre ellos los de Qumrán), sino como profeta del Altísimo. De esa forma abre la puerta para la novedad del Sol que nace de lo alto, un Sol que para los cristianos se identifica con Jesucristo.

Cf. S. MUÑOZ IGLESIAS, Los cánticos del evangelio de la infancia según san Lucas, CSIC, Madrid 1983; Los evangelios de la Infancia IIV, BAC, Madrid 1986-1990.

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BENDICIÓN

(eucaristía). La bendición y maldición constituyen un elemento básico de la experiencia religiosa israelita y cristiana, desde las grandes representaciones litúrgicas y éticas del Antiguo Testamento, como el dodecálogo* de Siquem y los finales de los códigos éticos (cf. Dt 28,1-68; Lv 26,2-38; cf. Dt 30,19), hasta Mt 25,31-45: «Venid, benditos de mi Padre, apartaos de mí, malditos». Benditos son los salvados, malditos los condenados.

Punto de partida. Tres tipos de bendición. Esta dualidad de bendición y maldición emerge de un campo de experiencia religiosa que desborda el mundo israelita, pudiendo hallarse unida al plano de la magia (los magos bendicen y maldicen, utilizando a la divinidad) o al campo del encuentro personal con el misterio religioso. Aquí nos interesa la experiencia israelita. Dentro de ella han venido a distinguirse, de manera general, tres estratos o momentos de bendición. (a) El primero, determinado por la religiosidad popular, sitúa la bendición en el campo de la magia: la palabra pronunciada por un hombre dotado de poderes tiene influjo necesario y automático, de forma que se cumple de manera inexorable. En un estadio de ese tipo se sitúan numerosos relatos de la historia patriarcal o de los tiempos primeros de Israel (Gn 27,1-46; 32,26-32; Nm 22,6; etc.). (b) Un segundo estrato, determinado por la experiencia cúltica, sitúa la bendición en ámbito de celebración litúrgica: dejando de ser palabra autónoma que cumple fatídicamente lo que dice, la bendición se convierte en elemento de un culto regulado y sistematizado para la protección del individuo y del conjunto de la comunidad; en ese contexto se sitúan los salmos de bendición u otros textos de carácter celebrativo (Sal 21,4s; 118,26; 115,12-15; Dt 27,12-13). (c)

Hay un tercer estrato que está determinado por la experiencia profética: la bendición o maldición de Dios no van unidas a un tipo de liturgia, sino a la vida moral de los hombres. En este plano se hallaría el camino que conduce al Nuevo Testamento: un camino que se manifiesta por ejemplo en Prov 3,33 cuando se afirma que la maldición de Dios amenaza a la casa del malvado mientras que el hogar del justo es bendecido (cf. también Job 31,30); la actitud cristiana acabaría expresándose a manera de pura bendición sin referencia a maldición alguna (cf. Lc 6,28 par). Esta división es buena y nos permite comprender diversos elementos de la historia de Israel. De todas formas, la oposición entre culto (bendición litúrgica) y profecía (bendición moral) resulta quizá unilateral. Profecía y culto no se contraponen de forma tan estricta: la formulación de bendiciones y maldiciones en contexto de alianza (Dt 28) implica la unión de ambos elementos. Además, dentro de la visión de conjunto del Antiguo Testamento, la bendición se halla poderosamente ligada a la experiencia de promesa y cumplimiento histórico. Por eso es necesario destacar mejor los tres momentos de la bendición: el cúltico, el histórico y el pactual.

Bendición y maldición en un contexto cúltico. El pueblo israelita, en su proceso de profundización monoteísta, ha ido descubriendo progresivamente el carácter exclusivamente divino del principio de su vida. En esa línea, la bendición aparece, de manera cada vez más clara, como signo de la presencia creadora y transformante de Dios. Un objetivo fundamental del culto en Israel ha sido el asegurar, transmitir y aumentar la bendición de Dios entre los hombres. Por eso, los levitas tendrán que bendecir en nombre de Yahvé (cf. Dt 10,8), diciendo: «El Señor te bendiga y te guarde, el Señor te muestre su rostro radiante y tenga piedad de ti, el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré» (Nm 6,23). Nos encontramos ante una institución bien fijada (Aarón y sus hijos) cuya finalidad consiste en transmitir la bendición de Dios para los demás hombres. Es normal que ese gesto se realice en un servicio cúltico. Así lo indican numerosos salmos que aluden a la bendición del sacerdote sobre la comunidad (Sal 115,12-18; 118,26; etc.) o sobre el individuo (Sal 9; 121). En esta mediación cúltica ocupa un lugar básico el templo como espacio de presencia de Dios (cf. 1 Re 8), lugar de donde irradia su bendición para el resto del pueblo y de la tierra. Al lado del templo, y en una dimensión más reducida, también el rey se ha convertido en mediador de bendición. Actualmente resulta difícil precisar hasta qué punto la bendición de Dios sobre Israel está ligada a la función del rey, aunque los dos rasgos (el más religioso del templo y el más político del rey) se encuentran vinculados en el relato de la dedicación del templo, realizada por Salomón (1 Re 8,1-66). En ese sentido se dirá que el rey mesiánico será transmisor de bendición (cf. Is 11,1-16).

Bendición de Dios, despliegue de la historia. El texto base es Gn 12,1-3, donde por varias veces se repite la palabra bendición: «vete de tu tierra… y de esa forma te convertiré en un pueblo grande, te bendeciré, engrandeceré tu nombre de manera que seas una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan, a quienes te hagan mal maldeciré, a fin de que en ti sean benditas todas las familias de la tierra». Dios escoge a Abrahán y le separa del conjunto de las gentes, para comenzar una historia de bendición. El texto comienza con la promesa incondicionada y absoluta de Dios, que dice a Abrahán: «te bendeciré». Dios actúa así de manera originaria, fundante, creadora. La bendición, que en contexto mágico podía interpretarse como expresión sacral de los poderes cósmicos, se convierte en principio de la historia: Dios escoge al pueblo de Israel y le enriquece, le engrandece y le acompaña en el camino de la vida. A partir de esa palabra primigenia, Israel se descubre como pueblo de la bendición de Dios: en ella se funda lo que tiene y lo que puede, lo que hace y lo que sufre. Todo se sustenta en esa llamada-bendición, en ese don sin condiciones, en la gracia de un regalo creador que hace posible su existencia. Pero esta bendición incondicionada hacia dentro se convierte en condicionada en relación con los restantes pueblos. «Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan.» Israel penetra de esa forma en el campo de la complejidad de las relaciones históricas, viniendo a convertirse en mediador de bendición para los pueblos de la tierra, sea en línea exclusivista (sólo los que actúen bien con Israel recibirán la bendición; quienes le dañen llegarán a ser malditos), sea en línea universalista: habiendo recibido la bendición de Dios, que es gracia, Israel no se cierra en sí mismo, sino que ofrece su poder de presencia gratificante de Dios a los restantes pueblos; los que acepten su oferta alcanzarán plenitud, los que se opongan irán hacia la muerte. Sea cual fuere el sentido de esa mediación, hay en el texto un objetivo evidente: «a fin de que en ti sean benditas todas las familias de la tierra». La meta de la historia no se encuentra en una especie de dualismo ambivalente en el que equivalen mal y bien, bendición y maldición. Dios ha creado la historia con el fin de que culmine en bendición. Frente a la maldición actual, expresada en un contexto de pecado que proviene de la historia primigenia de los hombres (Gn 2–11), Dios ha inaugurado en Abrahán un camino de esperanza que puede ser oscuro y difícil pero lleva infaliblemente hacia la bendición universal (no a la maldición, ni a una equivalencia simétrica entre bendición y maldición). A partir de aquí, la historia se define como aquel proceso donde, a partir de la bendición original que Dios ofrece a Israel, ha de llegarse a la bendición universal para todos los pueblos.

Bendición y alianza. Bendición y maldición, situadas ya dentro de la historia de Israel, se definen y realizan en función de la conducta del pueblo. La estructura del tema es bien antigua. Los tratados internacionales de los reyes hititas, concebidos en forma de alianza, terminan con las bendicionesmaldiciones: unas y otras están condicionadas por el cumplimiento o no cumplimiento de los compromisos del pacto. Dentro de Israel hallamos algo semejante: evidentemente, el cumplimiento del pacto se traduce en bendición; la ruptura lleva en sí la maldición para Israel y, de un modo indirecto, para el conjunto de los pueblos. Así lo supone ya Dt 11,29: «Cuando el Señor, tu Dios, te introduzca en la tierra adonde vas para tomarla en posesión, darás la bendición sobre el monte Garizim y la maldición en el Ebal». Según eso, bendición y maldición de Dios se celebran y expresan en un contexto de alianza, de manera que el cumplimiento del amor de Dios (su bendición) ya no depende sólo de la pura iniciativa divina, sino que está determinada por la forma de actuar del hombre. Ciertamente, la palabra original es bendición: Dios ha escogido al pueblo para hacerlo crecer, multiplicarse y bendecirlo (Dt 7,12-15). Pero en manos de ese pueblo se halla el riesgo de la maldición. Ante esa dualidad vive Israel (Dt 27,12-13): «Si obedeces y escuchas la voz de Dios… irán viniendo sobre ti, hasta darte alcance, todas estas bendiciones…» (Dt 28,1-2). «Pero si no escuchas la voz del Señor, tu Dios, poniendo en obra todos los preceptos y mandatos… irán viniendo hacia ti, hasta darte alcance, todas estas maldiciones» (28,15). Nada en la vida se escapa de esta dualidad. El israelita ha penetrado en el dualismo de la actuación de Dios y en ese campo hay bendición (para los fieles) y hay maldición (de los infieles). Esta bendición no es ya incondicionada. Ciertamente, es expresión de la gracia original de Dios; pero se trata de una gracia que está unida a un tipo de respuesta, es gracia que depende del cumplimiento de unas leyes. Bendición y maldición reciben así su contenido en referencia a la respuesta creadora o destructora de los hombres: la bendición se abre hacia el acto salvador de Dios y culmina en la vida escatológica; por el contrario, la maldición implica ruptura de Israel, quiebra del hombre, condena.

Experiencia escatológica cristiana. Prioridad de la bendición. Gn 12,1-3 ha puesto de relieve el carácter primigenio e incondicional de la bendición de Dios y así puede entenderse como promesa de plenitud para el conjunto de los pueblos, a través de Israel (a través de la Iglesia). En esa línea, que podemos llamar abrahámica, se sitúan los textos más significativos del Nuevo Testamento, tanto los del Evangelio (amor incondicional de Dios), como los de Pablo, que habla de la bendición de Dios en Cristo para todos los pueblos de la tierra (cf. Gal 3,14). Ésta es la bendición eucarística, la bendición del Cuerpo y de la Sangre del Señor que se ofrece a todos los hombres (cf. 1 Cor 10,6: eucaristía*). Pero desde la perspectiva de la alianza, que está en el fondo de los textos del Deuteronomio, la bendición va siempre unida al riesgo de la maldición, es decir, del rechazo de los hombres, que pueden volverse «malditos», no por un Dios que les rechaza, sino por ellos mismos. Por eso, al final triunfa siempre la bendición. En este contexto debemos recordar que, según la tradición del Nuevo Testamento, Jesús ha bendecido a los niños (Mc 10,16 par), lo mismo que el pan de las multiplicaciones (cf. Mt 14,19) y el nuevo pan de la eucaristía (Mt 26,26 y par), ofrecido a favor de muchos, es decir, de todos (Mc 14,24 par). En esa línea, asumiendo la bendición mesiánica de la multitud que aclama a Jesús como rey (cf. Mt 21,9 y par), podemos hablar de la prioridad absoluta de la bendición (que es de Dios) sobre la maldición, que está siempre motivada por la conducta de los hombres, que quieren y pueden separarse de la bendición originaria de un Dios que quiere seguir ofreciéndoles, a pesar de todo, su bendición. Por eso, la palabra final del Nuevo Testamento es siempre «bendecid a los que os maldicen y orad por los que os desprecian» (cf. Lc 6,26), «bendecid a los que os persiguen, bendecid y no maldigáis» (Rom 12,14).

Cf. X. PIKAZA, Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños. Mt 25,31-46, Sígueme, Salamanca 1984, 172-181; C. WESTERMANN, Der Segen im bibel und im Handeln der Kirche, Kaiser, Múnich 1968.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

BEATO

(Apocalipsis, arte). Monje de la Liébana, actual Cantabria, en el antiguo reino de Asturias (España). Vivió en el siglo VIII y escribió un comentario al Apocalipsis, que se leyó durante siglos en las celebraciones dominicales de la liturgia hispana, marcando de un modo poderoso el cristianismo militante y apocalíptico de la Edad Media. Por otra parte, su comentario se ha hecho famoso por los numerosos y bellísimos manuscritos (se conservan unos treinta y cuatro) en que ha sido copiado entre el XI y XIII. Sus dibujos (miniaturas e ilustraciones) de tipo mozárabe (prerrománico), que reflejan los símbolos fundamentales del Apocalipsis, constituyen uno de los testimonios artísticos más importantes de la historia de Occidente. Ellos son un ejemplo de la fuerza de evocación artística de la Biblia. En el fondo de la gran belleza de los dibujos late una protesta aún mayor contra los poderes destructores de lo humano.

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BAUTISMO

(Juan Bautista, Espíritu Santo, agua). Los animales nacen ya formados, están adaptados para su ambiente, de manera que no deben realizar un aprendizaje creativo para descubrir su propia identidad. Por el contrario, el hombre nace sin saber quién es y se lo tienen que decir a través de un proceso de educación que suele tener un momento simbólico central, de iniciación o revelación. Muchos pueblos han desarrollado ritos de iniciación o paso vinculados con el nacimiento, con la llegada de la pubertad o con la edad adulta.

Ritos bautismales en el Antiguo Testamento. El signo básico de entrada en el pueblo israelita era la circuncisión*, vinculado a la sangre. Por su parte, el perdón y la reconciliación oficial no se consigue con agua, sino con sacrificios*, en los que resultaba básico el rito de la sangre que expía y purifica (como ha detallado de forma muy precisa el libro del Levítico). Pero en tiempos de Jesús existían numerosos ritos bautismales de purificación, que marcaban de un modo más inmediato la piedad de los creyentes. La misma Ley pide agua (lavatorios y bautismos) para que se purifiquen los sacerdotes al empezar y terminar sus ritos. Moisés lavó y purificó a Aarón y a sus hijos sacerdotes (Lv 8,6). De un modo especial tienen que lavarse y bautizarse los sacerdotes antes y después de la celebración de los sacrificios (Lv 16,4.24), lo mismo que aquellos que han participado en los ritos (Lv 16,26-28). La vida de los sacerdotes se convierte en un auténtico y constante despliegue de purificaciones bautismales, que les permiten estar siempre puros (ritualmente) para realizar bien los ritos. También los que han tenido enfermedades de la piel tienen que lavarse para volver a estar de esa manera puros (Lv 14,8-9); igualmente deberán bañarse los que han tenido flujo de sangre o semen y los que entran en contacto con ellos, pues flujo de sangre y semen hacen impuro al hombre y a la mujer (cf. Lv 15,1-33). No hay sólo un bautismo de personas, sino también de cosas e instrumentos que se han puesto en contacto con algo impuro (Lv 11,32-38; cf. 2 Cr 4,2-6). Los bautismos son instrumento de purificación para aquellos que han contraído alguna mancha ritual, que les separa de la comunidad: así deben bautizarse los leprosos curados (Lv 14,8-9; cf. 2 Re 5,14) y los que han tenido relaciones sexuales, poluciones o menstruaciones… (cf. Lv 14,16-24).

Tiempo de Jesús. Un judaísmo bautismal. En el tiempo de Jesús, los fariseos estaban empezando a cumplir los ritos de purificaciones y bautismos que, en principio, el libro del Levítico había propuesto sólo para los sacerdotes. Algunos grupos especialmente interesados por la pureza, como los de Qumrán, vivían empeñados en ceremonias constantes de bautismos diarios. Los esenios de Qumrán se bautizan al menos una vez al día, para la comida ritual (cf. 1 Q 5,11-14). Hay también hemero-bautistas, como Bano*, que se purifican a diario (incluso varias veces) para hallarse limpios ante Dios, participando así en la pureza de la creación. Por todo eso, la casa de un judío observante de cierta riqueza tenía que estar provista de una mikwá o piscina para las purificaciones y abluciones, como muestran las excavaciones arqueológicas. El evangelio de Marcos comenta así este hecho: «Porque los fariseos y todos los judíos, aferrándose a la tradición de los ancianos, si no se lavan muchas veces las manos, no comen. Y si no se lavan cuando vuelven de la plaza no comen. Y ellos han tomado y observan muchas otras cosas, como los lavamientos [bautismo] de los vasos de beber y de los jarros, y de los utensilios de metal y de las camas» (Mc 7,2-4).

Juan Bautista. (1) El signo del bautismo. Ha dado al bautismo un carácter profético de preparación y purificación ante el juicio, destacando más el aspecto escatológico que el ritual. Ese bautismo de Juan, recibido por Jesús (cf. Mc 1,1-11), ha preparado y enmarcado la institución cristiana del bautismo, que no será la más importante de la Iglesia, pero sí una de las más significativas. De manera extraña, tras la muerte de Jesús, sus seguidores bautizarán a los creyentes, en gesto que parece poco preparado por el mismo Jesús, pero que se entiende bien a la luz de Juan Bautista. Éstos son los rasgos básicos de su bautismo. (a) Gesto profético y único. El bautismo de Juan marca la irrupción del juicio de Dios. Por eso, la tradición le llama baptistês (= bautizador, Bautista). No dice a los demás que se bauticen, sino que lo hace él mismo, como enviado de Dios. Sin duda, se siente llamado a bautizarles, como profeta del fin de los tiempos. Su rito no puede repetirse, como otros sacrificios purificatorios, sino que expresa el valor definitivo del juicio de Dios (cf. ephapax: Rom 6,10; Heb 7,27; 9,12). Se reitera lo que vuelve una y otra vez, como los ciclos de la vida (cf. Qoh 3,1-8). Pues bien, lo que vale para siempre anula los ritos anteriores e inutiliza (deja en suspenso) las instituciones existentes. Por eso, el bautismo de Juan es señal del fin del mundo y retorno a las aguas primeras (Gn 1–2), antes que existieran sacrificios rituales según Ley. (b) Juicio apocalíptico: hacha, fuego, huracán. El rito de Juan se vincula con imágenes de dura destrucción, que expresan el fin de este mundo, la vuelta al principio del caos, antes que el tiempo existiera. Es como si todo debiera brotar otra vez de ese caos. Pero el hacha-fuego-viento del juicio no es signo diabólico, de pura destrucción, sino presencia del Más fuerte (= Iskhyroteros), que puede ser el mismo Dios o un enviado suyo (que podrá identificarse después con el Hijo* del Hombre). De esa manera Juan culmina su mensaje anunciando la llegada de uno Más Fuerte, que os bautizará en Espíritu Santo y Fuego (Mt 3,11-12). Sólo ese Más Fuerte, a quien se llama Venidero (erkhomenos), realizará la obra de Dios, desplegando su ira cercana, que se manifiesta a través de unos signos fuertes de ruptura y destrucción, dejando quizá abierto un breve resquicio para la esperanza. Juan pertenece a la búsqueda humana de la salvación, al anuncio de un Dios que sigue estando lejos de los hombres.

Juan Bautista. (2) La ira de Dios. Juan es mensajero de la Ira (Mt 3,7). Conforme a una extensa experiencia israelita, la humanidad se hallaba envuelta en pecado; por eso, muchos sacrificios expiatorios del templo tenían como fin el aplacar a Dios. Para Juan, eso es inútil, pues va a estallar la Ira de Dios. (a) Juan anuncia la llegada de aquel que trae en su mano el hacha para cortar los árboles que no produzcan fruto (Mt 3,8-10). No siembra como Jesús (cf. Mc 4), ni anuncia la llegada del sembrador, sino la venida de un recolector y leñador vigilante que mira y distingue, árbol tras árbol, para separar a los buenos de los malos. No es mensajero del amor de Dios, ni de su paternidad, sino de su justicia destructora. (b) Juan anuncia la llegada de uno que bautizará en Espíritu Santo y fuego, realizando así el juicio divino. Espíritu significa aquí viento: es huracán que sopla con fuerza aterradora, desgajando y destruyendo aquello que se encuentra poco cimentado sobre el mundo; es santo (hagios), en línea de separación, para destruir aquello que se opone a la pureza de Dios. El enviado de Dios bautizará a los hombres con fuego. Al Viento de Dios sigue su incendio. Ambos unidos, huracán y fuego, expresan la fuerza judicial y destructora (escatológica) de Dios y se vinculan mutuamente, como indicaba la tradición del Antiguo Testamento (falta el terremoto de 1 Re 19,11-13). Según Juan Bautista, el enviado de Dios tiene en su mano el Bieldo y limpiará su era… (Mt 3,12). Así culminan las imágenes anteriores: el Espíritu/ Viento sirve para separar la paja del trigo, el Fuego para quemarla. El Venidero, que actuaba antes como leñador (tenía en su mano el hacha para cortar y quemar los árboles sin fruto), se vuelve así trillador o aventador (con la horquilla o bieldo separador en su mano). ¿Quién es ese Leñador, Aventador? ¿Directamente Dios? ¿Un Delegado suyo? El texto no responde, aunque probablemente aluda a Dios. Según eso, el Bautista habría preparado una teología judicial, más que una cristología salvadora. Pero los cristianos han recreado ese mensaje y palabra de Juan, aplicándolo a Jesús, el Venidero, verdadera presencia de Dios: Emmanuel (Dios con nosotros). A la luz de lo anterior, Jesús debería haber surgido (y realizado su acción) como leñador/ aventador del huerto y trigal de Dios, mensajero de su destrucción purificadora, abierta sólo de manera implícita y velada a la esperanza escatológica. Pero, asumiendo y cumpliendo (de otro modo) el mensaje de Juan, Jesús ha invertido su proyecto escatológico, en gesto que define su visión teológica y su cristología. Ésta es la experiencia básica que Mc, Mt y Lc entienden de formas convergentes y sitúan al comienzo de la vida de Jesús, que fue bautizado por Juan para realizar su obra mesiánica, como enviado escatológico de Dios. Sólo sobre esa base se entiende el hecho de que los cristianos hayan tomado el bautismo de Juan (recibido y recreado por Jesús) como un signo básico de su misión y experiencia mesiánica.

Jesús. Bautizado por Juan. El bautismo de Jesús está situado al comienzo de los evangelios sinópticos, como experiencia de vocación o nacimiento mesiánico: «Aconteció en aquellos días que Jesús vino de Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. Luego, cuando subía del agua, vio abrirse los cielos y al Espíritu como paloma que descendía sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: Tú eres mi Hijo amado, en ti tengo complacencia» (Mc 1,9-11). Éste es un pasaje que puede entenderse de forma histórica, pero que tiene también un elemento apocalíptico y otro pascual, de manera que puede condensar y condensa todos los rasgos de la experiencia cristiana. La escena reproduce una experiencia de Jesús que, al ser bautizado por Juan, se descubre Hijo y/o Siervo de Yahvé: Dios mismo le constituye Mesías, diciéndole, con palabras de Is 42,1, «Tú eres mi Siervo/Hijo a quien amo (= agapetos, Querido) y a quien confío mi tarea (por el Espíritu)». El bautismo es según eso la experiencia originante de la vida mesiánica de Jesús, a quien el mismo Cielo (Dios) revela su misterio: Eres mi único Hijo, has de cumplir mi obra (como Siervo). Jesús descubre su identidad (Hijo) recibiendo la misión de actuar y entregarse por los otros (Siervo); en esta experiencia se funda su conciencia/vida y el desarrollo posterior de la cristología. Así piensan los autores de tendencia tradicional. Aceptamos con ellos el valor histórico del bautismo de Jesús, cuyo encuentro con Juan ha sido determinante en el comienzo del Evangelio. Pero pensamos que Mc 1,9-11 par refleja no sólo la experiencia histórica del bautismo de Jesús, sino también su misterio pascual.

Pascua y Pentecostés. Bautismo en el Espíritu. La tradición sinóptica ha puesto en boca de Juan Bautista* la distinción entre los dos bautismos: uno de agua (el suyo), para penitencia, en la línea de la preparación, propia de Israel; otro de Espíritu Santo (el de Jesús), para introducir a los hombres en la fuerza y vida de Dios (cf. Mc 1,8). En la tradición más antigua, el bautismo en el Espíritu podía interpretarse en sentido judicial, tomando el espíritu en su acepción fuerte, como huracán o viento de la gran siega de Dios, unido al hacha que corta los troncos secos y al fuego que quema la paja y los troncos (cf. Mt 3,10-11). Lucas ha mantenido el tema (Lc 3,16-17), pero lo ha recreado en el libro de los Hechos, interpretando el espíritu (viento) y el fuego del juicio final desde la perspectiva de la Iglesia, en cuya vida y misión se expresa y actúa el verdadero Espíritu de Dios, no como fuego de juicio que quema y destruye a los pecadores, sino como fuente de vida mesiánica. Jesús dice a sus discípulos que no se alejen de Jerusalén, porque tienen que recibir allí el Espíritu, apareciendo así como testigos y destinatarios de un juicio convertido en principio de vida de la Iglesia: «Recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). Así se cumplirá por Jesús la promesa de Juan Bautista (Lc 3,16; cf. Mc 1,8), promesa que el evangelio de Juan ha vinculado a la pascua cristiana, pues «antes no había Espíritu, porque Jesús no había resucitado todavía» (cf. Jn 7,39). Por eso, Juan evangelista identifica Pascua con Pentecostés: el mismo Jesús resucitado sopla sobre los discípulos diciendo: «Recibid el Espíritu Santo…» (Jn 20,22). Pero Lucas ha querido separar los dos gestos (Pascua y Pentecostés), de tal forma que sitúa la venida y bautismo en el Espíritu después de la ascensión*: «Cuando llegó el día de Pentecostés estaban todos unánimes, juntos. De repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablaran» (Hch 2,1-4). Éste es el principio de todo bautismo cristiano: la presencia y acción del Espíritu de Cristo en los creyentes.

Bautismo cristiano. Recuerdo de Jesús. El recuerdo de la relación de Jesús con Juan Bautista se ha mantenido firme en la Iglesia. Ciertamente, ella ha proyectado su teología en el relato del bautismo de Jesús (Mc 1,9-11 par), pero no ha querido ni podido borrar la memoria de que Jesús fue bautizado, con (o como) otros pecadores y fieles de Israel. Desde esa perspectiva ha de entenderse el bautismo cristiano, tal como lo ha instituido la Iglesia pascual, partiendo de la experiencia de Jesús, que ha comenzado compartiendo la visión de juicio de Juan Bautista. Pero después ella ha superado esa visión, no en línea de crítica o rechazo, sino de plenitud o desbordamiento. El mismo relato bautismal afirma que Dios Padre se ha mostrado a Jesús en el bautismo, confiándole una tarea más alta, en línea de nuevo nacimiento. Allí donde Juan Bautista afirmaba que el mundo termina, dirá Jesús que la vida verdadera empieza. La experiencia de muerte del bautismo se abre de esa forma a la esperanza del reino. En esa línea, queremos decir que, básicamente, Jesús no ha bautizado. Quizá al principio actuó al lado de Juan, bautizando él también a los que venían a buscarle (cf. Jn 3,22; 4,1-2). Pero después ha superado ese gesto de bautismo, como saben los sinópticos (M 1,14 par). Ha dejado el Jordán, junto al desierto, que es lugar de purificación, y ha venido a Galilea, tierra prometida, para anunciar y realizar los signos del Reino. No ha bautizado para la muerte, sino que ha proclamado el triunfo de la vida de Dios a través del gesto del perdón y la acogida a los excluidos del sistema, en un camino de curación, gratuidad, pan compartido. Por eso, todo intento de ritualizar el signo de Jesús significa un retorno a Juan Bautista o, peor aún, a los otros bautistas menores.

La Iglesia ha vuelto a bautizar en nombre de Jesús. Ese dato empieza siendo extraño, pues el mensaje de Jesús no incluía elementos bautismales. Puede haber influido la conveniencia de tener un rito distintivo. Ha influido también el recuerdo del mensaje y figura de Juan, la experiencia de Pentecostés… Sea como fuere, la Iglesia empieza a bautizar en nombre de Jesús, no en la línea de las purificaciones bautistas (esenias), sino para ratificar el cumplimiento escatológico de aquello que Juan había evocado y anunciado. Al recrear y mantener el bautismo de Juan, la Iglesia ha tomado una opción trascendental. No sabemos quién lo hizo, pudo ser Pedro (cf. Hch 3,38). Tampoco sabemos si al principio se bautizaban en agua todos los que confesaban su fe en Jesús o bastaba el bautismo en el Espíritu, como renovación interior. Lo cierto es que el bautismo en agua se hizo pronto un signo clave de pertenencia cristiana, la primera institución visible de los seguidores de Jesús. Conocemos las dificultades de la Iglesia con la circuncisión (cf. Hch 15; Gal 1–2), pero nadie se opuso al bautismo, entendido como afirmación social y escatológica, signo de la salvación ya realizada en Cristo.

El bautismo cristiano, bautismo pascual. Por un lado mantiene a los creyentes en continuidad con los discípulos de Juan Bautista y con aquellos judíos que realizaban ritos semejantes. Pero, al mismo tiempo, expresa y expande la nueva experiencia de la muerte y pascua de Jesús, en cuyo nombre se bautizan sus fieles (cf. Hch 8,16; 1 Cor 1,13). Lógicamente, la Iglesia ha proyectado en los relatos del bautismo de Jesús el conjunto de su fe, como muestra claramente Pablo cuando interpreta el bautismo cristiano como experiencia de muerte y nuevo nacimiento (cf. Rom 6,4). En su forma actual, el relato del bautismo histórico de Jesús reproduce la vivencia de la Iglesia que proyecta su fe sobre la escena, expresando por ella la filiación divina de Jesús (que Rom 1,3-4 sitúa en ámbito pascual) y la misma venida carismática del Espíritu Santo. Los elementos de la escena –apertura del cielo, descenso del Espíritu y voz de Dios– son conocidos en la apocalíptica judía y se aplican al fin de los tiempos. Al unirlos aquí, Mc 1,9-11 par afirma que la espera se ha cumplido, que ha llegado el tiempo de la salvación (cf. Mc 1,14-15): Dios se manifiesta y revela su obra a través de Jesús resucitado, por medio del Espíritu, en la Iglesia que confiesa su misterio.

Bautismo cristiano, experiencia escatológica. A partir de los elementos anteriores, muchos cristianos han leído el relato del bautismo de Jesús como anticipación apocalíptica que sirve para decir que Jesús es Siervo de Yahvé y para anunciar el fin del mundo. Dios mismo constituyó a Jesús ProfetaSiervo (cf. Is 42,1), como muestran los signos –apertura del cielo, voz divina,

 

descenso del Espíritu– que expresan el cumplimiento y fin de los tiempos. En un principio, este relato serviría para confesar a Jesús como enviado último de Dios y anunciar el fin del mundo. Más tarde, al releerlo en un contexto de Iglesia establecida, los cristianos habrían reinterpretado los viejos elementos, eliminando las referencias escatológicas: la apertura del cielo viene a ponerse al servicio del descenso del Espíritu, que ya no es portador de la gran batalla final, sino signo de la presencia de Dios en Jesús; por otra parte, la voz del cielo se convierte en palabra de Dios a Jesús. Sea como fuere, los tres momentos (historia, pascua, escatología) pueden y deben vincularse, como hace Mc 1,9-11: en el comienzo de la historia de Jesús se anuncia su plenitud final (cielo abierto) y se ofrece una experiencia de su pascua (Jesús constituido Hijo de Dios como en la resurrección: Rom 1,3-4). Desde esa base, volviendo al principio histórico, podemos suponer que Jesús vino donde Juan, como buscador de Dios y buscador de sí mismo (de su propia identidad), compartiendo la suerte de los hombres y en especial de los publicanos y prostitutas (cf. Mt 21,31). Con ellos se situó, escuchando la llamada de Dios: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me he complacido» (Mc 1,11). Jesús se hallaba hasta entonces en camino de búsqueda de sí mismo, como muchos hombres y mujeres de la tierra. Con ellos ha bajado a las aguas del Jordán, para confesar el pecado de la historia y colocarse en las manos creadoras de Dios. Dios le ha respondido, con palabra y gesto poderoso, reconociéndole como Hijo sobre el mundo.

Bautismo cristiano, experiencia trinitaria. Los cristianos posteriores dirán que ese mismo Jesús, bautizado un día concreto por Juan, brotaba eternamente de Dios Padre en el misterio trinitario. Por eso, al bautizarse, ellos proclaman la gran palabra trinitaria de su fe. De esa manera, siendo un signo pascual, el bautismo en nombre de Jesús es signo de iniciación, demarcación y universalidad. Quienes lo reciben nacen de nuevo, insertándose en la muerte y resurrección del Cristo (cf. Rom 6). De esa forma se distinguen y definen a sí mismos, como indicará muy pronto la fórmula trinitaria (en el nombre del Padre, Hijo y Espíritu: Mt 28,16-20). Al mismo tiempo, el bautismo cristiano es signo de universalidad, que supera la división de estados y sexos, como sabe Gal 3,28: «ya no hay judío ni gentil, macho ni hembra…». La circuncisión discriminaba, como signo en la carne (para judíos y varones). El bautismo es igual para varones y mujeres y todos los humanos. El bautismo enmarca la paradoja de la institución cristiana, que es universal y creadora, como el agua, que todos los hombres y mujeres emplean para lavarse y beber. Conserva el recuerdo del pecado (es para perdón), pero expresa y despliega el nuevo nacimiento en amor e igualdad para todos los humanos: se expresa Dios en el agua, en él nacemos, de su vida vivimos. Del origen de los tiempos llega este signo: aceptar y agradecer la vida, ése es el principio de toda confesión cristiana. Convertirlo de nuevo en puro rito, como una condición externa de perdón o salvación, supondría destruir su sentido.

Bautismo de Jesús, gracia universal (Mt 28,16-20). Como cristiano anticipado, desde las mismas aguas de juicio y conversión de su bautismo, Juan Bautista ha pedido a Jesús el nuevo bautismo de su gracia (Mt 1,14: yo tengo necesidad de que tú me bautices). Jesús le escucha, pero no puede responderle aún y bautizarle, sino indicar que uno y otro deben cumplir su tarea mesiánica. Lo hará al final de su camino, en la montaña de la pascua, cuando diga a sus discípulos que vayan, ofreciendo a los pueblos el «bautismo en Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Antes que posible rito, objetivado en forma de inmersión en el agua, el Bautismo de Jesús es una gracia y experiencia de renacimiento. Juan bautizaba, evidentemente, en agua, como él mismo ha querido resaltarlo, pero Jesús no bautizará en agua sino en Espíritu Santo y Fuego de Dios, es decir, en el misterio y gracia de su vida, vinculada al Padre y al Espíritu Santo. Tomado estrictamente, el pasaje final de Mt 28,19 no exige (o no supone en primer lugar) el bautismo en agua. Hemos estado quizá muy influidos por una cristología sacramentalista, que define como cristianos a quienes cumplen el rito del agua o un determinado tipo de normas externas. Hemos identificado demasiado fácilmente la cristología (y el cristianismo) con un orden o esquema de creencias muy vinculadas a la cultura de Occidente. Pues bien, el bautismo de Jesús (de tipo trinitario) nos sitúa ante una gracia y tarea más honda: la de bautizar (introducir vitalmente) a los pueblos en el misterio de gracia que forman el Padre, Hijo Jesús y Espíritu Santo. De todas formas, el rito externo, vivido en forma de nacimiento eclesial por la comunidad que acoge al creyente en su seno, constituye un elemento clave de la vida cristiana.

Cf. E. LUPIERI, Giovanni Battista nelle tradizioni sinottiche, Paidea, Brescia 1988; Giovanni Battista fra Storia e Leggenda, Paideia, Brescia 1988; J. D. G. DUNN, Jesús y el Espíritu, Sec. Trinitario, Salamanca 1981; G. BARTH, El bautismo en el tiempo del cristianismo primitivo, BEB 60, Sígueme, Salamanca 1986; C. K. BARRET, Espíritu Santo en la tradición sinóptica, Sec. Trinitario, Salamanca 1978; E. SCHWEIZER, El Espíritu Santo, BEB 41, Sígueme, Salamanca 1992.

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