Ángeles-arcángeles

Entre las mediaciones de que Dios se sirve para comunicarse con el  hombre J. de la Cruz concede relieve especial a los ángeles. Asume el dato revelado y las aportaciones gregoriana y dionisiana sin detenerse en exponer un pensamiento organizado sobre estos seres misteriosos. Le interesa exclusivamente el papel que juegan en la vida espiritual según las funciones que se les atribuyen en la Sda. Escritura. Arrancando de las mismas pueden considerarse como mensajeros de Dios y “medianeros” entre el hombre y Dios. En estas misiones acompañan siempre a lo largo del camino espiritual, especialmente en los momentos difíciles de la prueba. De hecho, las tres noches que el ángel ordenó a Tobías, antes de juntarse con su esposa, figuran o simbolizan, según J de la Cruz, las diversas etapas del itinerario catártico que conduce a la  unión con Dios (S 1,2,2-4).

I. Al hilo de la revelación bíblica

Por lo general, J. de la Cruz recurre a la interpretación tipológica al recordar personas o sucesos relacionados con la presencia de los ángeles. El dato bíblico fundamental para él es que se trata de seres diferentes y superiores a los hombres, espíritus que actúan a favor de los humanos como enviados por Dios; por eso son “ángeles del Señor”. Su número es tan elevado que pueden compararse a ejércitos organizados en jerarquías (coros, tronos, dominaciones, potestades) y en grados (arcángeles, serafines, querubines). Algunos se identifican con nombre propio por razón de su oficio o misión: Gabriel, Rafael, Miguel (CB 2,3, Romance 4º, 114).

En su actuación aparecen como enviados por Dios al pueblo de Israel, a grupos o a personas particulares. J de la Cruz conoce muy bien esta historia de “mensajes” divinos a través de los ángeles con hechos, gestos o palabras. Recuerda que las misiones especialmente importantes han sido reservadas a las categorías más elevadas, como las encomendadas a Gabriel para Zacarías (CB 2,4) para la Virgen María (LlB 3,13; cf. romance 8º) y a Rafael para Tobías. Esta “economía” o pedagogía divina vale también para las gracias más exquisitas de la vida espiritual, reservadas a serafines y querubines (S 2,9,1-2; LlB 2,9.13). Se apoya igualmente en el dato bíblico de Ex 33,20 y Jue 12,22 para defender que no pueden darse en esta vida visiones de sustancias incorpóreas, “como son ángeles y almas” (S 2,24,2). La elección de lugares apropiados para orar ha de hacerse por indicios de que Dios quiere ser allí adorado, según se desprende de la aparición del ángel a Agar (Gén 16,3: S 3,42,4). En opinión de J. de la Cruz, las palabras del arcángel san Gabriel a Daniel, en la visión de las setenta semanas (Dan 9,22-27) serían “palabras sucesivas interiores”, como las que Dios comunica a las almas algunas veces por vía sobrenatural (S 2,30,2).

La presencia de los ángeles en su cometido acontece algunas veces de manera violenta con gran estruendo y a manera de trueno, a semejanza del grito de Jesús después de su entrada triunfal en Jerusalén (Jn 12,30), lo que sirve a J. de la Cruz para comparar la fuerza con que Dios se comunica al alma con voces interiores (CB 14-15,10; cf. LlB 4,11). Entre todos los episodios bíblicos de apariciones angélicas el más repetido por J. es el de María Magdalena al borde del sepulcro (S 3,31,8), como prueba de su fe y la de los Apóstoles.

II. Tipología y simbolismo

Para J. de la Cruz la importancia espiritual de los ángeles en la Biblia radica más en su capacidad tipológica o simbólica que en su simple presencia en hechos y episodios. Lee estos habitualmente en clave alegórica. Más allá de casos singulares y aislados hay que tener en cuenta que las referencias a los ángeles, arrancando de la Biblia, están englobadas en los dos polos fundamentales en torno a los cuales gira la doctrina espiritual del Santo, es decir, el proceso catártico de la  noche y la inflamación amorosa y transformante de la llama. Tanto en el ámbito semántico, como en el doctrinal la angeología sanjuanista, basada en la Biblia, queda insertada en el símbolo clave del  fuego y el madero encendido, que unifica literaria y temáticamente la Noche oscura y la Llama. Entre las imágenes y figuraciones más destacadas hay que recordar las siguientes.

Las tres etapas fundamentales del itinerario espiritual pautado por la noche oscura de purificación están figuradas, según el Santo, en las tres noches que el ángel “mandó a Tobías el mozo que pasase antes que se juntase en uno con su esposa” (S 2, 2,2-4). También los grados de la  contemplación, a la vez purificadora e iluminadora, están representados en la escala que vio Jacob durmiendo, “por la cual subían y descendían los ángeles de Dios al hombre y del hombre a Dios” (Gén. 28,12). Esta referencia es de viejo abolengo en la tradición espiritual, pero J. de la Cruz aporta su nota original al afirmar que “todo pasaba de noche” y que en ello se daba a entender “cuán secreto es este camino y subida a Dios”, ya que consiste en “irse perdiendo y aniquilándose a sí mismo” a través de la noche (N 2,18,4).

En la misma línea de la catarsis total coloca figurativamente otro episodio bíblico, en el que halla confirmación de sus tesis. Para llegar a la unión con Dios es necesario purificar todos los apetitos, “por mínimos que sean”; todos son peligrosos, si se deja alguno habrá siempre lucha contra los enemigos. Es lo que le sucedió a los hijops de Israel al no haber escuchado el aviso del ángel para que “acabasen con la gente contraria”. Por no hacerlo Dios “les dejaría entre ellos muchos enemigos” (Jue 2,3). Idéntica es la suerte del espiritual que no liquida todos los apetitos desordenados; “la amistad y alianza con la gente menuda de imperfecciones, no acabándolas de mortificar”, será motivo permanente de lucha (S 1,11,7).

Los dos serafines con seis alas, en la visión de Isaías (6,2;16,3), representan la capacidad purificativa de las tres virtudes teologales, es decir “el cegar y apagar los afectos de la voluntad acerca de las cosas de Dios” (S 2,6,5; 2,16,3). Para J. de la Cruz no es posible librarse de los apetitos sensitivos “hasta que el Señor no envía su ángel en derredor de los que le temen y los libra y hace paz y tranquilidad”. Por eso el alma pide la ayuda de los ángeles para que “cacen las raposas de esos apetitos” (CB 16,2).

Otra imagen relacionada con la purificación de apetitos y la intervención de los ángeles se encontraría según J. de la Cruz en el libro que el ángel mandó comer a san Juan (Ap 10,9). En la “boca le hizo dulzura y en el vientre amargor” (S 1,12,5). La correlación figurativa para el Santo es sencilla: el sentido equivale a la boca; por el vientre “se entiende la voluntad” (CB 2,7).

De signo bastante distinto es otra escenificación bíblica con intervención angélica. Del altar en que se ofreció a Dios el sacrificio ordenado por el ángel a Manué se elevó al cielo una llama, mientras el ángel desapareció de la vista (Jue 13, 22). Aquella llama era imagen del fuego de amor “que tan vehemente sale cuando es más intenso el fuego de la unión, en la cual se unen y suben los actos de la voluntad arrebatada y absorta en la llama del Espíritu Santo” (LlB 1,4).

Más alejadas del texto bíblico aparecen algunas representaciones metafóricas de los ángeles en los versos del Santo. Pueden compararse a las “majadas” porque a través de sus coros y jerarquías “van nuestros gemidos y oraciones a Dios”, ofreciéndoselas ellos (CB 2,3). También pueden decirse “pastores”, “porque no sólo llevan a Dios nuestros recaudos, sino también traen los de Dios a nuestras almas, apacentándolas, como buenos pastores de dulces comunicaciones e inspiraciones de Dios … y ellos nos amparan y defienden de los lobos, que son los demonios” (CB 2,3). La creación es como un “prado de verduras, esmaltado de flores”. Las flores que lo hermosean son precisamente “los ángeles y almas santas” (CB 4,6). Sin la explicación en prosa sería imposible descubrir bajo estas atrevidas metáforas alegorizantes la presencia de los ángeles. Gracias al comentario auténtico de los versos se puede gustar su riqueza espiritual

III. Reflexión teológica

Al hilo del dato bíblico y del legado patrístico, J. de la Cruz asume pacíficamente la angeleología elaborada durante el Medioevo y codificada por S. Tomás. No tuvo interés particular en organizar un cuerpo orgánico de doctrinas en torno a los ángeles; los datos dispersos permiten recomponer las líneas fundamentales de su pensamiento al respecto. Para él, los ángeles son seres muy perfectos y a la vez criaturas limitadas, por lo mismo infinitamente distantes de Dios. Suelen llamarse “criaturas celestiales” y en sentido acomodaticio también se les considera “dioses”, a la manera del Salmo 76,14, suponiendo que en este texto con tal nombre se alude a los “ángeles y almas santas” (S 2,8,3).

Aunque los ángeles son las criaturas más nobles y excelsas, comparten con el hombre la racionalidad o inteligencia, por lo mismo ayudan más que ninguna otro ser temporal al conocimiento de Dios (CB 7,1). La diferencia radical está en que son espíritus puros, sin vinculación alguna a la materia; por lo tanto, más puros, clarificados y cercanos a Dios (2,12,4). En clave escolástica dirá J. de la Cruz que son “sustancias incorpóreas” y, en consecuencia, inmortales (S 2,24,2).

Sin estar dependientes para nada de lo sensible, tienen capacidad de gozar y disfrutar: “Perfectamente estiman las cosas que son de dolor sin sentir dolor, y ejercitan las obras de misericordia sin sentimiento de compasión” (CB 20-21,10). Comparten con Dios y los santos la obra divina en las almas, pues el Señor, “no sólo en sí se goza, sino que también hace participantes a los ángeles y almas santas de su alegría” (CB 22,1).

Siguiendo a san Gregorio va más allá en esta línea. Aunque los ángeles gozan de la posesión de Dios, son capaces de deseos, pero sin ansia o pena. El deseo que dice san Pedro (1 Pe. 1,12) que tienen los ángeles de ver al Hijo de Dios, a quien ya poseen, se explica por la dinámica connatural al amor-posesión: “Cuanto más desea el alma a Dios más le posee, y la posesión de Dios da deleite y hartura”. Es lo que se verifica en los ángeles que, “estando cumpliendo su deseo, en la posesión se deleitan, estando siempre hartando su alma con el apetito, sin fastidio de hartura: por lo cual, porque no hay fastidio, siempre desean, y porque hay posesión, no penan” (LlB 3,33).

Donde se muestra especialmente agudo y original J. de la Cruz es al hablar de la bienaventuranza de los ángeles, y comparativamente de las almas santas, en la comunicación de la Palabra única de Dios, que es Cristo. Esa bienaventuranza excluye la oscuridad de la fe, propia del viandante, y el deseo de la esperanza. En la Palabra definitiva del Padre todo es ya luz y día (S 2,3,5). La suprema fruición para los ángeles y bienaventurados radica en conocer y penetrar siempre más en la “espesura de los misterios de Cristo” (CB 37,39). Hay tanto que ahondar, que nunca se toca fondo. Dios sigue siendo siempre para los ángeles y santos “toda la extrañez de las ínsulas nunca vistas”. Es siempre tan original, que “siempre les hace novedad y siempre se maravillan más” (CB 14-15,8). Todo esto se refiere, naturalmente, a los “ángeles buenos”, así llamados para distinguirlos de los “malos” o  demonios, distinción elemental y permanente en J. de la Cruz.

IV. Encomiendas y funciones

Arranque de cuanto enseña J. de la Cruz sobre la mediación de los ángeles es esta afirmación: “Todas las obras que hacen los ángeles e inspiraciones se dice con verdad en la Escritura y propiedad, hacerlas Dios y hacerlas ellos” (N 2,12,3). Todo el quehacer de los ángeles lo compendia el Santo en dos funciones básicas: “vacar a Dios” y “favorecer al hombre”.

La existencia entera de esos seres bienaventurados se realiza contemplando a Dios y disfrutando de él. Su ocupación permanente es “vacare Deo”, es decir, alabar, bendecir, adorar y gozar a Dios. Lo que se dice tradicionalmente “asistir al trono de Dios”. Vacar a Dios es entretenerse con él. “Vagan a Dios, dice el Santo, entendiendo en él” (CB 7,4). Atendiendo a sus grados o jerarquías, los más elevados se denominan “contemplantes”, que son los serafines (S 2,9,2). Por su propia naturaleza los ángeles son modelos y paradigma de las almas contemplativas, cuyo ideal es alcanzar la  “advertencia o asistencia amorosa en Dios”.

Mientras “asisten al trono de Dios”, los ángeles reciben de él encomiendas para los humanos. Por eso su “oficio es favorecer a los hombres”, de modo especial defendiéndolos del ángel malo, el demonio (CB 2,3; 16,2). En su condición de “terceros o medianeros”, su misión tiene doble vertiente: por un lado, llevan a Dios las súplicas y necesidades del hombre; por otro, comunican a éste los recados y favores de lo alto. Son así enlaces entre el cielo y la tierra.

De ahí nace la conveniencia de acudir a ellos en las necesidades, en las tribulaciones y en los peligros. Siempre es útil y provechoso invocar a los ángeles (CB 16,3). De hecho, asegura J. de la Cruz, nuestras oraciones van a Dios, “ofreciéndoselas los ángeles”. De coro en coro llevan hasta él nuestras súplicas y gemidos (CB 2,3).

La mediación aparece aún más jerarquizada en la dirección descendente: cuando los ángeles traen al hombre “los recados” de Dios. De algún modo todos pueden englobarse en “dulces comunicaciones e inspiraciones” (CB 2,3). De manera concreta J. de la Cruz atribuye a los ángeles las inspiraciones íntimas y secretas que mueven el espíritu a las cosas divinas y que cumplen función básica en el proceso espiritual (CB 7,6-7). Es necesario estar abiertos a esas inspiraciones y seguirlas con docilidad. Advierte agudamente el Santo que “no da lugar el apetito a que le mueva el ángel cuando está puesto en otra cosa” (Av 42).

Función prioritaria de los ángeles, y en sentido contrario a las buenas inspiraciones, es la de ayudar al hombre a desenmascarar las insidias del “ángel malo”, el demonio, porque se viste con frecuencia como “ángel de luz” y engaña astutamente a las almas. Sus insidias llegan hasta fingir gracias muy elevadas. Opina el Santo que la mayor parte de las “visiones concedidas a las almas llegan por medio de los ángeles” (N 2,23,7). Para evitar que penetre en ese ámbito la acción diabólica, Dios se sirve de los ángeles para introducir a las almas hasta el más profundo recogimiento, donde no puede penetrar el maligno (N 2,23,8).

El punto capital de la función angélica coincide también con el núcleo central de la doctrina sanjuanista. Explica el proceso purificativo-iluminativo de la  contemplación asumiendo en pleno la teoría dionisiana, descrita con exactitud y precisión. La obra purificadora e iluminadora llega desde Dios hasta la criatura como acción unitaria y escalonada. De Dios pasa por los ángeles, en sus jerarquías y coros, a los hombres. La misma Sabiduría de Dios que “purga e ilumina a las almas” es la que “purga e ilumina a los ángeles de sus ignorancias, haciéndolos saber, alumbrándolos de lo que no sabían, derivándose desde Dios por las jerarquías primeras hasta las postreras, y de ahí a los hombres” (N 2,12,3, a leer todo el capítulo).

V. Misiones concretas y personales

También en este punto deben distinguirse dos cosas: la atribución de ciertas misiones “personales” a determinadas figuras angélicas y la existencia de ángeles que tienen la encomienda de cuidar a los hombres. Las encomiendas más relevantes han sido las confiadas a Gabriel, designado como “arcángel” únicamente en el romance sobre la Encarnación. Comunicó a Zacarías el nacimiento de Juan (CB 2,4) y anunció a la Virgen María la concepción del Hijo de Dios por la “obumbración del Espíritu Santo” (LlB 3,12). A Rafael se le confió la encomienda de comunicar al joven Tobías pasar tres noches antes de juntarse con su esposa (S 1,2,2-4). Miguel fue enviado al Obispo de Siponto (hoy Manfredonia) para encomendarla la erección de “un oratorio en memoria de los ángeles” en el Monte Gargano (S 3,42,5; no es del todo segura la autenticidad sanjuanista de este texto). Aunque no es de índole estrictamente personal, merece la pena recoger una referencia especial de la intervención angélica. Es la que se refiere a ciertas gracias místicas, en concreto la  transverberación y la estigmatización. En ellas la obra de “un serafín” es embestir con una flecha o dardo “encendidísimo en fuego de amor” interiormente en el espíritu, en la primera (LlB 2,9), o en el sentido corporal, con llaga y herida, “si alguna vez da Dios licencia para que salga algún efecto afuera”, como acaeció cuando el serafín llagó al Santo Francisco” (LlB 2,13). Conviene notar que el Santo habla de “serafín”, mientras  S. Teresa atribuye la misma gracia a un “querubín” (V 29,13-14).

Resulta algo sorprendente el escaso relieve concedido en los escritos sanjuanistas al ángel particular de cada persona, llamado “ángel custodio”. La única mención explícita es la siguiente: “Mira que tu ángel custodio no siempre mueve el apetito a obrar, aunque siempre alumbra la razón” (Av 37). Prosigue en el aviso siguiente de forma implícita: “No da lugar el apetito a que le mueva el ángel cuando está puesto en otra cosa” (Av 38). Pese a su laconismo, esta advertencia revela claramente que J. de la Cruz da por supuesta la existencia del “ángel custodio”; está sobreentendida en muchas de sus páginas; en algunas abunda en consideraciones sobre su forma de actuar en el alma, más allá de infundir santas inspiraciones. La mejor manera de percibir su presencia y actuación es contraponer la acción del “ángel bueno” a la del ángel malo, el demonio, como hace el Santo al fin de la Noche (2,23,6-11). Deja bien dibujado el perfil del ángel custodio.

BIBL. — EULOGIO PACHO, “Cortejo de medianeros y mensajeros. Angeleología sanjuanista”, en ES I, 311-321; ISMAEL BENGOECHEA, “San Juan de la Cruz y los ángeles”, en la revista Cántico nn. 27-29 (1991) 92-97.

Eulogio Pacho

Alumbrados y J. de la Cruz

Juan de la Cruz vivió intensa y extensamente el fenómeno religioso conocido con este nombre, pero no se vio envuelto en él, como otros maestros contemporáneos. Desde el punto de vista histórico hay que distinguir con precisión dos momentos: los incidentes durante su vida y las denuncias después de muerto.

I. Contactos durante la vida

El primer contacto documentado con manifestaciones de tipo alumbrado parece corresponder al periodo de residencia en  Avila, como confesor del monasterio de la Encarnación. Su intervención en el caso de la joven religiosa de Avila, María Olivares, y el informe remitido entonces al tribunal inquisitorial de  Valladolid le obligaron a indagar seriamente sobre las desviaciones espirituales, más o menos emparentadas con lo que se designaba ya habitualmente como “Alumbrados”.

Fue durante su estancia en Andalucía cuando estuvo rodeado permanentemente por círculos religiosos de esta índole. Son de sobra conocidos los centros de  Córdoba, Sevilla, Jaén y otros lugares. Por  Baeza,  Úbeda y  Granada pululaban masas de “beatas” encandiladas con prácticas espirituales harto enfermizas y sospechosas.

J. de la Cruz vivió y actuó en ese escenario saturado de “alumbradismo”. Adquirió experiencias pastorales que luego reflejaría en sus escritos, mucho más tajantes que las de algún profesor amigo, como Pedro Valdivia. Aunque testigos y cronistas alaban unánimes su tacto y su prudencia, en un caso se vio burlado por una joven “alumbrada”, siendo rector en Baeza. Se identifique o no con la Calancha, el hecho está bastante documentado y a él parece referirse J. Gracián (HF 9,3: MHCT 3, 596598 y Peregr XIII: BMC 17, p. 191-192), aunque no mencione explícitamente su nombre. Por lo demás, él mismo J. reconoció haber sido engañado en una ocasión por usar excesiva blandura. Le sirvió, sin duda, de experiencia tanto para un mejor discernimiento de imposturas, como para adoptar una actitud. Donde mejor la demostró fue en Lisboa con la famosa “monja de las llagas”, María de la Visitación, en 1585.

Sus compañeros capitulares cayeron en el embuste, lo mismo que fray Luis de Granada y tantos otros. J. de la Cruz había escrito ya páginas luminosas en contra de tales manifestaciones y se mostró coherente.

Efectivamente, cuando escribía sus obras, especialmente la  Subida y la Llama tenía en mientes la espiritualidad morbosa de todas las manifestaciones “alumbradas”. Su requisitoria contra los gustos y apegos a cosas de espíritu y contra las ansias desmedidas de gracias místicas quería ser algo así como la de Cervantes contra los disparatados libros de caballería. Por si no fuera suficiente a denunciar esa intención el minucioso análisis ofrecido en la Subida, queda patente en la denuncia explícita de los “alumbramientos y cosas de bausanes” de la Llama (3,43). Conviene tener en cuenta que la referencia se hace precisamente para dejar bien asentado que la doctrina por él enseñada de la “noticia amorosa, pacífica y sencilla” se distancia decididamente del “alumbradismo” y de la pasividad quietista. Nada tiene que ver tampoco con corrientes “alumbradas” la depuración propuesta para cierto tipo de devoción relativa a templos, imágenes y objetos religiosos al final de la Subida (3, 35-45), ya que la desautorización de abusos manifiestos no excluye el uso correcto y adecuado. Donde más se arriesgó J de la Cruz fue en el tratamiento de la  lujuria espiritual y la influencia diabólica (N 1,4). Su postura realista y valiente no dejaba resquicio para interpretaciones resbaladizas, pero ese era, al fin, uno de los núcleos duros del alumbradismo-quietismo. Nada extraño que algunos corifeos se cebasen en estas páginas. Sería ya después de su muerte. Pese a las afirmaciones de A. Llorente no hay constancia de que en vida J. de la Cruz fuese denunciado, y menos aún, condenado por la Inquisición como alumbrado.

II. Denuncias después de la muerte

Fue denunciado con insistencia al Santo Tribunal y hubo necesidad de proteger sus escritos de numerosos ataques. Salió siempre triunfante, y de reo se convirtió en árbitro de la espiritualidad, es decir, referencia obligada en los pleitos inquisitoriales sobre temas de espiritualidad. La idea de publicar sus escritos tropezó inmediatamente con recelos y temores sobre una posible denuncia de “alumbradismo”, tan “recios eran los tiempos” en esta materia. En evitación de riesgos, muy presumibles, los responsables de la primera edición buscaron el respaldo de eminentes teólogos y catedráticos de  Alcalá para que con su dictamen avalasen la doctrina sanjuanista. Con idéntico propósito encargaron a  Diego de Jesús (Salablanca) que acompañase la edición con un apéndice en el que explicase las tesis o “proposiciones” juzgadas más arriesgadas. Es lo que realizó en los Apuntamientos, que rematan la edición príncipe de 1618.

No lograron plenamente su objetivo. Al poco tiempo de aparecido el volumen de los escritos sanjuanistas estos eran denunciados a la Inquisición, lo que obligó a los superiores del Carmelo Teresiano a buscar influencias que conjurasen el peligro de una condena. Encargaron una defensa o apología de los mismos al agustino Basilio Ponce de León, sobrino de fray Luis. Cumplió a satisfacción la encomienda en 1623 y, aunque no se publicó, consiguió influir lo suficiente como para conjurar por entonces el peligro. No se consideró superado del todo en 1628-29 cuando se decidió realizar otra edición en la que debía incluirse el CE, descartado en la primera. Se recurrió de nuevo al sistema de las “censuras” autorizadas y de la “defensa” doctrinal. De ésta se encargó un religioso competente de la Orden,  Nicolás de Jesús María (Centurione), que redactó su escrito Elucidatio theologica en latín, publicándose en 1631, un año después de la edición oficial de 1630.

Tampoco en esta ocasión quedaron conjurados todos los ataques. Eran los años de mayor efervescencia de los focos “alumbrados” de Andalucía. En algunos, especialmente en Sevilla, existía cierta predilección por los escritos sanjuanistas. Naturalmente, se interpretaban a gusto de los “consumidores”, pero fue suficiente que el célebre dominico Domingo de Farfán y otros celosos de la ortodoxia denunciasen la doctrina sanjuanista. Gracias a patrocinios de alto rango y a las apologías mencionadas pasó el trance sin mayores consecuencias.

No fue la última vez que el Doctor Místico se vio denunciado ante los tribunales de la fe. Su autoridad había sido sancionada durante las luchas quietistas, especialmente después de su beatificación en 1675, pero no bastó. Veinte años más tarde un aguerrido capuchino, Félix Alamín, atacaba duramente en sus escritos la doctrina sanjuanista y la delataba nada menos que a la Curia Romana. Tras denuncias y apologías el alto tribunal romano se pronunciaba, naturalmente, a favor del beato Juan de la Cruz (1707) y condenaba al delator: “cayó en la hoya que había cavado”. Fue el último intento suicida de atacar al gran maestro de la mística.

BIBL. — CARMELO DE LA CRUZ, “Defensa de las doctrinas de san Juan de la Cruz en tiempo de los Alumbrados”, en MteCarm 62 (1954) 41-72; EULOGIO PACHO, “San Juan de la Cruz, reo y árbitro en la espiritualidad española”, en ES I, 166-194.

Eulogio Pacho

Virtud/es

Puede colegirse la importancia concedida por J. de la Cruz a las virtudes por textos como éstos: “Las virtudes por sí mismas merecen ser amadas y estimadas, hablando humanamente, bien se puede el hombre gozar de tenerlas en sí y ejercitarlas por lo que en sí son y por lo que de bien humana y temporalmente importan al  hombre” (S 3,27,3). Pueden compararse al metal más valioso: “Y dice –el alma– que son de oro, para denotar el valor grande de las virtudes” (CB 25, 8). Al hablar de las virtudes, el Santo no tiene como objetivo definir su naturaleza, ni elaborar una teología sobre ellas, sino descubrir el valor que tienen, señalar el papel que juegan en el proceso de la perfección y, sobre todo, enseñar el modo de adquirirlas.

I. Diversas acepciones

El término “virtud/es” aparece 497 veces en los escritos de J. de la Cruz con diversas acepciones. Las más corrientes son las siguientes: a) virtud como capacidad, fuerza, cualidad, valor; excelencia, atributo; b) virtud como gracia, don; c) virtud como hábito operativo del bien. Lo más usual es que el Santo, al hablar de las virtudes, se refiera a todas en general pues parte de la base de que “todas crecen en el ejercicio de una” (S 1,12,5); con todas hace el alma una piña para su Amado y “así esta piña de virtudes que hace el alma para su Amado es una sola pieza de perfección del alma, la cual fuerte y ordenadamente abraza y contiene en sí muchas perfecciones y virtudes fuertes y dones muy ricos” (CB 16,9). El discurso sanjuanista sobre las virtudes se centra claramente en la tercera de las acepciones señaladas. Su preocupación práctica no significa que olvide o descuide la doctrina teológica suficientemente elaborada en su tiempo; al contrario, es fácil comprobar cómo todo su razonamiento acerca de las virtudes se fundamenta en unos cuantos principios básicos, universalmente aceptados. Son los siguientes: la virtud está en medio de los extremos; todas las virtudes están entrelazadas o interdependientes, de modo que con el ejercicio de una crecen las demás; “en la sequedad y dificultad y trabajo echa raíces” (CB 30, 5); la caridad, las une, sustenta y fortalece a todas, es la “forma de todas las virtudes”, según la formulación escolástica.

Aunque no propone una definición precisa de la virtud, apunta con claridad lo que no debe tenerse por virtud, como en el texto siguiente: “La virtud no está en las aprehensiones y sentimientos de  Dios, por subidos que sean, ni en nada de lo que a este talle pueden sentir en sí; sino, por el contrario, está en lo que no sienten en sí, que es en mucha humildad y desprecio de sí y de todas las cosas…, y gustar de que los demás sientan de él aquello mismo, no queriendo valer nada en el corazón ajeno” (S 3, 9, 3).

Siguiendo los esquemas de su época, habla de virtudes naturales y sobrenaturales, infusas y adquiridas (CB 17, 5), virtudes teologales, cardinales y morales (N 1,13,5). A las únicas que dedica un tratado sistemático es a las teologales (S 2,1-35 y S 3,1-45). De las morales, ofrece sólo referencias generales en S 3, 27-45 al tratar de los “bienes morales”.

II. Ejercicio de virtudes y camino de perfección

Desde cierto punto de vista el camino de la  unión-perfección, según el Santo, se identifica con el ejercicio de virtudes. Existe correlación exacta entre el nivel de madurez espiritual y el enraizamiento de las virtudes en el alma. Los  principiantes tienen las virtudes flacas e imperfectas, pues obran guiados más por sus gustos y caprichos dado que todavía no “están habilitados por ejercicios de fuerte lucha en las virtudes … y como éstos no han tenido lugar de adquirir los hábitos fuertes, de necesidad han de obrar como flacos niños, flacamente” (S 1,1,3). Los  aprovechados ya tienen un camino recorrido, han llegado al desposorio espiritual y sus virtudes son fuertes y sólidas. Los que están en el estado de unión o matrimonio espiritual las ejercitan con heroísmo y perfección: “Las cuales virtudes heroicas son ya las del matrimonio espiritual, que asientan sobre el alma fuerte” (CB 20,2). A la unión con Dios se llega por transformación de amor; ésta alcanza hasta lo más profundo de su ser (CB 1,17) y se manifiesta y concreta en el ejercicio de virtudes como modo de ser y de obrar.

SEGUIMIENTO DE CRISTO. En la perspectiva del Cántico espiritual, el alma inicia la búsqueda de su Amado para unirse con él a través de un proceso de interiorización, “no le vayas a buscar fuera de ti” (CB 1, 8) y por medio de mensajeros, que son sus deseos, afectos y gemidos (CB 2, 1). Viendo que no le bastan para encontrar a su Amado, decide buscarle ella misma: “Y así, en esta tercera canción dice que ella misma por la obra le quiere buscar, y dice el modo que ha de tener en hallarlo, conviene a saber: que ha de ir ejercitándose en las virtudes y ejercicios espirituales de la vida activa y contemplativa” (CB 3,1). La práctica de la virtud es el modo y manera que ha de llevar el alma en este camino de la unión, para el que no bastan los deseos ni las preguntas a terceros; “es menester obrar de su parte lo que es en sí” (CB 3,2), “porque el camino de buscar a Dios es ir obrando en Dios el bien y mortificando en sí el mal” (CB 3,4), que es en lo que consiste el ejercicio de virtudes. No se trata, por tanto, de seguir sus  gustos, consuelos y placeres, sino de perderlos, ya que el ejercicio de las virtudes consiste en dejar “aparte el lecho de sus gustos y deleites” (CB 3,3).

El ejercicio de virtudes se identifica, por tanto, con el seguimiento radical de Cristo. Este camino “no consiste en multiplicidad de consideraciones, ni modos, ni maneras, ni gustos … sino en una cosa sola necesaria, que es saberse negar de veras, según lo exterior e interior, dándose al padecer por Cristo y aniquilarse en todo …Y si en este ejercicio hay falta, que es el total y la raíz de las virtudes, todas esotras maneras es andar por las ramas y no aprovechar, aunque tengan tan altas consideraciones y comunicaciones como los ángeles” (S 2,7,8). Esta es la pauta propuesta a “un religioso” para alcanzar “mucha perfección”, en la misma clave del CE y de la Subida: no poner los ojos en el gusto o disgusto al hacer la obra (Av 2), y para obrar las virtudes con fortaleza y constancia “tenga siempre cuidado de inclinarse más a lo dificultoso que a lo fácil, a lo áspero que, a lo suave, y a lo penoso de la obra y desabrido que a lo sabroso y gustoso de ella” (Av 6). Los caminos por los cuales “discurren” las almas a la perfección evangélica son muy diversos, “con muchas diferencias de ejercicios y obras espirituales” (CB 25,4), pero todos los caminos coinciden en ser ejercicio y progreso en la virtud.

LOS APETITOS, ENEMIGOS DE LA VIRTUD. Entre los apetitos y la virtud se da exclusión recíproca. Podemos decir, recordando un principio filosófico que suele usar el Santo, que son dos contrarios que no caben en un sujeto. La causa de los efectos negativos que producen los apetitos es “la contrariedad que derechamente tienen contra todos los actos de virtud que producen en el alma los efectos contrarios” (S 1,12,5). Uno de los daños que éstos causan en el alma “es que la entibian y enflaquecen para que no tenga fuerza para seguir y perseverar en virtud” (S 1,10,1). Por su propia dinámica los apetitos tienden hacia la dispersión, y quedando la voluntad derramada “en otra cosa fuera de la virtud” (S 1,10,1) no tiene la fuerza para obrarla, “si no se atajan, siempre irán quitando más virtud y crecerán para mal del alma como los renuevos en el árbol” (S 1,10,2). Se lamenta el Santo al ver los efectos paralizadores que tienen los apetitos del ejercicio de la virtud y que no se repare en ello: “Y así, es lástima ver algunas almas como unas ricas naos cargadas de riqueza, y obras, y ejercicios espirituales, y virtudes, y merced que Dios las hace, y … nunca van adelante, ni llegan al puerto de la perfección” (S 1,11,4). Quedan bloqueadas para el ejercicio y crecimiento de la virtud. Sin embargo, cuando las virtudes están fuertes, son un cerco o vallado del huerto del alma donde sólo pace el Amado (CB 21,18), son “escudos” que la protegen de los vicios “que con el ejercicio de ellas venció” (CB 24,9). Las virtudes morales van creciendo en la medida que se van sosegando las pasiones y poniendo freno a los apetitos: “Es de saber que el bien moral consiste en la rienda de las pasiones y freno de los apetitos desordenados; de lo cual se sigue en el alma tranquilidad, paz, sosiego y virtudes morales, que es el bien moral” (S 3, 5, 1).

LA VIRTUD NO SE IMPROVISA. Para J. de la Cruz la virtud no es fruto espontáneo en el ser humano. Tampoco los rigores y excesos son el mejor camino para adquirirlas: “¿Quién jamás ha visto que las virtudes y cosas de Dios se persuaden a palos y con bronquedad? … cuando crían a los religiosos con estos rigores tan irracionales, vienen a quedar pusilánimes para emprender cosas grandes en virtud” (Dictámenes 15 y 16). Recuerda con frecuencia el Santo el clásico principio de que la virtud está en medio de los extremos (N 1,6,1).

La adquisición, crecimiento y fortalecimiento de las virtudes es una tarea en la que convergen la gracia de Dios y el esfuerzo humano: “Las virtudes no las puede obrar el alma ni alcanzarlas a solas sin ayuda de Dios, ni tampoco las obra Dios a solas sin ella” (CB 30,6). El ejercicio de virtudes no es simple ascetismo, pero sí exige colaboración: “No basta que Dios nos tenga amor para darnos virtudes, sino que también nosotros se le tengamos a él para recibirlas y conservarlas” (CB 36,9).

La necesidad de un esfuerzo por parte del hombre para adquirir las virtudes la pone el Santo de manifiesto en S 1,13,5-6. De la mortificación y apaciguamiento de apetitos y pasiones “salen demás bienes” y para conseguir ese apaciguamiento, “es total remedio lo que se sigue, y de gran merecimiento y causa de grandes virtudes”, procurar “siempre inclinarse: no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso; no a lo más sabroso, sino a lo más desabrido; no a lo más gustoso, sino antes a lo que da menos gusto; no a lo que es descanso, sino a lo trabajoso; no a lo que es consuelo, sino antes al desconsuelo; no a lo más, sino a lo menos; no a lo más alto y precioso, sino a los más bajo y despreciado; no a lo que es querer algo, sino a no querer nada; no a andar buscando lo mejor de las cosas temporales, sino lo peor, y desear entrar en toda desnudez y vacío y  pobreza por Cristo de todo cuanto hay en el mundo” (S 1,13).

Este programa sanjuanista no se queda en algo negativo; establece la justa correlación entre apetitos y virtudes: la eliminación de los primeros equivale a la conquista de las otras. El objetivo primordial de eliminar los apegos es adquirir las virtudes, ganar en libertad y  fortaleza para realizar el bien dejando al margen las resistencias externas o internas. Con el término “procure” se deja claro que este ejercicio es un acto libre de la voluntad por el que la persona se somete a unas renuncias con vistas a madurar en las virtudes y cuando la vida le presente situaciones difíciles poder responder con altura.

Las virtudes, que son como flores, “en las frescas mañanas escogidas”; si se “adquieren en el tiempo de juventud”, agradan más a Dios porque en esos momentos es cuando “hay más contradicción de parte de los vicios para adquirirlas, y de parte del natural más inclinación y prontitud para perderlas; y también porque, comenzándolas a coger desde este tiempo de juventud, se adquieren más perfectas y escogidas” (CB 30,4). Es también “en las frescas mañanas” de la juventud cuando las virtudes se adquieren con mayor firmeza y echan sus raíces, ya que se han logrado en medio de sequedades, aprietos y trabajos (CB 30,5).

FORTALECIMIENTO Y PERFECCIONAMIENTO DURANTE LA “NOCHE”. No basta el esfuerzo que desde una opción libre realiza la persona para adquirir y fortalecer las virtudes. También Dios realiza su parte para quitar “todas las impertinencias y niñerías, y hace ganar las virtudes por medios muy diferentes” (N 1,7,5); ni siquiera la persona llega a sospechar hasta dónde llega esta acción divina. Las pruebas y sufrimientos no buscados por el ser humano, sino padecidos, sin poderlos controlar lo fortalecen y perfeccionan en la virtud: “Por estos trabajos, en que Dios pone al alma y sentido va ella cobrando virtudes y fuerza y perfección con amargura; porque la virtud en la flaqueza se perfecciona (2 Cor 12,9), y en el ejercicio de pasiones se labra” (LlB 2,26).

El paso por la noche oscura, sobre todo por la pasiva, se convierte en el crisol donde la persona sale fortalecida y confirmada en las virtudes. La intención del Santo, al tratar en los primeros capítulos del libro primero de la Noche las imperfecciones de los principiantes, es para que “entendiendo la flaqueza del estado que llevan, se animen y deseen que los ponga Dios en esta noche, donde se fortalece y confirma el alma en las virtudes” (N 1,1,1). Esta noche, con sus padecimientos, es una cura de imperfecciones y una ganancia de virtudes: “Todo es padecer en esta oscura y seca purgación del apetito, curándose de muchas imperfecciones e imponiéndose en muchas virtudes” (N 1,1,2; y 1,13,5; 2,16,3). Todos los grandes provechos asignados por J. de la Cruz a la noche se relacionan directamente con las virtudes. Destaca los siguientes: a) “humildad espiritual, que es la virtud contraria al primer vicio capital que dijimos ser la soberbia espiritual” (N 1,12,7); b) “se ejercita en las virtudes de por junto”; c) “ejercítase la caridad de Dios”; d) “ejercita aquí también la virtud de la fortaleza”; e) “en todas las virtudes, así teologales, como cardinales y morales, corporal y espiritualmente, se ejercita el alma en estas sequedades” (N 1,13).

LAS VIRTUDES EN EL DESPOSORIO ESPIRITUAL. Aunque todo el proceso de la vida espiritual se presente como ejercicio de virtudes, en cada etapa destaca el Santo lo que le parece más característico en este punto. En el desposorio espiritual ha llegado el alma a un grado de unión y transformación en el Amado que exige virtudes más perfectas (CB 16,1) y, por eso, se ejercita en ellas con mayor espontaneidad e intensidad. Esta etapa del camino espiritual se define como “el alto estado y unión de amor en que después de mucho ejercicio espiritual, suele Dios poner al alma, al cual llaman desposorio espiritual con el Verbo, Hijo de Dios” (CB 1415,2). Se inicia con una comunicación de Dios al alma de “grandes cosas de sí, hermoseándola de grandeza y majestad, y arreándola de dones y virtudes, y vistiéndola de conocimiento y honra de Dios, bien así como a desposada en el día de su desposorio” (CB 14-15,2). Es el momento en que “ve el alma en su espíritu todas las virtudes suyas, obrando él en ella esta luz; y ella entonces, con admirable deleite y sabor de amor, las junta todas y las ofrece al Amado como una piña de hermosas flores” (CB 16,1).

En bellas imágenes describe el Santo este estado, en el que “se están comunicando y gozando las virtudes y gracias entre el alma y el Hijo de Dios” (CB 16,3) Es como: una viña florecida que “es el plantel que está en esta santa alma de todas las virtudes” (CB 16,4); “una viña florida y agradable de ella y de Él, en que ambos se apacientan y deleitan (CB 16,8); b) “una piña de rosas”, es decir, de virtudes, “que hace el alma para su Amado es una sola pieza de perfección del alma, la cual fuerte y ordenadamente abraza y contiene en sí muchas perfecciones y virtudes fuertes y dones muy ricos” (CB 16,9).

En el desposorio espiritual, las virtudes no son perfectas y heroicas; todavía persisten las molestias de los apetitos y movimientos sensitivos (CB 16,4-5) que estorban el ejercicio de virtudes en que el alma se deleita. “Los maliciosos demonios” embisten contra el alma haciéndole la guerra “a este reino pacífico y florido” de las virtudes del alma (CB 16,6). También puede aparecer en este estado de desposorio espiritual por el llamado “cierzo”, es decir, la sequedad, que como el viento frío y seco apaga “el jugo y sabor y fragancia de las virtudes … porque todas las virtudes y ejercicio afectivo que tenía el alma tiene amortiguado” (CB 17,3). Es necesario para detener la sequedad, perseverar, por un lado, en la oración y ejercicios espirituales; por otro, invocar al  Espíritu Santo, que es el austro, viento apacible que “causa lluvias y hace germinar las yerbas y plantas y abrir las flores y derramar su olor” (CB 17,4). Labor que hace aspirando por el huerto del alma, abriendo “todos estos cogollos de virtudes y descubre estas especias aromáticas de dones y perfecciones y riquezas del alma, y manifestando el tesoro y caudal interior, descubre toda la hermosura de ella” (CB 17,6). En este estado de transformación está el alma “guisada, salada y sazonada con las dichas flores de virtudes y dones y perfecciones” y el Amado se “apacienta y deleita en ella, que es el huerto suyo entre los lirios de virtudes y perfecciones y gracias” (CB 17,10). El Amado y el alma, dada la íntima unión y comunión existente entre ellos, “están en uno gozando la flor de la viña” (CB 16,7).

MATRIMONIO ESPIRITUAL: VIRTUDES HEROICAS. Siguiendo la pauta sanjuanista propuesta en el Cántico (CB 24) la perfección de las virtudes, posible en esta vida, está reservada para el estado del matrimonio espiritual, o de unión transformante. Su afirmación es precisa: “Las virtudes fuertes y heroicas, envueltas en fe … son ya las del matrimonio espiritual, que asientan sobre el alma fuerte” (CB 24,2). Al hilo del comentario del Santo cabe destacar las características o rasgos siguientes de las virtudes:

a) Han llegado al máximo de su potencia y desarrollo: “En este estado están ya las virtudes en el alma perfectas y heroicas, lo cual aún no había podido ser hasta que el lecho estuviese florido en perfecta unión con Dios” (CB 24,3)

b) Son perfectas, fuertes y trabadas entre sí, y dan al alma la fortaleza y osadía del león: “Así, cada una de las virtudes, cuando ya las posee el alma en perfección, es como una cueva de leones para ella, en la cual mora y asiste el Esposo Cristo unido con el alma en aquella virtud y en cada una de las demás virtudes como fuerte león; y la misma alma, unida con él en esas mismas virtudes, está también como fuerte león, porque allí recibe las propiedades de Dios” (CB 24,4). Ya nada ni nadie la puede molestar en el ejercicio de virtudes: “de tal manera están trabadas entre sí las virtudes y unidas y fortalecidas entre sí unas con otras y ajustadas en una perfección del alma, sustentándose unas con otras, que no queda parte abierta ni flaca, no sólo para que el demonio pueda entrar, pero ni aun para que ninguna cosa del mundo, alta ni baja, la pueda inquietar ni molestar, ni aun mover” (CB 24,5).

c) Son innumerables o no reducibles a esquemas. Forman una especie de cerco protector del alma, coronada de “escudos de oro coronados”: “Los cuales escudos son aquí las virtudes y dones del alma … Y dice que son mil, para denotar la multitud de las virtudes, gracias y dones, de que Dios dota al alma en este estado. Porque para significar también el innumerable número de las virtudes de la Esposa usó del mismo término, diciendo: Como la torre de David es tu cuello, la cual está edificada con defensas, mil escudos cuelgan de ella, y todas las armas de los fuertes” (CB 24,9). Se las compara a los escudos porque han servido de defensa “contra los vicios que con el ejercicio de ellas venció” (ib.)

d) Producen los efectos correspondientes a sus cualidades. Al ser cada una de ellas “pacífica, mansa y fuerte” produce esos efectos en el alma que las posee (CB 24,8), gozando de una suavidad y tranquilidad que nunca pierde por nada (CB 24,6).

En el matrimonio espiritual, afirma el Santo, que el alma ejercita las virtudes de forma parecida a los ángeles, libres de pasiones y sentimientos: “Porque aquí le falta al alma lo que tenía de flaco en las virtudes, y le falta lo fuerte, constante y perfecto de ellas. Porque, a modo de los ángeles, que perfectamente estiman las cosas que son de dolor sin sentir dolor y ejercitan las obras de misericordia sin sentimiento de compasión, le acaece al alma en esta transformación de amor” (CB 20,10).

LA CARIDAD INFORMA TODAS LAS VIRTUDES. A medida que las virtudes se perfeccionan va produciéndose entre ellas una mayor conexión e interdependencia, de tal forma que “todas crecen en el ejercicio de una” (S 1,12,5), hasta quedar, en el estado de perfección, “trabadas entre sí, y unidas y fortalecidas entre sí unas con otras, y ajustadas en una acabada perfección del alma” (CB 24,5). Esta unión se sustenta en la caridad; “porque, así como el hilo enlaza y ase las flores en la guirnalda, así el amor del alma enlaza y ase las virtudes en el alma y las sustenta en ella” (CB 30,9). Figurativamente la caridad se compara a la “púrpura del lecho florido” en el matrimonio espiritual, “porque todas las virtudes, riquezas y bienes de él se sustentan y florecen y se gozan sólo en la caridad y amor del Rey del cielo, sin el cual amor no podría el alma gozar de este lecho de sus flores. Y así, todas estas virtudes están en el alma como tendidas en amor de Dios, como en sujeto en que bien se conservan, y están como bañadas en amor, porque todas y cada una de ellas están siempre enamorando al alma de Dios, y en todas las cosas y obras se mueven con amor a más amor de Dios” (CB 24,7)

La virtud de la caridad es la que hace germinar y hace crecer a las demás, la que les confiere valor a todas. “En el amor se asientan y conservan las virtudes; y todas ellas, mediante la caridad de Dios y del alma, se ordenan entre sí y ejercitan” (CB 24,7). Por el amor todas las obras se vuelven graciosas a Dios. Es el que “hace válidas a las demás virtudes, dándoles vigor y fuerza para amparar al alma, y gracia y donaire para agradar al Amado con ellas, porque sin caridad ninguna virtud es graciosa delante de Dios” (N 2,21,10). J. de la Cruz reitera con insistencia el principio básico de la tradición espiritual que coloca en el amor el fundamento, la raíz y el motor de todas las virtudes y su proyección teologal: “La flor que tienen las obras y virtudes es la gracia y virtud que del amor de Dios tienen, sin el cual no solamente no estarían floridas, pero todas ellas serían secas y sin valor delante de Dios, aunque humanamente fuesen perfectas” (CB 30,8; cf. CB 28,1.8; 30,10-11).

III. Las virtudes teologales

En una época en que lo maestros concentraban su atención en la oración y en el ejercicio ascético, entendido como práctica de las virtudes morales, J. de la Cruz cambió el panorama asentando el pilar de la vida espiritual en las virtudes teologales.  Fe, esperanza y caridad son guía seguro en el camino de la unión con Dios; las tres virtudes teologales son las únicas que pueden considerarse como medio inmediato para esa unión; las demás equivalen a sendas lentas y remotas. La vida teologal es la que tiende el puente capaz de salvar la infinita distancia entre el ser de Dios y el ser de las criaturas. Las virtudes teologales son medios proporcionados que hacen posible que los extremos (hombre-Dios) lleguen a la unión por transformación de amor.

DON, ACOGIDA Y RESPUESTA. Tienen esa virtualidad porque las virtudes teologales son un don infundido de Dios al hombre y al mismo tiempo son acogida y respuesta por parte del hombre a la comunión que Dios le ofrece. Fe, esperanza y amor vienen de Dios y hacia él conducen. Cuando son acogidas por el hombre, se convierten en actitudes fundamentales con las que el hombre se dispone ante el misterio, entra en comunión con él y lo respeta en su ser. El hombre ha sido querido por Dios, desde toda la eternidad, para vivir en comunión con él, y para que pueda alcanzar este fin ha recibido de parte del Creador unas capacidades que hacen posible la relación de amistad entre ambos.

Al Dios que se nos ha revelado en Jesucristo, el hombre responde con la fe. Al Dios que promete una plenitud de vida el hombre responde con la esperanza; y al Dios Amor que nos ha amado primero, el hombre responde con la caridad que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones (Rom 5, 5). Fe, esperanza y amor, como acogida y respuesta a la comunión que Dios ofrece al hombre, hacen posible la relación dialogal entre ambos, respetando el ser y la identidad de cada uno.

ÚNICO MEDIO PROPORCIONADO AL FIN. “Según regla de filosofía, todos los medios han de ser proporcionados al fin, es a saber, que han de tener alguna conveniencia y semejanza con el fin que se pretende” (S 2,8,2). Invocando este principio, J. de la Cruz cree que solamente las virtudes teologales establecen proporción entre los medios y el fin de la vida humana. Las considera como el único medio para alcanzar la unión: “El camino y medio para la unión de Dios es la fe” (S 2,11,4); “Estas tres virtudes … son el medio … y disposición para la unión con Dios” (S 2,6,6). Se caracterizan por la inmediatez con que ponen en relación de comunión a Dios y al hombre. Es sabido que para desarrollar su plan pedagógico el Santo adopta una metodología peculiar. En el proceso de purificación la fe se relaciona con el entendimiento, la esperanza con la memoria y la caridad con la voluntad. Algo similar sucede al momento de explicar la experiencia de lo divino en el matrimonio espiritual, bajo el símil de la “interior bodega” (CB 17).

Aunque las tres virtudes teologales son el único medio proporcionado para alcanzar la unión, da mayor relevancia a la fe. Dedica a ella todo el libro segundo de la Subida. Pero lo que el Santo dice de la fe lo podemos extender a las otras dos virtudes, dado que forman un todo inseparable: “Cuanto más el alma se quiere oscurecer y aniquilar acerca de todas las cosas exteriores e interiores que puede recibir, tanto más se infunde de fe y, por consiguiente, de amor y esperanza en ella, por cuanto estas tres virtudes teologales andan en uno” (S 2, 24,8; cf. S 2,29,5-6; 3,32,4). “No es necesario alargarnos tanto acerca de estas potencias; porque no es posible que si el espiritual instruyere bien el entendimiento en fe según la doctrina que se le ha dado, no instruya también de camino a las otras dos potencias en las otras dos virtudes, pues las operaciones de las unas dependen de las otras” (S 3,1,1).

Teniendo el principio de la unidad de las virtudes teologales como clave de interpretación, podemos ampliar a la tríada teologal lo que fray Juan dice de la fe en S 2,1,1-2: “…canta el alma la dichosa ventura que tuvo en desnudar el espíritu de todas las imperfecciones espirituales y apetitos de propiedad en lo espiritual…, y poder entrar en esta oscuridad interior, que es la desnudez espiritual de todas las cosas, así sensuales como espirituales, sólo estribando en pura fe y subiendo por ella a Dios”.

Dos bellas imágenes sirven a J. de la Cruz para resumir su pensamiento sobre la integración de las tres virtudes teologales en el proceso purificativo que conduce a la unión divina. Recorrer ese itinerario nocturno o catártico es como escapar por una » escala secreta” (S 3,1,1; cf. N 2,17-18) o salir “disfrazado” (N 2,21) en busca de Dios. Escribe en el primer texto: “La llama aquí escala y secreta, porque todos los grados y artículos que ella tiene son secretos y escondidos a todo sentido y entendimiento. Y así se quedó ella a oscuras de toda lumbre de sentido racional y entendimiento, saliendo de todo límite natural y racional para subir por esta divina escala de la fe, que escala y penetra hasta lo profundo de Dios. Por lo cual dice que iba disfrazada, porque llevaba el traje y término natural mudado en divino, subiendo por fe. Y así era la causa este disfraz de no ser conocida ni detenida de lo temporal, ni de lo racional, ni del demonio, porque ninguna de estas cosas puede dañar al que camina en fe … Por eso dice que salió a oscuras y segura, porque el que tal ventura tiene, que puede caminar por la oscuridad de la fe, tomándola por guía de ciego, saliendo él de todas los fantasmas naturales y razones espirituales, camina muy al seguro, como habemos dicho”. Conviene completar la lectura con Noche 2,21. Por eso también son presentadas dichas virtudes, en especial la fe, como guías de ciego que hacen que el alma camine “muy al seguro” hacia el término que es Dios.

FUNCIÓN PURIFICATIVA Y UNITIVA. Las virtudes actúan en principio como medios para la unión con Dios. Poseen un dinamismo intrínsecamente activo, tienen, pero por eso mismo, llevan en su misma naturaleza la fuerza de “apartar al alma de todo lo que es menos que Dios” (N 2,21,11). Quiere esto decir que en su función purificadora van realizando la unión del hombre con Dios. Ejercen, pues una función a la vez catártica y unitiva. Lo repite de mil maneras J. de la Cruz: “El alma no se une con Dios en esta vida por el entender, ni por el gozar, ni por el imaginar, ni por otro cualquier sentido, sino sólo por la fe según el entendimiento, y por la esperanza según la memoria, y por el amor según la voluntad. Las cuales tres virtudes todas hacen, como habemos dicho, vacío en las potencias: la fe, en el entendimiento, vacío y oscuridad de entender; la esperanza hace en la memoria vacío de toda posesión, y la caridad, vacío en la voluntad y desnudez de todo afecto y gozo de todo lo que no es Dios” (S 2, 6,1-2).

Esta dimensión negativa, privativa o purificadora de las virtudes teologales crea vacío en el entendimiento, ya que ninguna noticia, ni imagen, ni visión, ni locución, ni revelación que caiga en él, puede ser medio adecuado para alcanzar la unión. Tampoco pueden serlo las aprehensiones de la memoria que debe quedar desposesionada para tender constantemente a una plenitud que no está en las manos del hombre darse a sí mismo. El amor crea vacío y desnudez de todas las afecciones de la voluntad, para enderezarlas a Dios y no poner su gozo en los bienes temporales, naturales, sensuales, morales, sobrenaturales y espirituales, ya que “la voluntad no se debe gozar sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios y la mayor honra que le podemos dar es servirle según la perfección evangélica” (S 3,17,2), o lo que es lo mismo: amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todo el ser.

En conclusión: el camino de la unión es un continuo ejercicio de virtudes; a la vertiente negativa del vaciarse de todo lo que no es Dios para llenarse de él, se corresponde la positiva de practicar las virtudes. Su oficio es “unir purificando” o “purificar uniendo”; llenar de Dios el vacío de los apegos contrarios a él.

BIBL. — EULOGIO PACHO, S. Juan de la Cruz. Temas fundamentales 2 vol. Monte Carmelo, Burgos 1984, p. 85-127.

Miguel F. de Haro Iglesias

Todo / Nada

“Nada” / “Todo” es un binomio sanjuanista, que tiene su originalidad en su propia experiencia de la negación necesaria en el proceso de la vida espiritual para llegar el hombre a la unión transformante con Dios.

“Nada” / “Todo” o “Todo” / “nada” no es propiamente un símbolo, aunque tenga mucho de similar al misterio escondido en los símbolos, tan queridos y usados por el Santo.

Juan de la Cruz era consciente de la dificultad que encontraban sus hijos e hijas espirituales para entender su doctrina, sólida y sustanciosa, como él mismo la califica en el prólogo de Subida del Monte Carmelo (n. 8). Entendiendo, por otra parte, el peligro de no ser entendido, o de ser malinterpretado, pues conocía adecuadamente el nivel cultural y teológico de los destinatarios inmediatos, sus contemporáneos, trató de darse a entender lo mejor que pudo, procuró evitar las disquisiciones de la época, tanto filosóficas como teológicas, y recurrió al método más práctico, existencial y de experiencia, intentando ayudar a llegar al “Todo”, que es Dios, poniendo en sus escritos vida, experiencia, amor, vivencia.

I. Centralidad del tema

El tema que nos ocupa es el centro, de alguna manera, de la doctrina sanjuanista. Toda ella, en efecto, gira en torno al Todo de Dios y a la nada del hombre. La tarea de la criatura es vaciarse de su pobreza y pequeñez, y llenarse, o dejarse llenar, mejor dicho, del que lo es todo en todos, de su Creador.

“Nada” / “Todo” o “Todo” / “Nada” se pueden considerar desde varias perspectivas: desde la antropología, la filosofía, la metafísica, la teología, la espiritualidad, la mística, la psicología, etc. En Juan de la Cruz no cabe la menor duda de que se considera principalmente, que no exclusivamente, desde la teología-espiritualidad-mística, con la innegable apoyatura de la experiencia-vivencia personal, aunque no siempre así se manifieste en su exposición doctrinal, pues el Santo es un teólogo que sabe de sistemas, de elaboraciones científico-teológicas y de pedagogía; no en vano es un buen mistagogo, como es un excelente poeta.

La doctrina sanjuanista sobre “nada” / “Todo” no siempre ha sido bien interpretada, con frecuencia malinterpretada, y tergiversada en ocasiones. No es fácil que todos los aspectos de la cuestión que nos ocupa puedan ser englobados en un solo estudio. Pero sí es importante una buena interpretación del sanjuanismo de las “nadas”. No es el santo de las “nadas”, sino el santo del “Todo”. De ahí que el tema de las “nadas” haya que estudiarlo conjuntamente con el tema del “Todo”, y a la inversa. De lo contrario, siempre será un estudio parcializado, sin contexto e incompleto.

El sistema aristotélico-escolástico/tomista –por lo demás en este caso evidente y nítido– nos dice que “dos contrarios no caben en un mismo sujeto”. Por otro lado, el Evangelio no es menos claro: o se sirve a Dios o al dinero, llámese cosa o criatura racional. Para llenarse de Dios, y de lo que son los bienes de Dios, necesariamente hay que vaciarse de lo que no es Dios, aunque no sea exactamente contrario a Dios o negación de Dios. Él es radical y lo quiere espiritualmente todo y lo exige todo. Dios es un amante celoso y posesivo. Exige la negación total. Por eso la negación sanjuanista es una abnegación evangélica. Por lo demás, su radicalidad está bien expresada en la sentencia de Cristo: “Quien no está a favor mío, está en contra de mí”.

Juan de la Cruz lo expresó muy valiente y radicalmente en Subida (I, 13, 11), donde afirma, en una palabra, que, para poseerlo todo, has de negarlo todo. Y ese amor posesivo y celoso de Dios da al alma la auténtica libertad experiencial, y la más profunda intimidad y comunión con Dios, vivo y presente en el alma del que ama y experiencia místicamente ese amor de Dios.

II. Noción de “nada” y de “Todo”

“Nada” / “Todo”, “Todo” / “nada” son términos correlativos, en relación recíproca, pues se da entre ellos una “simultaneidad dinámica”, se ha dicho, en la que se realiza un proceso de transformación del hombre en Dios por medio de la unión en el amor.

Es, por ello mismo, esencial recuperar y dejar clara la auténtica doctrina del Doctor Místico del Amor y del Todo sobre la “nada” y, por consiguiente, la doctrina sobre el “Todo”. Tradicionalmente, quienes poco o nada han entendido su doctrina han afirmado que Juan de la Cruz era el “Místico de las nadas”. Nada más lejos de la realidad doctrinal y vivencial del Santo de Fontiveros.

CORRELATIVIDAD DE LOS CONCEPTOS. Es muy frecuente en Juan de la Cruz el uso de estas dos palabras en sus escritos: 373 veces la palabra “nada”, y 274 veces la palabra “todo”. Esto mismo está indicando ya lo difícil que resulta comprender con entera exactitud su carga ideológica.

No se afirma que el hombre y las cosas sean nada, sino que hay que plantearse y vivir la verdadera relación del hombre y de las cosas con Dios, su Hacedor.

El concepto de “nada” en el Místico de Fontiveros es “axiológico”, es decir, no es un concepto especulativo-filosófico, sino que es una palabra al servicio de la abnegación evangélica, ya que el Santo expone su doctrina sobre la “nada” en un contexto teológico-espiritual-místico principalísimamente, que no filosófico ni metafísico de una manera primaria e importante. A lo más, en un contexto antropológico-psicológico, pues se trata de hacer evidente desde la teología-espiritualidad-mística las relaciones del hombre con Dios en el plano de la santificación del ser humano. El hombre ha de negarse a sí mismo para llenarse de Dios; es la renuncia del yo para llenarse del “Tú”, que es Dios. Es la parte o dimensión ascética de la vida espiritual del cristiano, que no es autonegación ni alienación destructiva de la persona, sino ejercicio de entrenamiento necesario para la comunión con Dios-mística cristiana en el ejercicio de la vida de gracia y de las virtudes cristianas. Todo ello conlleva, postula, necesariamente “negación”, pero no para quedarse vacío el ser humano, sino para transformarse en Dios, mediante la gracia divina que espiritualiza singularmente, “diviniza”, al hombre y lo va haciendo cada vez más semejante a Dios, «participando así de su naturaleza divina”, según S. Pedro en su segunda (1,4).

La “nada” sanjuanista es una realidad “valorativa” y “comparativa”: el hombre es nada comparado con Dios; pero el hombre es un valor positivo, que el Señor ha amado, salvado y le ha dado un destino final eterno, que es Él mismo. Generalmente decimos que una cosa es nada, cuando no tiene valor alguno: no vale nada, no es nada, se suele afirmar.

Y es que el Santo usa la palabra “nada” para comparar realidades y no sólo conceptos, que no es su filosofía, ni su teología de esa índole, partiendo de un sentido cristiano y experiencial-vivencial de la realidad. Es así cómo la “nada” sanjuanista tiene un carácter “axiológico”.

El dibujo famoso del Monte Carmelo o Monte de la perfección, hecho por Juan de la Cruz y, para algunos síntesis de la doctrina del Místico Doctor, tiene en la senda central hacia la cima del monte, que es la senda estrecha de la perfección, el conocido escrito: “Nada, nada, nada, nada, nada y en el Monte nada”. Y en la cima del monte está escrito: “Sólo mora en este monte la gloria y honra de Dios”. Las otras dos sendas que flanquean la senda central, son el camino del espíritu imperfecto –la de la izquierda– y el camino del espíritu errado –la de la derecha–, como bien señalado deja su autor.

En el dibujo sanjuanista está claro el “valor relativo” de la “nada” frente a lo “Absoluto” que es “la gloria y honra de Dios”. Por eso, Juan de la Cruz nos dirá lo que se ha de hacer “para venir al todo”, para “tener al todo”, para “no impedir al todo” y el “indicio de que se tiene todo”, no es más que la ascesis cristiana o abnegación evangélica, mediante la práctica radical del “nada”. Efectivamente, la ascesis cristiana sólo es un medio para la búsqueda de la perfección cristiana; nunca será un fin en sí misma. La perfección cristiana siempre es obra de Dios; quedarse en la ascesis es quedarse en los medios y en la simple tarea humana, que no pasa de ser una simple colaboración, exigida por Dios naturalmente.

La “nada” sanjuanista es sencillamente la negación de algo que pretende serlo “todo” en el hombre; incluso más, que pretende ser el “todo” del hombre. Es esto precisamente lo que el Doctor Místico pretende dejar claro: el Absoluto-Dios es el fin de todo, y todo lo demás es relativo, que debe converger en Dios Trascendencia. Y esto es fruto no sólo de la teología que él ha estudiado y conoce, sino de la propia experiencia, principio importante de valoración del “Todo” y de la “nada”. Juan de la Cruz es teólogo, pero es también místico excepcional y pedagogo de la experiencia mística cristiana. El sujeto de la experiencia es siempre el que mejor puede valorar el objeto de la misma y su alcance.

Por eso, la “nada” es una realidad, conocida desde la experiencia mística cristiana, que conduce hacia el abandono total en manos del Dios Trascendente-Absoluto-Transformador del hombre en una realidad de futuro y de felicidad eterna en unión con el Dios-Creador.

El “Todo” y la “nada” son dos valores; el segundo depende del primero y el primero da sentido y valor al segundo. La “nada” sanjuanista tiene que transformarse para poder ser algo, y llegar así a alcanzar el “Todo”.

NIVELES SIGNIFICATIVOS. Se pueden proponer, a modo de ejemplo, algunos niveles de significado de la nada para poner de relieve sus dimensiones. El primer nivel de significado de la “nada” consiste en ser modo de comparación valorativa entre “el todo ontológico” y “el Todo de Dios”. En este primer nivel, se podría afirmar que la “nada” tiene ante todo un nivel ontológico. Esa realidad comparativa a la que se refiere el Doctor Místico existe. Pero Dios es el criterio de todas las valoraciones de tipo ontológico. Dice Juan de la Cruz: “Todas las cosas de la tierra y del cielo, comparadas con Dios, nada son… De manera que todas las criaturas en esta manera nada son, y las aficciones de ellas son impedimimento y privación de la transformación en Dios… De manera que todo el ser de las criaturas, comparado con el infinito (ser) de Dios, nada es” (S I, 4, 3-4).

Esto no es un nihilismo existencial del hombre, sino que el Místico Doctor habla del hombre en este sentido, como de todo el resto que forma parte de la creación, para engrandecerlo desde la óptica de Dios, que es siempre el supremo criterio de todas las valoraciones, porque es el “Todo”, el “Absoluto”.

El segundo nivel de significado tiene que ver con el hombre. Es el nivel antropológico. La “nada” también se refiere al todo del hombre frente al Todo de Dios. Es la “nada” considerada en el hombre frente al “Todo” que es Dios. Se hace hincapié en el modo del ser del hombre delante del Ser Divino. Este nivel presupone las facultades humanas espirituales o intelectuales, tiene presente al hombre como alma, como principio vital, como valor en sí mismo en el mundo, pero, sobre todo, como criatura privilegiada entre todas las criaturas, ya que tiene un destino, una finalización eterna, que es descansar para siempre en Dios. Nos dice el Santo: “Y así, el que ama criatura, tan bajo se queda como aquella criatura, y, en alguna manera más bajo; porque el amor no sólo iguala, mas aun sujeta al amante a lo que ama… Porque todas las cosas de la tierra y del cielo, comparadas con Dios, nada son” (S I, 4,3).

Se podría hablar aún de un tercer nivel, que es el nivel metafísico, ya que Juan de la Cruz al afirmar que el hombre, comparado con Dios, nada es, de alguna manera está haciendo una afirmación metafísica, que el Santo conoce y no excluye en su doctrina sobre la “nada”, aunque no se propone expresamente hablar del hombre desde la metafísica. No hay duda, sin embargo, que él esconde siempre antropología, psicología y mistagogía detrás de su teología-espiritualidad-mística. Una metafísica altamente elevada en la doctrina sanjuanista por la formación recibida, por los conocimientos antropológico-teológicos que posee, y que no es sólo fruto del razonamiento humano, sino de la experiencia-vivencia espiritual-mística.

Estos niveles mencionados de la “nada” sanjuanista son el complemento de los otros niveles que, en el Santo de Fontiveros, aparecen como básicos y fundamentales: el teológico, espiritual, místico, psicológico, antropológico.

III. Cristo, el Todo

El “Todo” de Juan de la Cruz es Cristo: “Porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo” (S 2, 22, 4).

Para el Doctor Místico es evidente que el “Todo” es Cristo, visto como el “Todo” de Dios, entregado al hombre, encarnado; es más: “humanizado”, como prefiere decir Juan de la Cruz.

El “Todo” de Dios, haciéndose el “Todo” del hombre en la encarnación, se ha unido al “nada”. Se ha llegado así a una relación entre personas: entre el “Todo” de Dios y la “nada” del hombre. Es, pues, una relación de unión personal, entre personas. Cristo es “Todo” / “nada”; es el Verbo encarnado, humanizado.

Cristo es el “Todo”, ya que es el Hijo de Dios-Padre, entregado al hombre y anonadado en favor del hombre. En cuanto al hombre sólo Dios es su “Todo”. El Padre efectivamente nos lo ha dado todo en Cristo. El hombre ha sido convocado por Dios a la unión más íntima posible con Él, que se hace siempre en la semejanza de amor.

Pero la iniciativa siempre es de Dios. No podía ser –ni puerde ser– de otra manera: “Si el alma busca a Dios, mucho más la busca su Amado a ella” (LlB 3, 28).

Y el hombre es debidamente coherente cuando reconoce que la iniciativa de amor viene de Dios, y que ha de dar una respuesta en la reciprocidad de amor. Esto obliga al hombre a luchar sin descanso para remover cualquier tipo de obstáculo a esa reciprocidad en el amor con el “Todo”. El obstáculo, está claro, es el pecado.

IV. Las virtudes teologales, clave de la “nada” sanjuanista

Se quiere afirmar con esto que, para el Santo, fe, esperanza y caridad son la clave para entender su doctrina sobre la “nada” en todo el proceso de la vida espiritual, según su concepción y exposición.

Las virtudes teologales son la base de todo el sistema sanjuanista, en cuanto purifican radicalmente las potencias espirituales del hombre: entendimiento, memoria, voluntad. Y en ese contexto es donde se pueden entender debidamente sus afirmaciones sobre la “nada”. El vacío de las facultades espirituales es necesario para que puedan llenarse de Dios, y transformarse progresiva, aunque muy paulatinamente, en Dios. Llenarse de Dios lo que el hombre tiene de más espiritual, como son las tres potencias o facultades del alma, es llenarse todo el ser del hombre.

Es evidente que únicamente las actitudes teologales del hombre le darán certeza de que la “nada” es el camino hacia el “Todo”, incluso en la tremenda radicalidad y dureza del proceso de la “nada”. La “nada” es camino al “Todo”. Y sólo el “Todo” es plenitud, llenez, realización entera, de la “nada”.

“Nada” / “Todo” no son dispersión, sino unidad en el panorama espiritual sanjuanista; aparecen como antinomias, pero desde la fe, esperanza y caridad cristianas se intuye una unidad profunda y con un objetivo claro en la propuesta.

Y todo en Juan de la Cruz converge, como por lo demás es la doctrina paulina y del Evangelio, en el amor, síntesis, vida, dinámica y poso eterno, de la fe y de la esperanza, vividas en entera confianza y abandono filial en Dios; doctrina ascético-mística del Santo y de sus discípulos más aventajados.

La “nada”, vista desde las actitudes fundamentales del hombre, como son las tres virtudes teologales, que, para el Místico Doctor son la guía y el sendero único del encuentro con Dios, más que todas las demás virtudes morales, es el verdadero camino al triunfo de Dios en el hombre, que se adueña nuevamente de todo su ser: entender, pensar, amar, recordar y actuar. La “nada” sanjuanista es como un canto al “Todo”, al que conduce, en quien cree, a quien espera con esperanza bien fundada y a quien ama experiencialmente tantas veces en su contemplación.

Sólo se entrega de verdad a Dios quien ha llegado a reconocer en su vida, y particularmente en su vida espiritual-mística, que Dios es el “Todo” del hombre, que se experiencia como “mío”, porque Él así lo quiere y de hecho así se ha entregado. Al mismo tiempo, solamente se entrega Dios al hombre que se ha vaciado de sí mismo y de todo lo demás, haciendo de la “nada” senda segura, porque el camino es estrecho, para llegar a la cima del Monte de la perfección, donde solamente mora “la gloria y honra de Dios”.

La fe, la esperanza y la caridad son la plenitud de la “nada”, y al mismo tiempo el medio seguro y generador de la unión del hombre con Dios, su Creador, Salvador, Plenitud y Amor para siempre. En la espiritualidad del Doctor Místico todo rezuma ambiente, exigencia y acontecimiento teologales.

La fe, que presupone y siempre respeta la razón humana, aunque oscurece el entendimiento humano, valora la “nada” como medio para el hombre en el camino hacia la unión con Dios. La esperanza pide un compromiso fuerte de entrega y abandono confiados en Dios, que purifica la memoria y la lleva a la unión perfecta con Dios. La caridad convierte el corazón del hombre en un fuego ardiente que sólo busca y quiere el amor de Dios, purificación radical de la voluntad humana para que se una íntimamente con Dios, el amor.

V. “Oración de alma enamorada”

En esta oración preciosa de alma enamorada, Juan de la Cruz ha expresado fenomenalmente bien el binomio “nada” / “Todo”, “Todo” / “nada”, a partir del contraste más radical del pecado hasta la plenitud de unión con Dios en cada una de las realidades creadas. Si a la unión de semejanza de amor plantease dificultad el recuerdo de los pecados, afirma el Santo, el cumplimiento de la voluntad de Dios, el único bien perseguido, es prueba de su Bondad y Misericordia, base del conocimiento de Dios por parte del hombre, y el “Todo” será glorificado en la “nada”. Si, para conseguir la unión con Dios, el hombre ha de presentar sus obras, no tiene más que su “nada” a total disposición; como regalo se le conceden también las obras, que siempre son dones de Dios, como lo son los méritos del hombre. Obras que el hombre puede con humilde apertura dejar que Dios mismo cumpla y ser así aceptado por Dios, aportando la contribución personal de las eventuales penas que tales obras conllevan.

La espera de la unión se hace felicidad, porque se realiza siempre y sobre todo como gracia y misericordia. Esta unión se postula en el Hijo, ofreciendo a cambio la propia “nada”, siempre querida por Dios, y pidiendo el don de tal Hijo, no menos querido por el Padre. La fuente de paz para el hombre es poder contar con el irreversible don del Hijo, Cristo Jesús, en quien el hombre halla cuanto desea.

Por lo demás, tomando conciencia de la realidad allí escondida, se pagan las “impaciencias” de la “nada” del hombre. Él descubre que, por el amor de Dios, en su corazón le basta comprender que todo es suyo. De hecho, el alma reconoce que “míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mi, porque Cristo es mío y todo para mi. Pues ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en meajas que se caen de la mesa de tu Padre”.

“Todo” y “nada se unen en el hombre y en Dios –el hombre divinizado en Cristo Jesús y Dios humanizado en Cristo Jesús también–, a quien el hombre ha aceptado en plenitud y a quien el hombre ha entregado todo.

La “nada” es querer y amar de verdad al “Todo”, y es dejarse amar por el “Todo”. Todo ello en plenitud y totalidad, que es cuando, en realidad, el hombre ha llegado al estado de perfecta filiación divina en la tierra, después de haber recorrido enteramente la senda de la “nada”, que es el “modo de tener al Todo” y condición indispensable para cantar: “cuando menos lo quería, téngolo todo sin querer”. Juan de la Cruz seguramente bebe esta doctrina del “Todo” / “nada” en el “como quien no tiene nada y lo posee todo” de S. Pablo en (2Cor 6, 10).

Solamente quien haya experienciado la “nada” sanjuanista podrá decir la “oración de alma enamorada”, expresión del triunfo del “Todo”-Dios en la vida del hombre peregrino en este mundo de Dios. La “nada” resulta ser un canto amoroso en el alma enamorada de “Todo”, “Todo”, “Todo”, que se experimenta como “mío”: “Y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí”.

Es Dios que se entrega al hombre, que se hace experiencia mística en el cristiano, cuando éste ha llegado a una vida de unión con Dios, fuerte y generosa, que lo llena todo, que lo puede todo y que lo salva todo. Dios sólo se entrega al hombre que se ha entregado a la “nada” y en la “nada” estando en este mundo, caminando por la senda estrecha del amor, que se vuelve senda amplia y segura para llegar al Monte de la perfección, que es Cristo.

Sintetizando un poco todo lo dicho, se puede afirmar que “Todo” / “nada” tiene mucho del contenido misterioso de la literatura simbólica sanjuanista, y que forma parte de la elaboración doctrinal de la experiencia orante del Doctor Místico. “Nada” no es un término que pueda sostenerse por sí mismo, pues está siempre relacionado con el “Todo” verdadero, que es Cristo, el Hijo del Padre, que desde el amor busca la unión transformante del hombre en el mundo por el que peregrina hacia el Monte de la perfección, en cuya cima “sólo mora la gloria y honra de Dios”. Las actitudes fundamentales del hombre –llamadas virtudes teologales– son el cauce para el vaciamiento de todo lo que no es de Dios en el hombre, o no es conforme a Dios; aquél necesita purificar sus potencias espirituales mediante la luz, el recuerdo y el calor de la fe, la esperanza y la caridad. Dios es celoso y posesivo. La “oración de alma enamorada” es algo así como una propuesta de los contenidos espirituales del binomio “Todo” / “nada”, cuando el hombre ha llegado ya a una experiencia fortísima de la filiación divina, y ya todo lo siente y lo vive como suyo, aunque sigue siendo de Dios, porque hasta Dios es del hombre, en Cristo Jesús, y todo en Dios se siente como propio: lo mío es tuyo y lo tuyo es mío. Se puede decir que la doctrina sanjuanista tiene reminiscencias bíblico-paulinas. Pero Juan de la Cruz ha hecho una aplicación muy concreta al hombre que camina hacia Dios por la senda de la oración-contemplación.

BIBL. — AISA, I., “La nada en san Juan de la Cruz”, en Pensamiento 45 (1989) 257-277; CARBONE, T., “Todo-Nada. San Giovanni della Croce”, en La Scala 45 (1991) 345-352; CASTELLI, F., “Il concetto di ‘nada’ in San Giovanni della Croce e in Ernest Hemingway”, en La Civiltà Cattolica 125 (1974) 555-566; CLARK, O., “The Optics of Nothingness”, en Philosophy Today 16 (1972) 243253; DENT, B., “The Nada Path”, en Mount Carmel 24 (1976) 20-28; DI BERARDINO, P., San Giovanni della Croce. Dottore del “Tutto e Nulla”, Roma 1990; DUNPHY, W., “All and Nothing”, en Spiritual Life 6 (1960) 337-348; J. D. GAITÁN, Negación y Plenitud en San Juan de la Cruz, Madrid 1995; HAGLOF, A., “Buddhism and the Nada of St. Jonh of the Cross”, en: AA. VV. Carmelite Studies I, 1980, 183-203; MEIS, J. L., The experience of Nothingness in the Mystical Theology of Jonh of de Cross, Michigan, 1980; MURA, G., “La notte, simbolo della nulla sacra in Heidegger e in Giovanni della Croce”, en Nuova Umanità 4 (1982) 71-93; OFILADA MINA, M., “Recuperación del sentido auténtico de ‘nada’ como valoración en San Juan de la Cruz mediante el concepto de ‘Mundo’ hacia la relación ‘Dios y hombre’”, en Studium 38 (1998) 445-462; PÉREZ MILLA, C., “Todo”-”Nada”, en AA.VV., Simboli e Mistero in San Giovanni della Croce, Roma 1991, 51-71.

Mauricio Martín del Blanco

Teología sanjuanista

El término “teología” es usado por J. de la Cruz una docena de veces. La mayoría de ellas, para designar la “teología mística”, como conocimiento contemplativo y experiencial de  Dios; y un par de veces, para referirse a la “teología escolástica”, como estudio “acerca del trato interior del alma con Dios” y como conocimiento “con que se entienden las verdades divinas” (CB pról. 3). Este acercamiento –aunque sea por vía de contraposición, que afecta sobre todo al destinatario– entre teología escolástica y teología mística en el prólogo a una de sus obras mayores, donde tratará “algunos puntos” de teología escolástica para comprender mejor los temas místicos que en ella se exponen, revela los términos del planteamiento teológico de la mística: ésta aparece en estrecha relación con la teología.

La mística cristiana describe fundamentalmente la reacción del sujeto, su experiencia íntima del misterio, frente a la verdad objetiva del hecho revelado, esto es, del misterio de Dios. Una mística que prescinda de la realidad objetiva de los misterios de la fe, queda reducida a mera introspección subjetiva; no es mística cristiana. Esta depende esencialmente del misterio revelado, que se manifiesta y comunica al místico por vía de experiencia. Por eso tras la experiencia está siempre, como realidad fundante, el misterio; tras la mística aparece inseparablemente unida, como marco de comprensión, la teología; tras la figura del místico emerge, como luz esclarecedora, la figura del teólogo.

No siempre experiencia y teología convergen en un mismo sujeto. El teólogo y el místico, pese a ser como dos eslabones de una misma cadena, no coinciden ordinariamente en una misma persona. Más aún, tienden a ignorarse. Esto es fruto de la ruptura entre teología y espiritualidad, que ha marcado la época moderna. Sin embargo, en J. de la Cruz convergen admirablemente estas dos realidades: mística y teología, experiencia y conocimiento de la verdad revelada. No sólo tiene experiencia del misterio, sino también conocimiento. Sus escritos, en poesía y en prosa, son el mejor exponente de esta irrompible unidad. Por eso el Doctor místico ocupa un lugar privilegiado en el diálogo entre teología y espiritualidad.

Este es el tema que se desarrolla aquí en tres etapas: partiendo de la revalorización de su figura como teólogo, que aparece tras la figura del poeta y del místico; destacando la originalidad de su teología, con sus líneas de fuerza o características principales; concretando su proyección teológica, desde la perspectiva de la  fe y de la relación entre teología y espiritualidad, que aparece en su proyecto de vida espiritual.

I. Místico, poeta y teólogo

REDESCUBRIMIENTO DEL TEÓLOGO. Juan de la Cruz es conocido en el mundo del pensamiento contemporáneo como místico, como poeta y como teólogo. Difícilmente se encuentra otra figura en la que converjan tan armónicamente estos títulos, formando una unidad. Es místico por su profunda experiencia del misterio de Dios. Es poeta por su capacidad para expresar líricamente esta experiencia. Es teólogo por su fuerza de penetración en el misterio de Dios actuado en el corazón del hombre y de la historia.

Si tuviésemos que establecer una prioridad, ésta corresponde al místico.

J. de la Cruz es, ante todo, un místico –el místico por antonomasia– que ha experimentado la realidad de Dios en su vida y quiere acercarla a la vida de los demás en poesía y en prosa, lírica y teológicamente. Su poesía, por tanto, y su teología están al servicio de la mística; son formas de expresión de su experiencia mística.

Tal vez por eso, el título que primero se le reconoce y por el que es proclamado Doctor de la Iglesia, es el de místico. En cambio, los títulos de poeta y teólogo no son reconocidos –al menos de forma universal– hasta nuestros días. Ha sido a partir de las últimas décadas, cuando ha comenzado a valorarse la poesía y teología de J. de la Cruz. Ciñéndonos a su teología, ésta emerge en primer lugar como formulación doctrinal de los contenidos místicos. Muy acertadamente resume el P. Crisógono sus aportaciones más destacadas: la primera es “la trabazón indisoluble del elemento experimental con los principios racionales”. A partir de él “el misticismo se nos presenta ya como una ciencia perfectamente sistematizada, con sus principios universales, con una ilación lógica rigurosa y con proposiciones axiomáticas bien demostradas”. La segunda es “la precisión y claridad”, como algo implicado esencialmente en “esa unidad y trabazón con que existen en su obra el elemento experimental y el científico”. Otra de sus grandes aportaciones es haber desplazado el centro de interés de la mística. Dejando de lado, como algo muy accidental en la vida mística, los  fenómenos o gracias extraordinarias, “dedica casi toda su obra a describir los diversos y sutiles movimientos del espíritu humano al sentir la presencia de la divinidad, que le toca, y que es lo que propiamente constituye la mística”.

Tratando de precisar esta última aportación, señala los temas siguientes: “la doctrina del tránsito de la ascética a la mística…; la de la unión realizada por las virtudes teologales, como medio inmediato de la misma; la explicación de la causa de los diversos fenómenos corporales místicos, y la precisión de los diversos grados de unión, especialmente del último o estado de transformación” (Crisógono, San Juan de la Cruz: El hombre, el doctor, el poeta, p. 180ss).

En virtud de estas aportaciones decisivas a la historia de la mística, J. de la Cruz ha sido siempre reconocido como el místico cristiano por excelencia y como tal ha sido declarado Doctor de la Iglesia universal (1926). Pero hubieron de pasar algunos años para que este reconocimiento llegase a trascender el ámbito de lo estrictamente místico-experiencial. Normalmente se le reconoce a fray Juan como guía o maestro indiscutible de la vida espiritual; o como mistagogo que, a partir de su experiencia mística, enseña el camino al que quiere hacer esa misma experiencia. En este sentido, da normas de conducta, traza senderos, orienta en los caminos de la unión. Se le reconoce, pues, su condición de director espiritual y de místico, pero no su condición de teólogo, con el consiguiente empobrecimiento de su doctrina.

El problema se plantea abiertamente, a partir de un estudio de J. Maritain, que define a J. de la Cruz como “practicien de la contemplation” (Saint Jean de la Croix praticien de la contemplation, EtCarm 1931, 61-109). Título que vendría a restringir el magisterio sanjuanista al mundo interior, restando profundidad a sus contenidos teológicos. H. Bouillard, secundando la tesis de Maritain, trata de enmarcar el mensaje sanjuanista dentro de los estrechos límites de la “sabiduría mística” y de la dirección espiritual (La “sagesse mystique” selon saint Jean de la Croix, RechScRel 50,1962, 481-529;

Mystique, Métaphysique et Foi chrétienne, ibid. 51,1963,30-82). Estudios posteriores, como los de G. Morel (Le sens de l’existence selon S. Jean de la Croix, 3 vols., París 1960-1961) y J. M. Le Blond (Mystique et Théologie chez saint Jean de la Croix, RechScRel 51, 1963, 196-239), han abordado el tema desde perspectivas más amplias y han puesto de manifiesto el valor del pensamiento sanjuanista a nivel ontológico, tanto en el campo teológico como en el de la filosofía existencial y de la antropología. Prueba de ello son los numerosos comentaristas que se han acercado al Doctor místico desde esta perspectiva de su pensamiento, abriendo nuevos horizontes de interpretación que la tradición había descuidado en sus escritos.

J. de la Cruz es algo más que un guía hacia la contemplación. Es, ante todo y sobre todo, un testigo de lo divino y un teólogo. “Desconocer esta verdad –dice J. M. Le Blond– nos llevaría a pasar por alto el carácter propiamente místico de toda su obra, a comentarla en plan de moralistas, psicólogos, lógicos, en lugar de hacerlo como teólogos de la mística e historiadores fieles del Santo” (ib. 200).

SU ESTATUTO TEOLÓGICO. Paralelamente a su condición de teólogo, se ha discutido el estatuto teológico subyacente a su pensamiento, que ha servido para esclarecer su forma peculiar de hacer teología. Tres han sido las interpretaciones principales, basadas respectivamente en las categorías escolásticas (Crisógono, Garrigou Lagrange), en el soporte filosófico-antropológico (Baruzi, Morel) y en las orientaciones de la teología renovada del Vaticano II (Lucien Marie, Federico Ruiz, Eulogio Pacho). El fruto de estas interpretaciones ha sido sacar definitivamente a J. de la Cruz del aislamiento en el que se le había confinado, dentro del mundo religioso, en el ámbito de la ascética y de la mística. Se comprobó también la dificultad de encerrar al Doctor místico en un determinado sistema, sin traicionar su pensamiento. Este no puede encasillarse de lleno dentro de un sistema determinado.

El pensamiento sanjuanista es tan rico y tan hondo; su expresión, en poesía y en prosa, alcanza tal grado de originalidad y belleza; su contenido toca tan profundamente las fibras más íntimas del ser humano, y lo hace con tal claridad y precisión de conceptos, que en él parecen darse cita diversas formas de hacer teología: desde el sistema patrístico al agustiniano, desde el tomista al escolástico y desde éste al de la nueva teología.

Esto no quiere decir, ni mucho menos, que nos encontremos ante un sistema ecléctico, que participa de los diversos sistemas teológicos de su época. Más bien significa que el pensamiento sanjuanista participa de la corriente viva de pensamiento que subyace a los distintos sistemas y que es patrimonio común a todos ellos. No son los sistemas los que influyen en él, sino la tradición viva, que recorre como una corriente subterránea el campo de la teología desde sus orígenes. En este sentido, afirma C. P. Tompson que “la búsqueda de fuentes exactas puede ser contraproducente… Es la tradición dinámica, antes que autores individuales, lo que debe ser valorado” (El poeta y el místico, 29). Si bien es verdad que

J. de la Cruz se sirve del sistema escolástico-tomista, en el que se forma filosófica y teológicamente, la riqueza de su pensamiento y de su contenido doctrinal desbordan las categorías escolásticas, haciéndole más cercano a la corriente bíblico-patrística, histórico-salvífica, antropológico-personalista, místico-experiencial, que domina la nueva teología impulsada por el Concilio Vaticano II.

Según esto, el estatuto teológico que domina su pensamiento oscila entre dos formas de hacer teología: la escolástica y la llamada nueva teología.

Cabe decir también que en sus obras se advierte un paso progresivo de la primera forma teológica (Subida y Noche) a la segunda (Cántico y Llama). Entendidas estas dos formas de hacer teología, en líneas generales, como dos modos de acercarnos a la revelación –el primero más abstracto y conceptual, el segundo más bíblico-patrístico y más existencial–, se puede decir que J. de la Cruz como teólogo se halla dentro de la escolástica, por sus categorías o formas de expresarse, y muy cercano de la nueva teología, por sus contenidos doctrinales.

Esto refleja la forma propia de hacer teología que tiene el Doctor místico. Ante todo, destaca el amplio abanico de temas teológicos tratados en sus obras:  Dios, Cristo, hombre; Trinidad, Espíritu Santo, Inhabitación; creación, encarnación, predestinación; pecado y redención; gracia y virtudes teologales; divinización, unión y glorificación. No son temas marginales, sino que pertenecen al núcleo central de la historia de salvación y de la vida cristiana. J. de la Cruz los aborda, no en abstracto o de forma simplemente conceptual, sino como realidades vivas. Su teología, más que de temas, habla de realidades. “La suya –dice Colin P. Thompson–, aunque muy sutil, es una teología de la experiencia humana; no de abstracciones” (ib. 242).

Otra característica es la perspectiva dinámica e histórico-salvífica en que aparecen tratados estos temas. Va desde la vida trinitaria y el proyecto de salvación, descrito en los Romances, a la incorporación a Cristo hasta la glorificación plena, narrada en Cántico y Llama, pasando por la negación y purificación interior (misterio pascual), que describen Subida y Noche.

La teología del místico doctor está lejos de ser una simple recopilación de temas teológicos de escuela, al estilo de las “sumas teológicas”. Es una teología creadora, tanto por sus contenidos como por su método expositivo. Expresamente rechaza la tarea de repetir, en forma abreviada o ampliada, lo que otros han escrito. Selecciona los temas decisivos y los desarrolla vigorosamente, con profundidad de pensamiento, con un lenguaje vivo y adherente al Evangelio. Es la preocupación fundamental que guía todos sus escritos, la óptica desde la que aborda todos los temas. Así lo declara expresamente en los prólogos (Av, pról.; S, pról. 8; N 1,8,2; CB pról.3; LlB. 1).

J. de la Cruz aborda los temas que constituyen el eje central de la vida cristiana, hace un nuevo replanteamiento y les da nuevo enfoque, rompiendo los clásicos moldes de exposición. Con razón escribe Eulogio Pacho: “No es corriente pensarlo ni escribirlo, pero debe reafirmarse con decisión que los escritos en prosa ofrecen mayor originalidad que las poesías en lo que al género literario se refiere. Pocas posibilidades existían de cauces nuevos en la abundosa producción espiritual del siglo XVI. Acaso sin proponérselo, fray Juan de la Cruz enfiló rutas no practicadas por otros. Sus escritos doctrinales se desentienden de argumentos tratados y manoseados hasta la saciedad, como los referidos a la oración y a sus métodos. Aunque menos asiduos los libros en materia de purificación y de unión mística, no eran del todo ausentes en la plaza pública. Juan de la Cruz supo enriquecer esa parcela adoptando módulos literarios y expositivos nuevos, en la práctica únicos” (Producción literaria de San Juan de la Cruz, en MteCarm 98, 1990, 268-269).

II. Características de su teología

Acabamos de señalar los contenidos teológicos fundamentales de la obra sanjuanista y algunas de sus características. Tratamos ahora de precisar un poco más. Obviamente, no se trata de hacer una exposición completa, sino sólo de apuntar las claves teológicas, que son como el armazón o principio vertebrador de todo su sistema.

EN LAS FUENTES DE LA REVELACIÓN: MISTERIO TRINITARIO. Una característica esencial de los místicos es su experiencia de los misterios fontales de la vida cristiana. En J. de la Cruz –no sólo como místico, sino también como teólogo– es particularmente viva su toma de conciencia, ese “caer en la cuenta”, del amor de Dios manifestado en el misterio trinitario y en la Encarnación. Es el núcleo de la revelación y de la salvación cristiana. En torno a él giran los misterios de la predestinación, creación, encarnación, redención y el misterio mismo de la Iglesia, como medio de salvación. El Doctor místico, sin embargo, no nos da una doctrina sistemática completa de cada uno de estos misterios, ni los describe teológicamente en todos sus pormenores. Su perspectiva no es descriptiva, sino sintética y experiencial, que resulta ser más adherente a la realidad histórico-salvífica.

El misterio trinitario aparece como fundamento de la vida espiritual. Esta no puede ser otra cosa que la experiencia de Dios como Padre, que se nos da en la Encarnación del Verbo, por el don del Espíritu Santo. Por el misterio de la Encarnación el hombre entra en el misterio de Dios-Trinidad. Dios es relación y comunicación personal con el hombre, porque es un ser personal en sí mismo, que se constituye por su relación dentro del misterio trinitario. De ahí que el misterio de la  Trinidad y el misterio de la Encarnación sean los dos misterios fundamentales de la religión cristiana. La vida religiosa, después de la venida de Cristo, nace de la revelación del misterio trinitario.

Este es el planteamiento de base de la espiritualidad sanjuanista: “La vida espiritual supone el misterio trinitario y exige la Encarnación del Verbo. Sin el misterio trinitario Dios no sería relación de amor, y sin la Encarnación no sería relación con el hombre, ni el hombre podría entrar en relación personal con él” (D. Barsotti, La teologia spirituale, p. 203). Este es el fundamento de la mística sanjuanista. El Doctor místico desarrolla esta perspectiva particularmente en Romances, Cántico y Llama. Su meta es introducir al ser humano en las relaciones trinitarias.

El misterio divino constituye la dimensión objetiva de la historia de salvación: es el amor de Dios que sale al encuentro del  hombre en Cristo. A este movimiento descendente corresponde otro ascendente, que es el aspecto subjetivo de la salvación cristiana: es el amor del hombre que en  Cristo va al encuentro de Dios. Las dos perspectivas forman una profunda unidad en la obra sanjuanista: lo que sale del amor de Dios vuelve al amor de Dios tras realizar su historia de amor en la tierra. J. de la Cruz concibe toda la vida cristiana como un proceso tensional hacia Cristo, por la progresiva incorporación a su misterio hasta la plena participación del misterio trinitario.

En esta perspectiva aparecen más ampliamente desarrolladas la doctrina de la gracia, la vida teologal, la presencia sobrenatural divina, la inhabitación, la participación de Dios, la  divinización, la glorificación futura. Son las realidades centrales de la vida cristiana. En la obra sanjuanista representan los pilares en los que se apoya todo el proceso de maduración cristiana, que el Doctor místico describe como un proceso de incorporación a Cristo por el seguimiento evangélico (proceso desarrollado en Subida) y por la participación en el misterio pascual (proceso desarrollado en Noche). Describe también este proceso como unión del alma con Dios o deificación del hombre, hasta la glorificación definitiva (proceso desarrollado más expresamente en Cántico y Llama).

EN LAS FUENTES DE LA ESCRITURA Y DE LA EXPERIENCIA. J. de la Cruz no elabora una teoría sobre el sentido de la Escritura, pero el uso que hace permanentemente de ella –no sólo como fuente de inspiración de su obra sino también como fuente de experiencia– nos revela su significado. Ningún místico del cristianismo cita tanto la Escritura como el místico doctor. Sobre su importancia escribe Federico Ruiz: “La S. Escritura es sin duda el único libro que con toda propiedad se puede llamar fuente de la experiencia y de los escritos de Juan de la Cruz. Ejerce una fontalidad viva y constante. Riega todas las venas del místico pensador, poeta y escritor. Es un libro de canto, de meditación, de cabecera, de viaje, de contemplación, de pláticas. Impresiona a los testigos su familiaridad con la Biblia” (Místico y maestro, p. 47).

El valor, sin embargo, de la Biblia en los escritos sanjuanistas no radica tanto en el uso que hace de ella y en las numerosas citas, sino en el modo peculiar de utilizarla. Lo hace por vía de asimilación y de experiencia, de manera que la Escritura, lejos de ser un argumento extrínseco que prueba la verdad de su doctrina, ésta fluye intrínsecamente de aquélla como de su hontanar más hondo.

Baruzi dice a este propósito que “los textos bíblicos se insertan en su propio texto y se confunden líricamente con él” (“Saint Jean de la Croix et la Bible”, en Histoire générale des Religions IV, 191). Asimismo, Andrés de la Encarnación escribe: “El Santo utilizaba en romance las palabras de la Escritura con tanta propiedad y naturalidad que era la admiración de los entendidos. Estos veían en él un segundo Jerónimo castellano…” (Citado por J. Baruzi, ob. cit. p. 189).

G. Morel señala que, “incorporando tan profundamente los textos escriturísticos a su propio texto, pretende destacar el carácter universal de la vida que propone” (Le sens de l’existence I, 203), fundamentándola en la experiencia de los personajes bíblicos, con los que se siente más identificado: Moisés, David, Job, el salmista, Jeremías, Pablo, Juan… “Son personas –dice Federico Ruiz– muy caracterizadas, en vocación y actitudes ante Dios, que además han expresado sus experiencias en primera persona” (Místico y maestro, p. 48).

Desde esta óptica lee fray Juan la historia de la Biblia: es sobre todo la historia personal de los grandes personajes judíos, más que la historia universal del pueblo de Israel, si bien no faltan alusiones a la peregrinación por el desierto y al exilio, como etapas de la historia de salvación, que tienen profunda resonancia en la experiencia descrita en los libros de Subida y Noche respectivamente.

Por otra parte, es consciente de que el Antiguo Testamento debe ser leído a la luz del Nuevo. Explícitamente lo dice en el famoso capítulo 22 del libro segundo de la Subida, donde propone una lectura cristocéntrica de la Escritura. Sin embargo, el aspecto patético, sombrío y trágico de la experiencia de los personajes bíblicos veterotestamentarios le lleva a insistir más en el Antiguo Testamento que en el Nuevo, a la hora de describir las terribles experiencias de purificación en los libros de Subida y Noche. Esto explica el predominio del Antiguo Testamento sobre el Nuevo en la obra sanjuanista, durante la etapa de purificación. Refleja más hondamente la trascendencia infinita de Dios. Aunque, en la descripción de la experiencia purificadora de la noche, hay también importantes referencias al tema paulino de la renovación en Cristo por la participación en su misterio pascual.

Paralelamente a la Escritura, J. de la Cruz se remite al criterio de la  Iglesia. Su intención es no apartarse un ápice de la enseñanza de la “santa madre Iglesia católica” (S pról. 2; CB, pról. 4; LlB pról. 4); es algo más que una simple declaración formal de fidelidad a la ortodoxia; es una experiencia de vida, unida a su propia experiencia mística. Para el místico –lo mismo que para el cristiano–, el misterio de Dios se revela en la Escritura y en la Iglesia. Es el medio decisivo por el que Dios se manifiesta en el tiempo.

Desde este punto de vista no cabe contraponer, como hace K. Barth, la objetividad de la revelación histórica, que llega a través de la Escritura y la tradición de la Iglesia, a la subjetividad del conocimiento místico. El misticismo no es esencialmente ajeno a la revelación histórica objetiva sobre la que se basa el cristianismo. J. de la Cruz no cae en la trampa de una religión enteramente subjetiva. Sabe que el individuo no puede salvarse volviéndose dentro de sí mismo, sino desde fuera de sí, por el don de Dios (S 2,22,7.14).

Así, pues, el Doctor místico establece una estrecha relación entre la experiencia mística, la Iglesia y la Escritura. Por una parte, es la experiencia la que le abre al misterio de la Iglesia y de la Escritura. Por otra, son la Iglesia y la Escritura las que alimentan su experiencia.

EXPERIENCIA DE GRACIA Y DE SALVACIÓN. Basada en las fuentes de la revelación y de la Escritura, aparece la experiencia de gracia y de salvación de J. de la Cruz. Su obra, tanto en poesía como en prosa, es una narración de esa experiencia, que él expresa literariamente bajo formas cargadas de lirismo, de imágenes, de simbolismo. Es su forma de hacer teología, en poesía y en prosa, en unidad irrompible. La mejor expresión de su experiencia mística la encuentra en la poesía. Fray Juan no es sólo místico, ni solo poeta; es poeta místico o místico poeta. En él se da conjuntamente la vivencia del poeta y del místico. La poesía –con sus imágenes, símbolos y comparaciones– es la forma más apropiada que encuentra para expresar su experiencia mística. Esta carga expresiva de la poesía es trasladada posteriormente al comentario en prosa de sus obras mayores, particularmente a Cántico y Llama.

Lo que el místico poeta quiere transmitir, bajo estas formas expresivas, es la experiencia de su encuentro personal con Dios, en el que se realiza la salvación, hasta la unión plena. Sus escritos no hacen sino narrar esa historia personal de salvación, como un valor paradigmático para los demás. Esta es una de las claves de su exposición teológica, que hace de ella una teología narrativa, cuyos planteamientos son más contemplativos y menos abstractos, más narrativos y menos generalizadores. Aparece en conformidad con la historia de salvación que también es narrativa y concreta, más inclinada a la experiencia que a la pura definición. Tal vez, radique aquí una de las razones más hondas de la atracción que el hombre moderno siente por su doctrina. La cultura actual conecta más fácilmente con una fe experiencial y narrativa, en la que la fuerza se pone menos en los argumentos que en una fe narrada como experiencia propia.

Esta característica pertenece de lleno al dinamismo de la salvación. Efectivamente, la historia de salvación no es otra cosa –a partir de la revelación de Dios y la manifestación del misterio de su voluntad (DV 2)– sino la comunicación de la experiencia religiosa de un pueblo privilegiado, el pueblo de Israel, que se ha sentido poseído y transformado por la presencia de Yavhé en su historia. Para el pueblo de Israel conocer a Yavhé es experimentarlo. Lo conoce a través de la experiencia concreta de su acción salvífica. La experiencia aparece, pues, desde el punto de vista de la revelación veterotestamentaria, como dato fundamental.

Igualmente ocurre en el Nuevo Testamento con los discípulos de Jesús, para poder ser sus testigos. Se requiere la experiencia de cercanía del Maestro, haber compartido su vida. Esta es decisiva a la hora de elegir al apóstol Tomás (Hech 1,21ss). En este mismo sentido, apelando a la experiencia, escribe san Juan a la primitiva comunidad cristiana que les anuncia lo que él ha visto y oído, lo que ha contemplado y experimentado “acerca de la Palabra de vida”, para que también ellos participen de esta vida (1 Jn 1,1-3).

Lo mismo cabe decir de J. de la Cruz. Transformado por una  experiencia de gracia y de amor salvífico divino, canta en los Romances la historia amorosa de salvación, que el Padre lleva a cabo en el tiempo por medio de su Hijo. Esta experiencia es el punto de arranque de sus poemas. Guiado por la presencia amorosa de Dios en su vida, “con ansias en amores inflamada”, sale en medio de la noche al encuentro con el Amado (Noche oscura); herido de amor por él, sale en su búsqueda “clamando”, preguntando a las criaturas e interpelando al mismo Amado para que manifieste su presencia y pueda gozar de él en íntima unión (Cántico); encendido, en fin, por el fuego de amor que arde en su corazón, le pide que rompa “la tela de este dulce encuentro” (Llama).

Este es también el punto de arranque del comentario a los poemas. Así aparece claramente en el comentario al Cántico espiritual. La experiencia inicial del amor personal de Dios, actuado en la creación y redención del hombre, es lo que determina la firme decisión personal de salir a su encuentro (CB 1,1). Tomar conciencia de ello, “caer en la cuenta”, es determinante para una respuesta total de amor por parte del hombre. Y es que no se puede amar a Dios sin sentirse amado por él, sin tener conciencia de ello. El amor de Dios, su donación personal, fundamenta el amor y entrega del hombre.

Está el hecho, por otra parte, de que frente a la revelación no cabe –como dice Urs von Balthasar– “una ‘objetividad’ científica neutral y desinteresada”. La revelación histórica es más “un acontecimiento que hay que percibir y escuchar en cada momento concreto” que simple materia de reflexión teológica (Ensayos teológicos I, 264).

Tal es precisamente la postura de J. de la Cruz frente a la revelación: una postura de escucha, de asimilación vivencial, de toma de conciencia del amor manifestado en el acontecimiento salvífico. De ahí su planteamiento exquisitamente teológico y de clara inspiración bíblica, que le lleva a fundamentar toda su obra en el misterio trinitario, fuente y origen del designio salvífico divino (Po 9), y en el misterio de  Cristo, revelador de este designio, por el que el  hombre tiene acceso al Padre (S 2,22).

PERSPECTIVA CRISTOLÓGICA Y ANTROPOLÓGICA. La experiencia sanjuanista de gracia y de salvación va unida a la experiencia del misterio de Cristo y, a su luz, la del hombre. Ambas están entroncadas al misterio de deificación del hombre, que es el proceso descrito por J. de la Cruz en todas sus obras. La deificación se da siempre en Cristo y por Cristo.

Esta doble perspectiva, cristológica y antropológica, es precisamente una de las características esenciales de la nueva teología, promovida por el Concilio Vaticano II. ¿Cuál es concretamente la visión cristológica y antropológica que nos da el Doctor místico?

a) Su visión cristológica pone el acento en la divinidad de Cristo, al estilo de san Pablo, de san Juan y de los Padres Griegos. Es una cristología “más de signo mistérico que histórico; más de tipo paulino y joánico que sinóptico…; más catabática que anabática” (F. García Muñoz, Cristología de San Juan de la Cruz, Madrid 1982, p. 14). El Doctor místico nos presenta el misterio de Cristo dentro del misterio trinitario, como misterio de amor del Padre, que, queriendo comunicar su vida, decide crear y deificar al hombre, haciéndole partícipe de la misma vida del Hijo.

En esta perspectiva aparece el proyecto de la Encarnación del Verbo. J. de la Cruz contempla este misterio, dentro de la perspectiva patrística, no como el anonadamiento de Cristo sino como el principio y fundamento de la dignificación humana y de la deificación del hombre. Como dice F. García Muñoz: “Jesucristo es el Verbo encarnado, el Dios hecho hombre, el Hijo del eterno Padre que moraba en el seno de la Trinidad Santa desde la eternidad y en quien han sido creadas todas las cosas. Pero Jesucristo es también para S. Juan de la Cruz, el Dios Encarnado para que el hombre pueda vivir en plenitud la realidad de su filiación divina, y al que podemos contemplar con el santo como a ‘este gran Dios nuestro humillado y crucificado’, que ha devenido esposo del alma” (ib. 13). Esta es precisamente la perspectiva del Concilio Vaticano II (GS 10, 22).

b) La visión antropológica que nos da fray Juan es la del hombre deificado por la incorporación al misterio de Cristo y la participación del misterio trinitario. Es la visión propia de la patrística, que no concibe al hombre sino en orden a la comunión con Dios por la divinización. Este es su verdadero destino, el único existente en la actual economía salvífica, en el que el hombre encuentra no sólo la “razón más alta de su dignidad humana” (GS 19), sino la raíz más profunda de su verdadera identidad.

El místico doctor pone especial empeño en esta finalización trascendente y teologal del hombre, con expresiones e imágenes cargadas de profundo realismo, que son como una resonancia de la teología patrística sobre la divinización y el fin último del hombre. Sintetiza admirablemente su pensamiento en el comentario a las últimas estrofas de Cántico: “Al fin, para este fin de amor fuimos creados” (CB 29,3). Esto es lo que el alma “siempre natural y sobrenaturalmente apetece” (CB 38,3); “aquello para lo que Dios la predestinó” (CB 38,6). Dios mismo crea en el hombre la disposición para alcanzar la comunión plena con él, al crearlo a su imagen: “Y para que pudiese venir a esto ‘la crió a su imagen y semejanza’” (CB 39,4).

Esta finalización no se da sino en Cristo y por Cristo. De ahí la tensión profunda que le lleva a ahondar en sus misterios. Es como un entrar en las “subidas cavernas de la piedra” (Cristo), que son “profundas y de muchos senos” (sus misterios), en las que el hombre tiene que penetrar, pues “hay mucho que ahondar en Cristo” (CB 37,3-4).

La tensión dinámica hacia Dios, por medio de Cristo, la desarrolla en Llama a través del símil de la piedra, que tiende siempre al centro de la tierra. Así explica la tendencia del hombre a Dios como su “más último y profundo centro” (LlB 1,11-12). Es un texto de gran riqueza y precisión teológica, que pone de manifiesto no sólo la ordenación intrínseca del hombre a Dios, como fin último, que lo determina desde lo más profundo de su ser, sino también el dinamismo progresivo de esta llamada a la comunión, hasta alcanzar su plenitud en la gloria.

La raíz de este dinamismo, que se actúa por el misterio de Cristo, se encuentra en la “capacidad de infinito” del espíritu humano, cuyas “profundas cavernas del sentido” (las potencias del alma) “no se llenan con menos que infinito” (LlB 3,18.22). Toda su doctrina y el proceso de maduración espiritual hacia la unión con Dios descansa en este hecho de la tendencia dinámica por la ordenación positiva del hombre, en Cristo, al fin sobrenatural.

III. Proyección teológica

DESDE LA PERSPECTIVA DE LA FE. A tenor de lo dicho anteriormente, J. de la Cruz se proyecta en el umbral del siglo XXI como teólogo, con una palabra propia sobre la realidad de Dios (teología) y la realidad del hombre ( antropología), en una relación personal que esclarece ambos misterios (teología espiritual). La suya es una teología que integra en una misma síntesis la revelación objetiva (“fides quae”) y la adhesión personal a la revelación (“fides qua”), como experiencia de salvación en su grado más elevado ( teología mística).

Es cierto que él no es un teólogo “dogmático”, en el sentido que actualmente se da a esta palabra. Pero es un teólogo “místico”, profundamente enraizado en el dogma y con una fuerte experiencia, admirablemente descrita.

Por eso su teología es una mayor comprensión del dogma y uno de los caminos señalados por el Concilio Vaticano II para el crecimiento en la Iglesia de la Tradición apostólica con la ayuda del  Espíritu Santo. Este se da, efectivamente, cuando los fieles “comprenden internamente los misterios que viven” (DV 8).

La teología del Doctor místico abarca en una misma mirada la realidad objetiva de la fe (“fides quae”) y la actitud personal que el creyente adopta frente a ella (“fides qua”). Esta perspectiva unitaria responde a la concepción bíblica de la fe, en que ambas dimensiones aparecen indisolublemente unidas. La fe no es la simple proclamación objetiva de una verdad, sino la adhesión personal a ella que compromete toda la existencia. En este sentido, afirma Juan Pablo II en su encíclica “Veritatis Splendor”: “Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida… La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, camino, verdad y vida. Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió, o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos” (VS 88).

A recorrer este camino de fe se orienta el proyecto teológico-espiritual de J. de la Cruz. Su teología es una “teología espiritual”, en el sentido que hoy se da a esta expresión: es una teología entreverada de espiritualidad y una espiritualidad entroncada en la teología. Esta es la condición propia de la teología del Doctor místico: profundamente enraizada en el dogma cristiano, es fuente de vida y de experiencia cristiana. Por eso su aportación al problema de las relaciones entre teología y espiritualidad, que actualmente se plantean en el ámbito del pensamiento cristiano, puede ser una de las más clarificadoras, por su condición de teólogo y de místico.

El Congreso Internacional Teresiano-Sanjuanista, celebrado en Ávila en 1996, puso de manifiesto la urgencia de un diálogo entre teología y espiritualidad, entre místicos y teólogos. Pero lo que tal vez no se ha subrayado suficientemente es la misma dimensión teológica de nuestros místicos y, más concretamente, de J. de la Cruz. Hemos aludido al comienzo de nuestra exposición a su redescubrimiento como teólogo. Hoy, después de los estudios hechos por los grandes sanjuanistas, Federico Ruiz y Eulogio Pacho, nadie pone en duda su condición de teólogo, aunque sorprende la afirmación de O. González de Cardedal, echando en falta una lectura del Santo que lo rescate de “una vulgar y desesparanzadora utilización ascética” (La entraña del cristianismo, p. 173).

Sin embargo, el mismo teólogo destaca el papel que J. de la Cruz está llamado a desempeñar en el pensamiento religioso contemporáneo, en la medida en que ayuda a superar la concepción moralizante y funcional del Dios de la modernidad, que considera primordialmente a Dios no en sí mismo sino desde el hombre y en relación con el hombre: “Su obra debe ser comprendida como la respuesta providencial con la cual podemos desenmascarar el intento moderno de comprender a Dios sólo desde el hombre y para el hombre; como la propuesta de lo que Dios es en sí mismo en la experiencia del amor que él otorga gratuitamente al hombre, por el que le hace salir de sí, ir más allá de sus posibilidades, transgredir sus límites de hombre mortal y pecador, sabiendo así quién es Dios, cuál su fontalidad originaria y cuál la destinación trinitaria del hombre” (ib. 171).

La obra de J. de la Cruz ayuda también a purificar la idea de Dios, que ha imperado en los ateísmos modernos. Estos han rechazado la realidad de Dios, porque “aparecía sencillamente como un instrumento creado por el hombre para resolver los problemas de su propia vida: la salvación, el conocimiento de la verdad, la realización de la moralidad”. Pero –observa O. González de Cardedal– “Dios nunca estuvo ahí para resolver los problemas concretos del hombre sino para hacerle ser, constituirle en libertad, invitarle a amar y convertirse en responsable del mundo. Dios explicará esos órdenes particulares mundanos, sólo después de que ha sido reconocido en su gratuidad divina” (ib. 176). Este es el lugar teológico de Dios, que ayuda a descubrir en sus obras el Doctor místico, a través de los procesos de noche y subida. Aquí se encuentra realizada “la purificación de la idolatría y la superación de los ateísmos funcionales” modernos. Pero pasó desapercibida para “la conciencia emergente de Europa”, en la que el pensamiento del máximo exponente de la mística cristiana no logró afirmarse. Si se hubiese afirmado, “se habría anticipado en raíz la superación de los ateísmos filosóficos nacientes y no se hubiera llegado a la negación de Dios, tal como fue llevada a cabo en el siglo XIX” (ib. 175-176). Esta apreciación, al margen de su verificación histórica, viene a ratificar la función teológica que se le atribuye a J. de la Cruz en el pensamiento religioso contemporáneo.

DESDE LA PERSPECTIVA TEOLÓGICO ESPIRITUAL. Dentro de la misma línea señalada en el apartado anterior, hay que destacar la valoración teológico espiritual que Urs von Balthasar hace del místico doctor, como paradigma de la unidad entre dogmática y espiritualidad, entre teología y santidad. Hasta la alta Edad Media, los grandes santos fueron también grandes dogmáticos, “porque representaron en su vida la plenitud de la doctrina y en su doctrina la plenitud de la vida de la Iglesia” (Ensayos teológicos I, 235). Esta unidad se rompió con la Escolástica. Sin embargo, ha permanecido en la historia de la teología católica como un postulado irrenunciable. El influjo del Areopagita sobre la Edad Media e incluso sobre la Edad Moderna ha sido uno de los más determinantes en este sentido. Su teología “está construida, desde el comienzo hasta el final, sobre el a priori (que para nosotros casi se ha vuelto inconcebible) de una identidad de ministerio y santidad” (ib. 238). Edith Stein, en su estudio sobre el Areopagita, hace la misma constatación, ratificando la forma unitaria de hacer teología –teología mística–, como síntesis de plenitud de vida y de doctrina. El camino que conduce a esa plenitud es, según el Pseudo Dionisio, el de los grados de purificación, iluminación y concentración interiores, que culmina en la contemplación, la cual representa la iniciación suprema en los misterios de Dios.

Este es el punto de encuentro de la revelación y de la teología: “No consiste en modo alguno en transmitir al hombre conocimientos abstrusos y ocultos, sino de unirle más estrechamente con Dios, en vincular más estrechamente con Dios su existencia entera, también su existencia espiritual, intelectiva” (ib. 254). En este sentido Urs von Balthasar reconoce el valor teológico de la obra sanjuanista. Dedica a ella un capítulo de su trilogía “Gloria”, “Teodramática” y “Teología”. Pero tal vez no ha llegado a captar la riqueza de su pensamiento, que en su dinamismo intrínseco responde al proyecto teológico propugnado por él.

El punto de partida es la revelación del misterio de Dios, en toda su hermosura, cantada por J. de la Cruz en sus poemas (el pulchrum). La comunicación de este misterio interpela la libertad humana e inicia el camino de búsqueda a través de los procesos de subida y de noche (el bonum). El misterio revelado, percibido como belleza y como bien para la libertad humana, constituye la suprema verdad de Dios y del hombre (el verum). Esta alcanza su culmen en la teología mística, que es la iniciación suprema en los misterios de Dios.

De acuerdo con esta dinámica interna del pensamiento sanjuanista, los estudios más recientes se han preocupado de señalar los elementos esenciales del dinamismo interior de la vida cristiana, según el proyecto espiritual de J. de la Cruz. Este es descrito como  camino-subida-búsqueda, por la purificación-renovación interior, hacia el encuentro-comunión plena con Dios. Este es el itinerario espiritual trazado por J. de la Cruz en todos sus escritos.

Todos coinciden en señalar como primera etapa del itinerario espiritual sanjuanista la revelación del misterio de Dios manifestado en Cristo, que se narra en los Romances; es el punto de partida del ascenso místico descrito en las obras mayores. Este hecho –que es la revelación fundante de toda vida cristiana– determina la naturaleza del itinerario del alma hacia la unión, esto es, su sentido primordialmente místico teologal.

También coinciden sustancialmente los autores en destacar como elementos esenciales del proceso los siguientes: la experiencia inicial del amor de Dios, la búsqueda decidida de Dios en el seguimiento de Cristo y la negación de sí mismo, la vida teologal, la purificación de las noches, la transformación y la unión. Se ha subrayado asimismo la perspectiva bíblica como una de las claves de interpretación del proceso espiritual, descrito por J. de la Cruz, hasta el punto de que los principales ejes de su desarrollo coinciden con los grandes temas bíblicos de la revelación y con los grandes misterios de la fe cristiana.

Estos temas son los siguientes: 1) La revelación del misterio de Dios (misterio trinitario) por la encarnación de su Hijo, narrada en Romances y Poesías. 2) El  seguimiento de Cristo, supremo revelador del Padre, cumpliendo su voluntad, cargando con la  Cruz, en total abnegación de sí mismo, en pura  fe-esperanza-amor. Es el camino evangélico de la perfección que J. de la Cruz describe en Subida. 3) Participación en el misterio pascual de Jesucristo por la  purificación de la noche oscura, descrita en Noche. 4) Amor a Cristo y configuración con El por el  desposorio y matrimonio espiritual, narrada en Cántico. 5) Plenitud de la salvación por la  participación en el misterio trinitario, que el místico doctor describe en las últimas estrofas del Cántico espiritual y en Llama.

Hay una convergencia fundamental entre las orientaciones de la espiritualidad sanjuanista y las de la teología contemporánea. Así lo corrobora el estudio de Santiago Guerra sobre “Teología y santidad: Nuevas perspectivas de la teología y misión teológica del Carmelo Teresiano-Sanjuanista” (La recepción de los místicos, Ávila-Salamanca 1997, 645-666). Partiendo de las corrientes teológicas actuales más relevantes, señala dos características fundamentales, como punto de encuentro con la mística sanjuanista: “la experiencia, nueva categoría teológica” y “la teología en camino hacia un estadio místico”. Desde estos presupuestos aborda la “misión teológica” de la espiritualidad teresiano-sanjuanista, apuntando las siguientes orientaciones: “relectura del propio legado místico”, “una teología sapiencial”, “una teología del Dios revelado-escondido”, “una teología de la ausencia de Dios”, “una teología más mística de la Iglesia”.

Después de esta visión global del pensamiento de J. de la Cruz como poeta, místico y teólogo, en el que confluyen unitariamente la experiencia de los misterios centrales de la fe cristiana y la capacidad expresiva en poesía y en prosa, aparece la figura del Doctor místico como una de las más representativas en el diálogo entre teología y espiritualidad, entre místicos y teólogos. En los puntos centrales del dogma J. de la Cruz ha llegado más allá de cualquier sistema teológico.

BIBL. — GEORGES MOREL, Le sens de l’existence selon saint Jean de la Croix, Paris 1960, p. 190-205; EULOGIO PACHO, “San Giovanni della Croce mistico e teologo”, en AA.VV., Vita cristiana ed esperienza mistica, Roma 1982, p. 297-330; EVANGELISTA VILANOVA, Historia de la Teología cristiana, II, Barcelona 1989, p. 670-682; DIVO BARSOTTI, La teologia spirituale di San Giovanni della Croce, Milano 1990; CIRO GARCÍA, “San Juan de la Cruz entre la escolástica y la nueva teología”, en AA.VV., Dottore mistico: San Giovanni della Croce, Roma 1992, p. 91-129; JOSÉ DAMIÁN GAITÁN, “El tratamiento doctrinal de San Juan de la Cruz en la primera mitad del siglo XX”, en La recepción de los místicos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, Salamanca 1997, p. 429-458; SECUNDINO CASTRO, “Nueva palabra teológica de San Juan de la Cruz”, ib., p. 459-476.

Ciro García

Teología mística

“Teología mística” o “mística teología”, en el pensamiento sanjuanista y en la tradición antigua, a partir de Pseudo Dionisio  Areopagita, designa la experiencia sobrenatural de  Dios. En la tradición moderna y en el pensamiento teológico actual significa también la doctrina o reflexión sistemática. Desde Gerson, la primera se llamó teología mística práctica o experimental; la segunda, especulativa o doctrinal. El Santo las contrapone como “teología mística” y “teología escolástica” (CB pról. 3).

Este doble significado explica las dos partes en que se articula nuestra exposición. En la primera exponemos la descripción que hace J. de la Cruz de la “mística teología” como experiencia de la acción  sobrenatural de Dios en el alma. En la segunda recogemos la aportación de su pensamiento al desarrollo de la teología mística como doctrina, tratando así de concretar algunos aspectos fundamentales.

I. Descripción experiencial

El término “teología mística” aparece en los escritos sanjuanistas nueve veces: S 2,8,6; N 2,5,1; 12,5; 17,26; 20,6; CB pról. 3; 27,5; 39,2; LlB 3,49. Tiene el sentido de gracia mística, que se identifica generalmente con “noticia de Dios”, “contemplación infusa”, “sabiduría divina”, “ciencia sabrosa”, “perfección o ciencia de amor”, “unión mística”. Expondremos en esta primera parte algunos de estos significados.

1. SABIDURÍA SECRETA DE DIOS (‘RAYO DE TINIEBLA’). En una primera aproximación, J. de la Cruz identifica la teología mística con la “contemplación” y la “sabiduría divina”, por la que “el entendimiento tiene más alta noticia de Dios” y Dios le instruye secretamente. Por eso la llama “sabiduría secreta de Dios” (S 2,8,6). El Santo da esta definición en el segundo libro de Subida, cuando está hablando de la purificación del entendimiento y dice que “ninguna criatura ni alguna noticia que puede caer en el entendimiento, le puede servir de próximo medio para la divina unión con Dios” (S 2,8, tít). De ahí la necesidad de la purgación interior de todas las criaturas superiores e inferiores, pues “ninguna hay que próximamente junte con Dios ni tenga semejanza con su ser”. Aunque “todas ellas tienen cierta relación a Dios y rastro de Dios” (principio de la analogía), “de Dios a ellas ningún respecto hay ni semejanza esencial, antes la distancia que hay entre su divino ser y el de ellas es infinita, y por eso es imposible que el entendimiento pueda dar en Dios por medio de las criaturas, ahora sean celestiales, ahora terrenas, por cuanto no hay proporción de semejanza” (S 2,8,3).

El principio de la falta de “proporción de semejanza” entre Dios y las criaturas no es negación del postulado de la analogía, sino que revela la distinción entre lo natural y lo sobrenatural. Naturalmente hablando, el misterio de Dios es inabarcable; trasciende toda criatura y todo entendimiento humano (Jn 1,18; 1 Cor 2,9). Sólo se accede a él sobrenaturalmente por medio de la fe, “la cual es sola el próximo y proporcionado medio para que el alma se una a Dios” (S 2,9,1).

Pero el mismo conocimiento sobrenatural de la  fe necesita trascender toda forma de conocimiento humano, “para dar en Dios”. Pues “no tiene el entendimiento disposición ni capacidad en la cárcel del cuerpo para recibir noticia clara de [él]” (S 2,8,4). La noticia clara de Dios está reservada a la visión, como revelan las teofanías bíblicas (Ex 33,20; Is 64,4; 3 Re 19,13). De aquí concluye J. de la Cruz: “Por tanto, ninguna noticia ni aprehensión sobrenatural en este mortal estado le puede servir de medio próximo para la alta unión de amor con Dios”. Antes, al contrario, “ha de ir no entendiendo que queriendo entender, y antes cegándose y poniendo en tiniebla, que abriendo los ojos para llegar más al divino rayo” (S 2,8,5).

Creadas estas disposiciones, que pertenecen al núcleo de la purificación activa del espíritu, Dios comienza a instruir secretamente al alma y a comunicarle una “más alta noticia” suya, llamada “teología mística”. Es la “sabiduría de Dios secreta, porque es secreta al mismo entendimiento que la recibe y por eso, la llama san Dionisio rayo de tiniebla” (S 2,8,6).

El Doctor místico, apoyándose en el Pseudo Dionisio, caracteriza esta comunicación secreta de Dios como  “rayo de tiniebla” que, al mismo tiempo que ilumina, ciega el entendimiento. Es una ceguera del entendimiento que se produce, en primer lugar, por la negación de la noche activa (ceguera activa). Así, citando al profeta Baruc (3,23), dice que “el entendimiento se ha de cegar de todas las sendas que él puede alcanzar para unirse con Dios”. Pero la raíz más honda de esa ceguera es el exceso de luz de la “más alta noticia de Dios”, de “lo que es más luz en Dios”, porque, como afirma el Apóstol (1 Cor 3,19), “cuanto las cosas de Dios son en sí más altas y más claras, son para nosotros más ignotas y oscuras” (S 2,8,6). Es la entrada en la noche pasiva (ceguera pasiva), que describe más ampliamente en el libro segundo de Noche.

2. CONTEMPLACIÓN INFUSA, PURGATIVA E ILUMINATIVA. La segunda definición de teología mística de J. de la Cruz está en relación con la descripción de la noche pasiva del espíritu. En ella trata de fijar el papel que desempeña en este proceso purificador. La identifica con la contemplación infusa, que dispone al alma “purgándola e iluminándola para la unión de amor de Dios”.

Se caracteriza no tanto por los efectos cuanto por la naturaleza de la acción de Dios: “Esta noche oscura es una influencia de Dios en el  alma, que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo” (N 2,5,1).

El elemento más determinante de esta definición es el de contemplación infusa, que ha descrito anteriormente como “infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios, que, si la dan lugar, inflama el alma en espíritu de amor” (N 1,10,6). Destacan dos propiedades: su carácter infuso o pasivo y la infusión de amor que une al alma con Dios: “La contemplación es ciencia de amor, la cual… es noticia infusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma, hasta subirla de grado hasta Dios, su Criador, porque sólo el amor es el que une y junta al alma con Dios” (N 2,18,4). Así, pues, la “teología mística” es una “ciencia de amor”, en la que el alma es pasiva: “De secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo” (N 2,5,1).

Señala a continuación los dos principales efectos que causa en el alma esta contemplación infusa o “sabiduría de Dios amorosa”: “La dispone purgándola e iluminándola para la unión de amor de Dios” (N 2,5,1). Esto quiere decir que la finalidad de la teología mística es la unión con Dios. ¿Pero cómo se explica que se convierta en noche oscura para el alma? Por dos razones: “La primera es por la alteza de la Sabiduría divina, que excede al talento del alma, y en esta manera le es tiniebla; la segunda, por la bajeza e impureza de ella, y de esta manera le es penosa y aflictiva, y también oscura” (N 2,5,2).

Por eso la contemplación infusa –“esta divina luz de contemplación”–, que embiste al alma aún no “ilustrada totalmente”, haciendo en ella “tinieblas espirituales”, se llama rayo de tiniebla, “porque no sólo la excede, pero también la priva y oscurece el acto de su inteligencia natural” (N 2,5,3). Pero la razón más profunda de esta oscuridad es el exceso de luz o la alteza de la sabiduría divina, porque “cuanto las cosas divinas son en sí más claras y manifiestas, tanto más son al alma oscuras y ocultas naturalmente” (ib.).

Por eso mismo resulta también penosa en los comienzos, porque “esta divina contemplación infusa tiene muchas excelencias en extremo buenas y el alma que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremo malas” (N 2,5,4). El Santo señala cuatro maneras de la “pasión y pena que el alma aquí siente”: la pureza de Dios y la impureza del alma (N 2,5,5); la fuerza de la divina contemplación que quiere “fortalecer” al alma y su flaqueza (N 2,5,6); la junta de los dos extremos, divino y humano (N 2,6,1); la majestad y grandeza de la divina contemplación y la íntima pobreza y miseria del alma (N 2,6,4).

Todo ello es como un revivir la pasión de Cristo, que J. de la Cruz evoca citando tres salmos de la pasión (Sal 68,2; 54,16; 72,22). Es entonces cuando, a través de este “vacío y tiniebla”, se alcanza la bienaventuranza de pobreza espíritu, de que habla San Pablo (2 Cor 6,10), poseyéndolo todo sin tener nada (N 2,8,5). Así, pues, como observa Isabel de Andía, “el sentido de esta noche oscura como muerte, bajada a los infiernos y aniquilamiento es ahora claro: es la bienaventuranza de la ‘pobreza de espíritu’” (San Juan de la Cruz y la “Teología mística”, 107).

Otra conclusión que se desprende de esta exposición acerca de la naturaleza de la “teología mística” en el libro segundo de Noche, si la comparamos con la del libro segundo de Subida, es la progresión del sentido de ese rayo de tiniebla, que caracteriza la divina contemplación. En Subida aparece como negación ascética: “el entendimiento se ha de cegar a todas las sendas que él puede alcanzar para unirse con Dios” (S 2,8,6). En Noche, en cambio, aparece como una pasividad fundamental del alma frente a la excelencia de la sabiduría divina: “cuanto las cosas divinas son en sí más claras y manifiestas, tanto más son al alma oscuras y ocultas naturalmente” (N 2,5,3).

Otro de los rasgos de este rayo de tiniebla en la Noche oscura es su caracterización como “fuego de amor”, que prende en el alma en “esta noche de contemplación penosa” (N 2,11,1), purificándola e iluminándola: “Así como a oscuras va purgando, así a oscuras va al alma inflamando” (N 2,12,1). Se identifica con la “mística y amorosa teología” (N 2,12,5). La inflamación que algunas veces produce en la voluntad es “cierto toque en la Divinidad y ya principios de la perfección de la unión de amor que espera” (N 2,12,6).

Entonces se produce la salida del alma “de sí misma y de todas las cosas criadas a la dulce y deleitosa unión de amor de Dios, a oscuras y segura” (N 2,16,14). Es noche oscura, porque “cuanto el alma más a él se acerca, más oscuras tinieblas siente y más profunda oscuridad por su flaqueza” (N 2,16,11). Es también secreta, porque infunde el amor “secretamente a oscuras de la obra del entendimiento y de las demás potencias… El  Espíritu Santo la infunde y ordena en el alma… sin ella saberlo, ni entenderlo cómo sea… Y, a la verdad, no sólo ella no lo entiende, pero nadie, ni el mismo  demonio; por cuanto el Maestro que la enseña está dentro del alma sustancialmente, donde no puede llegar el demonio, ni el sentido natural, y el entendimiento” (N 2,17,2). Y esto lo llaman los teólogos “sabiduría secreta” o don de la sabiduría (STh II-II, q. 45). Esta referencia al don de la sabiduría caracteriza la teología mística como una sabiduría secreta, porque el Espíritu Santo la infunde y ordena en la sustancia del alma por amor.

Como dice Isabel de Andía, “las razones de la ignorancia del entendimiento en la teología mística aparecen ahora más claramente”, porque “la infusión de amor se hace en la sustancia del alma y no en las potencias” (ib. 110). Además, como dice el mismo J. de la Cruz, la “sabiduría interior es tan sencilla y tan general y espiritual, que no entró al entendimiento envuelta ni paliada con alguna especie o imagen sujeta al sentido” (N 2,17,3). Es una comunicación de Dios al alma, de “boca a boca”, “de esencia pura y desnuda de Dios” a “esencia pura y desnuda del alma” (S 1,16,9). Y porque, en fin, “esta sabiduría mística tiene la propiedad de esconder al alma en sí”, en ese “abismo de sabiduría”, dándose cuenta “cuán bajos y cortos y en alguna manera impropios son todos los términos y vocablos con que en esta vida se tratan de las cosas divinas y cómo es imposible por vía y modo natural… poder conocer y sentir de ellas como son, sin la iluminación de esta mística teología” (N 2,17,6).

3. FRUICIÓN DE DIOS Y NOTICIA SOBRENATURAL AMOROSA. Con estos términos define J. de la Cruz la teología mística en Cántico y Llama. Con ellos quiere expresar el sentido fruitivo de la sabiduría divina, como “ciencia muy sabrosa”, que se comunica al alma en la unión mística y se convierte en fuente de “noticia sobrenatural amorosa”; pero que, no obstante, sigue siendo “rayo de tiniebla” para el entendimiento.

La noche de esta comunicación divina, que es la teología mística, ya no es la “noche oscura”, sino “la noche sosegada en par de los levantes de la aurora”, en la que el espíritu “es levantado de la tiniebla del conocimiento natural a la luz matutinal del conocimiento sobrenatural de Dios” (CB 15,23). Es una noche “entre dos luces”, en la que progresivamente se va haciendo claridad en el alma, hasta que estalla la luz del día.

“Al silbo de los aires amorosos”, que son los dones de Dios, el alma adquiere “una subidísima y sabrosísima inteligencia de Dios y de sus virtudes, la cual redunda en el entendimiento del toque que hacen estas virtudes de Dios en la sustancia del alma” (CB 14,12). Como el “silbo del aire” entra en el oído, así esta delicada “inteligencia de Dios” entra en “lo íntimo de la sustancia del alma”, produciendo un gran deleite (CB 14,13-14).

En esta inteligencia y fruición de Dios se le da al alma “sustancia entendida y desnuda de accidentes y fantasmas”, sin que el entendimiento haga nada de su parte (CB 14,14). “Sustancia entendida y desnuda de accidentes” significa una verdad despojada de todo lo que tiene de sensible. Pero esta inteligencia divina no es “la perfecta y clara fruición” del cielo, porque, “como dice San Dionisio, es rayo de tiniebla; y así, podemos decir que es un rayo de fruición” (CB 14,16).

El Doctor místico describe esta fruición de Dios en el desposorio espiritual como ciencia muy sabrosa. Es una nueva característica de la teología mística: “La ciencia sabrosa que dice aquí que la enseñó, es la teología mística, que es ciencia secreta de Dios, que llaman los espirituales contemplación, la cual es muy sabrosa, porque es ciencia por amor, el cual es el maestro de ella y el que todo lo hace sabroso” (CB 27,5). Este es el sentido clásico del sapere latino, que es a la vez saber y sabor. La teología mística es un saber “sin saber cómo” y un saber muy “sabroso”, una “ciencia secreta de Dios, una “ciencia de amor”, un “sentir las cosas divinas” o un pati divina. El alma no puede “conocer ni sentir de ellas, como ellas son, sin la iluminación de esta mística teología” (N 2,17,6).

La comunicación y fruición de Dios alcanzan su cúspide en el matrimonio místico, en esa suprema unión en la que se da el “aspirar del aire” divino. Es “la aspiración del Espíritu Santo de Dios a ella [el alma] y de ella a Dios” (CB 39,2). Es la “noche serena” del espíritu, que caracteriza también la teología mística. En ella se infunde la “sabiduría de Dios secreta y escondida, en la cual sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo” (CB 39,12). El Santo la llama “inteligencia sustancial”, que sigue a “la unión sustancial” (CB 39,6).

Finalmente, otra característica de la teología mística, es la “noticia sobrenatural amorosa” de Dios. Así la define en el libro de la Llama, al hablar de las “lámparas de fuego”. El alma, habiendo llegado ya a “la negación y silencio del sentido y del discurso” y puesta en “la vía del espíritu”, que es la contemplación, “cesa la operación del sentido y del discurso propio del alma, y sólo Dios es el agente y el que habla entonces secretamente al alma solitaria, callando ella” (LlB 3,44).

En este estado el alma “no entiende nada distintamente” (LlB 3,48), porque “sólo Dios es el agente” y porque Dios “es incomprensible e inaccesible al entendimiento”. Una vez más nos sentimos remitidos al exceso o trascendencia divina: “La razón es porque Dios, a quien va el entendimiento, excede el entendimiento”. Así, para llegar a Dios, “se ha de apartar el entendimiento de sí mismo y de su inteligencia” (LlB 3,48). Este “apartar” equivale al removere de la Teología mística del Areopagita, que tiene esencialmente un carácter apofático, esto es, de negación y de remoción. Dios es lo que no se puede decir o afirmar en categorías del entendimiento. Las desborda todas.

Por eso, esta noticia de Dios continúa siendo “rayo de tiniebla” para el entendimiento. Pero, aunque el entendimiento no entienda distintamente, la voluntad no está ociosa, sino que recibe en sí una “noticia sobrenatural”, que la impulsa a amar. No es como en los actos naturales del alma, en los que “la voluntad no puede amar si no es lo que entiende el entendimiento”. Aquí, en la contemplación infusa, “no es menester que haya noticia distinta, ni que el alma haga actos de inteligencia; porque en un acto le está Dios comunicando luz y amor juntamente, que es noticia sobrenatural amorosa, que podemos decir es como luz caliente, que calienta, porque aquella luz juntamente enamora; y ésta es confusa y oscura para el entendimiento, porque es noticia de contemplación la cual, como dice san Dionisio, es ‘rayo de tiniebla’ para el entendimiento” (LlB 3,49).

Así, pues, la teología mística de J. de la Cruz, que se identifica con la contemplación infusa, es esencialmente “noticia sobrenatural amorosa”, “fruición divina, “sabiduría secreta”, “infusión de amor”. Esta infusión de amor es el don del Espíritu Santo, que perfecciona la caridad y “une y junta el alma con Dios”. Constituye uno de los núcleos fundamentales de sus escritos y una de las claves de interpretación de su pensamiento místico.

II. Desarrollo histórico-doctrinal

El desarrollo de la teología mística en J. de la Cruz comprende otros aspectos fundamentales, como son la  purificación de las noches, la vida teologal y la unión mística, que se abordan en otras voces del diccionario. Aquí, siguiendo la perspectiva expuesta en la primera parte, tratamos de determinar la influencia del pensamiento sanjuanista en el desarrollo histórico de la materia, que considera al místico doctor como a uno de sus maestros e inspiradores principales. Aunque la perspectiva es histórica y doctrinal, su desarrollo es necesario para completar el significado de la teología mística en J. de la Cruz.

Lo hacemos brevemente en tres etapas: la primera es la ruptura entre mística y teología, admirablemente unidas en los escritos del Santo; la segunda representa una recuperación de la mística, bajo el impulso de los estudios sanjuanistas; la tercera apunta a la necesidad de una nueva síntesis teológica entre teología y mística, esto es, entre la reflexión doctrinal y la dimensión experiencial, también bajo la guía del místico doctor.

1. RUPTURA ENTRE MÍSTICA Y TEOLOGÍA. Desde el punto de vista sistemático y doctrinal, la teología mística ha estado englobada en las grandes síntesis teológicas: primero en las grandes síntesis medievales, después en las grandes síntesis escolásticas. Pero, al llegar la época moderna, se produce una ruptura entre mística y teología, entre teología espiritual y teología escolástica. La consecuencia más inmediata de esta ruptura fue el cultivo, por una parte, de una espiritualidad desprovista de fundamento teológico, y por otra, de una teología falta de proyección espiritual.

Cuando escribe J. de la Cruz, se ha consumado ya esta ruptura. Es significativa, a este propósito, la contraposición que hace entre “teología mística” y “teología escolástica” en el prólogo del Cántico espiritual, dedicado a la madre  Ana de Jesús: “Espero que aunque se escriban aquí algunos puntos de teología escolástica acerca del trato interior del alma con su Dios, no será en vano haber hablado algo de lo puro del espíritu en tal manera; pues, aunque a Vuestra Reverencia le falte el ejercicio de teología escolástica, con que se entienden las verdades divinas, no le falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben, mas justamente se gustan” (CB pról. 3).

Si bien el Santo había recibido en Salamanca una formación escolástica, su producción literaria se inscribe de lleno en el marco de la teología mística, por la dificultad que encontraba para expresar su experiencia en categorías de la teología de la época. Y aunque sus primeros escritos en prosa, como Subida del Monte Carmelo y Noche oscura, tengan fuertes reminiscencias escolásticas, se advierte en ellos una evolución progresiva hacia una concepción más estrictamente mística. Así lo reflejan sus comentarios a Cántico y Llama.

De esta forma, los escritos de J. de la Cruz contribuyeron decisivamente a la configuración de una disciplina teológica, que se denominará sucesivamente Teología mística, Teología ascética y mística, Teología espiritual o de la perfección cristiana. Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos a ese momento en que se produce la ruptura entre mística y teología. Tiene lugar precisamente en el siglo XVI. Escribe a este propósito O. González de Cardedal que, si bien hasta el siglo XVI se mantuvo una convergencia entre los dos maestros, el Pseudo Dionisio y Santo Tomás de Aquino, expresión de dos corrientes de pensamiento, “en este mismo siglo se incubaba la ruptura entre ambas actitudes: la analítica y conceptual por un lado (teología escolástica), la contemplativa y amorosa por otro (teología mística). La estética, el humanismo, el acceso a la biblia en sus lenguas originales y la poesía popular fueron por unos caminos. La universidad, la teología académica y la organización eclesiástica postridentina fueron por otro” (Obras completas del Pseudo Dionisio Areopagita, presentación, p. XIV).

Observa el mismo autor cómo San Juan de la Cruz se sitúa en esa línea de pensamiento cristiano, que “no separa, sino une Biblia y filosofía, intelección y pasión, contemplación y celebración”. El mejor exponente de esta síntesis de pensamiento es el mismo concepto de “teología mística” que hemos expuesto.

Rota esta síntesis y consumada la ruptura entre mística y teología, surgen las primeras sistematizaciones de teología mística, entre las que destaca la del carmelita P. José del Espíritu Santo, “Cursus Theologiae Mistico-Scholasticae” (s. XVIII). Pero más que una “teología mística” es una teología de la mística, o mejor una sistematización, elaborada fundamentalmente con categorías escolásticas, pero vacías de experiencia y carentes de inspiración mística.

Con esta nueva formulación, tomando como base a J. de la Cruz, la teología mística obtendrá su estatuto de ciencia autónoma, pero descolocando paradójicamente al Doctor místico. Se intenta sistematizar científicamente la mística basándose en su doctrina, pero imponiendo un esquema interpretativo ajeno a él. Este estatuto de teología mística o de teología ascética y mística, según otras denominaciones, se prolongará hasta el siglo XX.

2. RECUPERACIÓN DE LA MÍSTICA EN LOS ESTUDIOS SANJUANISTAS. A principios del siglo XX se inicia una recuperación, bajo el impulso del “movimiento místico”, paralelo al “movimiento litúrgico”, y bajo la llamada “cuestión mística”. En ella se debatía precisamente la necesidad o no de la mística o de la contemplación infusa para la santidad. Dicho en otros términos, se discutía si había dos caminos hacia la santidad (uno ascético y otro místico) o si era uno sólo: el camino ascético que necesariamente ha de culminar en la mística, para alcanzar la cima de la perfección cristiana.

Al margen de las soluciones dadas al problema, interesa destacar aquí el interés por los estudios místicos que suscitó la cuestión. En este marco se reaviva también el interés por los estudios sanjuanistas, con nuevos replanteamientos de la teología mística. Ocasión propicia para ello fue la proclamación de San Juan de la Cruz como Doctor de la Iglesia Universal en 1926. El acercamiento a sus escritos se produce desde diversos esquemas de pensamiento. Santiago Guerra, que ha estudiado el tema, señala los cuatro siguientes: “La primera aproximación se desenvuelve dentro del marchamo rigurosamente escolástico-tomista que caracteriza a la teología oficial de la primera mitad de nuestro siglo; la segunda acusa la influencia de la nueva temática y la diferente orientación de una teología que inicia su vuelo de despegue de la escolástica y se hace más bíblico-patrística; la tercera lleva la marca de la apertura de la teología a la moderna y secularizada cultura occidental; y la cuarta refleja las preocupaciones de una teología ecuménica, en diálogo no sólo con las otras iglesias cristianas, sino también con la cultura extra europea, especialmente con la mística oriental” (San Juan de la Cruz y la teología mística del siglo XX, 180).

Ciñéndonos a la perspectiva mística, que hemos expuesto en la primera parte, cabe señalar ante todo un acercamiento entre el dogma, la teología y la experiencia critiana, que se está produciendo en el pensamiento teológico actual. En este sentido, es importante señalar la postura de dos grandes teólogos de nuestro tiempo, Karl Rahner y Urs von Balthasar. El primero, al estudiar las orientaciones de la teología actual, señala la espiritualidad como una de sus principales características. Es conocida su frase: “El cristiano del futuro será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano” (Escritos, VII, 25). El segundo, al historiar las relaciones entre teología y espiritualidad, señala el divorcio que se produjo en la época moderna entre la reflexión teológica y la experiencia de la fe. Y aboga por una teología que es fuente de santidad y por una santidad que es fuente de conocimiento de la verdad teológica: “La existencia de los santos es teología vivida” (Ensayos teológicos I, 263).

De acuerdo con esta orientación, es conocida su presentación de la figura de Teresa de Lisieux (Historia de una misión) como una “existencia teológica”, expresión de la deseada unión de teología y experiencia. Con esta misma preocupación se ha acercado también a J. de la Cruz (Gloria 3, 114-178). Lo mismo han hecho otros teólogos: K. Rahner, L. Bouyer, C. Cognet, etc. Fruto de este acercamiento ha sido un mejor conocimiento del mensaje del místico doctor, de su importancia y de su actualidad, y la revisión de determinados aspectos de su mística. Estos aspectos, según S. Guerra, son: 1º. Relación entre misterio y mística; 2º. Relación entre experiencia cristiana y experiencia mística; 3º. Cristocentrismo; Mistología neoplatónica (ib. 185-189). El estudio de estos nuevos planteamientos rebasa los límites de nuestra exposición. Recogemos sólo la relación entre experiencia y teología, que, a la luz de la mística sanjuanista, representa una profundización en la revelación y en las verdades teológicas de la fe.

3. EXPERIENCIA Y TEOLOGÍA. APORTACIÓN SANJUANISTA. J. de la Cruz no utiliza la expresión “experiencia mística”, ni el propio sustantivo “mística”. Sin embargo, todo el proceso místico que hemos descrito está impregnado de esta experiencia. Él mismo afirma en los prólogos a Subida y Cántico que hablará de la propia experiencia y que, aunque no va a fiarse sólo de ella, piensa aprovecharse (S pról. 1; CB pról. 4). En la Noche dirá que “hay muy poco lenguaje” acerca de la noche espiritual, “y aun de experiencia muy poco” (N 1,8,2) y cómo el alma tiene la sensación de hallarse perdida, en el corazón de la noche, por no haber “experimentado aquella novedad” (N 2,16,8). La experiencia de los estados místicos es una capacidad de penetración en las verdades reveladas, a las que no se llega por vía de conocimiento: “Esto creo no lo acabará bien de entender el que no lo hubiere experimentado, pero el alma que lo experimenta, como ve que se le queda por entender aquello de que altamente siente, llámalo un no sé qué” (CB 7,10). Hablando de la llama de amor viva que hiere en “el más profundo centro del alma”, se refiere a las “cosas maravillosas” que Dios es capaz de hacer, pero que no son creíbles, “no lo entendiendo por ciencia ni sabiéndolo por experiencia” (LlB 1,15).

Según esto, la experiencia es un medio de penetración de las verdades divinas, que J. de la Cruz pone en un plano paralelo al de la ciencia y que incluso lo desborda; va más allá del simple conocimiento teológico. En este conocimiento el Santo incluye también la tradición de la Iglesia y la Escritura (C. García, San Juan de la Cruz entre la “escolástica” y la nueva teología, p. 100-106). Pero el dato más importante es ese doble camino de acceso al misterio revelado, que propone el Doctor místico y que el Concilio Vaticano II ha ratificado con estas palabras: “Crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón y cuando comprenden internamente los misterios que viven” (DV 8).

Son conocidas, sin embargo, las críticas a la experiencia de los místicos, como forma de penetración en el misterio revelado, y más concretamente a la experiencia mística de J. de la Cruz. La crítica más radical proviene de K. Barth, al oponer la revelación histórica objetiva a la revelación privada de la experiencia mística. Esto representaría según él una forma alternativa de salvación, en la que el místico prescinde de los testigos históricos de las Escrituras y la tradición. Dios se ha revelado, señala Barth, mediante hechos históricos, viniendo desde fuera de la situación del hombre para traer la liberación. El místico, en cambio, hace caso omiso de la historia, mirando dentro de sí mismo, a su experiencia, como portadora de salvación. Lo que amenaza la objetividad de los actos salvíficos de Dios y también su trascendencia, su hallarse fuera del hombre (Colin P. Thompson, El poeta y el místico, 219ss).

Pero esta crítica ha ayudado a redescubrir el sentido objetivo de la mística sanjuanista, centrada en los misterios de la revelación, que son su verdadero hontanar y la culminación de su experiencia. Juan de la Cruz es considerado no sólo como místico sino como teólogo; y no simplemente como teólogo de los temas relacionados inmediatamente con la gracia, las virtudes y los dones, sino como teólogo dogmático. Su mística dice relación a la revelación cristiana como tal y a su elaboración teológica.

Otra fuente de críticas proviene de la reacción contra la concepción de la mística como un estado subjetivo del alma e incluso como un hecho de conciencia refleja, que prevalece sobre el misterio objetivo cristiano y su presencia actuante a través de la Palabra y de la celebración litúrgica. Es conocido el reproche a la mística española –principalmente de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz– por su “psicologismo”. Se subraya, por otra parte, la primacía del misterio objetivo sobre la experiencia subjetiva. Y se dice también que la contemplación infusa como conocimiento experimental es algo secundario; que lo importante es la experiencia objetiva cristiana, que se da en el amor a Dios y al prójimo, siguiendo el camino de Cristo. La mística como “encuentro con el misterio” sustituiría a la mística de la contemplación infusa.

Son varias las observaciones que cabe hacer a estas críticas, desde la misma teología:

a) El subjetivismo que se atribuye a J. de la Cruz, si por una parte está en línea con el subjetivismo moderno, por otra lo trasciende. Es un subjetivismo a lo divino. No es la simple presencia del sujeto a sí mismo, sino la presencia al misterio de Dios. Es una subjetividad habitada por una presencia objetiva; es “la soledad sonora”. No hay que olvidar, además, que la experiencia mística sanjuanista tiene como punto de partida el conocimiento del amor de Dios, manifestado en Cristo y en la creación, como narra en sus poemas.

b) La afirmación del hecho objetivo del misterio de Dios y del encuentro personal con él en la fe, a costa de la negación del hecho subjetivo de su experiencia, priva a la teología de un elemento de penetración y de esclarecimiento del misterio divino. La fe cristiana tiene una doble dimensión: objetiva (la fides quae) y subjetiva (la fides qua). Ambas, unidas intrínsecamente, son expresión plena del misterio cristiano. Por otra parte, frente a la experiencia de Dios de forma atemática y no refleja en la vida normal del cristiano, como observa K. Rahner, está la experiencia mística explícita, refleja, que es para la primera un criterio paradigmático de esclarecimiento. Así se evita el peligro de reducir la vida cristiana a una mera experiencia ética.

c) Si J. de la Cruz es hoy polo de atracción y punto de referencia de la fe cristiana, es por su peculiar experiencia mística de Dios, como una forma nueva de relacionarse con Dios y como forma superior de conciencia, esto es, de captar y vivir la realidad. Como observa Santiago Guerra, significa la superación de la conciencia nocional-positivista de los últimos siglos, que ha reducido la naturaleza a un objeto de conquista científico-técnica, y representa, al mismo tiempo, “el alumbramiento de un nuevo tipo de conciencia: la conciencia mística y su vivencia de la realidad visible como símbolo en el que se anuncia y presencializa ‘el otro’ o ‘lo otro’ inefable” (ib. 189).

d) Una última observación es el punto de mira de algunas críticas a la mística sanjuanista, que con frecuencia se han centrado en los “fenómenos” místicos extraordinarios, más que en en la experiencia de la comunicación de Dios. Ha sido precisamente mérito de J. de la Cruz haber desplazado el centro de interés de la mística. Dejando de lado, como algo muy accidental en la vida mística, los fenómenos o gracias extraordinarias, “dedica casi toda su obra a describir los diversos y sutiles movimientos del espíritu humano al sentir la presencia de la divinidad, que le toca, y que es lo que propiamente constituye la mística” (Crisógono de Jesús, San Juan de la Cruz. El hombre, el doctor, el poeta, p. 180).

Concluyendo, la teología mística de J. de la Cruz no es sólo el núcleo de su doctrina, sino también la mejor aportación al diálogo entre teología y espiritualidad, entre teólogos y místicos, para una mejor comprensión y vivencia del misterio cristiano.

BIBL. — EULOGIO PACHO, “Denys l’Aréopagite et Saint Jean de la Croix”, DS II, Paris 1957, 399408; CIRO GARCÍA, Corrientes nuevas de Teología espiritual, Madrid 1971, p. 60-66; “San Juan de la Cruz entre la ‘escolástica’ y la nueva teología”, en AA.VV., Dottore mistico: San Giovanni della Croce, Roma 1992, p. 91-129; JOSÉ DAMIÁN GAITÁN, “Conocimiento de Dios y sabiduría de la fe en San Juan de la Cruz”, en AA.VV., Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, Madrid 1990, p. 251-269; ISABEL DE ANDÍA, “San Juan de la Cruz y la ‘Teología mística’ de San Dionisio”, en AA.VV., Actas del Congreso internacional sanjuanista, III, Valladolid 1993, p. 97-125; SANTIAGO GUERRA, “San Juan de la Cruz y la teología mística del siglo XX”, ib., p. 177-193; BALDOMERO JIMÉNEZ DUQUE, “Experiencia y Teología”, ib., p. 155-176.

Ciro García

Llama de amor viva

(obra)

El último escrito con pretensiones doctrinales que salió de la pluma de San Juan de la Cruz, fue el que conocemos con el título de Llama de amor viva. Su posición en las diversas ediciones de las obras completas es justa. Por razones de cronología y de contenidos el libro de la Llama tiene su lugar propio al final del corpus sanjuanista. Esta posición extrema y final no convierte al libro en un apéndice recostado sobre los demás, sin consistencia propia. El libro, poema y comentario, tiene entidad a sé e independiente de sus hermanos y paralelos. Tiene constitución propia por concepción, por redacción y por contenidos.

I. Aspectos formales

Ya el mismo autor, en el prólogo a la declaración, da sobre su escrito informaciones perentorias y suficientes como para no necesitar muchos complementos. Ha existido como obra literaria en tres estados: poema exento, comentario de redacción corta (LlA) y recensión larga en un segundo comentario (LlB).

1. HISTORIA DE LA REDACCIÓN. La documentación externa sobre otros pormenores de interés no añade sino corroboraciones útiles, pero no decisivas para la hermenéutica. Examinemos estos datos ofrecidos por la obra misma y por los testigos de su formación.

a) Nacimiento del poema. El prólogo antedicho da a entender que las canciones fueron compuestas con finalidad de devoción y a ruegos de la Señora Doña Ana del Mercado y Peñalosa, a quien se dedica el escrito en el título y en el prólogo: “Quizá como se hicieron (las canciones) por su devoción, querrá Su Majestad que para Vuestra Merced se declaren” (pról. 1). E. Pacho a vista del guión biográfico de fray Juan, y partiendo de que Llama se compone en Granada, discurre así: considerando que el poema está copiado ya en el repertorio de Sanlúcar de Barrameda, escrito en el año 1584, tendríamos en esa fecha el tope último del tiempo de composición. El tope anterior estaría en la fecha del conocimiento de fray Juan y Doña Ana de Peñalosa, es decir 1582 (Escritos, p. 270). Si queremos precisar más, hemos de dar por buena la verosímil suposición de que la canción de la Llama es cercana al trance místico original de las últimas estrofas del Cántico, especialmente de aquella que contiene el verso “con llama que consume y no da pena” (CB 38), de la que este poema sería glosa y prolongación. Por lo tanto, hay que pensar que el poema es posterior al año 1583. Si creemos a un traslado que las atribuye al momento de la oración habría que fijar estas canciones en el año 1584, fecha que parece la más probable.

En cuanto escritor, Juan para este tiempo ha terminado el poema del Cántico y el de la Noche. Seguramente está decidiéndose a abandonar la redacción de los libros de la Subida del Monte Carmelo y componiendo la primera redacción del comentario al Cántico espiritual. El poema del Pastorcico y algunas de las glosas a lo divino, concretamente “Sin arrimo y con arrimo” y “Por toda la hermosura”, son también contemporáneas del poema Llama y todas propias del ambiente granadino de los contrafacta.

b) Primera declaración. El poema era fruto de una Llama verdadera, de una experiencia mística de amor más fuerte que la muerte, experiencia en alto grado indecible. La misma destinataria y los primeros lectores encontraron hermético su mensaje. Parece que el poeta escribe para provocar la pregunta explicativa. La petición se produce enseguida. Va a nacer la Declaración de las canciones. ¿Sus motivos? Los que ya hicieron surgir las declaraciones de otros poemas: servicio pastoral, mistagógico y testimonial.

El prólogo habla ya de su origen peculiar. Junto a una confesión de resistencia, encontramos en él un consentimiento decidido a degradar los versos levitantes al estado prosaico de comentarios. A despecho de las repugnancias del autor, que no cree hallarse en posesión de la clave de los versos y, a pesar de las resistencias objetivas de la materia, las insistencias de una emulación del todo femenina rompen el dique de lo inefable. Los “santos deseos”, las deudas de la amistad y los argumentos de Doña Ana que conoce ya los comentarios que el Santo ha dedicado a la M.  Ana de Jesús, priora del Carmelo granadino, tienen que esperar a la conjunción del empuje interior de la experiencia reproducida para poner en marcha la redacción: “Lo he diferido hasta ahora que el Señor parece que ha abierto un poco la noticia y dado algún calor” (pról. 1). A estos datos fundamentales hay que añadir las referencias al origen de la primera declaración que E. Pacho ha recogido en el citado estudio.

Sobre lugar, fecha y circunstancias conocemos estos datos: dentro mismo de la obra descubrimos que nos habla de la posterioridad de ésta respecto a las demás. El autor, como en otras ocasiones, se autocita y remite al lector, no sin ambigüedad, a la noche oscura de la subida del monte Carmelo (1,25). Ambas obras parecen estar abandonadas o dadas por terminadas para cuando emprende esta declaración. Por otra parte, el prólogo (n. 3) habla de unas “canciones que arriba declaramos” en las que “hablamos del más perfecto grado de amor a que en esta vida se puede llegar”. ¿De qué canciones y de qué declaración se trata? Sin duda del Cántico Espiritual, pero también se puede pensar en la posibilidad de que se trate de las estrofas de la Noche. Los símbolos son contrarios y por tanto cercanos y complementarios. Ambas secuencias de lectura son posibles, ambas están atestiguadas en los manuscritos. En todo caso, se comprueba la posterioridad de Llama respecto a todos.

Unos datos más nos ayudan a precisar circunstancias vitales de la composición del escrito.  Juan Evangelista, buen conocedor del Santo, testifica a este propósito: “La Llama de amor viva escribió siendo Vicario provincial, también en esta casa (Granada) a petición de Doña  Ana de Peñalosa. Y la escribió en quince días que estuvo aquí con hartas ocupaciones” (BMC 10, 314). Es Vicario provincial desde octubre de 1585 a abril de 1587. Si precisamos mejor, esos ‘quince días’ debieron transcurrir durante el invierno de 1585 al 1586. El ajetreo de viajes y tareas, que su biografía nos cuenta de esta época, impiden encontrar otro tiempo mejor dentro de esos tres años. Este ajetreo y prisa quedó reflejado indudablemente en la prosa rápida de las primeras canciones, en los “plagios” del De beatitudine” y en las quiebras que denotan los retales que el autor ha hilvanado. Seguramente el tratadillo de los tres ciegos (3, 27-67) estaba confeccionado para otros propósitos antes de esos quince días.

c) Segunda redacción de la declaración. Sobre la paternidad y fecha de la segunda redacción, la argumentación no tiene muchos datos, pero bastan. Todos los testimonios concuerdan en la atribución a J. de la Cruz del escrito en su forma larga que llamamos LlB. Los manuscritos se la adjudican explícitamente o bien la copian junto a otras obras genuinamente suyas. Nadie le conoce otra paternidad, “ergo, melior est conditio possidentis”. Los testigos externos que aportan algo, no deciden, pero su convergencia les da fuerza probatoria que abona la autoría sanjuanista. Los primeros biógrafos la atribuyen a de la Cruz y más en concreto la remiten al último período de su vida. Se basaron en testimonios como éste que al propósito nos basta. Francisco de san Hilarión retiene este dato en su memoria: “Algunos ratos se ocupaba en escribir unos libros espirituales que dejó escritos”, está refiriéndose a los últimos días de su estancia en La Peñuela en 1591: “Allí, continúa, se entraba en su celda y se estaba allí en oración o escribiendo unos libricos que dejó escritos sobre unas canciones” (E. Pacho, Escritos, p. 404-8). Si no habla de páginas perdidas, estas canciones tienen que ser las de Llama. Las otras ya han tenido comentario en otra fecha documentada. Además, un dato curioso abona esta hipótesis: el médico que le atiende en  Úbeda poco antes de morir recibe como regalo un ejemplar manuscrito de Llama que, a buen seguro, contiene el texto que acaba de retocar. Úbeda será uno de los centros difusores de este segundo comentario a la Llama de amor viva. La crítica interna, por su parte, avala estas conclusiones respecto a la paternidad sanjuanista: textos de la Biblia, temas, problemas y soluciones preferidas tienen inconfundible sabor sanjuanista. Refranes y sentencias entran en contextos idénticos a los de otras obras suyas. Otro autor no podría acercarse tan de lleno a los contenidos y los términos que LlB retoma.

El crítico se encuentra en los manuscritos circulantes un texto semejante, pero irreductible por leyes de crítica textual a una sola redacción que las copias hubieran corrompido. Los primeros investigadores con formación crítica (léase  Andrés de la Encarnación) percibieron esta coexistencia de dos textos divergentes y recomendaron editar el largo. No hay razones para creer que la redacción corta es posterior, el orden inverso es el lógico por motivos de crítica interna. Las primeras ediciones no percibieron el problema y editaron la recensión corta, si, bien acomodada a sus particulares intereses ideológicos.

Evidentemente, no estamos en esta ocasión ante el fenomenal terremoto que supuso la redacción B del Cántico. No hay tal en Llama. Las ampliaciones son mucho más discretas, a veces solo perceptibles en lectura sinóptica. Se completan, se modifican períodos, raramente se suprimen parágrafos, más frecuentemente se añaden citas de la Escritura o algún nuevo argumento. En ningún caso se da la alteración del esquema general ni de los contenidos doctrinales del comentario. No hay ni retractaciones ni grandes progresos en el pensamiento o en la experiencia.

LlB refleja en las ampliaciones propósitos en todo caso aclaratorios. Éstos tienen evidentes efectos estilísticos: se reparan los descuidos sintácticos de LlA y se liman asperezas o cacofonías, pero se pierde en frescura, rapidez y ritmo; la prosa se llena de incisos que a veces desequilibran los períodos. Manifiesta gran voluntad de hacerse entender. Pierde sobriedad y, como si buscara la aceptación de un público más amplio, más letrado y menos familiar, generaliza su mensaje. No reforma, sin embargo, los párrafos que en el prólogo hacen referencia a una cierta cercanía y necesidad del mismo trance místico que hizo surgir las canciones para la redacción del escrito A, cosa que en segunda redacción resulta retórica si en el primer caso fue sincera. Tampoco percibe imprecisiones como la que atribuye a Mardoqueo judío el pogromo relatado en el libro de Ester debido como es de razón a su enemigo Amam el sirio (2,31). Tampoco en segunda versión extiende el comentario a los tres últimos versos de la cuarta canción que había despachado sumarísimamente refugiándose en el apofatismo. Unicamente se le ocurre reformar, y esto es sintomático, el final brusco de la primera redacción (4,17). Tampoco desgaja la gran digresión de 3,27-67 que desequilibra el comentario de las canciones y que muy bien podría tener –y quizá habría tenido– existencia propia e independiente. Nada de esto sucede. La actuación sobre el texto es mucho más discreta.

2. FUENTES DE LA OBRA. Como en otras páginas suyas, el mismo autor declara con sencillez sus pocas y bien asimiladas lecturas. La Sagrada Escritura, ante todo, y algunos Santos Padres, mediante el Breviario. Para otras dependencias basta con seguir sus indicaciones sobre lecturas que evoca o frases que introduce, muchas veces de memoria. La verdadera fuente es íntima al poeta; él mismo lo declara: “estas canciones … son de cosas tan interiores y espirituales para las cuales comúnmente falta lenguaje que con dificultad se dice algo en la sustancia” (pról. 1). Sólo cabe mencionar éstas: la curiosa dependencia, seguramente de transmisión oral, de materiales experienciales referidos a la transverberación (2,9-14) de evidente origen teresiano (Vida 29,13). La falsilla formal para los versos que toma del Boscán a lo divino de Sebastián de Córdoba. Y la mencionada dependencia abundante y sin embargo alterada en su sentido, es decir acomodada a su proyecto, del opúsculo pseudotomista De beatitudine, confesada en CB 38,4 pero no en esta obra.

3. GÉNERO LITERARIO Y SENTIDO DE LA OBRA. El lector de Llama conoce que el autor llamó a este escrito “declaración”. Sabe también que no es la primera vez que pone a prueba este modelo; por tres veces, en el Cántico, en la Noche y muy rápidamente en los comienzos de Subida ha utilizado estas mismas formas, tomadas de la glosa tradicional de la Escritura. Parece que le satisface este modo quebrado y discontinuo de escribir. Sin duda porque está cerca de sus preferencias por la enseñanza oral donde se dan explicaciones, interrupciones y diálogos. El prólogo aclara sus módulos de referencia: canciones, glosa sumaria, despliegue verso a verso (pról. 4). Los versos funcionan como enigma que hay que interpretar auténticamente; así propone su interpretación, pero de ningún modo la considera como exclusiva. Este recurso dice bien con sus modos didácticos. Le permite a la vez no perder de vista la experiencia y hablar continuamente apoyado en ella. Las glosas a la Escritura, tanto en la liturgia como en la charla conventual también han preparado esta predisposición tan suya a la declaración.

Pero ¿qué decimos cuando decimos que es declaración? Si nos contentamos con una categoría tan genérica no nos ayudará a interpretar el texto y a conocer su sentido más allá y por encima de las intenciones expresas del autor. El texto tiene que dar cuenta de su sentido último y éste sólo se puede determinar por medio del análisis. Encasillarle en cualquiera de los géneros conocidos no nos dejaría satisfechos, muchos párrafos quedarían extraños a tal clasificación. Por eso es conveniente determinar el género a posteriori por medio del uso, la frecuencia y predominancia de las diversas funciones del lenguaje en el curso de la redacción. A primera lectura la mezcla de géneros es tan evidente como la interferencia de funciones lingüísticas; nada de particular por otra parte, pero en la determinación de las predominancias sucesivas hallaremos suficiente luz sobre la cuestión.

Revisando el texto hallamos que las funciones del lenguaje se alternan en la dirección de la prosa y marcan los textos con su predominancia evidente, a veces comparten muy amigablemente su presencia en los párrafos. Hechas las observaciones podemos concluir que es la función apelativa o conativa la que se impone sobre la referencial, expresiva o emotiva, poética y metaligüística también presentes. Lo que, por el punto de vista y la materia, confina al libro en el género de los testimonios y alegatos para producir convicción y seguimiento. Para que se crea en que la promesa del Salvador de hacer morada con el Padre y el Espíritu en quienes le amasen, se cumple (pról. 2 y 1,15). De todos modos, el cómo está dicho y escrito lo escrito en Llama tiene causa suficiente en la destinación práctica (llámese pedagógica o mistagógica) del mensaje de Llama y en esta otra función de crear una nueva lengua propia para el uso místico y testifical. Los recursos léxicos y semánticos, la organización sintáctica y estructural de la obra, los modos propios de decir, la ausencia o presencia de adjetivación, las visiones y símbolos creados y destruidos en alegorías, sus monótonos modos de subordinación redundante que extienden y diluyen hasta disipar la emoción del idilio, todo, absolutamente todo, tiene unidad en la tensión mantenida entre la finalidad de testificar y el deseo de provocar la adhesión del lector.

Todas las funciones del lenguaje se confabulan con la poética y son conjuradas por el autor para esta misión de testificar del mejor modo sobre la realidad que le ha conmovido y que propone como deseable. Es la función apelativa la que en definitiva se impone, determina, finaliza y unifica por entero el escrito. A ella se subordinan la referencial con sus partes subjetivas (narrativas y transmisoras) y sus partes objetivas (argumentaciones teorizantes y conceptuales). Lo mismo se diga de la función poética y la metalingüística, ambas tienden a enfatizar el testimonio. Si todavía vale de algo la categoría de género literario habría que asignarle a Llama una etiqueta que diga: esto es un “evangelio”. Se trata de un escrito que utiliza experiencias religiosas narradas e interpretadas “para que crean y creyendo tengan vida”, podríamos decir, parafraseando el evangelio de san Juan. Evidentemente se trata de literatura comprometida con su mensaje y con su destinatario.

II. Elementos temáticos

El contenido material de Llama en buena medida es inclasificable. La prosa tiene por pauta única el poema. De entrada se coloca en las peores condiciones para lograr orden y claridad en la estructura y progresión en la exposición doctrinal. Sin embargo, la selva no es intransitable. Hay en el texto marcas estructurantes suficientes para encontrar los puntos clave de inflexión y articulación del escrito y poder, de ese modo, ordenar un texto rebelde de intento a todo orden lógico e indisolublemente trabado con la vida y con la poesía efervescente de los versos. Sus condiciones de producción no han aconsejado al autor ni el método escolar ni la claridad de los tratados. El poema ya carecía de progresión temporal y temática desde la primera a la última canción. En todas se cantaba la misma situación poética desde diversos mundos simbólicos como si de variaciones musicales sobre un mismo tema se tratase. En estas condiciones se entiende que F. Ruiz Salvador hable de línea espiral donde el avance se produce por regreso al mismo punto en situación más elevada o más amplificada.

ESQUEMA GENERAL. El escrito en prosa mantiene esta misma forma de progreso por acumulación y recurrencia de los temas simbólicos creados en el poema, nacidos en el curso de la prosa con caracteres originales o traídos de la Escritura. Esta secuencia de símbolos nos permite distribuir los materiales de Llama en diversos ciclos simbólicos que podríamos presentar así: El símbolo unificador es el del “fuego”. Se repite en las cuatro canciones y las engarza. El fuego como llama en la primera; el fuego como cauterio en la segunda; el fuego como lámpara de luz y calor en la tercera y el fuego como ardor amoroso en la cuarta. Junto a esta pauta mayor habría que encontrar sitio para ciclos simbólicos menores y ligados todos entre sí como en racimo: La llaga y la herida, el centro y el seno, las telas, el encuentro, el toque y la mano, el dardo, los resplandores, las obumbraciones, las cavernas, las unciones, los desposorios, la noche, el recuerdo o despertar y la aspiración. La mirada atenta sobre la prosa descubre otras presencias simbólicas como el aire y el agua. El símbolo nupcial regresa también en la cuarta estrofa como si nunca hubiera querido abandonarlo.

Por otra parte, la presencia del fuego tiene al menos cinco vertientes distintas: fuego que purifica, que deleita y que sana, que une y funde, que trasforma, que consume y consuma. Pero esta clasificación no deja de ser arbitraria y poco útil para el lector que quiere descubrir los mensajes más teóricos de Llama y su estructura interna. Intentemos la presentación en otro modo esquemático.

Es un hecho de fácil comprobación que la declaración de cada estrofa retoma todas o alguna de las etapas del camino espiritual visto desde la cumbre que Llama representa. De ahí la importancia de las digresiones aparentes. Las miradas al pasado y al futuro son sustanciales en el conjunto. Desde la atalaya final se distingue lo pasado, se canta y se cuenta lo presente, se avista y viseael porvenir. Mirando desde el presente el libro de Llama se nos figura un péndulo oscilante de atención sucesiva a lo actual, a lo pasado y a lo futuro. El lector participa de este movimiento de regreso y progreso que subyace a todo el escrito. Hablando de los contenidos temáticos y en procura ahora de un esquema organizador que, fiel al texto, ayude al lector, proponemos tomar este punto de partida: convengamos en llamar “presente” a la situación correspondiente a lo que el autor ha llamado transformación o unión plena; en ese caso “pasado” será todo lo referente a las etapas anteriores del camino ascendente o a grados de amor menos calificado; y “futuro” habrá de ser todo lo referido a los deseos y esperanzas de quien está ya en el fin, es decir, lo que atiende a la otra vida plenificada por la visión. Según esto nos cabe hacer esta propuesta de ordenación del escrito. Reparando en las marcas temporales de lo narrado, intentemos reducir a este esquema los variadísimos contenidos del escrito.

Canción 1ª. Presente: La fiesta del Espíritu Santo en el centro del alma. Experiencia de fiesta 1-8 y antropología del doble centro 9-17. Pasado: La llama era esquiva. La noche ha pasado. Descripción concentrada de la noche oscura: 17-26. Futuro: La tensión escatológica. Pide la consumación: Acaba ya 26-28. La muerte cristiana y mística 29-35. Glosa y oración final 36.

Canción 2ª. Presente: La obra de la Trinidad. Elevaciones en cinco tonos: al Espíritu Santo Cauterio 2-8. Un caso especial de cauterio, la transverberación 9-14; al Padre-Mano 16; al HijoToque 17-20. Futuro: Que a vida eterna sabe 21-22. Pasado: la deuda está pagada; nueva descripción de la noche oscura 23-26. ¿Por qué son pocos los que llegan a este estado? 27-30. Presente-Futuro: La fiesta permanente del hombre nuevo y futuro 32-36. Glosa y sumario final 36c.

Canción 3ª. Presente: La acción divina y su repercusión en el hombre purificado. Dios uno y múltiple en sus atributos 2-8 y en sus efectos reflejos en las cavernas o potencias 2-23: [lámparas 2-7; fuente rebosante 8; respladores 9; obumbraciones 12]. Futuro: Visos de gloria y llamaradas de tensión 10-11; Pasado-futuro: Diferentes efectos antes y ahora en las cavernas 18-23. Pasado: Comparación entre matrimonio y desposorio: diferencias 24-26; Digresión mayor o tratadillo de los tres ciegos 2767: [punto de partida 27-29; primer ciego: los pseudomaestros 30-62; segundo ciego: el demonio 63-65; tercer ciego: la propia alma 66-67]. Las unciones del Espíritu Santo 68-69; la ceguera y oscuridad pasadas 70-76; Presente: el Espíritu Santo o la dádiva para la reentrega 77-78; la igualdad de amor 79-80; la experiencia llamada primores (depende del De beatitudine): doce primores distintos 81-85.

Canción 4ª: Presente-Futuro: Declaración previa y programa (incumplido) 13; Presentefuturo: efectos del encuentro en el conocimiento: el recuerdo 4-6; Presente-pasado: la presencia de Dios antes secreta, ahora diáfana 7-9. Presente: es posible tal diafanía por dos motivos 11-13; la morada de Dios es diferente ahora 14-16; otro efecto maravilloso: la aspiración 17.

Este esquema revela el engranaje temporal y pendular que unifica y articula los diversos materiales heterogéneos y de apariencia caótica del bello desorden, tan cercano a la vida y a la poesía. Otros tipos de orden lógico se pueden descubrir en la lectura sistemática o procesual. En todo caso y redaccionalmente considerado el autor ha preferido el orden de las canciones donde los tiempos están sabiamente mezclados.

TEMA CENTRAL Y PUNTO DE VISTA. El prólogo ya contiene las precisiones más generales para llegar desde el principio a identificar el tema del libro: “tratan –las canciones– del amor ya más calificado y perfeccionado en ese mismo estado de transformación” (pról. 3). El final de una historia de amor. En el decurso de la narración aparecerán los personajes que intervienen: La Trinidad Divina, en especial el Espíritu Santo, y el  hombre-alma afectado y apasionado por su amor y su atracción. A describir, cantar, encarecer, explicar y provocar esta aventura de amor dedicará J. de la Cruz este libro. Tema de teología trinitaria con prevalencia pneumatológica, y en perspectiva testimonial no inmediatamente práctica, narrados desde la situación dinámica de la cumbre.

LOS TEMAS TRATADOS. Los temas, que convencionalmente agrupamos en índice teológico, podrían ser éstos.

a) Antropología. El místico aporta a la antropología teológica las mejores descripciones del hombre nuevo visto por dentro. La propuesta ética y estética tan repetida en los libros anteriores, encuentra en Llama el asombro de los resultados. El centro sustancial del hombre, zona desconocida para las ciencias del espíritu, se contempla radicalmente sanado y se experimenta como máximo amor y máximo poder, y, en tanto que tal, punto de contacto con Dios. De ahí salen los nuevos juicios de valor, las nuevas actitudes morales, la potenciación y plenitud de todas las cavernas del hombre. La conciencia y la voluntad libres aparecen resueltas en amor hiperactivo y vehemente que las levanta sobre sí como en llamaradas. La nueva criatura salida del crisol de la noche y de la llama del Espíritu Santo –dos nombres para la misma realidad– ha modificado radicalmente sus habilidades en cuanto al conocer, al querer y al esperar. La gran novedad, fruto de la novedad del Dios “ínsulas extrañas”, se manifiesta también en el despliegue estupendo de la experiencia estética.

El sentimiento del hombre de Llama es de tal calificación y finura, que todo el libro se convierte en punto de referencia obligado para la comprensión de la “pulchritudo” y de la “fruitio” humana y cristiana. El placer y el deseo, liberados de las interferencias y conflictos de momentos precedentes, entran como componentes indispensables y activos en la realización y plenificación del hombre creyente. La llamada antropología de “doble cara” según la cual el hombre tendría tantos sentidos espirituales para el trato con Dios como tiene para el comercio con el mundo, son otras tantas cuestiones que plantea el libro de Llama desde la óptica de la mística, pero que alcanzan valor e interés para interpelar a la psicología, a la filosofía y a la teología por igual.

b) Escatología. Los temas de escatología cristiana tienen un original tratamiento en Al ser testimonio construido sobre el borde del abismo místico, esta situación límite le confiere extraordinaria autoridad para hablar de lo referido al futuro. El hombre de Llama disfruta del aperitivo, porque posee la dádiva escatológica y final de la Palabra y el Espíritu, de los bienes de la gracia y de los dones de su casa, de las arras de un matrimonio ya celebrado y no consumado. Llama evidentemente está toda ella centrada en este disfrute y gozo, pero éstos no lastran, sino que anclan la vida en el futuro, la esperanza es ancla y vela.

El purgatorio (y la purgación) en Llama proviene, como tema, del libro de la Noche oscura, pero entra con igual originalidad y fuerza en esta otra obra. El purgatorio se adelanta a la muerte por la purgación. No es distinta la purgación de ésta y la de aquella vida. No es distinta cualitativa ni cuantitativamente. Autor del purgatorio es el Espíritu Santo y su “fuego” es del mismo material que la llama de amor viva cantada aquí. No encontrará el lector ninguna referencia al castigo ni a la culpa, sólo a la impureza y al crisol, a la enfermedad y la cura. Ha de investigarse en este caso también la base simbólica de esta experiencia y completarse con el libro de la Noche. La base bíblica quizá sea más problemática de establecer en sólido para este propósito.

La muerte (y la mortificación) en la Llama es tema muy propio de la escatología cristiana. El libro de la Llama especula y testifica detenidamente sobre algunos particulares. La muerte de amor es un caso entre otros menos famosos. Esa posibilidad que nos parece (¿por mediocres?) idealizada y febril, casi puro idealismo inobjetable, necesita lectura reposada para percibir en su exacto sentido el pronunciamiento del Santo sobre la cuestión. En el poema ya se percibía la originalidad en el tratamiento del tema de la muerte. La muerte asumida en la vida a través de la mortificación pierde su aguijón amargo al final –ya lo mostró con todo su veneno durante la noche– y se convierte en liberadora y consumadora de la obra que empezó con el bautismo y que ahora se reclama como urgente: “¡Acaba ya si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro!”.

La “gloria” (y la glorificación) y sus derivados recorren muchas páginas del libro. Es una clave de su comprensión. Se toma como punto de comparación y de clarificación del mensaje. Por referencia al pasado de la noche, trata de hacernos entender la situación que describe como ruptura en la experiencia y continuidad en las causas, asimismo, por referencia al futuro de gloria, marca lo que de continuidad tiene el estado actual con lo venidero. Solo una tela –habla un hijo de tejedores– un levísimo velo separa los “visos” presentes de la visión futura. La identidad sustancial de ambos períodos de la vida en el Espíritu, acá y allá, es destacada ahora, la ruptura exigida fue objeto de idéntica insistencia en la Subida y en la Noche. Los textos dedicados al futuro tienen todos anuncio en el poema, citar los versos nos dispensa del recuento: “acaba ya, si quieres / rompe la tela de este dulce encuentro” (1); “que a vida eterna sabe … Matando, muerte en vida la has trocado” (2); calor y luz dan junto a su querido (3) y de bien y gloria lleno (4).

c) La teología trinitaria. La clave de comprensión teológica definitiva y auténtica consiste en leer Llama a la luz del misterio central de la fe cristiana. El Dios de la experiencia mística de san Juan de la Cruz es Padre de mano blanda y tendida en abrazo abisal, manifestado de una vez por todas en Jesús el Esposo Amado y actuando ahora y siempre por el Espíritu Santo Señor y dador de vida. “Y no hay que maravillar que haga Dios tan altas y extrañas mercedes a las almas que él da en regalar, porque si consideramos que es Dios y que se las hace como Dios, y con infinito amor y bondad no nos parecerá fuera de razón; pues él lo dijo que en el que le amase vendrían el Padre, Hijo y Espíritu Santo, y harían morada en él (Jn 14, 23), lo cual había de ser haciéndole a él vivir y morar en el Padre, Hijo y Espíritu Santo en vida de Dios” (pról. 2). Las consecuencias registradas son de orden moral y experiencial. Más allá del intercambio de dones y gracias importa la comunión de las personas. A no ser que la dádiva sea también personal como es el caso del Espíritu Santo, entonces, la persona se hace Don y el don ya no es exterior al donante sino él mismo en flujo circular de entrega y reentrega.

Este interés por la unión y la transformación personal hace que la experiencia y el testimonio del libro de la Llama se diversifique en atenciones especiales para la actividad propia de cada una de las personas divinas y asimismo para con la relación especial que con cada una de las Tres se establece en base a los símbolos del poema, reflejo genuino de la experiencia. El testimonio de J. de la Cruz es en este punto de tal porte que ocasiona escrúpulos a los teólogos, pero eso mismo le hace autoridad invocable y efectivamente invocada para la revisión en curso del tratado De Trinitate, al menos en lo que se refiere a la comprensión existencial y no teórica de la inadecuada distinción entre Trinidad económica e inmanente y en otros puntos que veremos.

Pneumatología. Particular presencia tiene en el mensaje y en la teología de Llama la tercera persona de la Trinidad. Más de cincuenta veces aparecen expresamente atribuidos al Espíritu Santo los efectos de la acción común de la Trinidad. La identificación simbólica llama = Espíritu Santo propicia una presencia todavía más ubicua y profusa. Era inevitable que el comentario se deslizara hacia la pneumatología. A decir verdad, sin embargo, sus modos de hablar dan a entender que se trata, más bien, de “pneumatopatía” si se permite la palabra. Más que discurso y pensamiento hay pathos del Espíritu y de su acción.

La acción del Espíritu es desvelada ahora, al final del proceso, aunque estuvo presente desde el comienzo en todas las fases del itinerario espiritual. La actividad del Espíritu Santo está denotada por una gran cantidad de símbolos venidos del poema o nativos en la prosa. La mayor parte de ellos están ligados a valores connotativos del campo semántico del “fuego”. Este se derrama por cursos simbólicos en cinco vertientes, las cuales según los estadios espirituales que reflejen pueden presentarse así: Espíritu Santo es: fuego que purifica; fuego que hiere y sana (cauterio); fuego que trasforma y une; fuego que regala y deleita; y fuego que eleva, consume y consuma. En ayuda del cuarto elemento vienen a testificar otros muy esperados como el aire, la luz o la sombra; y otros de presencia insospechada, por ejemplo, el agua en 3,8. Todos dicen algo de lo que el Santo experimenta bajo la acción del mismo Espíritu Santo.

Las experiencias de su acción considerada subjetivamente, tienen por su parte versión simbólica acorde con estos símbolos: llamear, regalar (del latín regelare = derretir), resplandores, obumbraciones (evidente latinismo), llagas o cauterios pasivos, etc. Caso aparte por tradicional y litúrgico es el símbolo de las unciones. El autor en el libro de la Llama le atribuye al símbolo experiencias de sentidos muy diversos. A pesar de ello cuatro de los seis sentidos predicados de “unciones” se leen como del Espíritu Santo. A esta base experiencial y simbólica se viene a añadir un segundo hilo del trenzado de toda página de Llama: la componente bíblica asumida como dato indefectible en este “evangelio del Espíritu Santo” (Lucinio Ruano). Sobre la base de la experiencia y de la Escritura, J. de la Cruz construye el núcleo del mensaje de la Llama: la vida según el Espíritu llevada hasta el paroxismo de la mística.

A los datos fundantes de la inhabitación y de la inmersión en la Trinidad, añade el místico experiencias y gracias actuales de gran variedad. Todas tuvieron, seguramente, fecha y circunstancia concreta en su vida o en la de otros conocidos, pero el autor las proyecta sobre el fondo general de la  teología y de la vivencia cristiana común. Así la teorización sobre los fines carismáticos de la llamada  transverberación, que el Santo trata como un caso entre otros de “cauterio” con su propia nomenclatura. El “llamear” parece ocultar un tipo de gracias repetidas y caracterizadas por la vehemencia de la actividad del amor y la indefectible presencia del gozo en todas ellas que actualiza la habitual presencia del Espíritu Santo (1,3-4). La llaga, el toque, los resplandores de las lámparas de fuego, la  obumbración, la fuente rebosante de aguas vivas, el recuerdo y la aspiración, son todos componentes de la fiesta del Espíritu en la que participa el hombre entero en su carne y en su espíritu (2,22). Su distanciamiento de la teoría de los dones y de la doctrina clásica de los frutos del Espíritu parece deberse a que la experiencia es de tal variedad y de tal modo ha quedado ligada a la poesía que prefiere sus propios modos de hablar sobre “frutos” y “dones”. Testifica muy libremente sobre la multiforme gracia del Espíritu Santo y, evidentemente, ha desbordado los esquemas tradicionales de siete y doce y esta creatividad ha convertido su mística en una original mística del Espíritu Santo.

DIRECCIÓN ESPIRITUAL. Contiene Llama aportaciones originales al sistema sanjuanista en varios campos de la práctica y la pedagogía espiritual. Esto es palmario en cuanto a la dirección espiritual. En Llama (3,27-67) se muestra preocupado por una posibilidad de pérdida y vilipendio de la libertad cristiana de los espirituales a manos de un rígido control jerárquico e institucional. A los que quieran acompañar la acción del Espíritu Santo les exige humildad para llegar hasta donde puedan y no más; pide preparación a los que por oficio deben hacer este servicio pastoral en la comunidad; quiere sensibilidad, experiencia, humildad y ciencia. Impone mucha claridad en estos principios básicos: la primacía de la acción del Espíritu Santo (3,46); el reconocimiento de espíritus, como principal tarea; y el sentido del sujeto como cualidad indispensable para el acompañamiento espiritual.

Conclusión: La ‘Llama de amor viva’, libro de la perfección

En su pórtico podría haber escrito: “Ab hinc incipit utopia” o “de homine in excelsis”. Entramos en un libro de excesos y desmesuras. Llama es el libro por excelencia de la originalidad abundosa y desbordante, del entusiasmo más optimista, aunque no por eso deja de permanecer fiel a las constantes de la acción divina que J. de la Cruz ya tiene presentadas en otras ocasiones. Las líneas de fuerza que estructuran el libro doctrinalmente son coherentes con el llamado sistema sanjuanista que ya ha probado su fortaleza lógica en otros casos. Llama mantiene el mismo vocabulario fundamental del sanjuanismo. Vocabulario teológico que es como el tronco sobre el que ahora se ve brotar la infloresciencia de mil gracias que invaden al hombre y culminan su proceso espiritual en todas sus dimensiones: mística o experimental, ética o moral, teologal o de comunión personal y psicológica. Se sigue hablando de unión, de negación y de la desnudez como máxima norma del evangelio.

Ocupan como siempre lugar preeminente las virtudes teologales, las cuales son propuestas como fundamento y cumbre de la vida espiritual en armonía homogénea; entre todas ellas atiende especialmente a la esperanza; objetivamente, se descubre con admiración la omnipresente acción de la santa Trinidad que parecía haber estado oculta hasta ahora, pero que desde el inicio más arcano actuaba ya sobre el hombre en las primeras fases de la purificación tan eficazmente, aunque no tan evidentemente como ahora; no olvida avisar y describir sumariamente la inevitable noche del espíritu. Vuelve también al asunto de la relación entre la meditación y la contemplación. Temas todos que ya tiene tratados. Sin embargo, todos los temas son llevados ahora al extremo. Todos son agotados hasta las últimas y más optimistas consecuencias, se produce incluso como ya observamos la variación leve en el significado de las palabras al entrar en lo nuevos contextos. Solo el Don Divino del Espíritu puede posibilitar esta maravilla de ofrecer al hombre la satisfacción de amar por encima de lo que es y tiene. “Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella es en sí y vale” (3,80). El hombre se supera a sí mismo en la gracia del Espíritu Santo. El libro habla de lo que aún no es, pero tiene que llegar a ser; Llama se propone repatriar al hombre a su mejor verdad, por eso es profecía de nosotros.

BIBL. — GABRIEL CASTRO, «Llama de amor viva. El libro de la perfección, en AA. VV., Introducción a la lectura de san Juan de la Cruz, Junta de Castilla y León, Valladolid 1991; Id. “Llama de amor viva. Poema del amor el tiempo y la muerte”, en MteCarm 99 (1991) 445-476; M. HERRAIZ, “Consagración de un místico y un teólogo. Llama de amor viva, en Teresianum 40 (1989) 363-395; R. MORETTI, Al vertice della esperienza trinitaria. Riflessioni sulla fiamma viva d’amore di s. Giovanni della Croce, en Riv. di Vita Spirituale 39 (1985) 172185; JUAN JOSÉ DE LA INMACULADA, El último grado de amor. Ensayo sobre la Llama de amor viva, Santiago de Chile 1941; F. RUIZ SALVADOR, “Cimas de contemplación. Exégesis de la Llama de amor viva, en EphCarm 13 (1962) 257-298; H. HATZFELD, “Las Profundas Cavernas. Estructura de un símbolo de san Juan de la Cruz, y la prosa de san Juan de la Cruz en la Llama de amor viva”, en Estudios Literarios sobre Mística Española, Gredos, (3ª ed.) Madrid (1973) 319-386; LUCE LÓPEZ BARALT, “Huellas del Islam en san Juan de la Cruz. En torno a la Llama de amor viva y la escuela de espiritualidad israquí”, en Vuelta 45 (1980) 5-11; Id. “Los circuitos verbales cerrados del símbolo de la noche y de las glosas a la Llama de amor viva”, en San Juan de la Cruz y el Islam, México, El Colegio de México, 1985, 71-79; J. L. MARTÍNEZ, “La poesía de san Juan de la Cruz Llama de amor viva”, en Filosofía y Letras (México) 7 (1944) 59-82; G. CHIAPPINI, “El modelo general de la semántica del ‘Deseo’ en la primera declaración de la Llama de amor viva” (Texto B), en ACIS I, 233-244; L. M. FERNÁNDEZ, “El desdoblamiento en la ‘Llama de amor viva’. Una cala en la canción” ACIS I, 387398; W. BARNSTONE, “Mystic-erotic love in ‘O Living Flame of Love’”, en Revista Hispánica Moderna 37 (1972-73) 253-261; C. CUEVAS, “Perspectiva retórica de la prosa de la Llama de amor viva, en Insula 537 (1991) 23-25; V. GARCÍA DE LA CONCHA, Filología y mística: San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, Espasa Calpe, Madrid 1992; J. GARCÍA PALACIOS, “Consideraciones sobre el símbolo de la ‘llama’ en san Juan de la Cruz”, en Mª JESÚS MANCHO DUCQUE (ed.), La espiritualidad española del siglo XVI. Aspectos literarios y lingüísticos, Salamanca 1990, 159-166; Id. “Léxico de luz y calor en Llama de amor viva, en Juan de la Cruz, espíritu de llama, Roma, Institutum Carmelitanum, 1991, p. 383-411; J. C. NIETO SAN JUAN, “El proceso poético de la Llama de amor viva, en Edad de Oro 11 (1992) 123-132.

Gabriel Castro

Lámparas de fuego

En dos ocasiones recuerda J. de la Cruz (N 1,2,5; Ct a las Descalzas de  Beas: 22.11.1587) el texto evangélico de las lámparas de las vírgenes necias y prudentes (Mt 25,8), pero no se detiene en consideraciones especiales. Si el término adquiere importancia y notoriedad en sus escritos es porque lo ha convertido en centro de un símbolo extraordinariamente original y fecundo en su magisterio espiritual. Es, sin duda, el más novedoso y profundo dentro de la cadena formada por las estrofas de la Llama, única obra en que aparece el término en cuestión. Poéticamente es el más ceñido y unitario, pero su explicación en prosa duplica en extensión a todos los demás.

Los seis versos de la estrofa 3ª constituyen un entramado poética y doctrinalmente dependiente del símbolo enunciado en el primero: “Oh lámparas de fuego”, como sucede en la primera canción con el verso inicial: “Oh llama de amor viva”. El símbolo las “lámparas de fuego” mantiene una secuencia narrativa perfectamente lógica y unitaria, sin interferencias extrañas: las lámparas de fuego, iluminan y calientan con sus resplandores las cavernas del sentido oscuro y ciego.

La equivalencia simbólica se desdobla así en su aplicación espiritual: las lámparas de fuego son los atributos de Dios (LlB 3,2); sus resplandores son las noticias que de ellos recibe el alma (ib. 9); las cavernas profundas del sentido son las potencias y capacidades del alma (ib. 69). Establecida esta correlación es fácil desentrañar el contenido espiritual del símbolo sanjuanista. Bastará recordar lo fundamental, ya que los matices exigen una lectura directa de todo el comentario del autor.

a) Las lámparas de fuego. Comienza, como de costumbre, por señalar el referente natural de donde arranca el símbolo: “Las lámparas tienen dos propiedades, que son: lucir y dar calor” (LlB 3,2). En el ámbito de la experiencia mística sucede lo propio con ciertas comunicaciones divinas; tienen los mismos efectos para el espíritu: iluminan y calientan. Esas misteriosas lámparas son las propiedades, grandezas o atributos divinos: omnipotente, sabio, bueno, misericordioso, justo, fuerte, amoroso y “otros infinitos atributos y virtudes que no conocemos”. Cada uno de estos atributos luce y da calor como Dios, y así cada uno de estos atributos es una lámpara que luce al alma y da calor de amor” (LlB 3,2).

Como quiera que Dios, “en su único y simple ser, es todas las virtudes y grandezas” … Y como cada una de estas cosas sea el mismo ser de  Dios en un solo supuesto suyo … siendo cada atributo de éstos el mismo Dios, y siendo Dios infinita luz e infinito fuego divino” es como una inmensa lámpara (ib.). Es indiferente, por tanto, hablar de una o de muchas lámparas.

La magnífica explicación sanjuanista merece leerse en su integridad. A ella pertenecen estos textos: “Por cuanto en un solo acto de unión recibe el alma las noticias de estos atributos, juntamente le es al alma el mismo Dios muchas lámparas, que distintamente la lucen y dan calor, pues de cada una tiene distinta noticia y de ella es inflamada de amor. Y así, en todas las lámparas particularmente el alma ama inflamada de cada una y de todas ellas juntamente, porque todos estos atributos son un solo ser … El resplandecer que le da esta lámpara del ser de Dios en cuanto es omnipotente, le da luz y calor de amor de Dios omnipotente”. Así de la sabiduría, de la bondad, de la justicia, etc. Concluye el Santo su ejemplificación: “A mi ver es la mayor comunicación que él le puede hacer en esta vida; le es innumerables lámparas que de Dios le dan noticia y amor” (ib. 3,3).

El deleite que recibe el alma en tal comunicación es calificado de admirable, y copioso, inmenso, subidísimo (ib. 3,4-5). En la imposibilidad de expresar tan “subidísima comunicación”, el Santo reincide en sus conocidas antítesis y oxímorons. Las lámparas se vuelven “aguas vivas”. La comparación está sugerida por dos textos bíblicos (Ez 36,25-26 y Hechos 2,3). La audacia comparativa se justifica así: “Aunque es verdad que esta comunicación es luz y fuego de estas lámparas de Dios, pero es fuego aquí … tan suave, que, con ser fuego inmenso, es como aguas de vida que hartan la sed del espíritu con el ímpetu que él desea” (ib. 8).

b) Los resplandores: llamaradas y sombras. Con la identificación de los resplandores terminan de perfilarse el sentido y alcance del símbolo. Aclara el Santo: “Estos resplandores son las noticias amorosas que las lámparas de los atributos de Dios dan de sí al alma, en los cuales, ella unida según sus potencias, ella también resplandece como ellos, transformada en resplandores amorosos” (LlB 3,9). Con las últimas frases se rompe la analogía base del símbolo. Las lámparas de fuego se distancian de las lámparas naturales, dando lugar a nuevas aplicaciones tan antitéticas como las “aguas vivas”.

“Esta ilustración de resplandores, en que el alma resplandece con calor de amor, no es como la que hacen las lámparas materiales, que con sus llamaradas alumbran las cosas que están en derredor, sino como las que están dentro de las llamas, porque el alma está dentro de estos resplandores … Y así diremos que es como el aire que está dentro de la llama, encendido y transformado en llama” (ib. 9). La aplicación es normal: “A este talle entenderemos que el alma con sus potencias está esclarecida dentro de los resplandores de Dios … Y así, estos movimientos de Dios y el alma juntos, no solo son resplandores, sino también glorificaciones en el alma” (ib. 10).

A semejanza de las lámparas que se vuelven “aguas vivas”, los resplandores se convierten en sombras, es decir: “obumbramientos resplandores” (ib. 13). Para explicar el oxímoron, antítesis doctrinalmente tan chocante, recurre a esta justificación: “Es de saber que cada cosa tiene y hace sombra conforme al talle y propiedad de la misma cosa. Si la cosa es opaca y oscura, hace sombra oscura; y si la cosa es clara y sutil, hace la sombra clara y sutil; y así la sombra de una tiniebla será otra tiniebla al talle de aquella tiniebla, y la sombra de una luz será otra luz al talle de aquella luz” (ib. 13).

Queda así abierta la puerta para explicar los resplandores-sombras. Es cierto que los atributos de Dios son lámparas “encendidas y resplandecientes”, pero estando tan cerca del alma “no podrán dejar de tocarla con sus sombras, las cuales también han de ser encendidas y resplandecientes al talle de las lámparas que las hacen, y así, estas sombras serán resplandores” (ib. 14). Exactamente como sucede con las “lámparas”. “De manera que la sombra que hace al alma la lámpara de la hermosura de Dios, será otra hermosura al talle y propiedad de aquella hermosura de Dios”; lo mismo la de la fortaleza, sabiduría, etc. (ib. 14-15).

c) En las cavernas del sentido. Los efectos de las lámparas, que son iluminar y calentar, producidos por medio de sus resplandores, se reciben en las “profundas cavernas del sentido”. Nada tienen que ver estas cavernas con las “subidas cavernas de la piedra”, descritas en el Cántico (CB 37). En lugar de los misterios profundos de Cristo, Dios y hombre, aquí son las potencias o capacidades del alma, lo que en otras obras llama el Santo “fortaleza del alma”, o su “caudal”. Su adaptación metafórica es bien clara: “Estas cavernas son las potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad, las cuales son tan profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan con menos que infinito. Las cuales, con lo que padecen cuando están vacías, echaremos en alguna manera de ver lo que gozan cuando de Dios están llenas, pues por un contrario se da luz del otro” (LlB 3,18; cf. n. 68).

En el léxico sanjuanista resulta chocante que se consideren cavernas “del sentido” las potencias del  alma, cuando lo habitual es contraponer ambas cosas. Todo se aclara si se tiene en cuenta el significado que así se da al “sentido”: “Por el sentido del alma entiende aquí la virtud y fuerza que tiene la sustancia del alma para sentir y gozar los objetos de las potencias espirituales con que gusta sabiduría y amor y comunicación de Dios. Y por eso a estas tres potencias, memoria, entendimiento y voluntad, las llama el alma en este verso ‘cavernas del sentido profundas’, porque por medio de ellas y en ellas siente y gusta el alma profundamente las grandezas y sabiduría y excelencias de Dios” (LlB 3,69). El sentido del alma, añade el autor, es algo parecido “al sentido común de la fantasía, al que acuden las formas de los objetos de los sentidos corporales, y es el receptáculo y archivo de ellas. Así este receptáculo del alma es “archivo de las grandezas de Dios” (ib.). Es fundamental no perder de vista esta curiosa acepción del “sentido”.

La aplicación espiritual al caso presente se basa en la doctrina del Santo sobre la limpieza, purgación y vacío de las cosas, de toda criatura, para poder llenarse de Dios. Ahora bien, según cantan los tres versos finales de la estrofa, las lámparas “dan calor y luz” a esas potencias (profundas cavernas del sentido) cuando estaban “oscuras y ciegas” (LlB 3,70-75), para llenarlas de luz y amor “junto a su Querido” (ib. 76-84). A lo largo del comentario a estos versos expone J. de la Cruz cómo se produce ese proceso de vaciamiento hasta llegar a la plenitud de la iluminación y del amor, luz y calor (LlB 3,19-76, con extensas digresiones sobre la dirección espiritual).

Comparando ambas situaciones, concluye el Santo: “Este sentido, pues, del alma que antes estaba oscuro sin esta divina luz de Dios, y ciego con sus apetitos y afecciones, ya no solamente con sus profundas cavernas está ilustrado y claro por medio de esta divina unión con Dios, pero aun hecho ya una resplandeciente luz él con las cavernas de sus potencias” (ib. 76). No encuentra términos ponderativos para describir la maravilla de las lámparas de fuego y de sus resplandores e incide constantemente en las mismas ideas y expresiones. Una síntesis, entre otras, es la siguiente:

“Estando estas cavernas de las potencias ya tan miríficas y maravillosamente infundidas en los admirables resplandores de aquellas lámparas, que en ellas están ardiendo, están ellas enviando a Dios en Dios, demás de la entrega que de sí hacen a Dios, esos mismos resplandores que tienen recibidos con amorosa gloria, inclinadas ellas a Dios en Dios, hechas también ellas unas encendidas lámparas en los resplandores de las lámparas divinas, dando al Amado la misma luz y calor de amor que reciben” (LlB 3,77).

Eulogio Pacho

Falta/s

Esta palabra en el léxico sanjuanista tiene una triple acepción. La emplea significando “carencia”, “ausencia” de algo, y también como “culpa”, “imperfección” o “pecado”. Sólo en dos ocasiones (S 2,19,3 y 21,9) como adverbio: “sin falta”, es decir, puntualmente, de inmediato. El verbo “faltar” lo usa en bastantes más ocasiones, como sinónimo de “carecer” y también de “quedar” y “restar”. “Falta”, en sentido de “carencia”, significa privación de una cosa necesaria o útil, que, aplicado a la vida espiritual, tiene resonancia particular. Como “culpa”, “imperfección” o “pecado” expresa el quebrantamiento de la obligación personal o infracción voluntaria de la ley.

S. Juan de la Cruz usa indistintamente la palabra, dependiendo de lo que expone. Alguna vez, en una misma frase, la emplea como sustantivo, significando “carencia”, y como verbo (CB 2,8; 9,6 y 11,14). Es de notar que de unas seis veces que la emplea en el CB, siempre tiene el sentido de “carencia” y en concreto de carecer de amor. Para comprender el alcance y repercusión que su significado tiene en los caminos del espíritu bastaría con conocer la fuerza privativa que encierra, hasta llegar a impedir la acción de Dios en el desarrollo de la vida de gracia o del ejercicio del amor. En línea paralela se encuentra “falta-culpa” y “falta-carencia”. A mayor falta, mayor carencia.

Falta-carencia. Carencia fundamentalmente de amor. Cuando el alma llega a cierto grado de vida espiritual, en la medida que vive más cerca de Dios, se hace más consciente de lo que le falta. Ya no le importa el penar del sentido “en el interior conoce una falta de un gran bien que con nada se puede medir” (N 2,13,4). Reconoce que la falta en recibir gracias no es debida a  Dios, sino en no “emplear las recibidas en su servicio” (N 2,19,4). Prefiere representar lo que le falta, antes que pedir a su parecer lo que no tiene (CB 2,8). Al corazón que ama “no le puede faltar tanta fatiga cuanta es la falta hasta que lo posea y se satisfaga” (CB 9,6). El sentir falta de amor, “es señal que tiene algún amor, porque por lo que tiene echa de ver lo que le falta” (CB 11,14).

Falta-culpa. Salta a la vista la importancia que concede a esta segunda, pues abarca posturas que, de darse, engendran situaciones privativas. Si en el camino hacia Dios hay falta de ejercicio en saberse negar de veras, “dándose a padecer por Cristo y aniquilarse en todo […], que es el total y raíz de las virtudes … es andar por las ramas y no aprovechar, aunque tengan altas consideraciones y comunicaciones como los  ángeles” (S 2,7,8).

Pero hablando de “falta”, como quebranto de una ley o de una responsabilidad, no pasa por alto el castigo que Dios aplica a quienes infligen la ley del amor o postergan su generosidad. Y esto incluso con aquellos que, confiados en el trato y virtud que tenían con Dios, descuidaron lo que sabían debían hacer (S 2,22,15). Igualmente, el Señor reprenderá a sus escogidos y amigos “en las faltas y descuidos que hayan tenido” (ib.).

La fina psicología y experiencia sanjuanista en los caminos de los espirituales advierte delicadamente cómo éstos, a pesar de pasarse grandes ratos en oración, de poner sus gustos en penitencias y ayunos y encontrar sus consuelos en las prácticas de los sacramentos y comunicar en las cosas divinas, tienen muchas faltas e  imperfecciones, porque “son movidos a estas cosas y ejercicios espirituales por el consuelo y gusto que allí hallan” (N 1,1,3). También observa que desean verse libres de tales faltas, pero “más por verse sin la molestia de ellas en paz que por Dios” (N 1,2,5). Tampoco faltan quienes tienen en poco sus faltas o se entristecen demasiado de verse caer en ellas, “pensando que ya habían de ser santos, y se enojan contra sí mismos con impaciencia, lo cual es otra imperfección” (Ib.). El remedio está en sufrir con humildad las faltas y en confiar en el Señor (N 1,2,8). Habría que concluir que a Dios le duele más la falta de confianza en El, que las faltas que pueda cometer el alma. La “falta-culpa” se remedia con la confianza, y la “falta-carencia” teniendo el corazón abierto al amor de Dios. “Jamás dejes de hacer las cosas por la falta de gusto o sabor que en ellas hallares, si conviene al servicio de Dios que ellas se hagan” (Ca 16).

Evaristo Renedo

Alegría

El grave Juan de la Cruz, el santo y doctor de las “nadas”, hasta iconográficamente parece ajeno a sensaciones determinadamente humanas y terrenas, como pudiera ser el concepto de alegre y de alegría. Sin embargo, la alegría está presente en J. de la Cruz, en su doble vertiente: alegría divina, desde luego; pero también alegría humana. Su vocabulario a este respecto ofrece la sorpresa de estas frecuencias registradas: Alegría, 70; contento, 90; fiesta, 27; recreaciones, 65; regalo, 110; ventura, 120; deleite, 450; gozo, 700: boda-esposos, 804. Solamente este repertorio verbal, que podría ensancharse con otros sinónimos, revela que el talante del sujeto que emplea esta nomenclatura es bien sensible al aspecto jubiloso y gratificante de la vida. Lo fue en efecto el carácter de San Juan de la Cruz. Lo vemos reflejado en su vida y en sus escritos.

a. En su vida

La existencia fue dura para Juan de Yepes, ciertamente: huérfano de padre desde su infancia; pobre de solemnidad toda su peregrinación humana, primero, por exigencias de índole familiar y luego, por las de la profesión religiosa; incomprendido, perseguido, encarcelado, y al fin crucificado con llagas con la doble crucifixión de cuerpo y alma.

Eso, no obstante, Juan mantuvo su condición serena y su apacible semblante a lo largo de sus 49 años. Por los caminos “iba cantando”; en los recreos, frailes y monjas no querían perderse sus dichos; con los novicios representaba comedias edificantes y amenas; en Navidad bailaba con el Niño Jesús en brazos; alegraba a los enfermos contándoles chistes; a los melancólicos los despedía consolados con un sonriente: “No sea bobo”; con “gran risa” contaba cómo se libró de una gitana de la Alhambra que le quería endosar “un hijo del gran milagro”. Hasta una liebre asustadiza se refugió bajo el hábito del Santo durante un incendio junto al convento de  La Peñuela. Gracioso episodio que ha quedado grabado en la estatua de San Juan de la Cruz que hoy se levanta en la ciudad de La Carolina, antigua Peñuela. De esta manera podrían multiplicarse las “gracias de la gracia” de Juan de Fontiveros.

b. En sus escritos

En el orden del espíritu, J. de la Cruz distingue dos tipos de alegría según la causa que la provoca. Una es alegría vana, la que suscitan los bienes temporales y es la alegría que ciega el corazón y que recriminó el Sabio, así como la que producen los sentidos, como el tacto (S 3,18, 5; 25, 6). De esta vana alegría puramente sensual trata poco el Santo. En cambio, se explaya regocijadamente sobre la alegría que viene de Dios y lleva a Dios, que él llama “alegría del espíritu” (CB 39,8). Esta alegría espiritual proviene de motivos sobrenaturales, como los ejercicios espirituales (S 1,11,5), la recepción de algunos sacramentos, como la comunión (N 1,4,2); también las  visiones hacen el mismo efecto (S 2,24,6). Sobre estas alegrías espirituales advierte el doctor para que no degeneren en algo no tan sobrenatural. Por otra parte, el simple mirar de Dios viste al mundo de alegría y hermosura (CB 6,1). Esta alegría divina es una experiencia que el alma lleva dentro de sí con gran contentamiento suyo (CB 1,7). Obviamente esta alegría profunda nace del amor y crece con el amor, de tal suerte que hasta en los terrores y aprietos y trabajos mantiene el alma en sí la alegría y gozo y se muestra alegre en la misma muerte (CB 16,6; 36,11; 11,10).

Es tal la alegría que el alma siente en Dios hecho su prisionero, que transmite y comunica su alegría a los demás (CB 31,10; 22,1). Del alma inmersa en la alegría de Dios escribe el Santo: “En este estado siempre el alma anda como de fiesta y trae un júbilo de Dios grande, como un cantar nuevo, siempre nuevo, envuelto en alegría y amor, en conocimiento de su feliz estado” (LlB 2,36). No sorprende que el papa Pablo VI incluyera a Juan de la Cruz en la encíclica “Gaudete in Domino” como santo emblemático de la alegría cristiana (AAS 67, 1975, 306-307).

BIBL. – JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, Florecillas de San Juan de la Cruz, Ediciones Paulinas, 1990; ISMAEL BENGOECHEA, La felicidad en San Juan de la Cruz, Miriam, Sevilla, 1988.

Ismael Bengoechea