Amén

Es una de las invocaciones preferidas de la Santa, inspirada por los textos bíblicos y por la liturgia. Amén es un hebraísmo conservado en los libros del Nuevo Testamento (Evangelios, Cartas, Apocalipsis) con significado de ratificación o adhesión religiosa a una verdad, o a la revelación de Dios, o al contenido de la oración que precede. Jesús mismo lo emplea a veces en duplicado (Jn 3,3.5) para refrendar la autoridad divina de su palabra. Pablo recuerda su empleo en la comunidad primitiva como aclamación final del grupo a la oración de un carismático (1Cor. 14,16). En el Apocalipsis, Jesús mismo es “el Amén, el testigo fiel” de Dios (3,14).

Teresa incorpora a sus escritos y a sus oraciones el “amén” con ese denso y múltiple significado religioso y cristiano. El amén es frecuentísimo en sus libros, y más en sus cartas. Generalmente aparece como el condensado de una oración, con la fuerza de una sumisión absoluta de todo lo dicho y de ella misma a la voluntad de Dios: “Plega al Señor acierte (yo) a contentarle siempre, amén” (V 13,22). Con ese amén intensivo concluye los prólogos y los epílogos de sus libros. A veces, también ella duplica el amén: “Sea Dios nuestro Señor por siempre alabado y bendito, amén, amén” (Epílogo de M., n. 4). O bien lo triplica (M 6,6,13). Con él suele coronar su doxología preferida, que inicia casi siempre con el “bendito sea” y concluye con el amén: “Bendito sea y alabado el Señor, de donde nos viene todo el bien que hablamos y pensamos y hacemos. Amén” (epílogo de C.). Y en el epílogo de las Moradas: “Sea por siempre bendito, amén, y glorificado” (n. 3). “Sea por siempre bendito, amén, que no parece aguarda a más de ser querido para querer” (F 3,18). Con él concluye frecuentemente cada unidad narrativa, o el tema doctrinal: “alabo la misericordia de Dios, que era siempre el que me daba la mano: sea bendito por siempre jamás amén” (V 7,22). Como en la liturgia, también las oraciones que ella intercala en el relato o en la exposición doctrinal, culminan en el “amén” (cf V 4,11; 31,25; 39,6; F 21,11; 27,16; 29,24; C 42,7…) – En su glosa al Padrenuestro, el amén es interpretado como el resumen y refrendo de todas las peticiones contenidas en la oración dominical, sobre todo de la última: que el Señor nos libre de todo mal y nos colme de los bienes definitivos (C 42,2).

Teresa es, sin duda, una excepcional continuadora de la tradición orante cristiana, que en la invocación “amén” ha condensado la piedad filial y la oración de Jesús, de Pablo y de la comunidad cristiana primitiva.

T. Álvarez


Ambición


T la define como “deseo de ser más” (C 7,10). Está convencida de que “es el principal mal de los monasterios”, es decir, de la vida religiosa de su tiempo (ib). Le contrapone el antídoto de una especie de bienaventuranza evangélica: la bienaventuranza de “ser menos”, o bien, ser el último como en la parábola de Jesús (Mt 19,16: “los últimos serán los primeros en el reino”). Ella escribe: “la que le pareciere es tenida entre todas en menos, se tenga por más bienaventurada, y así lo es…” (C 13,3).

Generalmente, T relaciona la ambición con el “punto de honra”, o con el afán de mayoría. (En su léxico, “mayoría” no tiene significado numérico, sino de sobrevaloración de uno mismo frente a los otros: “creerse más”). “Parece se me hiela la sangre cuando esto escribo, de pensar que puede algún tiempo venir a ser” (que se filtre en la vida comunitaria del Carmelo de San José el vicio de la ambición). “Cuando esto hubiese, dense por perdidas” (7,10). “En los movimientos interiores se traiga mucha cuenta, en especial si tocan en mayorías… Dios nos libre, por su Pasión, de decir ni pensar ‘si soy más antigua, si he trabajado más, si tratan a la otra mejor’. Estos pensamientos… es menester atajarlos con presteza… Es pestilencia, y de donde nacen grandes males” (C 12,4). Por eso, en las Constituciones teresianas a la ambición se la califica de “gravísima culpa”: “gravísima culpa es si alguna, por sí o por otras, procurare alguna cosa de ambición u oficios” (17,7).

Igualmente, T critica la lacra de ambición en la vida social dentro y fuera de la Iglesia. Ironiza acerca de los letrados: “el que ha llegado a leer (enseñar) teología, no ha de bajar a leer filosofía, que es un punto de honra, que está en que ha de subir y no bajar” (C 36,4). Peor aun en el escalafón social y dentro de la familia: “anda el mundo tal, que si el padre es más bajo del estado en que está el hijo, no se tiene por honrado en conocerle por padre” (C 27,5). Igual ironía frente a las “autoridades postizas” con que tienen que disfrazarse los señores y los reyes, para simular que son o que tienen “más que los otros”. Porque si no fuese por esas “autoridades postizas…, no les tendrían en nada” (V 37,6). Es interesante su actitud frente a los titubeos de don Teutonio de Braganza, al ser nombrado éste obispo. Mientras lo anima sinceramente a aceptar el obispado, le confiesa que “está la malicia tan subida y la ambición y honra, en muchos que la habían de traer debajo de los pies, tan canonizada…” (cta del 16.1.1578, n. 3). Compárese con el episodio del inquisidor Soto que se interroga si será servicio de Dios “tomar un obispado”, y T le trasmite la respuesta: “cuando entendiere con toda verdad y caridad que el verdadero señorío es no poseer nada, entonces lo podrá tomar” (V 40,16).

T. Álvarez

Dones del Espíritu Santo

Tomado en sentido estricto el tema de los siete dones del  Espíritu Santo juega un escasísimo papel en el conjunto de la obra sanjuanista. Las menciones explícitas (CB 26,3; S 2,29, 6, estrictamente las únicas) son tan de pasada que no comportan convencimiento y experiencia particularmente importante en el pensamiento y en la expresión del mismo. No usa el esquema de los siete dones para ningún análisis particular, ni enumera nunca la lista clásica de forma ordenada y tradicional.

Sí es constante, sin embargo, en relacionar los dones del Espíritu Santo con la  caridad y con la fe; es decir, que la vida teologal ejercitada en las tres virtudes le parece suficiente mediación para dar cuenta de todos los fenómenos místicos y no precisa añadir este elemento al organismo espiritual. Con el término “dones”, “dones y virtudes” más frecuentemente, alude siempre genéricamente a gracias sobrenaturales actuales, virtudes, frutos o auxilios peculiares que enriquecen la experiencia espiritual, que tienen valor dispositivo para la unión con Dios o son consecuencia de alguno de los grados de esa unión. Ciertamente en el comienzo de este siglo y llevados por la fuerza de las escuelas, muchos autores han concedido importancia sobredimensionada a estas escasas menciones.

I. El alcance de los textos

Los textos citados no ofrecen base para destacar los dones del Espíritu Santo en el sistema espiritual sanjuanista. En Subida 2, 29 introduce el tema en su contexto de purificación del entendimiento por obra de la fe. Se plantea la cuestión de un supuesto adversario que interroga por qué y cómo el autor se atreve a negar el valor o la utilidad de una clase de experiencias místicas que llama “locuciones”. Trata de valorarlas en relación con la revelación general que nos ofrece la fe dogmática y alcanza la fe subjetiva y aprecia su aportación al crecimiento de la unión con Dios. Como siempre, recomienda aplicar a esa experiencia la fe desnuda que el Espíritu Santo, Maestro interior, enseña: “Y si me dijeres que ¿por qué se ha de privar el entendimiento de aquellas verdades, pues alumbra en ellas el Espíritu de Dios al entendimiento, y así no puede ser malo?, digo que el Espíritu Santo alumbra al entendimiento recogido, y que le alumbra al modo de su recogimiento y que el entendimiento no puede hallar otro mayor recogimiento que en fe; y así no le alumbrará el Espíritu Santo en otra cosa más que en fe; porque cuanto más pura y esmerada está el alma en fe, más tiene de caridad infusa de Dios; y cuanto más caridad tiene, tanto más la alumbra y comunica los dones del Espíritu Santo, porque la caridad es la causa y el medio por donde se les comunica” (ib. 6).

II. Subordinación a las virtudes teologales

No hay para J. de la Cruz otro mayor don del Espíritu que la  fe y la caridad. La vida teologal es el primer y original y originante don de Dios. Todo añadido a las teologales le parece estructura redundante. En el contexto se puede percibir referencias soterradas al don de ciencia, de sabiduría o de entendimiento. “Y, aunque es verdad que en aquella ilustración de verdades comunica al alma él alguna luz, pero es tan diferente la que es en fe, sin entender claro, de ésta cuanto a la calidad, como lo es el oro subidísimo del muy bajo metal; y cuanto a la cantidad, como excede la mar a una gota de agua. Porque en la una manera se le comunica sabiduría de una, o dos, o tres verdades, etc., y en la otra se le comunica toda la Sabiduría de Dios generalmente, que es el Hijo de Dios, que se comunica al alma en fe” (ib). La caridad es la fuente, la cumbre y la medida de los dones del Espíritu Santo. La fe y la caridad en el organismo espiritual juegan el mismo papel que el conocimiento y el amor en el ejercicio natural. En lo que tienen los dones de impulso e inspiración el Santo prefiere atribuir esas funciones a la inhabitación personal del mismo Espíritu Santo, “llama de amor viva” que hiere, cura, eleva y trasforma al hombre y lo une con Dios.

Junto a esta subordinación de los dones a la caridad y al Espíritu Santo el Doctor místico acoge eventualmente a “los dones del Espíritu Santo” en su proyecto como grados de medir el crecimiento en la caridad. Por dos veces entran los siete dones en su “sistema” con esta función de gradación. En CB 26 habla de la situación cumbre del camino espiritual: “En la interior bodega de mi Amado bebí. Esta bodega que aquí dice el alma es el último y más estrecho grado de amor en que el alma puede situarse en esta vida, que por eso la llama interior bodega, es a saber, la más interior; de donde se sigue que hay otras no tan interiores, que son los grados de amor por do se sube hasta este último. Y podemos decir que estos grados o bodegas de amor son siete, los cuales se vienen a tener todos cuando se tienen los siete dones del Espíritu Santo en perfección, en la manera que es capaz de recibirlos el alma” (ib. 3). El influjo de la caridad en los dones no sólo es extrínseco. Los dones nacen de ella, que es la “causa y el medio por donde se les comunica” (S 2,29, 6). La expresión última “en la manera que es capaz de recibirlos el alma” sería la más cercana y concordante con la tesis tomista de los dones como “hábitos operativos necesarios para actuar “modo divino, pronta, fácil y fruitivamente la fe y la caridad, que sin ellos serían imperfectos”. Esta idea de la insuficiencia de la fe y la caridad es la que es por entero ajena a J. de la Cruz.

No habla de dones intelectivos que completen la fe. Contemplación es perfección de la fe y no considera que sean los dones los que dan el acto de la  contemplación. Si conoce la doctrina, como aquí parece dar a entender, no la considera de relieve, de tanto relieve como posteriormente alcanzó con Juan de Santo Tomás y los comentadores de esos pasos de la Suma de teología (I-II, p.68-70). La diferencia entre modo pasivo y modo activo le parece suficiente para marcar la necesaria progresión y la gratuidad de todo inicio y avance en el camino de la fe. La caridad o la vida teologal en general para J. de la Cruz es fuerza suficiente para la perfección del hombre. Ella es la que activa y purifica el ejercicio de otros dones y carismas. No hay necesidad en su sistema práctico ni doctrinal para los dones, solo conveniencia.

Esta gradación en siete escalones parece tradicional y con evidentes paralelismos teresianos, pero no provoca doctrina sobre el septenario clásico, aunque el autor se deja envolver por la magia del siete y encadena símbolos numéricos en la continuación de esta cita: “De manera que, si venciere al demonio en lo primero, pasará a lo segundo; y si también en lo segundo, pasará a lo tercero; y de ahí adelante todas las siete mansiones, hasta meterla el Esposo en la cela vinaria (Cant. 2,47) de su perfecta caridad, que son los siete grados de amor”. La mención de la bodega, hace a este texto un claro paralelo del anterior de Cántico 26, pero no se prolonga el paralelismo con la mención de los dones del Espíritu Santo.

Sólo el don de temor se menciona expresamente y se le coloca en el grado más alto de la perfección: “Y así, cuando el alma llega a tener en perfección el espíritu de temor, tiene ya en perfección el espíritu del amor, por cuanto aquel temor (que es el último de los siete dones) es filial, y el temor perfecto de hijo sale de amor perfecto de padre, y así, cuando la Escritura divina quiere llamar a uno perfecto en caridad, le llama temeroso de Dios” (CB 26, 3). Perfectamente nos damos cuenta de que conoce la teoría, pero no la usa. Otras veces ha propuesto escalas de amor (N 2,19-20), pero nunca ha empleado el septenario. La Llama, que abunda en doctrina y experiencias del Espíritu Santo, no menciona el “septiforme munus”.

El don de ciencia parece estar debajo de la especulación en algunos textos (cf. CB 26, 5.8.13.16; 27 4.5 y N 2,17,6). El don de sabiduría cabe entenderlo abundantemente disimulado en muchos textos, pero tanto estos como los demás no forman parte de ningún sistema, no juegan papel alguno en la articulación y ordenamiento de la materia teológica y mística, aunque su trasfondo mental evidentemente coincida con las ideas comunes que ordinariamente convoca en contextos próximos a la teoría tomista. Prefiere el Santo el lenguaje bíblico y sobre todo poético. Es decir, que ha descubierto nuevos nombres para la multiforme acción del Espíritu Santo y prefiere atenerse a esos productos de su propio jardín.

Gabriel Castro

Dolencia de amor

Es vocablo típico del lenguaje figurado de J. de la Cruz dentro del simbolismo nupcial, de ahí que su uso sea exclusivo del Cántico y de la Llama. Trasladado del sentido corporal al ámbito del espíritu, dolor-dolencia corresponde a un efecto penoso del amor imperfecto o impaciente. Procede del ansia con que se busca al Amado-Dios, que se siente ausente. El sentimiento del vacío o ausencia, después de haber saboreado su presencia, causa en alma-amante esa sensación dolorosa. Escribe el Santo señalando la clave de la figuración: “Bien se llama dolencia el amor imperfecto; porque, así como el enfermo está debilitado para obrar, así el alma que está flaca en amor lo está también para obrar las virtudes heroicas” (CB 11,13).

La aplicación al plano místico-espiritual resulta sencilla: “El que siente en sí dolencia de amor, esto es, falta de amor, es señal de que tiene algún amor, porque por lo que tiene echa de ver lo que le falta. Pero el que no la siente, es señal que no tiene ninguno o que está perfecto en él” (ib. 14). Deja así bien patente que la dolencia tiene sentido ambivalente: por una parte, supone que existe cierto grado o nivel de amor; por otra, que el amor es todavía flaco e imperfecto. Quienes no se han sentido atraídos por el amor de Dios y quienes ya lo tienen muy “calificado” no pueden sufrir dolor, no experimentan la dolencia.

Dentro del mismo cuadro simbólico y espiritual la dolencia se aproxima a otros fenómenos parecidos, como la herida, la  muerte y la pena de amor, sensaciones todas ellas procedentes del sentimiento de la ausencia del Amado. Así lo atestigua el comentario a los dos versos en que aparecen el sustantivo “dolencia” y el verbo “adolezco”. Al declarar el verso “decilde que adolezco, peno y muero” (CB 2ª, 5º) escribe: “En el cual representa el alma tres necesidades, conviene a saber: dolencia, pena y muerte. Porque el alma que de veras ama a Dios con amor de alguna perfección, en la ausencia padece ordinariamente de tres maneras, según las tres potencias del alma, que son: entendimiento, voluntad y memoria” (CB 2,6). La dolencia o el adolecer se atribuye aquí acomodaticiamente al entendimiento, la pena a la voluntad y la muerte a la memoria.

Aunque el autor no las relaciona directamente con la dolencia, son sensaciones similares y muy próximas a la misma las “tres maneras de penar por el Amado acerca de tres maneras de noticias que de él se pueden tener” (CB 7,2), que son: “herida, llaga y llaga afistolada” (ib. 2-4). Dado que proceden de noticias o conocimiento podrían considerarse formas de la dolencia, en conformidad con lo señalado antes (CB 2,6).

El juego del lenguaje simbólico no permite extremar el rigor conceptual de los vocablos. Estos están sometidos a las exigencias acomodaticias de la creación poética con sus infinitas connotaciones. Sólo en este sentido cabe señalar peculiaridades a cada uno de los fenómenos o sentimientos afines a la dolencia. Esta sería una enfermedad general que encuadraría de algún modo las demás sensaciones penosas causadas por el amor: “La enfermedad de amor no tiene otra cura sino la presencia y figura del Amado”. La razón “es porque la dolencia de amor, así como es diferente de las demás enfermedades, su medicina es también diferente; porque en las demás enfermedades, para seguir buena filosofía, cúranse contrarios con contrarios, mas el amor no se cura sino con cosas conformes al amor” (CB 11,11).

J. de la Cruz describe con extraordinario grafismo y belleza los rasgos peculiares de la dolencia amorosa. Quien la padece “está como un enfermo muy fatigado que, teniendo perdido el gusto y el apetito, de todos los manjares fastidia, y todas las cosas le molestan y enojan. Sólo en todas las cosas que se le ofrecen al pensamiento o a la vista tiene presente un solo apetito y deseo, que es de su salud, y todo lo que a esto no hace le es molesto y pesado” (CB 10,1).

La dolencia, como cualquier  enfermedad de amor, implica una situación espiritual notablemente avanzada, y en sí misma es efecto positivo del amor divino; por otra parte, y en cuanto causa pena y ansia, presenta un aspecto que puede considerarse negativo; por eso mismo se convierte en medio o instrumento de  purificación. El corazón llagado con el dolor de la ausencia, sólo se cura y sacia con el “deleite y gloria de la presencia”; de ahí que las heridas y dolencias son a la vez sabrosas y penosas (CB 9 entera). Como el alma enamorada de Dios reconoce que no “hay cosa que pueda curar su dolencia sino la presencia y vista de su Amado, desconfía de cualquier otro remedio”, pidiéndole insistentemente la “entrega de su posesión y de su presencia” (CB 6,2).

En toda prueba de amor la  fe-fidelidad juega papel decisivo. El alma enamorada conoce por fe que su conocimiento y amor de Dios son siempre imperfectos en esta vida; están como en  dibujo o esbozo, por lo que siempre aspira a que se vuelvan perfecta pintura: “Aquí el alma se siente con cierto dibujo de amor, que es la dolencia … deseando que se acabe de figurar con la figura cuyo es el dibujo, que es su Esposo el Verbo, Hijo de Dios” (CB 11,12). Hay momentos en que el ansia amorosa es tal, que “por fuerza ha de penar según la dolencia en la tal purga y cura” (LlB 1,21). El encarecimiento sanjuanista es significativo: “No se puede encarecer lo que el alma padece en este tiempo, es a saber, muy poco menos que en el purgatorio” (ib.; cf. N 2,6-7; 2,10,5; 2,12,1, etc.). Son las pruebas definitivas de la fidelidad antes de la  unión transformante del matrimonio espiritual. Entonces la dolencia, como gemido de esperanza, será ya pacífica y serena.

Eulogio Pacho

Distracción/es

En su cuarta acepción, el Diccionario de la R. Academia define ‘distraer’ como ‘apartar a alguien de la vida virtuosa y honesta’. En Juan de la Cruz es sinónimo de divertir, apartar, desviar, errar. Para él, la distracción en sentido espiritual, equivale a errar el camino de la perfección, ya que el alma, después que se determina a servir a Dios, tiene en él su verdadero y único centro (LlB 1,13). Todo cuanto se le interponga será distraerle de su verdadero fin. La distracción mayor será lo que pueda ocasionar su perdición, su yerro. El gráfico y texto del Monte de perfección que dibujó el Santo, refleja el camino de espíritu errado.

El Santo no habla de las distracciones, referidas al ámbito de la  oración. J. de la Cruz siempre tiene ante sí un horizonte más vasto; por eso escribe acerca de todo aquello que es causa y origina distracciones, retraso e impedimento en el camino de la perfección cristiana. El Santo usa con categoría de sinónimos muchos otros términos que, en razón de su lenguaje alegórico, sirven a su propósito, tales como turbación, estorbo, estrago del  apetito espiritual, embarazar. “El alma nunca yerra sino por sus apetitos y gustos, o sus discursos, o sus inteligencias, o sus afecciones; porque de ordinario en éstas excede o falta, o varía o desatina, o da y se inclina a lo que no conviene” (N 2,16,2). “El apetito y las potencias aplicadas a cosas inútiles y dañosas divierten el alma” (N 2,16,3). Señalando la raíz de esta radical distracción escribe el Santo: “¡Huimos de [lo verdadero y claro]; lo que más luce y llena nuestro ojo lo abrazamos y vamos tras de ello, siendo lo que peor nos está y lo que a cada paso nos hace dar de ojos!”. El origen de este distraerse radica en que la razón, que tendría que guiar, es la que se engaña para ir a Dios (S 1,9,3-6; N 2,16,12).

Los muchos oficios que sirven al propio apetito en los inicios del camino espiritual son fuente de las distracciones (CB 28,7). Los versos: “ni cogeré las flores, /ni temerá las fieras /y pasaré los fuertes y fronteras” de la 3ª estrofa de Cántico ofrecen en síntesis alegórica las distracciones que sobrevienen y en las que está inmersa el alma, antes de decidirse a caminar por la senda del seguimiento de  Cristo, a saber, bienes temporales, sensuales y espirituales; el mundo, el demonio y la carne.

Los bienes naturales causan distracción del amor de Dios (S 3,21,1) y llevan anejo un  daño que es “distracción de la mente en criaturas” (S 3,22,2); “el gozo de las cosas visibles producen vanidad y distracción de la mente, como oír cosas inútiles” (S 3, 25,2-3); “el gozo en el sabor de los manjares … causa distracción de los demás sentidos y del corazón” (S 3,25,5); las romerías que se hacen con mucho bullicio y “más por recreación que por devoción” producen distracciones (S 3,36,3); quienes organizan fiestas religiosas “más se suelen alegrar por lo que ellos se han de holgar en ellas … que por agradar a Dios … con que se distraen” (S 3,38,2); los oratorios muy curiosos por asirse al ornato de los mismos (S 3,38,5), los bienes temporales y deleites corporales, “si se tienen con propiedad o se buscan”, también producen distracciones (CB 3,5).

El  mundo amenaza de diversas maneras “que hace dificultosísimo no sólo el perseverar … mas aun el poder comenzar el camino” (CB 3,7; 10,3); el demonio (CB 3,9; 16,2) en ocasiones estorba el ejercicio de amor interior (CB 16,3; 16,6); la parte sensitiva – fantasía, imaginación– trata de distraer a la parte racional de su interior para que atienda a las cosas exteriores (CB 18,4; 18,2; 18,7; 20 y 21,5) apartándola así de su centro. Las fuentes de la distracción son, pues, muchas y variadísimas. El Santo señala únicamente algunos ejemplos.

Antonio Mingo

Disfraz

En la pluma sanjuanista el lenguaje figurativo ha convertido también a este término en una expresión característica de su vocabulario místico. La aplicación al ámbito espiritual tiene su origen, como en tantos otros casos, en la creación poética. Por la misma razón, su uso se concentra en el comentario a determinado verso. En este caso al de la Noche: “Por la secreta escala disfrazada” (canc. 2ª, v. 2º).

Al margen del contexto poético, J. de la Cruz emplea el término en un par de ocasiones en el sentido corriente de máscara o artificio para despistar. Antes de llegar a la  unión, Dios se comunica a veces “mediante algún disfraz de visión imaginaria, o semejanza, o figura”, cosa que desaparece en el estado de unión transformante (S 2,16,9). Por su parte, el  demonio es tan astuto, que sabe “disimular y disfrazar” de tal manera las cosas, que las malas representaciones parezcan buenas (S 2,11,7).

Una primera y sumaria aplicación del disfraz en sentido figurado, arrancando del poema citado, se halla al principio de la Subida, en la primera explicación sumaria de la segunda estrofa. El  alma, en la noche oscura, camina disfrazada por llevar “el traje y vestido y término natural mudado en divino”, para no ser conocida ni detenida por las cosas humanas ni por el demonio (S 2,1,1).

La detenida explicación del mismo verso se abre en la Noche oscura con esta advertencia: “Tres propiedades conviene declarar acerca de tres vocablos, que contiene el presente verso.

Las dos, conviene a saber, secreta escala, pertenecen a la contemplación…; la tercera, conviene a saber, disfrazada, pertenece al alma por razón del modo que lleva en esta noche” (N 2,17,1). Esta última propiedad es la que aquí interesa.

Anteriormente, al sintetizar el contenido de toda la estrofa, había advertido J. de la Cruz que el alma cantaba su salida de noche, “a oscuras y segura”, “porque en ella se libraba y escapaba sutilmente de sus contrarios, que le impedían siempre el paso, porque en la oscuridad de la noche iba mudado el traje y disfrazada con tres libreas y colores que después diremos” (N 2,15,1).

Efectivamente, eso es lo que “dice” al explicar el sentido del calificativo “disfrazada”. Comienza por adelantar el significado de disfraz: “Conviene saber que disfrazarse no es otra cosa que disimularse y encubrirse debajo de otro traje y figura que de suyo tenía el alma “ (N 2,21,2). Los objetivos que persigue el alma en su salida de noche, por la secreta escala disfrazada, pueden ser varios: “Mostrar la fuerza de voluntad y pretensión que en el corazón tiene”; “encubrirse de sus émulos, y así poder hacer mejor su hecho” (ib.). En cualquier caso, toma aquellos trajes y librea “que más represente y signifique la afección de su corazón, y con que mejor se pueda de los contrarios disimular” (ib.).

La aplicación alegórica al alma “tocada del amor del Esposo Cristo” es sencilla: “Sale disfrazada con aquel disfraz que más al vivo represente las afecciones de su espíritu y con que más segura vaya de los adversarios suyos y enemigos, que son: demonio, mundo y carne” (ib. 3).

De aquí arranca la alegoría desarrollada por el Santo. En correspondencia a los tres  enemigos están los tres colores de la librea o disfraz del alma: blanco, verde y colorado. Cada uno de ellos denota una virtud teologal: el blanco, la fe; el verde, la esperanza, y el colorado, la caridad. La trama alegórica se desgrana así: la fe, que es “una túnica interior de una blancura tan levantada, que disgrega la vista del entendimiento”, ampara contra el demonio más que todas las otras virtudes (ib.). A la túnica blanca de la fe se sobrepone el segundo color, “que es una almilla de verde, correspondiente a la virtud de la esperanza, por la cual el alma se libra del segundo enemigo, que es el mundo, porque teniendo el corazón tan levantado del mundo, no sólo no le puede tocar y asir el corazón, pero ni alcanzarle de vista” (ib. 6).

Para remate y perfección de este disfraz y librea, sobre el blanco y el verde, “lleva el alma aquí un tercer color, que es una excelente toga colorada, por la cual es denotada la tercera virtud, que es la caridad” (ib. 10). Con esta librea, “no sólo se ampara y encubre el alma del tercer enemigo, que es la carne … pero aun hace válidas a las demás virtudes, dándoles vigor y fuerza para amparar al alma, y gracia y donaire para agradar al Amado con ellas, porque sin caridad ninguna virtud es graciosa delante de Dios” (ib.).

Concluye su aplicación del disfraz a la noche purificativa recordando que la  fe oscurece y vacía al entendimiento de toda inteligencia natural; la  esperanza hace lo propio en la  memoria y la  caridad, “ni más ni menos, vacía y aniquila las afecciones y apetitos de la voluntad” (ib.11). Remata su pensamiento con estas palabras: “Sin caminar a las veras con el traje de estas tres virtudes es imposible llegar a la perfección de unión con Dios por amor”. No sólo es “necesario y conveniente este traje y disfraz”, sino también “atinársele a vestir y perseverar con él hasta conseguir la pretensión y fin tan deseado como la unión de amor” (ib. 12).

Frente a las apreciaciones y motivaciones puramente humanas, en la búsqueda y conquista de Dios, debe prevalecer la dimensión teologal. Es el disfraz frente a insidias y juicios humanos. Las virtudes teologales son el vestido necesario y adecuado para seguir el camino de Dios sin riesgo de extraviarse.  Caridad, celada, esperanza, fe, librea, túnica.

Eulogio Pacho

Discreción

Generalmente se entiende por “discreción” la facultad peculiar para discernir con criterio, con tacto, con prudencia los distintos movimientos del espíritu humano. Y, desde esta óptica, la discreción se identifica con “el discernimiento de espíritus”. Por ello, hablar de “discreción” en Juan de la Cruz es sinónimo de hablar de “discernimiento de espíritus” y tiene mucho que ver con la “dirección espiritual”. El Santo no usa el sustantivo discernimiento, y sólo en dos ocasiones emplea el verbo “discernir” (S 2,16,14 y 2,17,7).

El punto básico de referencia en la discreción, para el Santo, es el de la comunión con Dios por amor, en el crecimiento de las virtudes. Y, para todo ello, es menester discreción. “El amor de Dios no es perfecto si no es fuerte y discreto en purgar el gozo de todas las cosas” (S 3,30,5). En el obrar espiritual la discreción se aproxima mucho a la prudencia: “Muy en breve vendrá a hallar en esas virtudes gran deleite y consuelo, obrando ordenada y discretamente” (S 1,13,7). La “indiscreción”, pues, equivale a falta de respeto para con el Señor. Por ello, a falta de prudencia. “Por lo cual se denota el respeto y discreción en desnudez de apetito con que se ha de tratar con Dios” (N 1,12,3). Así, el alma con tacto, con prudencia, con discreción es particularmente amada por el Señor: “Amas, Tú, Señor, la discreción” (Av, pról.). Y la “discreción” que ama el Señor es el fruto del “buen entendimiento” (S 3,21,1).

Ámbito muy vinculado a la discreción es el de  dirección espiritual. J. de la Cruz reconoce que la “discreción” es un don de Dios, y que pertenece “a la gracia que llama san Pablo don de discreción de espíritus” (S 2,26,11). Por ello, el alma debe saber pedirla con  humildad y confianza. Y el  alma, para alcanzarla, debe servirse de las orientaciones de su confesor o maestro de espíritu, ya que el alma “ha de manifestar al confesor maduro o persona discreta y sabia” (S 2,30,5) la andadura de su vida interior. El Santo es consciente de que el alma puede encontrarse con confesores poco discretos, que los hay. De ahí su esfuerzo por venir al encuentro de las almas: “Y la razón que me ha movido a alargarme ahora en esto un poco es la poca discreción que he echado de ver, a lo que yo entiendo, en algunos maestros espirituales” (S 2,18,2). Insiste en que el director espiritual “además de ser sabio y discreto … es menester que sea experimentado” (LlB 3,30), ya que no se puede guiar las almas sin “el fundamento del saber y la discreción” (ib.).

Pero para poder llegar a vivir el amor de Dios en plenitud el alma necesita superar las indiscreciones en las que puede caer. Y, una de esas indiscreciones, puede ser el rigor excesivo en las penitencias corporales. Por ello, el Santo aconseja: “Procure el rigor de su cuerpo con discreción” (Ct a una doncella de Narros del Castillo: 21589?). Lo más acertado y seguro es hacer que las almas “posean la sabiduría de los santos, de la cual dice la Sagrada Escritura que es prudencia” (S 2,26,13), y es “humildad prudente … guiarse por lo más seguro” (S 3,13,9) para llegar a poseer “el obrar manso, humilde y prudente” (S 3,29,4), que será el fruto de un buen discernimiento, como don de Dios.

BIBL. — JUAN SEGARRA PIJUÁN, El discernimiento espiritual en san Juan de la Cruz (Subida), Roma 1989.

Aniano Álvarez-Suárez

Dirección espiritual

Muchos son los títulos con los que podemos adornar la figura de Juan de la Cruz. Y, sin duda, uno de ellos es el de “guía de almas”. Se puede decir que destaca como uno de los más grandes directores de conciencia a través de toda la historia de la espiritualidad cristiana. Guía excepcional que reúne las cualidades que él mismo exige al buen director (LlB 3,30). Lo mismo dirige con acierto a las gentes sencillas de  Duruelo, como a los alumnos y profesores de las Universidades de  Alcalá y de  Baeza; a las almas selectas y muy adelantadas en el  camino de la perfección, como a pecadores que vuelven con sus vidas rotas a la casa del Padre.

J. de la Cruz da por supuesto, y afirma expresamente en múltiples ocasiones, que la dirección del alma es, ante todo, teologal. Quizás sea ésta una de las afirmaciones que hace el Santo con más frecuencia a través de sus escritos. Pocos autores han señalado como él la libertad soberana de Dios en la dirección de las almas. Todo el quehacer del hombre es quedarse en el vacío más absoluto a fin de que pueda ser movido y enseñado por el Espíritu Santo (S 3, 6,3). La tarea positiva, en la subida a la unión perfecta, la realiza Dios mismo (LlB 3,46), si bien “el discípulo y el maestro, que se juntan a saber y a hacer la verdad” (S 2,22,12), deben esforzarse por mantener encendido el fuego del amor de Dios en el alma, ya que ese “es medio y modo por donde Dios lleva las almas” (S 2,22,19). No en vano J. de la Cruz dice que querría saberlo decir, ya que “es cosa dificultosa dar a entender el cómo se engendra el espíritu del discípulo conforme al de su padre espiritual oculta y secretamente” (S 2,18,5).

Para expresar todo este mundo del espíritu, usa el Santo una rica y variada gama terminológica en sus escritos. Encontramos los términos confesor, padre espiritual, maestro de espíritu, director espiritual, etc. Se ha optado por conjuntarlos todos en el término dirección-director espiritual, con la intención de respetar al máximo los textos sanjuanistas, aunque para la sensibilidad del hombre de hoy, parece más acorde hablar de mistagogía o acompañamiento espiritual.

I. Maestro de espíritu

J. de la Cruz tiene, ciertamente, su concepción del papel de la dirección espiritual, de los directores espirituales y confesores. La mística es un camino por el que no podemos caminar solitariamente. Y Dios quiere que, por ese camino, el hombre ayude al hombre. “Porque es Dios tan amigo que el gobierno y trato del hombre sea también por otro hombre semejante a él y que por razón natural sea el hombre regido y gobernado que totalmente quiere que a las cosas que sobrenaturalmente nos comunica no las demos entero crédito ni hagan en nosotros confirmada fuerza y segura, hasta que pasen por este arcaduz humano de la boca del hombre. Y así siempre que algo dice o revela al alma, lo dice con una manera de inclinación puesta en la misma alma, a que se diga a quien conviene decirse; y hasta esto, no suele dar entera satisfacción, porque no la tomó el hombre de otro hombre semejante a él” (S 2,22,9). De ahí la atención que los “directores espirituales” deben tener al asumir el papel de la paternidad espiritual (S 2,18,5; 2,22,16-19).

S. Teresa, ya desde el principio, descubre en él al hombre de la “sabiduría divina”. Su “senequita” es “una de las almas más puras y santas que Dios tiene en su Iglesia”. Le ha infundido “Nuestro Señor grandes riquezas de sabiduría del cielo”. Por ello, invita a las monjas a estrujar ese tesoro. Teresa, convencida de ese don, le pedirá que confiese a sus monjas de Medina y  Valladolid cuando aún fray Juan estaba en rodaje vocacional. Lo mismo le pedirá para las monjas de la Encarnación, cuando, después de su obra pacificadora en el monasterio, se da cuenta de que las religiosas necesitan “crecer” en el espíritu. Y hace todo lo posible por tenerle con ella en esa labor silenciosa, callada, pero eficacísima de la “dirección de almas”. Teresa intuye que esa será la misión de Juan en la Reforma. Y cuando Teresa sabe que las monjas de  Beas,  Sevilla,  Granada o Segovia, abren su alma a fray Juan, da gracias a Dios no sin experimentar también ella una cierta santa envidia. No extraña, pues, que el P. Provincial nombre a fray Juan maestro de novicios en Duruelo, siendo ésa su misión específica dentro del desarrollarse histórico del Carmelo Teresiano: formar y ayudar a crecer y madurar en el espíritu a cuantos, como él, se disponían a escalar las cimas del “Monte”: en Duruelo,  Mancera,  El Calvario,  Alcalá,  Baeza,  Granada,  Segovia.

Según J. de la Cruz, el consejero espiritual no es alguien que da una receta para un problema determinado; para él, el consejero, el director espiritual es aquel que conoce nuestro espíritu, nuestra problemática, nuestro modo peculiar de ser para más y mejor conducirnos a Dios. Aunque, ciertamente, el dirigido ha de saber en qué manos se pone; “porque cual fuere el maestro, tal será el discípulo, y cual el padre, tal el hijo” (LlB 3,26). En la Llama trata ampliamente del tema de la elección del director y de las cualidades que le han de acompañar, ya que puede llegar a entorpecer y atrasar la obra salvífica de Dios en el alma del dirigido: “Aunque el fundamento es el saber y discreción, si no hay experiencia de lo que es puro espíritu, no atinará a encaminar al alma en él, cuando Dios se lo da, ni aun lo entenderá” (LlB 3,29).

Los consejos y directrices de J. de la Cruz están llenos de una profunda vida teologal. Ahí hay que colocar al Santo a la hora de verle en toda su labor, pero especialmente en su labor de director de almas. Su visión de la vida, de los acontecimientos, de los problemas es en clave teologal: “Porque estas cosas no las hacen los hombres, sino Dios, que sabe lo que nos conviene y las ordena para nuestro bien. No piense otra cosa sino que todo lo ordena Dios. Y donde no hay amor ponga amor y sacará amor” (Ct a María de la Encarnación: 6.7.1591).

El gran maestro se presenta como un consejero amable, lleno de profundidad y de un gran cariño. Frente a la ya tópica imagen del Santo austero, duro e intransigente, aparece lleno de una gran comprensión, de un cálido humanismo, un hombre que mira al mayor bien de los demás. Ciertamente, es un consejero de lo profundo, hacia lo profundo y en lo profundo. Con una vida empapada de sabor a lo divino, que sabe y lleva a Dios. Pero, a la vez, se nos presenta como un hombre exigente y claro, que no se calla las realidades distorsionadas de su entorno. Pero su exigencia siempre está en conexión con un programa: llevar las almas a Dios. No tiene reparos en hablar de sequedades, de abandonos, de penitencia, de mortificación; al contrario, su lenguaje espiritual está lleno de estos términos: “¿Hasta cuándo piensa, hija, que ha de andar en brazos ajenos? Ya deseo verla con una desnudez grande de espíritu y tan sin arrimo a criaturas que todo el infierno no baste a turbarla” (Ct a Ana de San Alberto: 1582). Insiste abundantemente en este dejar cosas y desembarazarse de ellas. Él ve todo lo accesorio como algo que dificulta la  unión perfecta del alma con Dios, y no deja de luchar contra esto hasta ver al alma limpia del todo, para que sólo more en ella el Amado.

II. Director de almas

El hombre “celestial y divino” de S. Teresa de Jesús fue director experimentado y admirado, tanto que, al decir de la propia Santa, no había otra parangonable en Castilla. Ella misma se confesaba “hija suya”, porque verdaderamente había sido “padre de su alma”, especialmente durante los años que convivieron en Avila. Son abundantes las relaciones sobre las excepcionales dotes de J. de la Cruz para dirigir a las almas. El mejor testimonio de su actuación son sus propias cartas; prácticamente todas ellas giran en torno a la dirección espiritual.

Todas las cartas de J. de la Cruz están llenas de recomendaciones, de consejos, de apoyo, de fuerza para con sus dirigidos o para aquellos que le consultan. La mayor parte de sus cartas están dirigidas a personas muy distintas. Pocas hay que se repitan con insistencia, exceptuando cuatro o cinco; las demás pertenecen a personas diferentes. Ello prueba el conocimiento, la fama, la capacidad del Santo en tratar con todo tipo de personas. Encontramos a una joven de un pueblecito, a diversas carmelitas descalzas, a prioras, a gente noble. Para él no existen diferencias en el trato espiritual por motivos sociales o económicos; el hecho está en sus cartas.

DESCUBRIDOR. Ante todo, J. de la Cruz hace ver a sus dirigidos lo que les va en este asunto del modo de hallar a Dios. Procura desvelar las excelencias de Dios, descubrir su rastro de amor y misericordia. Ayuda a descubrir a las almas sus verdaderos intereses en el camino hacia Dios, pues tantas veces se mezclan deseos que no van en armonía con la llamada de Dios. Es descubridor de la belleza de la soledad, de la vanalidad de las cosas, de lo pasajero de la vida, de que todo lo que no lleve a Dios no sirve para nada. Enseña, sobre todo, a descubrir a Dios vivo, presente en el corazón de cada hombre, en lo más profundo de la interioridad: “No se asga del alma, que, como no falte oración, Dios tendrá cuidado de su hacienda, pues no es de otro dueño, ni lo ha de ser. Esto por mí lo veo, que, cuanto las cosas más son mías, más tengo el alma y el corazón en ellas y mi cuidado, porque la cosa amada se hace una con el amado; y así Dios hace con quien le ama. De donde no se puede olvidar aquello sin olvidarse de la propia alma; y aun de la propia se olvida por la amada, porque más vive en la amada que en sí” (Ct a Juana de Pedraza: 28.1.1589).

Es en su epistolario donde quedan patentes los rasgos inconfundibles del gran director espiritual y de su entrega a las necesidades particulares de cada alma, iluminando los más recónditos recovecos del espíritu. Aunque es consciente de su capacidad y preparación, no intenta nunca suplantar al Espíritu Santo: “Estos días traiga empleado el interior en deseo de la venida del Espíritu Santo, y en la Pascua, y después de ella continúe en presencia suya; y tanto sea el cuidado y estima de esto, que no le haga al caso otra cosa ni mire en ella, ahora sea de pena, ahora de otras memorias de molestia; y todos estos días, aunque haya faltas en casa, pasar por ellas por el amor del Espíritu Santo y por lo que se debe a la paz y quietud del alma en que él se agrada morar” (Ct a una Carmelita Descalza por Pentecostés de 1590). Norma general de conducta es la que recuerda en un caso particular: dejar todo cuidado en manos de Dios y olvidarse de toda criatura: “Lo que ha de hacer es traer su alma y la de sus monjas en toda perfección y religión unidas con Dios, olvidadas de toda criatura y respecto de ella, hechas todas en Dios y alegres con solo él, que yo les aseguro todo lo demás…” (Ct a la M. María de Jesús: 20.6.1590).

PORTADOR DE CERTEZAS. La firmeza con que aconseja J. de la Cruz confiere seguridad y serenidad. El apoyo en su experiencia y el refrendo constante de la palabra revelada dan siempre sensación de tranquilidad. Sus cartas le dibujan: seguro, claro, sencillo, profundo, cariñoso, exigente. Su certeza es más clara cuando la ve cimentada en la fe, en la esperanza, en el amor. Para más seguridad y certeza en los consejos lleva a las almas por el desasimiento de las cosas, de los gustos, del propio yo. El mejor modo de no equivocar al alma es llevarla por lo más seguro: “En lo del alma, lo mejor que tiene para estar segura es no tener asidero a nada, ni apetito de nada; y tenerle muy verdadero y entero a quien la guía conviene, porque si no, ya no sería no querer guía” (Ct a Juana de Pedraza: 28.1.1589).

Una vez más se comprueba que la mayor seguridad del alma en su recorrer las moradas hacia Dios está en el confiarse y abandonarse en los consejos del guía y maestro espiritual. Dios ilumina a los que pone en camino para conducirlos a la  unión. Es fundamental la certeza de estar en buenas manos para abandonarse en los consejos y directrices del guía. El director de verdad y el que desee mayor bien para el alma es el que la conduce por el no gustar, por el no entender y por el no ver: “Y por eso, para unirse con él se ha de vaciar y despegar de cualquier afecto desordenado de apetito y gusto de todo lo que distintamente puede gozarse, así de arriba como de abajo, temporal o espiritual, para que purgada y limpia de cualquiera gustos, gozos y apetitos desordenados, toda ella con sus afectos se empleen en amar a Dios” (Ct a un religioso Carmelita descalzo: 14.4.1589). Son las certezas de fray Juan, cimentadas en la vivencia, en las virtudes teologales, en la Palabra de Dios, en su teología y método particular de pensar, y en su experiencia como confesor y director de almas.

CREADOR DE EXIGENCIAS. Toda la doctrina sanjuanista converge en un continuo invocar la salida de todo aquello que no sea Dios o para Dios. Ello conlleva una serie de rupturas que aparecen a primera vista como dolorosas y creadoras de una cierta repulsa instintiva. Pero el Santo no repara en decirlas e indicarlas reiterativa e insistentemente. Todo ello en clave de amor cobra un sentido muy particular, que tantas veces ha sido olvidado por muchos espirituales. El alma sólo caminará y se moverá hacia algo más perfecto y mejor de lo que ya posee. Esta es la dialéctica del ser humano. No se deja lo mucho para no coger nada. Más bien es al contrario. Visto así se entiende mejor todo aquello que suena a exigencia, abandono, sequedad, oscuridad. J. de la Cruz es un hombre que crea en los demás la exigencia de amar, creando la exigencia del abandono de los sentidos y de los gustos de la tierra: “Mucho es menester, hijas mías, saber hurtar el cuerpo del espíritu al demonio y a nuestra sensualidad, porque si no, sin entendernos, nos hallaremos muy desaprovechados y muy ajenos a las virtudes de Cristo, y después amaneceremos con nuestro trabajo y obra hecho al revés … Digo, pues, que para que esto no sea, y para guardar al espíritu, como he dicho, no hay mejor remedio que padecer y hacer callar, y cerrar los sentidos con uso e inclinación de soledad y olvido de toda criatura.” (Ct a las Carmelitas de Beas: 22.11.1587).

Es necesario resaltar cómo insiste en el vacío de la fe, de la voluntad y de la  esperanza. Es todo un tratado sobre cómo vaciar estas virtudes de posibles influencias negativas. Dirá que para caminar en auténtica fe es preciso no querer entenderlo todo ni desear hacer inteligibles las pruebas, las dificultades, los obstáculos, sino el abandonarse a Dios en pura  fe (Ct a un Carmelita descalzo: 14.4.1589). Respecto a la esperanza dirá que es necesario esperarlo todo de Dios y nada de sus propias fuerzas, de los demás, de las cosas o criaturas. Caminar en esperanza es abandonarse en los brazos de Dios sabiendo que él nos llevará a su Amor con una certeza basada en su Palabra (ib.). En lo referente al amor dirá que se ha de amar a Dios no por el gusto que se siente, sino por ser quien es, pues de lo contrario sería “ponerle en criatura o cosa de ella, y hacer del motivo fin y término, y, por consiguiente, la obra de la voluntad sería viciosa” (ib.). J. de la Cruz es exigente recomendando tantas renuncias, tantos desasimientos. Por ello pide un total abandono en Dios en clara perspectiva teologal.

CONFRONTADOR DE CAMINOS. En sus cartas J. de la Cruz invita continuamente a la ruptura, a optar por un camino u otro, a dejar unas cosas y a luchar por alcanzar otras, siempre en un continuo caminar y en un claro decidir. Los caminos del Santo son los caminos de la amistad con Dios, pero en permanente confrontación con lo que esa amistad exige: el callar y no hablar, el obrar y callar, el silencio y no el ruido, la humildad y desprecio de sí en vez de vanagloriarse de los propios méritos; en definitiva, ofrece todo un análisis de cómo se ha de comportar un hombre que quiere vivir en la presencia de Dios de una manera habitual. En este sentido es como hay que leer lo que J. de la Cruz nos presenta. En la nada, en el vacío, en esconderse uno en sí para Dios es donde se encuentra todo: Dios mismo. Parece una contradicción a los ojos humanos, pero no para los ojos de Dios y para el espiritual de veras.

Todo esto crea en el hombre una serie de oscuridades, de incomprensiones y de tinieblas que son difíciles de rebasar si no se confía por entero en Dios. Lo explica así el Santo: “Como ella anda en estas tinieblas y vacío espiritual, piensa que todos la faltan y todo; mas no es maravilla, pues en esto también le parece le falta Dios. Mas no le faltaba nada, ni tiene ninguna necesidad de tratar nada, ni tiene qué, ni lo sabe ni lo hallará, que todo es sospecha sin causa. Quien no quiere otra cosa sino a Dios, no anda en tinieblas, aunque más oscuro y pobre se vea … Buena va, déjese y huélguese” (Ct a Juana de Pedraza: 12.10.1589). La confrontación es tremendamente dura y exigente, pero, a la vez, esclarecedora y gozosa, porque descubre caminos que a los hombres les parecen absurdos y, sin embargo, resulta que en ellos está todo para ir al  Todo: “Y así es gran merced de Dios cuando las oscurece, y empobrece al alma de manera que no puede errar con ellas; y como no se yerre, ¿qué hay que acertar sino por el camino llano de la ley de Dios y de la Iglesia, y sólo vivir en fe oscura y verdadera, y esperanza cierta y caridad entera, y esperar allá nuestros bienes, viviendo acá como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada, esperándolo allá todo?” (ib.).

MISTAGOGO DEL REALISMO PERSONAL. El hombre cabal, en la visión sanjuanista, es sólo el que se realiza y descansa en Dios. Para ser auténtico hombre debe abrirse y abandonarse en manos de ese Dios Amor. Cada hombre camina hacia la unión con Dios. Y es desde ahí desde donde J. de la Cruz hace descubrir a sus dirigidos la realidad en la que se encuentran. Es un gran psicólogo que conoce al hombre en profundidad, con un gran sentido humano. Siempre se desenvuelve en los niveles íntimos de la persona, en lo más radical y fundamental del hombre. Sus palabras y consejos producen un profundo eco en los demás. Sabe que nos encontramos envueltos en un maremoto de tentaciones: sabe que estamos caídos y rotos. Por ello resalta en muchas ocasiones la gran misericordia de Dios por hacernos tan grandes mercedes. El mayor regalo que puede darnos es participar de su vida divina.

En sus cartas se encuentran casos muy concretos de cómo el Santo descubre a sus dirigidos el porqué de tal situación, los motivos de un estado concreto, los medios para acabar con determinados apegos: “Y confesando de esta manera, puede quedar satisfecha, sin confesar nada de esotro en particular, aunque más guerra haya. Comulgará esta Pascua, demás de los días que suele. Cuando se le ofreciere algún sinsabor y disgusto, acuérdese de Cristo crucificado, y calle. Viva en fe y esperanza, aunque sea a oscuras, que en esas tinieblas ampara Dios al alma” (Ct a una Descalza escrupulosa, por Pentecostés de 1590).

III. Doctrina sobre la dirección

El Santo arranca de esta afirmación fundamental: Dios quiere ir preparando progresivamente al hombre para el encuentro con El. Así “va Dios perfeccionando al hombre al modo del hombre” (S 2,17,4), “para confirmarlos más en el bien” (S 2,17,4) e “ilustrarlos y espiritualizarlos más” (S 2,17,4). “De esta manera va Dios llevando al alma de grado en grado hasta lo más interior” (S 2, 17,4).

En todo ello, la intención divina es que “cuando el hombre llegare perfectamente al trato con Dios de espíritu, necesariamente ha de haber evacuado todo lo que acerca de Dios podía caer en sentido” (S 2,17,5). De ahí otro principio basilar: “Sólo Dios es digno de nuestro corazón”. Por ello, recuerda también que “el alma no ha de poner los ojos en aquella corteza de figuras y objetos que se le pone de delante sobrenaturalmente, ahora sea acerca del sentido exterior … ni tampoco los ha de poner en cualesquier visiones del sentido interior … antes renunciarlas todas” (S 2,17,9). Esto recuerda cómo el alma ha de ser fuerte y valerosa para llevar a cabo el don de Dios. Por ello, “sólo ha de poner los ojos en aquel buen espíritu que causan, procurando conservarle en obrar y poner por ejercicio lo que es de servicio de Dios ordenadamente” (S 2,17,9). Si todas las gracias no llevan a un mayor enamoramiento de Dios, en la purificación y espiritualización del hombre, no se ha entendido lo que Dios quiere concediendo sus favores, ya que Dios “no las da para otro fin principal” (S 2,17,9).

Para J. de la Cruz es evidente que el “discernidor” es el “director espiritual” o “maestro que gobierna las almas” (S 2,18,1), el cual debe ser la discreción definitiva ante el alma que se le confía. Encuentra, paradójicamente, “poca discreción … en algunos maestros espirituales” (S 2,18,2). Esta “poca discreción” les lleva a “embarazar” a las almas con las gracias recibidas, lo cual conduce a la pérdida del verdadero “espíritu de fe”, ya que hacen caminar al alma por caminos ajenos a la verdadera humildad (S 2,18,2), buscando “que se le engolosine más el apetito en ellas (gracias) sin sentir y se cebe más de ellas, y quede más inclinado a ellas” (S 2,18,3).

Por eso el Santo pide a los “directores espirituales” que superen algunas imperfecciones, primero en ellos, para evitar la proyección “oculta y secretamente” (S 2,18,4) en el discípulo. La primera cosa a evitar es “la inclinación al espíritu de revelaciones” (S 2,18,6); también deben superar la falta de “recato que ha de tener en desembarazar el alma y desnudar el apetito de su discípulo en estas cosas” (S 2,18,7); y, no menos importante, es que los directores traten de no reducir a sus sentimientos la voluntad de Dios, evitando interpretar las manifestaciones de Dios según su gusto particular (S 2,18,8), “porque las revelaciones o locuciones de Dios no siempre salen como los hombres las entienden o como ellas suenan en sí” (S 2,18,9).

Dios es infinito e inmenso. Su profundidad nos desborda. Por eso nuestra capacidad humana puede, a veces, traicionar las palabras del Señor al no entender su sentido verdadero (S 2, 19,10). “El maestro espiritual ha de procurar que el espíritu de su discípulo no se abrevie en querer hacer caso de todas las aprehensiones sobrenaturales, que no son más que unas motas de espíritu con las cuales solamente se vendrá a quedar y sin espíritu ninguno; sino, apartándole de todas las visiones y locuciones, impóngale en que se sepa estar en libertad y tiniebla de fe, en que se recibe la libertad de espíritu y abundancia, y, por consiguiente la sabiduría e inteligencia propia de los dichos de Dios. Porque es imposible que el hombre, si no es espiritual, pueda juzgar de las cosas de Dios ni entenderlas razonablemente, y entonces no es espiritual cuando las juzga según el sentido” (S 2,19,11). El Santo trata de explicarlo con un ejemplo brillantísimo: “el martirio” (S 2,19,13).

Dios puede hablar o prometer algo no para que se cumpla inmediatamente. Y así “muchas cosas de Dios pueden pasar por el alma muy particulares que ni ella ni quien la gobierna las entienden hasta su tiempo” (S 2,20,3). Ya que “no hay que pensar que, porque sean los dichos y revelaciones de parte de Dios, han infaliblemente de acaecer como suenan, mayormente cuando están asidos a causas humanas, que pueden variar, o mudarse, o alterarse” (S 2,20,4). La razón por la que Dios a veces “calla la condición de sus revelaciones” (S 2,20,5) es ésta: “El está sobre el cielo y habla en camino de eternidad; nosotros, ciegos, sobre la tierra, y no entendemos sino vías de carne y tiempo” (S 2,20,5). Por ello, “no hay que asegurarse en su inteligencia sino en su fe” (S 2,20,8).

Las respuestas de Dios no siempre son expresión de la pureza de su voluntad: puede ser, a veces, por condescendencia con la “curiosidad” espiritual del creyente. ¿Por qué lo hace? Porque, a veces, no quiere entristecer a las buenas y sencillas almas (S 2,21,2), o porque “no son para comer el manjar más fuerte y sólido de los trabajos de la cruz de su Hijo a que él quería echasen mano más que a alguna otra cosa” (S 2,21,3).

El “buscar” directamente los  gustos, aunque sean sobrenaturales, es signo, al menos, de imperfección. J. de la Cruz es más tajante a este respecto: “Yo no veo por dónde el alma que las pretende deje de pecar por lo menos venialmente” (S 2,21,4), ya que “no nos queda en todas nuestras necesidades trabajos y dificultades, otro remedio mejor y más seguro que la  oración y esperanza que él proveerá por los medios que él quisiere” (S 2, 21,5). La actitud contraria, aparte de ser imperfección para el alma (S 2,21,4), es causa y motivo de “enojo” para Dios (S 2, 21,6.11.12).

EL PAPEL DE CRISTO. El destino del hombre es llegar a Dios. El camino, para llegar a Dios, es Dios mismo. Y para recorrer ese camino, con la certeza y la seguridad de su amor, Dios nos envió a Cristo. Cristo es, así, la única Palabra, que aún hoy Dios pronuncia (S 2,22,3). Por eso, buscar otra Palabra, es agraviar a Dios: “Por lo cual, el que ahora quisiere preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer alguna cosa o novedad” (S 2,22,5). De ahí que Cristo se convierta en la respuesta más auténtica a los deseos más profundos del alma o del corazón: “Si quisieres que te respondiese yo alguna palabra de consuelo, mira a mi Hijo, sujeto a mí y sujetado por mi amor, y afligido, y verás cuántas te responde. Si quieres que te declare yo algunas cosas ocultas o casos, pon solos los ojos en él, y hallarás ocultísimos misterios, y sabiduría, y maravillas de Dios, que están encerradas en él” (S 2,22,6). Ello comporta la exigencia de renunciar a todo por Cristo (S 1,13,4) y el profundo deseo de imitar a Cristo, conformando la propia vida con él (S 1,13,3). J. de la Cruz es claro. Seguir a Cristo, nos dirá, es “negarse a sí mismo”, ya que de lo contrario se “huye de imitar a Cristo” (S 2,7,5). Y el alma, si de veras quiere llegar a la comunión con Dios por amor, ha de pasar necesariamente por Cristo, ya que “esta puerta de Cristo … es el principio del camino” (S 2,7,2).

LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO. Aunque la unión del alma con Dios es obra del mismo Dios, es al Espíritu Santo a quien atribuye el Santo la tarea de dirigir al hombre hacia las cumbres más elevadas de la unión divina: “Adviertan los que guían las almas y consideren que el principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos, sino el Espíritu Santo que nunca pierde cuidado de ellas, y que ellos sólo son instrumentos para enderezarlas en la perfección por la fe y la ley de Dios, según el espíritu que Dios va dando a cada una. Y así, todo su cuidado sea no acomodarlas a su modo y condición propia de ellos, sino mirando si saben (el camino) por donde Dios las lleva” (LlB 3,46). Esta acción del Espíritu Santo está presente desde los mismos inicios de la aventura espiritual. Por ello es necesario corresponder a sus inspiraciones para poder lograr el ideal de la unión divina. El alma será capaz de salir de su “bajo modo de entender” y de su “flaca suerte de amar” y de su “pobre y escasa manera de gustar”, no “con su fuerza natural, sino con fuerza y pureza del Espíritu Santo” (N 2,4,1-2) porque es el mismo Espiritu Santo el que viene en ayuda de nuestra flaqueza (CB pról. 1).

El Espíritu Santo no fuerza al alma, sino que actúa en ella con suma suavidad: propone, ilumina y enseña al alma (S 3,6,3) para que se vaya purificando y creciendo en libertad verdadera, recibiendo así el don de los frutos del Espíritu Santo (N 1,13,11), preparándola para la  unión transformante con Dios (S 3, 2,16). El Espíritu Santo reviste al alma de fuerza y deleite (CB 14-15,10), ahuyenta de ella la sequedad, la sostiene, mientras no desaparece y aumenta su amor al Esposo (CB 17 2.4). El Espíritu Santo prepara al alma para que el Esposo se le comunique en profunda intimidad (CB 17,8) y la dispone con sus ungüentos para el matrimonio espiritual (LlB 3,26). El Espíritu Santo “es el que interviene y hace esa junta espiritual” del matrimonio (CB 20-21,2). Luego lo perfecciona (CB 22,2), desarrollando y poniendo en ejercicio las virtudes (CB 24,6; 31,4), comunicándole un torrente de amor (CB 26,1), hasta elevarla al séptimo grado (CB 26,3), y haciéndole ignorar todo lo que no le importa (CB 26,13). Para J. de la Cruz el alma de la  Virgen María es la concreción y expresión más perfectas de esta acción del Espíritu Santo “la cual, estando desde el principio levantada a este alto estado, nunca tuvo en su alma impresa forma de alguna criatura, ni por ella se movió, sino siempre su moción fue por el Espíritu Santo” (S 3,2,10).

MISIÓN DEL DIRECTOR ESPIRITUAL. Reconoce J. de la Cruz que las comunicaciones de Dios deben ser discernidas y que los carismas deben ser verificados. Y esa será la primera misión del “director espiritual”, “juez espiritual del alma”. El fruto de ese discernimiento ha de ser “una nueva satisfacción, fuerza y luz y seguridad” (S 2,22,17) para el alma. Porque “ha menester el alma doctrina sobre las cosas que le acaecen”, de lo contrario, “se iría endureciendo en la vida espiritual y haciéndose a la del sentido” (S 2,22,17). El director ha de estar bien informado de la situación concreta del dirigido; “porque para la humildad y sujeción del alma conviene dar parte de todo, aunque de todo ello no haga caso ni lo tenga en nada” (S 2,22,18).

El Santo sintetiza así el proceder del director de las almas: “Encamínenlas en la fe, enseñándolas buenamente a desviar los ojos de todas aquellas cosas, y dándoles doctrina en cómo han de desnudar el apetito y espíritu de ellas para ir adelante, y dándoles a entender cómo es más preciosa delante de Dios una obra o acto de voluntad hecho en caridad, que cuantas visiones y comunicaciones pueden tener del cielo, pues estas ni son mérito ni demérito; y cómo muchas almas, no teniendo cosas de esas, están sin comparación mucho más adelante que otras que tienen muchas” (S 2,22,19). Completando el cuadro escribe en la Llama: “Procuren enderezarlas siempre en mayor soledad y libertad y tranquilidad de espíritu, dándoles anchura a que no aten el sentido corporal ni espiritual a cosa particular interior ni exterior, cuando Dios las lleva por esa soledad, y no se penen ni se soliciten pensando que no se hace nada; aunque el alma entonces no lo hace, Dios lo hace en ella” (LlB 3,46). J. de la Cruz ve como absolutamente necesario para todos el guía, pues nadie sería capaz por sí solo de caminar sin equivocarse. Ve al “director espiritual” como al valioso instrumento dispuesto por Dios para llevar más pronto y más fácilmente al encuentro con el Amado. Por eso se muestra tremendamente exigente y duro con aquellos “directores” que estropean y entorpecen el camino de las almas (LlB 3,5262). “Pero estos por ventura yerran por buen celo, porque no llega a más su saber. Pero no por eso quedan excusados en los consejos que temerariamente dan sin entender primero el camino y espíritu que lleva el alma, y, no entendiéndola, en entremeter su tosca mano en cosa que no entienden, no dejándola a quien la entienda. Que no es cosa de pequeño peso y culpa hacer a un alma perder inestimables bienes, y a veces dejarla muy bien estragada por su temerario consejo” (LlB 3,56).

Lo más importante en la vida es conseguir la unión profunda con Dios, y para esta unión se necesita la ayuda del Espíritu, de la Iglesia, de los hombres. El enfoque que J. de la Cruz da a este recorrido, o mejor, el prisma desde el cual se entiende el porqué del ansia del encuentro, radica en el amor. Todo es visto desde ahí: desde la llamada profunda y amorosa de Dios en el corazón del hombre. Esto nos ayuda a entender cómo sus consejos y discernimientos están situados en clave de purificación, de ascesis, de lucha, de deseos de unión.

Sintetizando el pensamiento sanjuanista sobre la dirección espiritual puede decirse que para él los dirigidos han de confiarse plenamente a su director. Es fundamental. Han de buscar que su voluntad sea corregida y dirigida por alguien ajeno a la propia persona.

Teniendo en cuenta, eso sí, en qué manos se ponen. El director ha de llevar a las almas por los caminos de Dios, no por los gustos y propias complacencias. El caminar en la fe oscura, en la esperanza y en el amor han de ser las líneas de acción de todo buen director. Es fundamental purificar estas virtudes para lograr la perfecta unión.

Todo el panorama del Santo hay que verlo a través del prisma del amor, que exige sólo amor. Para ir a Dios sólo se puede ir desde él y por él. Precisamente por ello hay que despojarse de tantas apetencias y criaturas. Nos presenta con realismo y claridad lo que hay que purificar: desde el hablar, el trato, las amistades, el buscar regalos, el propio yo, hasta un gusto desordenado de poseer a Dios y tenerlo como un objeto a nuestro alcance. Por ello, el vacío, la soledad, la noche, el no querer poseer, ni gustar, ni ver nada, ni entender nada son los mejores remedios para echar las tinieblas fuera de nosotros. El proceso sanjuanista va en el sentido de dejar todo lo que no sea Dios para llevarnos a Dios. La perfecta unión con Dios por el amor, y sólo en clave de amor, es el fin y sentido de tanta noche, de tanta sombra y de tanto dolor.

Pero no todo es negación y oscuridad. Está siempre presente la invitación a “regustar” el amor que Dios nos tiene y el gran deseo de hacer morada en nosotros para llevarnos a él. Por ello podemos decir que J. de la Cruz es un trovador de lo divino, que enamora a las almas para que vayan a Dios en la más grande y sabrosa soledad. Verdaderamente es un descubridor de lo profundo del hombre, de su capacidad y de sus pecados, de sus posibilidades y de la grandeza de ser hijo de Dios. Podemos, por ello, afirmar que el Santo es un auténtico mistagogo de espíritu que sabe situarse siempre en la perspectiva adecuada.

BIBL. — GABRIELE DI S. MARIA MAGDALENA, San Giovanni della Croce, direttore spirituale, Ed. Fiorentina, Firenze 1942; GIOVANNA DELLA CROCE, “La direzione spirituale dei contemplativi, secondo San Giovanni della Croce”, en AA.VV., Mistagogia e direzione spirituale, Roma-Milano 1985; JOSÉ CASERO RODRÍGUEZ, La dirección espiritual en San Juan de la Cruz, Valencia 1979; DENNIS R. GRAVISS, Portrait of the Spiritual Director in the Writings of Saint John of the Cross, Roma 1983.

Aniano Álvarez-Suárez

Dibujo

Como tantos otros vocablos, “dibujo” adquiere en la pluma sanjuanista un significado peculiar –casi técnico– dentro del lenguaje simbólico del  Cántico espiritual. La única presencia fuera de este escrito corresponde al verbo “dibujar” para indicar que las imágenes o figuras de las cosas se representan en la  fantasía-imaginación como en su propio órgano aprehensivo (S 3,13,8). Arrancando de ese sentido y trasladado al lenguaje figurativo, dibujo se convierte en “bosquejo” o “boceto” al comentar la estrofa “¡Oh cristalina fuente!” del Cántico (CA 11/CB 12). La figura dibujada en la fuente cristalina es la del Amado.

El alma enamorada de  Dios, después de haber gustado sabrosas comunicaciones divinas, se siente enferma y herida de amor sin poder acallar las ansias y quejas que produce en ella la ausencia del Amado. Su situación se parece a “la cera que comenzó a recibir la impresión del sello y no se acabó de figurar”, o como la  piedra cuando con gran vehemencia “se va más llegando a su  centro” (CB 12,1). Está en tensión y no cesa de reclamar la ansiada presencia del Amado.

No hallando “remedio alguno en todas las criaturas”, se vuelve a hablar con la  fe, “como la que más al vivo le ha de dar de su Amado luz” (ib. 2). Gracias a la misma fe, tiene ya cierta figura de lo que es verdaderamente el Amado, pero no le basta, ya que está en ella “como la imagen de la primera mano y dibujo”. Lo que ella busca y pretende es que quien “la dibujó la acabe de pintar y formar”. Se dirige a la fe “como a la que en sí encierra y encubre la figura y hermosura de su Amado” (CB 12,1), pero “encubierta con oscuridad y tiniebla”. Por eso llama “semblantes plateados” a las proposiciones y artículos que enseña la fe, y la misma fe se compara a la plata, mientras las verdades que en sí contiene son comparadas al oro (CB 12,4). Lo encubierto de la fe y la sustancia desnuda de la misma, que es Dios, coinciden en el fondo, sólo que en la primera está “cubierto de plata” oscuridad. Quedará claro “a la postre, cuando se acabe la fe por la visión de Dios” (ib. 4).

Traduciendo al lenguaje conceptual esta figuración, resulta que los contenidos de la fe son para el alma como dibujo (esbozo o boceto) de Dios.

Cuando el alma está enamorada enteramente de él ansía algo más: que el dibujo-boceto se vuelva pintura cabal y perfecta en la doble vertiente de conocimiento y amor, dada su unidad funcional.

Las verdades de la fe están infundidas en el entendimiento, pero “la noticia de ellas no es perfecta”, por eso se dice que “están dibujadas”. Como el dibujo no es perfecta pintura, así la noticia de la fe no es perfecto conocimiento; por tanto, “las verdades que se infunden en el  alma por fe están como en dibujo, y cuando estén en clara visión, estarán en el alma como perfecta pintura” (ib. 6).

Algo semejante sucede con el amor, ya que “sobre este dibujo de fe hay otro dibujo de amor en el alma del amante, y es según la voluntad, en la cual de tal manera se dibuja la figura del Amado, y tan conjunta y vivamente se retrata en él, cuando hay unión de amor, que es verdad decir que el Amado vive en el amante y el amante en el Amado” (ib. 7).

La perfecta  transformación de amor puede llegar a que la vida del alma sea la vida de Cristo, lo que no se alcanzará perfectamente hasta en el cielo “en todos los que merecieren verse en Dios”. En esta vida no se alcanzará “perfecta y acabadamente”, aunque se llegue al  matrimonio espiritual; “porque todo se puede llamar dibujo de amor en comparación de aquella perfecta figura de transformación en gloria. Pero cuando este dibujo de transformación en esta vida se alcanza, es grande buena dicha, porque con eso se contenta grandemente el Amado” (ib. 8).

Partiendo de la metáfora de la “fuente cristalina” y el semblante en ella representado, J. de la Cruz ha elaborado una cadena lexical que, pese a su condición de recurso figurativo, se ha convertido en una de sus expresiones técnicas en el ámbito espiritual. Dios está dibujado en alma por el conocimiento y el amor, a través de la gracia y virtudes teologales. Así lo estará siempre en esta vida; toda representación del mismo será siempre imperfecta, como lo es el esbozo respecto a la pintura acabada y perfecta. Dios es siempre “inaccesible y escondido” y así hay que buscarle (CB 1,12).

Eulogio Pacho

Devoción/es

El argumento de las devociones lo trata Juan de la Cruz al final de la Subida (3,16-45) al hablar de la purificación de la voluntad acerca de todos los gozos vanos. Mantiene el Santo una posición equidistante y de mucho equilibrio. Asume la doctrina de la Iglesia sobre las devociones, considerándolas mediaciones importantes y necesarias (S 3,35,2). Rechaza con decisión la postura iconoclasta, calificando de “pestíferos” a “aquellos hombres que persuadidos de la soberbia y envidia de Satanás, quieren quitar de delante de los ojos de los fieles el santo y necesario uso e ínclita adoración de las imágenes de Dios y de los santos” (ib.). Esta firmeza no le impide, sin embargo, denunciar abusos manifiestos y postular la oportuna corrección, en busca de una piedad profunda, apoyada en lo sustancial y no asentada en exterioridades y caprichos tontos. Fustiga los malos hábitos en la materia para formar cristianos auténticos y responsables. Principio fundamental de su magisterio al respecto es que las devociones han de ser siempre medio, nunca fin en sí mismas, han de purificarse a medida que avanza la vida espiritual.

Descendiendo a ejemplificaciones concretas, se detiene especialmente en las imágenes y lugares de culto, particularmente los “oratorios”. Enseña cómo el espiritual ha de pasar de lo sensorial –estética o exteriores arquitectónicos– teniendo en cuenta que el oratorio es ante todo lugar de oración y que el verdadero oratorio es el corazón, por ser el templo del  Espíritu Santo. Recuerda la enseñanza evangélica, según la cual Dios ha de ser adorado “en espíritu y verdad” (Jn 4,23-24).

En la práctica, lo más importante en la pedagogía sanjuanista es educar la voluntad para no quedarse en el gusto o placer sensible que puede derivarse de la devoción. Por no seguir ese criterio, para muchos los oratorios y otros lugares de culto se convierten en ocasión de distanciamiento de lo esencial, ya que “los tienen en más que sus camariles profanos” (S 3,38,5), ataviándolos más a su gusto que al de Dios y olvidando que lo importante es la “oración en Dios y el interior recogimiento” (ib.). Mientras queden a salvo el espíritu y verdad de la oración, los lugares, espacios u oratorios pueden servir de ayuda.

La educación devocional es fundamental para los  “principiantes” o iniciados en el camino del espíritu. No se trata de condenar las devociones, pero sí “el estribo que llevan sus limitados modos y ceremonias con que las hacen” (S 3,44,5). Lo mágico se confunde muchas veces con la verdadera devoción por no purificar convenientemente el gusto sensible. Es lo que sucede frecuentemente con la devoción a las imágenes sagradas. Según J. de la Cruz, muchas veces se confunde la devoción con la “vanidad y gozo vano”, quedándose en lo accidental de la “pintura y ornato de ellas que no en lo que representan”. La madurez espiritual es la que consigue en estos casos “enderezar” la voluntad a Dios, no haciendo caso de los “accidentes”. La postura sanjuanista es siempre la misma: la devoción es buena y provechosa si reúne las condiciones necesarias, si no invierte los valores haciendo que lo accesorio se vuelva esencial y lo que es medio para acercarse a Dios se convierta, en fin. El Santo suscribiría gustoso la denuncia teresiana sobre la “devoción a bobas”.

Francisco Vega Santoveña