Como para cualquier otro punto importante en la síntesis sanjuanista es punto obligado de referencia “la unión del alma con Dios”. La unión de amor evoca en seguida los dos protagonistas implicados en el camino espiritual: Dios y el hombre. Queda como base el triángulo: Dios, hombre y unión por transformación de amor.
Desde esta perspectiva de la unión de amor entre dos seres tan distantes entre sí, hay que abordar el tema de los apetitos, que aparece magníficamente tratado en los capítulos 3-13 del libro primero de la Subida del Monte Carmelo. Es necesario tener presente la concepción que el místico de Fontiveros tiene sobre el hombre si queremos percibir y enmarcar mejor el papel negativo y pernicioso que éstos juegan en el camino de la unión del alma con Dios.
A tal punto llega la destrucción, que pueden alejar al hombre de la “fuente que solamente los podía hartar, que es Dios” (S 3,9,7); y no solamente lo alejan de Dios, sino, lo que es peor, pueden llevar al hombre “hasta olvidar a Dios y poner el corazón, que formalmente debía poner en Dios, formalmente en el dinero, como si no tuviese otro dios” (S 3,19,8). De ahí que el Santo insista a menudo en que “el camino y subida para Dios sea un ordinario cuidado de hacer cesar y mortificar los apetitos” (S 1,5,6). Para él no hay unión posible sin mortificación o purificación de los apetitos. Es una exigencia intrínseca al camino de la unión: “Es suma ignorancia del alma pensar podrá pasar a este alto estado de unión con Dios si primero no vacía el apetito de todas las cosas naturales y sobrenaturales que le pueden impedir” (S 1,5,2); “Todo el negocio para venir a unión de Dios está en purgar la voluntad de sus afecciones y apetitos” (S 2,16,3).
I. Concepto sanjuanista de apetitos
El vocablo apetitos es muy frecuente en sus escritos. Aparece 579 veces. El místico carmelita no ofrece una definición de lo que son los apetitos. Al adentrarnos en la naturaleza de los apetitos nos topamos con un mundo complejo, polimorfo y ambiguo que J. de la Cruz nos presenta más por las consecuencias que acarrea al ser humano que por una definición clara y precisa. El siguiente texto no es propiamente una definición de los apetitos, pero puede ser iluminador como punto de partida: “Conviene, pues, saber que el apetito es la boca de la voluntad, la cual se dilata cuando con algún bocado de algún gusto no se embaraza ni ocupa; porque cuando el apetito se pone en alguna cosa, en eso mismo se estrecha, pues fuera de Dios todo es estrecho. Y así, para acertar el alma a ir a Dios y juntarse con él, ha de tener la boca de la voluntad abierta solamente al mismo Dios, vacía y desapropiada de todo bocado de apetito para que Dios la hinche y llene de su amor y dulzura, y estarse con esa hambre y sed de solo Dios, sin quererse satisfacer de otra cosa, pues Dios no le puede gustar como es; y lo que se puede gustar, si hay apetito, digo, también lo impide” (Ct a un carmelita descalzo, Segovia: 14.4.1589).
No siempre da a esta palabra el mismo significado. Unas veces emplea el término en singular y otras en plural. Unas veces lo usa en sentido negativo, otras tienen un claro matiz positivo: una afición, ansia, deseo verdadero de imitar a Cristo, de amarlo, de unirse a él y de guardar sus mandamientos (LlB 1,34; S 1,13,3; S 1,5,8; CB 1,19; CB 17,4).
El vocablo apetitos tiene para el místico Doctor, en la mayoría de los casos, claras connotaciones negativas. Se refiere con esta expresión a inclinaciones, desordenadas de la afectividad, a apegos, asimientos, deseos, imperfecciones habituales que desvían al hombre de su capacidad de amar y le impiden la unión con Dios. El Santo se está refiriendo a “una común costumbre de hablar mucho, un asimientillo a alguna cosa que nunca acaba de querer vencer, así como a persona, a vestido, a libro, celda, tal manera de comida y otras conversacioncillas y gustillos en querer gustar de las cosas, saber y oír y otras semejantes” (S 1,11,4). Más explícito es en el Cántico refiriéndose a los apetitos o hábitos de imperfecciones: “Los cuáles hábitos pueden ser, como propiedad y oficio que tiene de hablar cosas inútiles, y pensarlas y obrarlas también … Suele tener otros apetitos con que sirve al apetito ajeno, así como ostentaciones, cumplimientos, adulaciones, respetos, procurar parecer bien y dar gusto con sus cosas a las gentes, y otras cosas muchas inútiles con que procura agradar a la gente empleando en ella el cuidado y el apetito y la obra, y finalmente el caudal del alma” (CB 28,7). Todo esto crea dispersión del caudal del alma y “tanto daño para poder crecer e ir adelante en virtud” (S 1,11,4).
Por los daños que producen en el alma podemos apreciar su gravedad: paralizan totalmente el dinamismo del amor. Son, por tanto, tendencias ególatras que desvían al hombre de su centro que, es Dios, y le impiden vivir su vida según el principio operativo que le ha sido donado, es decir, según el Espíritu Santo que habita en su interior.
Con el acertado ejemplo del ave y el hilo, de la rémora y la nao el Santo nos hace caer en la cuenta de la consecuencia tan nefasta que se sigue de no mortificar los apetitos: imposibilidad de progresar en el camino de la unión, llegando a un estancamiento, e incluso a “volver atrás”. Anquilosándose en modos de “ser” y de obrar que lo evaden de su ser esencial. He aquí las autorizadas palabras del místico de Fontiveros: “Porque eso me da que una ave esté asida a un hilo delgado que a un grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como el grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil que es, si no le quiebra, no volará. Y así es el alma que tiene asimiento en alguna cosa, que, aunque más virtud tenga, no llegará a la libertad de la divina unión. Porque el apetito y asimiento del alma tienen la propiedad que dicen tiene la rémora con la nao, que con ser un pez muy pequeño, si acierta a pegarse a la nao, la tiene tan queda, que no la deja llegar al puerto ni navegar. Y así es lástima ver algunas almas como unas ricas naos cargadas de riquezas, y obras, y ejercicios espirituales, y virtudes, y mercedes que Dios las hace, y por no tener ánimo para acabar con algún gustillo, o asimiento, o afición –que todo es uno–, nunca van adelante, ni llegan al puerto de la perfección, que no estaba en más que dar un buen vuelo y acabar de quebrar aquel hilo de asimiento o quitar aquella pegada rémora de apetito” (S 1,11,4).
Para J. de la Cruz no importa que los apetitos sean pequeños o grandes, por mínimos que sean están impidiendo la unión con Dios. Y por tanto desviando al hombre de su verdadero fin, haciéndolo esclavo y cerrándole la dimensión trascendente de su existencia. Si la persona quiere alcanzar el fin para el que ha sido creada debe saber que no puede unirse a Dios por ninguno de los apetitos. Ha de purificarse de esa tendencia egocéntrica, del gusto de poseer que busca apropiarse de las cosas y hasta de Dios si fuera posible.
Este espíritu de propiedad lo aleja de Dios, de ahí la necesidad de un desprendimiento afectivo y efectivo radical que lo disponga para la unión con Dios. J. de la Cruz está plenamente convencido de que la primera tarea del hombre que busca a Dios es liberarse del dominio de sus afectos y asimientos desordenados. No hay posibilidad de unión con Dios sin este paso previo “por cuanto no pueden caber dos contrarios, según dicen los filósofos, en un sujeto… y afición de Dios y afición de criatura son contrarios, y así, no caben en una voluntad afición de criatura y afición de Dios… Por tanto, así como en la generación natural no se puede introducir una forma sin que primero se expela del sujeto la forma contraria que precede, la cual estando, es impedimento de la otra, por la contrariedad que tienen las dos entre sí, así, en tanto que el alma se sujeta al espíritu sensual, no puede entrar en ella el espíritu puro espiritual” (S 1, 6,2-3).
II. Tipos de apetitos y sus efectos
J. de la Cruz divide los apetitos en voluntarios e involuntarios. Los que a él más le preocupan son los voluntarios ya que hay consentimiento de la voluntad. Estos pueden ser de pecado mortal, de pecado venial e imperfecciones. Ciertamente que no todos los voluntarios perjudican lo mismo. Unos son más graves que otros, pero absolutamente de “todos ha el alma de carecer para venir a esta total unión” (S 1,11,2).
Los involuntarios o “apetitos naturales”, que define como “aquellos en que la voluntad racional antes ni después tuvo parte” (S 1,11,2), no preocupan al místico Doctor, bien porque el hombre no los consiente, o porque “no pasan de ser primeros movimientos … ningún mal … causan al alma” ( S 1,12,6), ni le impiden la unión.
Lo que más le interesa al Santo al tratar de los apetitos son los efectos que causan en el hombre al crear en él un bloqueo permanente de la vida espiritual. Dedica a presentar los efectos que éstos producen los capítulos 6 al 10 del primer libro de la Subida. La amplitud en la exposición del tema demuestra su inquietud por esta realidad existente en el hombre. Dado que los apetitos tienen connotaciones negativas, los efectos que producen cuando se ejecutan desordenadamente son también negativos. Por eso nos habla el Santo de daños.
Dos son los daños principales que estos afectos desordenados causan en el hombre: uno privativo y otro positivo.
El privativo impide vivir al ser humano la vida de la gracia; el principal mal que causan es “resistir al Espíritu de Dios” (S 1,6,4). El segundo daño que causan lo describe J. de la Cruz con palabras que producen en el lector un vivo impacto y lo conciencian de la gravedad de los apetitos: cansan, atormentan, afligen, oscurecen, ensucian, entibian, enflaquecen y llagan. Ambos daños –privativo y positivo– se producen en el hombre cada vez que sigue sus impulsos desordenados.
Estas inclinaciones desordenadas tienen la propiedad de no quedar nunca satisfechas, siempre buscan novedad, hartura, saciedad. Pero jamás llegarán a ello, pues en vez de mortificarlas y educarlas para que recojan su fuerza en el único que las puede colmar, “se apacientan de lo que les causa más hambre” (S 1,6,7), con lo cual traen siempre al alma cansada y fatigada con sus continuas y desviadas exigencias que la empujan ansiosamente hacia una satisfacción quimérica. Se queda como el que abre la boca para hartarse y se la llena de viento (S 1,6,6).
Muy triste es para el Santo ver que el hombre creado para Dios y con capacidad de infinito (CB 39,7) vive cansado y fatigado por poner su afición en “cosa que cae debajo de nombre de criatura” (S 1,6,1), ya que en la medida que el apetito toma cuerpo, se rebaja el hombre en su dignidad y decrece su capacidad de comunión con Dios: “Cuanto aquel apetito tiene más de más entidad en el alma, tiene ella de menos capacidad para Dios” (S 1,6,1).
Otra manera de daño positivo que los apetitos engendran en el alma es que la “atormentan y afligen”. Los apetitos, que son enemigos del alma, se comportan como tales atormentando y afligiendo a quien cae en sus redes. Con el acoso indiscriminado de sus atractivas, pero engañosas demandas, someten al hombre a la tiranía de una cadena interminable de exigencias compensatorias que le producen ansiedad y hastío.
Al ser ciegos, en el sentido de irracionales, producen ceguera y oscurecimiento en la razón “y no da lugar para que ni el sol de la razón natural ni el de la Sabiduría de Dios sobrenatural la embista e ilustren de claro” (S 1,8,1). Al quedar el entendimiento oscuro y ciego, la persona se incapacita para reconocer la verdad, para discernir lo que más le conviene y para llegar al conocimiento de las cosas de Dios. Esto se produce porque el entendimiento se entorpece, enrudece y desordena en su debida operación. El hombre que es una “hermosísima y acabada imagen de Dios” (S 1,9,1), se ensucia y mancha cuando pone sus afectos en algo para lo que no han sido creados, ya que se hace tan bajo como aquello en lo que pone su apetito, quedando su alma “más negra que los carbones” (S 1,9,2).
Todos estos efectos dañinos que producen los apetitos en el hombre, que a ellos se entrega, apuntan hacia una misma dirección, es decir, desvían al hombre de su capacidad de amar, merman y hacen estragos en su estructura óntica y psicológica, desparramando la fuerza de su ser y algo tan esencial como es su estructura dialogal. La “pobre alma” que se guía por sus apetitos se hace desgraciada para consigo misma, seca para la relación con los prójimos y pesada y perezosa para las cosas de Dios (S 1,10,4).
El Santo en estos capítulos de la Subida, al tener como objetivo primordial poner de relieve los daños que los apetitos causan en el alma, no trata apenas de los provechos que trae al alma su mortificación. No lo cree necesario, porque fácilmente se percibe que los provechos son los contrarios a los daños ya enumerados. He aquí sus palabras: “Antes le causan los provechos contrarios; porque en tanto que los resiste, gana fortaleza, pureza, luz y consuelo y muchos bienes” (S 1,12,6).
III. Degradación progresiva
Los apetitos degradan al hombre y además esa degradación es progresiva, porque el apetito nunca está satisfecho, y “cuando se ejecuta, es dulce y parece bueno, pero después se siente amargo efecto” (S 1,12,5). En un primer momento el hombre que sigue el impulso de sus apetitos no mortificados, comienza a desviarse del fin para el que ha sido creado. El que ha sido creado para vivir en una relación de amor, vive de forma egocéntrica orientado por el gusto y el afán de poseer. Se produce una desviación del objeto amado. Esta desviación del amor lo iguala y rebaja al nivel del objeto amado, ya que el amor iguala y somete el amante al amado.
Como consecuencia el ser humano vive descentrado, fuera de su centro que es Dios. Al perder el norte de su existencia vive desorientado y extraviado. La desorientación, el progresivo oscurecimiento del entendimiento y la debilitación de la voluntad van provocando un acelerado alejamiento de Dios, llegando “a apartarse de las cosas de Dios y santos ejercicios y no gustar de ellos, porque gusta de otras cosas y va dándose a muchas imperfecciones e impertinencias y gozos y vanos gustos” (S 3,19,6), e incluso siente el hombre “tedio grande y tristeza de las cosas de Dios, hasta venirlas a aborrecer” (S 3,22,2). En esta situación se vive “gran tibieza en las cosas espirituales y cumplir muy mal con ellas, ejercitándolas más por cumplimiento o por fuerza, o por el uso que tienen en ellas, que por razón de amor” (S 3,19,6).
Por último, Dios es borrado del horizonte de su existencia, es postergado por sus gustos e impulsos desordenados. Dios es suplantado, y la persona polariza todas sus energías hacia el ídolo que se ha creado. Dios que no consiente “a otra cosa morar consigo en uno” (S 1,5,8), ha quedado totalmente anulado. El hombre ha caído en la idolatría que le empujará a ir “de tiniebla en tiniebla” (LlB 3,71).
He aquí algunos textos en los que J. de la Cruz que ilustran lo dicho: “El tercer grado de este daño privativo es dejar a Dios del todo, no curando de cumplir su ley por no faltar a las cosas y bienes del mundo, dejándose caer en pecados mortales por la codicia” (S 3,19,7). “Y alejóse de Dios, su salud … por causa de los bienes temporales, viene el alejarse mucho de Dios el alma … olvidándose de él mismo como si no fuera su Dios; lo cual es porque ha hecho para sí dios el dinero y bienes temporales … llega hasta olvidar a Dios y poner el corazón, que formalmente debía poner en Dios, formalmente en el dinero, como si no tuviese otro dios” (S 3,19,8). “…sirven al dinero y no a Dios y se mueven por el dinero y no por Dios, poniendo delante el precio y no el divino valor y premio, haciendo de muchas maneras el dinero su principal dios y fin, anteponiéndole al fin último, que es Dios” (S 3,19,9).
IV. Reeducación de los apetitos
Es idea fundamental del Santo a lo largo de la Subida que “todo el negocio para venir a unión con Dios está en purgar” (S 3,16,3) la voluntad de sus afecciones y apetitos desordenados. El camino de la unión conlleva la mortificación de los apetitos. Esta negación comienza cuando el alma anda “con ansias en amores inflamada… Porque para vencer todos los apetitos y negar los gustos de todas las cosas, con cuyo amor y afición se suele inflamar la voluntad para gozar de ellos, era menester otra inflamación mayor de otro amor mejor, que es el de su Esposo, para que, teniendo su gusto y fuerza en éste, tuviese valor y constancia para fácilmente negar todos los otros. Y no solamente era menester para vencer la fuerza de los apetitos sensitivos tener amor de su Esposo, sino estar inflamada de amor y con ansias” (S 1,14,2). La negación de los apetitos tiene como objetivo primordial crear espacios de libertad que plenifican a la persona. Se comienza la reeducación de la sensibilidad y afectividad del ser humano partiendo de una experiencia positiva, de un caer en la cuenta (CB 1,1), de un amor mayor que exige totalidad pero que da plenitud.
En los primeros capítulos de la Subida, J. de la Cruz ha querido dejar claro, que el hombre tiene necesidad absoluta de mortificar los apetitos si quiere llegar en breve a la unión. Por eso en el capítulo 13 propone unos avisos “provechosos y eficaces” para que la persona ponga lo que está de su parte para reeducar o enderezar sus impulsos desordenados.
Existen medios para vencer de forma activa los apetitos y orientar la fortaleza del alma que consiste en sus potencias, pasiones y apetitos enderezados por la voluntad hacia Dios, quedando desviada de todo lo que no es Dios; “entonces guarda la fortaleza del alma para Dios, y así viene a amar a Dios de toda su fortaleza” (S 3,16,2). El medio más importante que propone el Santo es la consideración e imitación de Cristo: “Traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo” (S 1,13,3), conformándose con su vida, tratando de “haberse en todas las cosas como se hubiera él” (S 1,13,3). Otro es la renuncia de todo gusto de los sentidos para quedarse “vacío de él por amor a Jesucristo” (S 1,13,4).
Insiste también en la necesidad de mortificar la concupiscencia, y de inclinarse a lo que menos gusta, a lo más dificultoso, etc. Cuando el Santo aconseja: “Procure siempre inclinarse: no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso; no a lo más sabroso, sino a lo más desabrido”, es consciente de que la virtud no se improvisa, no es algo espontáneo en el ser humano, se requiere un ejercicio que, realizado desde una opción libre, va creando y fortaleciendo en la voluntad hábitos operativos buenos. Estos medios parecen exagerados e inhumanos en una primera lectura del texto, pero si tenemos en cuenta la dimensión teologal y cristológica desde la que nuestro autor habla, comprenderemos el auténtico sentido y alcance de cuanto afirma.
Mortificar los apetitos no quiere decir para J. de la Cruz aniquilarlos, pues son una energía esencial del ser humano sin la cual no podría tender a su plenitud como persona. El Santo lo que propone es una reeducación de éstos para que toda la “fortaleza del alma”, que consiste en sus potencias, pasiones y apetitos, enderezada en Dios por la voluntad se guarde para Dios.
Como última regla coloca los versos del Montecillo, donde a cada paso resuenan dos palabras claves: todo y nada. Tienen su razón de ser. El ejercicio de renuncia nunca es para el Santo un fin en sí mismo, sino un medio o camino para combatir las inclinaciones desordenadas y crecer en conformidad con Cristo guiándonos más por la razón y los valores evangélicos que por los instintos y operaciones desordenadas. La negación de apetitos, que es noche del sentido activa, brota de la vida teologal y abre la posibilidad de acceder a una mayor comunión con Dios. No postula el místico de Fontiveros un vaciarse por vaciarse, sino un vaciarse para llenarse de lo único que puede saciar el corazón del hombre: Dios.
V. Interpretaciones modernas del término sanjuanista
Dado el poco uso que tiene este vocablo en nuestro lenguaje actual se hace difícil captar la densidad de significado que el término tiene en los escritos sanjuanistas. Creo por ello conveniente presentar algunas relecturas sobre los apetitos propuestas por estudiosos del Santo, con el fin de acercarnos con un lenguaje más actual al verdadero sentido y alcance de esta palabra.
Casi todos coinciden en señalar que los apetitos no se deben entender en sentido de pecado, sino más bien como impulsos desordenados de la afectividad que tergiversan la relación del hombre consigo mismo, con los demás y con Dios, y obstaculizan el desarrollo de la vida espiritual produciendo una lenta y constante degradación en el organismo espiritual.
Según F. Ruiz los apetitos no son pecado en sí mismos, sino un despilfarro y “desviación del amor … Su enorme importancia en las páginas de la Subida es de orden teologal más que moral. Los apetitos no son potencias particulares, sino categoría dinámico-moral; son movimientos o tendencias afectivas con valoración o connotación moral negativa. Son reflejo visible del desorden que anida en el ser del hombre” (Introducción a Subida del Monte Carmelo, en Obras completas, ed. de Espiritualidad, Madrid 1993, p. 159).
Más incisiva la apreciación Fabrizio Foresti: “El apetito tal como nos lo presenta el Santo, es un impulso irracional que mueve al hombre a satisfacer sus necesidades exclusivamente por el placer que experimenta. El que es esclavo del apetito come, toca, ve, siente sólo por la satisfacción que comporta; los verdaderos valores para él son aquellos que son capaces de procurarle este tipo de satisfacción. Por ellos vive; ellos son, en su conjunto, el valor hacia el cual él orienta su vida; ellos son en la práctica su dios. San Juan de la Cruz presenta el apetito precisamente en la perspectiva de un valor polarizante y tendencialmente absoluto. Todo apetito, aunque sea pequeño, en cuanto expresión de una tendencia desordenada inscrita en el hombre, tiende a poner como valor monopolizante la esfera afectivo-volitiva de la persona. Cada apetito es potencialmente un ídolo” (“Le radici della Salita del Monte Carmelo di S. Giovanni della Croce”, en Carmelus 28, 1981, p. 15). Según este autor los apetitos no sólo son una fuerza irracional que mueve al hombre a satisfacer sus necesidades únicamente por el placer que consigue, sino que además son una forma de idolatría. Documenta cómo el Santo recoge textos del Antiguo Testamento que hacen referencia a los ídolos y los aplica a los apetitos.
Sugestiva es también la aportación de Fernando Urbina, que trata de expresar el significado de apetitos con un vocablo más cercano a nuestra cultura y mentalidad. Usa la palabra fijación. No pretende decir el autor que exista una coincidencia plena entre ambas expresiones. Fijación no agota la riqueza de apetitos. Pero sí que, por la “homología de función” que se da entre ambos, nos ayuda a comprender y a expresar con un lenguaje más actual lo que Juan de la Cruz pretende significar con el término apetitos.
Claramente se percibe la “homología de función” a través de este texto del autor: “En el psicoanálisis la ‘fijación’ es una posibilidad en el desarrollo psíquico que tiene una función inmovilizadora del dinamismo afectivo, deteniéndolo en una etapa infantil y comprometiendo así, gravemente, el equilibrio, expansión y plenitud de la vida. En san Juan de la Cruz el ‘apetito’ tiene la función paralizadora de la potencia afectiva reteniéndola en una etapa que el autor llama con frecuencia con la metáfora de la infancia, e impidiendo el avance, expansión y plenitud de la vida espiritual” (Comentario a Noche oscura del espíritu y la Subida al Monte Carmelo de San Juan de la Cruz, Marova, Madrid 1982, p. 35).
Para Urbina, el Santo, con el término apetitos se refiere a una “estructura fundamental” del ser humano, que repite casi en cada página de sus escritos: “Se trata de una estructura de repliegamiento, atadura y “fijación” a las cosas, los gestos, los actos, y al yo mismo del sujeto, que representa el obstáculo fundamental en el proceso del avance hacia la plenitud divina. El quebrar esta estructura básica de atadura es el acto básico de liberación, expresado vivamente en la imagen del pájaro que no vuela hasta que no rompe el hilo grueso o fino que le ata” (ib. p. 35).
Siguiendo en línea psicológica otro autor considera que lo que J. de la Cruz llama apetitos es una “fuente de energía y acción que es la impulsividad”, pero esta fuerza que en principio es positiva y construye a la persona impulsándola a realizar sus necesidades esenciales, se puede convertir en algo negativo equiparable a la adición. Al hacernos adictos a algo o a alguien nos atamos, nos alienamos y nos convertimos en su “esclavo y cautivo”.
Para L. J. González la “adición entraña una forma de enamoramiento. Igual que éste, concentra nuestro amor totalizante en un ser relativo que no es, como el Todo, el verdadero Absoluto de nuestra existencia. Por consiguiente, nuestros pensamientos, sentimientos, deseos y acciones se mueven en torno a lo relativo como si fuera el Absoluto. Estamos pervirtiendo la realidad y, por ende, la vida misma” (Plenitud humana con San Juan de la Cruz, México 1990, p. 138).
Ciertamente que esa fuerza impulsiva de los apetitos recogida y orientada hacia el fin más noble para el que el ser humano ha sido creado, le facilitaría y capacitaría para alcanzar su objetivo. Por este breve recorrido entorno a las relecturas modernas del término “apetitos” en J. de la Cruz, se percibe que todos tienen los autores tienen algo en común. Fijación, adición, ídolos, impulsos desordenados, ponen de manifiesto la paralización de la vida del Espíritu en el hombre y, por tanto, su degradación y deshumanización. El hombre se hace esclavo, pierde su libertad y cae en una situación permanente que le incapacita para ponerse de pie con todas sus posibilidades y su dignidad.
VI. Los apetitos, dinamismo contrario al espíritu
Los daños de los apetitos afectan, según el Santo, a tres planos del ser humano: plano teologal, plano psicológico y plano moral. En el plano psicológico porque tergiversan el funcionamiento natural de las operaciones del hombre, en el plano moral porque lo arrastran a abusos y pecados, y en el plano teologal porque resistiendo al “Espíritu de Dios” le impiden vivir la vida de la gracia, o, lo que es lo mismo, la amistad con Dios a la que está llamado por vocación.
Existen en los escritos sanjuanistas una serie de textos que por el contexto en el que están situados dan pie para interpretarlos en clave pneumatológica, y presentar los apetitos como destructores de la vida del Espíritu que el hombre está llamado a vivir. La destrucción que provocan los apetitos no mortificados llega a tal punto que “matan al alma en Dios” (S 1,10,3).
De la no mortificación de los apetitos se sigue una vida según la carne, sensual y animal. De la negación de las afecciones desordenadas “con la fuerza y virtud del Espíritu Santo” (LlB 2, 34) se sigue una vida y obrar nuevos. El que se deja llevar del ejercicio de los sentidos y de la fuerza de la sensibilidad lo llama hombre animal “que no percibe las cosas de Dios, y a esotro que levanta a Dios la voluntad llama espiritual, y que éste penetra y juzga todo hasta los profundos de Dios” (S 3,26,4).
Fundamentado en la antítesis paulina carne-espíritu, J. de la Cruz no duda en afirmar que el hombre que niega sus apetitos se dispone para recibir el “Espíritu de Dios” y para llevar a plenitud el don de su filiación divina. Convirtiéndose en una criatura nueva, redimensionada en su ser y obrar conforme a Cristo.
El que sigue el impulso de sus tendencias desordenadas se degrada a sí mismo haciéndose hombre carnal, que, dando muerte a la vida espiritual, vive vida animal y se incapacita para las cosas de Dios. “Es de saber que lo que aquí el alma llama muerte es todo el hombre viejo, que es el uso de las potencias: memoria entendimiento y voluntad, ocupado y empleado en cosas del siglo y los apetitos en gustos de criaturas. Todo lo cual es ejercicio de vida vieja, la cual es muerte de la nueva, que es la espiritual, en la cual no podrá vivir el alma perfectamente si no muriere también perfectamente al hombre viejo, como el apóstol lo amonesta diciendo que desnuden el hombre viejo y se vistan el hombre nuevo, que según Dios es criado en justicia y santidad. En la cual vida nueva…todos los apetitos del alma y sus potencias según sus inclinaciones y operaciones, que de suyo eran operación de muerte y privación de la vida espiritual, se truecan en divinas” (LlB 2, 33).
Este es el verdadero destino y vocación del hombre: participar en la vida divina; para ello Dios nos ha donado su Espíritu que nos capacita para vivir como hijos. Pero cuando el alma se “sujeta al espíritu sensual, no puede entrar en ella el espíritu puro espiritual” (S 1,6,2). Se entristece el Santo de que el hombre que ha sido levantado por gracia a comer “con su Padre a la mesa y de su plato, que es apacentarse de su espíritu” (S 1,6,2), por cebar sus apetitos en las criaturas es como los canes que comen las migajas que caen de la mesa en vez de comer “a la mesa del espíritu increado de su Padre” (S 1,6,3).
Los apetitos, como ya hemos indicado, resisten al “Espíritu de Dios” y privan al ser humano de la gracia, de la dimensión teologal de su existencia, y lo dejan descontento y desabrido, ya que “no puede entrar esta hartura increada en el alma si no echa primero esotra hambre criada del apetito del alma; pues como habemos dicho, no pueden morar dos contrarios en un sujeto, los cuales en este caso son hambre y hartura” (S 1,6,3).
Querer caminar por la vía del Espíritu, tratar de vivir según ese principio operativo que nos ha sido donado, y dejarse llevar de los apetitos son dos caminos antagónicos. Por su dinámica intrínseca, los apetitos, dificultan la vida espiritual y casi la imposibilitan creando una total confusión: “Un leve apetito y ocioso acto que tenga el alma, basta para impedirla todas estas grandezas divinas que están después de los gustos y apetitos que el alma quiere … ¡Oh, quién pudiera decir aquí cuán imposible le es al alma que tiene apetitos juzgar las cosas de Dios como ellas son! Porque para acertar a juzgar las cosas de Dios, totalmente se ha de echar el apetito y gusto afuera y no las ha de juzgar con él, porque infaliblemente vendrá a tener las cosas de Dios por no de Dios, y las no de Dios por de Dios” (LlA 3,64).
Vivir según “la vida del alma, que es el Espíritu Santo” (LlB 3,62) requiere enderezar hacia Dios todos los apetitos desordenados. Así se truecan en la fuerza del hombre para amar a Dios sobre todas las cosas: “Y todo este causal de tal manera está empleado y enderezado a Dios, que, aun sin advertencia del alma, todas las partes que habemos ducho de este caudal, en los primeros movimientos se inclinan a obrar en Dios y por Dios; porque el entendimiento, la voluntad y memoria se van luego a Dios, y los afectos, los sentidos, los deseos y apetitos, la esperanza, el gozo y, luego, todo el caudal de prima instancia se inclina a Dios, aunque, como digo, no advierta el alma que obra por Dios” (CB 28,5).
Conclusión. Los apetitos fortaleza del hombre
La mortificación de los apetitos es para el alma, según el Santo, noche oscura, “porque privándose el alma del gusto del apetito en todas las cosas, es quedarse como a oscuras y sin nada” (S 1,7,1). El hombre tiene absoluta necesidad de pasar por esta noche si quiere llegar a la unión con Dios.
El camino de la unión es camino de renuncia y negación de apetitos, pues son éstos los que impiden a la persona enderezar el afecto y amor hacia Dios. Hay que negar todo lo que sea contrario o no conforme al amor de Dios. La noche, que es mortificación de los apetitos, es al mismo tiempo actitud y camino teologal; caminar en fe, esperanza y caridad es lo único que sirve al alma de medio proporcionado para unirse con Dios, y al mismo tiempo le hace no pararse en nada que sea menos que El.
Para J. de la Cruz la mortificación de los apetitos no es cuestión de algún que otro acto esporádico, sino que hay que llegar con una actitud seria y definida hasta la causa que los produce. Para él, la negación de los apetitos excede los límites de la noche activa del sentido y se extiende a todo el itinerario espiritual. Pero no será el hombre el que con su sólo esfuerzo llegue a liberarse de los apetitos, sino que será Dios el que por la noche pasiva del espíritu purifique al hombre en su raíz.
Nuestro autor deja claro, al tratar de la mortificación de los apetitos, que no pretende una desvalorización de las cosas o de las criaturas, sino “la desnudez del gusto y apetito de ellas”. El problema para él no son los sentidos, ni las cosas, ni las criaturas, sino el modo de relacionarse con ellas que el hombre adopta, “porque no ocupan al alma las cosas de este mundo ni la dañan, pues no entra en ellas, sino la voluntad y apetito de ellas que moran en ella” (S 1,3,4).
El término apetitos engloba todas las interpretaciones que en las páginas anteriores hemos expuesto: tendencias afectivas desordenadas, impulsos irracionales, idolatría, fijación y adición. Pero no lo agotan. Es mucho más rico y sugerente el término sanjuanista. Por último, en lo que fray Juan de la Cruz insiste más, es en que cuando están purificados se convierten en la “fortaleza del alma” con la que el hombre amará a Dios con todas sus fuerzas y con todo su ser: “Mi fortaleza guardaré para ti, esto es toda la habilidad y apetitos y fuerzas de mis potencias … Según esto, en alguna manera se podría considerar cuánta y cuán fuerte podrá ser esta inflamación de amor en el espíritu, donde Dios tiene recogidas todas las fuerzas, potencias y apetitos del alma, así espirituales como sensitivas, para que toda esta armonía emplee sus fuerzas y virtud en este amor, y así venga a cumplir de veras con el primer precepto, que, no desechando nada del hombre ni excluyendo cosa suya de este amor, dice (Dt 6, 5): Amarás a tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu mente, y de toda tu alma y de todas tus fuerzas” (N 2,11,4-5; CB 28).
Los apetitos y afectos desordenados brotan de la voluntad y de las pasiones del hombre. Cuando estas afecciones están “desenfrenadas” producen todo tipo de vicios e imperfecciones, pero cuando están “ordenadas y compuestas” brotan todas las virtudes. En los altos estados de la unión con Dios sólo le queda al alma el apetito de ver a Dios como es: “El alma en este estado no tiene ya ni afectos de voluntad, ni inteligencias de entendimiento, ni cuidado ni obra alguna que todo no sea inclinado a Dios, junto con sus apetitos, porque está como divina, endiosada, de manera que aun hasta los primeros movimientos no tiene contra lo que es la voluntad de Dios” (CB 27,7). A estos niveles “ya sólo es apetito de Dios” (LlB 2, 34).
BIBL. — JESÚS MUÑOZ, ”Los apetitos según San Juan de la Cruz”, en Manresa 14 (1942) 328339; MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN, Éxtasis y purificación del deseo, Institución Gran Duque de Alba, Ávila 1991, 86-94; FEDERICO RUIZ, Introducción a San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1968, 581-585; FERNANDO URBINA, Comentario a Noche oscura del espíritu y la Subida al Monte Carmelo de S. Juan de la Cruz, Marova, Madrid 1982, p. 32-41; JOSÉ DAMIÁN GAITÁN, Negación y plenitud en San Juan de la Cruz, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1995, p. 137145; MIGUEL F. DE HARO IGLESIAS, “Los apetitos: ¿Tendencias desordenadas o fortaleza del hombre”, en Letras de Deusto 21 (1991) 249-262; ALFONSO BALDEÓN, El hombre: una pasión de amor. Comprender la vida desde San Juan de la Cruz, Monte Carmelo, Burgos 1991, p. 41-63.
Miguel F. de Haro Iglesias