Lc 1, 57-66 – JMC

«A Isabel se le cumplió el tiempo y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericor­dia y la felicitaban. A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llamaban Zacarías, como a su padre. La madre intervino diciendo:  «No, se va a llamar Juan». Le replicaron: «Ninguno de tus parientes se llama así». Entonces preguntaron por señas al padre cómo quería que se lla­mase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre». Todos se que­daron extrañados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogi­dos, y corrió la noticia por toda la montaña de Judea. Y todos los que lo oían reflexionaban diciendo: «¿Qué va a ser este niño?» Porque la mano de Dios estaba con él».

  1. El nacimiento de Juan prepara el nacimiento de Jesús. Juan recibió la circuncisión, como también Jesús. Así queda claro que ambos, no sólo na­cieron en el pueblo de Israel, sino además que pertenecían a la religión de Israel. Pero los dos -cada uno en su papel- no se limitaron a ser meros «cumplidores» de aquella religión, sino que fueron audaces «innovadores».
  2. La primera innovación, en el caso de Juan, fue el nombre. No le llama­ron Zacarías, como esperaba la gente, sino Juan, que significa «Yahvé es clemente». Ya en Juan Bautista se esboza una nueva imagen de Dios. La clemencia, y no la rigidez o la condena, es lo que caracteriza al Dios que se anuncia en Juan y precede a Jesús.
  3. Juan nació en una familia en la que el padre (Zacarías) era sacerdote. Y la madre (Isabel) era de la familia de Aarón (Lc 1, 5), la principal familia sacerdotal de Israel. Es decir, Juan pertenecía al clero judío por los cuatro costados. Y sin embargo, Juan no se fue al templo, sino al desierto (Lc 1, 80). Ya con eso anunció que la salvación no viene ni del clero ni del tem­plo, sino de donde menos se imagina la gente. Con frecuencia, Dios nos habla donde menos esperamos y de la forma que menos podemos ima­ginar. Lo que importa, en la vida del creyente, es la atención a los signos de la presencia de Dios. Y, sobre todo, la apertura de corazón para estar dispuesto a escuchar a Dios en todo y en todos.

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Lc 1, 46-56 – JMC

«En aquel tiempo, María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humilla­ción de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo. Y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros padres-, en favor de Abrahán y su descendencia para siempre. María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa».

  1. Sea cual sea el origen histórico de este himno, lo que interesa es saber que el evangelio pone en boca de María el sentimiento de alabanza a Dios. Sólo ese sentimiento, aunque ella se veía como una «esclava hu­millada». Mucha gente, cuando se ve así, se desespera y hasta maldice la hora en que nació. María era una mujer en la que no había ni desespera­ción, ni amargura, ni resentimiento. ¿Por qué?
  2. Porque María no cree en el Dios terrible, amenazante y violento que aparece muchas veces en la Biblia. María sólo cree en el Dios de la mise­ricordia. Según es el Dios que da sentido a nuestra vida, así son los senti­mientos que cada cual alimenta y contagia a los demás. La gente religio­sa, que juzga, rechaza y desprecia, demuestra así que cree en un Dios que nada tiene que ver con el Evangelio.
  3. El problema preocupante, que plantea el Magníficat, está en que nuestro comportamiento en la vida no coincide con el proyecto de Dios. Dios quiere cambiar por completo las situaciones (sociales y económicas) establecidas. Pero nosotros no colaboramos con su proyecto, sino que hacemos (con demasiada frecuencia) lo contrario. Por eso los soberbios, poderosos y ricos siguen en sus tronos, mientras que los humildes y ham­brientos aumentan cada día. La Navidad es así una invitación, un reclamo, una voz que grita en el desierto, entre tanto consumismo y deseos de disfrute, para que aceptemos que el sistema de este «orden» es un profundo «desorden».

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Lc 1, 39-45 – JMC

«Unos días después, María se puso en camino y fue aprisa a la mañana, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú, que has creí­ do!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».

  1. Este episodio está situado entre dos anuncios angélicos de concepcio­nes (la de Isabel y la de María) y dos relatos de nacimientos (el de Juan y el de Jesús). Y sirve para unir a los personajes de ambos relatos, mostrando sobre todo la posición subordinada de Juan Bautista respecto a Jesús (R. E. Brown). Fue una preocupación del cristianismo naciente el destacar la superioridad de Jesús respecto a Juan. Porque se sabe que los discípulos de Juan se mantuvieron fieles a su bautismo y doctrina durante bastante tiempo (cf. Hech 19, 4). De ahí la preocupación de los seguidores de Jesús.
  2. ¿Qué se destaca aquí en Jesús? Causa la admiración y la conciencia de pequeñez en Isabel, que era de la familia de Aarón (Lc 1, 5), la más impor­tante de las familias sacerdotales. Lucas apunta ya la mayor importancia del laicado sobre el sacerdocio. Al acercarse Jesús, Juan salta de alegría en el seno materno. Lo primero que provocó la proximidad de Jesús fue una enorme alegría. Es decir, la alegría es signo indicativo de la cercanía de Jesús. Y, sobre todo, la llegada de Jesús a casa de Isabel lleva consigo la plenitud de la presencia del Espíritu Santo en aquella mujer y en aquella casa.
  3. Jesús, ya antes de nacer y en el seno materno, se pone en camino, va a toda prisa, para dar alegría y, más que nada, para transmitir Espíritu. Los signos de la presencia de Jesús en la vida son la prontitud para ponerse en camino, para transmitir felicidad, para enaltecer a las mujeres, para destacar que ya «lo sagrado» no ocupa una posición superior a «lo laico». La cercanía de Jesús anuncia ya cambios muy profundos en la tradicional forma de entender y vivir la religiosidad.

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Lc 1, 26-38 (c) – JMC

En el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una Virgen, desposada con un hombre lla­mado José, de la estirpe de David; la Virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo, bendita  tú entre las mujeres». Ella se turbó ante estas palabras  y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu  vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se lla­mará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra, por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu parienta Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebi­do un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible». María contestó: «Aquí está la esclava  del Señor, hágase en mi según tu palabra». Y la dejó el ángel».

  1. Lo que cuenta este relato fue el punto de partida del cambio más asombroso que se ha producido en la historia de las tradiciones religiosas de la humanidad. Se trata, ni más ni menos, que de la «encarnación de Dios». El Trascendente se hace visible, tangible, audible (cf. 1 Jn 1, 1) en lo inmanente. El que nadie había visto jamás (Jn 1, 18) se hace tan visible y patente como lo era Jesús para quienes convivían con él (Jn 14, 8-11). Hasta que ocurrió lo que aquí se cuenta, la gente que creía en el mono­ teísmo pensaba que Dios era invariablemente el Absolutamente-Otro,  y por tanto el «Eterno Desconocido». La «trascendencia» (Dios) y la «inma­nencia» (el ser humano) eran radicalmente distintas y estaban absoluta­ mente separadas.
  2. Así las cosas, los pueblos que creían en un solo Dios, se lo imaginaban como podían y, a veces, como les convenía. Además, lo veían como el Ab­soluto. De ahí nació el Dios nacionalista y xenófobo. Y sobre todo el Dios Absoluto, que legitima las verdades absolutas, las normas intocables y la sumisión total a la religión. Un Dios así, acrecentó la intolerancia y, con ella, la violencia inapelable.
  3. La asombrosa novedad, que vino al mundo con la encarnación de Dios en Jesús, es que Dios se humaniza, se despoja de su rango y se hace como uno de tantos (Fil 2, 7). A Dios lo conocemos, lo vemos, en un ser humano, en su entrañable sencillez y en su bondad sin límites. De forma que toda agresión a lo humano es agresión a Dios. Más aún: a partir de la encarna­ción de Dios, lo más fuerte es que Dios se identifica con la realidad de este mundo. De ahí, la impresionante propuesta de Dietrich Bonhoeffer: «Vivir en la plenitud de las tareas, problemas, éxitos y fracasos, experiencias Y perplejidades, en eso es cómo uno se arroja por completo en los brazos de Dios».

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Lc 1, 5-25 – JMC

«En tiempos de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote, llamado Zacarías, del turno de Abías, casado con una descendiente de Aarón lla­mada Isabel. Los dos eran justos ante Dios, y caminaban sin falta según los mandamientos y leyes del Señor. No tenían hijos, porque Isabel era estéril, y los dos eran de edad avanzada. Una vez que oficiaba delante de Dios con el grupo de su turno, según el ritual de los sacerdotes, le tocó a él entrar en el santuario del Señor a ofrecer el incienso. Y se le apareció el ángel del Señor, de pie a la derecha del altar del incienso. Al verlo, Zoca­ rías se sobresaltó y quedó sobrecogido de miedo. Pero el ángel le dijo: «No temas, Zacarías, porque tu ruego ha sido escuchado: tu mujer Isabel te dará un hijo y le pondrá por nombre Juan. Te llenarás de alegría y muchos se alegrarán de su nacimiento, pues será grande a los ojos del Señor: no beberá vino ni licor; se llenará del Espíritu Santo ya en el vien­tre materno, y convertirá muchos israelitas al Señor, su Dios. Irá delante del Señor, con el espíritu y el poder de Elías, para convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los desobedientes a la sensatez de los justos, preparando para el Señor un pueblo bien dispuesto». Zacarías replicó al ángel: «¿Cómo estaré seguro de eso? Porque yo soy viejo y mi mujer es de edad avanzada». El ángel le contestó: «Yo soy Gabriel, que sirvo en presencia de Dios; he sido enviado a hablarte para darte esta buena noticia. Pero mira, guardarás silencio, sin poder hablar, hasta el  día en que esto suceda, porque no has creído mis palabras, que se cum­plirán en su momento».

«El pueblo estaba esperando a Zacarías sorprendido de que tardase tanto en el santuario. Al salir no podía hablarles, y ellos comprendieron que había tenido una visión en el santuario. Él les hablaba por señas, porque seguía mudo. Al cumplirse los días de su servicio en el templo volvió a su casa. Días después concibió Isabel, su mujer, y estuvo sin salir cinco meses, diciendo: «Así me ha tratado el Señor cuando se ha digna­ do quitar mi afrenta ante los hombres».

  1. En los evangelios de la infancia de Jesús, se cuentan dos apariciones de ángeles, que anuncian dos nacimientos prodigiosos. La aparición a Zacarías, para el nacimiento de Juan. Y la aparición a María, para el nacimiento de Jesús. Zacarías era sacerdote y aquella aparición ocurrió en lugar sa­grado, el templo. María era laica y la aparición, que ella tuvo, ocurrió en lugar profano, un pueblo de Galilea.
  2. La respuesta a ambas apariciones fue opuesta: Zacarías se resistió y no creyó, mientras que María aceptó y creyó. El sacerdote, el hombre sagra­do, en el lugar sagrado y en el tiempo sagrado de la oración, no tuvo fe. La mujer del pueblo, en el lugar profano, tuvo fe. Eso es lo que Isabel elogió de su parienta María, la madre de Jesús ( Lc 1, 45).
  3. La consecuencia fue también opuesta: el sacerdote  se quedó  mudo (Lc 1, 20). La mujer del pueblo habló (Lc 1, 46). La venida de Jesús em­pieza a ser desconcertante y trastorna las situaciones establecidas: «lo sagrado» se queda sin palabra y no tiene  nada que decir; mientras que «lo profano» toma la palabra y dice lo más elocuente. Se trata del «Magní­ficat», en el que María explica también el trastorno asombroso que causa la venida de Jesús: los poderosos caen de sus tronos, al tiempo que los humildes son encumbrados (Lc 1, 52). La institución santa enmudece. La mujer humilde y desconocida dice maravillas. Las religiones, hasta en­tonces, habían marginado a las mujeres. A partir de la venida de Jesús,  la mujer empieza a tener una presencia que antes no había tenido en la mayoría de las culturas.

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Lc 1, 26-38 (b) JMC

«En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre lla­mado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando a su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracias, el Señor está contigo, bendita entre las mujeres». Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llama­rá Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, rei­nará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra, por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu parienta Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebi­do un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible». María contestó: «He aquí la esclava del Señor, hágase en según tu palabra». Y la dejó el ángel».

  1. El sitio: lo que aquí se cuenta, tan trascendental para la humanidad, sucede en Galilea, la región de los que en Israel se tenían por ignorantes, impuros, con los que no había que relacionarse (M. Pérez Fernández). Era famoso el dicho de Yojanán ben Zakkai: «Galilea, Galilea, tú odias la Toráh». En un pueblo perdido, de un sitio así, acontece el hecho estremece­dor, al que se refiere san Pablo, cuando afirma que Dios se despojó de su rango, se vació de sí mismo, y asumió la forma y presencia de un esclavo (Fil 2, 6-7). Dios ya no es como se lo representaron tantas generaciones durante siglos y siglos. Dios se pone en el último lugar. Para empezar, con su propia ejemplo, a decirnos que es verdad eso de que los primeros tienen que irse al último ligar. Se acabaron todos los motivos de orgullos, titulaciones, homenajes y privilegios.
  2. La persona: central en el relato es María, una mujer desconocida y hu­milde, de la que se dice que era «virgen», una palabra que, en el judaísmo de aquel tiempo, designaba a una muchacha, desde su pubertad hasta su primer alumbramiento. El relato de Lucas quiere destacar que el hecho prodigioso, que sucedió en María, es mucho más importante que el de su parienta Isabel. El texto no habla de la virginidad biológica de María, sino de su fidelidad total a Dios.
  3. El mensaje: de María va a nacer el Mesías que esperaba Israel. Y mu­ cho más de lo que esperaba. Este texto se escribió cuando ya se tenía conciencia de lo que dice san Pablo en Rom 1, 3-4: el hijo de David fue constituido, «por su resurrección», Señor e Hijo de Dios. Aunque Lucas no conociera este texto de Pablo, lo que dice el texto era ya conocido en la Iglesia. Y por eso se le aplica aquí ya al niño que María llevó en sus entra­ñas durante nueve meses.

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Jn 5, 33-36 – JMC

«En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Vosotros enviasteis mensaje­ros a Juan, y él ha dado testimonio a la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que vosotros os salvéis. Juan era la lámpara que ardía y brillaba y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan este testimonio de mí: que el Padre me ha enviado».

  1. En este pasaje del evangelio de Juan, la Iglesia primitiva dejó patente, una vez más, la superioridad de Jesús sobre Juan. Pero esta superioridad no se demuestra, ni se pretende argumentar, a partir de títulos, dignidades, car­gos o distinciones. A nada de eso se refiere Jesús. Ni siquiera se fundamenta en el testimonio de un hombre tan extraordinario y tan autorizado como era Juan Bautista. Con esto, Jesús deja claro que lo determinante para él no son ni los títulos, ni los cargos, ni las dignidades, ni los testimonios de hombres, por más eminentes que sean. Jesús destroza así nuestros criterios relativos a la categoría y valor de una persona.
  2. Los testigos en favor de Jesús son sus «obras» (erga). La palabra ergon sig­nifica, tanto en el N.T. como en el griego profano, la «actividad», la «tarea», los «hechos» que realiza y lleva a cabo una persona (R. Heiligenthal). Lo cual quiere decir que, en la mentalidad de Jesús, la autenticidad de una persona, su calidad, su valor, su categoría, se mide por un solo criterio: los hechos que realiza, su actuación, sus tareas en la vida. Jesús lo afirmó con toda claridad. Con fórmulas distintas vino a decir esto: «si no creéis en mí, creed en mis obras» (Jn 5, 20. 36; 9, 3 ss; 10, 25. 32. 37 s; 14, 10-17). Jesús había sido un pobre artesano de una humilde aldea de Galilea. No había hecho estudios, no tenía títulos, carecía de carrera, de cargos y de dignidades. ¿Qué podía exhibir? ¿De qué argumentos podía echar mano?
  3. El argumento de Jesús es muy claro: el argumento en favor mío no es lo que sé, ni lo que digo, ni los papeles que puedo enseñar. Nada de eso vale de verdad. Lo único que vale en la vida es lo que uno hace. Hay gente que se pasa la vida ocultando «lo que hacen» y enseñando «lo que saben». Por eso tenemos en la cabeza tantas verdades y en el corazón tan pocas conviccio­nes. Y sin embargo, lo que cambia el mundo y transforma la vida, no son las verdades, sino las convicciones. Y las convicciones se demuestran por una sola cosa: lo que uno hace. Cada cual hace aquello de lo que está convenci­do. Y si no lo hace, es que no está convencido de que tiene que hacerlo.

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Lc 7, 24-30 – JMC

Cuando se marcharon los mensajeros de Juan, Jesús se puso a hablar a la gente acerca de Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto?, ¿una caña sacudida por el viento? ¿O qué salisteis a ver?, ¿un hombre vestido con lujo? Los que se visten fastuosamente y viven entre placeres están en los palacios. Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Él es de quien está escrito: «Yo envío mi mensa­jero delante de ti para que prepare el camino ante ti». Os digo que entre los nacidos de mujer nadie es más grande que Juan. Aunque el más pequeño en el Reino de Dios es más grande que él». Al oírlo toda la gen­ te, incluso los publicanos, que habían recibido el bautismo de Juan, ben­dijeron a Dios. Pero los fariseos y los letrados, que no habían aceptado su bautismo, frustraron el designio de Dios para con ellos.

  1. La primera pregunta, que hace Jesús a la gente, no pretende que sus oyentes tomen conciencia de «quién» era Juan Bautista, sino de que cai­gan en la cuenta de «qué relación» mantenían con aquella figura ejem­plar, aquel hombre extraordinario que fue Juan. En definitiva, lo que Je­sús le pregunta a aquella gente es lo que realmente representaba para ellos el Bautista. Por tanto, mediante estas preguntas, lo que pretende Jesús es que sus oyentes piensen en serio si estaban preparados para en­ tender y aceptar el mensaje que el mismo Jesús les estaba presentando. No olvidemos que la misión de Juan fue preparar el camino del Señor, ser el precursor de Jesús. Los que habían rechazado a Juan, con más razón rechazarían a Jesús. Este es el problema que Jesús le plantea al público que tenía delante en aquel momento.
  2. Juan no fue «una caña agitada por el viento». Es decir, Juan no fue un hombre débil, vacilante, inestable. Tal era el sentido que se le daba a la metáfora de la caña agitada en la literatura de entonces (F. Bovon). Tam­poco fue un individuo que vivió con lujo y entre comodidades. A eso, sin duda, se refieren las indicaciones relativas a la forma de vestir y a la vi­vienda. Llevar vestimentas refinadas y vivir en un palacio son signos que descubren un tipo de persona que no vive  en condiciones  de entender  lo que enseñaba Juan Bautista. Y mucho menos, lo que enseñó Jesús. La forma de vivir condiciona la forma de pensar. El «desde dónde» se vive determina el «cómo se ve» la vida. Quien vive con comodidad y con se­guridad no está en condiciones de darse cuenta de lo que pienso cómo piensa la gente que pasa la vida entre problemas, inseguridades y dificul­tades. Todo esto es capital para poder estar en condiciones de entender el Evangelio.
  3. Juan fue un profeta eminente. El más grande de los profetas. Pero el más grande entre los profetas que vivieron antes de la venida del Reinado de Dios que anunció Jesús y que se hizo presente en este mundo con el Evangelio. Por eso Jesús afirma que los hijos del Reino son más grandes que Juan. No porque sean más religiosos, más santos o más eminentes que Juan Bautista. El Reino de Dios no consiste en santidades, religiosi­dades o eminencias. El Reino de Dios es la fuerza que nos humaniza, es decir, que nos hace más humanos y más sensibles a todo lo humano. En este sentido, los «hijos del Reino» son más que Juan el Bautista. Y por esto se comprende que hasta los publicanos aceptaron el camino que llevaba al Reino, mientras que los fariseos y los letrados no lo aceptaron. ¿Por qué? Porque, como sabemos por experiencia, la «religiosidad» se suele anteponer a la «humanidad». Y el que se deshumaniza, aunque lo haga por ser muy religioso, ése se incapacita para entender el Evangelio.

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Lc 7, 19-23 – JMC

En aquel tiempo, Juan envió a dos de sus discípulos a preguntar al Señor: «¿Eres el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?» Los hombres se presentaron a Jesús y le dijeron: «Juan el Bautista nos ha mandado preguntarte: «¿Eres el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»

Y en aquella ocasión Jesús curó a muchos de enfermedades, achaques y malos espíritus, y a muchos ciegos les otorgó la vista. Después contestó a los enviados: «Id a anunciar a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Noti­cia. Y dichoso el que no se escandalice de mí».

  1. Hay quienes piensan que esta pregunta de Juan a Jesús indica, como es lógico, duda a inseguridad. Y  seguramente  se refiere a  las dudas que tenía la comunidad de los seguidores de Juan Bautista, que seguían reuniéndose cuando se redactó el evangelio de Lucas (F. Bovon). Estos discípulos de Juan pensaban, sin duda, lo que él mismo Juan les había trasmitido: la duda sobre si Jesús era o no era «el que tenía que venir», o sea el Mesías (A. Strobel, F. Hahn), el que podría traer la salvación y la solución a este mundo. No dudaban de que Jesús era bueno, era ejemplar. Pero, ¿es la solución? Lo mismo les pasa hoy a muchos cristianos. Por tanto, la pregunta que tenemos que afrontar es la si­guiente: ¿estamos seguros de que la solución está en hacer lo que hizo Jesús?
  2. Jesús curaba enfermos, aliviaba sufrimientos, contagiaba felicidad y bienestar. ¿Está en eso la solución que necesita este mundo? ¿Y la religio­sidad? ¿Y la fe? ¿Y la espiritualidad? La gran preocupación de Juan Bautis­ta fue el problema del «pecado» y la conversión de los «pecadores» (Mt 3, 1-10). La gran preocupación de Jesús fue el sufrimiento de los enfermos, los pobres, los maltratados por la vida …Es verdad que Jesús respondió a la duda de Juan citando pasajes proféticos (Is 29, 18; 35, 5 s; 42, 18; 26, 19…). Pero eso indica que Jesús vio que este mundo se arregla, no con las amena­ zas condenatorias de Juan, sino con la bondad humanitaria de los profetas.
  3. Existe el moralismo de los predicadores justicieros. Y existe el humanis­mo de quienes contagian salud, felicidad, bienestar. Este último fue, sin duda alguna, el camino de Jesús. Y es evidente que el camino de Jesús sólo puede ser seguido por personas profundamente buenas y profundamente espirituales. Porque amenazar es más fácil que sanar y dar felicidad.

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Jn 1, 6-8. 19-28 – JMC

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinie­ran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. Y este fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?». Él contestó sin reservas: «Yo no soy el Mesías». Le preguntaron: «Entonces, ¿qué? ¿Eres Elías?». Él dijo: «No lo soy». «¿Eres tú el Profeta?». Respondió: «No». Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?». Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: «Allanad el camino del Señor» (como dijo el profeta Isaías). Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni el Profeta?». Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de des­ atar la correa de la sandalia». Esto pasaba en Betania, en la otra orilla  del Jordán, donde estaba Juan bautizando».

  1. Aquí queda claro que la enseñanza y el testimonio de Juan no coin­cidía con lo que enseñaban y querían los dirigentes religiosos. Téngase en cuenta que, en el evangelio de Juan, la expresión «los judíos» designa {menos en 4, 9. 22 y 18, 33. 35. 39; cf. 19, 3. 19. 21) a los hombres que se identificaban totalmente con la religión, sobre todo a sus dirigentes religiosos (2, 18; 5, 10. 16. 18; 9, 22; 11, 47; 19, 7. 12) especialmente a las autoridades supremas del Templo (8, 31; 11, 19; 12, 11). Por eso Juan despierta la alarma en «los judíos». Y mandan sacerdotes, levitas y fariseos a interrogar al Bautista. Querían saber quién era aquel extraño predicador que anunciaba una nueva luz, en la otra orilla del Jordán, fuera de la ciu­dad santa, el territorio de la religión oficial, que no tolera que se anuncie una luz al margen de la institución.
  2. Lo que les interesaba a los dirigentes religiosos es qué título o qué cargo tenía Juan para predicar y bautizar. Los títulos y los cargos denotan poder. El poder es lo que obsesiona a los sacerdotes. Pero Juan no aceptó ni títulos ni cargos. Juan era un «don nadie». Su autoridad era su vida, su ejemplo, su libertad de todo y en todo. Es sólo una voz que grita en de­sierto. No se trata de humildad. La clave está en que sólo desde el despojo de toda pretensión puede uno ser testigo autorizado de la Luz, que es el Señor.
  3. Juan fue una voz, escuchada y acogida por unos, «los publicanos y las prostitutas» {Mt 21, 32), y rechazada por otros, los «sacerdotes y senado­ res» (Mt 21, 32. Cf. Mt 21, 23). Los «nadies» escuchan y acogen la voz del Señor. Los «titulados» la rechazan. El Evangelio trastorna nuestras seguri­dades. Jesús fue tan audaz que llegó a decirles, a los supremos dirigentes religiosos, que los publicanos a y las prostitutas entran antes que ellos en el Reino de Dios.

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