Principiantes

El desarrollo en la vida espiritual, comparado con el de la vida corporal, ha permitido distinguir fases, momentos, situaciones y etapas de crecimiento en sentido parecido a la niñez, adolescencia, juventud, madurez, etc. La equiparación más clásica y tradicional ha sido la de principiantes,  aprovechados y perfectos o sus equivalentes:  vía purificativa, iluminativa y unitiva.

J. de la Cruz asumió la división tripartita como instrumento pedagógico, pero sin sentirse esclavo del mismo. Existen para él otros referentes más claros y mejor caracterizantes del progreso espiritual, como las formas oracionales y las fases catárticas o “noches”.

La importancia relativa que tienen para él las reparticiones tradicionales queda patente al comprobar que nunca las adopta como esquema básico para exponer su doctrina. Las acomoda a ésta, de tanto en tanto, para que se comprenda mejor por quienes están habituados a usar el barómetro de los tres estados o vías. Da por buena la equivalencia de los dos términos, estados y vías (CB, argumento). Lo que tradicionalmente presentan los autores como estado de perfectos, lo designa él como estado de  unión-perfección o de  matrimonio espiritual.

Pone su empeño en conducir a las almas lo más rápidamente posible a esa meta, a la que todas están llamadas. Ello le obliga a señalar un camino seguro y a recordar las etapas del mismo. Una de las mejor descritas por él es la que corresponde a la niñez espiritual, la que suele llamarse “estado de principiantes”.

En la pluma sanjuanista “principiantes” no son cristianos del montón, creyentes sin preocupación alguna por su elevación espiritual. Son profesionales de la vida espiritual con vocación y compromiso suficientemente clarificados. Los “principiantes” sanjuanistas alcanzan niveles que actualmente se consideran casi ideales. Por ello parece excesiva la dureza con que, a primera vista, los trata el Santo. No es porque los desprecie o los margine; al contrario, le merecen estima y compasión. Lamenta profundamente que hayan trabajado con denuedo y mantengan intactas ilusiones de alcanzar la perfección, pero, a la vez, se pierdan en niñerías y no ataquen de raíz sus defectos.

Su gran preocupación es precisamente desenmascarar engaños y hacer ver a los principiantes que en el camino espiritual no valen las apariencias, como ellos creen, sino la virtud sólida. Mantener las posturas y situaciones propias de principiantes significa, según él, renunciar a la santidad. Lo que el Santo pretende es ofrecer estímulos y razones para que los principiantes no queden estancados definitivamente.

No se propuso nunca un estudio sistemático y específico de ese estado espiritual, pero abundó en consideraciones sobre él y lo caracterizó con rasgos penetrantes y certeros. Sus descripciones quieren dejar patente la urgencia que tiene todo espiritual de superar la vida de sentido, si quiere ir adelante hasta la meta de la santidad. La vida del sentido es la típica de los principiantes

I. Caracterización de los principiantes

J. de la Cruz suele dibujar el primer estadio de la vida espiritual en visión retrospectiva desde el punto más alto o avanzado. Se ve, así como en contraste, a base de comparación o confrontación de situaciones. Puntos fundamentales de confrontación son precisamente los extremos del itinerario: el estado de principiantes y el de los perfectos. Al margen de esta comparación están las páginas dedicadas directamente a los defectos de los principiantes en S y N, como se verá más adelante.

Para abarcar el mundo espiritual en que coloca J. de la Cruz a los principiantes hay que tener en cuenta que ese estado espiritual se corresponde en su pluma con otras categorías. Las principales son las siguientes: vía purgativa, vía del discurso y la meditación, ejercicio de mortificación y virtudes, vida de sentido, etc. Al caracterizar este período espiritual señala los rasgos más salientes a nivel psicológico, moral y experiencial, tanto en el plano negativo de defectos, como en el positivo de logros y conquistas.

1. EL ARRANQUE: COMPUNCIÓN DEL CORAZÓN Y CONVERSIÓN. El principiante a quien J. de la Cruz toma de la mano, no es el ignorante o el despreocupado de su vida espiritual. Ha dado ya pasos muy importantes; el de mayor alcance es el de la compunción y conversión a Dios, una vez tomada conciencia de los beneficios de él recibidos y de la propia miseria (CB 1,1). El reconocimiento de las misericordias de Dios (CB 33,2) y de la deuda con él contraída (CB 1,1) provoca la compunción del corazón (CB 33,1) e impulsa la conversión con propósito y decisión de darse a Dios (CB 1,1).

Es entonces cuando comienza de veras la vida espiritual y la diferencia de “los hombres comunes” que no trabajan por “ir a Dios” (S 3,28,8). En sintonía con  S. Teresa y su “determinada determinación”, J. de la Cruz coloca el comienzo auténtico del itinerario espiritual “después que el alma determinadamente se convierte a servir a Dios” (N 1,1,2). Ahí comienza para él la etapa de los principiantes. Su duración y término están fijados en estas señales: cuando Dios los va sacando de la meditación y “comienzan a entrar en la noche oscura” (N 1,1,1). Es el recorrido que va de la meditación a la contemplación, del dominio del sentido al del espíritu.

2. RASGOS POSITIVOS. El principiante no es persona despreocupada de su vida religiosa y espiritual, ya que abriga serios deseos de virtud y pone empeño en practicarla. Pospone incluso intereses puramente humanos al ideal superior que le ofrece la fe. Su afán sincero de perfección se expresa en actos concretos y en posturas inconfundibles.

J. de la Cruz, siguiendo categorías culturales de su tiempo, señala los siguientes rasgos de los principiantes: evitar pasatiempos, placeres, ocupaciones peligrosas o contrarias al compromiso cristiano; asumir responsablemente las obligaciones del propio estado y las exigencias del mismo; practicar las obras de piedad y caridad, procurando por todos los medios mantener el fervor; fomentar el servicio divino a través de las prácticas religiosas, como el culto, los sacramentos, la lectura espiritual, las devociones y la liturgia (S 3,37-45). Traducido todo esto al lenguaje moderno podría decirse que los principiantes sanjuanistas tratan de encauzar su compromiso humano en una visión religiosa de la vida, cultivando la dimensión espiritual de manera concreta y con empeño.

Un conocido texto sanjuanista compendia esta visión positiva de los principiantes: “Su deleite es pasarse grandes ratos en oración, y por ventura las noches enteras; sus gustos son las penitencias, sus contentos los ayunos; y sus consuelos usar de los sacramentos y comunicar en las cosas divinas, de las cuales cosas, aunque con grande eficacia y porfía, asisten a ellas y las usan y tratan con grande cuidado los espirituales, hablando espiritualmente, comúnmente se han muy flaca e imperfectamente en ellas” (N 1,1,3).

Dentro de la tónica general, existen diferencias. No todos “se han flaca e imperfectamente” en las cosas espirituales. Los hay que proceden con mayor “perfección”, gracias, ante todo, a la sinceridad que los contradistingue: “Se aprovechan y edifican mucho con la humildad, no sólo teniendo a sus propias cosas en nada, más con muy poca satisfacción de sí. A todos los demás tienen por muy mejores, y les suelen tener en santa envidia, con ganas de servir a Dios como ellos … Tanto más conocen lo mucho que Dios merece y lo poco que es todo cuanto hacen por él; y así, cuanto más hacen, tanto menos se satisfacen … teniéndose en poco, tienen gana también que los demás los tengan en poco y que los deshagan y desestimen sus cosas” (N 1,2,6).

Van más allá: “Tienen gran deseo que les enseñe cualquiera que les pueda aprovechar; están muy lejos de querer ser maestros de nadie; están muy prontos de caminar y echar por otro camino del que llevan, si se lo mandaren, porque nunca piensan que aciertan en nada; de que alaben a los demás se gozan, sólo tienen pena de que no sirven a Dios como ellos” (ib. n. 7). Hasta “darán estos la sangre de su corazón a quien sirve a Dios, y ayudarán cuanto está en sí a que le sirvan” (ib. 8).

Es el nivel máximo en estado de principiantes. Son pocas las personas que “al principio caminan con esta manera de perfección”; son “las menos”. Lo corriente es que los principiantes obren, “como flacos, flacamente”, incluso en las cosas espirituales. Su vida está llena de contrastes: por un lado, empeño serio en lo espiritual; por otro, abuso de niñerías en lugar de actitudes maduras.

3. RASGOS NEGATIVOS. Aplicando el viejo proverbio de que el obrar sigue al ser, J. de la Cruz asegura que “cada uno obra conforme al hábito de perfección que tiene” (N 1,1,3). El hombre dominado por el sentido se deja arrastrar por gustos y afectos inmediatos, incluso en la práctica de las cosas espirituales, sin excluir la penitencia (N 1,6,2). Dejando a un lado defectos particulares, como los referidos a los vicios capitales (N 1,2-7), la precariedad espiritual de los principiantes se manifiesta en actitudes y situaciones generales, como las siguientes.

a) Dominio del gusto y “jugo sensible”. Es lo que caracteriza el período que precede a la purificación radical del sentido. Hasta que la noche pasiva no realiza su labor, la vida espiritual está dominada por el sabor y jugo que se experimenta en las cosas, incluidas las espirituales. Los principiantes “son movidos a estas cosas y ejercicios espirituales por el consuelo y gusto que allí hallan” (N 1,1,3). “Ordinariamente les da la fuerza para obrar el sabor sensitivo y por él se mueven” (CB 25,10). De hecho, “el estilo que llevan los principiantes en el camino de Dios es bajo y frisa mucho en su propio amor y gusto” (N 1,8,3). Hasta en la penitencia corporal, de por sí necesaria en la vida espiritual (S 2,20,2; 3,25,8), algunos principiantes proceden indiscretamente guiados por la apariencia y el gusto (N 1,1,3), no sujetándose a la obediencia, en lo que demuestran que son imperfectísimos, gente sin razón. Practican penitencia de bestias, mientras la de obediencia es “penitencia de la razón y discreción” (N 1,6,1-2).

b) Infantilismo espiritual. Es diagnóstico típicamente sanjuanista, ya que los principiantes, por lo general, proceden flaca e imperfectamente, “como flacos niños”. La figura del niño criado a los pechos de la madre es símil favorito del Santo para describir gráficamente la vida del principiante. A medida que el niño va creciendo, la madre le va quitando el regalo, poniendo el “amargo acíbar en el dulce pecho y, abajándole de los brazos le hace caminar por su pie” (N 1,1,2). Es lo que hace Dios con los principiantes: “Por cuanto aún no tienen destetado y desarrimado el paladar de las cosas del siglo”, Dios los lleva “como al niño, que desembarazándole la mano de una cosa, se la ocupan con otra, porque no llore, dejándole las manos vacías” (S 3,31,1).

c) Volubilidad e inconstancia. Es consecuencia natural de la curiosidad e insaciabilidad del sentido, siempre ansioso de novedad. Frente a la firmeza de la motivación teologal, los principiantes se dejan llevar por el fervor sensible, más aparente que real. Los trazos apuntados por el Santo son de gran realismo: “Estos son los que nunca perseveran en un lugar, ni a veces en un estado, sino que ahora los veréis en un lugar, ahora en otro; ahora tomar una ermita, ahora otra; ahora componer un oratorio, ahora otro … Y de estos son también aquellos que se les acaba la vida en mudanzas de estados y modos de vivir … y como se movieron por aquel gusto sensible, de aquí es que presto buscan otra cosa, porque el gusto sensible es inconstante, porque falta muy de presto” (S 3,41,2).

Los efectos negativos son manifiestos, como “el no acomodarse a orar en todos los lugares, sino en los que son a su gusto; y así, muchas veces falta –el principiante– a la  oración, pues, como dicen, no está hecho más que al libro de su aldea” (ib. n. 1).

d) Egoísmo sutil. Es lo que sintetiza, en el fondo, todas las demás imperfecciones y deficiencias del principiante, cuyo estilo peculiar de obrar “frisa mucho en amor propio” (N 1,8,3). El refinamiento del egoísmo lleva a convertir a veces la voluntad de Dios en el propio querer. Las pinceladas de J. de la Cruz a este propósito son magistrales. “Y muchas veces de éstos querrían que quisiese Dios lo que ellos quieren, y se entristecen de querer lo que quiere Dios, con repugnancia de acomodar su voluntad a la de Dios … midiendo a Dios consigo, y no a sí mismo con Dios, siendo muy al contrario de lo que él mismo enseñó en el Evangelio” (N 1,7,3).

El amor propio juega tan malas partidas que llega a confundir el bien con el mal y a invertir los términos: “Se engañan teniendo por mejores las cosas y obras de que ellos gustan que aquellas de que no gustan, y alaban y estiman las unas y desestiman las otras … Lo que de sus obras es malo, dicen ellos que es bueno. Lo cual les nace de poner ellos el gusto en sus obras, y no en sólo dar gusto a Dios” (S 3,28,8). Tal deformación alcanza hasta las cosas espirituales que contradicen al gusto sensible, “en no hallando sabor en ellas las fastidian … Si una vez no hallaron en la oración la satisfacción que pedía su gusto … no querrían volver a ella, o a veces la dejan, o van de mala gana” (N 1,2,7).

El amor propio, el gusto sensible y los vicios capitales explican las imperfecciones típicas de los principiantes, que siempre tienen “algún ganadillo de apetitos y gustillos y otras imperfecciones … procurando apacentarlos en seguirlos y cumplirlos” (CB 26,18). Hasta que la noche purificadora no cumple su misión, se percibe “cuán faltos van estos principiantes en las virtudes acerca de lo que con el dicho gusto con facilidad obran”; queda patente “cuán de niños es el obrar que éstos obran” (N 1,1,3).

II. Peculiaridades del estado

La actividad espiritual en la fase de principiantes está dominada por el sentido, en cuanto éste se contrapone al espíritu, tanto en el plano del conocimiento como del afecto J. de la Cruz arranca de una correspondencia sustancial entre vida del sentido-meditación y vida del espíritu-contemplación (S 2,13,5; N 1,8,3; 1,10,1, etc.). En esta óptica, la contraposición se expresa también como “vida exterior-interior”, o “inferior-superior”.

El predominio de una de las partes no se refiere, naturalmente, al plano humano y psicológico, ya que actúan siempre conjuntamente. Atañe a la dimensión espiritual, en cuanto los impulsos y las motivaciones en el obrar proceden de lo que afecta inmediatamente al sentido o del espíritu. Si el hombre se deja dominar por el primero, se vuelve “sensual”; si se ajusta al segundo, se convierte en “espiritual”.

a) Meditación discursiva. Desde esta perspectiva, el hombre, en su comunicación personal con Dios, se sirve de la meditación discursiva o de la contemplación intuitiva. El Santo distingue la vida o estado de meditación y el estado de contemplación; con otra expresión: “los que meditan” y los “contemplativos”. Señala también grados o niveles en el estado contemplativo, mientras los desconoce en el ámbito de la meditación.

Para J. de la Cruz es casi un axioma que el primer estadio de la vida espiritual comprometida se caracteriza por el ejercicio de la meditación: “Es de saber que el estado y ejercicio de principiantes es de meditar y hacer actos y ejercicios discursivos con la imaginación. En este estado es necesario al alma que se le dé materia para que medite y discurra, y le conviene que de suyo haga actos interiores y se aproveche del sabor y jugo sensitivo en las cosas espirituales” (LlB 3,32).

El advenimiento de la  “advertencia amorosa” o contemplación corresponde precisamente al paso a un estado superior, el de los  aprovechados: “En esta noche oscura –de contemplación– comienzan a entrar las almas cuando Dios las va sacando de estado de principiantes, que es de los que meditan en el camino espiritual, y las comienza a poner en el de los aprovechantes, que es ya el de los contemplativos, para que pasando de aquí, lleguen al estado de los perfectos” (N 1,1,1). Las expresiones dejan bastante claro que el paso de un estado a otro no es repentino, sino progresivo y casi imperceptible. Por este motivo, J. de la Cruz juzgó conveniente establecer criterios de discernimiento al tratar del tránsito de la meditación a la contemplación (S 2,12-15) y de principiantes a aprovechados (N 1,9). Son fundamentalmente los mismos, lo que confirma su identificación entre ejercicio de meditación y principiantes.

b) Mortificación y ejercicio de virtudes. En J. de la Cruz, lo mismo que en otros maestros de su tiempo, meditación y mortificación son los dos pilares sobre los que se asienta la vida espiritual en sus primeras etapas. Son como dos caras de la misma realidad; una implica y exige la otra. Por eso, el principiante es el que se ejercita “en los trabajos de la mortificación y en la meditación de las cosas espirituales” (CB 22,3). Es la llamada vía ascética, un camino de buscar a Dios “obrando el bien y mortificando en sí el mal” (CB 3,4).

La  mortificación tiene doble vertiente: la lucha contra los  apetitos o afectos desordenados y la práctica de las  virtudes. Ambas cosas exigen esfuerzo, por tanto, mortificación. El servir a Dios consiste precisamente en ir “ejercitándose en las virtudes y mortificaciones, en la vida activa y contemplativa” (CB 3,1). Insiste el Santo en que no se pueden adquirir las virtudes sino a través de “las mortificaciones, penitencias y ejercicios espirituales” (CB 3,4). Para buscar a Dios de día y hallarle no hay otro camino que “el ejercicio y obras de las virtudes” (ib. 3).

c) Abnegación y humildad. No abunda J. de la Cruz en recetarios penitenciales, como tantos maestros que se dan prisa en “mortificar luego a sus discípulos de cualquier apetito” (S 1,12,6). Más que la variedad y multiplicidad de las penitencias exteriores le interesa la disposición interior y la motivación teologal. Lo fundamental para él es la “mortificación viva” (N 2,24,4), que está siempre animada por la humildad y la caridad (S 2,29,5.9).

Cualquier mortificación exterior tiene que ir precedida y alimentada por la abnegación interior, que equivale a la desnudez espiritual. En caso contrario, no existe verdadera  negación de sí mismo, sino “golosina de espíritu” (S 2,7,5; 3,23,4). La verdadera mortificación ha de ordenarse al dominio de las  pasiones y a construir profunda armonía entre los sentidos y el espíritu (S 3,16-27; N 1,13.15). Lo fundamental es mortificar las inclinaciones radicales de las que proceden los apetitos desordenados: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida (S 1,13,8).

La supremacía de la abnegación interior sobre la penitencia exterior está insistentemente reiterada por J. de la Cruz con especial vigor: “Y así querría yo persuadir a los espirituales cómo este camino de Dios no consiste en multiplicidad de consideraciones, ni modos, ni maneras, ni gustos…, sino en una cosa sola necesaria, que es saberse negar de veras, según lo exterior e interior, dándose al padecer por Cristo y aniquilarse en todo, porque, ejercitándose en esto, todo esotro y más que ello se obra y se halla en ello” (S 2,7,8).

Reconoce que las consideraciones, modos y maneras apuntadas, “en su manera, son necesarias a los principiantes” (ib.), pero lamenta que se considere fundamental lo que es muy secundario: “Es harto de llorar la ignorancia de algunos que se cargan de extraordinarias penitencias y de otros muchos voluntarios ejercicios, y piensan que les bastará eso y esotro … si con diligencia ello no procuran negar sus apetitos. Los cuales si tuviesen cuidado de poner la mitad de aquel trabajo en esto, aprovecharían más en un mes que por todos los demás ejercicios en muchos años” (S 1,8,4).

d) Motivación teologal. Son necesarias la discreción y la obediencia para que las mortificaciones no se conviertan en penitencia de bestias (N 1,6,1-2). Más decisivo es que estén siempre motivadas y orientadas teologalmente, es decir, por la caridad. Es bien conocida la importancia de este punto en el magisterio sanjuanista. Entre las reiteradas afirmaciones a este propósito bastará recordar la siguiente amonestación: “Ha de advertir el cristiano que el valor de sus buenas obras, ayunos, limosnas, penitencias, oraciones, etc. que no se funda tanto en la cantidad y cualidad de ellas, sino en el amor de Dios que él lleva en ellas” (S 2,27,5; cf. S 2,7,8).

e) Imitación-ejemplaridad de Cristo. El saberse negar por Cristo no es simple ejercicio de ascesis. Es, ante todo, empeño de imitación y reproducción de actitudes básicas. Todo cuanto pueden hacerse para purificarse activamente, que es lo específico de principiantes, lo sintetiza J. de la Cruz en un par de avisos: “Lo primero, traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él. Lo segundo, para poder bien hacer esto, cualquier gusto que se le ofreciere a los sentidos, como no sea puramente para honra y gloria de Dios, renúncielo y quédese vacío de él por amor de Jesucristo, el cual en esta vida no tuvo otro gusto, ni le quiso, que hacer la voluntad de su Padre, lo cual llamaba (Jn 4,34) él su comida y manjar” (S 1,13,3-4; cf. 2,7).

III. Valoración y orientaciones pedagógicas

El diagnóstico severo sobre los principiantes no significa que J. de la Cruz considere inútil o superflua esa situación espiritual. La acepta y asume como algo natural y obligado en el camino hacia la perfección; como tal la estima y pondera. Dado que el hombre se pone en contacto con la realidad que le circunda a través del sentido, no hay posibilidad de evadirse de esa ley de vida ni siquiera en el ámbito espiritual. El sentido puede orientarse y disciplinarse, pero no destruirse (S 1,3,4). El dominio de sus tendencias no consiste en carecer de las cosas que le son naturales, sino “en la desnudez del gusto y apetito de ellas” (ib.). A este objetivo ha de tender el esfuerzo de los principiantes, por cuanto dominados por la vida del sentido. J. de la Cruz reconoce sin dificultad que “en su manera” les son necesarios los medios de que se sirve el sentido para caminar hacia Dios (S 2,7,8).

El sentido, por otra parte, es incapaz de penetrar en la sustancia y valor real de las cosas; no pasa de la corteza, de lo exterior y accidental. Hay que superarlo para alcanzar la sustancia del espíritu (S 3,20,2). En estas constataciones se apoya J. de la Cruz para valorar en su justa medida la situación de los principiantes y para impartir orientaciones pedagógicas encaminadas a superar esta etapa primeriza.

Conviene, ante todo, tomar conciencia de que no es una situación ideal, ni mucho menos una meta en la que el espiritual auténtico pueda sentirse satisfecho. Es algo transitorio que reclama superación (S 2,12,5). Aunque previa a otras etapas posteriores, la fase de principiantes dista mucho de la meta definitiva; es ciertamente indispensable, pero medio remoto para la unión, según J. de la Cruz (S 2,12,5; 1,13,1, etc.). Mientras el hombre se sienta dominado por sus apetitos y gustos sensibles, dista mucho de la verdadera vida del espíritu, sin la cual no es posible la unión con Dios. Conjugar el ineludible recurso al sentido con su transcendencia espiritual exige una pedagogía sabia y equilibrada. Entre las normas apuntadas por el Santo destacan las siguientes.

Lo primero es respetar la pedagogía divina que mueve y guía a cada alma “ordenada y suavemente y al modo de la misma alma” (S 2,17,3). Las diferencias son muchas, pero como criterio general ha de servir el siguiente: “Ordinariamente va Dios criando en espíritu y regalando al modo que la amorosa madre hace al niño” (S 2,14,3; 2,17,6-7; 3,28,8; cf. E. Pacho, Símiles de la pedagogía sanjuanista: el “niño tierno” en los brazos de Dios, en ES II, 127-140).

En consonancia con esta condescendencia divina, “a los principiantes bien se les permite, y aun les conviene, tener algún gusto y jugo sensible acerca de las imágenes, oratorios y otras cosas devotas visibles”, ya que obran como niños (S 3,39,1). El Santo va más allá con una norma general: los principiantes pueden servirse de las cosas sensibles siempre que favorezcan el verdadero espíritu: “No sólo no se han de evitar las tales mociones –sensibles– cuando causan devoción y oración, mas se pueden aprovechar de ellas, y aun deben, para tan santo ejercicio; porque hay almas que se mueven mucho en Dios por objetos sensibles” (S 3,24,4).

El gusto sensible, sea en la oración, sea en otras prácticas espirituales, tiene una finalidad muy concreta: ir enamorando y cebando al alma para que de lo sensible pase natural y progresivamente a lo espiritual, de la corteza, a la sustancia (S 2,12,4; LlB 3,32). Conseguido el objetivo y el límite de su eficacia, debe dejar paso a lo interior (ib. 2,13).

En ningún caso se ha de perder de vista el límite de las posibilidades humanas: “Por más que el principiante se ejercite en mortificar en sí todas sus acciones y pasiones, nunca del todo ni con mucho puede –purificarse– hasta que Dios lo hace pasivamente por medio de la purgación de la noche” (N 1,7,5). El esfuerzo ascético personal es insuficiente para romper todos los lazos que atan normalmente el sentido a sus tendencias naturales. Según J. de la Cruz, es imprescindible la acción divina para superar la fase de principiantes, de tal forma que Dios, “destetándolos de los pechos de estos gustos y sabores en puras sequedades y tinieblas interiores, les quita todas las impertinencias y niñerías, y hace ganar las virtudes por medios diferentes” (ib.).

El esfuerzo personal del principiante en arrancar vicios y dominar apetitos es, sin embargo, condición indispensable para la intervención divina. Debe orientarse a combatir la “propiedad de corazón y el asimiento al modo, multitud y curiosidad de las cosas”. Ha de afianzar “la pobreza de espíritu, que sólo mira en la sustancia de la devoción” (N 1,3,1). La disposición a la acción divina exige, ante todo, no oponer resistencia a la misma; dejarse llevar de la mano de Dios “sin patear como el niño”, empeñado “en ir por su pie” (S pról. 3).

Tiene importancia decisiva el discernir cuándo está superado el momento de apoyarse en el gusto de lo sensible, dando lugar a la acción del Espíritu.

J. de la Cruz invita a los principiantes a secundarla sin temor: “Dejad vuestras operaciones que si antes os ayudaban para negar el mundo y a vosotros mismos que érades principiantes, ahora que os hace Dios merced de ser obrero, os serán obstáculo grande y embarazo” (LlB 3,65).

No existe, naturalmente, regla fija y universal para determinar el cómo y el cuándo puede considerarse superada la situación de principiantes. Es algo personal y complejo, y no se produce de forma instantánea. En la visión sanjuanista, el cambio progresivo se produce cuando Dios comienza a probar la seriedad y fidelidad de quienes se han ejercitado prolongadamente como principiantes en la mortificación y en la oración. Sintetiza bien su pensamiento el texto siguiente: “Queriendo Dios llevarlos –a los principiantes– delante y sacarlos de este bajo modo de amor a más alto grado de amor y librarlos del bajo ejercicio de sentido y discurso … ya que se han ejercitado algún tiempo en el camino de la virtud, perseverando en meditación y oración, en que con el sabor del gusto que allí han hallado se han desaficionado de las cosas del mundo y cobrado algunas fuerzas espirituales en Dios, con que podrán sufrir por Dios un poco de carga y sequedad sin volver atrás, con que tienen refrenados los apetitos de las criaturas, al mejor tiempo, cuanto más a su sabor y gusto andan en estos ejercicios espirituales, y cuando más claro a su parecer les luce el sol de los divinos favores, oscuréceles Dios toda esta luz y ciérrales la puerta y manantial de la dulce agua espiritual que andan gustando en Dios todas las veces y todo el tiempo que ellos querían … y los deja a oscuras” (N 1,8,3). Esta especie de apagón señala el comienzo de la noche pasiva del sentido. Por lo regular dura mucho tiempo, hasta que consigue “reformar los apetitos” (ib. 4).

Los textos y las reflexiones que preceden dibujan con suficiente precisión la figura del principiante contemplado por J. de la Cruz. No es ningún creyente ambiguo; tampoco un descuidado o indeciso en la vida espiritual. Con ese nombre se designa a personas seriamente comprometidas con su vocación cristiana, aunque todavía apegadas a formas y expresiones poco profundas y eficaces.

BIBL. — ALFONSO TORRES, “El Doctor de la perfecta abnegación”, en Manresa 14 (1942) 193201; VENARD F. POSLUSNEY, “The Beginner in the Spiritual Life according to St. John of the Cross”, en Cross and Crown 13 (1961) 22-37; GIOVANNA DELLA CROCE, “Cristo crocefisso e l’ascesi cristiana in S. Giovanni della Croce”, en Presenza del Carmelo, n. 18 (1979) 41-50; Jordan Aumann, “Ascetical Teaching of St. John of the Cross”, en Angelicum 68 (1991) 339-350.

Eulogio Pacho

Presencia de Dios

Si para cualquier ser humano normal, como rubrica nuestra propia experiencia, la cercanía del ser amado es siempre un anhelo y su presencia un gozo, nada tiene de extraño que los espirituales y los místicos hayan hecho de la presencia de Dios el punto clave en que se encuentran la generosidad de  Dios, que se acerca y el ansia del alma que le busca. Juan de la Cruz lo ha expresado como nadie en su Cántico con una estrofa preciosa e inigualable: “Descubre tu presencia / y máteme tu vista y hermosura / mira que la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la presencia y la figura” (CB 11).

Es precisamente a la hora de glosar estos versos, cuando el Santo recuerda tres géneros distintos de presencia de Dios. La primera de todas, que comparten, por más que no sean conscientes, todas las criaturas es la presencia esencial, por la que Dios comunica y sostiene el ser o la vida, por lo que si esta presencia de Dios en nosotros faltase dejaríamos de existir, “y ésta nunca falta en el alma” (ib. 11,3). En segundo lugar, está la presencia por gracia, por la cual, dice el Santo Dios habita en el alma “agradado y satisfecho de ella”, pero advierte que ya no toda criatura por serlo la posee, pues la pierden quienes caen en pecado mortal. Más aún, ni siquiera puede saber el alma, naturalmente, si la posee. Y finalmente el Santo especifica un tercer género de presencia, que sería la presencia espiritual, que es con la que Dios se manifiesta y hace sentir a algunas almas en particular, a las que en pago a su amor y a su búsqueda ansiosa, El “recrea, deleita y alegra” (ib.). Es obvio, por lo mismo, que este género de presencia es excepcional y Dios no lo prodiga sino a las “almas devotas”, como dice el Santo. Pero por ser esta la más singular advierte reiteradamente que el gozar de ella no es signo seguro de la posesión de Dios, como no lo es tampoco –y esto es más confortante– la sequedad de su ausencia. Escribe: “Porque ni la alta comunicación ni presencia sensible es cierto testimonio de su graciosa presencia, ni la sequedad y carencia de todo eso en el alma lo es de su ausencia” (CB 1,3).

Y aunque nunca será fácil saber por qué Dios hace sentir esta presencia suya a unos y no a otros, bien cabe pensar que cuando lo hace es para asentar un bien en el alma. Como dice el Santo hablando de la Magdalena y de la aparición de  Cristo a ella. “Y aunque le vio, fue como hombre común, para acabarla de instruir en la creencia que le faltaba con el calor de su presencia” (S 3,31,8).

Advierte también J. de la Cruz que tanto una como otra, las tres especies de presencia divina en el alma son “encubiertas” y no evidentes, dándonos la razón. Y es que Dios “no se muestra en ellas como es, porque no lo sufre la condición de esta vida” (ib.). Esto sería lo que en realidad pide el alma: que la presencia encubierta de Dios en ella se haga manifiesta, pues ya está segura de gozar de su presencia (CB 11,4). Pero insiste también en que “por grandes comunicaciones y presencias, y altas y subidas noticias de Dios que un alma tenga en esta vida, no es aquello esencialmente Dios ni tiene que ver” (CB 1,3).

Ahora bien, ser conscientes de la presencia de Dios en nosotros, obliga, naturalmente, a corresponder con la conducta apropiada, sintiéndonos estimulados por ella. Como el profeta Elías que, al sentirse en la presencia de Dios, ardía en su celo (S 2,8,4) o como Abraham, que “siempre anduvo acatando a Dios” (ib. 31,1) tras escuchar de El: ‘Anda en mi presencia y serás perfecto’”.

Convencido de ello el propio Santo nos ha dejado en sus páginas estos consejos estimulantes: “Entrese en su seno y trabaje en presencia del Esposo, que siempre está presente queriéndola bien” (Av 89). “Procurar andar siempre en la presencia de Dios, o real o imaginaria o unitiva, conforme con las obras se compadeciere” (Grados de perfección, 2). “Estos días traiga empleado el interior en deseo de la venida del Espíritu Santo, y en la Pascua y después de ella, continua presencia suya” (Ct a una religiosa descalza, Pentecostés 1590).

Alfonso Ruiz

Predicación

No podemos decir que la predicación figure entre los temas socorridos de la espiritualidad sanjuanista, más bien lo toca de pasada, pero con pinceladas tan magistrales que valen por un tratado. Sitúa Juan de la Cruz en el capítulo 45 del libro 3º de la Subida la predicación y a los predicadores, entre los bienes “provocativos”, que provocan o persuaden a servir a  Dios, y en los que pueden gozarse vanamente tanto el predicador como sus oyentes, aunque acaba centrando el asunto en el predicador. Y así fijándose en el mismo establece lo primero que la predicación ha de ser un “ejercicio más espiritual que vocal” (S 3,45,2), que es como decir que vale más la unción que la elocuencia, añadiendo una razón clara: si bien se ejercita por el arte, su fuerza proviene del espíritu interior que la suscita, si bien –dirá después para no ser mal interpretado– no sólo no condena, sino que alaba el “buen estilo, retórica y buen término” que “hace mucho al caso” (ib. 5). Podríamos decir que la cuidada preparación, amén de útil, es necesaria y provechosa. Pero enseguida advierte el Santo que por más esmerada que sea la retórica y subido el estilo y la elocuencia del que predica, y aún alta la doctrina (ib. 2), el fruto que causa es proporcionado al espíritu del que predica.

Y por si no hubiera sido suficientemente clara su doctrina, sigue insistiendo el Santo en la relación directa que existe entre la vida del predicador y el fruto o provecho de lo que predica, señalando que “cuanto el predicador es de mejor vida, mayor es el fruto que hace por bajo que sea su estilo y poca su retórica y su doctrina común” (ib. 4), pues predica con el ejemplo y eso es lo estimulante. Lo dice con precisión al afirmar que “del espíritu vivo se pega el calor”. Más aún, señala el Santo, recurriendo como de costumbre a la Escritura, que Dios tiene “ojeriza” a los predicadores que predican una cosa y luego ellos no la cumplen. De donde se deduce que esa sería la primera cualidad que ha de tener el predicador: la de cumplir cuanto predica.

Queriendo remachar bien el tema insiste de nuevo todavía el Santo en la utilidad y provecho del buen estilo y buen lenguaje, que también tienen su poder persuasivo cuando se añaden al buen espíritu (ib. 4). Este es siempre lo principal, de modo que, sin ese espíritu, por más gusto que dé al sentido y al entendimiento el sermón, no queda encendida ni motivada la voluntad para obrar lo que se sugiere, quedándose más bien “tan floja y remisa” –dice el Santo– como antes de escuchar el sermón. Para mejor darse a entender, compara un sermón elocuente, en el que el predicador haya dicho “maravillosas cosas maravillosamente dichas”, pero sin espíritu, a un concierto armonioso o música de campanas, que es algo que ciertamente recrea y deleita al oído, pero no tiene ninguna influencia para provocar más allá del deleite un cambio de vida. Un sermón así, lleva al oyente a quedarse en la superficie de alabar su elocuencia, sin buscar para sí la enmienda que necesita (ib. 5).

Y dicha esta palabra substancial acerca de la predicación apenas si vuelve el Santo sobre ella en sus escritos. Sólo en la glosa a la estrofa 29 del Cántico, apunta una nueva señal de alerta, cuando dice que alcanzado el estado de unión de amor, el alma debe dejar de lado otros ejercicios aún provechosos, como el de la predicación. Es lo que hizo María Magdalena, que se retiró al desierto, a pesar del fruto que podría haber hecho su predicación en la Iglesia primitiva. A renglón seguido, con un texto que se ha hecho famoso, llama la atención de los predicadores “que piensan ceñir el mundo con sus predicaciones”, advirtiéndoles que harían más provecho a sí mismos y a la Iglesia si gastasen siquiera la mitad del tiempo en oración … pues de otra manera todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aún a veces daño” (CB 29,2-3).

Alfonso Ruíz

Poesía sanjuanista

La poesía de Juan de la Cruz es una de las más sublimes, pero también una de las más misteriosas de la literatura española. Incluso buena parte de los poemas “menores” del Santo comparten algo de esta originalísima opacidad verbal que caracteriza sus obras más importantes, cuya novedad literaria es tal que el poeta se ve precisado a comentarlas en prosa: el Cántico espiritual, la Noche oscura y la Llama de amor viva. La producción del excelso poeta se reduce a cinco poemas (estos tres, más el del Pastorcico y de la Fonte), a una serie de composiciones, llamadas “menores”, distribuidas en coplas o glosas (Vivo sin vivir, Entréme donde no supe, Tras un amoroso lance, Sin arrimo y con arrimo, Por toda la hermosura) y romances (ocho sobre los misterios de la creación, encarnación y redención, y uno sobre el salmo “Super flumina Babylonis”).

I. Valoración de la crítica

Los críticos han ido sumando sus quejas frente al radical enigma de la poesía más representativa del Santo, que le parece a Marcelino Menéndez Pelayo tan “angélica, celestial y divina” que siente “religioso terror al tocarla” (Estudios de crítica literaria, Madrid, 1915, 55-56). Lo secunda Dámaso Alonso: “Es el mismo espanto que yo … había sentido siempre … No sólo eran las palabras de Menéndez Pelayo lo que producía mi inicial terror, sino un conocimiento elemental de los problemas que entraña la poesía de san Juan de la Cruz. Hoy puedo afirmar rotundamente que son los más dificultosos de la literatura española” (La poesía de san Juan de la Cruz. Desde esta ladera, Aguilar, Madrid, 1966, 18).

Esta “protesta” de los estudiosos frente al arte inclasificable y “atemorizante” del Santo se inicia desde muy temprano. Antonio de Capmany, ya en 1787, siente que los versos a menudo ininteligibles del Reformador le resultan descuidados, y lo secunda Francisco Pi y Margall (1853), quien encuentra a san Juan “incorrecto” pero “sublime” y “completamente nuevo” (cf. Cristóbal Cuevas García, San Juan de la Cruz. Cántico espiritual, Poesías. Alhambra, México, 1985, 80). Azorín se siente perplejo frente a la “oscuridad” y las “transgresiones gramaticales” de la obra del Santo (“Juan de Yepes”, en Los clásicos redivivos. Los clásicos futuros, Espasa Calpe, Madrid, 1973, 48), de seguro porque tampoco acababa de entender estos versos delirantes. José Coll y Vehí aconseja leer a san Juan “con el corazón, más que con los ojos” (cf. C. Cuevas García, 80). Julio Cejador, por su parte, no tiene más remedio que repetir el aserto de Menéndez Pelayo casi al pie de la letra: la poesía del Santo “no parece cosa de hombres, sino de bienaventurados” (Historia de la lengua y la literatura castellana: Época de Felipe II, t. III, Impr. De Galo Sáez, Madrid, 1930, 95-96). Roger Duvivier se une al estupor general: la obra de San Juan le parece “oeuvre inclassable” (La genèse du ‘Cantique spirituel’ de Saint Jean de la Croix, Les Belles Lettres, Paris, 1971, 285). Hasta los poetas críticos (san Juan siempre ha sido poeta de poetas) Paul Valéry y Jorge Guillén han quedado hermanados en una misma queja: los misterios de la poesía del Santo parecen excesivos. Y, curiosamente, por ello mismo se identifican con los misteriosos versos sanjuanísticos, cuyos delirios poéticos parecerían de algún modo “anticipar” las novedades literarias del simbolismo y del surrealismo.

Parecería que la poesía de san Juan, cuando aún estaba manuscrita, llenó de asombro también a sus primeros destinatarios, las monjas y frailes del Carmelo descalzo, (y aún a damas laicas como  Ana de Peñalosa) pues piden al Santo les declare aquellas liras que no acababan de comprender. La edición accidentada de las obras del Santo, por otra parte, habla por sí misma de lo difícil que fue su inclusión en el corpus literario español: el “Cántico” ve la luz primero en Francia, y en versión francesa (1622), y es omitido de las primeras ediciones españolas de 1618 y 1619. No es hasta 1627 que al fin la literatura española acoge como suyo el magistral poema y se anima a editarlo en Bruselas.

Dada su extrañeza y novedad artística, los textos sanjuanísticos fueron, como era de esperar, los grandes ausentes de las poéticas y de los tratados críticos del Siglo de Oro. Ni siquiera en los círculos religiosos afines al Santo, donde la obra circulaba ampliamente, parece que encontró verdadera aceptación literaria.  Agustín Antolínez testimonia indirectamente el desconcierto que su poesía y su técnica de comentario causarían entre los espirituales del Carmelo cuando “rearregla” las enigmáticas glosas a los poemas principales de San Juan, para hacerlas más inteligibles y más “aceptables” a este público eclesiástico, que las habría de preferir en un principio a las mismas del Santo. Otro tanto sucede con los imitadores del poeta, desde Sor Cecilia del Nacimiento hasta la Madre Castillo: a nadie se le ocurre trasvasar a sus propios versos el misterio y la frecuente ilogicidad verbal que caracteriza la obra del Reformador.

San Juan ha sido considerado como un escritor al margen de las corrientes de su tiempo. Pi y Margall admite que no ha hallado en san Juan “una sola reminiscencia” de otros poetas (apud Cuevas García, op. cit., 15), mientras que el P. Silverio de santa Teresa asegura sin más que “no tiene afinidades ni huellas de autor alguno” (Obras de san Juan de la Cruz. Edición y notas del P. Silverio de Santa Teresa, El Monte Carmelo, Burgos, 1931, t. I, 170). Incluso Eulogio Pacho se hace eco de esta aureola de singularidad artística que rodea al Santo: “San Juan de la Cruz se yergue como isla solitaria en la literatura religiosa del siglo XVI. Como si fuera impermeable a las corrientes y movimientos que le rodean” (San Juan de la Cruz y sus escritos. Editorial Cristiandad, Madrid, 1969, 17).

II. Conciencia poética del autor

El propio san Juan ofrece, sin embargo, algunas de las claves –y aún de las fuentes más importantes– de su innovadora poética. Asegura que es el primero en advertir el misterio de sus versos oníricos, y que su oscuridad verbal no es casual sino inherente al sentido más profundo de su obra literaria mística. En ese breve, pero importante tratado de poética que es el prólogo al Cántico, el Santo admite que sus liras más parecen “dislates que dichos puestos en razón”, y adelanta que no podrán ser comprendidos cabalmente por él ni por sus lectores. El enigma poético de sus obras principales es pues consciente y volitivo, ya que el poeta se lanza a la aventura de comunicar una experiencia espiritual literalmente inenarrable: su encuentro con el Infinito.

El Santo sabe muy bien que “lo que Dios comunica al alma … es indecible” (CB 26,4). No sólo Dios no se puede decir, sino que ni siquiera se puede entender: “Dios, … excede al … entendimiento, … y, cuando el entendimiento va entendiendo, no se va llegando a Dios, sino antes apartando” (LlB 3,48). Lo que no se entiende a través de la razón y los sentidos, no puede, naturalmente, comunicarse a través de ellos. El lenguaje del místico, como insistiría siglos más tarde Jorge Guillén, es un lenguaje “insuficiente” (Lenguaje y poesía, Alianza Editorial, Madrid, 1969, 73111), y el Santo entiende que tiene que urdir un lenguaje poético nuevo si quiere comunicar algo de su experiencia abisal, necesariamente intransferible.

En su esfuerzo por comunicar de alguna manera su experiencia mística infinita, el Santo destruye la lengua unívoca y limitada de sus contemporáneos europeos y maneja una palabra que tiene que flexibilizar y ensanchar para capacitarla para la inmensa traducción que le exige. Como resultado, crea una poesía tan misteriosa y revolucionaria que no es comprendida ni por sus coetáneos ni por sus supuestos seguidores, para quienes permanece impenetrable su oscuridad poética.

Pero el propio Santo alivia el enigma de sus versos, admitiendo que el precedente de su misterio verbal es el Cantar de los Cantares bíblico, ese poema cuya hermosura arcana ha preocupado a los lectores desde antiguo. El exégeta Saadia ponderaba ya desde el siglo X que “el Cantar es un candado, cuya llave hemos perdido” (cf. Morris Jastrow, The Song of Songs. Being a Collection of Love Lyrics from Ancient Palestine, Philadelphia/London, 1921, 84). Y en el epitalamio bíblico fue precisamente –y por admisión propia– donde J. de la Cruz aprendió su “estética del delirio”. Imitó el “misterio” que rebosa el epitalamio, por entender que trataba precisamente de la unión inefable con Dios que se experimenta más allá de todo lenguaje.

No estamos ante una imitación superficial del ambiente bucólico o de la temática amorosa del carmen bíblico: Juan aclimata a su castellano precisamente los elementos del Cantar que son inherentes a la lengua hebrea y que otros imitadores europeos evaden. Como es natural, una poesía tan derivada de cánones estéticos desconocidos como el del epitalamio palestino habría de resultar incompatible con las poéticas al uso, que lo que tomaban en cuenta era a Aristóteles, a Píndaro, a Horacio. Existe, pues, un precedente para uno de los mayores problemas estéticos de Juan –su misterio verbal– que tanto ha preocupado a sus lectores occidentales. Sólo que el precedente literario no es occidental sino semítico.

III. Técnica poética original

Al acercarnos a la poesía sanjuanista, una de las primeras cosas que llama la atención es su frecuente ilogicidad verbal. El lector se siente perplejo ante versos como “mi Amado las montañas”; “el aire del almena”; y la extraña lira con la que cierra el Cántico: “Que nadie lo miraba / Aminadab tampoco parecía / y el cerco sosegaba / y la caballería / a vista de las aguas descendía”. La frecuente falta de ilación lógica entre muchas de las estrofas del célebre poema es palmaria, situación que se agrava si se tiene en mente que el Santo las cambió de lugar cuando redactó la segunda versión del mismo.

Los espacios del Cántico –el poema más extremadamente misterioso del Santo– giran vertiginosamente ante nuestros ojos como en rápido caleidoscopio: nos desplazamos, muy lejos de la bucólica occidental, tan consistente como espacio retórico, por un paisaje alucinado de montañas, bodegas interiores, fuentes, lechos floridos rodeados de cuevas de leones, extrañas cavernas “de la piedra”. Los espacios se disuelven súbitamente, de la misma manera que se disuelve el tiempo narrativo, que zigzaguea entre un pasado, un presente y un futuro permanentemente indeterminados. Colin Peter Thompson observa que esta técnica, “completamente foránea en el contexto del canon poético clásico y renacentista”, parecería asociable a la técnica cinematográfica moderna (The Poet and the Mystic. A Study of the “Cántico espiritual”, Oxford University Press, 1977, 86-87).

Algunas escenas de la Noche son igualmente alucinadas: la hembra enamorada sale en las tinieblas nocturnas a buscar a su Amado, pero la guía que la conduce en su camino es una “luz” que lleva ardiendo en su propio corazón. El lector comprende no sin asombro que el camino que traza la hembra enamorada es pues circular e inexistente, porque la conduce hacia ella misma. Sólo que precisamente en ese sagrado “allí” es donde encontrará a quien más ama. El extraño locus místico de la espiritualidad interior de la protagonista está oreado por un misterioso “ventalle de cedros”, mientras que “el aire del almena” le prodiga las caricias que su Amado dormido ya no puede darle.

La identidad de los protagonistas poéticos de la Llama es igualmente proteica. El poema comienza con una nota de abstracción pura, en la que el emisor de los versos se declara incendiado por el “toque delicado” de una llama y de unas inusitadas “lámparas de fuego” que iluminan las “cavernas” más profundas de su alma. Pero al final transmuta su voz poética por la de una hembra que ha quedado enamorada por el “aspirar sabroso” de su corpóreo Amado, que despierta en lo interior de su ser.

Las identidades de los protagonistas del Cántico resultan igualmente vacilantes: al principio del poema parecen personajes de carne y hueso; luego se transmutan en paloma y en ciervo; más adelante reaparecen en su antigua corporeidad humana (la amada se tiende sobre los “dulces brazos del Amado”); para finalmente adquirir ambos identidad de palomas que vuelan a su nido de amor transformante en lo alto de los acantilados ( “las cavernas de la piedra”), donde liban un enigmático y embriagante “mosto de granadas”.

En el Cántico abundan estas escenas oníricas más que en ningún otro poema del Santo: los amantes hacen guirnaldas de flores y esmeraldas que entretejen en un solo cabello de la amada; la  Esposa se desplaza, como si no tuviera cuerpo, a través de fuertes, fronteras y de ínsulas extrañas, que el lector va mirando desde un privilegiado punto de mira aéreo, exactamente como mira al Cristo del célebre grabado sanjuanístico; alguien conjura, a nombre de las “amenas liras”, a los ciervos y los  gamos saltadores, junto a los “miedos” y “ardores”, para que cesen sus “iras”, en una escena que parecería una miniatura persa delirante. La Esposa, en otro escenario de sobre tonos sonámbulos, se mira en una fuente cristalina y advierte que ha perdido su identidad: sólo ve reflejados los “ojos deseados” del Amado. Ella los mira sobre las aguas y ellos la miran desde lo hondo y resulta imposible distinguir a quién pertenece esta mirada auto-contemplativa. En el momento de la  unión extática todo se con-funde: “Mi Amado las montañas / los valles solitarios nemorosos / las ínsulas extrañas / los ríos sonorosos / el silbo de los aires amorosos”.

El Cántico se había abierto con una pregunta espacial: “¿Adónde te escondiste, Amado…?”. Y de repente, el lector advierte que el Amado ha quedado equiparado a los espacios mismos: a las montañas, valles, ínsulas, noches, en una metaforización completamente desconocida en el Siglo de Oro, que Carlos Bousoño denomina como “visionaria” o “contemporánea” (“San Juan de la Cruz, poeta ‘contemporáneo’”, en Teoría de la expresión poética, Gredos, Madrid, 1970). Lo que se asocia en la imagen son las sensaciones que producen los elementos emparentados: para la Esposa –nos dice el Santo en sus glosas– el Amado es como las montañas, porque la impresión que le producen éstas (altura, majestuosiad, buen olor) son semejantes a las que le produce el Amado. Lo mismo sucede con el misterio que sugieren las “ínsulas extrañas”, o la intimidad solitaria de los “valles nemorosos”: son las sensaciones que le va produciendo Dios al alma. Estas asociaciones metafóricas se logran, pues, por vía de sensaciones arracionales, y, por más extrañeza, se establecen mediante frases nominales, omitiendo el verbo “ser”. No dice el poeta “Mi Amado es las montañas” sino “Mi Amado las montañas”. No cabe duda de que el castellano nunca se manejó así en la Edad Aurea.

Advirtamos de paso las claves místicas inesperadas que nos da aquí el poeta visionario: la Esposa se pregunta por el espacio donde se ha perdido el Amado, para luego descubrir que Él es los espacios mismos, y que esta identidad inesperada se completa en la apreciación de ella, en ella: “Mi Amado es las montañas para mí”. Lo que ella buscaba está en ella misma, es ella misma. De ahí, en parte, la intuición de san Juan de omitir el verbo ser en todas las liras de la unión: no hay nada que separe ya la identidad transformada –“por participación”– de los misteriosos, místicos amantes.

IV. Antecedentes literarios

Pero todos estos deliquios se cantan en liras italianizantes y se encuentran entreverados de préstamos frecuentes de las tradiciones europeas más conocidas: la lírica cancioneril, la poesía italiana renacentista, el romancero, así como algunos de los antecesores inmediatos del Santo (Garcilaso,  Boscán y Herrera). Todo ello añade más misterio y más tensión poética a los poemas principales del poeta Carmelita. No es de extrañar que la belleza onírica de sus enigmas verbales haya parecido inclasificable, incluso a la crítica extranjera. Es que el Santo, a pesar de conocer bien sus clásicos y sus maestros españoles, en lo fundamental cierra filas con un poema y con una teoría poética tan foránea como exótica. Entiende su fecunda incoherencia verbal desde el modelo artístico del Cantar de los Cantares, donde admite haber aprendido su “poética del delirio”.

San Juan muestra una aguda sensibilidad justamente para ciertos elementos del Cantar que son inherentes a la lengua hebrea y que otros imitadores europeos evaden: la frecuente incoherencia verbal; el fragmentarismo borroso de un argumento que nunca acabamos de comprender; los cambios abruptos de espacio; la incongruencia de los tiempos verbales y los desplazamientos temporales injustificados; las imágenes desconcertantes; la fuerte ambientación oriental; el erotismo encendido de los amantes que se celebran mutuamente con unas libertades eróticas que hubieran dejado perplejos a los neoplatónicos Petrarca o Garcilaso. La dislocación de los versículos, que carecen de ilación lógica que los una, es típica de la poesía semítica, hasta el punto que Gustave von Grünebaum (Kritik und Dichtkunst. Studien zur arabischen Literaturgeschichte, Otto Harrassowits, Wiesbaden, 1955) y Wolfhart Heinrichs (Arabische Dichtung und grigische Poetik, Beirut, 1969) han denominado como “concepción molecular de la poesía” a este fenómeno propio de la poesía hebrea y árabe, en el que se presta atención a la belleza aislada de las estrofas a despecho del conjunto.

Acaso por entender a fondo esta estética poética particular fue que san Juan celebró en su lecho de muerte la hermosura independiente de las “preciosas margaritas” del Cantar. Hasta las misteriosas frases nominales del poeta, con su escamoteo del verbo ser, provienen del epitalamio: es usual en las lenguas semíticas, como el hebreo o el árabe, omitir este verbo. Así, cuando fray Luis de León traduce del hebreo algún pasaje del Cantar, como “nuestro lecho florido”, adjunta entre corchetes el verbo “está”, porque realmente es espúreo al texto original. J. de la Cruz, en cambio, deja la equivalencia escueta, sometiendo su castellano a una súbita, inesperada hebraización sintáctica: “nuestro lecho florido, / de cuevas de leones enlazado, / en púrpura tendido, / de paz edificado, / de mil escudos de oro coronado”.

Otro tanto sucede con la metáfora a base de sensaciones a-racionales: son las usuales en el epitalamio. Como otrora el Santo con el verso “mi Amado las montañas”, la Esposa del Cantar celebra la belleza de su Amado: “El tu semblante [como el del] Líbano” (Cant 5,15). Y es que, para ella, la sensación de altura y majestuosidad que le produce el monte Líbano, lleno de cedros olorosos, es la misma que le produce el rostro incitante de su consorte.

La metaforización novedosa de J. de la Cruz, que Bousoño llama “contemporánea”, acaso habría que llamarla, más adecuadamente, “semítica”. Como “semítica” es también su usurpación de la protagonista femenina que canta los amores en el poema: el Santo se hace eco de la venerable tradición del Cantar, de las jarchas, de la poesía árabe popular. El poeta es, sin embargo, perfectamente consciente de la tradición en la que inscribe su arte poético. El antecedente principal de su propio enigma verbal no es otro que esas “extrañas figuras y semejanzas” –la frase es del prólogo al Cántico– con las que los versículos salomónicos traducen, según entiende Juan, el misterio de la transformación en Dios.

Otro de los arcanos más importantes de la poesía sanjuanista es su particular simbología mística, que no siempre parece tener claros antecedentes europeos. El Santo parecería hacer suyas las claves secretas de la poesía mística sufí que lo antecedió por siglos: la noche oscura pero luminosa es la estación de la proximidad (al-qurb) a la vía unitiva; la azucena es la flor emblemática del dejamiento espiritual; el  “pájaro solitario” no tiene determinado color porque implica el desasimiento de toda atadura material; las lámparas de fuego que iluminan al alma extática representan los atributos de Dios; el mosto de granadas de cuyos granos rojos se exprime un licor embriagante es alegoría de la unidad de Dios que subyace a la diversidad de lo creado; las “raposas” que el místico debe cazar son la sensualidad del alma aún no pacificada; el canto del ruiseñor (la “dulce  filomena”) es alborozado himno extático del todo ajeno a la miserabile carmen de Virgilo; las esmeraldas que el contemplativo recoge en los albores de la iluminatio matutina son los heraldos de la gnosis mística iluminativa (‘ilm israqi). Miguel Asín Palacios comenzó a estudiar esta simbología hermética sanjuanística que corresponde tan de cerca al trobar clus de los místicos del Islam, y que posiblemente el Santo recibe como una tradición poética ya lexicalizada y cristianizada después de muchos siglos de uso.

Salta a la vista que el conocimiento de estas contextualidades literarias semíticas –tanto el Cantar hebreo como la lírica sufí– ayudan a aliviar algunos de los enigmas más significativos de la poesía y sobre todo de la teoría poética del Santo, tan novedosa en el contexto del Siglo de Oro español. Si bien poemas como el “Pastorcico” o el “Romance sobre el Evangelio In principio erat Verbum acerca de la Santísima Trinidad” obedecen mayormente a filiaciones renacentistas y tradicionales españolas claramente reconocibles, la obra lírica más importante, más original y más característica de J. de la Cruz –el Cántico espiritual, la Llama de amor viva y la Noche oscura– implica una riqueza extraordinaria en lo que a la diversidad de sus deudas literarias se refiere.

BIBL. — MIGUEL ASÍN PALACIOS, Huellas del Islam. Santo Tomás de Aquino, Turmeda, Pascal, San Juan de la Cruz, Espasa-Calpe, Madrid, 1941; Id. Sadilíes y alumbrados, ed. Luce López-Baralt, Hiperión, Madrid, 1990; JEAN BARUZI, Saint Jean de la Croix et le problème de l’expérience mystique, Félix Alcan, Paris, 1924; DÁMASO ALONSO, La poesía de san Juan de la Cruz (desde esta ladera), Madrid 1942, 1946, etc.; VÍCTOR G. DE LA CONCHA, “Conciencia estética y voluntad de estilo en san Juan de la Cruz”, en Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, 1970, 371-410; JORGE GUILLÉN, Lenguaje y poesía, Revista de Occidente, Madrid, 1962; FERNANDO LÁZARO CARRETER, “Poética de san Juan de la Cruz”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, vol. I, Junta de Castilla y León/Consejería de Cultura y Turismo, 25-45; LUCE LÓPEZ-BARALT, San Juan de la Cruz y el Islam, Hiperión, Madrid, 1990; Id. Asedios a lo Indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante, Trotta, Madrid, 1998; MARÍA JESÚS MANCHO DUQUE, Palabras y símbolos en san Juan de la Cruz, Fundación Universitaria Española/Universidad Pontificia de Salamanca, Madrid, 1993; JEAN ORCIBAL, St. Jean de la Croix et les mystiques rhéno-flamands, Desclée de Brouwer, Paris, 1966; EULOGIO PACHO, San Juan de la Cruz. Cántico espiritual. Primera redacción y texto retocado, Fundación Universitaria Española, Madrid, 1981; Id. Estudios sanjuanistas (2 vols.). Editorial Monte Carmelo, Burgos, 1997); AA.VV., Poesía y teología en S. Juan de la Cruz, 2 vol. Editorial Monte Carmelo, Burgos 1992.

Luce López-Baralt

Petición

La oración de petición probablemente sea la que hace con más frecuencia el hombre en su relación con  Dios. Al sentirse necesitado, instintivamente se dirige a Dios como remedio de todos sus males. En el fondo puede ser expresión de su confianza; pero también de su egoísmo, sobre todo cuando sólo se acuerda de él en los momentos de pobreza o aprieto. S. Juan de la Cruz sale al paso para enseñar al hombre cómo tiene que dirigirse a Dios pidiendo su ayuda. Siente que alguien lo haga de forma no apropiada. Sería vivir en el engaño. Sus enseñanzas son breves, pero seguras. No habla muchas veces de “petición” a Dios: no llegan a treinta. Con más frecuencia usa el verbo “pedir”. Tres son los lugares principales donde enseña cómo hacer la oración de petición: Subida 2,21; 3,44 y Llama 1,27-28,31,33-34,36.

Asienta, como punto de partida, este principio: “Para alcanzar las peticiones que tenemos en nuestro corazón, no hay mejor medio que poner la fuerza de nuestra oración en aquella cosa que es más gusto de Dios; porque entonces no sólo dará lo que le pedimos, que es la salvación, sino aún lo que él ve que nos conviene y nos es bueno, aunque no se lo pidamos” (S 3,44,2). Y como punto de llegada este otro: “Con grande conformidad de las dos partes, donde lo que tú quieres pida, pido, y lo que tú no quieres, no quiero, ni me pasa por pensamiento querer; y pues son ya delante de tus ojos más válidas y estimadas mis peticiones, pues salen de ti y tú me mueves a ellas, y con sabor y gozo en el Espíritu Santo te lo pido” (LlB 1,36).

Entre el punto de partida y el de llegada hay un tiempo para aprender a dirigirse a Dios, como se enseña en el capítulo 44 del libro tercero de la Subida. Hay que pasar de la petición egoísta, a abandonarse al querer de Dios para conseguir lo que se pide. Es todo un arte; arte cristiano, que los intereses humanos pueden falsificar. Se puede pedir e incluso hacer muchas peticiones, repetidamente, y sin embargo estar muy lejos de obtener lo que se desea. No porque Dios no quiera escuchar, sino porque el orante no se hace escuchar. Pide, sí, y mucho, pero poniendo la confianza más en sus formas de orar, en sus devociones y ceremonias, que en aquel a quien pide, y así no alcanzará de Dios lo que desea.

El Santo rechaza como inapropiado para la  oración de petición: pretender más la honra propia que la de Dios; multiplicar demasiado los ruegos; inventar ceremonias que no usa ni tiene aprobadas la  Iglesia; usar nuevas formas, “como si supiesen más que el  Espíritu Santo y su Iglesia”; preferir las ceremonias y devociones propias a las que enseñó  Cristo; empeñarse en multiplicidad de peticiones, cuando bastaría repetir, muchas veces y con fervor y con cuidado, las pocas que contiene el Padre Nuestro, oración de petición por excelencia. Hay una condena de las peticiones que van dirigidas más a uno mismo que a Dios. Aprueba sin embargo el que algunos días algunas personas se propongan a veces hacer sus devociones, como ayudar y otras semejantes; pero reprueba “el estribo que llevan en sus limitados modos y ceremonias con que las hacen” (S 3,44,5). El orante verdadero parte de la confianza en Dios; pone la fuerza de la oración en lo que más agrada a Dios; endereza a Dios las fuerzas de la voluntad y el gozo de ella en las peticiones; persevera en la oración del Padre Nuestro, que “encierra todo lo que es voluntad de Dios y todo lo que nos conviene”; su petición la manifiesta en lo escondido, en el interior o en lugares solitarios.

Los capítulos 19,20 y 21 del libro segundo de la Subida tienen particular interés, porque en ellos se expone cómo Dios, aunque responde a veces, a lo que se le pide sobrenaturalmente y de forma no apropiada, no le gusta hacerlo y se enoja. “Aunque les responde, ni es buen término ni Dios gusta de él, antes disgusta; y no sólo eso, mas muchas veces se enoja y ofende mucho” (S 2,21,1). “Dios no gusta de ello, pues de todo lo ilícito se ofende” (ib.). “Pero las que responde Dios digo que es por la flaqueza del alma que quiere ir por aquel camino, porque no desenvuelve y vuelve atrás, o porque no piense está Dios mal con ella y se sienta demasiado, o por otros fines que Dios sabe, fundados en la flaqueza de aquel alma” (ib. n. 2). “A la misma manera condesciende Dios con algunas almas, concediéndoles lo que no les está mejor, porque ellas no quieren o no saben ir sino por allí” (ib. n. 3). “Lo da con tristeza” (ib.). “De mala gana” (ib.). Se enoja “mucho contra ellos” (ib. n. 6). “Se enojó Dios mucho contra Balam” (ib.).

Principio base en el tema de la oración de petición es: “Dios es de manera que, si le llevan por bien y a su condición, harán de él cuanto quisieren; mas si va sobre interés, no hay hablarle” (S 3,44,3). Este principio vale para los que piden sin saber cómo hay que hacerlo y para los que han aprendido ya a dirigirse al Señor. Estos últimos tienen la experiencia de que a Dios es fácil ganarlo: “Cuando Dios es amado, con gran facilidad acude a las peticiones de su amante” (CB 1,13); pero siempre a su tiempo, porque una cosa es “verlo” y “oírlo” y otra “cumplirlo” (CB 2,4). Llega un momento en que el alma ya no pide; sólo sabe presentar a Dios lo que desea, porque lo que quiere es que se haga su voluntad (CB 38,5; LlB 1,28). Una última enseñanza del Santo para alcanzar las peticiones: “Sal fuera y gloríate en tu gloria; escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón” (Av: “Dichos de luz y amor”, 27).

Evaristo Renedo

Penitencia

En siglos pasados se ha presentado a Juan de la Cruz como un hombre de una gran penitencia, tanto interna como externa. En nuestro siglo, dicho planteamiento poco a poco se está cambiando y matizando. Una muestra de este cambio la encontramos en el siguiente texto de E. Allison Peers: “La austeridad de san Juan de la Cruz se manifestaba, no en su lenguaje, ni en su rostro, sino en su vida misma. Excepto por las huellas que, sin duda alguna, dejó sobre su rostro, podemos estar seguros de que su ascetismo era enteramente à l’intérieur: cualquier alarde le hubiera repugnado, hasta serle intolerable” (San Juan de la Cruz, espíritu de llama, Madrid, 1950, 96). Y más adelante añade: “Fueran cuales fueren las austeridades corporales que Juan pusiera en práctica –y siendo éste un asunto entre el Santo y su Dios no nos concierne a nosotros–, de ellas hace muy poca mención en sus escritos … su insistencia mayor no la pone en la mortificación de la carne, sino en la del deseo” (ib. 134).

I. El concepto y las expresiones

En general podemos decir que para J. de la Cruz el concepto y la palabra “penitencia” es fundamentalmente sinónimo de mortificar y mortificación: términos éstos que, por otra parte, usa con más frecuencia. De hecho, en una carta a las monjas de  Beas ambos términos aparecen unidos: “Sigan la mortificación y penitencia, queriendo que les cueste algo este Cristo” (Ct del 18.7.1589). Otras veces usa penitencia en sentido de desasimiento (Ct de 1589-1590?), o como camino y signo de conversión personal (S 2,20,2; Po 6).

Cuando habla de penitencia, por lo general, no suele detenerse a darnos grandes explicaciones. Más bien la indica simplemente entre los elementos importantes para el camino ascético cristiano. En una de las primeras estrofas o canciones de Cántico Espiritual nos dice: “Por las riberas, que son bajas, entiende (el alma) las mortificaciones, penitencias y ejercicios espirituales, por las cuales también dice que irá ejercitando en ellas la vida activa, junto con la contemplativa” (CB 3,4; cf. S 2,17,4; N 1,1,3; Av 6,34). El valor de la penitencia se aprecia sobre todo a medida que el camino espiritual va alcanzando mayores cuotas de madurez (CB 31,6). Lo que le lleva a decir en Llama que: “No hubo tribulación, ni tentación, ni penitencia, ni otro cualquier trabajo que en este camino haya pasado, a que no corresponda ciento tanto de consuelo, deleite, etc. en esta vida” (LlB 2,23).

II. Prácticas ambiguas

Pero no todo son alabanzas respecto de la penitencia. Suele señalar el fervor por las mismas como una de las características de los  principiantes. Conocidas son las críticas del Santo respecto de la forma de practicarla que en general tienen todos ellos. Lamenta “la ignorancia de algunos que (en lugar de trabajar por negar sus apetitos) se cargan de extraordinarias penitencias y otros muchos voluntarios ejercicios, y piensan que les bastará eso y esotro para venir a la unión de la divina Sabiduría” (S 1,8,4). La  gula espiritual, la indiscreción en las penitencias corporales, más allá de lo que uno puede hacer (N 1,6,1), y el anteponer éstas a cualquier otro juicio o criterio de discernimiento sería una de las principales tentaciones de determinados principiantes en la vida espiritual. “Estos son imperfectísimos, gente sin razón, que posponen la sujeción y obediencia –que es penitencia de razón y discreción–, y por eso es para Dios más acepto y gustoso sacrificio que todos los demás (cf. 1 Sam 15,22) a la penitencia corporal, que, dejada estotra parte, no es más que penitencia de bestias, a que también como bestias se mueven por el apetito y gusto que allí hallan” (N 1,6,2).

Ya en este texto se ve claro que, para nuestro místico, el verdadero valor de la penitencia tiene su raíz más en lo interior que en lo exterior, es decir, si son signo de cambio de actitud interior. En otro lugar recuerda el ejemplo de Nínive que hizo penitencia por sus pecados, y al rey Acab, quien tras la advertencia del profeta Elías, “rompió las vestiduras de dolor, y se vistió de cilicio y ayunó y durmió en saco y anduvo triste y humillado” (S 2,20,2; respecto del vestirse de cilicio, cf. LlB 2,31, en referencia a Mardoqueo).

En otro lugar aclarará, al estilo paulino, que sólo el amor da valor a la práctica de la penitencia. Hablando de los bienes morales y de cómo se ha de enderezar en ellos el gozo a Dios, comenta que “ha de advertir el cristiano que el valor de sus buenas obras, ayunos, limosnas, penitencias, (oraciones), etcétera, que no se funda tanto en la cantidad y cualidad de ellas, sino en el amor de Dios que él lleva en ellas” (S 3,27,5; cf. S 3,28,7).

III. Formas concretas y tradicionales

Es este modo de pensar lo que hace que J. de la Cruz no sea muy pródigo en sugerir prácticas penitenciales exteriores o corporales a lo largo de sus escritos. Lo cual no deja de extrañar en una época en la que se le daba tanta importancia a todo ese tipo de prácticas. No ignora, sin embargo, el valor de dichas obras tradicionalmente consideradas de penitencia, como el ayuno, la sobriedad en el comer, en el beber, en el dormir, las limosnas, etc. Un poco más arriba ya citamos un texto en el que se incluyen en la categoría de obras buenas el ayuno, las limosnas, y las penitencias (S 3,27,5).

Otras referencias más detalladas a las prácticas de penitencia tradicionales que encontramos en los escritos sanjuanistas guardan siempre una gran coherencia con todo lo que hasta aquí venimos diciendo. He aquí algunos ejemplos:

a) Ayuno. No condena el uso de algunas personas que se proponen ayunar y otras devociones en días contados, “sino el estilo que llevan en sus limitados modos y ceremonias con que las hacen” (S 3,44,5). Condena la soberbia y vanagloria en las propias obras buenas: “como el fariseo en el Evangelio, que oraba y se congraciaba con Dios con jactancia de que ayunaba y hacía otras buenas obras” (Lc 18,12: S 3,28,2; cf. S 3,28,3; N 1,2,1). Condena el uso de algunas personas que, llevadas por las propias apetencias malsanas, aunque bajo capa de bien, “se debilitan con ayunos, haciendo más de lo que su flaqueza sufre” (N 1,6,1). Establece un principio general: “Mejor es vencerse en la lengua que ayunar a pan y agua” (Av 5,12).

b) Comer y beber. El hombre sensitivo suele tener apegos a distintas personas, lugares, cosas, y a “tal manera de comida” (S 1,11,4; Av 2,42). También se indica que algunos a las fiestas van y se alegran más por ser vistos, por ver y por comer que por la fiesta religiosa en sí (S 3,38,2). “Del gozo en el sabor de los manjares derechamente nace gula y embriaguez, ira, discordia, y falta de caridad con los prójimos y pobres, como tuvo con Lázaro aquel epulón que comía cada día espléndidamente“ (Lc 16,19: S 3,25,5). Dios mueve a los principiantes a ejercitarse con buenas acciones en lo que se refiere a las cosas naturales exteriores. Así, entre otras cosas, en “mortificar el gusto en la comida” (S 2,17,4). A la luz de la enseñanza de Mt 6,25-33, sugiere ejercitarse en poner la confianza en la providencia tanto respecto de la comida como del vestido (Ca 7; Ct del 20.6.1590). Pero también recuerda con Pablo que se puede comer y beber sin apartar por ello nuestro corazón de Dios (N 2,19,2).

c) Tacto y demás sentidos. De poner el gozo en el tacto se puede derivar, entre otros daños, mengua en los ejercicios espirituales y penitencia corporal, y tibieza e indevoción acerca del uso de los sacramentos de la Penitencia y Eucaristía” (S 3,25,8; cf. S 3,24,1; 25,6; N 1,4,1). “Macerar con penitencia y santo rigor el tacto” se encuentra entre las cosas externas buenas a las que se siente impulsado el principiante (S 2,17,4). Negando en los sentidos (oído, vista, olfato, paladar, tacto) el gusto de todo lo que puede caer en ellos, éstos quedan a oscuras y sin nada (S 1,3,2). Enseñanza que, como se ve, va mucho más allá de una pura penitencia exterior, y que se completa con esa otra consigna en el uso de los sentidos que consiste en buscar siempre a través de ellos y en ellos aquello que es mayor honra y gloria de Dios (S 1,13,4).

d) Vestir y dormir/velar. Vestir y dormir de forma penitente: el rey Acab, en señal de penitencia y conversión, se vistió de cilicio y durmió en lecho de saco (S 2,20,2). El alma enamorada siempre piensa y anhela al Amado: cuando trata con la gente, cuando habla, “cuando come, cuando duerme, cuando vela” (N 2,19,2).

e) La purificación pasiva como ayuno y dieta. Después de todo lo dicho me parece muy significativo encontrarnos con que Juan de la Cruz habla de la noche pasiva como de un tiempo de “ayuno y penitencia”, en el que Dios tiene al hombre “en dieta y abstinencia de todas las cosas”, en la privación y purgación de todo aquello que puede impedirle caminar hacia la meta de la unión perfecta de amor de Dios (N 1,9,4; 1,14,5; 2,16,10; 2,23,3). Se trata de una dieta y abstinencia necesaria para curar y sanar, como bellamente se expresa en el texto siguiente: “Como está puesta aquí en cura esta alma para que consiga su salud, que es el mismo Dios, tiénela Su Majestad en dieta y abstinencia de todas las cosas, estragado el apetito para todas ellas; bien así como para que sane el enfermo que en su casa es estimado” (N 2,16,10).

BIBL. — F. JUBERIAS, “La ‘sinkatábasis’ o ‘condescendencia’ de San Juan de la Cruz”, en Teología Espiritual 24 (1980) 421-454; J. V. RODRÍGUEZ, “Juan de la Cruz. Penitencia y mortificación”, en Teresa de Jesús n. 81 (1996) 108-110.

José Damián Gaitán

Pecado

Pecar es “faltar a Dios”. Así define Juan de la Cruz el pecado en general (S 3,18,1). Y falta a Dios no sólo quien destruye su obra, porque la convierte de hermosa en fea, abominable, sucia, oscura (S 1,9,3), sino también quien se aficiona a riquezas que no son  Dios, apropiándose de la obra de Dios, impidiendo a éste que actúe con libertad para convertir al alma en una obra perfecta (S 1,11). El pecado repercute negativamente en la vida espiritual, aunque de forma diversa, por razón de los males que en el alma produce. Tiene delante todo lo que al pecado se refiere, tanto al mortal como al venial o pecados que califica de “mundo” (S 2,21,10). Le interesa uno y otro, aunque de distinta manera. Los distingue por razón de la fealdad que ocasionan. El mortal “es total fealdad del alma” (S 1,9,7). Al venial se le distingue porque la fealdad que produce, no es completa, sin embargo, su variedad es mucha y siempre “mayor que la de las imperfecciones” (ib.). Para comprender su importancia, basta con recordar que a Dios le obligó a morir (Ct 2.1589) para armonizar lo que el pecado original había desordenado.

Causas del pecado. La naturaleza humana quedó viciada, desordenada por el pecado original. De aquí nacen todos los males en el camino del  hombre. La espiritualidad sanjuanista resalta el origen del pecado, una vez que ha sido dañado el origen de la vida. Los apetitos influyen de modo particular (S libro primero). Pero, además, los bienes materiales son también causa, entendiendo por tales, las riquezas, títulos, estados, oficios y otras cosas semejantes (S 3,18,1). Todo porque llevan al hombre a faltar a Dios.

Consecuencias del pecado. Como contraste, está Dios que nunca falta al alma. Y eso, aunque esté en pecado mortal. “Cuánto menos de la que está en gracia” (CB 1,8). Trabaja con su omnipresencia y con su  gracia. El hombre, en el camino hacia Dios, encuentra serios peligros que dificultan la consecución del objetivo para el cual Dios lo ha creado. Enemigo permanente es el pecado, porque la afea y ensucia. La fealdad total se da por la pérdida de la gracia. Pero produce además otras consecuencias, según los estados del alma: hacer una vida de tibieza (N 1,9,2), estorbar para ir adelante (N 1,10,2), distraerse (N 2,2,2), vivir hacia fuera (ib.), vivir en la ignorancia (CB 26,14), pero, sobre todo, cegar, estar en tinieblas. Por la pérdida de la gracia, se llega a la “muerte”: “Que hasta aquí llega la miseria de los que viven o, por mejor decir, están muertos en pecado” (CB 32,9), que es la peor consecuencia del pecado. “Cuando [el alma] está en pecado o emplea el apetito en otra cosa, entonces está ciega; y aunque entonces la embiste la luz de Dios, como está ciega, no la ve la oscuridad del alma” (LlB 3,70).

Castigo y mirada de Dios. Pero el hecho de que Dios nunca falte al alma, no significa que Dios no castigue el pecado. También se siente “enojado” ante los comportamientos humanos, cuando se honra a otros más que a él (S 2,20,4) o se “indigna” con los que no cumplen con su obligación en Israel (LlB 3,60). “Tales pecados han de causar tales castigos de Dios, que es justísimo …. En aquello o por aquello que cada uno peca, es castigado” (S 2,21,9). Sin embargo, cuando el alma no se resiste a la mirada de Dios, éste la calienta, hermosea y resplandece. Y en este caso “nunca más se acuerda de la fealdad y pecado que antes tenía”, porque una vez quitado el pecado y fealdad, “nunca más le da en cara con ella, ni por eso le deja de hacer mercedes” (CB 33,1). Al alma, con todo, no le conviene olvidar sus pecados: para no presumir, para más agradecer, para que le sirva de más confiar para más recibir (ib.).

Remedios. Al alma siempre le queda un remedio: orar. El Doctor místico le enseña que debe hacerlo con confianza. Es la oración que nace espontánea en el alma enamorada (Av 26), pidiendo al Señor que haga con los pecados lo que mejor le plazca. Pero nadie se debe alegrar vanamente, pues no sabe cuántos pecados ha hecho y desconoce cómo Dios está con ella; temer sí, pero con confianza (Av 76). Recomienda además dos posturas: “No hacer un pecado por cuanto hay en el mundo, ni hacer ningún venial a sabiendas, ni imperfección conocida” (Av, “Grados de Perfección” 1). “Dios nos dé recta intención en todas las cosas y no admitir pecado a sabiendas” (Ct 22.8.1591).

Evaristo Renedo

Pasividad

El término sustantivo “pasividad” y el adjetivo “pasivo” designan normalmente en la vida espiritual la actitud cristiana frente al don sobrenatural de  Dios, que se comunica al  hombre por su  gracia. Se trata de una actitud pasiva, de recepción y de acogida de este don personal de Dios, que comunica por medio de su Hijo la filiación. Así lo destaca J. de la Cruz, citando las palabras del prólogo de San Juan: “A cuantos le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12). “Estos son los nacidos de Dios –comenta el Santo– los que renaciendo por la gracia… se levantan sobre sí a lo sobrenatural, recibiendo de Dios la tal renascencia y filiación” (S 2,5,5). Esta actitud está relacionada con el  sobrenatural teológico. Es la comunicación de Dios al hombre, que pide ser recibido. De ahí que toda vida cristiana, en sus raíces más profundas, tenga un componente pasivo, que es acoger el don de Dios en sí. A partir de esta acogida, tiene lugar la colaboración y actividad humanas.

Cuando se habla de “pasividad” en la vida mística, se entiende ésta en relación con las gracias de purificación, de contemplación y de unión. Está relacionada primordialmente con el sobrenatural místico. Estrictamente es la infusión de Dios, su comunicación sobrenatural, en la cumbre de la unión mística. Esta comunicación se da en el amor, porque el amor es el lugar propio de la comunicación de Dios. Juan de la Cruz habla de la “noticia sobrenatural amorosa” de Dios (LlB 3,33-34). Pero esta infusión del amor de Dios exige unas disposiciones previas, fruto de la colaboración humana y de la ayuda divina de la gracia. Es la etapa ascética de la vida espiritual, en la que prevalece la acción humana sobre la de Dios. En la medida en que la acción divina se hace más intensa, va remitiendo la actividad espiritual del alma, hasta que ésta queda absorbida por la primera. Más aún, llega un momento en la vida mística en que la acción natural estorba a la sobrenatural, para que Dios pueda comunicarse totalmente al alma (N 2,16,4). Entonces debe cesar toda actividad natural. Es el grado máximo de pasividad. El principal referente de este proceso activo-pasivo, según el Doctor místico, es el paso de la  meditación a la  contemplación infusa (S 2,13,5). Pero en todo este proceso hay una graduación, que tratamos de reseñar en los siguientes puntos.

I. Activo y pasivo

Para precisar la relación entre actividad y pasividad del alma en el proceso espiritual, hay que tener presente el modo de conocer aristotélico-tomista, en el que se funda J. de la Cruz. En la terminología sanjuanista existen dos clases de operaciones: activas y pasivas. Es clarificadora la descripción que da Crisógono de Jesús Sacramentado (San Juan de la Cruz: su obra científica I, 229-238).

Las operaciones activas dicen relación a las potencias cuya función es buscar, inquirir, obrar. Para el Santo obrar significa “discurrir de una cosa en otra, buscar, salir la potencia a actuarse en el objeto”. Las operaciones pasivas designan “aquellas que se actúan en virtud del objeto recibido en sí mismas”. Esto es lo que él llama no obrar: “recibir el objeto y actuarse en virtud del objeto recibido”.

“Cuanto el alma se pone más en espíritu, más cesa en obra de las potencias en actos particulares, porque se pone ella más en un acto general y puro; y así, cesan de obrar las potencias que caminaban para aquello donde el alma llegó, así como cesan y paran los pies acabando su jornada” (S 2,12,6). “Muchas veces se hallará el alma en esta amorosa o pacífica asistencia sin obrar nada con las potencias, esto es, acerca de actos particulares, no obrando activamente, sino sólo recibiendo; y muchas habrá menester ayudarse blanda y moderadamente del discurso para ponerse en ella. Pero, puesta el alma en ella, ya habemos dicho que el alma no obra nada con las potencias… En lo cual pasivamente se le comunica Dios, así como al que tiene los ojos abiertos, que pasivamente sin hacer él más que tenerlos abiertos, se le comunica la luz. Y este recibir la luz que sobrenaturalmente se le infunde, es entender pasivamente, pero dícese que no obra, no porque no entienda, sino porque entiende lo que no le cuesta su industria, sino sólo recibir lo que le dan, como acaece en las iluminaciones e ilustraciones o inspiraciones de Dios” (S 2,15,2).

A la luz de estos textos, aparecen más claramente definidas las operaciones activas y pasivas del alma. Ambas dicen relación al entendimiento, bajo su doble aspecto discursivo (activas) e intelectivo (pasivas). La función discursiva va unida a las potencias sensitivas interiores. Por eso llama al discurrir obra de estas potencias: “Mediante las potencias sensitivas puede ella discurrir y buscar y obrar las noticias de los objetos; y mediante las potencias espirituales puede gozar las noticias ya recibidas en estas dichas potencias, sin que obren ya las potencias. Y así, la diferencia que hay del ejercicio que el alma hace acerca de las unas y de las otras potencias, es la que hay entre ir obrando y gozar ya de la obra hecha, o la que hay entre el trabajo de ir caminando y el descanso y quietud que hay en el término; que es también como estar guisando la comida, o estar comiéndola y gustándola ya guisada y masticada, sin alguna manera de ejercicio de obra” (S 2,14, 6-7).

Según esto, el Santo llama activo al acto de  discurrir, expresado en la meditación; y pasivo, al acto de pura intelección, manifestado en la contemplación. La primera es obra de las potencias sensitivas interiores ( fantasía, imaginación) y espirituales (entendimiento, memoria y voluntad); la segunda es obra de las potencias espirituales, despojadas en su operación de todo lo sensible. Es fruto de la inteligencia en cuanto tal: “Si el alma entonces no tuviese esta noticia o asistencia en Dios, seguirse hía que ni haría nada ni tendría nada el alma; porque, dejando la meditación, mediante la cual obra el alma discurriendo con las potencias sensitivas y faltándole también la contemplación, que es la noticia general que decimos, en la cual tiene el alma actuadas las potencias espirituales, que son memoria, entendimiento y voluntad, unidas ya en esta noticia obrada ya y recibida en ellas, faltarle hía necesariamente al alma todo ejercicio acerca de Dios, como quiera que el alma no pueda obrar ni recibir lo obrado, si no es por vía de estas dos maneras de potencias sensitivas y espirituales” (S 2,14,6).

Así llegamos a una concepción de la pasividad, que no coincide con el estado místico y que es propia del místico doctor. Se fundamenta en el llamado entendimiento pasivo o posible (CB 14,14). Siguiendo la terminología de  santo Tomás, J. de la Cruz distingue entre entendimiento agente y posible. El primero es una potencia activa, y el segundo una potencia pasiva (De Veritate, q. XVI, a. 1). El entender, la penetración de la verdad, el acto de pura inteligencia, es algo pasivo, pero no infuso. Crisógono lo describe así: “Obrar es, en su terminología, buscar, inquirir, discurrir con el entendimiento unido a los sentidos sensitivos interiores, caminar hacia la verdad con el raciocinio; no obrar, haberse pasivamente, es decansar en lo hallado por la razón, deleitarse en la simple percepción de la verdad inquirida, es el acto de pura inteligencia. Activo es todo lo que supone esfuerzo y trabajo; pasivo es toda operación sosegada, simple deleitosa. Activo es el obrar de la razón y del discurso; pasivo es el actuarse del puro entendimiento” (ib. 233).

Este actuar el puro entendimiento, habiéndose pasivamente, es semejante a lo que en la filosofía moderna se describe como conocimiento intuitivo de una verdad, mirando concentradamente al objeto.

II. Pasivo e infuso

Lo “infuso” en el lenguaje sanjuanista más corriente es sinónimo de “místico”. Coincide con el significado de  “mística teología”, que explica como “una influencia de Dios en el alma…, que llaman contemplación infusa” (N 2,5,1). Es lo mismo que  contemplación infusa: “Contemplación no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios” (N 1,10,6). Es también “sabiduría de Dios secreta y escondida” (CB 39,12) o “noticia sobrenatural amorosa” (LlB 3,49). Infuso es equivalente al sobrenatural infuso.

Pero esta identificación entre lo infuso y lo místico, según Crisógono no se da siempre. Y aduce el siguiente texto: “Estas visiones imaginarias, el bien que pueden hacer al alma… es comunicarle inteligencia, o amor, o suavidad; pero para que causen este efecto en ella, no es menester que ella las quiera admitir, porque, como también queda dicho arriba, en ese mismo punto que en la imaginación hacen presencia, la hacen en el alma e infunden a la inteligencia y amor, o suavidad, o lo que Dios quiere que causen” (S 2,16,10).

Sin entrar en el sentido de este texto y otros similares (S 2,15,4) –si es infuso o místico–, lo que realmente interesa destacar aquí es el proceso espiritual que lleva de lo activo a lo pasivo y de lo pasivo a lo infuso (con el que ordinariamente se identifica lo místico), en el camino hacia la unión. Es el mismo proceso que lleva del obrar natural al obrar sobrenatural. J. de la Cruz plantea el principio general, a propósito de las aprehensiones sobrenaturales de la memoria. Estas no se han de procurar activamente, sino que “pasivamente se ha de haber en ellas el alma”, porque “si el alma entonces quiere obrar con sus potencias, antes con su operación baja natural impediría la sobrenatural que por medio de estas aprehensiones obra Dios entonces en ella”. Transcribimos el texto íntegro por su importancia:

“El bien que redunda en el alma de las aprehensiones sobrenaturales, cuando son de buena parte, pasivamente se obra en el alma en aquel mismo instante que se representan al sentido, sin que las potencias de suyo hagan alguna operación. De donde no es menester que la voluntad haga acto de admitirlas, porque, como también habemos dicho, si el alma entonces quiere obrar con sus potencias, antes con su operación baja natural impediría la sobrenatural que por medio de estas aprehensiones obra Dios entonces en ella, que sacase algún provecho de su ejercicio de obra, sino que, así como se le da al alma pasivamente el espíritu de aquellas aprehensiones imaginarias, así pasivamente se ha de haber en ellas el alma sin poner sus acciones interiores o exteriores en nada. Y esto es guardar los sentimientos

de Dios, porque de esta manera no los pierde por su manera baja de obrar. Y esto es también no apagar el espíritu, porque apagarle hía si el alma se quisiese haber de otra manera que Dios la lleva. Lo cual haría si, dándole Dios el espíritu pasivamente, como hace en estas aprehensiones, ella entonces se quisiese haber en ellas activamente, obrando con el entendimiento o queriendo algo en ellas. Y esto está claro, porque si el alma entonces quiere obrar por fuerza, no ha de ser su obra más que natural, porque de suyo no puede más; porque a la sobrenatural no se mueve ella ni se puede mover, sino muévela Dios y pónela en ella. Y así, si entonces el alma quiere obrar de fuerza, en cuanto en sí es, ha de impedir con su obra activa la pasiva que Dios le está comunicando, que [es] el espíritu, porque se pone en su propia obra, que es de otro género y más baja que la que Dios la comunica; porque la de Dios es pasiva y sobrenatural y la del alma, activa y natural. Y esto sería apagar el espíritu.

Que sea más baja, también está claro; porque las potencias del alma no pueden de suyo hacer reflexión y operación, sino sobre alguna forma, figura e imagen; y ésta es la corteza y accidente de la sustancia y espíritu que hay debajo de la tal corteza y accidente. La cual sustancia y espíritu no se une con las potencias del alma en verdadera inteligencia y amor, si no es cuando ya cesa la operación de las potencias; porque la pretensión y fin de la tal operación no es sino venir a recibir en el alma la sustancia entendida y amada de aquellas formas. De donde la diferencia que hay entre la operación activa y pasiva, y la ventaja, es la que hay entre lo que se está haciendo y está ya hecho, que es como entre lo que se pretende conseguir y alcanzar y entre lo que está ya conseguido y alcanzado. De donde también se saca que, si el alma quiere emplear activamente sus potencias en las tales aprehensiones sobrenaturales (en que, como habemos dicho, le da Dios el espíritu de ellas pasivamente), no sería menos que dejar lo hecho para volverlo a hacer, y ni gozaría lo hecho ni con sus acciones haría nada sino impedir a lo hecho, porque, como decimos, no pueden llegar de suyo al espíritu que Dios daba al alma sin el ejercicio de ellas. Y así, derechamente sería apagar el espíritu que de las dichas aprehensiones imaginarias Dios infunde, si el alma hiciese caudal de ellas. Y así las ha de dejar habiéndose en ellas pasiva y negativamente; porque entonces Dios mueve al alma a más que ella pudiera ni supiera” (S 3,13,3-4).

Así, pues, el alma ha de haberse “pasiva y negativamente” respecto al bien sobrenatural que Dios quiere obrar en ella, para no “apagar el espíritu”. La aplicación de este principio general al proceso espiritual lo hace J. de la Cruz desde dos perspectivas convergentes: la contemplación y las aprehensiones sobrenaturales.

La contemplación en el Doctor místico comprende variedad de experiencias o de comunicaciones. Es el ejercicio calificado de fe, amor, esperanza. La contrapone a la meditación o ejercicio discursivo, del que hay que ir desprendiéndose, para centrarse en esa “noticia amorosa general” (S 2,14,6-11), hasta llegar a través de los “toques sustanciales” (CB 14,14; 25,5), a la “noticia sobrenatural amorosa” (LlB 3,49), infundida en la contemplación, que es “infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios” (N 1,10,6) o “ciencia de amor” (N 2,18,5).

Las aprehensiones o noticias sobrenaturales siguen un proceso similar. Estas se dan todas en relación con el conocimiento de la fe (S 3,10), aunque hable de ellas también en relación con la memoria (S 3,7-15) y con la voluntad (S 3,30-32). Son noticias distintas y particulares en los sentidos internos o en los externos y también en el espíritu ( visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos espirituales). A ellas se contrapone la contemplación, que es noticia confusa y adhesión de  fe. También a éstas se ha de renunciar en el camino del espíritu, “contentándonos de saber los misterios y verdades con la sencillez y verdad que nos propone la Iglesia” (S 2,29,12).

Así, pues, la vía de comunicación que propone el Santo es la comunicación en el puro espíritu, que se da en la contemplación mística. En ella Dios infunde su “noticia amorosa” e “inflama al alma en espíritu de amor” (N 1,10,6). Es la infusión de Dios o el pati divino, de que habla santo Tomás (STh I, q. 79). Aquí alcanzan su verdadero sentido los términos “pasivo” e “infuso” tan frecuentemente usados por el Doctor místico. Se identifican con el sentido “místico”, que es para J. de la Cruz la noticia y el amor provocados en el hombre por Dios que se manifiesta.

BIBL. — CRISÓGONO DE JESÚS SACRAMENTADO, San Juan de la Cruz: su obra científica, I, Madrid 1929, p. 229-238 (“Lo pasivo, lo infuso y lo sobrenatural en las obras de san Juan de la Cruz”); FRANCIS KELLY NEMECK, Receptividad. De San Juan de la Cruz a Teilhard de Chardin, Madrid 1985, p. 57-92; CHARLES ANDRÉ BERNARD, “Attività e passività nella vita spirituale”, en AA.VV., La antropologia dei maestri spirituali, Torino 1991, p. 351-365; Id., “Azione divina e azione umana: ‘disponerse’ in San Giovanni della Croce e in Sant’Ignazio”, en AA. VV., Dottore mistico. San Giovanni della Croce, Roma 1992, p. 283-292.

Ciro García

Participación divina

El término “participación de Dios”, unido a otras expresiones afines (“transformación divina”, “obrar divino”, “divinizar”, “divinidad”) tiene un peso específico en los escritos sanjuanistas. Sirve para calificar el proceso espiritual y la  unión mística. Esta es, desde el punto de vista teológico, la plena participación de la naturaleza divina, la comunicación sustancial de la divinidad, la total transformación del obrar humano en el obrar divino. Aparece, en definitiva, como una participación tanto del ser como del obrar divinos, en un proceso de transformación progresiva, que culmina en la unión mística. El tema pertenece al substrato más profundo de la vida cristiana, definida en la revelación como “participación de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4). Es el pasaje bíblico, que está siempre en el fondo de todas las afirmaciones sanjuanistas, aunque sólo lo cite explícitamente un par de veces (CB 32,4; 39,6).

I. Participación del “ser” divino

El “consortes divinae naturae” define desde los tiempos apostólicos la novedad de la vida cristiana (2 Pe 1,34). Es la participación en la naturaleza divina por medio de  Cristo y el don del  Espíritu Santo. Los Padres griegos la interpretaron como una  “divinización” del hombre, a través de su incorporación a Cristo. Representa el vértice de la salvación. Dios, mediante la encarnación, descendió al  hombre para que éste se transformase en Dios: “El Verbo, por su infinita caridad, se convirtió en lo que somos nosotros, a fin de que nosotros nos convirtiésemos en lo que él es” (san Ireneo). “Dios se hizo hombre, para que el hombre sea hecho Dios” (san Agustín). Santo Tomás, en cuyas fuentes bebe J. de la Cruz, profundizará en el sentido teológico de esta participación, que ha marcado el desarrollo de la teología de la gracia. El Concilio Vaticano II presenta la voluntad eterna del Padre acerca de la salvación de todos los hombres como una llamada “a participar de la vida divina” (LG 2; DV 2) y como uno de los rasgos definitorios del nuevo pueblo de Dios (LG 9).

Sobre este trasfondo teológico se comprende mejor el pensamiento de J. de la Cruz, que se resume en esta expresión: “Dios por participación”. La expresión aparece invariablemente repetida en cuatro pasajes de sus obras, relacionados todos con la unión (S 2,5,7; N 2,20,5; CB 22,3; LlB 2,34).

Pero el contexto es profundamente teológico.

1) Su primera formulación aparece en Subida, a propósito de su definición sobre la unión del alma con Dios. Es una “unión total y permanente según la sustancia del alma” (S 2,5,2), que presupone la presencia natural de Dios, que en cualquier alma “mora y asiste sustancialmente”. Pero no se trata de esta unión sustancial, “sino de la unión y transformación del alma con Dios”; es “unión de semejanza” y “sobrenatural” (ib. 3). Aunque “está Dios siempre en el alma dándole y conservándole el ser natural de ella con su asistencia, no, empero, siempre la comunica el ser sobrenatural. Porque éste no se comunica sino por amor y gracia, en la cual no todas las almas están; y las que están, no en igual grado, porque unas están en más, otras en menos grados de amor” (ib. 4).

Se trata, pues, de una comunicación de Dios  sobrenatural por  gracia, que tiene su fuente y raíz en la regeneración bautismal que nos hace hijos de Dios. El Santo fundamenta su exposición en dos textos joaneos sobre la filiación, a los que hace un comentario rigurosamente teológico. El primero es sobre el prólogo de san Juan: “Esto es lo que quiso dar a entender san Juan (1, 13) cuando dijo: ‘Qui non ex sanguinibus, neque ex voluntate carnis, neque ex voluntate viri, sed ex Deo nati sunt’; como si dijera: Dio poder para que puedan ser hijos de Dios, esto es, se puedan transformar en Dios, solamente aquellos que no de las sangres, esto es, que no de las complexiones y composiciones naturales son nacidos, ni tampoco de la voluntad de la carne, esto es, del albedrío de la habilidad y capacidad natural, ni menos de la voluntad del varón; en lo cual se incluye todo modo y manera de arbitrar y comprehender con el entendimiento. No dio poder a ninguno de éstos para poder ser hijos de Dios, sino a los que son nacidos de Dios, esto es, a los que, renaciendo por gracia, muriendo primero a todo lo que es hombre viejo (cf. Ef 4,22), se levantan sobre sí a lo sobrenatural, recibiendo de Dios la tal renacencia y filiación, que es sobre todo lo que se puede pensar” (ib. 5).

El segundo comentario es sobre el diálogo entre Jesús y Nicodemo, acerca de la necesidad de renacer de lo alto y del Espíritu para entrar en el reino de Dios: “Como el mismo san Juan (3,5) dice en otra parte: ‘Nisi quis renatus fuerit ex aqua, et Spiritu Sancto, non potest videre regnum Dei’; quiere decir: El que no renaciere en el Espíritu Santo, no podrá ver este reino de Dios, que es el estado de perfección. Y renacer en el Espíritu Santo en esta vida, es tener un alma simílima a Dios en pureza, sin tener en sí alguna mezcla de imperfección, y así se puede hacer pura transformación por participación de unión, aunque no esencialmente” (ib.).

Es importante subrayar que esta  “transformación por participación de unión”, de que habla el Santo, tiene un carácter existencial y dinámico. No se refiere sólo a la transformación ontológica, que se lleva a cabo por la gracia, sino también a su dinamismo interior, que comporta una disposición que dé “lugar a Dios para que la transforme en lo sobrenatural” (ib. 4). “De manera que el alma no ha menester más que desnudarse de estas contrariedades y disimilitúdines naturales, para que Dios, que se le está comunicando naturalmente por naturaleza, se le comunique sobrenaturalmente por gracia” (ib. 4). “En dando lugar el alma (que es quitar de sí todo velo y mancha de criatura…) luego queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios” (ib. 7).

La fuerza transformadora de Dios es como “el rayo del sol dando en una vidriera”. Esta vidriera es el alma, “en la cual siempre está embistiendo” el sol divino, hasta transformarla en ascua incandescente (ib. 6). Es entonces cuando se produce la unión transformante por participación de Dios: “Y se hace tal unión cuando Dios hace al alma esta sobrenatural merced, que todas las cosas de Dios y el alma son unas en transformación participante. Y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación; aunque es verdad que su ser naturalmente tan distinto se le tiene del de Dios como antes, aunque está transformada, como también la vidriera le tiene distinto del rayo, estando de él clarificada” (ib. 7).

De aquí saca el Doctor místico algunas conclusiones prácticas sobre “la pureza y amor, que es desnudez y resignación perfecta”, como la mejor disposición, y sobre los grados y diferencias de unión según la capacidad y disposición.

2) La segunda formulación más importante sobre la participación de Dios se encuentra en la Noche. Aparece después de haber descrito la transformación por la  noche oscura del espíritu, que culmina en la unión con Dios (N 2,4-10). Entre los frutos o propiedades de esta noche señala el amor de la secreta escala según Santo Tomás y San Bernardo (N 2,11-19). Y entre los diez grados de amor de esta secreta escala, destaca el último grado, que “hace el alma asimilarse totalmente a Dios, por razón de la clara visión de Dios que luego posee inmediatamente el alma, que, habiendo llegado en esta vida al nono grado, sale de la carne” (N 2,20,5).

Esta transformación es un anticipo de “la clara visión de Dios”. Supone una purgación tal que pocos llegan a ella. Pero “la causa de la similitud total del alma con Dios”, que aquí se apunta, es la visión de Dios: “De donde san Mateo (5,8) dice: ‘Beati mundo corde, quoniam ipsi Deum videbunt’, etc. Y, como decimos, esta visión es la causa de la similitud total del alma con Dios, porque así lo dice san Juan (1 Jn 3,2), diciendo: ‘Sabemos que seremos semejantes a él’, no porque el alma se hará tan capaz como Dios, porque eso es imposible, sino porque todo lo que ella es se hará semejante a Dios; por lo cual se llamará, y lo será, Dios por participación” (N 2,20,5).

3) Esta semejanza plena con Dios, que se alcanzará en la visión beatífica, se anticipa ya aquí por el amor, que alcanza su máxima expresión en el matrimonio espiritual, descrito en Cántico. Es la tercera formulación de la participación de Dios. Después de haber descrito los primeros encuentros de amor, coincidiendo con el desposorio espiritual (CB 13-21), se propone describir la unión plena del matrimonio espiritual (CB 22-35).

También este estado, como los anteriores, requiere las debidas disposiciones: “Primero se ejercita en los trabajos y amarguras de la mortificación, y en la meditación de las cosas espirituales… Y después entra en la vía contemplativa, en que pasa por las vías y estrechos de amor… Y demás de esto, va por la  vía unitiva, en que recibe muchas y grandes comunicaciones y visitas y dones y joyas del  Esposo, bien así como desposada, se va enterando y perfeccionando en el amor de él” (CB 22,3).

Entonces tiene lugar el matrimonio espiritual, por una “transformación total en el Amado”, que hace al alma “Dios por participación”: “Es mucho más sin comparación que el desposorio espiritual, porque es una transformación total en el Amado, en que se entregan ambas las partes por total posesión de la una a la otra, con cierta consumación de unión de amor, en que está el alma hecha divina y Dios por participación, cuanto se puede en esta vida” (CB 22,3).

Esta transformación es como una confirmación en gracia. Se da por la unión de las dos naturalezas en un solo espíritu y amor, porque, como dice san Pablo, el que se junta con Dios un solo espíritu se hace con él: “Y así, pienso que este estado nunca acaece sin que esté el alma en él confirmada en gracia, porque se confirma la fe de ambas partes, confirmándose aquí la de Dios en el alma. De donde éste es el más alto estado a que en esta vida se puede llegar. Porque, así como en la consumación del matrimonio carnal son dos en una carne, como dice la divina Escritura (Gn 2,24), así también, consumado este matrimonio espiritual entre Dios y el alma, son dos naturalezas en un espíritu y amor, según dice san Pablo trayendo esta misma comparación (1 Cor 6,17), diciendo: ‘El que se junta al Señor, un espíritu se hace con él’. Bien así como cuando la luz de la estrella o de la candela se junta y une con la del sol, que ya el que luce ni es la estrella ni la candela, sino el sol, teniendo en sí difundidas las otras luces” (CB 22,3).

También de aquí saca el Doctor místico unas conclusiones prácticas, que es la transformación de todo el psiquismo humano: “Todas las afecciones y modos y maneras espirituales, dejadas aparte y olvidadas todas las tentaciones, turbaciones, penas, solicitud y cuidados, transformada en este alto abrazo” (ib. 4). En este estado “goza en seguridad y quietud la participación de Dios” (CB 24,5). Es una comunión cada vez más íntima, que aspira a la meta final, que es “la consumación y perfección de este estado, por lo cual nunca descansa el alma hasta llegar a él” (CB 22,6).

4. Esta perspectiva escatológica de la participación de Dios aparece, de forma más explícita, en la cuarta de sus formulaciones, en Llama. Después de haber explicado la necesidad de la purificación para la unión (LlB 2,25-31), comentando el verso que canta la paga del Padre de “toda deuda”, por todas las tribulaciones y trabajos, habla del trueque de la muerte en vida: “Matando, muerte en vida la has trocado” (ib. 3235). Esta vida es la visión beatífica y la vida espiritual perfecta. Pero la primera no puede darse si no se vive la segunda. Ahora bien, la vida espiritual perfecta requiere la muerte al hombre viejo. Esto ocurre cuando “todos los apetitos del alma y sus potencias según sus inclinaciones y operaciones, que de suyo eran operación de muerte y privación de la vida espiritual, se truecan en divinas” (ib. 33).

Así se produce el trueque de muerte en vida: “Teniendo el alma sus operaciones en Dios por la unión que tiene con Dios, vive vida de Dios, y así se ha trocado su muerte en vida, que es su vida animal en vida espiritual”. Esta vida espiritual comprende la transformación de las operaciones de las potencias espirituales –entendimiento, voluntad y memoria– en conocimiento y vida de amor divinos. Asimismo, el apetito natural “está ahora trocado en gusto y sabor divino”. Igualmente, los movimientos y operaciones naturales del alma están “trocados en movimientos divinos, muertos a su operación e inclinación y vivos en Dios. Porque el alma, como ya verdadera hija de Dios, en todo es movida por el espíritu de Dios, como enseña san Pablo (Rom 8,14), diciendo que los que ‘son movidos por el espíritu de Dios, son hijos de Dios’” (ib. 34).

Pero esta transformación no sólo afecta a las potencias espirituales, sino a la misma sustancia del alma: “La sustancia de esta alma aunque no es sustancia de Dios, porque no puede sustancialmente convertirse en él, pero, estando unida, como está aquí con él y absorta en él, es por participación Dios, lo cual acaece en este estado perfecto de vida espiritual, aunque no tan perfectamente como en la otra” (ib.). Este ser “Dios por participación” es la vida del alma. Por eso “puede muy bien decir aquí aquello de san Pablo (Gál 2, 20): ‘Vivo yo, ya no yo, mas vive en mí Cristo’. De esta manera está trocada la muerte de esta alma en vida de Dios, y le cuadra también el dicho del Apóstol (1 Cor 15,54), que dice: ‘Absorta est mors in victoria’, con el que dice también el profeta Oseas (13,14) en persona de Dios, diciendo: ‘¡Oh muerte! yo seré tu muerte’, que es como si dijera: Yo, que soy la vida, siendo muerte de la muerte, la muerte quedará absorta en vida” (ib. 34).

La participación de Dios comprende la comunión en los atributos divinos, que J. de la Cruz explica en el comentario al verso “¡Oh lámparas de fuego!” (LlB 3,2-8). Se lleva a cabo por la comunicación del Espíritu divino, del que habla el profeta Ezequiel (Ez 36,25-26). Es como fuego vivo, que alumbra y da calor (LlB 3,2-3); o como agua suave y deleitable, que inflama al alma y la pone “en ejercicio de amar, en acto de amor” (ib. 8). Esta “transformación del alma en Dios es indecible: todo se dice en esta palabra: que el alma está hecha Dios de Dios, por participación de él y de sus atributos, que son los que aquí llama  lámparas de fuego” (ib.).

Completa esta perspectiva el comentario al verso “Con extraños primores/calor y luz dan junto a su Querido” (LlB 3,77-85). Estando “las profundas cavernas del sentido” iluminadas por los resplandores de los atributos divinos, se produce un amor entrega recíproca, “dando al Amado la misma luz y calor de amor que reciben” (LlB 3,77). Estos son los “extraños primores”, “ajenos de todo común pensar y de todo encarecimiento y de todo modo y manera”, que infunden la sabiduría divina al entendimiento y la bondad divina a la voluntad: “Y conforme al primor con que la voluntad está unida en la bondad, es el primor con que ella da a Dios en Dios la misma bondad, porque no lo recibe sino para darlo. Y, ni más ni menos, según el primor con que en la grandeza de Dios conoce, estando unida en ella, luce y da calor de amor. Y según los primores de los atributos divinos que comunica allí él al alma de fortaleza, hermosura, justicia, etc., son los primores con que el sentido, gozando, está dando en su Querido esa misma luz y calor que está recibiendo de su Querido” (ib.). Así llega el  alma en este estado a ser Dios por participación: “Porque, estando ella aquí hecha una misma cosa en él, en cierta manera es ella Dios por participación; que, aunque no tan perfectamente como en la otra vida, es, como dijimos, como sombra de Dios” (ib.).

Pero no hay que entender esta participación de Dios en sus atributos como una simple participación del obrar divino, sino como la comunicación personal de Dios. No hay que entenderla tampoco como una participación física de parte de su ser, la physis, sino como una koinonia. Es la comunión plena con Dios, tal como es personalmente en su misterio trinitario. Esta perspectiva personal y trinitaria es la que desarrolla la estrofa 39 de Cántico, entroncando así con la perspectiva patrística de la divinización.

El Doctor místico la describe como una “aspiración de Dios al alma y del alma a Dios”, semejante a la aspiración con que el Padre y el Hijo “aspiran” al Espíritu Santo: “No hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado; porque dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad, pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma? Porque esto es estar transformada en las tres Personas en potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto ‘la crió a su imagen y semejanza’” (Gn 1,26: CB 39,4).

El fundamento teológico de esta misteriosa participación del misterio trinitario lo halla J. de la Cruz en los textos bíblicos relativos a la filiación (Gál 4,6; Jn 1,12) y en la oración sacerdotal de Jesús, que pide para los suyos la misma comunión que existe entre él y el Padre (Jn 17,20-23). “Y cómo esto sea, no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice san Juan (1, 12); y así lo pidió al Padre por el mismo san Juan (17, 24), diciendo: ‘Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste’; es a saber: que hagan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo” (CB 39,5).

Y concluye el Santo citando ampliamente el texto petrino del “consortes divinae naturae”: “De donde las almas esos mismos bienes poseen por participación que él por naturaleza; por lo cual verdaderamente son dioses por participación, iguales y compañeros suyos de Dios… En las cuales [palabras de san Pedro] da claramente a entender que el alma participará al mismo Dios, que será obrando en él acompañadamente con él la obra de la  Santísima Trinidad, de la manera que habemos dicho, por causa de la unión sustancial entre el alma y Dios” (CB 39,6).

II. Participación del “obrar” divino

La participación en el “ser” va unida a la participación en el “obrar”: “operari sequitur esse”. Es un principio filosófico, que J. de la Cruz aplica a la vida espiritual. En él se funda la nueva vida del cristiano, que tiene su origen en el nuevo ser adquirido en la divinización. Este es también el fundamento de la moral cristiana, urgido por Juan Pablo II en la “Veritatis Splendor”; es “la altísima vocación que los fieles han recibido en Cristo” (VS 7).

Pero J. de la Cruz no se limita a la proclamación de este principio, sino que muestra cómo el obrar humano se va transformando progresivamente en divino, hasta alcanzar el estado de unión (S 1,5,7). Comienza este proceso con la noche de la fe: “Va Dios ilustrando al alma sobrenaturalmente con el rayo de su divina luz” (S 2,2,1). Como quiera que este proceso se produce en la oscuridad de la noche, esto es, “cegándose y poniendo en tiniebla” (S 2,8,5), “quedándose en la pura desnudez y pobreza de espíritu”, Dios le va infundiendo su sabiduría: “porque faltando lo natural al alma enamorada, luego se infunde de lo divino, natural y sobrenaturalmente, porque no se dé vacío en la naturaleza” (S 2,15,4).

Alcanzada la unión, las operaciones de las potencias “en este estado todas son divinas” (S 3,2,8), “pues están transformadas en ser divino” (ib. 9). Así, pues, en la unión “podemos decir que de sensual se hace espiritual, de animal se hace racional y aún que de hombre camina a porción angelical, y que de temporal y humano se hace divino y celestial” (S 3,26,3).

J. de la Cruz explica esta transformación divina en Noche por la acción del “divino rayo de contemplación en el alma, que, embistiendo en ella con su lumbre divina, excede la natural del alma” (N 2,8,4). Por esta luz o noche de contemplación, Dios va limpiando y purgando al alma “de todas las afecciones y hábitos imperfectos que en sí tenía acerca de lo temporal y de lo natural…, haciéndola Dios desfallecer en esta manera a todo lo que no es Dios naturalmente, para irla vistiendo de nuevo, desnuda y desollada ya ella de su antiguo pellejo. Y así, ‘se le renueva, como al águila, su juventud’ (Sal 102,5), quedando vestida del nuevo hombre, que es criado, como dice el Apóstol (Ef 4,24), según Dios. Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino unido con el divino; y, ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de manera que ya no sea voluntad menos que divina, no amando menos que divinamente, hecha y unida en uno con la divina voluntad y amor; y la memoria, ni más ni menos: y también las afecciones y apetitos todos mudados y vueltos según Dios divinamente. Y así, esta alma será ya alma del cielo, celestial, y más divina que humana” (N 2,13,11). Es la culminación del proceso propuesto anteriormente (N 2,3,3) e ilustrado con la imagen del madero transformado por el fuego (N 2,10,1-2). Pero, “aunque el alma más alta vaya, le queda algo encubierto, y tanto cuanto le falta para la asimilación total con la divina esencia” (N 2,20,6).

Cántico y Llama ahondan en esta transformación, como ya hemos visto, hablando del alma “hecha divina y Dios por participación”, en una “tal junta de las dos naturalezas y tal comunicación de la divina a la humana, que no mudando alguna de ellas su ser, cada una parece Dios” (CB 22,3-4). Por eso, en esta junta, “todos los actos de ella son divinos, pues es hecha y movida por Dios” (LlB 1,4). “Y así, todos los movimientos de tal alma son divinos; y aunque son suyos, de ella lo son, porque los hace Dios en ella con ella, que da su voluntad y consentimiento” (ib. 9). Dios, por el “embestimiento interior del Espíritu”, “penetra, endiosando la sustancia del alma, haciéndola divina, en lo cual absorbe al alma sobre todo ser a ser de Dios” (LlB 2,35).

III. El toque de la Divinidad

Con esta expresión, que bajo diversas variantes aparece en los escritos sanjuanistas unas 200 veces, queremos referirnos al grado máximo de participación de Dios. Se da en la unión mística, como comunicación sustancial de la divinidad o como toque divino en la sustancia del alma. El tema es propio de Cántico y Llama, pero aparece enunciado en los demás escritos.

En Subida, al hablar de la fe como “el próximo y proporcionado medio” de unión, la describe como “la divina luz, la cual acabada y quebrada por la quiebra de esta vida mortal, luego aparecerá la gloria y luz de la Divinidad que en sí contenía” (S 2,9,3). Es la visión “cara a cara en la gloria”, que aparecerá al quebrarse “los vasos de esta vida” (ib. 4). Pero ya en esta vida se nos da en Cristo una participación, pues en él, como dice el Apóstol (Col 2,9), “mora corporalmente toda plenitud de divinidad” (S 2,22,6).

Además, a través de la purificación de la noche pasiva del espíritu, tiene el hombre acceso a esta divinidad, pues, “aunque le empobrece y vacía de esta posesión y afección natural, no es sino para que divinamente pueda extender a gozar y gustar de todas las cosas de arriba y de abajo, siendo con libertad de espíritu general en todo” (N 2,9,1). Así, el entendimiento, “purgado y aniquilado en su lumbre natural”, es ilustrado con esta luz divina. Igualmente, la voluntad, “purgada y aniquilada en todas sus afecciones y sentimientos”, se halla dispuesta para sentir “los subidos y peregrinos toques del divino amor en que se verá tansformada divinamente” (ib. 3).

Estos toques divinos han sido ya anunciados en Subida (S 2,24; 2,26; 2,30-32), como prolongación de la acción purificativa, que en la íntima  purgación de la noche tiene lugar en la sustancia del alma: “Es cierto toque en la Divinidad y ya principios de la perfección de la unión de amor que espera” (N 2,12,6). Son “divinos toques en la sustancia del alma en la amorosa sustancia de Dios” (N 2,23,12), “toques sustanciales de unión” (N 2,24,3). Y “estima y codicia un toque de esta Divinidad más que todas las mercedes que Dios le hace” (N 2,23,12).

Con estos toques divinos se aviva el deseo de morir de amor, que “se causa en el alma mediante un toque de noticia suma de la Divinidad” (CB 7,4). Entiende y siente “ser tan inmensa la Divinidad, que no se puede entender acabadamente; es muy subido entender” (CB 7,9). Por eso pide que “le descubra y muestre su hermosura, que es su divina esencia” (CB 11,2) y que le muestre sus “divinos ojos, que significan la Divinidad”, recibiendo entonces “del Amado interiormente tal comunicación y noticia de Dios”, que no lo puede sufrir (CB 13,3). Pero al mismo tiempo le pide “que embista e informe sus potencias con la gloria y excelencia de su Divinidad” (CB 19,2). Lo cual se da por “comunicación esencial de la divinidad, sin otro algún medio en el alma, por cierto contacto de ella en la Divinidad” (ib. 4). De manera que “con verdad se podrá decir que esta alma está aquí vestida de Dios y bañada en divinidad” (CB 26,1).

Así culmina el proceso de divinización, iniciado con los primeros toques divinos. Dios “imprime e infunde en el alma su amor y gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace ‘consorte de la misma Divinidad’” (2 Pe 1,4: CB 32,4). Pero el alma no se siente satisfecha, y pide al Esposo que le dé “en aquella beatífica transformación… pura y clara contemplación de la esencia divina” (CB 39,2).

Finalmente, en Llama matiza los toques divinos con nuevas expresiones. Una de ellas es “toque delicado”, refiriéndose al Verbo, Hijo de Dios, quien lo hace: “Este toque…, por cuanto es sustancial, es a saber, de la divina sustancia, es inefable” (LlB 2,20). Es toque “que a vida eterna sabe”: “Es toque de sustancia, es a saber, de sustancia de Dios en sustancia del alma, al cual en esta vida han llegado muchos santos” (ib. 21). Es una donación recíproca de amor, obra del Espíritu Santo, “en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia…, los poseen entrambos juntos” (LlB 3,79).

Así, pues, el toque de la Divinidad es el encuentro con las divinas personas, que se da en el más profundo centro del alma. Es la inhabitación trinitaria, que el Hijo ha prometido a los que le amen (Jn 14,23), “conviene a saber: que ‘si alguno le amase, vendría la Santísima Trinidad en él y moraría de asiento en él’; lo cual es ilustrándole el entendimiento divinamente en la sabiduría del Hijo, y deleitándole la voluntad en el Espíritu Santo, y absorbiéndola el Padre poderosa y fuertemente en el abrazo abismal de su dulzura” (LlB 1,15). En el estado de unión alcanza su plenitud la inhabitación trinitaria: “El alma se hace deiforme y Dios por participación” (CB 39,4).

Tal es la culminación de la participación de la naturaleza divina. Esta aparece, en los escritos sanjuanistas, en toda su riqueza y amplitud de perspectivas: teológica y mística, ambas estrechamente unidas y en progresivo desarrollo hasta el encuentro cara a cara con la Divinidad. Pues, “estando la voluntad de Divinidad tocada, no puede quedar pagada sino con Divinidad” (Po 12,5).

BIBL. — FERNANDO URBINA, La persona humana en san Juan de la Cruz, Madrid 1956, p. 340345; GEORGES MOREL, Le sens de l’existence selon S. Jean de la Croix t. II, Paris 1960, p. 229-261; MAXIMILIANO HERRÁIZ, “Dios, engrandecedor del hombre. Palabra del místico Juan de la Cruz”, en Teología Espiritual 35 (1991) 419-435.

Ciro García

Pájaro solitario

Probablemente es la alegoría sanjuanista que más ha preocupado a los estudiosos. No tanto por su importancia doctrinal o literaria cuanto por su singularidad y extrañeza. Hasta el presente no se ha individuado con absoluta certeza el enigmático pájaro al que alude J. de la Cruz ni tampoco la fuente precisa de su inspiración, aunque existen precedentes literarios que se remontan hasta el siglo IX en la literatura persa (Luce López-Baralt). No hace al caso recordar aquí las diversas propuestas de los investigadores. Bastará destacar la aplicación espiritual ofrecida por el Santo. Sorprende, con todo, que los estudiosos no hayan advertido la coincidencia del Santo con  S. Teresa (Vida 20,10), lo que sugiere procedencia común.

Se halla en el CE en ambas redacciones. El texto que se lee en la serie de  avisos conocida como Puntos de amor (n. 4) es simple adaptación posterior de lo escrito en el CE. No se trata de un texto original del Santo. Tampoco parece que compusiese realmente una obra sobre las propiedades del pájaro solitario, según testimonio de algún discípulo suyo. Aludía probablemente al breve texto del CE (cf. Escritos, 422-425).

La idea sanjuanista de comparar la contemplación con el pájaro solitario arranca seguramente del texto bíblico: “Recordé y halléme hecho como el pájaro solitario en el tejado” (Sal 101,8) citado en latín y brevemente comentado en la Subida (2,14,11), precisamente a propósito de la  contemplación o “noticia amorosa”, que eleva al alma sobre “todas las formas y figuras y de la  memoria de ellas.

El paralelismo doctrinal con el texto del CE es manifiesto. No hace falta para descubrirlo la constatación de que repite la misma cita bíblica en latín y en versión castellana, exactamente igual que en la obra anterior. A este propósito conviene recordar dos cosas: en primer lugar, que S y CA son cronológicamente muy próximos, coetáneos; luego, que el sistema de alegación bíblica es idéntico en ambos escritos. No deja de ser interesante que el mismo argumento suscite en el Santo la misma referencia bíblica e idéntica aplicación espiritual.

Las cinco propiedades atribuidas al enigmático pájaro solitario le sirven en el CE para enumerar otras tantas propiedades del alma que ha llegado a gozar de la  advertencia amorosa en Dios, es decir, tiene: altísima contemplación, su afecto en el amor de Dios,  soledad de todas las cosas, sabrosísimas alabanzas a Dios y ausencia de afecto sensual y de amor propio, sin “particular consideración en lo superior ni inferior” (CB 14-15,24). Estos rasgos coinciden con los expresados de otra manera en la Subida y sin numeración: levantamiento de mente a inteligencia sustancial, enajenación y abstracción de todas las cosas, formas y figuras, soledad y abstracción de las cosas, elevación de la mente en lo alto, “saber solamente a Dios sin saber cómo” (2,14,11). Son secundarios el orden y el número de rasgos y propiedades; lo decisivo es la apropiación alegórica del pájaro solitario para describir la situación del alma en el sosiego y  silencio de la  noticia general y amorosa de Dios (CB 1415,25). Eso es lo que le interesa destacar a J. de la Cruz.

BIBL. — LUCE LÓPEZ-BARALT, “Para la génesis del ‘pájaro solitario’ de san Juan de la Cruz”, en Huellas del Islam en la literatura española, 2ª ed. Madrid, Hiperión, 1990, p. 59-72; DOMINGO YNDURÁIN, “El pájaro solitario”, en ACIS I, p.143-161; ARMANDO LÓPEZ CASTRO, “El motivo poético del pájaro solitario sanjuanista”, en SJC 14 (1998) 95-105.

Eulogio Pacho