Pasiones

Dos son las acepciones fundamentales del término “pasiones” en los escritos sanjuanistas: una reproduce simplemente la etimología y equivale a sufrimientos, padecimientos, tribulaciones, es decir, a lo que se “padece”; la otra es de índole técnica, tal como se usaba en la filosofía de su tiempo, por tanto, como un componente de la psicología humana. Aunque existe cierta relación entre ambos sentidos, el primero tiene alcance reducido en la pluma del Santo. Bastará ilustrarlo con algunos textos.

Al tratar de las penas y aprietos que el alma pasa en la purificación de la  noche oscura usa como sinónimos de “pasiones” los términos de sufrimientos, tribulaciones, pruebas, padecimientos: “Todos estos llantos hace Jeremías sobre este trabajo, en que pinta muy al vivo las pasiones del alma en esta purgación y noche espiritual” (N 2,7,3; cf. 6,1-2.5.6; 10,9; 13,5). Aconseja en una de sus sentencias: “Tenga  fortaleza en el corazón contra todas las cosas que le movieren a lo que no es Dios y sea amiga de las pasiones por  Cristo” (Av 94). Las  virtudes se van fortaleciendo en medio de las pruebas y tribulaciones: “Por estos trabajos, en que Dios al alma y sentido pone, va ella cobrando virtudes y fuerza y perfección con amargura; porque la virtud en la flaqueza se perfecciona (2 Cor 12,9), y en el ejercicio de pasiones se labra” (LlB 2,26). Por dichosa se ha de tener el alma cuando se viere envuelta en sufrimientos, pues es el camino para llegar al alto estado de la unión: “El alma ha de tener en mucho cuando Dios la enviare trabajos … entendiendo que son muy pocos los que merecen ser consumados por pasiones, padeciendo a fin de venir a tan alto estado” (LlB 2,30; cf. LlA 2,26). En este mismo sentido aplica el sustantivo pasiones a las tribulaciones y sufrimientos de Cristo en su muerte (Av 94; Ct. a una doncella, Segovia: 2.1589; CA 28,2).

I. El marco antropológico

El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios y llamado a la unión con él, es una unidad (N 2,1,1; 1,4,2), con diversidad de facultades, tendencias y sentidos. Asumiendo la concepción antropológica aristotélico-tomista, dominante en su época, J. de la Cruz distingue analíticamente en el  hombre dos sectores o partes: el cuerpo y alma, parte sensitiva, parte espiritual, o porción inferior y porción superior; luego, cinco sentidos externos, tres internos, tres potencias espirituales y cuatro pasiones. Todas las partes de este mecanismo del microcosmo tienen estrecha interdependencia y mantienen su armonía natural, pero ésta se rompe en el plano moral y espiritual. La causa del desorden es el pecado original.

Al hablar de las pasiones, J. de la Cruz adopta posturas diferentes. Arranca de la noción técnica o tradicional de la escolástica, pero también emplea la palabra con usos y significados de índole más popular y tradicional en el ámbito de la espiritualidad. Fiel al primer sentido, asume repetidamente la clasificación procedente de  Boecio y sancionada por  S. Tomás. El cuadro de las cuatro pasiones naturales es siempre el mismo, a saber: gozo, esperanza, dolor y temor (S 1,13,5; 3,16,2; N 1,13,15; CB 20,4.9; 26,19; Av 161; CA 29,1). Están arraigadas en la voluntad, “porque estas pasiones y afecciones se reducen a la voluntad” (N 2,13,3; cf. S 3,16,3). Aunque distintas entre sí, por razón de su propio objeto, las cuatro pasiones están íntimamente vinculadas y son interdependientes. No pueden tampoco aislarse en su actuación de las otras potencias y capacidades del hombre. Insiste en ello J. de la Cruz.

Tanto para bien como para mal funcionan a una, “porque están aunadas y tan hermanadas entre sí estas cuatro pasiones del alma, que donde actualmente va la una, las otras también van virtualmente” (S 3,16,5), arrastrando a todo lo demás, “dondequiera que fuere una pasión de éstas, irá también toda el alma y la voluntad y las demás potencias, y vivirán todas cautivas en la tal pasión y las demás tres pasiones en aquélla estarán vivas para afligir al alma con sus prisiones y no la dejar volar a la libertad y descanso de la dulce contemplación y unión … porque, en cuanto estas pasiones reinan, no dejan estar al alma con la tranquilidad y paz que se requiere para la sabiduría que natural y sobrenaturalmente puede recibir” (S 3,16,6). De las pasiones nacen los vicios e imperfecciones si están “desenfrenadas”, y también brotan “todas sus virtudes cuando están ordenadas y compuestas” (S 3,16,5).

Tiene el Santo ideas claras sobre las pasiones, pero no se detiene en una definición precisa, aunque de ellas se ocupa desde el capítulo 16 del tercer libro de la Subida al tratar la purificación de la voluntad. Por lo que escribe pueden entenderse como una atracción afectiva de gran intensidad emocional, con polarización exclusiva y desprovista de racionalidad. En algunos textos aparecen como sinónimo de afecciones (S 3,16,2; N 2,6,5). Al quedar incompleto el libro de la Subida sólo desarrolla la materia del gozo, que lo define como “un contentamiento de la voluntad con estimación de alguna cosa que tiene por conveniente” (S 3,17,1). Lo que dice del gozo lo podemos aplicar a las demás, dado que van juntas. Como quiera que tal “contentamiento”, en lugar de llevar a Dios, aparta frecuentemente de él, se impone la purificación de la voluntad en sus gozos desordenados, lo mismo que en el objeto de las otras pasiones.

La necesidad de purificarlas se hace manifiesta desde el momento en que el Santo empieza a tratar de la noche oscura de la voluntad: “Iremos, como es nuestra costumbre, tratando en particular de estas cuatro pasiones y de los apetitos de la voluntad, porque todo el negocio para venir a unión de Dios está en purgar la voluntad de sus afecciones y apetitos” (S 3,16,3). Han de estar sosegadas las pasiones para que exista armonía entre sentidos y potencias (N 1, decl. 2; 1,13,5).

II. Dominio desordenado de las pasiones

El  pecado ha dejado en el hombre una huella manifiesta: “Porque el alma, después del primer pecado original, verdaderamente está como cautiva en este cuerpo mortal, sujeta a pasiones y apetitos naturales” (S 1,15,1). No hay orden en el funcionamiento de las pasiones, quedando la voluntad esclavizada y a merced de su ímpetu desordenado. De ellas, dice el Santo: “Nacen al alma todos los vicios e imperfecciones que tiene cuando están desenfrenadas, y también todas sus virtudes cuando están ordenadas y compuestas” (S 3,16,5).

Entre los efectos negativos en el alma de las pasiones no apaciguadas, J. de la Cruz describe con precisión los siguientes: fealdad y alejamiento de Dios (S 1,9,3). El alma vive cautiva en el estrecho cerco de estas pasiones que le causan todo tipo de sujeciones. Todas las potencias se vuelven cautivas del gozo, y “la tal pasión y las demás tres pasiones en aquélla estarán vivas para afligir al alma con sus prisiones y no le dejar volar a la libertad y descanso de la dulce contemplación y unión” (S 3,16,6; cf. 1,15,1; N 2,13,3). Las pasiones arrastran al alma hacia “muchas esperanzas, gozos, dolores y temores inútiles” (CB 26,19; cf. S 3, 6,4), que producen desasosiego, pena y falta de paz: porque, “en cuanto estas pasiones reinan, no dejan estar al alma con la tranquilidad y paz que se requiere” (S 3,16,6). La molestan y la turban tratando de impedir la dulce  quietud de la contemplación (S 3,16,6; CB 24,5). Las pasiones embotan la razón, perdiendo su capacidad para obrar con equilibrio y rectitud (S 3,19,4; 3,29,2). El mayor daño que producen es el bloqueo de la vida espiritual. Son como un cerco que impide avanzar en el camino de la unión con Dios: “Por el cual cerco entiende aquí el alma las pasiones y apetitos, los cuales, cuando no están vencidos y amortiguados, la cercan en derredor, combatiéndola de una parte y de otra, por lo cual lo llama cerco” (CB 40,4; cf. 22,8).

El deterioro que producen en el alma es profundo y ella por sí misma no podrá sosegarlas y ponerlas en razón; de esto se encargará la noche oscura activa y pasiva “para que se purifique y deshaga el orín de las afecciones que están en medio del alma, es menester, en cierta manera, que ella misma se aniquile y deshaga, según está ennaturalizada en estas pasiones e imperfecciones” (N 2,6,5), y pueda “salir fuera de sí y renovar toda y pasar a nueva manera de ser” (CB 1,17). Salir del cerco de las pasiones es una dichosa ventura que la lleva a la libertad y a la unión con el Amado que tanto desea (cf. S 1,15,1-2).

III. Armonía y reordenación

El objetivo primordial de la  mortificación de las pasiones es sosegar la sensualidad y armonizar los sentidos y potencias para que se pueda llegar a la plena  unión con Dios. Será la noche oscura la que realice esa tarea de apaciguamiento y puesta en razón de las pasiones: “la dicha noche de  contemplación purificativa hizo adormecer y amortiguar en la casa de su sensualidad todas las pasiones y apetitos según sus apetitos y movimientos contrarios” (N 1, decl. 2). Del adormecimiento de las pasiones se siguen grandes bienes y virtudes: “Y para mortificar y apaciguar las cuatro pasiones naturales, que son gozo, esperanza, temor y dolor, de cuya concordia y pacificación salen éstos y los demás bienes, es total remedio lo que sigue, y de gran merecimiento y causa de grandes virtudes” (S 1,13,5). Más claro aún en otro texto: “Es de saber que el bien moral consiste en la rienda de las pasiones y freno de los apetitos desordenados; de lo cual se sigue en el alma tranquilidad, paz, sosiego y virtudes morales, que es el bien moral” (S 3,5,1). El método propuesto por el Santo es siempre el mismo: “Procure siempre inclinarse: no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso; no a lo más sabroso, sino a lo más desabrido”, etc.

Una larga serie de verbos señala la lucha para dominar las pasiones y recomponer la “fortaleza del alma”. La labor se presenta unas veces en su aspecto negativo de eliminación; otras adopta la formulación más positiva. Cabe apuntar la lista siguiente: aniquilar (N 2,4,2; 8,2), anegar (CB 14,9), purgar (N 2,13,3; 24,2), mortificar (S 1,13,5; N 1,7,5; 13,15; 14,1; N 2, 15,1), quitar (N 2,23, 4), cesar (CB 20,10), adormecer y amortiguar (N 1, decl. 2; 14,1; N 2,14,1- 2; 15,1), apaciguar (S 1,13,5), sosegar (N 1,13,15; 14,1; N 2,4,2; 14,1; CB 20,10; 40,4); sujetar (CB 40,1; CA 39,1), apagar (N 2,14,1; 15,1; CB 22,8), enjugar (CB 22,8), mitigar (CB 20,4), componer (CB 40,1), ordenar (CB 40,4), poner rienda y freno (S 3,5,1; N 1,13,3), poner en razón (S 3,16,2; CB 20,4; 40,4). A través de todos estos verbos, con sus resonancias positivas y negativas, se ponen de manifiesto los dos aspectos del mismo proceso cuya finalidad es restaurar la armonía de las pasiones. No se trata propiamente de aniquilar, de eliminar, de reprimir, sino de encauzarlas, de ordenarlas para hacerlas expresión del amor como impulso radical del hombre a su fin: “Cuando estas potencias, pasiones y apetitos endereza en Dios la voluntad y las desvía de todo lo que no es Dios, entonces guarda la fortaleza del alma para Dios; y así, viene a amor a Dios de toda su fortaleza” (S 3,16,2).

Al término del proceso de purificación toda la  capacidad del alma, o “su caudal”, está totalmente dirigida hacia Dios. Es lo que describe el Santo en el CB (canciones 28-40). Queda claro en el texto siguiente: “Por todo el caudal entiende aquí todo lo que pertenece a la parte sensitiva del alma. En la cual parte sensitiva se incluye el cuerpo con todos sus sentidos y potencias, así interiores como exteriores, y toda la habilidad natural, conviene a saber, las cuatro pasiones, los apetitos naturales y el demás caudal del alma. Todo lo cual dice que está ya empleado en servicio de su Amado… Porque el cuerpo ya le trata según Dios, los sentidos interiores y exteriores enderezando a él las operaciones de ellos; y las cuatro pasiones del alma todas las tiene ceñidas también a Dios, porque no se goza sino de Dios, ni tiene esperanza en otra cosa que, en Dios, ni teme sino sólo a Dios, ni se duele sino según Dios, y también todos sus apetitos y cuidados van sólo a Dios” (CB 28,4).

La armonización producida por la noche en la parte sensitiva hace que todo el caudal del alma de forma espontánea se incline a Dios (CB 28,5). Se ha producido un trueque profundo, de estar “ennaturalizada en estas pasiones” y, por tanto, bloqueada en su caminar hacia el fin de amor para el que ha sido creada, pasa a vivir de modo sobrenatural, es decir, abierta a Dios y a la gratuidad, “por cuanto él la transforma en sí, hácela toda suya y evacua en ella todo lo que tenía ajeno de Dios” (CB 27, 6).

IV. Reconversión teologal

Las pasiones alcanzan esta radical metamorfosis cuando se vuelven expresión del amor “apasionado”, pero centrado y suscitado por Dios. Es entonces cuando se incorporan de verdad a la  “fortaleza del alma” y enriquecen su  “caudal” (S 3,16,2). Sosegadas y puestas en razón hacen que “tenga el alma más fortaleza y habilidad para recibir esta fuerte unión de amor de Dios” (N 2,11,3). Para orientarlas radicalmente a Dios hay que desviarlas de todo lo que no es Dios (S 3,16,2), hasta concentrar todo el potencial del alma en un solo amor apasionado o en una pasión de amor que cautiva la voluntad y la arrastra tras sí con el ímpetu y fuerza de la pasión (cf. N 2,13,3), viviendo en amor apasionado que tiene exclusivamente a Dios como objeto. Este es el “oficio” de las virtudes teologales con relación a las pasiones y al resto del caudal del alma: “La caridad, ni más ni menos, vacía y aniquila las afecciones y apetitos de la voluntad de cualquiera cosa que no es Dios, y sólo se los pone en él; y así, esta virtud dispone esta potencia y la une con Dios por amor. Y así, porque estas virtudes tienen por oficio apartar al alma de todo lo que es menos que Dios, le tiene consiguientemente de juntarla con Dios” (N 2,21,11).

La prueba de la auténtica reconversión de las pasiones reside en su orientación teologal, es decir, en su absoluta finalización a Dios. Advierte J. de la Cruz que de tal manera han de estar puestas “en orden de razón a Dios … que el alma no se goce, sino de lo que es puramente honra y gloria de Dios, ni tenga  esperanza de otra cosa, ni se duela sino de lo que a esto tocare, ni tema sino sólo a Dios … porque cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios; y cuanto más esperare otra cosa, tanto menos esperará en Dios; y así de las demás” (S 3,16,2; cf. CB 28,4-5.8). Se mueven sólo por y para él. Es entonces cuando verdaderamente el hombre posee a Dios. “Hasta que el alma tiene ordenadas sus cuatro pasiones a Dios y tiene mortificados y purgados los apetitos, no está capaz de ver a Dios” (CB 40,4).

Conclusiones

Cuando J. de la Cruz trata de las “pasiones” no lo hace por puro análisis filosófico o antropológico; al escribir le guía siempre un vivo interés pedagógico espiritual. Lo que pretende es alcanzar al hombre en la situación concreta en que se encuentra, y ayudarle a “caer en la cuenta” de las implicaciones que ésta tiene para su realización personal. Para ello, coloca al hombre de frente a su vocación. A la luz de este horizonte constitutivo de la existencia humana, hácele ver “el camino que lleva, y el que le conviene llevar” (S pról. 7).

En este contexto, el tratamiento sanjuanista de las pasiones es siempre relativo a la vocación teologal de la persona, y, desde un afán principalmente pedagógico, se vuelve descriptivo, ya sea del deterioro que supone el desorden o desenfreno pasional del hombre, ya sea del lento y costoso camino de recomposición y ordenamiento de ese potencial pasional humano.

Lo que le interesa, en última instancia, es ayudar a la persona a integrar todo su “caudal” humano en una orientación correcta de la existencia. Ahí es donde se hace plenamente convincente la palabra sanjuanista sobre las pasiones, sus posibilidades, sus peligros, sus riesgos, su fuerza disgregadora o integradora con respecto al proceso espiritual.

Gozo,  esperanza, temor y dolor son capacidades arraigadas en la voluntad y en la potencia concupiscible, que es la de apetecer. Son parte integrante del caudal y fortaleza del alma. Purificadas y puestas en razón, son expresión del amor que inflama la voluntad, la apasiona, impulsándola con radicalidad hacia Dios de tal forma que “no se goce, sino de lo que es puramente honra y gloria de Dios, ni tenga esperanza de otra cosa, ni se duela sino de lo que a esto tocare, ni tema sino sólo a Dios … porque cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios; y cuanto más esperare otra cosa, tanto menos esperará en Dios; y así de las demás” (S 3,16,2).

BIBL. — MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN ROLLÁN, Éxtasis y purificación del deseo, Diputación Provincial de Ávila Institución Gran Duque de Alba, Ávila 1991; JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, “San Juan de la Cruz: su defensa de la razón y de las virtudes humanas”, en AA. VV., Antropología de San Juan de la Cruz, Diputación Provincial de Ávila Institución Gran Duque de Alba, Ávila 1988, pp. 5458; EULOGIO PACHO, “La antropología sanjuanista”, en Estudios Sanjuanistas II, 43-59; VICTORINO CAPÁNAGA, San Juan de la Cruz. Valor psicológico de su doctrina, Madrid 1950, pp.162-169.

Miguel F. de Haro Iglesias

Alma humana

Lo mismo otros términos, como  amor, Dios, hombre, sentido, etc., “alma” se repite en todas las páginas sanjuanistas. Corresponde a una de las realidades fundamentales, presentes siempre en el discurso del autor. Por tratarse además de un concepto primario y universal en el mundo religioso en que se mueve, no necesita explicarlo en particular; le basta asumirlo en el sentido corriente entre los lectores a quienes se dirige. Por eso J. de la Cruz no ofrece un tratado completo y ordenado sobre el ser, la estructura y las funciones del alma; todo ello lo da por conocido. Aunque supone una concepción estructural, se coloca habitualmente en una visión funcional.

En el lenguaje sanjuanista sobre el alma pueden distinguirse, al menos, tres niveles: el popular o corriente, emparentado con la Biblia, el filosófico, de corte escolástico, y el místico, de cierto sabor neoplatónico. Este último se vuelve indirecto a través de figuras retóricas o del lenguaje y del simbolismo. En todos los niveles, el “alma” está en conexión con  cuerpo, espíritu, hombre y conceptos afines. Al sintetizar las ideas del Santo sobre la compleja realidad del alma hay que tener presente el proceso mental que, desde el lenguaje popular pasa, sin solución de continuidad, al filosófico y, a partir de ambos, se desborda en el místico.

La intencionalidad pedagógica de sus escritos fuerza al Santo a seleccionar en cada caso lo que juzga más apropiado a su objetivo. En ocasiones se ve obligado a perfilar sus conceptos acudiendo a la terminología filosófica de su ambiente, que habitualmente se demuestra insuficiente ante la inefabilidad de lo místico. El autor tiene que abandonarla. En la clave mística de la experiencia los mismos términos adquieren connotaciones nuevas y diferentes, por ejemplo, “sustancia”, “potencias”, “sentidos”, etc. Las ideas sanjuanistas pueden organizarse en dos consideraciones fundamentales: el alma, parte del ser humano; el alma, en su estructura y sus funciones.

I. El alma y el ser humano

En la concepción filosófica que sustenta el pensamiento sanjuanista, el alma se considera habitualmente como un elemento integrante y fundante del ser humano. Desde otra óptica, la vital y pedagógica en la que se sitúa J. de la Cruz como maestro espiritual, el alma se identifica con el  hombre mismo, en la integridad de su ser y de sus funciones. Se trata de dos visiones complementarias: la primera corresponde a la formación escolástica del autor; la segunda a su inserción en la tradición espiritual, que presenta la santidad como perfección o “unión del alma” con Dios. Mientras en el primer caso el Santo acepta el vocabulario técnico de la filosofía en curso; en el segundo sigue el lenguaje corriente, en el que por sinécdoque habitual se toma la parte (alma) por el todo hombre/persona, o también lo principal (alma) por el todo (alma y cuerpo). Los textos a este propósito son abundantes (N 2,1,1; CB 18,4, etc.).

Quien repasa las páginas sanjuanistas se da cuenta sin dificultad de que en ellas predomina el tropo corriente en la tradición espiritual, propio del vocabulario popular. La equivalencia alma-persona es constante. Todo está ordenado y enfocado a guiar “al alma” a la perfección, es decir, a la “unión con Dios”. El alma es, naturalmente, la persona. Aunque elemental, es importante esta aclaración, ya que al no tenerla en cuenta se han querido ver misteriosos y extraños significados de “alma” en la pluma de J. de la Cruz. Se trata de algo absolutamente normal entre los escritores espirituales, especialmente contemporáneos del Santo. Lo peculiar de su pluma es la conjugación del tropo corriente con otras figuraciones y símbolos. A tener en cuenta, en particular, las siguientes:  “fortaleza del alma” (S 3,16), la “montiña” (CB 16), “la ciudad y los arrabales” (CB 18), el “caudal del alma” (CB 28).

Para aclarar la primera y habitual acepción de “alma-persona” en determinados momentos recurre J. de la Cruz a la explicación filosófica, normalmente a la de cuño aristotélico-escolástico. Según esa filosofía, la persona (el alma, por sinécdoque) está integrada o compuesta por dos elementos: uno espiritual (el alma) y otro material (el cuerpo). En el lenguaje sanjuanista se designan también como porción superior (alma) y porción inferior (cuerpo, sentido); más espiritualmente: parte o porción espiritual y parte o porción sensitiva, sensual (S 1,1,2; 1,2,5; 1,7,2; 2,2,2; N 1,8,1; N 2,23,2, etc.; E. Pacho, La antropología sanjuanista, en ES II, 43-85).

Es tan insistente esta formulación esquemática que da la sensación de un dualismo en la concepción antropológica del Santo (N 2,23,7). Queda disipada esa impresión si se leen con cuidado los textos sanjuanistas, enfocados en una propuesta funcional y didáctica, para analizar y exponer el proceso catártico y unitivo. La  purificación debe afectar al hombre integral, por tanto, a sus componentes fundamentales, que son precisamente dos: el sentido y el espíritu, el cuerpo y el alma; de ahí la purificación sensitiva y espiritual, que sirven de esquema conductor al Santo. Lo importante para él es que la purificación sea íntegra o total; lo secundario, que se analice por separado en cada sector o parte del hombre.

La reiterada advertencia de que no se realiza la catarsis plena del sentido, mientras no se alcanza también la del espíritu (N 2,3,1; CB 14-15,30), es indicio más que suficiente para comprobar que el Santo acepta la unidad radical del ser humano, por más que mantenga funcional y esquemáticamente la dualidad de elementos y funciones. Reafirmando precisamente la necesidad de la catarsis plena y completa el Santo se apelará a la concepción filosófica de la unidad radical del hombre, compuesto de cuerpo y alma: “No está bien hecha la purgación del alma, porque la principal parte, que es la del espíritu, sin la cual (por la comunicación que hay de la una parte a la otra, por razón de ser un solo supuesto) tampoco la purgación sensitiva, aunque más fuerte haya sido, queda acabada y perfecta” (N 2,1,1). Para que no haya duda, J. de la Cruz emplea intencionadamente el término técnico: “un solo supuesto”. Nótese con cuidado la superposición de las dos acepciones de “alma”. Se afirma al mismo tiempo que el alma es parte de ese “solo supuesto”, y “parte principal del espíritu”, es, decir, de sí misma. Se yuxtaponen el todo y la parte, como en infinidad de textos sanjuanistas, especialmente en el Cántico.

No es la única ocasión en que el Santo insiste en la unidad radical de la persona, incluso con el tecnicismo escolástico de “supuesto”. Para explicar por qué sucede a veces que mientras “el alma, según el espíritu” (la parte superior), goza de Dios, en el sentido (la parte inferior) siente rebeliones y movimientos sensuales, escribe: “Como estas dos partes son un supuesto, ordinariamente participan entrambas de lo que una recibe, cada una a su modo” (N 1,4,2). Dirá gráficamente en otro lugar de la misma obra que, cuando se llega a la armonía, sin esas tensiones, es como si ambas partes estuviesen “comiendo cada una en su manera de un mismo manjar espiritual en un mismo plato de un solo supuesto y sujeto” (N 2,3,1).

Donde con más fuerza se reafirma y defiende la tesis de la unidad es en un texto del Cántico alusivo también a la catarsis, pero en sentido inverso a los de la Noche. Asegura J. de la Cruz que cuando aún no está completa y perfecta la purificación, las comunicaciones divinas especiales no pueden recibirse en el alma sin que se den repercusiones somáticas dolorosas. La razón es precisamente la unidad del supuesto humano. Los  arrobamientos, éxtasis y otros fenómenos místicos son tan penosos a veces, “que no hay tormento que así descoyunte los huesos y ponga en estrecho al natural”. Parece un contrasentido que algo profundamente espiritual tenga tales consecuencias, por lo que añade el Santo: “Y de aquí es que ha de padecer la carne y, por consiguiente, el alma en la carne, por la unidad que tienen en un supuesto” (CB 13,4). Léase con atención el párrafo citado para ver cómo en él “alma” es unas veces el todo y otras la parte. El concepto de supuesto parece atribuido también en una ocasión a Dios, para distinguirlo de sus atributos (LlB 3,2).

Con frase gráfica J. de la Cruz califica el “compuesto humano” como “urdimbre de espíritu y carne, que son de muy diferente ser” (LlA 1,25), con lo que alude a su idea de las relaciones entre los dos componentes del ser humano, aleación de espíritu y materia. La superación de la dicotomía por la unidad radical no impide la distinción de las partes. Aunque la “unión del alma con el cuerpo” corresponda a la unidad del ser (LlB 1,29), J. de la Cruz no va más allá en la explicación de la función de cada una de las partes. Subyace claramente en su pluma la teoría de la materia y de la forma, de lo determinante y de lo determinado, pero no llega a formular explícitamente la doctrina del “alma forma del cuerpo”, tal como aparece en el Concilio de Vienne (Denz n. 902; E. Pacho, El hombre, aleación de espíritu y materia, en ES II, 87-105). Lo que sí asume formalmente es la infusión del alma en el cuerpo, apelándose precisamente a la filosofía escolástica: “La causa de esto es porque, como dicen los filósofos, el alma, luego que Dios la infunde en el cuerpo, está como una tabla rasa y lisa en que no está pintado nada” (S 1,3,3). Está en el cuerpo como en una cárcel, y los sentidos son las “ventanas” para comunicarse con el mundo (ib.).

II. Estructura del alma

J. de la Cruz no afronta la definición del alma ni analiza de intento su constitución o estructura. Su pensamiento al respecto queda reflejado en afirmaciones más o menos directas sobre las propiedades y funciones de lo que aparece siempre como el principio radical e intrínseco de toda actividad humana. Tampoco presentan los escritos sanjuanistas un análisis directo y ordenado de los que se consideran atributos del alma. Abundan, sin embargo, las afirmaciones parciales y aisladas. Son para el Santo presupuestos asumidos sin necesidad de aclaración.

1. PROPIEDADES. Más que afirmación básica o de principio, la espiritualidad del alma es para J. de la Cruz un presupuesto evidente. Aunque en ocasiones parece distinguir entre alma y espíritu, permanece siempre la contraposición entre el alma-espíritu y el cuerpo, carne, sentido. El “alma en cuanto espíritu”, o el alma “según el espíritu”, es la fórmula más repetida y explícita para afirmar la “espiritualidad”. La misma idea está latente y subyacente en la propuesta (doctrinal y esquemática) que distingue las “potencias espirituales” del alma, en contraposición a los sentidos corporales, internos y externos. Es, en el fondo, la base para proponer una purificación espiritual y otra sensitiva, por cuanto la parte espiritual se identifica con el alma. Está igualmente conectada la idea del alma espiritual con la predestinación a la gloria eterna, que tendrá su cumplimiento cuando el alma “rompa la tela del dulce encuentro”, es decir, las ataduras del cuerpo (LlB 1,28-31; 3,10; CB 37,1). El recurso más repetido para subrayar la espiritualidad consiste en contraponer la materialidad del cuerpo y sus sentidos al alma y sus potencias, presentando en concreto como espirituales «las potencias” del alma (S 2,6,6; 2,14,6-7; N 2,3,3; 2,11,4;2,16,1; CB 1415,26; 16,10; LlB 3,69).

Sorprende que J. de la Cruz no afirme nunca explícitamente la inmortalidad del alma; es más, no usa nunca el sustantivo inmortalidad ni el adjetivo inmortal. Comparte, naturalmente, la doctrina católica de la inmortalidad, como se comprueba por lo dicho sobre la gloria eterna a que está destinada el alma; de manera más directa cuando habla de la muerte referida únicamente a la carne-cuerpo. Pide el alma en el Cántico ser desatada “de la carne mortal para poderle gozar –a Dios– en gloria de eternidad” (CB 1,2; cf. 8,3; 11,9). La vida mortal es precisamente la separación de la carne y del alma (S 2,24,2).

Algo semejante sucede con la simplicidad del alma, supuesta permanentemente y de manera más explícita cuando habla de la comunicación del ser simplicísimo de Dios al puro espíritu, que es el alma. La comunicación de espíritu a espíritu y de sustancia a sustancia excluye cualquier composición o elemento accidental de orden material y cuantitativo (S 2,31-32; N 2,9,3; CB 1415,14; LlB 2,20-22, etc.). Es constante la afirmación precisa de que el alma es una substancia distinta de todo lo material y de los actos psicológicos que de ella proceden.

Sobre la simplicidad del alma es muy conocido el texto de la Llama: “Es de saber que el alma, en cuanto espíritu, no tiene alto ni bajo, ni más profundo, ni menos profundo en su ser, como tienen los cuerpos cuantitativos; que, pues en ella no hay partes, ni tiene más diferencia dentro que fuera, que toda ella es de una manera y no tiene centro de hondo y menos hondo cuantitativo; porque no puede estar en una parte más ilustrada que en otra, como los cuerpos físicos, sino toda en una manera, en más o en menos, como el aire, que todo está de una manera ilustrado y no ilustrado en más o en menos” (LlB 1,10)

2. LAS POTENCIAS. La simplicidad no impide al autor distinguir en el alma la substancia y las potencias de la misma, no como partes constitutivas, integrales o cuantitativas, sino potestativas, es decir, funcionales. Tal consideración, de claro cuño escolástico-tomista, tiene alcance muy amplio en el sistema sanjuanista. El esquema general de la Subida, con la purificación de las tres potencias del alma, arranca precisamente de esta visión (S 2,6,1.6; 2,14,6; 3,1,1, etc.). En el mismo esquema se asientan otros puntos concretos, pero fundamentales dentro del sistema sanjuanista, por ejemplo, la “unión” según la sustancia y según las potencias del alma (S 2,5). Dentro de la misma unión, la comunicación divina se percibe en la substancia y/o en las potencias del alma (CB 26,5-7). En la mayoría de los textos en que se confrontan esquemáticamente la substancia y las potencias del alma, J. de la Cruz adopta el lenguaje técnico de la filosofía escolástica, lo que no sucede en otros casos ( S 2,31,3-4; N 2,9,9; CB 14-15,12; 26,11; LlB 1, 17; 1,25; 3,68)

En bien sabido que J. de la Cruz se aparta del esquema tomista en la enumeración de las “potencias” del alma. No es que se pronuncie directa y explícitamente sobre el número binario o ternario; de hecho, acepta, al menos por conveniencia práctica y pedagógica, tres potencias espirituales: entendimiento, memoria y voluntad, acercándose a la visión agustiniana. Un indicio suficiente para pensar que el Santo no concede importancia al tema doctrinal de la distinción de las tres potencias proviene de su proceder cuando quiere asignar algo concreto a la memoria al mismo tiempo que a las otras dos potencias, como puede verse en los últimos textos señalados. Es un asunto que tiene incidencia notable en su síntesis, pero no plantea dificultades especiales en el plano doctrinal, si se exceptúa el problema de la  memoria en relación a la virtud de la  esperanza.

3. LA SUSTANCIA. Mayor interés y mayores obstáculos para su comprensión ofrecen otros aspectos relacionados con la “estructura del alma”. Los dos problemas fundamentales se relacionan con lo que llama “sustancia” y “sentido” del alma. Es principalmente aquí donde J. de la Cruz abandona, por insuficiente, el lenguaje denotativo de la filosofía y teología escolásticas, acogiéndose al connotativo de la mística. Desde esa óptica los términos adquieren acepciones nuevas y diferentes. Es lo que el propio autor manifiesta en la advertencia copiada arriba sobre la simplicidad del alma “en cuanto espíritu” (LlB 1,10).

Arrancando de ahí, es decir, colocándose en el vocabulario místico-figurativo, la sustancia del alma indica dos cosas fundamentales íntimamente conexas entre sí y que llegan a identificarse en la práctica. Sustancia es el centro o fondo del ser y, a la vez, la máxima capacidad operativa y receptiva del mismo, en este caso, del alma. Se explica así: “En las cosas, aquello llamamos centro más profundo que es a lo que más puede llegar su ser y virtud y la fuerza de su operación y movimiento, y no puede pasar de allí”. Es lo que sucede, prosigue el Santo, con el fuego y la piedra en su movimiento natural a su centro (símil repetido en el CB 12,1; 17,1). Ahora bien, razona J. de la Cruz: “El centro del alma es Dios, al cual cuando ella hubiere llegado según toda la capacidad de su ser y según la fuerza de su operación e inclinación, habrá llegado al último y más profundo centro suyo, que es Dios, que será cuando con todas sus fuerzas entienda, ame y goce a Dios” (LlB 1,12; cf. CB 1,6-14).

El alma tiende a Dios, como el fuego al alto y la piedra al centro o profundo; agota su capacidad cuando se une con él, que es su fondo, porque ahí mora y habita. “En el centro y fondo del alma, que es la pura e íntima sustancia de ella” mora Dios “como solo Señor de ella” (LlB 4,3). Por eso la “endivinación”, según expresión sanjuanista (LlA 2,18), es plena cuando Dios embiste “endiosando la sustancia del alma, haciéndola divina, en lo cual absorbe al alma sobre todo ser a ser de Dios” (LlB 1,35; cf. CB 26,10; 27,7; LlB 1,35; 2,3). El Santo no se detiene ante afirmaciones tan atrevidas, porque tiene ideas claras y sabe evitar cualquier confusión panteísta. No hay identificación posible con Dios. Al momento de aclararlo se encuentran armoniosamente el lenguaje teológico y el místico: “Y la sustancia de esta alma, aunque no es sustancia de Dios, porque no puede convertirse en él”, pero estando unida con él participa de su ser lo que es posible en esta vida (LlB 2,34).

Al hilo del vocabulario místico, y por semejanza, puede hablar también de la “sustancia sensitiva”, para indicar lo más profundo del cuerpo y del sentido, “los huesos y médulas” (LlB 2,22). La capacidad connotativa de tal lenguaje permite hablar indistintamente de “las espirituales y sustanciales venas del alma, según su potencia y fuerza” –de lo material a lo espiritual– (LlB 2,10), y de la purificación del alma “según la sustancia sensitiva y espiritual y según las potencias interiores y exteriores” –de lo espiritual a lo sensitivo– (N 2,6,4). Por estar los hábitos viciosos “muy arraigados en la sustancia del alma”, la pena y el vacío que produce su purificación se siente en “la sustancia del alma sensitiva y espiritual” (ib. nn. 5-6). Al sentirse en “la sustancia del espíritu, parecen tinieblas sustanciales” (N 2,9,3). Semejante polisemia de “sustancia” sólo es posible y aceptable en el lenguaje místico. El referente que unifica todas las acepciones y aplicaciones es fundamentalmente el mismo: sustancia es lo más íntimo y radical del ser, tanto referido al espíritu como al sentido. En esta óptica hay que colocar también la expresión correlativa a “sustancia sensitiva”.

4. SENTIDO DEL ALMA. Lo que, a primera vista, resultaría contradictorio en el lenguaje de la filosofía sanjuanista, se vuelve normal en el ámbito de su mística. En plan filosófico (con aplicaciones puntuales), J. de la Cruz contrapone “sentido-sensitivo” a “espíritual-alma”. Los sentidos, tanto interiores como exteriores, son algo propio del cuerpo, mientras las potencias espirituales lo son del alma. Se trata de una distinción elemental y fundamental dentro de todo el sistema que sirve de soporte a la pedagogía sanjuanista, según lo indicado arriba…

Cuando el Santo se adentra en el secreto escondrijo de la mística quiebra ese esquema y todo se vuelve aparentemente desconcertante. No es únicamente que J. de la Cruz retome la tradición espiritual, que traslada analógica o metafóricamente al plano espiritual (del alma) sensaciones similares a las experimentadas por los sentidos espirituales: ver, sentir, oler, gustar, tocar el alma a semejanza de lo que sucede en el cuerpo. Este recurso literario, como vehículo de la inefabilidad mística, es permanente en la pluma del Santo, como en otros autores espirituales anteriores y posteriores. El no se contenta con esto; va más allá, estableciendo íntima relación entre la “sustancia” del alma y los “sentidos” de la misma.

Simbolizada la capacidad receptiva del alma en “las profundas cavernas del sentido”, éste se transforma en algo radicalmente espiritual. A ciertos niveles de la unión con Dios, los toques o ungüentos del Espíritu Santo “son ya tan sutiles y de tan delicada unción, que, penetrando ellos la íntima sustancia del fondo del alma, la disponen y saborean de manera que el padecer y desfallecer en deseo con inmenso vacío de estas cavernas, es inmenso” (LlB 3,68). En conformidad con las disposiciones, “el primor de la posesión del alma y fruición de su sentido”, será mayor o menor (ib.).

Como si el Santo hubiese padecido escrúpulos al usar el término “sentido”, añade: “Por el sentido del alma entiende aquí la virtud y fuerza que tiene la sustancia del alma para sentir y gozar los objetos de las potencias espirituales con que gusta la sabiduría y amor y comunicación de Dios” (LlB 3,69). Según tal explicación, “el sentido del alma” no es otra cosa que su capacidad de percibir “los objetos de las potencias espirituales”. Traducido al vocabulario técnico, esto lleva a una identificación del “sentido del alma” con sus potencias espirituales, ya que el Santo asume y acoge la teoría según la cual las potencias se especifican por el objeto propio de su actuación. Queda aquí patente el salto de la mística a la teología, pero yuxtaponiéndose de forma armónica e inverosímil a la vez.

A renglón seguido, añade J. de la Cruz: “Y por eso a estas potencias, memoria, entendimiento y voluntad, las llama el alma … cavernas del sentido profundas, porque por medio de ellas y en ellas siente y gusta el alma profundamente las grandezas de la sabiduría y excelencias de Dios … Todas las cuales cosas se reciben y asientan en este sentido del alma, que, como digo, es la virtud y capacidad que tiene el alma para sentirlo, poseerlo y gustarlo todo, administrándoselo las cavernas de las potencias” (ib.). Ni identificación radical ni distinción real entre “potencias” y “sentido del alma”. La ambigüedad aparente del lenguaje simbólico (centrado en las “profundas cavernas”) trata de aclararla el filósofo con la siguiente explicación: “Así como al sentido común de la fantasía acuden con las formas de sus objetos los sentidos corporales, y él es receptáculo y archivo de ellas”, así el sentido del alma en relación a las potencias. “Por lo cual –concluye– este sentido común del alma, que está hecho receptáculo y archivo de las grandezas de Dios, está tan ilustrado y tan rico, cuanto alcanza de esta alta y esclarecida posesión” (LlB 3,69). Más que explicación filosóficamente válida, es ilustración pedagógica del lenguaje místico, tan sugerente como arbitrario. Es claro que el Santo (cf. S 2,12 y 3,7) asume en su explicación filosófica la teoría tomista del “sentido común” distinto de los otros internos (S. Tomás, 1,78,4; Contra gent. 2,65). La lectura de estos textos exige especial atención, so pena de atribuirles contenidos inexistentes.

Habría que aludir a otras expresiones sanjuanistas íntimamente relacionadas con el alma, sus potencias y su sustancia, paro las señaladas parecen ser las de mayor alcance y especial dificultad. El contexto general y el inmediato permiten captar los significados atribuidos a los vocablos más próximos al “alma”. Entre ellos destacan por su frecuencia: ánimo,  espíritu y sujeto del alma. Todos ellos reciben distintas acepciones en la pluma del Santo, pero lo más corriente es hacerlos sinónimos de “alma”. El primero indica unas veces valentía, decisión, en sentido de “tener ánimo” (S 3,28,7); otras, armonía o serenidad interior, lo que se aplica al alma, pero sustituyendo su empleo por “ánimo”. El Santo habla del “dolor y aflicción del ánimo” (S 2,27,2); del gozo “de la tranquilidad y paz del ánimo” (S 2,6,2); de “la tranquilidad del ánimo y paz en todas las cosas” (S 3,6,5), etc. También es más normal la identificación entre “alma” y “sujeto del alma”, entendiendo por ambos la persona o “supuesto humano”. En el fondo, “sujeto del alma” (de uso casi exclusivo en la Noche) resulta ser simple expresión pleonástica por sujeto o supuesto (N 2,3,1; 2,5,4; 2,6,1).

Más compleja es la polisemia de “espíritu”, pero en su acepción más general resulta ser sinónimo de alma. Con mucha frecuencia ambos sustantivos se juntan y yuxtaponen pleonásticamente resultando el “espíritu del alma”, el “alma en cuanto espíritu” y otras muchas formas equivalentes. La aproximación queda también patente en sintagmas como éstos: “corazón del espíritu” (Ll 2,8), “entrañas del espíritu” (N 2,22,6), “sustancia del espíritu” (S 2,17,3-4), etc. Puede sustituirse espíritu por alma sin alterar el sentido ni el contenido. En los escritos sanjuanistas apenas se insinúa una acepción que establezca distinción entre alma, espíritu y mente, como en algunos místicos anteriores. No cita nunca el texto de la carta a los Hebreos (4,12) que suele ser la referencia obligada. En algunos casos, queriendo el Santo ponderar la fino, agudo y penetrante de la experiencia mística o de la catarsis, estira el lenguaje como si el “espíritu” fuese lo más íntimo y recóndito del alma (N 2,23,5-5; LlB 1,6.9; 2,8, etc.). No parece que la “sustancia del espíritu” (LlB 2,22.28) sea distinta de la “sustancia del alma”.

La radiante visión sanjuanista describe un círculo maravilloso que va desde que Dios predestinó al alma “a la gloria esencial desde el día de la eternidad” (CB 38,2) hasta que “rompe la tela” y se produce el “dulce encuentro”. Entre tanto, el alma vive en tensión esperando y ansiando la consumación perfecta del  “matrimonio espiritual con la beatífica vista”. Esta es la que pide el alma que, “aunque es verdad que en este estado tan alto –de perfección– está el alma tanto más conforme y satisfecha cuanto más transformada en amor y para sí ninguna cosa sabe, ni acierta a pedir, sino para su Amado … porque vive en esperanza todavía, en que no se puede dejar de sentir vacío, tiene tanto de gemido, aunque suave y regalado, cuanto le falta para la acabada posesión de la adopción de hijos de Dios, donde, consumándose en gloria, se quietará su apetito” (LlB 2,27).

BIBL. — HENRI SANSON, L’ Eprit humain selon saint Jean de la Croix, París 1953, ed. Española 1962; NAZARIO DE SANTA TERESA, Filosofía de la mística, Madrid, Studium, 1953, p. 142-170; FERNANDO URBINA, La persona humana en san Juan de la Cruz, Madrid, 1956; EULOGIO PACHO, Antropología sanjuanista, en MteCarm 69 (1961) 47-90 y en ES II, ; Id. El hombre, aleación de espíritu y materia”, en ES II, 87-105.

Eulogio Pacho

Jesucristo

La cristología sanjuanista es un aspecto profundo, delicado, vigoroso y bello de su doctrina. El más querido. No obra en perjuicio de esta riqueza y profundidad el hecho de que no abarque ‘todas’ las cuestiones importantes ni ‘todos’ los aspectos doctrinales de una cristología. Ya J. de la Cruz avisa de que esa meditación omnicomprensiva, por principio es imposible: “Por más misterios y maravillas que han descubierto [en Cristo] los santos doctores y entendido las santas almas en este estado de vida, les quedó todo lo más por decir, y aun por entender; y así hay mucho que ahondar en Cristo: porque es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá. Que, por eso, dijo san Pablo (Col. 2, 3) del mismo, diciendo: En Cristo moran todos los tesoros y sabiduría escondidos” (CB 37,4).

La doctrina, en todo caso, se apoya sobre fuertes pilares bíblico dogmáticos y se teje con los tres fuertes hilos presentes en toda la trama textual y mental sanjuanista: una viva y profunda experiencia de los insondables misterios de Jesucristo; una detenida asimilación y meditación de algunos de los datos revelados acerca de los misterios de la vida del Señor; y, por fin, una reflexión teológica y espiritual de orientación predominantemente práctica o mistagógica.

I. Cristo en su vida. Su vida en Cristo

Antes que, en la pluma, Cristo ha entrado en la vida de fray Juan. Interesa destacar algunas anécdotas que revelan el modo concreto de ese contacto de fe que conocemos más por la biografía interior, trasparentada en las obras, que por su biografía exterior. Su vida entera la ha vivido como un diálogo de íntimo trato y amistad con Cristo el Señor y, sin embargo, nos quedan pocos retazos de esa historia de amistad ilimitada y bellísima. F. Ruiz ha marcado la ruta, como en tantos temas, para destacar la escena del diálogo con el Cristo del cuadro que le habló en Segovia y que ofrece recompensa por el ‘favor y honra’ de colocarle en más decencia y dignidad, Se lo cuenta a su hermano Francisco: “Me dijo: Fray Juan pídeme lo que quisieres que yo te lo concederé por este servicio que me has hecho. Yo le dije: Señor, lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos y que sea yo menospreciado y tenido en poco” (Crisógono, Vida… 11ª ed., p. 254). Más que el contenido de su petición nos importa subrayar en la escena el hecho del diálogo y la intimidad con Cristo que evidencia. Con Cristo vive una historia larga de diálogo continuo y ordinario. La anécdota debe elevarse a categoría y principio de vitalidad espiritual. Cristo es su amado y su eje vital. “Las manifestaciones son incontables y se extienden a todos los campos. Las hay de tipo estrictamente personal y religioso, como los poemas místicos. Otras pertenecen a la piedad conventual y vida comunitaria, como las representaciones escenificadas. También las hay de carácter artístico. Todas sus facultades se despiertan y alcanzan el máximo desarrollo en contacto con la realidad absorbente que es Jesucristo”. (F. Ruiz Salvador, Introducción, p. 357). La mención del Dibujo del Crucificado es necesaria a este propósito. “Una vez estando orando el santo padre fray Juan en Avila, se le apareció Cristo Nuestro Señor como quedó después de haber expirado; y… el santo varón, con la impresión que le hizo tan lastimera figura lo había retratado y se hizo presentación del dicho retrato,… cosa muy lastimosa” (BMC 14, 396). Además de la pintura famosa parece que labraba pequeñas imágenes del crucificado en madera.

De su celebración de las fiestas de Navidad (BMC 14,25) o de su devoción al Santísimo (14, 168 y 370) y a la Virgen María también hay abundante conocimiento. Por todo se certifica que la encarnación, la  Cruz y la  Eucaristía parece que han sido “sus” misterios más meditados. Aunque es evidente que no es ‘la devoción’ lo determinante en la exploración de su aportación a la meditación inacabable del misterio de Cristo. Los testigos insisten en transportes místicos ante la cuna o ante la cruz del Salvador. Pero la lectura de sus obras descubre el enfoque de la presentación paulina de la vida en Cristo como el más cercano e inspirador.

Ningún testimonio externo llegará a exagerar nunca la importancia y la centralidad axial del misterio de Cristo Amado y Esposo en su vida. Ninguno será tan claro y convincente como sus poemas. Todos nacen de la herida y la ansiedad de haber conocido y no tener aún posesión y presencia del Cristo hermano, compañero, amado y amigo.

El poema del Pastorcico es de relieve especial en esta consideración del misterio de redentor bajo la clave esponsal y tensionado entre la ausencia y la presencia. El pecho del Redentor, su corazón y su ternura por nosotros que le hacen expatriarse y morir solo y que, levantado sobre la tierra sobre un árbol, ejerce todo el atractivo y la seducción de su amor oblativo por el hombre.

Restos de su modo de su piedad cristocéntrica nos quedan en sus oraciones: La oración de alma enamorada y el prólogo de los Dichos de luz y amor están a la cabeza en esta jerarquía. “Quitando por ventura delante ofendículos y tropiezos a muchas almas que tropiezan no sabiendo, y no sabiendo van errando, pensando que aciertan en lo que es seguir a tu dulcísimo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, y hacerse semejantes a él en la vida, condiciones y virtudes, y en la forma de la desnudez y pureza de su espíritu. Mas dala tú, Padre de misericordias, porque sin ti no se hará nada, Señor” (Av 1). “No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo, en que me diste todo lo que quiero. Por eso me holgaré que no te tardarás si yo espero.

¿Con qué dilaciones esperas, pues desde luego puedes amar a Dios en tu corazón? Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti.” (Av 26-27). Todo lo tenemos en Cristo y todo lo esperamos de él. Nada importa pedir tanto como el acierto en el seguimiento del Señor Jesús. Esta cristología, orada y vivida antes que escrita, es la que se trasluce en estas reliquias de su oración que A. Ruiz ha recogido (San Juan de la Cruz, maestro de oración, Burgos 1989). Allí se oyen otros muchos modos de oración cristológica disimulada y disfrazada, pero donde resuena, en persona de la Esposa o de los Profetas, la voz inconfundible de J. de la Cruz al habla con su Cristo Amado y deseado con ‘muchas maneras de palabras y sentimientos’ a través de múltiples y diversas modulaciones orantes.

La totalidad personal de Cristo que se impone en su experiencia apenas la podemos presentar, aunque sí rastrear, por la densidad crística de los poemas. Pero en su doctrina espiritual presenta aisladamente algunos aspectos y elementos, traídos según las exigencias de la exposición del camino espiritual. Camino de unión del Alma con Dios mediante Jesucristo, Camino y Mediador, actor, motor y meta de la unión.

Ha meditado y contemplado la humanidad gloriosa del Salvador, en la que se recuperan como significativos todos los “misterios” y palabras de su vida terrena; ha sido subyugado por su eco y reflejo fulgurante en la creación; su encarnación y unión hipostática han agravado sus ansias de amor y de presencia total sin otras mediaciones ni dilaciones de modo “que tú seas el mensajero y los mensajes” (CB 7,7); ha comprendido que su pasión y su cruz son la espesura que se ha de atravesar para acceder a su Presencia y Sabiduría. Ha insistido en su función mediadora universal, en su carácter de revelador definitivo, en su ejemplaridad y su esponsalidad, pero todo lo ha contemplado, no psicológica e individualmente, sino penetrado del típico personalismo carmelitano; “propter nos, propter me”, ha venido, ha vivido, hablado, padecido, muerto y resucitado el Redentor.

II. La preexistencia del Verbo Hijo de Dios

La filiación divina de Cristo se considera naturalmente como la razón consustancial de su divinidad y por tanto de la inserción en la vida trinitaria y de la divinización del  hombre. El Santo no hace otra cosa que asumir la teología tradicional. De esa realidad confesada por la fe común de la Iglesia arrancan todos los títulos, méritos y realizaciones de Cristo en la economía de la creación y de la salvación. La aplicación sanjuanista es clara, precisa y abundante. Recalca con particular insistencia hechos fundamentales, como éstos: Porque Cristo es Hijo de Dios, existen el mundo y el hombre y reflejan la imagen de Dios. Y en razón de su filiación divina se ha posibilitado la filiación “graciosa y adoptiva” del hombre de modo que pueda llamarse y ser también hijo de Dios. Gracias a la gracia que el Hijo de Dios ha conseguido para el hombre, éste puede transformarse de tal modo que llegue a una auténtica divinización o deificación. La obra de la creación, de la encarnación, de la salvación y de la divinización la realiza Dios Padre por medio de la “figura de su Hijo”. Todas las obras, acciones y enseñanzas de Cristo tienen valor único en cuanto derivan de su filiación divina y de su encarnación. Por eso el Santo atribuye al Hijo de Dios todo lo que enseña de Cristo. Distingue con precisión lo que se refiere a su naturaleza divina y a su acción histórica.

Ha meditado en los romances con pinceladas precisas y deliciosamente bellas, la preexistencia del Hijo y ha hecho allí su confesión en la consubstancialidad e igualdad de naturaleza. Allí también se encuentran las notas características de la meditación sanjuanista sobre  Cristo: el desposorio de la divinidad con el mundo en Cristo: “En el principio moraba / el Verbo, y en Dios vivía… / El Verbo se llamaba Hijo, / que del principio nacía; / hale siempre concebido / y siempre le concebía; / dale siempre su sustancia, / y siempre se la tenía” (vv 1-2; 10-15). // “Nada me contenta Hijo / fuera de tu compañía… / En ti solo me he agradado / ¡oh vida de vida mía! / Eres lumbre de mi lumbre, / eres mi sabiduría, / figura de mi sustancia…” (vv.57-58; 65-72).

Allí se encuentra su respuesta a la clásica pregunta ¿cur Deus homo?; va más en relación con el destino de amor esponsal que Dios ha querido en Cristo desde siempre, voluntad que no fue abolida ni desmentida nunca por el pecado: Éste tiene menos peso que la decisión de Dios de amar e igualar consigo al hombre en el Verbo: Una esposa que te ame / mi Hijo darte querría / que por tu valor merezca / tener nuestra compañía… / porque en todo semejante / él a ellos se haría / y se vendría con ellos, / y con ellos moraría; / y que Dios sería hombre, / y que el hombre Dios sería, / y trataría con ellos … / porque él era la cabeza / de la esposa que tenía, / a la cual todos los miembros / de los justos juntaría, / que son cuerpo de la esposa… / y que, así juntos en uno, / al Padre la llevaría, / donde del mismo deleite / que Dios goza, gozaría; / que, como el Padre y el Hijo, / y el que de ellos procedía / el uno vive en el otro, / así la esposa sería, / que, dentro de Dios absorta / vida de Dios viviría (vv.130166).

Las mismas ideas se exponen en prosa de formas variadas: “El lugar donde está escondido el Hijo de Dios es, como dice san Juan, el seno del Padre, que es la esencia divina, la cual es ajena de todo ojo mortal (CB 1,3). La gloria del Padre es también su seno y su Amor inmenso: “El Padre no se apacienta en otra cosa que en el Hijo, pues es la gloria del Padre porque el Hijo solo es el deleite del Padre, el cual no se recuesta en otro lugar ni cabe en otra cosa que en su amado Hijo, en el cual todo él se recuesta, comunicándole toda su esencia al mediodía, que es la eternidad, donde siempre le engendra y le tiene engendrado” (CB 1,8). La consideración de la vida intratrinitaria del Verbo está “en respondencia” a la unión del hombre con Dios a la comunicación histórica y encarnada de la vida divina. “El Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios… hasta poder hacer por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo” (CB 39,5). Toda la vida de Cristo tiene por fin la transformación de lo humano en divino. En Cristo el Padre ha tocado delicadamente el mundo y lo humano ha quedado transformado “Por cuanto el Hijo penetra hasta lo más íntimo del ser (del mundo) por la delicadez de tu ser divino penetras sutilmente la sustancia de mi alma y, tocándola delicadamente, en ti la absorbes toda en divinos modos de deleites y suavidades” (LlB 2,17) El Cristo es universal por su divinidad. De ahí que el vértice de la vida espiritual se coloque en la unión y transformación del alma en Cristo y por él en la vida de la Trinidad (CB 38-39). El proceso para llegar ahí consiste en una progresiva asimilación a Cristo, Esposo del alma, Hijo de Dios (cf. CB 2,7; 13,11; 17,8).

Cristo es contemplado también como Sabiduría divina que encierra todos los tesoros de Dios y todas sus riquezas (CB 2,7). En ella se revelan todos los misterios de Dios, ya que el alma unida “con esta Sabiduría divina, que es el Hijo de Dios, conocerá los subidos misterios de Dios y hombre, que están muy escondidos en Dios” (CB 37,2). Se oye aquí la certeza del Concilio: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación… El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GS 22). Por la revelación y por otros medios se dan al hombre noticias y luces particulares, por medio de la Sabiduría de Dios, que es el Hijo de Dios, que el  Espíritu Santo enseñador comunica al alma en fe, se le da toda la ciencia y sabiduría (S 2,29,6). La Palabra de Dios que el Padre pronuncia desde la eternidad para que sepan y gocen a su Hijo los bienaventurados (S 2,3, 5; cf. cap. 22) se ha de oír en silencio y se despliega en la historia en vías de carne y tiempo mediante su Espíritu y su Iglesia (S 2,20,5) pues ‘él vino a enseñar al mundo el camino de retorno al Padre’ (S 1,5,2).

III. Cristo en la creación

Todo fue creado por él y para él. La  creación se contempla en J. como obra del amor del Padre hacia el Hijo: “Hágase, pues, dijo el Padre / que tu amor lo merecía / y en este dicho que dijo / el mundo criado había, / palacio para la esposa” (Romances, vv. 99-104). La creación resulta ser imagen del Hijo, que lo es, a su vez, del Padre. En ella es donde mejor aparece el Hijo como “resplandor de su gloria y figura de su sustancia”. Comenta el Santo: “Con esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas, que fue darles el ser natural, comunicándoles muchas gracias y dones naturales, haciéndolas acabadas y perfectas… El mirarlas mucho buenas era hacerlas mucho buenas en el Verbo, su Hijo. Y no solamente las comunicó el ser y gracias naturales mirándolas, como habemos dicho, mas también con sola esta figura de su Hijo las dejó vestidas de hermosura” (CB 5,4).

La creación es el primer sello del Verbo sobre el mundo, hecho por la palabra y por la mirada; ésta es la primera gracia, “mas también con sola esta figura de su Hijo las dejó vestidas de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural; lo cual fue cuando se hizo hombre, ensalzándole en hermosura de Dios, y, por consiguiente, a todas las criaturas en él, por haberse unido con la naturaleza de todas ellas en el hombre”. Pero la obra de la creación por el Hijo se ha culminado con la comunicación al hombre, y en él al mundo, de la gracia inconcebible, de bien y gloria llena, de la resurrección, máxima comunicación de la belleza del Señor. “Por lo cual dijo el mismo Hijo de Dios (Jn. 12,32): Si yo fuere ensalzado de la tierra, levantaré a mí todas las cosas. Y así, en este levantamiento de la Encarnación de su Hijo y de la gloria de su resurrección según la carne, no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, mas podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad” (ib). La encarnación para el Verbo es kénosis, para los hombres levantamiento. La evocación del texto joaneo intenta la doble referencia a la cruz y la exaltación pascual de Cristo y en él de la realidad creada.

Considera el Doctor místico que la creación así entendida es obra exclusiva de Dios; es explícita la afirmación del Santo: “Aunque otras muchas cosas hace Dios por mano ajena, como de los ángeles o de los hombres, ésta que es criar, nunca la hizo ni la hace por otra que por la suya. (CB 4,3). Es obra de la Sabiduría divina, que es el Hijo la creación de las cosas con gran facilidad y brevedad. Ha dejado en ellas rastro del propio ser y al dotarlas de gracias y hermosuras con el “admirable orden y dependencia indeficiente que unas tienen de otras”. Ha hecho posible rastrear la presencia de Dios y buscar al Amado por ese camino de la consideración, pues todo se hizo por el Hijo, todo tiene su huella: “haciéndolo todo Dios por la Sabiduría suya por quien las crió, que es el Verbo, su Unigénito Hijo” (CB 5,1) todo puede ser mediación para la comunión personal por este rastro y sello del cuerpo Hijo que hay en todo.

Pero la presencia del Verbo en el mundo ha quedado más patente en la segunda gracia. El hombre es la Morada para la misma Sabiduría del Hijo y su Esposa, la Iglesia. Se canta bellamente en el Romance de la creación (n. 3-6): “Una esposa que te ame, / mi Hijo, darte quería… / Mucho lo agradezco, Padre, / el Hijo le respondía. / A la Esposa que me dieras / yo mi claridad daría, / para que por ella vea / cuanto mi Padre valía, / y cómo el ser que poseo / de su ser le recibía. / Reclinarla he yo en mi brazo, y en tu amor se abrasaría, / y con eterno deleite / tu bondad sublimaría” (vv. 80-93).

IV. Verbo Encarnado

“Aunque otros muchos misterios la comunica, sólo hace mención el Esposo de la Encarnación, como el más principal de todos” (CB 23,1). La Encarnación aparece siempre en el Santo como el centro de los misterios de la fe cristiana (cf CB 5,3). No solo referida a la creación y a la belleza, ( hermosura prefiere él), y consiguiente “divinización” derivada sobre el mundo con esa unión hipostática. En perspectiva más genérica se considera como la “recapitulación de todas las cosas en Cristo” (ib. 7, y 23,1).

Insistiendo en esa relación de la creación y de la salvación con la Encarnación, expresa así sus intuiciones: “Las subidas cavernas de esta piedra –que es Cristo– son los subidos y altos y profundos misterios de sabiduría de Dios que hay en Cristo sobre la unión hipostática de la naturaleza humana con el Verbo divino, y en la respondencia que hay a ésta de la unión de los hombres a Dios, y en las conveniencias de justicia y misericordia de Dios sobre la salud del género humano en manifestación de sus juicios… así cada misterio de los que hay en Cristo es profundísimo en sabiduría y tiene muchos juicios suyos ocultos de predestinación y presciencia en los hijos de los hombres (CB 37,1). De hecho, la considera la Obra suprema de Dios. Incluso mayor que la creación, ya que en lo que Dios más “se mostró y más reparaba, eran [en] las [obras] de la Encarnación del Verbo y misterios de la fe cristiana, en cuya comparación todas las demás eran hechas como de paso, con apresuramiento” (CB 5,3). “Las obras de la Encarnación del Verbo y misterios de la fe, las cuales, por ser mayores obras de Dios y que mayor amor en sí encierran, hacen en el alma mayor efecto de amor” (ib. 7,3).

Si en la creación la imagen del Hijo vistió de hermosura a todas las criaturas, con la Encarnación las comunicó el “ser sobrenatural” lo cual “fue cuando se hizo hombre, ensalzándole en hermosura de Dios y, por consiguiente, a todas las criaturas en él, por haberse unido con la naturaleza de todas ellas en el hombre” (CB 5,4). Más que un gesto de anonadamiento y kénosis, como en la pasión y cruz, la Encarnación es considerada por el Santo como triunfo y glorificación de Cristo, como primera unión y comunicación de su esplendor y gloria a la humanidad: “Y así, en este levantamiento de la Encarnación de su Hijo y de la gloria de su resurrección según la carne, no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, mas podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad” (ib. n. 4). De hecho, es curioso notar que conocer y gustar los misterios de la Encarnación es “una de las causas que más mueven al alma a desear entrar en la espesura de sabiduría de Dios… es por venir a unir su entendimiento en Dios, según la noticia de los misterios de la Encarnación, como más alta y sabrosa sabiduría de todas sus obras” (CB 37,2).

Lo primero que desea ver quien llega al Reino. Se da en J. de la Cruz una cierta y consentida reducción cristológica del contenido de la  esperanza: “Una de las cosas más principales por que desea el alma ser desatada y verse con Cristo (Flp. 1,23) es por verle allá cara a cara, y entender allí de raíz las profundas vías y misterios eternos de su Encarnación, que no es la menor parte de su bienaventuranza; porque, como dice el mismo Cristo por san Juan (Jn. 17,33), hablando con el Padre: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, un solo Dios verdadero, y a tu Hijo Jesucristo, que enviaste. Por lo cual, así como, cuando una persona ha llegado de lejos lo primero que hace es tratar y ver a quien bien quiere, así el alma lo primero que desea hacer, en llegando a la vista de Dios, es conocer y gozar los profundos secretos y misterios de la Encarnación y las vías antiguas de Dios que de ella dependen” (CB 37,1).

La  unión y transformación del alma en Cristo es el contenido esencial del proceso de amor místico y la meta del camino espiritual. En él la encarnación no pierde nunca presencia y valor. Los reparos que desde lecturas teresianas se hacen a los contenidos de S 2 12 y 13 a este respecto, han de confrontarse con estas páginas de Cántico y Llama. La lectura mística del ‘noli me tangere’ y el ‘conviene que yo me vaya’ no afecta a la humanidad gloriosa del Salvador. Ni en la etapa de entrada en la contemplación ni en la culminación del progreso espiritual en el matrimonio místico se abandona esta mediación objetiva del Cuerpo encarnado, crucificado y glorioso del Señor. La culminación de la unión, de hecho, no es otra cosa que el abrazo entre la Esposa y el Esposo Cristo. Éste en ese tiempo “descubre con gran facilidad y frecuencia sus maravillosos secretos a su consorte” y “comunícala principalmente dulces misterios de su Encarnación y los modos y maneras de la redención humana, que es una de las más altas obras de Dios, y así es más sabrosa para el alma” (CB 23,1). Las gracias descritas en el final de CB y en Ll 4ª son de contenido cristológico expresamente (cf. CB 37; 38; y LlB 4, 4-16).

La propia inserción en la vida trinitaria no se produce sino por asimilación de la filiación de Hijo. Somos hijos en el Hijo. Solo la conformación con Cristo y la perfecta asimilación a él introduce al alma en la vida íntima de la  Trinidad, de manera que su vida es verdaderamente vida de Dios: “Y cómo esto sea, no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice san Juan (1,12); y así lo pidió al Padre por el mismo san Juan (17, 24), diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste; es a saber: que hagan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo” (CB 39,5; cf. CB 37-39 y LlB 3, 77-85).

En Cristo, toque delicado, Dios Padre, mano blanda, ha acariciado o tocado al mundo. Con Cristo se ha acercado hasta lo íntimo de cada uno de los que le creen, le conocen, le aman y le reciben. Con Cristo ha entrado el Hombre en su destino trinitario (LlB 2,16-17). Proyecto divino y realización histórica de la Encarna-ción del Verbo se describen con trazos magníficos en los romances del Santo, en especial nn. 7-9. Deben releerse con detención.

V. El Cristo Redentor Salvador

Para la vida del hombre se dio no sólo la creación y la encarnación sino la vida entera de Jesús de Nazaret y sobre todo el misterio de su muerte redentora y su resurrección santificadora. Encarnación y redención constituyen el binomio en que se comprenden todos los insondables misterios de Cristo. Para ambas tiene el Santo la misma calificación de ser “las más altas obras de Dios” (CB 23,1). El contenido de la redención obrada en el árbol de la cruz es incomparablemente mayor que el de ninguna otra obra de Cristo incluidos los milagros y el anuncio del Reino. Cuando más pasivamente estuvo sometido y obediente fue cuando hizo la mayor obra. La tesis del Santo queda patente: “Y así, en el desamparo sensitivo hizo la mayor obra que en toda su vida con milagros y obras había hecho, ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios” (S 2,7,11). La redención se figura y reformula como “unión” o  desposorio de Dios con la naturaleza humana. El ‘primum analogatum’ de la  unión del alma con Dios no es la fusión física ni siquiera la unión matrimonial de los esposos, es la unión hipostática del Verbo con la humanidad en Jesús. La redención, obra de amor, se llevó a cabo de “admirable manera y traza” ya que la humanidad fue redimida y desposada por Cristo por “los mismos términos que la naturaleza humana fue estragada y perdida” (CB 23,1). Sigue temas de mucha tradición paulina y patrística, el paralelo Adán Cristo, en este caso.

La pasión, la muerte voluntaria y la cruz representan el culmen de la obra salvadora de Cristo. Ocupan de tal modo la mente y la meditación contemplativa del Santo, que casi no alude a otros actos y gestos del Jesús terreno. Las palabras que evoca de él son ante todo las palabras del seguimiento radical con la cruz, palabra en fin derivadas de este misterio. Insiste siempre en ese punto: “Y esto fue, como digo, al tiempo y punto que este Señor estuvo más aniquilado en todo… Al punto de muerte quedó también aniquilado en el alma sin consuelo y alivio alguno” (S2, 7,11). La muerte de Cristo ha sido eficaz por sí misma, no por sufrimientos, en cuanto expresión de su entrega obediente y amorosa a la voluntad del Padre, eso hace valiosas nuestras propias cruces en su seguimiento: La purificación y entrega de la voluntad, la negación (J. D. Gaitán, Negación y plenitud, p. 218-229). Para el Santo vale la  cruz en cuanto entrega de la persona y del ser, de la voluntad, del amor y de la vida. No pone el dolor y la sangre en primer plano.

Su meditación, ciertamente, no es de carácter primordialmente dogmático, sino que, a partir de los datos dogmáticos sobre la redención, enfoca su contemplación de la Cruz como clave de todo camino de unión con Dios en y por Cristo. Camino y puerta es Cristo, pero en cuanto redentor sacrificado. No hay otro modo de vivir la unión y el amor con él. Tomó la Cruz Juan para su nombre y sabe recomendar que nadie busque a Cristo sin Cruz. “Constantemente en cartas y avisos el recuerdo de Cristo crucificado anima los programas y salpica de amor las más difíciles situaciones” (F. Ruiz, Introducción, p. 371). Pero la unión o redención, antes de ser un programa de vida y un compromiso de amor, de conciencia y libertad entregadas, ha tenido su historia revelada y encarnada. No es unión intimista, ni filosófica, ni accesible por recursos humanos. Está ligada a acontecimientos públicos y conocidos.

“Debajo del manzano, allí conmigo fuiste desposada”. Allí se dio la reparación y rescate por el pecado. La muerte de Cristo representó la aniquilación de la naturaleza viciada. El Padre le “desamparó porque puramente pagase la deuda y uniese al hombre con Dios, quedando así aniquilado y resuelto así como en nada” (ib.). Esta reparación tiene repercusiones universales y “de una vez por todas” (éphapas), pero se realiza “poco a poco y al paso del hombre” por la aplicación personal a partir del bautismo y por el compromiso de la conciencia y la libertad en el amor durante toda la vida de amor y gracia. No sólo se “alzaron las treguas que del pecado original había entre el hombre y Dios” (CB 23,2) en el árbol de la Cruz sino que “el Hijo de Dios redimió y, por consiguiente, desposó consigo a la naturaleza humana, y consiguientemente a cada alma, dándola él gracia y prendas para ello en la Cruz” (ib. 3). Obra de amor tan grande, que se considera un ‘desposorio’ entre Cristo y el hombre caído. A partir del desposorio que se hizo de una vez, y que se renueva con cada alma el día del bautismo, va aumentando la gracia amorosa en proporción a la correspondencia y al trabajo de asimilación que la vida teologal proporcionan (CB 23, 5-6).

En alguna manera, desde ese momento se establece un lazo irrompible entre el dolor y el amor como ley dinámica de la imitación de Cristo. En los amores perfectos esta ley se requería: “El más puro padecer trae más puro y sabroso amar” y quien desea entrar en el misterio del Cristo debe entrar más adentro en la espesura de trabajos y tribulaciones, según la magnífica descripción del Santo (CB 36,12-13). La ciencia de la cruz (gnosis tou stauróu) es la sabiduría máxima que se puede alcanzar. Ninguna hermosura o gloria se puede alcanzar sin atravesar esta opaca espesura del escándalo de la Cruz. En los estadios más altos de la vida espiritual también está presente la cruz. No sólo en la noche.

En el poema del Pastorcico se sintetiza maravillosamente el sentido amoroso y a la vez penoso de la redención de Cristo simbolizado en el árbol ‘do abrió sus brazos bellos’ y quedó el pecho abierto y del amor muy lastimado. Si el pregón de estas meditaciones está en S 2, 7, no se completarían bien sin el complemento de esta victoria de la Cruz que se contempla en CB 23 y 37.

VI. Cristo, Palabra definitiva del Padre y Mediador universal

Por su Encarnación y Redención ha sido constituido mediador único, universal y definitivo entre Dios y los hombres, aunque ejerza a veces sus funciones por medio de otras “mediaciones”. Todo cuanto se relaciona con su obra salvadora puede encuadrarse de alguna manera dentro de esta función suprema de Cristo. Quiere decir que la realiza bajo formas variadas, sea en dimensión ascendente o descendente. Entre los aspectos más destacados por el Santo merecen recordarse los siguientes, que constituyen lo más original en su exposición cristológica:

El aspecto más contemplado por el Santo es la mediación de la revelación, donde Cristo aparece como palabra definitiva de Dios. Ha sido uno de los aspectos problematizados, no siempre con fundamento. Una cierta interpretación protestante de su cristología venida de la teología dialéctica ha malentendido y deformado esta comprensión. La crítica o el prejuicio se formula con decir que la búsqueda mística (‘religión’ en términos barthianos) se opone o se sobrepone a la escucha de la Palabra (la ‘fe’ barthiana: J. Boulet, Dieu ineffable et Parole incarnée en RSPhR 46, 1966, 227-240). Otra dificultad en esta mediación viene al analizar la doctrina sobre la presencia de la Humanidad de Cristo en el proceso oracional. La comparación con Santa Teresa aparentemente ofrece diferencias llamativas en superficie. Los estudios de Secundino Castro han confirmado que el análisis detenido de las diversas afirmaciones de los dos Doctores no se oponen, pues ambos reconocen la Santa Humanidad del Salvador de Cristo como inevitable, insuperable, indefectible como mediación objetiva (M 6 y S 2,12 y S 2, 22), pero insisten de diverso modo en la función de las imágenes sensibles en cuanto mediaciones subjetivas de la unión y sienten de manera distinta sobre el papel de esas imágenes en las distintas etapas del proceso.

Se desmontan dudas y supuestos conflictos con la lectura atenta y completa que se halla en la magnífica exposición sobre el asunto (S 2, 22, 2-7); arranca del texto bíblico de Heb. (1,1-2) y se condensa en las afirmaciones siguientes: Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar al darnos “al Todo, que es su Hijo” (n. 4). Quien ahora quisiese preguntar a Dios o pretendiese visiones y revelaciones no sólo haría una necedad sino agravio a Dios no poniendo los ojos en Cristo, sin querer otra novedad (n. 5). Dios podría responder: tengo habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra. En él lo tengo todo dicho y revelado y en él se hallará “más de lo que se pide y desea”; él es toda mi locución y respuesta, ‘toda mi visión y revelación’ (ib.). La manifestación de la Palabra definitiva del Padre tuvo lugar en el monte Tabor y en la  Cruz. Hasta entonces Dios hablaba prometiendo a Cristo; desde entonces en Cristo mora “corporalmente toda la plenitud de la divinidad”. Con la palabra de Cristo en la Cruz, ‘todo está consumado’, se acabaron los modos y maneras antiguas de revelación divina, así como los ritos y ceremonias de la Ley vieja. Ya todo se ha de guiar por “la ley de Cristo hombre y de su Iglesia” (ib. 6-7). La meditación sobre Cristo como Revelación, Palabra y Maestro ha de completarse con lo que comportan los títulos de Amado y Esposo, pues son los que ponen en marcha el proceso de recepción de la Palabra en él ofrecida a todo Hombre. “Una Palabra habló el Padre que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma” (Av 21). Este silencio se enseña en los libros de fray Juan. En alguna manera la educación de la  fe y la  contemplación es un aprendizaje de este  silencio.

Para todo cristiano la conformación a Cristo es norma de vida segura ya que su imitación posee valor permanente. Ha de ser inspiración constante de vida como arquetipo perfecto: El cristiano de todos los tiempos y lugares debe “imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él” (S 1,13,3). Además de ideal perfecto, Cristo es el modelo y ejemplo obligado de imitación. Es la puerta estrecha del Evangelio, y para entrar por ella se ha de desnudar la voluntad de todas las cosas por Dios (S 2,7,2). El camino recto y seguro que no consiste en multiplicidad “de consideraciones, ni modos, ni maneras, ni gustos… sino en una cosa sola necesaria, que es saberse negar de veras, según lo exterior e interior, dándose al padecer por Cristo y aniquilarse en todo” (ib. 8).

El camino de Cristo, en cuanto “ejemplo y luz”, implica fundamentalmente la negación de lo sensitivo y de lo espiritual: en cuanto a lo primero, “cierto está que él murió a lo sensitivo, espiritualmente en su vida y naturalmente en su muerte; cuanto a lo segundo, cierto está que al punto de la muerte quedó también aniquilado en el alma sin consuelo y alivio alguno, dejándole el Padre así en íntima sequedad” (ib. nn. 9-10). Este camino de imitación es lo que pretende enseñar J. de la Cruz en todas sus obras, aunque sólo una vez lo declara, su intento es enseñar y ayudar a que las almas acierten “en lo que es seguir a tu dulcísimo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, y hacerse semejantes a él en la vida, condiciones y virtudes, y en la forma de la desnudez y pureza de su espíritu” (Av 1).

Para la unión con Dios y la inserción en la vida trinitaria el hombre no tiene necesidad de otros medios ni maestros que le encaminen a Dios (CB 35,1) pues la transformación y asimilación de amor es transformación y asimilación ‘en la hermosura de la Sabiduría divina que es el Verbo Hijo de Dios’ (CB 36,7). Y la unión transformante en Dios por conocimiento y amor se realiza “por su Hijo Jesucristo y esto hace el alma unida con Cristo, juntamente con Cristo” (CB 37, 6). Sólo es verdadera y total transformación cuando el alma se transforma en las tres personas de la Santísima Trinidad ‘en revelado y manifiesto grado’ (CB 39,3 y siguientes).

Con verdad se puede decir que “está claro que la mística de J. de la Cruz es directamente cristocéntrica y sólo mediante Cristo es teocéntrica; que no es una mística filosófica, sino teológica, fundada en la imitación de Cristo; y que en ella todas las palabras del Antiguo Testamento se ordenan concéntricamente en torno al anonadamiento del Verbo de Dios en la Cruz” (H. U. von Balthasar, Gloria. Una estética teológica. 3. Estilos laicales. Madrid, 1987, p. 171). 

BIBL. — ANIANO ALVAREZ, “El ‘encuentro’ con Cristo desde San Juan de la Cruz”, en Burgense 32 (1991) 41-78; ANTOLÍN DE LA VIRGEN DEL CARMEN, “Jesucristo en los escritos de San Juan de la Cruz”, en MteCarm, 42 (1938) p. 41-46, 105-110, 137-144 y 169-175; 43 (1938), pp. 15-21 y 45-49; PIERRE BLANCHARD, “Le Christ-Jésus dans la spiritualité de Saint Jean de la Croix”, en La Vie Spirituelle, 72 (1945), pp 131-142; JEAN GEORGES BOEGLIN, Le Christ, maitre de vie spirituelle chez Saint Jean de la Croix. Paris-Fribourg, Edit. SaintPaul, 1992, 195; SECUNDINO CASTRO, Cristo, vida del hombre. (El camino cristológico de Teresa confrontado con el de Juan de la Cruz). Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1991; Id. “Jesucristo en la mística de Teresa y Juan de la Cruz”, en Teresianum 41 (1990) 349-380; Id. “La experiencia de Cristo: foco central de la mística”, en p. 169-193; Id. “’Cristo vivo’ en Juan de la Cruz”, en RevEsp 49 (1990) 439-474; J. CATRET, “La persona de Cristo y la fe. Pensamiento de San Juan de la Cruz”, en RevEsp, 34 (1975) 68-76; BERTRAND DE MARGERIE, “Saint Jean de la Croix, contemplatif du Mystére Pascal”, en Connaissance del’ homme, p. 129-150; ELISÉ DE LA NATIVITÉ, “Saint Jean de la Croix et I’Humanité du Christ”, en EtCarm, 19 (1934) 186-197; F. GARCÍA MUÑOZ, Cristología de San Juan de la Cruz, Madrid, 1982; EUTIQUIO GARCÍA, “Cristo en la mística de San Juan de la Cruz”, en Juan de la Cruz, espíritu de llama, Roma 1991, p. 687-704; GIOVANNA DELLA CROCE, “Christus in der Mystik des Hl. Johannes von Kreuz”, en Jahrbuch fur Mystische Theologie 10 (1964) 9-123; JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, “Christus in oeconomia salutis secundum Sanctum Joannem a Cruce”, en EphCarm 16 (1965) 313-354; IAIN MATTHEW, The Knowledge and Consciousness of Christ in the Light of the Writings of St. John of the Cross, Oxford, 1991; ROBERTO MORETTI, “Cristo nella dottrina di San Giovanni della Croce”, en Rivista di Vita Spirituale, 25 (1971) 451-471; EULOGIO PACHO, “La ‘croce’ nella mistica di San Giovanni della Croce e di San Paolo della Croce”, en AA.VV., La sapienza della croce, vol. II, Torino, 1976, p. 181-196; J. PETTERS, “Función de Cristo en la mística”, en RevEsp, 17 (1958) 507-532; PÁL VARGA, Schöphung in Christus nach Johannes vom Kreuz, Viena, 1968; Id. “Christus bei Johannes vom Kreuz”, en EphCarm, 18 (1967) 197-225.

Gabriel Castro

Iglesia

San Juan de la Cruz usa en sus escritos la palabra Iglesia 55 veces; dos de éstas se refieren a la iglesia material: “la iglesia mayor” de Córdoba (Ct a Ana de S. Alberto: jun. 1586). Al sustantivo simple “la Iglesia”, que es lo que más veces usa, añade, calificándolo, “santa madre Iglesia católica” (S pról. 2) o “nuestra madre la Iglesia católica romana” (LlB pról. 1), o simplemente “santa madre” (CB pról. 4) o sólo “católica” (S 3,15,2); “militante” (S 2,3,5; CB 33,8; CB 40,7; Ll B 1, 16); “triunfante” (Ll B 1,16).

El pronombre posesivo “su” lo aplica a la Iglesia, hablando de  Dios (CB 33,8; S 3,31,7); de  Cristo (S 2,22,7); del  Espíritu Santo (S 3,44,3), Iglesia de todos ellos: “su Iglesia”. También habla de la Iglesia “Cuerpo místico de Cristo” (CB 36,5).

El Santo, que conoce y maneja perfectamente esta terminología y sus contenidos, no escribió, sin embargo, ningún tratado sobre la Iglesia. Va nombrándola, nos va abriendo su mente eclesial, según le cuadra en su momento, teniendo en cuenta la intención práctico-práctica y pastoral, que lleva en sus escritos.

I. Configuración esponsal de la Iglesia

Si nos fijamos en la Lumen Gentium, cap. 1, en el que el Concilio trató de acercar lo más posible a los creyentes “el misterio de la Iglesia”, podemos asegurar que el símil nupcial o de los esponsales (LG 6), es el más consonante con la letra y el espíritu sanjuanistas. No desconoce la comparación de la casa (CB 33,8), de la Jerusalén de arriba (LlB, 1,16) y madre nuestra, pero la Iglesia Esposa lleva en él la primacía. La va configurando ante todo como un proyecto de Dios Padre, y que él va llevando a cumplimiento en los diversos tiempos marcados por su providencia.

1. ROMANCE “IN PRINCIPIO ERAT VERBUM”. De hecho en su gran Romance sobre el evangelio “in principio erat Verbum”, después de haber tratado de la vida íntima de la Santísima Trinidad, de la comunicación de las Tres Personas (versos 1-76), aparece ya el Padre hablando, con el Hijo, de la futura Esposa:

“Una esposa que te ame, mi Hijo, darte quería, que por tu valor merezca tener nuestra compañía, y comer pan a una mesa de el mismo que yo comía, porque conozca los bienes que en tal Hijo yo tenía, y se congracie conmigo de tu gracia y lozanía” (versos 77-86).

En esta propuesta y voluntad paterna ya se ve diseñada de algún modo la Iglesia esposa. Responde el Hijo, manifestando su querer, y adelantando las líneas de su futura misión a favor de la esposa prometida, lo que pondrá en ella, y cuál será su destino final y eterno, lo que nosotros llamaríamos la escatología eclesial:

“Mucho lo agradezco, Padre, el Hijo le respondía; a la esposa que me dieres yo mi claridad daría, para que por ella vea cuánto mi Padre valía, y cómo el ser que poseo de su ser le recibía. Reclinarla he yo en mi brazo, y en tu amor se abrasaría, y con eterno deleite tu bondad sublimaría” (versos 87-98).

La creación. Recibida la aquiescencia del Hijo, se pasa a la creación del mundo, como obra merecida por el amor del Hijo. El universo aparece como un palacio creado para la esposa, con dos pisos: arriba vivirán los ángeles; en el piso de abajo los hombres: unos y otros son el cuerpo de la esposa, “que el amor de un mismo Esposo / una esposa los hacía”. Y va describiendo la posesión del Esposo ya en alegría por parte de los del piso superior y en fe esperanzada de los de abajo que van recibiendo por las diversas entregas de la revelación noticia de cómo será y cómo actuará el Esposo prometido (versos 99-166).

Fe esperanzada y oración. Los deseos del Padre, que se van desvelando cada vez más, encienden la mente y el corazón de la esposa: la humanidad, en oraciones, suspiros y agonías, lágrimas y gemidos. El poeta recrea este mundo oracional, desiderativo y esperanzado, con textos bíblicos, particularmente del profeta Isaías (versos 167202), y perfila la figura del viejo Simeón entrado también en esta ola de deseos y de cumplimiento de ellos, en su caso, ya que tendrá en sus brazos al deseado de los collados eternos, una vez llegado a la tierra (versos 203-221).

Nuevo diálogo. Venido el tiempo de emprender el rescate de la esposa de la Ley de Moisés y de otras ataduras, asistimos a otro diálogo dirigido “con amor tierno” por el Padre al Hijo: “Ya ves, Hijo, que a tu esposa a tu imagen hecho había, y en lo que a ti se parece contigo bien convenía; pero difiere en la carne que en tu simple ser no había. En los amores perfectos esta ley se requería: que se haga semejante el amante a quien quería; que la mayor semejanza más deleite contenía; el cual, sin duda, en tu esposa grandemente crecería si te viere semejante en la carne que tenía” (versos 229-244).

Esta es la propuesta definitiva y éstas las motivaciones que han de sustentar el amor esponsal. Habla de nuevo el Hijo: “Mi voluntad es la tuya, el Hijo le respondía, y la gloria que yo tengo es tu voluntad ser mía; y a mí me conviene, Padre, lo que tu alteza decía porque por esta manera tu bondad más se vería; veráse tu gran potencia, justicia y sabiduría; irélo a decir al mundo, y noticia le daría de tu belleza y dulzura y de tu soberanía” (versos 245-258).

Con esta voluntad y propósitos del Hijo de dar noticia al mundo de la potencia, justicia, sabiduría, belleza, dulzura y soberanía, o señorío del Padre, se va configurando delicadamente no sólo el rostro de Dios Padre sino la revelación de los atributos divinos de que se beneficiará la Esposa.

A continuación, habla de la obra redentiva, de la muerte del Esposo por la esposa, para que tenga vida y todo con el propósito de volverla, de llevarla al Padre, e introducirla en su casa (versos 259-266).

La plenitud de los tiempos. “Entonces”, es decir, en el tiempo señalado para la plenitud es enviado el arcángel Gabriel “a una doncella / que se llamaba María”, y añade estos dos versos divinos: “de cuyo consentimiento / el misterio se hacía”. El misterio de la encarnación del Esposo en el seno de María por obra de toda la Santísima Trinidad supone “que de las entrañas de ella / él su carne recibía; / por lo cual Hijo de Dios / y de el hombre se decía” (versos 267-286).

El Nacimiento. El nuevo tiempo que llega es el del Nacimiento, y describe la aparición del Esposo en el mundo: “Así como desposado de su tálamo salía abrazado con su esposa, que en sus brazos la traía; al cual la graciosa Madre en un pesebre ponía, entre unos animales que a la sazón allí había” (versos 289-296).

Los hombres con cantares, los ángeles con sus melodías (Lc 2,8-14) festejaban aquel desposorio del Hijo de Dios con su Humanidad, con la humanidad entera (versos 297-304); y allí estaba María, la Madre del Esposo y de la Iglesia llena de asombro por lo que contemplaba: por el gran trueque que veía (versos 305-310).

Hay que advertir que en este romance lleno del misterio de la Iglesia en sus raíces y en sus comienzos y en su proyección escatológica, no aparece ni una sola vez la palabra Iglesia: todo se anuncia y contempla bajo el símil del Esposo y la esposa.

2. DRAMATISMO ECLESIAL EN EL CÁNTICO. Este que aquí aparece como proyecto amoroso eclesial se llena de vida y de dramatismo en el comentario del Cántico Espiritual, cuyas canciones “tratan del ejercicio de amor entre el alma y el Esposo Cristo”. Al ser la Iglesia la Esposa, y Cristo el Esposo, toda la obra queda orientada a la realidad eclesial, ya que el alma enamorada que anda por sus libros, muy en especial por este del Cántico, no puede estar ni enamorada ni ser esposa sino desde su condición de miembro del Cuerpo de Cristo, como en visión anticipada lo propone en el gran Romance: “Porque él era la cabeza de la esposa que tenía, a la cual todos los miembros de los justos juntaría, que son cuerpo de la esposa” (versos 149-153).

A las reservas que pudiera poner una lectura equivocada de tipo individualista o personalista, como si J. de la Cruz propiciase no más que la unión del alma con Dios, sin visión eclesial ninguna, contesta el Santo, asegurándonos que sus comentarios encuentran la más plena aplicación en el caso de la Iglesia, en cuanto tal. En CB 30 da a “entender cómo, por el entretenimiento de estas guirnaldas y asiento de ellas en el alma, quiere dar a entender esta alma esposa la divina unión de amor que hay entre ella y Dios” en el matrimonio espiritual (CB 31,1). Hecha esta afirmación, al comentar el verso haremos las guirnaldas, escribe: “Este versillo se entiende harto propiamente de la Iglesia y de Cristo, en el cual la Iglesia, Esposa suya, habla con él, diciendo: haremos las guirnaldas; entendiendo por guirnaldas todas las almas santas engendradas por Cristo en la Iglesia, que cada una de ellas es como una guirnalda arreada de flores de virtudes y dones, y todas ellas juntas son una guirnalda para la cabeza del Esposo Cristo” (CB 30,7).

Se trata de un texto explicativo perfecto que no necesita mayores comentarios, sino acentuar el tono eclesial que tiene el Cántico, desde estos criterios de lectura. Subrayo igualmente la frase fuerte y exacta de “las almas santas engendradas por Cristo en la Iglesia”.

Esas guirnaldas, las llama asimismo “laureolas, hechas también en Cristo y la Iglesia” y, dejando a un lado las comparaciones, se refiere a las vírgenes, a los doctores, a los mártires, guirnaldas que hermosearán y adornarán a Cristo Esposo, devolviéndole así el honor y la hermosura de la santidad recibida de él.

II. La Iglesia guía y depositaria de la revelación cumplida

A esta Iglesia-Esposa se ha confiado la revelación de los misterios de Dios. Después de haber pulverizado las pretensiones de quienes buscan más revelación fuera o al margen o más allá de Cristo (S 2,22) concluye su gran requisitoria enseñando “que en todo nos habemos de guiar por la ley de Cristo hombre y de su Iglesia y ministros humana y visiblemente” (S 2,22,7). En cuestiones tan serias y profundas, como es el mundo de la revelación, remacha la misma doctrina “por cuanto no hay más artículos que revelar acerca de la sustancia de nuestra fe que los que ya están revelados a la Iglesia” (S 2,27,4). No contento con todo lo dicho, como quiera que Dios puede revelar lo que quiera y a quien quiera y por lo que él quiera, aun en este supuesto, aunque revele verdades ya reveladas, no hay que “creerlas porque entonces se revelen de nuevo, sino porque ya están reveladas bastantemente a la Iglesia”… y con sencillez se han de arrimar tales personas “a la doctrina de la Iglesia y su fe” (ib.), contentándose con “saber los misterios y verdades con la sencillez y verdad que nos les propone la Iglesia” (S 2,29,12).

En todo esto y cuando enseña que “no quiere Dios que ninguno a solas … se confirme ni afirme en ellas (en las cosas que tiene por de Dios) sin la Iglesia o sus ministros, porque con éste sólo no estará él aclarándole y confirmándole la verdad en el corazón, y así quedará en ella flaco y frío” (S 2,22,11), está resonando, el caso personal de santa  Teresa y su comportamiento correcto frente a su mundo interior, tan poblado de favores y revelaciones divinas. De este modo la doctrina eclesial sanjuanista en este tema tan delicado es algo así como la interpretación teológico-espiritual, o la lectura, que hace J. del alma de la Santa y de su conducta irreprochable en este mundo de cosas, cuando había tanta afición a visiones, revelaciones, etc.

Tratando todavía del mismo objeto de la  fe, y de su entrega a la Iglesia, ilustra de un modo genial la figura de la nube tenebrosa y alumbradora a la noche tomada de la Biblia (Ex 14, 20) e ilumina el contenido de la misma comentado el texto del Salmo 18, 3: “El día rebosa y respira palabra al día, y la noche muestra ciencia a la noche” (S 2,3,4-5).

Es enorme el partido que saca de este paso bíblico, como se ve por esta alineación sinóptica del texto de su comentario (sin alterar para nada el orden del paso):

El día = y la noche,
que es Dios = que es la fe,
en la bienaventuranza = en la Iglesia militante,
donde ya es de día:, = donde aún es de noche
a los bienaventurados = a la Iglesia y, ángeles y almas, = por consiguiente, a
cualquiera alma que ya son día,
les comunica = muestra y pronuncia
LA PALABRA = ciencia, la cual le es noche,
que es su Hijo, pues está privada de la clara
para que le sepan sabiduría beatífica; y en presencia
y le gocen de la fe, de su luz natural está ciega (n. 5).

Por este paralelismo establecido entre la Iglesia del cielo y la de la tierra se percibe nítidamente la situación diversa entre unos y otros, que se viene a resolver en que “es tanta la semejanza que hay entre ella (la fe) y Dios, que no hay otra diferencia sino ser visto Dios o creído” (S 2,9,1). Que sea de día o de noche no altera ni cambia los tesoros idénticos de la fe en la oscuridad y las riquezas de la visión en la claridad del cielo. Una sola es la Iglesia: militante o triunfante, aunque se encuentren en situaciones diversas o estadios distintos.

Lo que aconseja acerca de guiarse por la Iglesia y atender al legítimo legado de la revelación a ella confiada, lleva personalmente al autor a profesar que en lo que escribe “no es mi intención apartarme del sano sentido y doctrina de la santa Madre Iglesia católica” (S pról. 2), “lo que dijere, lo cual quiero sujetar al mejor juicio y totalmente al de la santa Madre Iglesia” (CB pról. 4).

III. Corrigiendo órbitas y orientando

Enjuiciando desvíos de fe o simplemente exageraciones o no pocas distorsiones devocionales, a veces, se referirá también a la autoridad, criterios y praxis de la Iglesia, como en el caso de la devoción y uso de las  imágenes de los santos que “son tan importantes para el culto divino y tan necesarias para mover la voluntad a devoción, como la aprobación y uso que tiene de ellas nuestra Madre la Iglesia” lo demuestra (S 3,35,2), habiéndolas la misma Iglesia ordenado para dos fines principales: “para reverenciar a los santos en ellas y para mover la voluntad y despertar la devoción por ellas a ellos” (S 3,35,3) y “enderezar el alma a Dios, que es el intento que en el uso de ellas tiene la Iglesia” (S 3,37,2); apuntando a los iconoclastas de su tiempo, reafirma que acerca de la memoria, reverencia, “y estimación de las imágenes, que naturalmente la Iglesia católica nos propone, ningún engaño ni peligro puede haber” (S 3,15,2). Adviértase la insistencia en la autoridad de la Iglesia en este punto tan importante para la piedad y devoción.

En la devoción o más bien “devociones” de los fieles con respecto a oratorios, santuarios o diferencias de lugares devotos, variedad de ceremonias, adorno cuasi-profano de imágenes, etc., de la que trata largamente en S 3, cc. 35-44, puntualiza con toda precisión cómo hay que comportarse “no curando de estribar en las invenciones de ceremonias que no usa ni tiene probadas la Iglesia católica” (S 3,44,3), “dejando el modo y manera de decir la misa al sacerdote que allí la Iglesia tiene en su lugar, que él tiene orden de ella cómo lo ha de hacer” (ib.), y no quieran esos devotos impertinentes y medio supersticiosos “usar nuevos modos, como si supiesen más que el Espíritu Santo y su Iglesia” (ib.). En el trato oracional con Dios también denuncia los modos extraños de portarse de algunas personas y los desautoriza, insistiendo en que no “hay para qué usar otros modos ni retruécanos de palabras ni oraciones, sino sólo las que usa la Iglesia y como las usa, porque todas se reducen a las que habemos dicho del Pater noster” (S 3,44,4). Acaba, efectivamente, de hacer un elogio estupendo de la oración dominical, conforme a toda la tradición patrístico-teológica de la Iglesia.

En la mejor de sus cartas, deshaciendo los temores de una de sus dirigidas y proponiéndole un itinerario teologal, integra en él los mandamientos de la Iglesia, diciéndole: “¿Qué hay que acertar sino ir por el camino llano de la ley de Dios y de la Iglesia, y sólo vivir en fe oscura y verdadera, y esperanza cierta, y caridad entera, y esperar allá nuestros bienes, viviendo acá como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada, esperándolo allá todo?” (Ct a Juana de Pedraza: 12.10.1589). Ese “acá” se refiere a la que otras veces llama Iglesia militante; y el “allá” apunta a la Iglesia triunfante.

IV. Trabajo por la Iglesia y el Evangelio

J. de la Cruz fue un apóstol incansable en la dirección de las almas, en lo que se ha llamado su magisterio oral abundantísimo. Con sus escritos pretende lo mismo: trabajar por el adelantamiento de la gente en la perfección, en los caminos de Dios, dar en sus libros como un directorio vivo y siempre actual de los caminos de Dios. Lo hace dolido de las deficiencias y errores que descubre en este campo. Pero ve también en su entorno gente que se mueve excesivamente y que no acaba de comprender en dónde radica la eficacia de ese trabajo apostólico y ministerial que están llevando a cabo. En este contexto, defendiendo la vida contemplativa pura, denuncia el “activismo”, no la actividad bien entendida, y presenta el valor apostólico del amor puro o depurado al máximo. Aunque sus afirmaciones están marcadas por un tono polémico, lleva toda la razón defendiendo que “es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas” (CB 29, 2).

Confirma su afirmación con el ejemplo de María Magdalena que por el amor que tenía a Cristo “y por el grande deseo que tenía de agradar a su Esposo y aprovechar a la Iglesia, se escondió en el desierto treinta años para entregarse de veras a este amor, pareciéndole que en todas maneras ganaría mucho más de esta manera, por lo mucho que aprovecha e importa a la Iglesia un poquito de este amor” (ib.). Y dictamina con fuerza: “Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración…; entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella” (ib. n. 3).

V. La mejor oración por la Iglesia

Acaba de hablar J. de  oración, de su necesidad y valor, pero la mejor oración por la Iglesia es la que hizo Cristo el Señor. Fray J. tiene buena conciencia de esto y después de echar una mirada y hacer una petición ardiente para recibir el gozo y sabor del amor, hablando de la hermosura de Dios en que quiere transformarse, se expresa diciendo: “Esta es la adopción de los hijos de Dios, que de veras dirán a Dios lo que el mismo Hijo dijo por San Juan al Eterno Padre, diciendo: todas mis cosas son tuyas, y tus cosas son mías (17,10). El por esencia, por ser Hijo natural, nosotros por participación, por ser hijos adoptivos. Y así, lo dijo él, no sólo por sí, que es la cabeza, sino por todo su cuerpo místico, que es la Iglesia. La cual participará la misma  hermosura del Esposo en el día de su triunfo, que será cuando vea a Dios cara a cara” (CB 36,5).

En otra parte recordará que es indecible e inefable todo lo que recibirá la Iglesia en la transformación beatífica en Dios; lo único que se puede hacer es “dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice san Juan (1,12: CB 39,5)”. Como ya dejamos dicho, todas las excelencias que atribuye el Santo a las almas transformadas en Dios han de aplicarse, con toda verdad a la Iglesia, en cuanto tal.

VI. Generosidad desbordante

Se pregunta el Santo: “¿Quién podrá decir hasta dónde llega lo que Dios engrandece un alma cuando da en agradarse de ella?” (CB 33,8). En lugar de alma podemos leer Iglesia tranquilamente y hacernos esa misma pregunta. La contestación es: nadie puede ni aun imaginarse lo que Dios hace, “porque, en fin, lo hace como Dios, para mostrar quién él es”. Sigue dando explicaciones de lo que dice inexplicable para desembocar con toda naturalidad en un gran texto eclesial: “De donde, los mejores y principales bienes de su casa, es, de su Iglesia (1 Tim 3, 15), así militante como triunfante, acumula Dios en el que es más amigo suyo, y lo ordena para más honrarle y glorificarle; así como una luz grande absorbe en sí muchas luces pequeñas” (ib.).

En otra parte, habiendo alegado este paso de san J. lo he señalado como “uno de esos lugares marianos sanjuanistas implícitos donde lo único que falta es el nombre de la Señora”. Está claro que lo que dice ahí de la acumulación, dentro de la Iglesia, de los principales bienes de Dios en los que son más amigos suyos, lo está diciendo muy particularmente de la Virgen  María, enriquecida y dotada como nadie en la iglesia militante y en la triunfante. Así, una vez más entra J. en la lectura conciliar del misterio de María dentro del misterio de Dios, de Cristo, de la Iglesia (LG nn. 52-69).

Conclusión

Por cuanto hemos ido diciendo, la mente eclesial de J. de la Cruz no apunta a la Iglesia como sociedad perfecta, a sus intervenciones autoritarias, aunque reconoce como creyente esa autoridad y su ejercicio.

Su mente y su discurso eclesial va por la “naturaleza íntima”, o “esencia íntima”, de que hablaba Pablo VI en el Concilio. En el Discurso de clausura de la tercera sesión conciliar, 21-XI-1964, precisaba que la Iglesia “no se agota en su estructura jerárquica, en su liturgia, en sus sacramentos, ni en sus ordenaciones jurídicas. Su esencia íntima, la principal fuente de su eficacia santificadora, ha de buscarse en su mística unión con Cristo”. Pío XI al proclamar doctor de la Iglesia a san Juan de la Cruz dijo de sus escritos que son “límpida fuente del sentido cristiano y del espíritu de la Iglesia”. Después del Concilio entendemos mejor esta afirmación, sobre todo al confesar que la Iglesia “es en Cristo como sacramento, es decir signo e instrumento de la íntima unión con Dios” (LG 1, 48; SC 5; GS 45). “Si su doctrina acerca de la unión con Dios es tan excelente, su magisterio eclesial lo es en igual medida y por la misma razón” (cf. José Vicente Rodríguez, “Evangelio eclesial de San Juan de la Cruz”, en RevEsp 49 [1990] 494-495). Quiero repetir lo que escribí hace unos años: “La eclesiología más honda que ha de nacer de las enseñanzas del Concilio Vaticano II está ya escrita ante litteram por el Doctor místico que, además de expositor y cantor de esa realidad eclesial más vital y sustancial, es testigo experiencial” (ib. p. 495).

“La mística de la Iglesia está ya escrita y su doctor es J. de la Cruz, que sintoniza así de un modo incuestionable con lo más profundo de su misterio. La Iglesia Esposa está amando a Cristo Esposo y uniéndose con Dios a través de esa alma protagonista de la SubidaNoche, del Cántico y de la Llama. Es el Doctor místico quien canta la dichosa ventura de la Iglesia y del alma, de la Iglesia y de Cristo, de quienes “se entienden harto propiamente” (CB 30,7) estas cosas” (José Vicente Rodríguez, “La Santa Madre Iglesia”, en la revista Teresa, n. 45 [1990] 22).

Si se me pidiera una vez más una definición o descripción de la Iglesia conforme al pensamiento del Santo, daría la siguiente: “Una sociedad o compañía de amor, alianza de amor entre Dios y las criaturas”. Proyectada por Dios, cuya esencia es el amor; realizada únicamente por amor y rescatada por la muerte de amor de Cristo sobre la cruz, cumple su etapa terrena a la sombra y bajo la acción del  Espíritu Santo. Amor que une al Padre y al Hijo, y a los fieles hace miembros de quien es la Cabeza, Cristo, y los convierte en compañeros de la divinidad conglutinándolos entre sí, “porque así como el amor es unión del Padre y del Hijo, así lo es del alma con Dios” (CB 13,11). La presencia viva y operante del Espíritu en la Iglesia realiza progresivamente sus designios amorosos sirviéndose del ministerio de unos hombres para conducir a los otros, no bastándose nadie a sí mismo y necesitando cada uno de la ayuda y colaboración de los demás” (José Vicente Rodríguez, “El tema Iglesia en San Juan de la Cruz”, EphCarm 18 [1967] 136; y en el estudio citado anteriormente, nota 37, p. 26).

El deseo final que manifiesta el alma y la Iglesia Esposa a su Amado, el Hijo de Dios es que la traslade “del matrimonio espiritual, a que Dios la ha querido llegar en esta Iglesia militante, al glorioso matrimonio de la triunfante” (CB 40,7).

BIBL. — JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, “El tema Iglesia en san Juan de la Cruz”, en EphCarm 17 (1966) 368-404; 18 (1967) 91-137; Id., “Evangelio eclesial de San Juan de la Cruz en RevEsp 49 (1990) 475-500; Id., “La Santa Madre Iglesia”, en la revista Teresa de Jesús n. 45 (1990) 19-26; LUCINIO DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO (Ruano), “La doctrina del Cuerpo místico en San Juan de la Cruz, en RevEsp 3 (1944) 181-211; 4 (1985) 77-104 y 251-275; MIGUEL ANGEL CADRECHA Y CAPARRÓS, San Juan de la Cruz. Una eclesiología de amor, Burgos, 1980.

José Vicente Rodríguez

Agua

Las ideas de J. de la Cruz sobre el agua proceden de la tradición popular y de la Biblia, pero se incorporan luego a la concepción filosófica aristotélico/escolástica de los “cuatro elementos” de que se compone el cosmos.

I. Sentido real y figurativo

Nada especial añade el Santo a este respecto (S 2,8,1; CB 4,2). Se percibe la presencia, más o menos explícita, de esa teoría en muchos lugares de sus escritos (S 2,8,1; CB 4,2, etc.) y aún más la reminiscencia del texto bíblico (S 2,10,1; 2,9,1-2; 3,19,7; N 2,6,3-6; 2, 9,7; 2, 17,7; 2,20,1; 2,23,7; CB 12, 3.9; 14,11; 20,11; 23,6; 26,1; 34,4; LlB 1,1.6; 3,7; 3,16; 3,64, etc.). Evidentemente, la mención del agua en las páginas sanjuanistas se hace desde una perspectiva espiritual; por tanto, en un sentido figurado y como medio expresivo. Por eso la mayoría de las alusiones o referencias bíblicas señaladas tienen carácter tipológico, topológico y tropológico. Al igual que en  S. Teresa y otros espirituales, el agua se vuelve en la pluma sanjuanista un recurso figurativo de notable amplitud; quiere decirse que se convierte en soporte simbólico de su enseñanza. Bastará recordar las figuraciones más importantes.

Una primera y fundamental representación se localiza en sus poemas. Aunque no se mencione explícitamente el agua, todo el poema de la Fonte se estructura en torno a esa realidad, por cuanto fuente lleva inevitablemente al elemento líquido. Lo mismo sucede con el romance Super flumina, que arranca con el verso “encima de las corrientes”.

Donde la vinculación figurativa, por sinécdoque, se hace más patente es en el primer verso de la estrofa 12 (11 del CA) “oh cristalina fuente” del Cántico. El horizonte simbólico de este poema confiere inevitablemente al “agua” un sentido figurado en las tres estrofas en las que se menciona explícitamente (14,4: las aguas; 36,4: do mana el agua pura; 40,5: a vista de las aguas descendía). Son fácilmente localizables otras alusiones simbólicas sin necesidad de acudir al comentario en prosa. Ninguna tan evocadora como la de los “ríos sonorosos” (14,4). También se sugiere la presencia figurativa del “agua” cuando en los versos se mencionan las “ínsulas extrañas” (19,5) las “riberas” (20,3; 34,5), etc.

II. Simbolismo del agua

La lectura de la “declaración de las canciones”, o comentario en prosa, permite identificar otras muchas realidades espirituales simbolizadas por fray Juan en el agua. La mayoría se repiten en otros escritos suyos. Entre las figuraciones más repetidas y destacadas o de mayor alcance en su magisterio pueden recordarse las siguientes:

a) Agua y oración. Tiene extraordinaria semejanza con el uso teresiano, aunque menor consistencia textual. Arranca indudablemente del texto bíblico de la Samaritana y la fuente de agua viva (Jn 4,5-26). Recuerda explícitamente J. el episodio bíblico en la Llama (1,6), pero lo tiene presente en otros lugares. La aplicación simbólica en detalle se lee precisamente al hablar del tránsito de la meditación a la contemplación. Antes que el alma llegue a esta última trabaja denodamente con actos y ejercicios de meditación hasta que Dios comienza a tratarla de otra manera. Entonces el alma “como quien tiene allegada el agua, bebe sin trabajo en suavidad, sin ser necesario sacarla por los arcaduces de las pesadas consideraciones y formas y figuras. De manera que, luego en poniéndose delante de Dios, se pone en acto de noticia confusa, amorosa, pacífica y sosegada, en que está el alma bebiendo sabiduría y amor y sabor” (S 2,14,2; cf. ib. 2,17,8).

b) El agua derramada y la voluntad dispersada. El referente bíblico (Gén 49,4) aducido por J. en este caso no tiene el abolengo del anterior; es más bien interpretación alegórica del Santo. Lo que le interesa afirmar es que “el alma que tiene la voluntad repartida en menudencias es como el agua que, teniendo por dónde se derramar hacia abajo, no crece para arriba, y así no es de provecho” (S 1,10,1), al contrario, debilita constantemente al espíritu, haciéndole perder vigor. A este propósito recuerda el Santo su interpretación del Salmo 58,10: guardar la fortaleza para Dios es lo mismo que emplear en él todas las capacidades de que está dotado el hombre (cf. S 3,16). Ahora bien, prosigue razonando, cuanto más “se reparte la fuerza del apetito” más se debilita, “que por eso dicen los filósofos que la virtud unida es más fuerte que ella misma si se derrama” (S 1,10,1).

c) El agua, refrigerio del ciervo sediento, y el ansia del alma enamorada de Dios. Se trata de un símil ambivalente en la pluma sanjuanista, por cuanto referido al ciervo y al agua fresca que apaga su sed. Arranca, a lo que parece, de un texto bíblico (Sal 41,2) interpretado tradicionalmente en este sentido. De hecho J. de la Cruz lo cita explícitamente siempre que habla del ansia del  alma que busca a Dios con “amor impaciente” (N 2,20,1; CB 12,9; LlB 3,19). Las variantes introducidas en otros lugares en la figura del “ciervo herido o vulnerado” explican la omisión de la cita bíblica (CB 9,1; 13, 9-11).

d) El agua como espejo del alma. Hay que añadir otros simbolismos del agua clara y sucia al bien conocido de la “fuente cristalina” (identificada en la fe) del CE (estrofa 11 CA, 12 CB) en la que se refleja la figura del Amado. Arrancando de la misma idea del espejo, J. de la Cruz compara al alma entenebrecida por los apetitos al “agua envuelta en cieno, en la cual no se divisa bien la cara del que en ella se mira” (S 1,8,1). Esta y otras comparaciones similares tienen apoyo, según él, en otro texto bíblico, en el que se afirma que así como “en las aguas parecen los rostros de los que en ellas se miran, así los corazones de los hombres son manifiestos a los prudentes” (S 2,26,13).

e) El agua tenebrosa y la contemplación purificativa resulta ser otra comparación de exclusiva raíz bíblica en la pluma sanjuanista, que siente predilección por el texto del Salmo 17,12-13, interpretándolo siempre de la misma manera, es decir, en relación a la acción purificadora del alma a través de la acción divina (N 2,5,3; 2,16,11; CB 1,12).

f) El agua y el ímpetu de las penas. Puede considerarse variante del símil anterior, por lo que se refiere al significado espiritual el ruido o la embestida de las aguas. Su aplicación figurada a la vida espiritual tiene sanjuanísticamente dos sentidos muy diferentes: las penas terribles que se abaten, a manera de avenidas de aguas, sobre el alma en lo más duro de la “noche” o prueba depuradora (N 2,9,7). El “rugido y sentimiento del alma” es comparable al que hacen algunas veces las avenidas del agua. Es lo que quiso expresar, en la mente del Santo, Job en su tribulación (3,24) y también el Salmo 68,2 (CB 2021,9). Casi contrario es el sentido que se atribuye a la “voz y ruido” (a veces como de poderosísimos truenos”) de los “ríos sonorosos” y del ímpetu de sus aguas. Son como torrentes de gracias que inundan al alma de dones y gracias divinas (CB 14-15, 9-11; 40,5-6).

g) El agua que afervora el fuego tiene una aplicación muy concreta: Dios favorece a ciertas almas bien dispuestas y con ansias de amor para estimularlas más, a la manera que “suelen echar agua en la fragua para que se encienda y afervore más el fuego” (CB 11,1).

h) En esta misma línea de contraposición de dos elementos naturales, agua y fuego, se coloca el atrevido simbolismo de las “lámparas de fuego” (LlB 3,8) en relación al agua. Como es sabido, el Santo simboliza los atributos de Dios en “lámparas de fuego”, cuya propiedad es “lucir y dar calor”. Es lo que producen en el alma las grandezas y atributos divinos cuando la “embisten”. Como consecuencia el alma siente “estar rebosando aguas divinas, en ellas revertida como una abundosa fuente, que por todas partes rebosa aguas divinas”. La aparente contradicción queda resuelta en las palabras que siguen: “Aunque es verdad que esta comunicación es luz y fuego de estas lámparas de Dios, pero es este fuego aquí tan suave que con ser fuego inmenso, es como aguas de vida que hartan la sed del espíritu con el ímpetu que él desea. De manera que estas lámparas de fuego son aguas vivas del Espíritu” (LlB 3,8). En las referencias o aplicaciones espirituales del agua no podía faltar la alusión al agua como elemento natural del pez. Saciar al alma con gustos, apegos y apetitos, apartándola de su centro natural, que es Dios, produce el mismo efecto que cuando sacan al pez fuera del agua con un poquito de cebo (LlB 3, 64).

Aunque el agua no alcanza tanta importancia como otros simbolismos en la pluma de J. de la Cruz, no carece de interés, como puede comprobarse por los datos precedentes. El Santo se sirve de este elemento como recurso expresivo para temas de notable relieve.

BIBL. — MANUEL ALVAR LÓPEZ, “Los cuatro elementos en el Cántico espiritual”, en Simposio sobre san Juan de la Cruz, Avila 1986, p. 207-234, reproducido con el título “La palabra y las palabras de san Juan de la Cruz”, en el vol. misceláneo Presencia de san Juan de la Cruz, Universidad de Granada, 1993, p. 183-215; Mª ANGELES LÓPEZ GARCÍA, Semántica de los líquidos en la obra de san Juan de la Cruz. Estudio léxico, Avila, 1993.

Eulogio Pacho

Silencio

El silencio no es un tema central en la pedagogía de san Juan de la Cruz, pero sí reviste gran importancia, pues se integra como un elemento fundamental para crear el clima que favorezca el proceso espiritual, y para definir la actitud interior con la cual la persona se abre a la  experiencia de Dios. Podemos distinguir dos aspectos o dimensiones del silencio en la obra del Santo: una dimensión teologal, de cara a la relación de la persona con Dios, y otra dimensión que podríamos llamar ascética.

I. Dimensión teologal

1. DIOS SE COMUNICA EN EL SILENCIO. Para el Santo la relación del hombre con Dios se fundamenta totalmente en la iniciativa divina. Es Dios quien inicia la relación y quien confiere a ésta sus rasgos y características propias. Y Dios es un Dios silencioso, que “habla siempre en eterno silencio” (Av 2,21), que en el silencio se pronuncia y se expresa a sí mismo, y en el silencio se revela y comunica al ser humano. Dios es “música callada” (CB 15). Y así advierte el Santo: “mire aquél infinito saber y aquél secreto escondido: ¡qué paz, qué amor, qué silencio está en aquél pecho divino!” (Av 6,17). Su presencia en el hombre, en el “centro y fondo del alma” es silenciosa, allí mora “secreta y calladamente” (LlB 4,3).

De ahí que para abrirse a la comunicación divina el hombre deba mantenerse en la “paz y silencio espiritual” (LlB 3,66), pues “lo que Dios obra en el alma…es en silencio” (LlB 3 67). J. de la Cruz llama a la experiencia de Dios, o  contemplación, “callada comunicación” (LB 3,40) que se realiza “en aquel sosiego y silencio de la noche” (CB 14,25); comunicación que él realiza “en secreto y silencio” (LlB). En efecto, se trata de una “inteligencia sosegada y quieta, sin ruido de voces; y así se goza en ella la suavidad de la música y la  quietud del silencio” (CB 14,25). Habla también el Santo de los “bienes espirituales que Dios por sólo infusión suya, pone en el alma pasiva y secretamente, en el silencio” (N 2,14,1).

Esta auto-comunicación de Dios al hombre se realiza, pues, “solo en soledad de todas las formas, interiormente, con sosiego sabroso … porque su conocimiento es en silencio divino” (Av 1,28).

El Santo llama a la contemplación “sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras …, como en silencio y en quietud, …enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo” (CB 39,12). Comunicación silenciosa de Dios que exigirá del  hombre una actitud receptiva hecha de silencio personal: “en la vía del espíritu … es Dios el agente y el que habla secretamente al alma solitaria, callando ella” (LlA 3,39).

2. LA COMUNICACIÓN DE DIOS EXIGE SILENCIO. Para J. de la Cruz “no es posible que esta altísima sabiduría y lenguaje de Dios, cual es esta contemplación, se pueda recibir menos que en espíritu callado y desarrimado de sabores y noticias discursivas” (LlB 3,37). El silencio, efectivamente, es una condición indispensable para acoger en nosotros la auto-comunicación silenciosa de Dios. De hecho, “la sabiduría entra por el amor, silencio y mortificación” (Av 2,29), por ello, “todos los medios y ejercicios de potencias han de quedar atrás y en silencio, para que Dios de suyo obre en el alma la divina unión” (S 3,2,2), unión que sólo se alcanza “después que el esposo y la esposa … han puesto rienda y silencio a las pasiones y potencias del alma” (CA 32,1). Por eso, ante Dios, el hombre debe confesar: “allegarme he con silencio yo a ti” (Av 6,2).

3. LA COMUNICACIÓN DE DIOS PRODUCE SILENCIO. Si el silencio es una exigencia íntima de la comunicación de Dios al hombre, no es menos uno de los principales efectos que ésta causa en la persona. En ella “se siente el alma poner en silencio y escucha” (LlB 3,35), pues Dios entonces pone “en sueño y silencio” (N 2,24,3) las potencias y apetitos del alma. De hecho, algunas de estas “comunicaciones espirituales muy interiores y secretas” causan en los sentidos y potencias “gran pausa y silencio” (N 2,23,4), y así el alma queda “gustando de la ociosidad de la paz y silencio espiritual en que Dios la estaba de secreto poniendo a gesto” (LB 3,66).

Para el Santo, uno de los criterios para verificar la autenticidad de la experiencia espiritual consiste en ver si, de hecho, la persona va integrando el silencio en su propia vida, como un don recibido, “porque lo que no engendra humildad … y silencio, ¿qué puede ser?” (S 2,29,5). La actitud profunda y sincera de silencio está acreditando la madurez espiritual de la persona, pues cuando ésta está advertida en Dios “luego con fuerza la tiran de dentro a callar y huir de cualquier conversación” (Ct a las Carmelitas de Beas: 22.11.1587). No se trata de un silencio impuesto desde fuera o logrado a base de esfuerzo personal, sino más bien de una exigencia interior (“la tiran de dentro”), fruto de la presencia y acción de Dios que va invadiendo cada vez más plenamente las capacidades humanas.

4. EL SILENCIO COMO ACTITUD DE ESCUCHA. El Dios de J. de la Cruz es silencioso, pero no es un Dios mudo. Es un Dios vuelto hacia el hombre en iniciativa permanente de diálogo. Deseoso de hablar al hombre y de ser escuchado por él. Por eso no ahorra esfuerzos por conducirnos a aquellas condiciones personales que más favorezcan la escucha: “le ha costado mucho a Dios llegar a estas almas hasta aquí, y precia mucho haberlas llegado a esta soledad y vacío de sus potencias y operaciones para poderles hablar al corazón, que es lo que él siempre desea” (LlB 3,54; cf. CB 35,1; S 3,3,4).

El silencio es condición indispensable para una correcta escucha y audición de la Palabra de Dios, pues “como dice el Sabio, las palabras de la Sabiduría óyense en silencio” (LlB 3,67). Cristo, Palabra eterna del Padre, condensa en sí todo lo que Dios quiere comunicar a los hombres, “porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (S 2,22,3). Buscar en Dios otra palabra “haría agravio a Dios … porque le podría responder Dios de esta manera: ‘Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo todo dicho y revelado” (S 2,22,5). De ahí que la invitación del Padre sea siempre la de ponerse totalmente a la escucha del Hijo: “Oídle a él, porque yo no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar” (S 2,22,5).

Oír, escuchar, acoger la Palabra con todo nuestro ser, sólo es posible desde el silencio, pues “una Palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma” (Av 2,21). Silencio y Palabra son aquí correlativos. La Palabra nace del silencio, pues en el silencio divino es engendrada y pronunciada. El silencio es el ámbito propio de la Palabra, donde ésta puede expresar todas sus virtualidades y desplegar su eficacia. Sólo en el silencio puede ser percibida por parte del hombre, desde una acogida plena y una total disponibilidad ante ella.

Para el Santo, “en la vía del espíritu … es Dios el agente y el que habla secretamente al alma solitaria, callando ella” (LlA 3,39 / LlB 3,44). Por eso, ante la Palabra de Dios, estamos siempre urgidos a reencontrar el silencio como condición indispensable de la escucha atenta, urgidos a “aprender a poner las potencias en silencio y callando, para que hable Dios” (S 3,3,4), la memoria “callada y muda, y sólo el oído del espíritu en silencio a Dios, diciendo con el Profeta: ‘Habla, Señor, que tu siervo oye’” (S 3,3,5). Ese silencio crea en el espíritu humano la necesaria libertad para ofrecerse como espacio donde pueda resonar plenamente la Palabra divina. Cualquier otro pensamiento o discurso “a que el alma se quiere arrimar, la impediría e inquietaría y haría ruido en el profundo silencio que conviene que haya en el alma, según el sentido y el espíritu, para tan profunda y delicada audición, que habla Dios al corazón en esta importante soledad, que dijo por Oseas (2,14), en suma paz y tranquilidad, escuchando y oyendo el alma lo que habla Dios en ella” (LlB 3,34).

Desde este silencio teologal de escucha atenta, el hombre se abre al diálogo profundo con Dios. Con ese Dios que “es voz infinita” (CB 14-15,10), y “que se comunica haciendo voz en el alma” (CB 14-15,11), y que “es un ruido y voz espiritual que es sobre todo sonido y voz, la cual voz priva toda otra voz, y su sonido excede todos los sonidos del mundo” … “y así es como una voz y sonido inmenso interior que viste el alma de poder y fortaleza” (CB 1415,9.10).

5. EL SILENCIO, EXPRESIÓN PLENA DEL HOMBRE ANTE DIOS. El Santo se hace eco de la exhortación de la Regla del Carmelo que, recogiendo la invitación del profeta (Is 30,15), invita al silencio y la esperanza: “en silencio y esperanza será nuestra fortaleza” (Ct a Ana de S. Alberto: 8.9.1591). Silencio y esperanza, así unidos, configuran una actitud global del hombre ante Dios, en apertura, en espera, en acogida, en atención teologal. En otra ocasión lo expresará así: “en silencio y esperanza y amorosa memoria” (Ct a María de Jesús: 18.7.1589). Es la actitud de quien, enriquecido con la Palabra de Dios escuchada y acogida, puede decir de sí mismo: “revolviendo estas cosas en mi corazón, viviré en esperanza de Dios” (LlB 3,21). Otra expresión propia del Santo para indicar esta actitud global del hombre ante Dios es la del “callado amor”, único lenguaje que Dios oye de nosotros (Ct a las Carmelitas de Beas: 22.11.1587; Av 6,10).

Quizá sean precisamente el amor y la esperanza, actitudes teologales fundamentales, quienes den al silencio religioso su valor intrínseco, rescatándolo del riesgo de quedar en una mera práctica ascética, y convirtiéndolo en una expresión tersa y transparente de lo que el hombre quiere ser, él mismo, en la presencia de Dios.

II. Dimensión ascética del silencio

No olvida, por otra parte, J. de la Cruz que el silencio es una práctica ascética valorada en toda la tradición religiosa y espiritual. Sabe que se trata de algo costoso y difícil, a lo que no nos sentimos naturalmente inclinados, un valor que hay que cultivar y cuidar con vigilancia permanente sobre sí mismo.

1. EL DEFECTO DE HABLAR MUCHO. No se muerde la lengua J. de la Cruz a la hora de denunciar la inmadurez espiritual del “alma que presto advierte en hablar y tratar”, de la que dice sin rodeos que “muy poco está advertida en Dios” (Ct a las Carmelitas de Beas: 22.11.1587). Y es que, como dice en la misma carta, “el hablar distrae” a la persona de esa advertencia o atención con que debe estar orientada radicalmente hacia Dios.

Entre “los hábitos de voluntarias imperfecciones” que denuncia el Santo, se encuentran la “costumbre de hablar mucho” y “otras conversaciones y gustillos en querer gustar de las cosas, y saber y oír y otras semejantes” (Av 2,42), lo cual es mucho “daño para poder crecer e ir adelante en virtud” (S 1,11,4). Por ello no deja de advertir, en sintonía con la enseñanza bíblica, que se ha de “dar cuenta de la menor palabra y pensamiento” ante Dios (Av 1,74), y así “cada palabra que hablaren sin orden de obediencia se la pone Dios en cuenta” (Av 2,6).

En este tema no podía el Santo dejar de hacerse eco de la exhortación contenida en la Carta de Santiago, 1, 26: “Si alguno piensa que es religioso no refrenando su lengua, la religión de éste vana es”. Y apostilla a continuación: “Lo cual se entiende no menos de la lengua interior que de la exterior” (Ca 9). Interior-exterior, con este binomio el Santo alude también a dos clases de silencio: el de las palabras (más externo) y el de los pensamientos (o silencio interior). Y le veremos insistir a menudo en cómo es tan importante el uno como el otro.

2. LA NECESIDAD DEL SABER CALLAR. «Saber callar” es para nuestro Santo “grande sabiduría” (Av 2,29), y así reconoce en el gusto por la soledad y el silencio una de las “señales del recogimiento interior” (Av 2,39). Este silencio es “la mayor necesidad que tenemos” (Ct a las Carmelitas de Beas: 22.11.1587), y sin él “es imposible ir aprovechando” (ib.).

Para J. de la Cruz ésta del silencio es una de las prácticas ascéticas mayormente preferibles, y así “mejor es vencerse en la lengua, que ayunar a pan y agua” (Av 5,12). Siempre se han de evitar “palabras que no vayan limpias” (Av 6,28) o aquellas con las que alguien pudiere ser ofendido (Av 6,29). Con todo, su recomendación es tajante: “hable poco”, tanto si es preguntado como si se trata de preguntar a otros (Av 6,19; 6,26), y “cuando fuere necesario hablar, sea con sosiego y paz” (Av 2,3).

En esto del saber callar, como en cualquier otra práctica ascética, el referente esencial y único debe ser siempre Cristo, modelo del hombre cabal: “No hacer cosa ni decir palabra notable que no la dijere o hiciera Cristo si estuviera en el estado que yo estoy y tuviera la edad y salud que tengo” (Grados, 3). Aconseja a menudo: “Acuérdese de Cristo crucificado y calle” (Ct a una carmelita, Pentecostés 1590). Para él, “esta vida, si no es para imitar a Cristo, no es buena” (Ct a M. Ana de Jesús: 6.7.1591), por lo cual aconseja “seguir sus pisadas de mortificación en toda paciencia, en todo silencio y en todas ganas de padecer” (Ct a las Carmelitas de Beas: 18.11.1586).

3. ASCESIS CON HORIZONTE TEOLOGAL. Toda la ascesis sanjuanista, y en particular ésta del silencio, carece de sentido si no es como disposición para el cultivo más intenso de una apertura creciente del ser humano ante Dios. Ese horizonte teologal es el que da su verdadero sentido y significado al esfuerzo ascético que supone el cultivar determinadas actitudes o desarraigar algunas imperfecciones. Anejas a la exhortación al silencio, se encuentran indicaciones precisas de su verdadera finalidad teologal: “obrando por amor de Dios todas las cosas” (Av 2,26), “traer el alma pura y entera en Dios” (Ca 9), “silencio y continuo trato con Dios” (Av 2,38), “olvidada de todo, more en su recogimiento con el Esposo” (Av 2,14), “traiga de ordinario el afecto en Dios” (Av 2,1) etc., pues “el alma contemplativa … ha de ser tan amiga de la soledad y silencio, que no sufra compañía de otra criatura … ha de cantar suavemente en la contemplación y amor de su Esposo” (Av 2,41). Sobre el silencio interior, el de los pensamientos, el Santo advierte que “un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, sólo Dios es digno de él” (Av 1,35; cf. Av 2,36). Si eso es de los pensamientos, ¡cuánto más de las palabras!

Puede decirse como conclusión que para J. de la Cruz el silencio no es un valor absoluto en sí mismo, sino un valor relativo. Relativo a la comunicación del hombre con Dios, una relación que acontece en un clima de silencio en el que Dios se revela y comunica gratuitamente al hombre, a condición de que éste se abra ante él desde un silencio humano hecho de apertura total, de escucha atenta, de acogida incondicional, de orientación radical hacia Dios.

Estas son las connotaciones más hondas que hacen que el silencio no se reduzca a un mero elemento ascético, sino que sea, fundamentalmente, una expresión de esa tensión teologal que debe definir al hombre espiritual, tal como el Santo lo concibe.

BIBL. – AURORA EGIDO, “El silencio místico y san Juan de la Cruz”, en el vol. Hermenéutica y mística: San Juan de la Cruz, Madrid 1995, p. 161-195.

Alfonso Baldeón-Santiago

Recogimiento

Sucede con este vocablo algo parecido a lo de  “quietud”. El sentido general de interioridad o encerramiento dentro de sí se enriquece con otro más particular y técnico, que alude a métodos y posturas de vida espiritual. El recogimiento ha llegado a proponerse como el denominador específico de la espiritualidad clásica española (M. Andrés, Los recogidos, 1976). En el contexto histórico de la misma se emparentó directamente con la “recollectio” o “recolección” forma de vida adoptada por varias familias religiosas. En el marco propio de la vida espiritual, caracterizado por la interioridad, el recogimiento se convirtió en una forma típica de oración, lo mismo que la “quietud”.  S. Teresa es también referencia fundamental en este caso. Una de sus aportaciones básicas fue la de distinguir con precisión entre un recogimiento activo o natural y otro místico, en buena parte pasivo (C 28 y M 4, cap. 3). No siempre que se habla de recogimiento se presta atención a esta diversidad de matices.

La postura sanjuanista es muy similar a la mantenida frente a la  quietud. Atribuye al recogimiento diversas acepciones, comenzando por la más genérica y que identifica recogimiento con  soledad o retiramiento del  mundo. Es el que llama con frecuencia “recogimiento santo” (Av 51 y Ct 1 y 6). Más preciso es el recogimiento sensible o exterior o de los sentidos, que está en función de la oración meditativa (N 1,5,1). Al recogimiento que presta mayor atención el Santo es al que llama habitualmente “recogimiento interior”; coincide sustancialmente con la  devoción auténtica y sustancial. Es el que contrapone constantemente a las prácticas piadosas vinculadas a los “bienes sabrosos que caen en la voluntad” (imágenes, oratorios, templos, lugares devotos, ceremonias, devociones, etc.: S 3,35-45). Lo que importa y tiene valor en esas cosas no es la devoción sensible ni las apariencias, sino “el recogimiento interior” o verdadero espíritu (S 3,40). La pedagogía sanjuanista en este punto es de extrema agudeza y rara penetración. El recogimiento interior viene a ser, dice el Santo, el “templo vivo de Dios” (ib. n. 1).

Estas formas de recogimiento caen dentro de lo que J. de la Cruz considera obra del trabajo y empeño humano, en su vocabulario, “recogimiento activo” (CB 1,6; Ll 3,30; Av 51. 80. 90. 92; Ct. 1,6,9, etc.). Se distingue, por lo mismo, de otro que considera más bien “sobrenatural” o pasivo en su origen y consistencia (CB 13,3; 14-15,1; 16,6; 20-21,9, etc.), por cuanto es fruto de la acción de Dios en el alma y de su comunicación. Este se identifica generalmente con la situación que vive el alma en la  advertencia o noticia amorosa de Dios, por lo menos a ciertos niveles. Como quiera que el Santo reúne y sintetiza en la misma las diversas formas de contemplación, resulta difícil distinguir cuándo habla de un recogimiento activo y de otro pasivo. No cabe entenderlos como dos formas contrapuestas, ni siquiera al estilo de la meditación y  contemplación, sino como fases sucesivas y complementarias. De hecho, existe un recogimiento de preparación a la contemplación, que es necesariamente activo, y otro propio de ésta, que es sobrenatural o pasivo.

Un texto, entre muchos que podrían recordarse, ilustra el pensamiento sanjuanista a este propósito: “Habiendo llegado por la operación de las potencias al recogimiento quieto que todo espiritual pretende, en el cual cesa la operación de las mismas potencias, no sólo sería cosa vana volver a hacer actos con las mismas potencias para llegar al dicho recogimiento, sino le sería dañoso, por cuanto le serviría de distracción, dejando el recogimiento que ya tenía (LlB 3,44; cf. nn. 34,45,53,63, etc.). No es difícil establecer paralelismo entre las formas del “recogimiento” teresiano y estas aclaraciones sanjuanistas. El Santo no se detiene, sin embargo, en clasificaciones ni descripciones directas y concretas.

A lo que sí concede especial atención es a la capacidad del demonio en los diversos grados del recogimiento. El maligno pone especial empeño en sacar a las almas del recogimiento íntimo cuando están gozando de la asistencia amorosa en Dios, para que no aprovechen o quieran volver atrás, ocupando sus facultades y potencias en discursos y meditaciones (LlB 3, 63-65). Lucha contra el alma para que no “se entre en la fortaleza y escondrijo del interior recogimiento” (CB 40,3). Llega, sin embargo, a tanto la seguridad de ésta, cuando se alcanza la perfecta unión, que “el demonio no solamente no osa llegar, pero con grande pavor huye muy lejos y no osa parecer” (ib.).

La expresión “recogimiento quieto” (LlB 3,44), aunque probablemente no intencionada, sugiere con bastante claridad que para J. de la Cruz quietud y recogimiento en sus grados más íntimos vienen a ser la misma cosa. De ahí el mínimo interés puesto en clasificaciones y definiciones. Lo importante para él es destacar el valor de la postura espiritual que está a la base del recogimiento y de la quietud.

Eulogio Pacho

Palabra/s

Juan de la Cruz, hombre de pocas palabras, según sus coetáneos, nos introduce desde su “silencio” contemplativo (CB 39,11) en el verdadero sentido de la Palabra divina y humana, de la eterna y de las temporales. Sólo en Dios el  silencio se hace Palabra y viceversa. Nosotros, en cambio, tenemos que distinguir ambas cosas y en varias acepciones: Palabra eterna, Palabra inspirada, palabras espirituales, palabras humanas.

1. PALABRA COMO “PRINCIPIO”. El Padre es la “eterna fonte”, “originante” de las dos “corrientes” personales de la Trinidad (Po 8). “Que el Principio se decía” por carecer de él y del cual procede “el Verbo eterno” y “aquese Amor que les une” infinitamente (Romance 1º). Y en esa vida intratrinitaria, “en aquel Amor inmenso que de los dos procedía”, “palabras de gran regalo/ el Padre al Hijo decía” (Romance 2º). En este coloquio eterno, que puede ser llamado también “eterno silencio” (Av 99), se inicia toda la historia de la salvación: la creación (“hágase: Romance 4º), la Encarnación del Hijo (“y que Dios sería hombre/ y que el hombre Dios sería”: Romance 4º), la redención (ib. y Romance 7º: “yo por ella moriría”), y la acción de su Espíritu (Romance 2º) que sostiene la esperanza histórica (Romance 6º), fecunda a  María en la “plenitud de los tiempos” (Romance 8º) y bautiza como  “Esposa de Cristo” a la creación entera: al “mundo” como palacio, a los ángeles y al hombre “para que conozca la esposa el Esposo que tenía” (Romance 4º).

El Verbo divino, encarnado y resucitado, es la Palabra única (“una”, “que no tiene otra”) y “total” que el Padre dirige a los hombres: “Todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (S 2,22,3). Es la Palabra definitiva de Dios-Padre, que “ha quedado ya como mudo y no tiene más que hablar…dándonos al  Todo, que es su Hijo” (ib 4). En Cristo tenemos el “todo” del Padre, “porque él es mi locución y respuesta y es toda mi visión y toda mi revelación…: míralo tú bien, que ahí lo hallarás ya hecho y dado todo eso, y mucho más en él” (ib. 5).

Como “Amado Dios” y “mano de Dios”, a la Palabra eficaz se le atribuye también la acción “creadora”, pues “ésta, que es criar, nunca la hizo ni hace por otra [mano] que por la suya propia” (CB 4,3); y así “Dios crió todas las cosas…y esto haciéndolo por la Sabiduría suya por quien las crió, que es el Verbo, su Unigénito Hijo” (CB 5,1: cf. Col 1,16). Principio y fin de todo lo creado, arquetipo eterno de ángeles y hombres, deja su “huella en las criaturas” (CB 4,1.3), para que el alma rastree la presencia de su Amado a través de las “mil gracias” reflejadas en ellas y de la “excelencia” del hombre sobre las irracionales (CB 5,3.6). En Cristo su palabra humana estaba poseída de “poder” divino para sanar, resucitar, etc. “solamente con decirlo” (S 2,31,1).

Cuando el alma pretenda unirse a él por amor y ser transformada en  “la hermosura de su sabiduría creada e increada” (CB 38,1), tendrá que creer a ciegas en este atractivo del Esposo. Si es dócil a la búsqueda activa-pasiva comprenderá para qué fue “predestinada en Cristo” (C 36,8) y vislumbrará qué significa ser creada “a su imagen y semejanza” (CB 39,4). Es decir, llegará a “conocer por Dios las criaturas y no por las criaturas a Dios” (LlB 4,5).

2. PALABRA “INSPIRADA”. Es por antonomasia “la Palabra de Dios” en la Escritura (S 2,7,12; S 3,45,2), dirigida a los hombres por sus profetas y hagiógrafos. Es multiforme y difícil a veces de entender (S 2,14,14; 16,8); y hasta el mismo hagiógrafo algunas veces “alucina…viendo los conceptos de las palabras de Dios tan diferentes del común sentido de los hombres” (S 2,19,7). Ni ellos ni nosotros podemos entenderlas “a la letra” (ib. 6) porque trascienden nuestro entendimiento “carnal”: “No hay poder comprehender las verdades ocultas de Dios que hay en sus dichos y multitud de sentidos. Él está sobre el cielo y habla en camino de eternidad; nosotros, ciegos, sobre la tierra, y no entendemos sino vías de carne y tiempo” (S 2,20,5).

Lo que Dios quiere transmitirnos por sus profetas y hagiógrafos se cumple siempre, aunque los primeros no lo entiendan o les contraríe anunciarlo (S 2,16,5: 2 Pe 1,9), o no se cumpla cómo y cuando ellos pensaban (S 2,20,6). Por eso el lector de la Escritura santa ha de saber que “Dios siempre habla en sus palabras en sentido más principal y provechoso, y el hombre pudiera entender a su modo y a su propósito el menos principal, y así, quedar engañado” (S 2,19,12.14). Esto lo sabían muy bien los profetas “en cuyas manos andaba la Palabra de Dios” (S 2,20,6). Por la trascendencia del concepto divino sobre la inteligencia humana, ésta tiene que usar palabras “rebosantes” para trasmitir lo que conocen “en una sola noticia” (S 2,26,4).

Pero si J. de la Cruz usa tal hermenéutica ¿cómo acertar nosotros con lo que Dios quiere decirnos a través de tantas palabras humanas que él inspira? Por la Escritura divina “habla el Espíritu Santo” (S pról. 2; S 2, 17,3; CB 14,27) tanto en el AT (Romance 6º) como en el NT (S 2,16,8; 20,3). Él es el “enseñador” de la verdad revelada (S 2,29,1), aunque “habla misterios en extrañas figuras” para hacernos entender la “abundancia de su sentido” (CB pról. 1). Lo que más importa, en todo caso, es captar bien el “sentido espiritual” contrapuesto en sentido paulino a la mera “letra que mata”.

Por otra parte, la  Iglesia garantiza la verdad de la Palabra inspirada por “su” Espíritu Santo (S pról. 2; S 2,22,11; 44,3; CB pról. 4; LlB pról. 1, etc.). Ella es la destinataria de toda la revelación (S 2, 27,4) y por lo tanto tiene “autoridad” para proponernos las verdades sobre Dios y sus planes de salvación de los hombres.

3. PALABRAS ESPIRITUALES “EXTRAORDINARIAS”. Pueden ser, como las anteriores, no sólo por “palabras” sino también por “visiones y revelaciones, figuras y semejanzas” (S 2,22,3), “de muchos modos y maneras” (S 2,27,1). Las hay “divinos toques”, provenientes de algunas frases bíblicas o de otra fuente (S 2,26,9), que son como “inteligencia de verdades desnudas” (S 2,26,1) y cuyo “conocimiento espiritual” le llega al hombre –aunque no sepa latín– de modo inefable, salvo que se tenga el carisma de “declaración de palabras” (S 2,26,12: 1 Cor 12,10).

Y las hay más genéricas o comunes y de distintas clases por sus efectos espirituales: “palabras sucesivas, formales y sustanciales”, de las que habla profusamente el Santo en S 2,28,2-29,12; 30, tít. 6; 31 tít. 32,4. Tampoco es fácil el discernimiento de las primeras, porque en algunas de estas locuciones “puede el demonio muy bien fingir otro tanto” (S 2,27,3). Generalmente proceden del discurso “meditativo”, cuando está el “espíritu recogido y embebido en alguna consideración”. Puede intervenir también el Espíritu Santo, pero es mejor desechar esos discursos y no admitirlos sin más como “de terceros”, porque “en este género de palabras interiores sucesivas mete mucho el demonio la mano” (S 2,29,10). Hay que desechar cuantas se opongan o distancien de la verdad “inspirada” por Dios en la Biblia (ib. 5). Las segundas (“formales”) pueden ser asimismo falaces y es preciso consultarlas a peritos. Las terceras (“sustanciales”) son más eficaces y aprovechan mucho al alma para su unión con Dios (S 2,31,2).

4. PALABRAS “HUMANAS”. La Regla carmelitana le recordaba al Santo el dicho evangélico de que “hay que dar cuenta a Dios de toda palabra ociosa” (Mt 12,36: S 3,20,4; Av 73.84). Así considera el santo el “mucho hablar” como una imperfección espiritual (S 1,11,4). Personalmente era más bien comedido en sus palabras, con tendencia a la taciturnidad, hasta ser motejado por su carácter reflexivo desde joven estudiante como “lima sorda”. Y no es que no hablara, sino que hablaba siempre en propio “desprecio” (S 1,13,9; Av 162) y especialmente de asuntos espirituales. Sus escritos reflejan también esta característica, pues cuando usa la pluma, no se alarga más allá de lo que considera suficiente (S 2,7,12; 11,1).

A todos recomienda que hablen “con sosiego y paz” (Av 81); “hable poco y en cosas que no es preguntado no se meta” (Av 140); “en ninguna manera hable palabras que no vayan limpias” (Av 149), “de manera que nadie sea ofendido” (Av 150). “Ahora coma ahora beba o hable con seglares o haga cualquier otra cosa, siempre ande deseando a Dios y aficionado a él su corazón” (Av 4.9). En este sentido hay que recibir la apología del “silencio fecundo” que escribe a las Carmelitas de  Beas: “Lo que falta, si algo falta, no es el escribir o hablar, que esto antes ordinariamente sobra, sino el callar y el obrar. Porque, demás de esto, el hablar distrae, y el callar y obrar recoge y da fuerza al espíritu… Esto entiendo, hijas, que el alma que presto advierte en hablar y tratar, muy poco advertida está en Dios; porque cuando lo está, luego con fuerza la tiran de dentro a callar y huir de cualquiera conversación” (Ct del 22.11.1587). Lo mismo aconseja a toda alma que busca a su Amado (cf. CA 3,1).

La conclusión de todo es que la  fe basta como disposición suficiente y necesaria para acoger los planes de Dios. El trato con él, por nuestra parte, radica en “poner todas las potencias en silencio y callando, para que hable Dios” (S 3,3,4). La misma  oración cristiana, según Jesús, no precisa de muchas palabras (Mt 6,7-8: S 3,44,4). El exceso en hablar de algunos espirituales principiantes lo purifica la noche pasiva humillando “su boca en el polvo” hasta que sufran con paciencia a Dios (N 2,3,3; 8,1).  Escritura, Evangelio, Iglesia, Jesucristo, locuciones, Pablo.

BIBL. — MAURICIO MARTÍN DEL BLANCO, “Fenomenología mística extraordinaria en San Juan de la Cruz”, en MteCarm 107 (1999) 93-134; MIGUEL ÁNGEL DÍEZ, Pablo en Juan de la Cruz, Burgos, Ed. Monte Carmelo, 1990, p. 53-65.

Miguel Ángel Díez

Juan de la Cruz

Retazos de la biografía sanjuanista desfilan por las páginas de esta obra al estudiar los lugares donde vivió el protagonista y los personajes con quienes tuvo especiales relaciones. Para comprender esas piezas sueltas y establecer el entramado que las da unidad conviene tener presente una semblanza personal de quien sustenta toda esta construcción.

I. Perfil biográfico

La peripecia terrena siguió un itinerario sencillo, casi lineal, sin complicaciones ni sinuosidades de difícil recorrido. Su carrera temporal discurrió por cauces normales, alejados de los sucesos más espectaculares de su época, correspondiente a la segunda mitad del siglo XVI, el momento culminante de la hegemonía española bajo el reinado de Felipe II. El periplo vital del Santo estuvo limitado geográficamente a dos regiones españolas: Castilla y Andalucía, cuyas fronteras traspasó reiteradamente hasta siete veces en dirección Este, hasta Caravaca (Murcia), y fugazmente en un breve viaje hacia Occidente, con meta en Lisboa. A través de relaciones personales y epistolares directas estableció cierto contacto con Italia (Génova, Roma) y Méjico. El mundo conocido personalmente por él fue limitado. En dos lugares contempló con sus propios ojos la inmensidad y la maravilla del mar (Málaga y Lisboa). Al señalar aquí las etapas cruciales de su existencia, se concede prioridad naturalmente a los momentos más representativos de su trayectoria espiritual y de su obra religiosa.

Infancia marcada por la pobreza: 1542-1551.

Los datos conocidos y garantizados de esta etapa son relativamente parcos. Seguro es su nacimiento en la villa abulense de  Fontiveros en 1542, menos probable 1540, del matrimonio Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez. Le precedieron en el hogar dos hermanos: Francisco y Luis, fallecido éste muy niño. También el padre murió al poco de nacer Juan, quedando su viuda Catalina con los dos hijos y sin medios económicos para sacarlos adelante. El humilde ajuar hogareño se completaba con un sencillo telar que, fallecido Gonzalo, no procuraba a la familia lo necesario para sobrevivir en unos años marcados por extraordinaria carestía.

La pobre viuda se vio forzada a peregrinar –“peregrinación del hambre”, se ha llamado– con sus dos hijos en busca de ayuda por tierras toledanas ( Torrijos, Gálvez), de donde era oriundo el matrimonio. No encontró las puertas abiertas que esperaba, regresando a Fontiveros al cabo de año y medio. La situación seguía insostenible y sin perspectiva de futuro. Se imponía otra vez la “peregrinación” en busca de subsistencia. La solución se buscó entonces en poblaciones más próximas y con mayores recursos. Hacia 1548 Catalina se establecía con sus hijos en  Arévalo (Ávila). Tampoco aquí lograba una solución estable que asegurase el porvenir de los hijos. Hay indicios suficientes para pensar que a los dos años regresó decepcionada al refugio de Fontiveros. Juan, el menor de los hijos, rondaba los nueve de edad. Más que las penurias sufridas hasta entonces, le dolía en el alma al niño la angustia de la madre desviviéndose por él sin hallar apoyos humanos. Madre e hijos compartían con ansia el interrogante hostil del futuro incierto.

Adolescencia e iniciación cultural: 1551-1563

Buscaron de nuevo y con ahínco la posible respuesta en otro desplazamiento. El matrimonio del hermano mayor, Francisco, con Ana Izquierdo, en lugar de mejorar la situación económica de la familia, la había complicado. Se decidió probar fortuna en  Medina del Campo (Valladolid), centro comercial entonces de primer orden. El traslado de toda la familia, incluido el nuevo hogar de Francisco, tuvo lugar en 1551. No podían esperar los emigrantes un cambio repentino en su humilde condición social, pero sí hallaron en Medina acomodo más digno y estable que en otros lugares.

Junto con mejores medios materiales de vida, a Juan de Yepes se le abrieron insospechadas posibilidades para su formación humana y cultural. Entre las asociaciones o instituciones de beneficencia florecientes en Medina se contaba el “Colegio de los Doctrinos”, que funcionaba en el convento de la Magdalena. Juan fue admitido en el Colegio y, con otros cuatro compañeros, se encargó del servicio de la iglesia, de la limpieza de la casa, de los recados de las religiosas y la cuestación en favor del monasterio. Recibía a cambio la manutención y se le ofreció la posibilidad de iniciarse en algunos oficios manuales, para los que no demostró inclinación clara ni aptitudes destacadas.

El servicio en el “Colegio de los Doctrinos” le abrió otras puertas, la más importante la del Hospital de la Concepción, o de las “bubas”, uno de los catorce existentes en la ciudad. Acogido en él como enfermero y recadero, tuvo oportunidad de conocer mejor los ambientes culturales de Medina y perfeccionar los pocos estudios realizados hasta entonces por iniciativa propia y en los ratos libres.

Casi coincidiendo con su llegada a Medina, habían abierto allí los jesuitas un colegio, filial del de Salamanca. En pocos años adquirió notable prestigio. La casa provisional de 1551 se transformó en nuevo edificio en 1553, y dos años después abría las clases de latinidad. Aunque no es posible fijar con exactitud las fechas, JC frecuentó las aulas del colegio jesuítico, probablemente entre 1559 y 1563. La mejor prueba de su preparación humanística la ofrecen sus escritos posteriores

En busca del ideal: la vocación religiosa: 1563-1564.

Se percataron de su aplicación, de su capacidad y aprovechamiento los insignes profesores jesuitas, especialmente el padre  Juan Bonifacio. No fueron los únicos, a juzgar por las ofertas tentadoras que se le hacían al joven prometedor de veinte años. Era edad sobrada para plantearse en serio el propio futuro, y Juan de Yepes lo tenía ya pensado y planeado. El verano de 1563 solicitaba el hábito del Carmen en el convento de la misma ciudad de Medina del Campo, erigido tres años antes, bajo la advocación de Santa Ana.

Eran numerosos los conventos existentes en Medina; la elección de la Orden del Carmen por el joven Yepes tuvo motivación concreta, no pudo ser casual o improvisada. Exigió cierto conocimiento y algún contacto con los religiosos del convento de Santa Ana. No es seguro que siguiese clases de gramática y de artes (luego de teología) que se impartían en él por decisión del fundador, Padre Diego Rengifo.

Aunque importante y decisiva la opción religiosa del joven Yepes, no existe confesión personal sobre su preferencia; es campo abierto a las conjeturas. Al vestir el hábito carmelitano, adoptó el nombre de Juan de San Matías (Santo Matía). Realizado normalmente el año de noviciado en el mismo convento de Medina, profesó en 1564, sin que se sepa la fecha exacta.

Formación científica en Salamanca: 1564-1568.

Los primeros años de experiencia religiosa, una vez superada la prueba del noviciado, tuvieron para fray Juan un marco privilegiado en muchos aspectos. En lugar de seguir la vida comunitaria en cualquiera de los conventos de la Orden en la provincia de Castilla, le cayó en suerte hacerlo en una comunidad fuera de lo común: el Colegio de San Andrés de  Salamanca, de vieja fundación, pero que se hallaba en momentos de esplendor cuando llegó allí Juan de San Matías para matricularse en la famosa Universidad. Entre las características que distinguían aquella comunidad salmantina, hay que destacar: el elevado nivel cultural de la misma, el número relativamente elevado de miembros, procedentes de diversas provincias, y la disciplina religiosa ajustada a las normas reformistas de los Capítulos generales y de los superiores Juan Soret y Nicolás Audet. Al igual que sus compañeros, Juan de San Matías tenía como único empeño, dentro de la disciplina comunitaria, el estudio.

La fidelidad de estudiantes y conventuales a las exigencias religiosas de su vida carmelitana está suficientemente documentada. Se percibe incluso durante aquellos años cierto tinte de rigor. Juan de San Matías halló, por tanto, un ambiente religioso y conventual satisfactorio para sus ideales de carmelita auténtico y comprometido. No existe el mínimo indicio de insatisfacción por su parte; menos aún de comportamiento digno de reprensión. Al contrario, discípulos y compañeros atestiguarán de consuno la ejemplaridad de su conducta religiosa. Al hilo de los testimonios elogiosos, los biógrafos antiguos se dieron a la brega de buscar penitencias y rigores extraordinarios. Según ellos, se habría singularizado entre todos por la petición de observar la Regla primitiva de la Orden. No hacen falta estos adornos hagiográficos para asegurarnos de la fidelidad del estudiante salmantino a sus compromisos religiosos.

Encajaba dentro de los mismos la obligación del estudio. Para eso había sido destinado a Salamanca: para seguir los cursos de artes y filosofía en la célebre universidad. Aparece matriculado como “artista” en los cursos 15641567 y como teólogo en el de 15671568. No es posible determinar con precisión el nombre de los profesores a quienes escuchó Juan de san Matías, pero no cabe duda de que fueron figuras de primer orden en aquel momento de esplendor del centro universitario. Las matrículas del mismo aseguran también que cursó el programa completo de filosofía y un año de teología. El grado de aprovechamiento está reflejado en sus escritos posteriores, lo mismo que la preparación humanística recibida en Medina del Campo.

Más problemática e incierta es la consistencia de los estudios complementarios realizados en el propio colegio de San Andrés en forma de “lecciones-repeticiones” regulares. Los datos conocidos actualmente son insuficientes para configurar con exactitud este extremo. Por la misma razón, hay que atenuar el alcance de la encomienda confiada a Juan de San Matías como “prefecto de estudiantes”, si es que realmente obtuvo tal nombramiento.

En Salamanca recibió, en cambio, otra distinción mucho más importante. Al concluir los estudios de artes y filosofía fue ordenado sacerdote en 1567, sin que se pueda fijar con exactitud la fecha. Todo hace suponer que fue al final del curso o durante el verano.

Encuentro inesperado y decisivo con S. Teresa: 1567

La ordenación sacerdotal significó para él un momento espiritualmente trascendental, pero no cambió radicalmente el rumbo de su vida. Es probable que reforzase el propósito de cambiarla de hecho. Estaba decidido a dejar la vida del Carmelo para abrazar la de la Cartuja. Poco importa indagar los motivos de semejante decisión; lo cierto es que Juan de San Matías no se sentía satisfecho con el tenor de su vida religiosa; tampoco buscaba aligerar sus exigencias con mitigaciones o renuncias; al contrario, quería aumentarlas y, como tantas otras grandes figuras contemporáneas, pensaba encontrarlas en la Cartuja. No se trataba de veleidades, sino de propósito firme. Tampoco es un dato amañado por la exaltación hagiográfica. El testimonio de santa Teresa resulta inapelable (F 3, 17).

Es bien conocido el relato de la Santa. Durante el verano de 1567 había regresado fray Juan a Medina del Campo para celebrar la primera misa, sin duda, en presencia de su madre y familia. Pasaba allí unos días la madre Teresa de Jesús atareada en la fundación de las Descalzas. Tenía ya autorización para iniciar también las fundaciones de frailes reformados o descalzos; lo que necesitaba era contar con elementos adecuados para la obra. Concertó una entrevista con el joven sacerdote, estudiante todavía en Salamanca, y consiguió convencerle de que no necesitaba pasar a la Cartuja para satisfacer sus anhelos espirituales. Los encontraría en la obra que ella traía entre manos.

No hace falta cargar las tintas para darse cuenta de lo que significa este encuentro entre Juan y Teresa para el nacimiento del Carmelo Teresiano en la rama masculina. Juan de San Matías no era un novicio veleidoso e inmaduro; sabía muy bien lo que quería. Si cambió su plan cartujo por lo que le prometía la madre Teresa fue por razones serias y meditadas. Sin ellas, la indudable capacidad de persuasión teresiana no hubiera sido suficiente.

Juan de san Matías comprendió que lo que la Madre proyectaba y le proponía era indudablemente algo distinto de lo que él había vivido hasta entonces en la Orden del Carmen. Medir lo que ambos protagonistas tuvieron en mente al alumbrar su obra religiosa borrando siglos de historia es ejercicio de fantasía. Ni ellos eran unos ilusos ni el tiempo ha pasado en balde. Sabían lo que querían y que no era lo que tenían.

Juan de san Matías puso sólo una condición al plan teresiano: que no se retrasase mucho. El plazo de un año debió de parecerle razonable, ya que la cosa no pasaba de simple proyecto. Mientras se ultimaban los preparativos él podía seguir sus estudios en Salamanca. Así fue: regresó a la Universidad y se matriculó en teología. Un nuevo curso para perfeccionar su formación académica y, sin duda alguna, para meditar con calma la viabilidad y las consecuencias del compromiso contraído con la madre Teresa.

Lo halló adecuado y se reafirmó en sus aspiraciones religiosas. Así se ratificaba al concluir el curso académico y encontrarse de nuevo con ella en  Valladolid durante el verano de 1568. Prueba elocuente de que tenía bien pensada la cosa y de que era consciente de lo que significaba el cambio de rumbo en su vida es el amplio intercambio de opiniones con la Fundadora. No aceptaba a ciegas y sin rechistar todos los puntos de vista de ésta. Discutió con ella aspectos y detalles de la nueva forma religiosa; lo hacía a veces con tanta firmeza que llegó a enojar en ocasiones a la interlocutora, según ella cuenta en carta a Francisco Salcedo (septiembre de 1568). La Santa terminó por considerar al joven religioso como la persona cabal para iniciar la obra que tenía en proyecto.

Extraña que no se haya ponderado con más atención lo que representaron estos intercambios de parecer entre los dos protagonistas. Los puntos de vista de Juan completaban y enriquecían los de Teresa. Al ponerlos en práctica, el primer descalzo creyó indudablemente armonizar su pensamiento con el de la madre Fundadora, sin renunciar por ello a lo que él juzgaba personalmente preferible. La coincidencia sustancial entre ambos y la confianza de la Santa en las opiniones de fray Juan quedan patentes en otros encuentros prolongados con motivo de las fundaciones teresianas de Salamanca,  Segovia y, sobre todo, en la prolongada convivencia en  Ávila. Por deseo de Teresa, durante los preparativos de dichas fundaciones, JC orientaba a las religiosas escogidas para poner en marcha las nuevas comunidades.

Comienzos heroicos de una nueva vida: 1568.

La clarificación de las ideas con la madre Teresa no equivalía a su traducción exacta e inmediata en hechos. Ambos coincidían en la urgencia de iniciar la nueva forma de vida carmelitana. Él había exigido que no se retrasase mucho; ella tenía prisa por ese y por otros motivos. Hubo acuerdo en comenzar por lo posible para llegar luego a lo deseado y conveniente. Lo posible, de momento, fue lo mínimo imprescindible: adaptar para casa religiosa una apartada alquería en Duruelo (Ávila).

Juan de san Matías se despidió de la madre Teresa en Valladolid a finales de septiembre o primeros de octubre de 1568, comprometiéndose a preparar lo necesario para inaugurar la primera fundación de Duruelo, mientras su futuro compañero, Antonio de Heredia, renunciaba a su cargo de superior y dejaba en orden los asuntos del convento de Medina del Campo.

El 28 de noviembre de 1568 se inauguraba en Duruelo la primera fundación masculina del Carmelo Teresiano. Los miembros de la misma renovaban su profesión religiosa según la Regla primitiva de la Orden y adoptaban un sobrenombre religioso nuevo: Antonio de Jesús, el superior, Juan de la Cruz, José de Cristo, un hermano donado y otro religioso calzado en plan de prueba, que no perseveró (F. 13-14). El conventillo de Duruelo nada tenía que envidiar en pobreza y austeridad a las casas del Poverello de Asís. Exacta y certera la definición teresiana: “Portalito de Belén, que no me parece que era mejor” (F 14,6)). Casa de oración, retiro y penitencia, inicialmente para tres religiosos.

La soledad era algo real e inevitable en aquel paraje; lo era también como tenor de vida, pero en modo alguno exclusivo y excluyente. El alejamiento físico o geográfico de cualquier población no era condición imprescindible en los planes de Juan y Teresa; podía ayudar al recogimiento religioso y asumirse en ocasiones como proyecto fundacional, pero la nueva forma de vida no había de identificarse con el eremitismo ni con el monaquismo. El caso inicial de Duruelo era, por tanto, puramente coyuntural. Antes de inaugurarse el convento y después de ponerse en marcha la pequeña comunidad, JC y sus compañeros conjugaban las horas de oración con el apostolado por los pueblos de la comarca.

Al cabo de un año, cuando por cuaresma de 1569, la madre Teresa visitaba de pasada aquella primera fundación se alegró mucho de la obra pastoral desarrollada por los religiosos. No se sintió tan satisfecha de su rigor penitencial. Era tan extremo que temía seriamente por su salud y la continuidad de la obra. Afloró una vez más su realismo y aconsejó a “sus hijos” que moderasen las mortificaciones. Bastante penitencia era soportar la penuria de alimentos y los rigores climáticos del lugar. Es obligada la lectura de la insuperable página teresiana (F, cap. 14).

La provisionalidad de Duruelo era opinión compartida por todos, desde la madre Teresa, pasando por los protagonistas, hasta los superiores de la provincia carmelitana de Castilla, a la que quedaba incardinada la nueva comunidad. Duró de hecho apenas año y medio. En junio de 1570 se trasladaba al pueblecito de  Mancera de Abajo (Salamanca). JC desempeñaba el delicado oficio de suprior y formador de los aspirantes que deseaban abrazar aquella nueva forma de vida religiosa. De ahí, que se le considere el primer maestro de novicios. No es seguro que por esa función viajase a Pastrana (Guadalajara) para orientar convenientemente el noviciado que acaba de inaugurarse en aquella villa alcarreña.

No había pasado un año del traslado a Mancera cuando JC era destinado a dirigir, como rector-superior, el primer colegio abierto por el Carmelo Teresiano en Alcalá de Henares. En abril de 1571 se encontraba ya en la célebre ciudad universitaria al frente del Colegio de San Cirilo. Iniciaba un cambio notable en el ritmo comunitario respecto al seguido hasta entonces en Duruelo y Mancera. Revivía los años de estudiante en Salamanca, pero con otras preocupaciones y otro estilo de vida. El sello religioso impreso por él en el Colegio traspasó los muros conventuales y contagió el ambiente estudiantil de la famosa Universidad. Fueron muchos los estudiantes que se acercaron a San Cirilo para confesarse o dirigirse con el padre Rector. Bastantes terminaron por pedir su mismo hábito e ingresar en el vecino noviciado de  Pastrana. El celoso e indiscreto maestro del mismo estuvo a punto de mandarlo al traste, con gran preocupación de todos, especialmente de la madre Teresa. Por encomienda de ésta, se trasladó a Pastrana JC para enderezar aquella casa de formación. Sumaba otro tanto en su función de maestro y formador en la nueva vida religiosa.

Prolongada convivencia con S. Teresa: 1572-1574.

Se ha destacado poco la estrecha vinculación de los dos padres del Carmelo Teresiano durante los primeros años de éste. A los encuentros e intercambios ya mencionados hay que sumar el dato relevante de que en los destinos y desplazamientos conventuales de JC jugó papel determinante la madre Teresa. Dejando a un lado el comienzo en Duruelo y Mancera, ya recordado, a su mediación se debió la reorganización del noviciado pastranense. Ningún otro hecho demuestra tan a las claras la confianza de la Fundadora en la pericia de fray Juan para modelar las almas como su decisión de llamarlo a Ávila para dirigir el monasterio de la Encarnación, cuando ella se hizo cargo del mismo como priora. Hacía apenas un año largo desde que fray Juan se trasladase de Mancera a Alcalá. Para la Fundadora era más importante su presencia junto a ella en Ávila.

La convivencia de ambos místicos durante estos años cabe el monasterio de la Encarnación es un hecho histórico de primera magnitud. Fue mucho más que simple contacto personal asiduo; la proximidad de la vivienda, la comparticipación de las mismas preocupaciones pastorales, la presencia asidua en los mismos actos y, sobre todo, el intercambio de íntimas y profundas experiencias espirituales, no sólo enriquecieron mutuamente a los dos protagonistas; convirtieron aquellos años en momentos culminantes de la historia de la mística. Dos espíritus gigantes se confrontan reiteradamente ante Dios y entre sí a la luz de los más altos efectos del amor divino. El lance durante la fiesta de la Santísima Trinidad de 1573 es el vértice de la experiencia mística compartida en perfecta sintonía.

Durante esa dilatada convivencia, JC orienta la pluma teresiana por el camino de la mística nupcial descrita en el libro de las Moradas, cima de la producción de Teresa. La madre Fundadora descubre la enorme capacidad comunicativa de fray Juan y le lanza por la senda de la poesía. De Ávila son los primeros poemas sanjuanistas, nacidos al socaire de las justas poéticas organizadas en la Encarnación. Pocos meses después de salir de Ávila, nacía en Toledo el Cántico espiritual, vértice de la lírica sanjuanista.

En Ávila, y al lado de la madre Teresa, inicia también JC otra forma de dirección y comunicación; la que prolongará después hasta el fin de su vida. Al magisterio oral entre las religiosas del monasterio y otras personas de la ciudad, añade fray Juan sus billetes de avisos y consejos personalizados. La siembra iniciada en Ávila continuará en todas las localidades donde le tocó ejercer luego de “maestro espiritual”. La admiración de la madre Teresa por la obra pedagógica y espiritual de fray Juan en Ávila llegó hasta confesar, poco después, que no había hallado en toda Castilla ninguno como él. ¡Y Teresa de Jesús había tratado a muchas “eminencias” teológicas y pastorales! Para ella, el primer descalzo no era únicamente un confesor extraordinario y un director “letrado, prudente y experimentado”; poseía además “especial gracia” contra los  demonios; de ahí que ella le confiase casos peliagudos durante los años de convivencia en Ávila. Sirvieron para afianzar la fama taumatúrgica de fray Juan.

De cara a la propia obra fundacional, toda la aportación derivada de la convivencia en Ávila de los dos iniciadores podría sintetizarse en lo que sugiere JC en la Llama de amor viva sobre la experiencia fecundante del carisma fundacional (2,10-12). Conviene no olvidar que ningún otro de los descalzos colaboradores de la Fundadora convivió personalmente con ella tanto tiempo seguido como fray JC; ni siquiera  Jerónimo Gracián. El contacto directo se prolongó incluso después de que la Santa tuvo que reintegrase en el convento de San José. Se interrumpió bruscamente cuando fray Juan fue arrancado violentamente de su casita cabe la Encarnación.

Prueba suprema de fidelidad al propio ideal: 1577-1578

La labor de Juan y Teresa en el gran monasterio de la Encarnación podía ser en sí misma instrumento apropiado para una vinculación más estrecha entre el tronco de la Orden y la nueva rama florecida del carisma teresiano; las circunstancias históricas del momento torcieron el cauce de las aguas; el episodio de Ávila, en lugar de unir, fue motivo de separación y ruptura. La armonía estaba maltrecha desde 1574, y JC, junto con su compañero Germán de san Matías, sufrieron pronto las consecuencias en una primera detención. Aunque se solucionó rápidamente gracias a la intervención de la madre Teresa ante el Nuncio pontificio, fue el preludio de otro secuestro más grave y dramático.

La detención de fray Juan en Ávila, la noche del 2-3 de diciembre de 1577, el traslado clandestino a  Toledo, su condena y encarcelamiento conventual corresponden al episodio más conocido y penoso de su biografía. No es éste lugar para descender a detalles ampliamente descritos por todos los biógrafos. Tampoco hace al caso replantear la corrección de su proceso y la condena como rebelde y contumaz. Objetivamente no existían pruebas en este sentido, por mucho que se quisiese implicar al inculpado en las clamorosas elecciones celebradas en el monasterio Encarnación.

En cualquier caso, las penas infligidas fueron excesivas, aun teniendo en cuenta la mentalidad y los métodos entonces imperantes. Hay que recortar, sin duda, ciertos excesos biográficos sobre el ensañamiento usado con el encarcelado, pero no puede negarse el rigor con que fue tratado. Cuando logró fugarse, al cabo de nueve meses, a mediados de agosto de 1578, se hallaba al borde de la resistencia física; su figura era casi cadavérica.

Al margen de los sufrimientos soportados con paciencia “maciza” –adjetivación suya en otro contexto– es necesario destacar dos aspectos fundamentales del terrible lance toledano. En primer lugar, que para él fue una prueba de fidelidad al ideal que había abrazado en Duruelo. Está bien documentada la alternativa que se le ofrecía: abandono de lo abrazado, o persecución y condena. Para él no existió la duda. Confesará después de la liberación que lo más duro de aquellos meses había sido la idea de que los suyos, comenzando por la madre Teresa, pensasen que había desertado y les había dado la espalda.

Ese fue el torcedor de su espíritu durante el encarcelamiento. Lo fue también para la Santa, al carecer de toda noticia sobre su paradero. La fidelidad en trance tan decisivo constituye además otra prueba contundente de que el compromiso inicial con la Fundadora, abandonando la idea de la Cartuja, tenía un contenido preciso, imposible de reducir al mero hecho de una dependencia o independencia jurídica. No era cuestión administrativa de gobierno, lo comprendiesen, o no, sus jueces y perseguidores.

El otro aspecto relevante de la prisión toledana está relacionado con la obra literaria y doctrinal de fray Juan. Durante los años de estancia en Ávila había ensayado su vena poética con argumentos de alta espiritualidad y clara resonancia mística. Aquellos argumentos y aquellos versos resonaron con frecuencia en su ánimo durante las largas horas de aislamiento carcelario. Cuando se le proporcionaron medios para escribir, dio rienda suelta a su inspiración y las experiencias más íntimas de su alma cristalizaron en los versos inmortales del Cántico espiritual (31 estrofas) y de otras piezas compuestas en la cárcel: los romances sobre el Evangelio de la Encarnación, sobre el salmo Super flumina, y el poema de la Fuente.

Cuando JC logró evadirse de la prisión conventual de Toledo, se hallaba en su momento más tenso el conflicto entre la Orden del Carmen y la obra teresiana, desprovista entonces del apoyo recibido por el nuncio Nicolás Ormaneto. Felipe Sega, su sucesor, se declaraba abiertamente hostil y decidido a desmantelar la todavía precaria organización de los Descalzos. JC fue uno de los más afectados por la delicada situación. A consecuencia de la misma, su vida se abre a nuevos rumbos geográficos. Tiene que abandonar su Castilla natal y trasladarse a  Andalucía, donde permanecerá diez años.

El período andaluz: 1578-1588.

La decisión de abandonar Castilla fue medida de seguridad apoyada por todos los interesados en poner a salvo de la tempestad al “héroe de Toledo”, comenzando por la madre Teresa, que respiró hondo cuando tuvo las primeras noticias de su liberación. Tras breve convalecencia en Toledo, acogido por Pedro González de Mendoza, partió para Andalucía en septiembre de 1578, deteniéndose unos días en el convento de  Almodóvar del Campo, donde se hallaban reunidos en asamblea los superiores descalzos que todavía permanecían en libertad. Su aspecto demacrado causó estupor entre los reunidos en la villa manchega; no se explicaban cómo había podido sobrevivir a la prueba toledana.

Aunque discutible la participación de fray Juan en las deliberaciones y decisiones tomadas en Almodóvar, lo cierto es que fue nombrado vicario del convento de  El Calvario (Jaén), en sustitución del superior, comisionado para perorar en Roma la causa del Carmelo Teresiano. Su nueva morada era un convento solitario de reciente fundación, enclavado en la Sierra de Segura, con magníficas vistas al valle del Guadalquivir y a las montañas próximas. En esto y en la fertilidad de la tierra se diferenciaba notablemente de Duruelo, al que se aproximaba, no obstante, por el estilo de vida recoleto y solitario.

En  Beas de Segura, a pocos km. del Calvario, en la vertiente norte de la montaña, se localizaba una fundación de descalzas, también relativamente reciente. Es creencia generalizada que allí se detuvo a descansar fray Juan en su viaje de Almodóvar al Calvario. Si no fue entonces el primer encuentro con aquella comunidad, sucedió muy pronto, al poco tiempo de establecerse en su nueva comunidad. El impacto en las religiosas fue de estupor ante aquella figura macilenta y espiritualizada. Comprendieron su estado físico cuando escucharon de sus labios el terrible lance toledano.

Desde la primera visita quedaron sellados para siempre lazos de recíproca estima y afecto entre fray Juan y la comunidad serreña; será ésta una de sus preferidas, y seguirá en contacto con ella hasta el fin de sus días. Estaba al frente de la comunidad la madre Ana de Jesús (Lobera), afligida por no encontrar directores espirituales competentes, y un tanto extrañada de que aquel frailecillo no tenía empacho en llamar a la madre Teresa “su hija”. La priora y fray Juan se habían visto probablemente la primera vez allá en Mancera (1571), cuando siendo ella novicia acompañó a la santa Teresa a la fundación de Salamanca.

A distancia de tantos años, a la priora le resultó difícil reconstruir aquella fisonomía tan desfigurada por los sufrimientos recientes. La madre Ana quedó un poco corrida cuando poco tiempo después de este primer encuentro en Beas la madre Fundadora en persona le aseguraba ser verdadera hija espiritual de aquel humilde religioso. Se extrañaba además de que la priora de Beas se lamentase de falta de buenos confesores y directores, cuando tenía allí, a dos pasos, a quien superaba a todos los conocidos por ella en Castilla. Las dudas de la superiora se disiparon muy pronto. Ana de Jesús se convirtió en discípula predilecta y confidente espiritual de fray Juan, primero en Beas, luego en Granada. Tuvo el privilegio excepcional de que a ella dedicase el autor el comentario del Cántico espiritual.

Salvadas las inevitables distancias y diferencias, puede decirse que JC reprodujo en la comunidad serreña la labor y el magisterio espiritual realizado en Ávila en el monasterio de la Encarnación: enseñanzas parejas y métodos idénticos, bien contrastados en su eficacia. Como es sabido, la asistencia espiritual a la comunidad de Beas desde El Calvario fue regular y asidua, algo más espaciada desde Baeza y Granada. Del contacto con aquella querida comunidad brotaron muchas de las páginas sanjuanistas. Otras nacieron a requerimientos de sus súbditos del Calvario, que compartieron con las monjas de Beas el incomparable magisterio de su superior en funciones. Fue intenso y fructífero, pero duró poco tiempo.

No había pasado un año desde su llegada al Calvario cuando recibía en el encargo de preparar una nueva fundación en la ciudad de  Baeza, distante cerca de once leguas. Acometió la encomienda con su habitual diligencia, y el 13 de junio de 1579 salía del Calvario con tres compañeros para inaugurar la fundación beacense al día siguiente, fiesta de la Santísima Trinidad El nuevo convento estaba destinado a colegio, y fray Juan fue nombrado rector del mismo. Baeza contaba entonces también con floreciente universidad, en la que podían cursar sus estudios los carmelitas andaluces sin desplazarse hasta Castilla. Revivía el rector las experiencias de Alcalá de Henares y, en menor grado, las de Salamanca. Al igual que en Compludo, JC alternó la disciplina monástica, con la dirección espiritual, el culto en la propia iglesia y el contacto con el ambiente universitario.

Siendo rector de Baeza tuvo ocasión de volver temporalmente a su Castilla natal con motivo del primer Capitulo provincial de los Descalzos, en Alcalá de Henares (1581). Este primer viaje desde su llegada a Andalucía debió de aumentar su nostalgia por Castilla, a donde ansiaba regresar definitivamente. No lo consiguió a pesar de interceder ante el provincial, Jerónimo Gracián, la madre Teresa. Pasarían aún varios años hasta ver realizados sus sueños.

Antes de finalizar el 1581, realizó otro viaje relámpago a Castilla; esta vez hasta Ávila para acompañar a la madre Fundadora a la proyectada fundación de Descalzas en  Granada. Eran los últimos días de noviembre; la Santa estaba tan enferma que no pudo moverse de su ciudad natal; fue el último encuentro en vida, el adiós postrero en la tierra. En lugar de la madre Teresa, sería Ana de Jesús la encargada de llevar a buen puerto la fundación granadina. El Rector de Baeza sería su brazo derecho. Procedió lo mismo que si se tratase de la madre Fundadora. Se desplazó hasta Beas para acompañar a la priora de la nueva casa, Ana de Jesús, y a las otras religiosas que debían formar la comunidad granadina.

Fecunda y prolongada estancia en Granada: 1582-1588

Los trajines fundacionales de las descalzas de Granada ofrecieron ocasión a los religiosos del convento de Los Mártires de conocer directamente a JC, de quien algunos habían oído hablar. Su presencia coyuntural en la comunidad confirmó a los miembros de la misma en la buena opinión que tenían de él por las noticias llegadas de otros conventos (Alcalá, El Calvario, Baeza). que había gobernado hasta entonces. Fue elegido prior de Los Mártires y tomó posesión de su cargo a finales de enero de 1582. Granada se convertiría desde entonces en el centro de su vida y actividad mientras permaneció en Andalucía.

Durante esos años ocupó siempre puestos de dirección y responsabilidad. Amén del priorato de Los Mártires, prolongado durante tres trienios, desde 1585 desempeñó el gobierno directo de los conventos andaluces al ser nombrado segundo definidor y luego Vicario provincial de aquella demarcación religiosa. El desempeño de este oficio le obligaba a intervenir sin descanso en los asuntos de los conventos existentes, de frailes y monjas, y en la promoción de nuevas fundaciones. Los viajes y desplazamientos por tierras andaluzas se volvieron incesantes a partir de 1585. Fray Juan se convirtió en un “andariego”, al estilo teresiano, por exigencias de su responsabilidad de gobierno.

Sería demasiado enojoso seguir aquí sus pasos, pero conviene recordar algunos de los viajes más largos e importantes desde su posesión del priorato granadino. En mayo de 1583 se desplazaba a los confines de Castilla para asistir al Capítulo celebrado en Almodóvar, en el que fue confirmado en su cargo de prior de Granada. Dos años más tarde viajaba hasta  Lisboa, donde se celebró nuevo Capítulo provincial (mayo de 1585), y en el que fue elegido segundo definidor provincial. En octubre del mismo año realizó otro largo viaje hasta Pastrana, donde se concluía el Capítulo iniciado en Lisboa. En aquella localidad castellana de tan lejanos recuerdos para él, era nombrado Vicario provincial de Andalucía, con residencia en Granada, pero cesando en el cargo de superior de la casa.

El 1586 fue un año excepcionalmente cargado de viajes y desplazamientos por diversos lugares de Andalucía y llegando en dos ocasiones (enero y diciembre) hasta  Caravaca de la Cruz (Murcia). Los viajes más largos de 1587 fueron los de Madrid (febrero), otro a Caravaca (marzo) y Valladolid (abril), donde se celebró nuevo Capítulo provincial, en el que fue nombrado prior de Granada por tercera vez. Naturalmente, en estos viajes a Castilla tuvo ocasión de visitar casas y lugares ya conocidos y otros nuevos, como  Segovia. Al poco tiempo de regresar a Granada y de tomar posesión de su tercer priorato, emprendió nuevo viaje a Castilla para asistir al primer Capítulo general de la nueva Congregación celebrado en  Madrid (julio de 1588).

En consonancia con la nueva forma de gobierno introducida en esa ocasión, con el nombre de “Consulta”, fue elegido primer definidor general y tercer consiliario de la Consulta, cuya presidencia le correspondía durante las ausencias del Vicario general, entonces el P. Nicolás de Jesús María (Doria). Terminado el Capítulo, fray Juan regresó a Granada, dejando un vicario al frente de aquella comunidad antes de trasladarse a Madrid y luego a Segovia, donde se había fijado la sede de la Consulta.

Concluía así en agosto de 1588 la permanencia andaluza de JC. Dejaba allí una labor fecunda que transcendía con mucho el ámbito del Carmelo Teresiano. El período granadino había sido especialmente extenso y cualificado en lo que a su magisterio espiritual se refiere. Síntesis del mismo eran los  escritos iniciados en Los Mártires y continuados en Baeza y Granada.

Graves responsabilidades de gobierno: 1588-1591.

El regreso definitivo de fray Juan a su anhelada Castilla se verificó de forma muy diversa a lo deseado por él. En lugar de una vida sencilla sin las preocupaciones de cargos y oficios, se encontró encumbrado a las altas esferas del gobierno central de la nueva Congregación religiosa, ya bien asentada y con autonomía jurídica suficiente a partir de 1588. Los cargos de primer definidor y tercer consejero le colocaban en un puesto relevante dentro del Carmelo Teresiano, de aquel germen plantado por él años atrás en Duruelo. Sus responsabilidades de cara al futuro eran también notables; no podía hurtarse a las decisiones tomadas en las esferas del gobierno central. Al establecerse la Consulta en Segovia aumentó su cuota de autoridad, ya que fue nombrado además superior de la comunidad.

En compensación a tantas preocupaciones, se veía libre de los ingentes esfuerzos de los viajes anteriores. Ahora se reducían a caminatas periódicas hasta Madrid para las reuniones de la Consulta. El único viaje de muchas leguas fue el realizado en 1589 hasta Granada, para arreglar los asuntos pendientes de aquella casa, entre ellos la renuncia al priorato. En Segovia le esperaban muchas ocupaciones en la doble vertiente de superior conventual y de miembro de la Consulta. La primera y más urgente era la edificación del nuevo convento, muy retrasada a su llegada. Las actividades pastorales prolongaban las realizadas en Ávila primero; luego, en los conventos de Andalucía. Tenía bien ensayados y experimentados los métodos de gobierno y de dirección espiritual. No necesitaba improvisar nada.

Donde se le presentaron no pocos problemas fue en los asuntos reservados a la Consulta; afectaban a toda la Congregación y cualquier decisión exigía mucho estudio y gran prudencia. Basta repasar la serie de documentos emanados por aquel organismo centralizador, y firmados por fray Juan, para comprobar que sus intervenciones fueron abundantes y variadas (cf. BMC 26).

A pesar del irenismo proverbial del tercer consiliario, y no obstante el sistema de decisión adoptado en la Consulta, era inevitable que en ocasiones se produjeran desacuerdos en las opiniones y decisiones. Nadie mejor dispuesto que fray Juan a ceder en sus puntos de vista y secundar el criterio del vicario general  Nicolás Doria. El respeto y la sumisión no podían llegar hasta comprometer la propia conciencia. Se apilaron pronto en el despacho de la Consulta problemas muy delicados; tanto, que tenían dividida a la propia familia religiosa. Dos eran los asuntos más graves: el proceso contra el primer provincial,  Jerónimo Gracián, y el gobierno de las Descalzas.

Los ánimos estaban ya muy agriados cuando se reunía en Madrid un Capítulo extraordinario en junio de 1590. Quedaron patentes las posturas distanciadas entre Nicolás Doria y JC, lo que no fue obstáculo para que éste fuese confirmado en sus cargos de definidor y consiliario. Sería por poco tiempo. Exactamente un año después, junio de 1591, se celebraba en la misma capital otro Capítulo ordinario. El Vicario general no estaba decidido a soportar por más tiempo la oposición del primer definidor en materias tan importantes como la relativa al gobierno de las Descalzas y el proceso del P. Jerónimo Gracián. Era fácil vaticinar quién iba a triunfar en aquel pulso.

JC más que derrotado se vio descargado de responsabilidades. Después de tantos años quedaba libre de todo cargo y oficio. Si para Nicolás Doria fue un triunfo por la eliminación de un obstáculo a sus planes, para el interesado equivalió a un alivio. Quedaba libre de toda responsabilidad y dispuesto a obedecer como el último de los súbditos. Al gesto diplomático de Doria ofreciéndole el priorato de Segovia, respondió fray Juan con otro mucho más sincero y elocuente: se ofreció para ir a Méjico, donde existían ya algunos conventos de la Congregación.

La última jornada en Andalucía: 1591

Le fue aceptado el ofrecimiento y se le autorizó para preparar la expedición con otros doce compañeros. Viajó de Madrid a Segovia para recoger sus cosillas y despedirse de aquella comunidad. Cumplidos sus compromisos, emprendió el camino de Andalucía para preparar la expedición mejicana, que había de zarpar de  Sevilla.

Mientras se reunían los otros doce compañeros y se cumplimentaban los primeros requisitos, fray Juan se retiró al solitario convento de  La Peñuela (Jaén, La Carolina). Llegaba en plena canícula de agosto. Al cabo de un mes caía enfermo de consideración; a partir del 12 de septiembre no le abandonaron “unas calenturillas”. Mientras él trataba de superar la enfermedad en aquel dorado retiro, le llegaban noticias de que el proyectado viaje a Méjico había fracasado.

Comenzaba a pensar seriamente en el viaje a otras “Indias mejores”, cuando algún hermano de hábito urdía contra él infamias inconfesables, hijas del resentimiento. No se alarmó ante las noticias que llegaban a su querida soledad. Tranquilizaba a quienes sufrían pensando en un caso Gracián bis. A él no le quitarían el hábito porque estaba “aparejado” a enmendarse si en algo había errado y dispuesto a obedecer “en cualquier penitencia que le dieren” (Carta de finales de 1591).

En La Peñuela no era posible una cura eficaz y se le propuso el traslado a Baeza, donde era bien conocido y estimado. Fray Juan desechó el ofrecimiento y aceptó el traslado a  Úbeda (Jaén), donde contaba, en cambio, con algún resentido. Llegaba a su último destino el 28 de septiembre de 1591, siendo recibido por el superior con muestras patentes de disgusto, como si se tratase de una carga pesada para la comunidad. Pronto cambiará de opinión y se rendirá a los signos evidentes de la santidad.

Aquejado de una septicemia con llagas purulentas en la pierna derecha, JC permanece en el lecho del dolor, soportando con fortaleza y mansedumbre las curas y los dolores. Todos los remedios se muestran ineficaces. Fallece la noche del 13 al 14 de diciembre, a la edad de 49 años. Su cuerpo fue trasladado en mayo de 1593 a Segovia y allí reposan sus restos en la iglesia de los Carmelitas Descalzos. El humilde  sepulcro de un tiempo está hoy convertido en grandioso mausoleo de grande valor artístico.

Algunas semblanzas literarias antiguas, como la de  Eliseo de los Mártires y del biógrafo  Jerónimo de san José, nos acercan bastante a la figura física de fray Juan. La reconstrucción anatómica realizada por un grupo de especialistas con motivo de la última exhumación de los restos en 1992 ha fijado con notable exactitud el rostro y las medidas del cuerpo.

Aunque existen noticias sobre un retrato furtivo realizado durante los años de estancia en Granada, no es precisa su identificación. La iconografía posterior a su muerte es muy abundante, tanto en pintura como en grabados o xilografías publicados en las diferentes ediciones, comenzando por la príncipe de 1618. En cada época y en cada región se ha figurado según los gustos y estilos imperantes. En cualquier caso, puede decirse que la iconografía sanjuanista es abundante y variada

Glorificación oficial: 1614-1926

En 1614 comenzaron los procesos informativos para la beatificación en diversas diócesis, concluyéndose en 1618. Este mismo año apareció en Alcalá de Henares la primera edición de sus escritos.

En 1627 se abrió el proceso apostólico de beatificación y canonización concluyéndose en 1630. Se retrasó notablemente el decreto de beatificación, entre otros motivos, por haberse descubierto manifestaciones de culto público en torno a su sepulcro. Fue beatificado por Clemente X el 27 de enero de 1675, y canonizado por Benedicto XIII, el 27 de diciembre de 1726. El mismo Papa le declaró patrono de la casa imperial de Alemania y del ducado de Mántua. Aunque durante el pontificado de Inocencio XI, la ciudad de Palermo inició los trámites para reconocer al Santo como compatrono, el asunto no llegó a buen puerto.

El 24 de agosto de 1926 era declarado doctor de la Iglesia universal por Pío XI, coincidiendo con el segundo centenario de la canonización. En marzo de 1993, Juan Pablo II le nombraba patrono de los poetas de lengua española. La fiesta del Santo se celebró primero el 14 de diciembre, trasladándose en 1732 al 24 de noviembre, con oficio propio y octava. A raíz de la reforma del calendario litúrgico de 1972, la fiesta pasó de nuevo al 14 de diciembre.

Las lecciones históricas y la colecta fueron aprobadas el 1677 para la fiesta litúrgica o “dies natalis” (14 de diciembre). El elogio para el Martirologio Romano fue aprobado el 28 de marzo de 1726 y el 22 de marzo de 1732 se aprobaba el nuevo oficio litúrgico, con la misa propia, a celebrarse el 24 de noviembre. La fiesta litúrgica para toda la Iglesia fue aprobada el 3 de octubre de 1738 y el 13 de agosto de 1927 fue concedido el Prefacio propio para la Orden. En la última reforma del calendario litúrgico su fiesta se trasladó al 14 de diciembre.

La obra y el mensaje

En el guion biográfico que precede se recogen de pasada algunas de las ocupaciones y actividades de fray Juan a lo largo de su vida. Los datos reunidos distan mucho de ser completos; deben sumarse otros apuntes relativos a su obra o actividad apostólica. Se desarrolló en diversos campos del ámbito religioso y fructificó en numerosas realizaciones. No puede limitarse a su contribución a la “obra religiosa” iniciada por la madre Teresa; debe considerarse más ampliamente referida a la totalidad de su labor en los diversos campos de la pastoral.

La vertiente más destacada de la actividad es para muchos la producción escrita. Algunos hablan de ella como de la obra por antonomasia, o de la obra en exclusiva. Los  escritos conocidos ocuparon un tiempo muy limitado dentro de sus ocupaciones. Referirse a la obra sanjuanista en su sentido más amplio y comprensivo implica el recuerdo de las realizaciones del autor en todas las dimensiones de su vida. Es lo que suele practicarse cuando se le estudia como escritor, poeta, teólogo, maestro, director de almas, fundador de conventos, etcétera.

El análisis aislado de cada uno de estas parcelas no basta para tener una visión completa y armónica de su verdadera personalidad; equivale a presentarla fraccionada y fragmentaria. Es necesario integrar todos los rasgos en el contexto global de la trama biográfica. Se descubre así el alcance y el significado concreto de ciertas actividades dentro de las coordenadas básicas que guiaron su existencia.

Coordenadas fundamentales de la biografía sanjuanista

El guion biográfico que precede atestigua la presencia de situaciones cambiantes, de momentos cruciales, de espacios y lugares distintos, de actividades dispares, de realizaciones heterogéneas. La veracidad de todo ello no impide reconocer ciertas líneas básicas que confieren unidad y armonía a la trayectoria vital de JC. Es lo que hace de él una figura uniforme, homogénea y coherente, que integra en unidad superior acontecimientos, situaciones y actividades muy variadas.

La raíz de esa secuencia unitaria de vida hay que colocarla en la claridad y firmeza de ideales. JC es el hombre de lo sustancial y decisivo; de lo que vale la pena en la vida. A la luz de la fe, lo descubre en la santidad amasada con el amor. Todo lo demás está en necesaria e inevitable dependencia de este valor supremo que da sentido cabal a su existencia. Todo adquiere sentido y valor en cuanto asumido por ese referente decisivo. Es la manera más genuina y auténtica de realizarse, de lograr la propia identidad personal.

Lo importante no es llegar a esa conclusión; la asumió con todas sus consecuencias, la convirtió en vida. Para JC, implica inevitablemente pasar del convencimiento a la obra, sin retrasos, sin poner a prueba la paciencia de Dios. Exige la elección de los medios más seguros, rápidos, eficaces. Es lo que él practicó y lo que enseñó insistentemente en su magisterio oral y en sus escritos. Vivió centrado y concentrado en el ideal de la santidad, definida como “unión amorosa con Dios”.

Se identificó con ese ideal supremo desde el momento en que sintió la vocación religiosa e ingresó en la Orden del Carmen; en ella aprendió un peculiar camino espiritual para llevar a cabo sus deseos e ideales. Lo practicó con asiduidad y fidelidad durante unos cinco años, hasta que se encontró por primera vez con santa Teresa de Jesús.

No quedan noticias de actividad alguna durante ese tiempo, fuera de sus obligaciones como religioso carmelita y como estudiante. En ambos aspectos secundó con fidelidad su cometido. Hasta la ordenación sacerdotal, en 1567, no tenía tampoco margen para actividad pastoral alguna. Merece la pena tener bien presente que lo más importante para él, como para la mayoría de sus compañeros, era el cumplimiento puntual del horario comunitario. Era el quehacer fundamental de cada día; lo seguirá siendo a lo largo de toda su vida.

Primicias apostólicas

El primer empeño asumido fuera de sus obligaciones habituales fue la preparación para la fundación de Duruelo (1568). Para entonces ya había tomado la decisión de secundar los planes fundacionales de la madre Teresa, porque respondían mejor a las exigencias que veía implicadas en una forma de vida religiosa consonante con su ideal de santidad. Mayor austeridad, oración más intensa y prolongada eran pilares de la nueva comunidad instalada en Duruelo. Ni JC ni sus compañeros de aventura pensaron que el retiro en la clausura conventual era incompatible para ellos con el servicio pastoral entre las gentes de la comarca.

Asumieron esta tarea libre y generosamente, sin imposición ni obligación alguna. Más significativo aún es que la madre Teresa, al comprobar meses más tarde el fruto y el esfuerzo de esta actividad, se alegrase en el alma. Lo de menos, en el caso, es la intensidad y extensión del servicio pastoral desarrollado por los primeros Descalzos de Duruelo; lo importante es que lo asumieron convencidos de que cuadraba perfectamente con el nuevo tenor de vida abrazado y que sintonizaban cabalmente con los deseos y pensamientos de la madre Fundadora. ¿Intercambiaron opiniones sobre el particular en los encuentros de Medina y Valladolid? No hay indicios seguros y la narración teresiana más bien lo excluye (F 3. 13-14).

Resuelta la cuestión de principio, conviene no exagerar el alcance de aquella primera actividad de fray Juan y de sus compañeros. El horario establecido en la comunidad era tan intenso que no consentía mucho tiempo para otras ocupaciones fuera de los actos comunitarios. Seguía las normas dadas por el general J. B. Rubeo (BMC 6, p. 399-404) y concretadas en la distribución del tiempo, acordada por los propios religiosos. A esto debió de limitarse lo que algunos biógrafos dicen sobre la labor de fray JC como redactor de unas constituciones en Duruelo.

Las correrías apostólicas por los pueblos y caseríos cercanos se aceptaban probablemente como elasticidad asumida por el horario normal y en días concretos, domingos y festivos. El trabajo se centraba en la catequesis o instrucción religiosa, en la predicación y administración de sacramentos. Para fray Juan puede hablarse de primicias apostólicas, no así para el superior, Antonio de Jesús.

Primeros pasos de formador

Todo hace suponer que la labor iniciada en Duruelo prosiguió en Mancera. Aquí fray Juan tuvo que iniciarse en otra labor más limitada y delicada; para él, de mayor responsabilidad. En su calidad de suprior y maestro de novicios, tenía encomendada la formación religiosa de los aspirantes y novicios. No pudo realizarla durante mucho tiempo, ya que en 1571, un año después de inaugurado el convento de Mancera, dejaba su categoría de noviciado, al constituirse como tal para toda Castilla el de Pastrana. En cualquier caso, en Mancera se estrenó también en esta parcela de su actividad magisterial. Si viajó realmente desde Mancera a Pastrana entre 1570 y 1571, acaso haya que relacionar el desplazamiento con el traslado ya apuntado de la casa de formación.

Son pocas las noticias precisas de su actividad durante el rectorado del Colegio de San Cirilo en Alcalá de Henares. Hay constancia de su dedicación a la dirección espiritual no sólo de sus súbditos, sino también de otras personas, especialmente de estudiantes universitarios que acudían a confesarse y dirigirse con él. Orientó así no pocas vocaciones religiosas hacia el Carmelo Teresiano. Bastará recordar casos tan destacados como el de  Inocencio de san Andrés,  Elías de san Martín y el grupo de los llamados “navarros”. Al lado de esta labor de orientación y formación en la propia casa, hay que destacar la llevada a cabo en el vecino noviciado de Pastrana.

Labor oculta y de menor resonancia hacia fuera, pero de mayor incidencia en el desarrollo futuro de la propia Orden. Nada tiene de exageración el afirmar que con sus actuaciones en Pastrana y en Alcalá JC marcó la orientación de las casas de formación, por lo menos en Castilla. Pastrana era en la práctica el primer noviciado; Alcalá el primer colegio de la naciente familia religiosa. En ellos quedó sellada la impronta del primer descalzo. Esta aportación tiene, sin duda, mayor importancia para valorar el legado sanjuanista que otras actividades relacionadas con su apostolado.

No cabe ignorar en modo alguno que durante la permanencia en Alcalá JC mantuvo contacto directo con el ambiente científico que le rodeaba dentro y fuera de la casa. Es perfectamente razonable pensar que lo aprovechó para perfeccionar sus conocimientos, especialmente en el campo de la teología. Fue para él tiempo de asiduas lecturas.

Acción pastoral y mistagógica

Ávila y Granada son lugares emergentes y descollantes en la actividad sanjuanista; corresponden además a las ciudades que gozaron durante más tiempo de su presencia. Se ha ponderado anteriormente el alcance transcendental del periodo abulense. Fueron cinco años centrados en la  dirección espiritual del monasterio de la Encarnación, sin descuidar la de otras comunidades y personas, algunas tan distinguidas como la madre Teresa. Se han apuntado anteriormente las pautas seguidas en la tarea de director espiritual y la convergencia con las experiencias místicas de la Fundadora. En Ávila comenzó la función mistagógica de JC.

Su quehacer cotidiano se alteró en algunas ocasiones para atender otros compromisos muy especiales. Uno de ellos, promovido por la madre Fundadora, le llevó hasta Medina del Campo (1574) para dictaminar sobre el espíritu de una descalza, Isabel de san Jerónimo, a quien se tenía por endemoniada. El veredicto sanjuanista desautorizó tal opinión, a la vez que reforzó el convencimiento teresiano de que tenía especial don para el discernimiento de espíritus.

Mayor resonancia tuvo otro caso similar durante el mismo año. El tribunal inquisitorial de Valladolid requirió a fray Juan para que dictaminase en el caso de la religiosa agustina de Ávila María de Olivares, tenida también por endemoniada. El interpelado tuvo que desplazarse hasta Valladolid para explicar y justificar su dictamen. El extravío o desaparición de su texto, no justifica la escasa importancia atribuida por los biógrafos a esta intervención extraordinaria, la única de fray Juan en asuntos inquisitoriales.

La penuria informativa impide aquilatar la consistencia de otra labor pastoral atribuida a fray Juan y a su compañero de morada en “La Torrecilla”, cabe la Encarnación: la enseñanza de la doctrina cristiana y primeras letras a los chiquillos del barrio. Duración, asiduidad o regularidad y frutos son datos desconocidos. El hecho está certificado por uno de los agraciados con este servicio caritativo.

El paréntesis toledano en la actividad sanjuanista tiene un sentido limitado. La incapacidad para otras realizaciones durante aquellos meses quedó compensada con la creación poética de altos vuelos: al fin y al cabo, uno de los frutos más sazonados de su legado.

El magisterio espiritual entre los suyos.

Desde la llegada a Andalucía (1578), el campo de actuación sanjuanista fue extendiéndose continuamente y no sólo en el aspecto geográfico. El breve tiempo vivido en El Calvario abrió las puertas y marcó las pautas para los años sucesivos. Conviene recordar que fray Juan recuperó en El Calvario el ritmo comunitario normal (interrumpido para él desde Ávila) y que la fidelidad al mismo fue lo prioritario. Ese ritmo conventual del Calvario dejaba espacio para ocupaciones personales, incluido el trabajo manual en el huerto de la casa. Es una vertiente vital ignorada e incomprendida generalmente por la historiografía “laica”, salvo contadas excepciones.

Lo más intenso y regular de su magisterio en El Calvario se desarrolló muros adentro del monasterio, a nivel personal y de grupo, en actos comunitarios, incluidas las recreaciones, y en ocasiones especiales. Con frecuencia las enseñanzas orales pasaron al papel, como sucedió con el texto de las Cautelas, el Montecillo de perfección y series de avisos espirituales.

El estilo de vida solitaria en El Calvario excluía cualquier tipo de apostolado regular, incluido el que se realizaba en otros conventos dentro de la propia iglesia. JC lo sustituyó por otro muy concreto y exigente: el servicio a la comunidad descalza de Beas. La asistencia espiritual fue intensa y regular, semana a semana, no obstante el fatigoso camino a recorrer desde El Calvario. Rompía en alguna manera el ritmo comunitario, aunque se acomodase al de las religiosas, pero nadie lo tildó de “una falta contra la vida común”.

Materias, ideas y métodos de dirección coincidían con los usados entre sus súbditos. Dejando a un lado el fruto cosechado inmediatamente, no puede olvidarse que del magisterio oral impartido en Beas arranca el comentario al Cántico espiritual; del practicado en la comunidad del Calvario brotó el de la Noche oscura, primero en la Subida y luego en la obra homónima.

Pastoral diversificada

La obra sanjuanista en Baeza ofrece un espectro más amplio de actividades. Lo primero que conviene destacar es que reproduce en Andalucía lo que fue Alcalá en Castilla. De este modo, el fundador de Duruelo encauzó también en la Bética el estilo de vida de los estudiantes universitarios, lo que equivale a una contribución de primer orden desde la óptica de la formación religiosa y cultural.

A esta labor educativa, encuadrada en el ritmo comunitario de la casa, unió fray Juan una amplia acción pastoral, centrada en el culto y la asistencia religiosa dentro de la propia iglesia y prolongada en otros ambientes religiosos. Puede afirmarse que Baeza fue un modelo de la fusión entre vida contemplativa y servicio apostólico tal como lo entendía el primer descalzo. Su correspondencia epistolar ofrece muestras elocuentes de la amplitud y variedad de su dirección espiritual. De igual modo, la implantación en la propia iglesia de la “Cofradía de los Nazarenos” atestigua su interés por la religiosidad popular.

Están mejor documentados que en Alcalá sus contactos personales con el ambiente universitario de Baeza y son conocidos nombres de ilustres profesores que disfrutaban dialogando con él. Salamanca, Alcalá y Baeza fueron los eslabones decisivos en su preparación cultural y científica.

El magisterio espiritual en su momento culminante

Granada acumula los tesoros más aquilatados de la obra apostólica y mistagógica de fray Juan. Es allí donde despliega el abanico más amplio de sus actividades. Varían bastante de unos momentos a otros. Más variadas y continuadas durante el primer priorato, se concentran luego en los problemas de la propia familia religiosa a partir de su nombramiento de Vicario provincial (1585). También es menos regular y asidua su participación en el ritmo comunitario de la comunidad, a causa de los frecuentes y prolongados viajes motivados por su oficio.

Si el conjunto de sus quehaceres habituales coincide fundamentalmente con los de otras residencias, en Granada se añade otro muy concreto y específico: el de escribir. A lo largo de la jornada granadina de fray Juan se alternaron los actos comunitarios con el trabajo, la acción pastoral, los compromisos de gobierno y la composición de sus grandes obras literarias.

El trabajo manual alcanzó probablemente en Granada su cota más alta en la biografía sanjuanista. Realizó labores típicas del campo prácticamente en todos los conventos que disponían de huertas o fincas, como sucedió en El Calvario, en las Descalzas de Beas y luego en La Peñuela. Era labor normal en la mayoría de las comunidades, y fray Juan la asumió con toda naturalidad. Pocos meses antes de su muerte disfrutaba trillando los garbanzos en La Peñuela.

Practicó también con frecuencia otro tipo de trabajo manual, el que hoy suele llamarse de la construcción o albañilería. Las primeras muestras proceden de Duruelo con la acomodación de la alquería en morada para la pequeña comunidad. Quizá fueron de mayor envergadura las obras llevadas a cabo como fundador en el convento de Baeza. Desde luego las realizadas en Granada, programadas y realizadas durante su priorato, fueron de notable complejidad y exigieron mucho esfuerzo. Primero fue la construcción de un acueducto para la conducción del agua; luego, en el último priorato, el labrado de “los lienzos del claustro”. En todas esas obras participó fray Juan como un peón más. El caso se repetirá pocos años más tarde en el convento de Segovia. Claro está que a la historiografía “laica” no le parecen dignas del gran poeta estas humildes ocupaciones.

Disciplina comunitaria y trabajo de manos no impidieron la extensa e intensa acción pastoral en Granada. A la practicada en la propia iglesia conventual, se sumó la dirección espiritual de otras comunidades y personas. La cita más frecuente y regular fue con las Descalzas, donde residía la madre Ana de Jesús. Con menor frecuencia, pero siempre con especial interés, acudía a otros monasterios andaluces de la Orden, aunque tan distantes como Caravaca y Beas de Segura.

El  magisterio oral y directo lo completó con la correspondencia epistolar. El caso del Calvario y de Beas se repitió fielmente en Granada. Monjas y frailes participaban por igual del testimonio y de las enseñanzas sanjuanistas. A este propósito conviene destacar un dato casi preterido en las biografías del Santo. El Convento de los Mártires albergaba en su tiempo una comunidad relativamente numerosa, que funcionaba además como noviciado; en él se formaron numerosos discípulos de fray Juan, que recordarán más tarde las enseñanzas recibidas del gran maestro (BMC 10, 345).

Lejos de limitar su magisterio a la propia religión, lo extendió a otras instituciones y comunidades granadinas, como sucedió con los beaterios de las “Melchoras” y “Potencianas”. El caso de la familia Mercado y Peñalosa sirve de paradigma para calibrar la actuación de fray Juan entre las personas seglares en Granada. Es simple botón de muestra, por más conocido que otros muchos suficientemente atestiguados.

El prestigio conseguido por el prior de Los Mártires en las altas esferas de la iglesia granadina está refrendado, entre otros hechos, por la presencia de fray Juan en la comisión creada por la Curia diocesana para esclarecer el asunto de los famosos plomos del Sacro Monte.

La obra más específica de su actuación en pro de la propia familia religiosa en Granada y Andalucía está vinculada a su cargo de Vicario provincial; se desdobló en todas las direcciones derivadas del mismo y concernientes tanto a monjas como a frailes: nuevas fundaciones, visitas pastorales, elecciones conventuales, profesiones religiosas, permisos y dispensas, inauguraciones de fundaciones, amén de la presencia y representación en capítulos provinciales y generales. Tales actividades exigían desplazamientos y viajes frecuentes, a la vez que provocaban licencias y otros tipos de documentos (cf. BMC 26). La enumeración de ambas cosas viajes y papeles oficiales alargarían excesivamente estas líneas.

En disponibilidad incondicional

El traslado a Segovia y la pertenencia a la Consulta obligaron a fray Juan a mantener un tenor de vida y unas actividades similares a las del último periodo granadino.

En el gobierno de la comunidad le tocó otra vez la tarea de rematar el convento y ampliar sus posesiones; de nuevo dio ejemplo elocuente de su entrega a las duras labores del trabajo material.

Disminuyeron, en cambio, los viajes y desplazamientos, pese a las exigencias del gobierno de la Consulta. En la vertiente apostólica y espiritual prolongó su trayectoria inconfundible impartiendo con generosidad su dirección espiritual entre las comunidades religiosas, el clero y personas seglares.

Están poco claros los motivos que determinaron el fracaso de la expedición a Méjico, proyectada en 1591 y que debía presidir JC. Lo importante del caso es su gesto ofreciéndose para una empresa tan ardua y tal alejada de lo que había vivido hasta entonces. Era la prueba más elocuente de su disponibilidad incondicional.

Remataba así una trayectoria cargada se servicios a la Iglesia y a su familia religiosa. A la hora del balance, pocos religiosos de la primera generación descalza (si es que había alguno) podían presentar una hoja de servicios tan completa y, sobre todo, tan generosa y eficaz. Era el único que podía presentar como aval de su fidelidad a la obra comenzada la prueba heroica de Toledo. Le superaban algunos en gestiones y actuaciones oficiales en el gobierno del Carmelo Teresiano, pero en la valoración final no es determinante la cantidad, sino la calidad. En la armonización de vida religiosa y actividad apostólica nadie le había igualado; menos aún en el testimonio de vida y en el magisterio espiritual.

Los escritos

Constituyen la parte más relevante de su obra y de su legado. El tiempo empleado en la composición fue, no obstante, relativamente breve, mucho menor que el dedicado a otras actividades. La mayoría de sus páginas fueron escritas en horas libres de otros quehaceres regulares y profesionales de su vida religiosa. Poeta de altos vuelos y artista extraordinariamente dotado, fray Juan no fue ni pretendió ser un escritor de profesión. Cuando empuñó la pluma puso todo su talento y todas sus capacidades al alcance de futuros lectores. El fruto de su creación literaria y doctrinal circula hoy por todo el mundo. En las líneas que siguen se reseña brevemente el proceso seguido en la composición de los escritos. Cada una de las obras mayores y la poesía tienen sus correspondientes apartados en este diccionario.

Las páginas conocidas arrancan de la estancia en Ávila (1572-1577) como confesor y maestro espiritual en el monasterio de la Encarnación. Brotaron del ambiente religioso creado y alimentado por la madre Teresa. De las justas poéticas organizadas por ella en la comunidad proceden dos de las glosas llegadas hasta hoy, es decir: Vivo sin vivir en mí y Entréme donde no supe. La segunda pudo tener origen en el famoso “Vejamen” sobre las palabras “Búscate en mí”, lo que no quiere decir que no escribiese también en prosa la respuesta que la Santa calificó con fina ironía. Es lo único que se conoce de este escrito tan peregrino.

Idéntica suerte de desaparición han sufrido los billetes de avisos espirituales distribuidos entre las religiosas. Es posible que el contenido coincidiese sustancialmente con los ofrecidos más tarde a otras personas y comunidades, como la de Beas.

Las poesías compuestas en Ávila nacieron de estímulos ajenos. Fue en Toledo, durante los meses de absoluto abandono, cuando irrumpió la inspiración creadora en el espíritu de fray Juan. Al fugarse de la cárcel conventual, logró salvar un cuadernillo en el que había escrito los versos meditados y musitados durante los meses de encierro. Testigos que tuvieron en sus manos aquel cuadernillo recordaban años más tarde las piezas de la prisión, a saber: dos poemas: el Cántico espiritual (31 estrofas) y el que comienza Que bien sé yo la fonte que mana y corre; dos romances: uno muy extenso sobre el “Evangelio In principio erat Verbum” con 9 números, y otro sobre el salmo 136 “Super flumina Babylonis”.

No figuraba en el cuadernillo prestado a la comunidad de Beas el poema de la Noche oscura. Algunos testimonios procesales hablan de la composición de toda la obra homónima en la cárcel toledana, cosa a todas luces inexacta. La composición del poema hay que colocarla muy próxima al episodio carcelario, pero no dentro de la prisión. El mismo comentario (S 1,15,1; N 2,14,1) sugiere la posterioridad del poema; es la rememoración simbolizada del episodio vivido y “pasado” por al autor.

Los primeros meses transcurridos en Andalucía (El Calvario, Beas) fueron preparación y trampolín para las grandes obras escritas o completadas en Granada. Del magisterio del Calvario proceden algunas piezas breves: las Cautelas, los cuatro avisos a un religioso, varias series de avisos comunitarios o personales y el diseño-cartilla El monte de la perfección. En el mismo lugar inició el comentario del Cántico y algunas páginas de la Subida, sin que puedan precisarse otros detalles.

Muy poco es lo que se conoce de Baeza. Mencionan las fuentes históricas algunas piezas no llegadas hasta nosotros, entre ellas unos estatutos para la Cofradía de los Nazarenos establecida en la iglesia del convento, y un libro sobre las imágenes de Guadalcázar. Mayor autoridad parece tener el testimonio que asegura haber prolongado en Baeza el poema toledano del Cántico espiritual (canciones 32-34).

La época más fecunda del gran maestro es la de Granada (1582-1588). Cuando llegó a Los Mártires como superior tenía pendiente una doble promesa con la declaración de sendos poemas; para las Descalzas, las canciones compuestas en Toledo; para los Descalzos, el poema “En una noche oscura”. Ambos comentarios estaban ya en marcha, pero procedían lentamente. Durante algún tiempo parece que simultaneó su redacción, pero, al fin, decidió concluir uno, para afrontar luego el otro.

Tuvieron preferencia las Descalzas. A finales de 1584 entregaba a la madre Ana de Jesús los últimos cuadernillos del Cántico espiritual, en su primera escritura. Para entonces andaba promediada la Subida del Monte Carmelo, que había comenzado como comentario al poema de la “Noche”. Prosiguió su escritura abandonando el método del comentario, pero con muchas interrupciones “grandes quiebras”, dice un copista-. En determinado momento interrumpió la escritura dejando inacabada la obra.

No cabe invocar falta de tiempo para explicar esta anomalía, ya que siguió escribiendo otras cosas. Entre ellas, el complemento obligado de lo que quedaba sin desarrollar en la Subida. Era la parte o el aspecto “pasivo” de la purificación. Según confesión del autor, era también el sentido más genuino y auténtico de los versos de la “Noche oscura”, cosa que no aparecía en la somera “declaración” iniciada en la Subida. Interrumpir esta obra equivalía a no cumplir lo prometido. JC no quiso defraudar a los suyos y volvió sobre el poema de la “Noche” afrontando un nuevo comentario: el conocido actualmente como la obra Noche oscura.

Además de rematar las obras iniciadas en otros lugares, durante el período granadino compuso algunas poesías y realizó otros comentarios. La mayoría de los poemas compuestos en estos años pertenece al género llamado modernamente “contrafacta”, es decir, temas profanos poetizados y convertidos en religiosos o espirituales. A este tipo pertenecen el poema del Pastorcico y las glosas Sin arrimo y con arrimo, Tras un amoroso lance y Por toda la hermosura. Siguen la línea más original de las poesías toledanas y de la “Noche oscura” otras composiciones de ésta época, como la Llama de amor viva, escrita para su dirigida Ana del Mercado y Peñalosa.

Es probable que en la primera etapa granadina compusiese las últimas cinco estrofas del Cántico espiritual. De ser cierto, fueron anteriores a 1584, es decir, antes de concluir el primer comentario. Cuando decidió recomponerlo, compuso otra estrofa, la que comienza “Descubre tu presencia”, colocada en el puesto once en el llamado segundo Cántico o Cántico B, que es una revisión y ampliación del texto concluido en 1584. Antes de abordar esta refundición, JC accedió a los ruegos de doña Ana de Peñalosa y extendió el comentario a la poesía compuesta para ella; escribió la “declaración” de la Llama de amor viva siendo ya Vicario provincial, por lo mismo, después de 1585.

Puede afirmarse que el curso literario de fray Juan concluyó en Andalucía. De los últimos años pasados en Castilla (1588-1591) apenas se conocen más que un puñado de cartas (18/20 en total). Otras ocupaciones llenaron sus días. La vuelta definitiva a Andalucía le proporcionó algunas jornadas de descanso y soledad para volver sobre sus “deleites” espirituales. Aprovechó esos momentos de ocio y distensión para revisar el texto de la Llama, al estilo de lo realizado en Granada con el Cántico. La revisión del comentario de la Llama en Segovia o la soledad de La Peñuela, y media docena de cartas remitidas desde allí constituyen el testamento literario y espiritual de quien había inaugurado la vida del Carmelo Teresiano en Duruelo unos veintitrés años antes.

Dejando a un lado el valor literario de estos escritos y la incomparable belleza de sus poesías, las páginas sanjuanistas ocupan puesto destacado en la historia de la mística y de la espiritualidad en general. Constituyen una novedad en la tradición literaria cristiana de Occidente. El suyo es el único caso en que se transmite el pensamiento adoptando como género literario el comentario de las propias poesías. Caso inverso es el de la mística italiana Battistina Vernazza (1497-1587), que puso en verso lo escrito anteriormente en prosa (cf. Opere spirituali, Genova 1755).

Las grandes obras del autor siguen con ligeras variantes ese método curioso y original. La Subida del Monte Carmelo, iniciada también como “declaración” del poema de la “Noche oscura”, abandonó el género literario del comentario y adoptó finalmente el tradicional del tratado expositivo. Las otras tres obras mantuvieron el “comentario”, aunque no con la misma amplitud y fidelidad.

Por lo que se refiere al contenido de los escritos, debe tenerse en cuenta que el autor no tuvo intención de componer una suma completa y ordenada de la doctrina espiritual, tal como entonces se entendía. Su intención es siempre práctica no teórica. En su plan de guiar a las almas, mantiene constantemente un tono elevado sin caer en moralismos ni en concesiones engañosas. Propone un proyecto de vida espiritual que juzga válido, eficaz y seguro. Lo hace siempre con un soporte doctrinal sólido y bien construido a base de ciencia y experiencia. La teología de base está refrendada permanentemente con la experiencia, por eso conjuga como nadie teología y mística.

En todas las obras aparece en el fondo la misma propuesta o mensaje, es decir, el itinerario evangélico que conduce a la perfección cristiana, perfección o santidad que fray Juan prefiere formular como “unión amorosa del alma con Dios”. La forma de presentar ese proyecto varía de unas obras a otras y de unos textos a otros. En la Subida y en la Noche presenta en primer plano las exigencias ineludibles para llegar a la unión; las sintetiza en un proceso catártico que afecta a toda la persona y la dispone convenientemente para la transformación amorosa en Dios. Ese proceso de vaciamiento y purificación de afectos y amores contrarios a Dios se realiza con el esfuerzo personal y la decisiva intervención divina; por ello, tiene un aspecto activo y otro pasivo.

En el Cántico y en la Llama aparece en primer plano la otra vertiente del desarrollo espiritual, la que contempla la progresiva divinización del espíritu mediante la comunicación del amor divino que va llenando lo que vacía la noche purificadora. Con frecuencia el autor describe ésta en mirada retrospectiva y de confrontación desde la meta de la unión. Proceso catártico y unión transformante son puntos clave en la doctrina sanjuanista.

Insistió reiteradamente en que para él lo más importante y en lo que tenía “grave palabra y doctrina” eran precisamente esas materias, poco tratadas “de palabra y por escritos” entre los autores. Todo lo demás lo da por supuesto o está en función de esta temática central, gira en torno a ella o se proyecta desde ella. No abordó de intento otros argumentos “morales y sabrosos” (S pról. 8).

Síntesis espiritual

El pensamiento del Santo, especialmente en el ámbito espiritual, se expone en los diferentes artículos de este diccionario. Conviene, no obstante, presentar aquí una síntesis abreviada de su doctrina espiritual.

En JC, el hilo conductor no es como en S. Teresa, la experiencia personal. Está siempre presente, sin duda alguna. No sirve de cañamazo igualmente en todas las obras, aunque aparece siempre como soporte de su exposición, de modo especial en Cántico y Llama, pero hasta en estas dos obras queda como latente e indefinida, interferida constantemente por la reflexión doctrinal. Es ésta la que pauta el planteamiento de la Subida y de la Noche. En el conjunto, experiencia y ciencia se coordinan de modo muy diferente en JC y en Teresa de Jesús.

Líneas maestras. – El Doctor místico procede y razona siempre a partir de unos cuantos principios teológicos y antropológicos que le sirven de pauta para organizar su pensamiento, al margen de la colocación de cada tema dentro de los escritos. Supuesto el intento perseguido de guiar a las almas a la perfección o “unión con Dios”, lo primero es aclarar en qué consiste esa meta, y así comprender mejor todo lo que se enseña para llegar a ella (S 2,4,8). Es lo que hace JC, aclarando las diversas formas de unión y presencia de Dios en el alma (S 2,5 y CB 11,3). La distinción de formas y grados sirve para aclarar que, aunque todos los hombres están llamados a esa unión divina, no todos de la misma manera ni al mismo nivel. Ahí se encierra, para JC, el misterio de la vocación personal (S 2,5,10-11; N 1,9,9; 1,14,4; LlB 1,24; CB 26,4). La diferente vocación comporta también diversidad de medios, aunque para todos hay un modelo, Cristo, y un camino seguro, el de su imitación o la cruz (S 1,11,5; 2,7, etc.).

Si bien es imprescindible el esfuerzo personal, la acción divina es la que conduce seguramente a la meta; todo lo que el hombre puede y debe hacer es disponerse para acoger eficazmente esa acción (S 1,5, 2.8). La acción divina no sólo no excluye las mediaciones; más bien las exige (S 2,22,7-9). La Iglesia es la depositaria e intérprete de la verdad revelada en Cristo, Palabra única y definitiva del Padre (S 2, 22); por eso, es la mediación divina por excelencia (S 2,22,7; 2,29,2-3). Conducida el alma por la mano de Dios Padre, en el seguimiento de Cristo, es guiada siempre por el Espíritu Santo, “revelador y aposentador” (S 3,23,4; 2,29,11; CB 17,8-9) de las almas.

“El camino de ir a Dios”. – Comienza con la mirada graciosa del “Padre inmenso”, que infundiendo su gracia hace al alma consorte de la divinidad, digna de su amor y capaz de amarle y merecer en lo que hace con su gracia (CB 28-32). La correspondencia o fidelidad determina el crecimiento y desarrollo de la gracia recibida. Con la infusión de la gracia divina en el bautismo desaparece la barrera del pecado que separa al hombre de Dios. Esa barrera surgió del primer pecado de Adán en el paraíso (CB 23), pero fue derribada por Cristo con su pasión y muerte en el árbol de la Cruz, “donde el Hijo de Dios redimió y, por consiguiente, desposó consigo la naturaleza humana, y consiguientemente a cada alma” (CB 23,3).

Este desposorio se hace “de una vez, dando Dios al alma la primera gracia, lo cual se hace en el bautismo con cada alma” (ib. 6). Cuando se habla del desposorio como meta de la vida espiritual no se alude a esa primera mirada graciosa de Dios, sino al desposorio que se realiza “por vía de perfección, que no se hace sino poco a poco por sus términos, que aunque es todo uno, la diferencia es que el uno se hace al paso del alma, y así se va poco a poco, y el otro, al paso de Dios, y así hácese de una vez” (CB 23, 6). Ese camino que se hace al paso del alma es el que trata de describir JC.

Se caracteriza en sus comienzos, en la niñez espiritual, por el ejercicio de la meditación y de la mortificación. Dios trata al alma como la madre al “hijo tierno” (N 1,1,2). En su sabia pedagogía condesciende con caprichos, gustos y apetitos, porque no hay todavía consistencia en la virtud, aunque exista afición a la piedad (S 2,17,1-7). El ejercicio de la mortificación, la lucha contra enemigos y obstáculos van curtiendo poco a poco a las almas que encuentran en la meditación su alimento interior. La perseverancia en estas prácticas tiende a la purificación de la sensualidad, pero no es suficiente para dominar sus “apegos y apetitos” (CB 3,1-5). Bajo el dominio del sentido la vida espiritual no pasa de lo que JC considera etapa de “principiantes”, muy dados a veces a la vida interior pero llenos aún de imperfecciones (N 1,1,2-3; 1,8,3)

De ahí nace la urgencia de la “noche purificativa del sentido” a través del esfuerzo perseverante con el fin de conseguir, mediante el vacío y la desnudez de las cosas, el necesario e ineludible dominio de la sensualidad (S 1,13). En el proceso catártico se aúnan la intervención divina y el empeño humano (S 2,17), éste como disposición y respuesta a la acción misteriosa de Dios. Por cuanto implica renuncia, negación de lo que es connatural a las tendencias naturales de potencias y sentidos, JC lo simboliza en una “noche oscura”. Las partes de la noche natural le sirven de pauta simbólica para señalar también etapas o momentos en la “noche espiritual”, en cuanto desarrollo catártico (S 1, 2,3).

El principio fundamental para entender su propuesta y su pedagogía está formulado así: “Llamamos a esta desnudez noche para el alma, porque no tratamos aquí del carecer de las cosas, porque eso no desnuda al alma si tiene apetito de ellas, sino de la desnudez del gusto y apetito de ellas, que es lo que deja al alma libre y vacía de ellas, aunque las tenga. Porque no ocupan al alma las cosas de este mundo ni la dañan, pues no entran en ellas, sino la voluntad y apetito de ellas que moran en ella” (S 1,3,4). Consecuente con este principio, cuando desciende a las aplicaciones concretas considera explícitamente “bienes” todas las cosas en que puede gozarse el hombre”. Según sea el apetito y uso de ellos, producen “daños” o “provechos” al espíritu.

Se caracteriza la fase espiritual de principiantes por la que llama purificación o noche activa del sentido, que corresponde en su vertiente positiva a la etapa del amor impaciente, tal como se describe en las primeras estrofas del Cántico espiritual. El nivel espiritual alcanzado en este periodo es notable, pero aún lleno de imperfecciones, por lo cual ha de profundizarse en la “noche purificativa”, concentrándose más que en el dominio de los sentidos en la vertiente interior del espíritu con todas sus capacidades y potencias.

Es la fase de la “noche purificación del espíritu” en la que juegan papel determinante las virtudes teologales. Adoptando un esquema práctico, más que teórico, JC empareja las tres virtudes teologales con las tres potencias del alma: fe-entendimiento, esperanzamemoria y caridad-voluntad. Más importantes que los análisis demorados de cada uno de estos binomios, con las aplicaciones prácticas apuntadas, son los principios básicos en que se basa el pensamiento sanjuanista. Establecida la absoluta transcendencia divina (S 1,4 y 2, 8), el Doctor místico reafirma con insistencia que no existe proporción alguna entre la criatura y el Creador. Si es posible la unión de ambos hay que superar la distancia infinita que los separa en el plano ontológico. El único medio es la vida comunicada por Dios al hombre y su presencia amorosa en él (S 2,5). Es la vida teologal la que establece comunión y comunicación entre ambos. Por eso, insiste el Santo en que el único medio “próximo y proporcionado” para la unión con Dios se establece a través de la vida teologal, cuyo dinamismo se ejerce por las virtudes teologales. Vaciando ellas las potencias de lo terreno las llenan de Dios (S 2,6.89).

Al término de la purificación espiritual, desaparecen las “niñerías” de los principiantes (S 3, 16-45); sus gustos y apetitos, enraizados en los vicios capitales (N 1, 2-8), quedan enfrenados, de tal modo que puede considerarse superada la vida espiritual dominada por la sensualidad. Afinada la sensibilidad espiritual, va creciendo el deseo de Dios y su amor va desarrollándose gracias a la inflamación interior (CB 6-12). Agotado el proceso meditativo y perdida su virtualidad, se va instaurando en el alma la “noticia amorosa” de la contemplación. La comunicación con Dios se establece de manera sencilla y natural como “advertencia o asistencia” amorosa en él y con él (S 2,13-16; N 1,9). El acercamiento a Dios y el sentido de su presencia van creciendo hasta que, en determinado momento, se vuelve perceptible, a veces hasta con repercusión somática ante determinadas comunicaciones divinas (CB 13).

Ha llegado la etapa contemplativa y el estado del “desposorio espiritual”. La virtud superficial de los principiantes es ya robusta y asentada, grande el dominio de las pasiones y frecuentes las “visitas” y mercedes de Dios. La vida se desenvuelve en una profunda relación amorosa con intercambio de dones, como sucede entre prometidos (CB 1415, 18-21). Aunque el sentido esté ya enfrenado en sus ímpetus primarios y desordenados, no está del todo sujeto al espíritu (CB 14-15,30), necesita todavía una adaptación. Quedan todavía algunas raíces profundas de ciertos hábitos que permiten retoñar malas inclinaciones y resabios de gustillos y apetitos (CB 26,18-19). Falta el último toque purificativo: la prueba suprema de la fidelidad entre los esposos.

Por mucho que lo intente, el hombre no es capaz de arrancar de raíz todas las tendencias naturales desordenadas. Necesita la intervención divina para llegar a la pureza total, a la “raíz del espíritu”. Es obra de la “noche oscura de contemplación” (N 2,8-10), que tiene lugar antes de alcanzar la meta de la unión, antes de celebrar el matrimonio espiritual. Se produce en forma de intervalos “de paz y amigabilidad amorosa” con Dios (N 2,6-7), que se suceden con “interpolaciones” de la obra catártica (N 2, 6). Es un periodo caracterizado por un “amanecer y anochecer a menudo” para el alma (N 2,1,1).

Este último estadio purificativo tiene su culminación natural en la unión transformante del matrimonio espiritual, cuando el crisol inflamado del amor ha operado la liberación total (N 2,11,1-7; 2,12,1.5-6). Alcanzada la perfecta armonía entre el sentido y el espíritu, las virtudes están ya heroicas y perfectas (CB 24,3-4,6-7), el hombre viejo se ha transformado en nuevo (LlB 3,33-35; CB 26,17) y vive en suavidad y tranquilidad imperturbables (CB 24,8; 20-21, 14-15). El alma, ya “endivinada y endiosada”, no espera otra cosa que la ruptura de la tela de esta vida; mantiene aún el gemido pacífico de la esperanza (CB 1,6), pero ya gusta el “sabor y golosina de gloria” (LlB 1, 27-28). Las dos vertientes del desarrollo espiritual, purificación y unión amorosa, se alternan y suceden como movimientos de sístole y diástole, de vacío y de plenitud. Así presenta JC el “camino de ir a Dios” hasta y poseerlo cumplidamente.

BIBL. – a) Repertorios y subsidios: J. BARUZI, Saint Jean de la Croix et le problème de l’expérience mystique, Paris 1924 e 1931, p. 687724; PIER PAOLO OTTONELLO, Bibliografía di S. Juan de la Cruz, Roma 1967; E. PACHO, Boletín Bibliográfico Sanjuanista, en MteCarm 93 (1985) -101 (1993); S. ROS, Bibliografía selecta, en Introducción a la lectura de san Juan de la Cruz, Ávila-Salamanca 1991, p. 17-44; M. DIEGO SÁNCHEZ, San Juan de la Cruz. Bibliografía sistemática, Madrid 2000. LUIS DE SAN JOSÉ, Concordancias de las obras y escritos del Doctor de la Iglesia San Juan de la Cruz, Burgos 1948; J. L. ASTIGARRAGA A. BORRELL F. JAVIER MARTÍN, Concordancias de los escritos de san Juan de la Cruz, Roma 1990; A. FORTES F. J. CUEVAS (ed.), Procesos de beatificación y canonización de san Juan de la Cruz, 5 vol. BMC 14 (1931) y 22-25 (1991-1994). b) Ediciones: Obras espirituales que encaminan un alma a la perfecta unión con Dios … Alcalá de Henares 1618; Obras del venerable y místico doctor F. Juan de la Cruz … Madrid 1630; Obras espirituales … por el extático y sublime doctor místico … Sevilla 1703; Obras del místico doctor … Introducción y notas del padre Gerardo de san Juan de la Cruz 3 vol. Toledo, 1912-1914; Obras de san Juan de la Cruz, Doctor de la Iglesia, editadas y anotadas por el P. Silverio de santa Teresa. 5 vol. Burgos 1929-1931 (= BMC 10-14); Obras completas, ed. Lucinio Ruano, Madrid, BAC, 1946, 13ª ed. 1991; Obras completas, ed. J. V. RodríguezF. Ruiz, Madrid, EDE, 6ª ed. 2008; Obras completas, ed. E. Pacho, Burgos, Monte Carmelo, 8ª ed. 2001/ 2ª reimpresión, 2007; San Juan de la Cruz, Cántico espiritual. Primera redacción y texto retocado, ed. crítica por E. Pacho, Madrid, FUE, 1981; San Juan de la Cruz, Cántico espiritual. Segunda redacción (CB), ed. crítica por E. Pacho, Burgos, Monte Carmelo, 1998 (BMC 30). c) Biografías: JOSÉ DE JESÚS MARÍA (Quiroga), Historia de la vida y virtudes del venerable P. Fr. Juan de la Cruz, Bruselas 1628; ALONSO DE LA MADRE DE DIOS, Vida virtudes y milagros del santo padre fray Juan de la Cruz, ed. F. Antolín, Madrid 1989; JERÓNIMO DE SAN JOSÉ, Historia del venerable padre fr. Juan de la Cruz, Madrid 1641; BRUNO DE JÉSUS-MARIE, Vie de saint Jean de la Croix, París 1929; SILVERIO DE SANTA TERESA, San Juan de la Cruz, en el t. V de HCD, Burgos 1936: CRISÓGONO DE JESÚS, Vida de san Juan de la Cruz, Madrid 1946; AA. VV., Dios habla en la noche, Madrid 1990; J. M. JAVIERRE, Juan de la Cruz, un caso límite, Salamanca 1991; EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS – OTGER. STEGGINK, Tiempo y vida de san Juan de la Cruz, Madrid 1992. d) Estudios generales: AA. VV., Introducción a san Juan de la Cruz, Ávila 1987; AA. VV:, Experiencia y pensamiento, Madrid 1990; AA. VV., Poesía y teología, Burgos 1990; AA. VV., Temas sanjuanistas, Ávila 1991; AA.VV., Juan de la Cruz, espíritu de llama, Roma 1991; AA. VV. Introducción a la lectura de san Juan de la Cruz, ÁvilaSalamanca 1881; AA. VV., Místico e profeta, Roma 1991; AA. VV., Dottore místico: san Giovanni della Croce, Roma 1992; AA. VV., Hermenéutica y mística: san Juan de la Cruz, Madrid 1995; AA. VV., La recepción de los místicos: Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, Ávila-Salamanca 1997. J. BARUZI (cf. supra a) ; CRISÓGONO DE JESÚS, San Juan de la Cruz, su obra científica y su obra literaria, 2 vol. Ávila 1929; G. MOREL, Le sens de l’existence selon S. Jean de la Croix, 3 vol. Paris 1960; LUCIEN MARIE DE S. JOSEPH, L’expérience de Dieu. Actualité du message de Saint Jean de la Croix, París 1968; F. RUIZ, Introducción a san Juan de la Cruz, Madrid 1968; Id. Místico y maestro: san Juan de la Cruz, Madrid 1986; 2ª ed. 2006; J. V. RODRÍGUEZ, Profeta enamorado de Dios y maestro, Madrid 1987; E. PACHO, San Juan de la Cruz, temas fundamentales, Burgos 1989; Ib. Estudios sanjuanistas, 2 vol. Burgos 1997; E. J. MIRANDA, Tras las huellas de Juan de la Cruz, Madrid, 2007. f) Estudios históricos y literarios: D. ALONSO, La poesía de san Juan de la Cruz, Madrid 1942; M. FLORISOONE, Esthétique et Mystique d’après Sainte Thérèse d’Avila et Saint Jean de la Croix, Paris 1956; Id. Jean de la Croix. Iconographie générale selon le catalogue raisonné. Bruges 1975; E. OROZCO DÍAZ, Poesía y mística. Introducción a la lírica de san Juan de la Cruz, Madrid 1959; E. PACHO, san Juan de la Cruz y sus escritos, Madrid 1969; E. CALDERA, La poesia di Juan de la Cruz, Genova 1969; C. BOUSOÑO, Teoría de la expresión poética I, Madrid 1976, p. 361-387; M. J. MANCHO El símbolo de la noche en san Juan de la Cruz, Salamanca 1982; Id. Palabras y símbolos en san Juan de la Cruz, Madrid 1993; JOSÉ C. NIETO, Juan de la Cruz, poeta del amor profano, El Escorial 1988; G. TAVARD, Saint Jean de la Croix, poète mystique, París 1988 D. YNDURAIN, Aproximación a san Juan de la Cruz, Madrid 1990; C. CUEVAS, Estudio literario, en Introducción a la lectura de san Juan de la Cruz, Salamanca 1991; Id. 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E. Pacho

Deseos

La frecuencia con que aparecen en los escritos sanjuanistas el verbo “desear” (276) y el sustantivo deseo (154), dan una idea de su importancia. Con todo, el Santo no ofrece una definición técnica del deseo. En ocasiones junta el vocablo deseos al de  apetitos y  afectos (CB 2,1-2; 20,7; 28, 5; LlB 1,28.33).

Forman una tríada inseparable. Todos brotan de la voluntad, pero no son lo mismo. El Santo, en algunos textos, utiliza el término deseos como sinónimo de apetitos. Para distinguirlos podemos decir que el deseo tiene unas connotaciones positivas: concentración, unificación, integración, que se ponen de manifiesto en Noche, Cántico y Llama. El apetito, en torno al cual gira más la Subida, hace referencia a desorden y dispersión. Ambos –apetitos y deseos– necesitan de la purificación: unos, de su desorden; los otros, de sus ilusiones.

En el proceso de la  unión del alma con Dios los deseos tienen un papel determinante. El deseo es capital en la  búsqueda de Dios, “porque el deseo de Dios es disposición para unirse con Dios” (LlB 3,26). Se alcanza cuanto se desea, porque “cuando el alma desea a Dios con entera verdad tiene ya al que ama … cuanto mayor es el deseo, pues tanto más tiene a Dios” (LlB 3,23), por eso “ha de desear el alma con todo deseo venir a aquello que en esta vida no puede saber ni caer en su corazón y, dejando atrás todo lo que temporal y espiritualmente gusta y siente y puede gustar y sentir en esta vida, ha de desear con todo deseo venir a aquello que excede todo sentimiento y gusto” (S 2,4,6). Con todo, para SJC es fundamental verificar la objetividad y validez de los deseos que nos guían e impulsan en el proceso espiritual. La clave de tal verificación reside en el amor: “porque no todos los afectos y deseos van hasta él, sino los que salen de verdadero amor” (CB 2,2). En efecto, solamente cuando el deseo espiritual nace del amor teologal auténtico, y lo expresa fielmente, puede conducirnos hasta el encuentro personal con el Dios de Amor.

El proceso de la vida espiritual va de la dispersión de los apetitos, pasiones, afectos y deseos a la unificación de todos en una voluntad que se manifiesta en pura ansia y deseo de Dios. Por eso el Santo distingue entre “deseo” y “deseos”: “Niega tus deseos y hallarás lo que desea tu corazón” (Av 15). Hay un deseo esencial, abisal en el ser humano; una fuerza infinita que tiende y lo arrastra hacia su destino último y plenificante, pero para ello hay que acallar los “deseos”, que dispersan y desparraman a la persona, y así poder percibir ese deseo único, verdadero y sobre todo unificante para el hombre. Un deseo originario y originante que tiene su orientación y destino: Dios, y que el alma “con grande deseo desea” (CB 17,8; cf. CB 12,2; 13,3).

I. El hombre, ser de deseos

El hombre, tal como lo describe J. de la Cruz, es un ser abierto a Dios, al Infinito, por naturaleza y por gracia. Es “una hermosísima y acabada imagen de Dios” (S 1,9,1); capaz de comunicación con el Dios que “está siempre en el alma dándole y conservándole el ser” (S 2,5,4). El  hombre sanjuanista está total y radicalmente orientado hacia Dios pues en Él “tiene su vida y raíz” (CB 39,11; cf. CB 38; LlB 4, 5-6); el ser humano tiene “su vida radical y naturalmente … en Dios, según aquello de san Pablo que dice: en él nos movemos y somos; es decir: en Dios tenemos nuestra vida y nuestro movimiento y nuestro ser” (CB 3, 8). Desde esta perspectiva Dios es el objeto de los deseos del “alma enamorada del Verbo Hijo de Dios, su Esposo, deseando unirse con él por clara y esencial visión, propone sus ansias de amor” (CB 1,2). El Cántico espiritual es ardiente tensión deseante y ansia infinita de conquistar a “Aquel que yo más quiero”, de ver su esencia, que será lo único que apague sus deseos.

Para el Santo el hombre es un ser deficitario, incompleto, aún por hallar su plena realización. Eso hace que lleve inscrito en sí mismo un dinamismo de apertura, de tensión, de anhelo, que lo proyecta más allá de sí mismo, autotrascendiéndose continuamente y buscando con todo su ser la plena realización de sí mismo, el cumplimiento de su perfección.

El deseo, como dinamismo radicado en la entraña de lo humano, se inscribe en el núcleo mismo de esta apertura y tensión del hombre, y las expresa fielmente.

Pero los deseos concretos que el hombre vive no siempre son expresión auténtica y genuina de su apertura radical y de su tensión ontológica. A veces el hombre cultiva deseos que contradicen abiertamente lo que debería ser su apertura y su orientación. De ahí la necesidad permanente de discernir y purificar. La purificación de la noche oscura lleva al ser humano al encuentro de sus deseos más verdaderos y auténticos.

II. Dios, inspirador de los deseos

Según el Cántico espiritual, los deseos se encienden en el alma, con toda su ansia y ardor, cuando ésta cae “en cuenta” (CB 1,1) de lo que es Dios para ella. Es el primer encuentro con el Amado que suscita su atracción y búsqueda como sumo bien del alma al que tiende con un deseo irreprimible de poseerle y gozarle. Los deseos del alma giran en torno al Dios que la ha dejado “herida de amor” y al que ha descubierto como razón única y última de su existencia. Para el Santo, Dios está a la base de los deseos del alma, siendo Él mismo el inspirador, el que se los suscita y el que se los fomenta; la persona tiene la responsabilidad de poner de su parte el realizarlos: “Huélgome de que Dios le haya dado tan santos deseos, y mucho más me holgaré que los ponga en ejecución” (Ct a un carmelita descalzo: Segovia 14.4.1589).

Dios es el que hace entender, sentir y desear a las almas enamoradas hasta un nivel que raya con la inefabilidad: “Porque, ¿quién podrá escribir lo que a las almas amorosas donde él mora, hace entender? Y, ¿quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir? Y, ¿quién, finalmente, lo que las hace desear? Cierto, nadie lo puede” (CB pról. 1).

La pedagogía de Dios consiste en dar más para acrecentar los deseos del alma para conseguir mayores provechos: “Lo ha hecho Su Majestad para aprovecharla más; porque, cuando más quiere dar, tanto más hace desear” (Ct a Leonor de San Gabriel: 8.7.1589). El alma que pena por verle pide al Amado que le descubra su presencia, “en la cual le mostró algunos profundos visos de su divinidad y hermosura, con la que la aumentó mucho más el deseo de verle y fervor” (CB 11,1). Estas comunicaciones de “ciertos visos entreoscuros de su divina hermosura … hacen tal efecto en el alma, que la hace codiciar y desfallecer en deseo de aquello que siente encubierto allí en aquella presencia” (CB 11, 4).

III. Dimensión teologal del deseo

Aunque recurre con frecuencia en todos los escritos sanjuanistas el vocablo en cuestión, resulta algo predominante en el Cántico espiritual. Esta obra gira constantemente en torno a los deseos como el gran resorte que mueve al alma en todo el proceso de búsqueda del Amado. Los deseos en el Cántico son expresión de una necesidad, de una carencia, de una ausencia; todo se desarrolla entre el alma deseante y el Dios deseado, como tensión dialéctica entre las ansias de la ausencia y la posesión o satisfacción.

Desde la primera estrofa del CE, los deseos están en estrecha relación con la búsqueda del Amado. Después de haber sido “herida de amor”, comienza un proceso de búsqueda impulsado y orientado por el deseo de “unirse con la divinidad del Verbo” (CB 1,5). El término u objeto deseado por el alma enamorada se presenta con diversidad de nombres y matices, pero siempre en clave teologal. Las referencias más frecuentes y destacadas son las siguientes: Dios. A menudo la meta teologal del deseo humano se expresa con el término genérico de “Dios” (N 1,11,1; 2,7,7; 2,11,5; 2,20,1; CB 7,6; 12,9; 20,11; 25,5; 28,5; LlB 3,19; 3,23. 26). Cristo-Amado Esposo. El deseo de Dios se realiza en Cristo, única mediación plena del encuentro con Dios. De ahí la frecuencia con que nos habla del deseo que el alma tiene con respecto a Cristo, el Amado, el Esposo (CB 1,8.10; 11,12; 13,3; 36,3). Variación de la misma expresión es la de “padecer por el Amado” (CB 25,7; 36,12-13). Unión con Dios. El deseo teologal se concreta en un anhelo intenso de encuentro personal, de comunión plena, de unión con el Amado (CB 1,2.5; 12,2; 17,1; 20,3.11; N 2,21,2; LlB 3,26). A la misma categoría puede reducirse el deseo del “matrimonio espiritual” (CB 22,2; 4,7). Cumplimiento y perfección del amor. Si el único medio de realizar esa comunión plena que es la unión con el Amado es el amor (LB 1,13), es lógico que el deseo espiritual se exprese genuinamente como un deseo del amor más perfecto y consumado, (CB 9,6.7; 20,3; 38,2.3; N 2,9-10; 2,19,4; LlB 1,36; 3,28; Ct 13).

Los bienes espirituales auténticos. Encontramos aquí una amplia gama de términos y expresiones que expresan en su esencia lo mismo: “aquello” (S 2,4.6; CB 11,4; 38,6); “vida de Dios” (CB 8,2); “aire del Espíritu Santo” (CB 17,9); “comunicación de Dios” (CB 19,1.5); “sabiduría divina” (CB 36,13); “salud espiritual” (CB 10,1); “gracia” (CB 11,5); “paz y consuelo” (Av 79). Libertad auténtica (N 2,9,2; 22,1, i.). La muerte, como condición de paso indispensable para la consumación plena del encuentro con el Amado (CB 11,7.9.10; 36,2; LlB 1,2; 1,31; Ct. 21). En el fondo, todas las fórmulas y realidades pueden sintetizarse en ésta: deseo de la plena transformación en Cristo, como meta y fruto logrado del encuentro decisivo con él (CB 12,12; 13, 2; 36, entera; 37,1; 40,1; LlB 1,1).

IV. Deseo infinito: “profundas cavernas”

El camino hacia la unión con Dios, como proceso de armonización del caudal y  fortaleza del alma, lleva a tal reordenación de los deseos, apetitos, pasiones, aficiones y potencias, que la tensión ansiosa de Dios se vuelve totalizante e infinita, pues “hacia el cielo se ha de abrir la boca del deseo, vacía de cualquiera llenura”. El deseo se va concentrando en un único objeto, cuando se halla vacío de todo, y se vuelve deseo infinito de Dios, como anhelo de la totalidad. El comentario a la estrofa 17 del Cántico comienza hablando de lo aflictivas y penosas que son al alma las ausencias de su Amado; la razón es que “como ella está con aquella gran fuerza de deseo abisal por la unión con Dios, cualquiera entretenimiento le es gravísimo y molesto; bien así como a la piedra cuando con grande ímpetu y velocidad va llegando hacia su centro, cualquiera cosa en que topase y la entretuviese en aquel vacío le sería muy violenta” (CB 17,1). Un deseo abisal, infinito, lleva al alma con gran fuerza y velocidad hacia su centro que es Dios.

Con la imagen de las profundas  cavernas, que son memoria, entendimiento y voluntad, presenta el Santo la capacidad infinita de desear y de recibir que tiene el ser humano. Estas cavernas son capaces de grandes bienes, “pues no se llenan con menos que el infinito” (LlB 3,18). Cuando están vacías y purgadas de toda afección de criatura, el entendimiento es sed de Dios; la voluntad es hambre de Dios, de la purgación de amor que ella desea; y el vacío de la memoria es “deshacimiento y derretimiento del alma por la posesión de Dios” (LlB 3,21). Las profundas cavernas, vacías y limpias, son ansia, sed, hambre, deseo vehemente, intolerable e infinito de Dios (LlB 3,19-22).

Los grados de amor que el Santo comenta en N 2,19-20, son una tensión deseante y progresiva del alma, hasta llevarla a su meta, que es la asimilación a Dios. El amor inflama al alma y la enciende en tales deseos de Dios, que la hace “apetecer y codiciar a Dios impacientemente … y, cuando se ve frustrado su deseo, lo cual es casi a cada paso, desfallece en su codicia” (N 2,19,5).

V. Los “deseos” de Dios

No sólo el hombre es un ser de deseos, también Dios tiene sus deseos con respecto al ser humano. El único deseo de Dios coincide con lo que “el alma pretende, que es el matrimonio espiritual … Por lo cual, para venir a él, ha menester ella estar en el punto de pureza, fortaleza y amor competente”. El Espíritu Santo, que es el que interviene y hace esta junta espiritual” (CB 20,1; cf. 22,2), interviene para que el alma tenga las virtudes fuertes y la fe necesaria para tan alto estado. Para esto la esposa ha de ser rescatada de la sensualidad y el demonio. Deseo del Esposo, que es directamente proporcional al gozo de verla liberada: “Tanto era el deseo que el Esposo tenía de acabar de libertar y rescatar esta su esposa de las manos de la sensualidad y del demonio, que ya que lo ha hecho, como lo ha hecho aquí, de la manera que el buen Pastor se goza con la oveja sobre sus hombres… así este amoroso Pastor y Esposo del alma es admirable cosa de ver el placer que tiene y gozo de ver al alma ya así ganada y perfeccionada, puesta en sus hombros y asida con sus manos en esta deseada junta y unión” (CB 22,1).

Los deseos de Dios respecto al hombre no brotan, sin embargo, de su necesidad sino del amor y la gratuidad: “Todas nuestras obras y todos nuestros trabajos, aunque sea lo más que pueda ser, no son nada delante de Dios; porque en ellas no le podemos dar nada ni cumplir su deseo, el cual sólo es de engrandecer al alma. Para sí nada de esto desea, pues no lo ha menester, y así, si de algo se sirve, es de que el alma se engrandezca; y como no hay otra cosa en que más la pueda engrandecer que igualándola consigo, por eso, solamente se sirve de que le ame” (CB 28,1).

El gran deseo de Dios es engrandecer al alma, llevarla a la igualdad de amor, al “aspirar del aire” del que nace en el alma “la dulce voz de su Amado a ella” (CB 39,8), es decir, el “canto de la dulce  filomena”, que es la voz del Esposo que ella siente en su interior y también la suya como “canto de jubilación a Dios … Que por eso, él da su voz a ella, para que ella en uno le dé junto con él a Dios, porque esa es la pretensión y deseo de él, que el alma entone su voz espiritual en jubilación de Dios … Los oídos de Dios significan aquí los deseos de Dios de que el alma le dé esta voz de jubilación perfecta” (CB 39,9). No sólo desea el  Esposo esta voz del alma sino también permanecer como un dibujo grabado en su interior, “porque con eso se contenta grandemente el Amado; que, por eso, deseando él que le pusiese la Esposa en su alma como dibujo, le dijo en los Cantares: Ponme como señal sobre tu corazón, como señal sobre tu brazo” (8,6: CB 12,8).

Los grandes deseos que Dios tiene de engrandecer y regalar al alma se manifiestan en las muchas mercedes, divinas inspiraciones y toques que de él recibe. Entre estas gracias está la  llaga regalada que hace el  Espíritu Santo “sólo a fin de regalar, y como su deseo y voluntad de regalar el alma es grande, grande será la llaga, porque grandemente sea regalada” (LlB 2,7). Pero ¿cuál es el deseo de Dios con estas mercedes? Disponerla para engrandecerla más: “Y así, ha de entender el alma que el deseo de Dios en todas estas mercedes que le hace en las unciones y olores de sus ungüentos es disponerla para otros más subidos y delicados ungüentos, más hechos al temple de Dios, hasta que venga en tan delicada y pura disposición, que merezca la unión de Dios y transformación sustancial en todas sus potencias” (LlB 3,28).

En la Llama de amor viva, al hablar de los directores espirituales, que por no entender meten su “tosca mano donde Dios obra” estorbando la acción de Dios, el Santo presenta otro de los deseos de Dios que es “poderles hablar al corazón, que es lo que él siempre desea, tomando ya él la mano, siendo ya él el que en el alma reina con abundancia de paz y sosiego” (LlB 3,54).

VI. Dios, cumplidor de los deseos humanos

En dos sentidos puede entenderse este enunciado: en cuanto Dios es el que cumple, el que lleva a consumación los deseos del alma; en cuanto Dios es, en sí mismo, el cumplimiento o realización de los deseos, el objeto que satisface y colma con creces los deseos del ser humano.

Como ser de deseos que es, el hombre está ante Dios “como vaso vacío que espera su lleno” (CB 9,6). Su larga y fatigosa aventura existencial le va demostrando cómo con las criaturas “nunca se satisface” (S 1,6, 6; cf. CB 6,4), antes al contrario, crece su desventura. Por eso, podrá confesar, ya rendido ante la evidencia, “nada podrá satisfacerme” (CB 6, 3). Desde esta convicción, la apertura teologal hacia Dios aparece como el único camino posible hacia la plena realización humana, pues sólo Dios “basta a satisfacer su necesidad”, y así ya “no pretende otra satisfacción y consuelo fuera de él” (CB 10,6). El hombre no se satisface con menos que de infinito. Las potencias del alma “son profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan con menos que infinito” (LlB 3,18). Por eso los deseos del alma no se colman más que con Dios, pues fuera de Él todo le resulta estrecho (Ct. a un carmelita descalzo: Segovia, 14.4.1589). Dios en sí mismo es el único que puede satisfacer plenamente los deseos del alma y darle hartura: “Y así parece que, si el alma cuanto más desea a Dios más le posee, y la posesión de Dios da deleite y hartura al alma… tanto más de hartura y deleite había el alma de sentir aquí en este deseo cuanto mayor es el deseo” (LlB 3, 23). Hartura que causa el Espíritu Santo que es “como aguas de vida que hartan la sed del espíritu con el ímpetu que él desea” (LlB 3,8).

En la canción 34 del Cántico aparecen dos textos en los que se ve con claridad cómo en su Esposo el alma ve cumplidos sus deseos y puede cantar “la buena dicha que ha tenido en hallar a su Esposo en esta unión, y le da a entender el cumplimiento de los deseos suyos y deleite y refrigerio que en él posee” (CB 34,2). Pero no sólo el alma canta la dicha de hallar en su Esposo cumplida satisfacción de sus deseos, también lo hace el Esposo cantando “el fin de sus fatigas y el cumplimiento de los deseos de ella, diciendo que ya la tortolica, / al socio deseado, / en las riberas verdes ha hallado” (CB 34,6). Al final de su aventura espiritual, le queda el convencimiento profundo, basado en la propia experiencia, de que el corazón humano “no se satisface con menos que Dios” (CB 35,1), pues Dios es para él “la fuente que solamente le podía hartar” (S 3,19,7).

Un texto sanjuanista, referido a Dios, como cumplidor de los deseos humanos que no puede faltar; resulta curioso e interesante en su formulación. Viene a decir que Dios cumple los deseos del ser humano, pero no lo hace al modo formal que el hombre piensa o entiende, pero sí al modo “formal que él deseaba”. Dios le cumple los deseos mucho más satisfactoriamente de lo que él mismo puede esperar, pero a su modo y por formas insospechadas. Es larga la cita, pero vale la pena: “Está un alma con grandes deseos de ser mártir. Acaecerá que Dios le responda diciendo: ‘Tú serás mártir’, y le dé interiormente gran consuelo y confianza que lo ha de ser. Y, con todo acaecerá, que no muera mártir y será la promesa verdadera. Pues, ¿cómo no se cumplió así? Porque se cumplirá y podrá cumplir según lo principal y esencial de ella, que será dándole el amor y premio de mártir esencialmente; y así, le da verdaderamente al alma lo que ella formalmente deseaba y lo que él la prometió. Porque el deseo formal del alma era, no aquella manera de muerte, sino hacer a Dios aquel servicio de mártir y ejercitar el amor por él como mártir. Porque aquella manera de morir, por sí no vale nada sin este amor, el cual amor y ejercicio y premio de mártir le da por otros medios muy perfectamente; de manera que, aunque no muera como mártir, queda el alma muy satisfecha en que le dio lo que ella deseaba. Porque tales deseos, cuando nacen de vivo amor y otros semejantes, aunque no se les cumpla de aquella manera que ellos los pintan y los entienden, cúmpleseles de otra y muy mejor y más a honra de Dios que ellos sabían pedir” (S 2,19,13).

En una carta a doña Ana de Peñalosa, La Peñuela, 21.9.1591, hace también alusión a Dios como el que cumple los deseos del alma: “Heme holgado mucho que el señor don Luis sea ya sacerdote del Señor. Ello sea por muchos años, y Su Majestad le cumpla los deseos de su alma”.

Con todo, para J. de la Cruz el cumplimiento pleno de los deseos del corazón humano, en esta vida, es solamente relativo. Mientras vivamos de este lado de la realidad se puede vivir solamente “con alguna satisfacción, aunque no con hartura” (CB 1,14). Sólo en el cielo, cuando el ser humano alcance su plenitud total en Dios, alcanzará la hartura plena y el cumplimiento perfecto de todos sus deseos. Sólo allí, “todos están contentos, porque tienen satisfecha su capacidad” (S 2,5,10). Y así puede el Santo hacer suya la exclamación del Salmista: “Cuando pareciere tu gloria me hartaré” (CB 1,14; cf. LB 1, 27). Es de notar la gama de verbos que, en una sola cita, acumula el Santo para describir la acción de Dios en el corazón humano: henchir, hartar, acompañar, sanar, dar asiento y reposo cumplido (cf. CB 9,7).

Y es que, como él mismo se complace en recordar para el alma ansiosa, sólo el Amado es “tu hartura” (CB 9,7).

Conclusión

El deseo en la obra sanjuanista es clave para entender todo el proceso espiritual del alma. Los deseos son vislumbres de las posibilidades múltiples que yacen en nuestro ser. La propuesta sanjuanista es la de una orientación radical de todo el ser humano, y sus dinamismos hacia la búsqueda de Dios y el encuentro plenificante con él.

Podríamos concluir, pues, con este sugerente texto del Santo: “Pero, ¡válgame Dios!, pues que es verdad que, cuando el alma desea a Dios con entera verdad, tiene ya al que ama … y así parece que, si el alma cuanto más desea a Dios más le posee, y la posesión de Dios da deleite y hartura al alma, … tanto más de hartura y deleite había el alma de sentir aquí en este deseo, cuanto mayor es el deseo” (LlB 3,23).

La mística sanjuanista, es la del deseo aguijoneado por la esperanza que le hace capaz de infinito, “porque esperanza de cielo/ tanto alcanza cuanto espera;/ esperé solo este lance, / y en esperar no fui falto, / pues fui tan alto tan alto, / que le di a la caza alcance” (Po 10, 31-36). Arde el deseo del alma en ansias de posesión de Dios que le llevan a cantar: “¡Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados/ formases de repente/ los ojos deseados/ que tengo en mis entrañas dibujados” (CB 12). No se puede expresar mejor la infinita tensión deseante que quedará plenamente saciada cuando el alma vea la gloria de Dios, su “presencia y figura”, mientras tanto su deseo vive entre la satisfacción sin hartura y la frustración de lo deseado (CB 11,4).

BIBL. — MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN ROLLÁN, Éxtasis y purificación del deseo, Institución Gran Duque de Alba, Ávila 1991.

Miguel F. de Haro Iglesias