Apetitos

Como para cualquier otro punto importante en la síntesis sanjuanista es punto obligado de referencia “la unión del alma con Dios”. La  unión de amor evoca en seguida los dos protagonistas implicados en el camino espiritual: Dios y el hombre. Queda como base el triángulo:  Dios,  hombre y unión por transformación de amor.

Desde esta perspectiva de la unión de amor entre dos seres tan distantes entre sí, hay que abordar el tema de los apetitos, que aparece magníficamente tratado en los capítulos 3-13 del libro primero de la Subida del Monte Carmelo. Es necesario tener presente la concepción que el místico de Fontiveros tiene sobre el hombre si queremos percibir y enmarcar mejor el papel negativo y pernicioso que éstos juegan en el camino de la unión del alma con Dios.

A tal punto llega la destrucción, que pueden alejar al hombre de la “fuente que solamente los podía hartar, que es Dios” (S 3,9,7); y no solamente lo alejan de Dios, sino, lo que es peor, pueden llevar al hombre “hasta olvidar a Dios y poner el corazón, que formalmente debía poner en Dios, formalmente en el dinero, como si no tuviese otro dios” (S 3,19,8). De ahí que el Santo insista a menudo en que “el camino y subida para Dios sea un ordinario cuidado de hacer cesar y mortificar los apetitos” (S 1,5,6). Para él no hay unión posible sin  mortificación o  purificación de los apetitos. Es una exigencia intrínseca al camino de la unión: “Es suma ignorancia del alma pensar podrá pasar a este alto estado de unión con Dios si primero no vacía el apetito de todas las cosas naturales y sobrenaturales que le pueden impedir” (S 1,5,2); “Todo el negocio para venir a unión de Dios está en purgar la voluntad de sus afecciones y apetitos” (S 2,16,3).

I. Concepto sanjuanista de apetitos

El vocablo apetitos es muy frecuente en sus escritos. Aparece 579 veces. El místico carmelita no ofrece una definición de lo que son los apetitos. Al adentrarnos en la naturaleza de los apetitos nos topamos con un mundo complejo, polimorfo y ambiguo que J. de la Cruz nos presenta más por las consecuencias que acarrea al ser humano que por una definición clara y precisa. El siguiente texto no es propiamente una definición de los apetitos, pero puede ser iluminador como punto de partida: “Conviene, pues, saber que el apetito es la boca de la voluntad, la cual se dilata cuando con algún bocado de algún gusto no se embaraza ni ocupa; porque cuando el apetito se pone en alguna cosa, en eso mismo se estrecha, pues fuera de Dios todo es estrecho. Y así, para acertar el alma a ir a Dios y juntarse con él, ha de tener la boca de la voluntad abierta solamente al mismo Dios, vacía y desapropiada de todo bocado de apetito para que Dios la hinche y llene de su amor y dulzura, y estarse con esa hambre y sed de solo Dios, sin quererse satisfacer de otra cosa, pues Dios no le puede gustar como es; y lo que se puede gustar, si hay apetito, digo, también lo impide” (Ct a un carmelita descalzo, Segovia: 14.4.1589).

No siempre da a esta palabra el mismo significado. Unas veces emplea el término en singular y otras en plural. Unas veces lo usa en sentido negativo, otras tienen un claro matiz positivo: una afición, ansia, deseo verdadero de imitar a Cristo, de amarlo, de unirse a él y de guardar sus mandamientos (LlB 1,34; S 1,13,3; S 1,5,8; CB 1,19; CB 17,4).

El vocablo apetitos tiene para el místico Doctor, en la mayoría de los casos, claras connotaciones negativas. Se refiere con esta expresión a inclinaciones, desordenadas de la afectividad, a  apegos, asimientos, deseos, imperfecciones habituales que desvían al hombre de su capacidad de amar y le impiden la unión con Dios. El Santo se está refiriendo a “una común costumbre de hablar mucho, un asimientillo a alguna cosa que nunca acaba de querer vencer, así como a persona, a vestido, a libro, celda, tal manera de comida y otras conversacioncillas y gustillos en querer gustar de las cosas, saber y oír y otras semejantes” (S 1,11,4). Más explícito es en el Cántico refiriéndose a los apetitos o hábitos de imperfecciones: “Los cuáles hábitos pueden ser, como propiedad y oficio que tiene de hablar cosas inútiles, y pensarlas y obrarlas también … Suele tener otros apetitos con que sirve al apetito ajeno, así como ostentaciones, cumplimientos, adulaciones, respetos, procurar parecer bien y dar gusto con sus cosas a las gentes, y otras cosas muchas inútiles con que procura agradar a la gente empleando en ella el cuidado y el apetito y la obra, y finalmente el caudal del alma” (CB 28,7). Todo esto crea dispersión del caudal del alma y “tanto daño para poder crecer e ir adelante en virtud” (S 1,11,4).

Por los daños que producen en el alma podemos apreciar su gravedad: paralizan totalmente el dinamismo del amor. Son, por tanto, tendencias ególatras que desvían al hombre de su centro que, es Dios, y le impiden vivir su vida según el principio operativo que le ha sido donado, es decir, según el  Espíritu Santo que habita en su interior.

Con el acertado ejemplo del ave y el hilo, de la rémora y la nao el Santo nos hace caer en la cuenta de la consecuencia tan nefasta que se sigue de no mortificar los apetitos: imposibilidad de progresar en el camino de la unión, llegando a un estancamiento, e incluso a “volver atrás”. Anquilosándose en modos de “ser” y de obrar que lo evaden de su ser esencial. He aquí las autorizadas palabras del místico de Fontiveros: “Porque eso me da que una ave esté asida a un hilo delgado que a un grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como el grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil que es, si no le quiebra, no volará. Y así es el alma que tiene asimiento en alguna cosa, que, aunque más virtud tenga, no llegará a la libertad de la divina unión. Porque el apetito y asimiento del alma tienen la propiedad que dicen tiene la rémora con la nao, que con ser un pez muy pequeño, si acierta a pegarse a la nao, la tiene tan queda, que no la deja llegar al puerto ni navegar. Y así es lástima ver algunas almas como unas ricas naos cargadas de riquezas, y obras, y ejercicios espirituales, y virtudes, y mercedes que Dios las hace, y por no tener ánimo para acabar con algún gustillo, o asimiento, o afición –que todo es uno–, nunca van adelante, ni llegan al puerto de la perfección, que no estaba en más que dar un buen vuelo y acabar de quebrar aquel hilo de asimiento o quitar aquella pegada rémora de apetito” (S 1,11,4).

Para J. de la Cruz no importa que los apetitos sean pequeños o grandes, por mínimos que sean están impidiendo la unión con Dios. Y por tanto desviando al hombre de su verdadero fin, haciéndolo esclavo y cerrándole la dimensión trascendente de su existencia. Si la persona quiere alcanzar el fin para el que ha sido creada debe saber que no puede unirse a Dios por ninguno de los apetitos. Ha de purificarse de esa tendencia egocéntrica, del gusto de poseer que busca apropiarse de las cosas y hasta de Dios si fuera posible.

Este espíritu de propiedad lo aleja de Dios, de ahí la necesidad de un desprendimiento afectivo y efectivo radical que lo disponga para la unión con Dios. J. de la Cruz está plenamente convencido de que la primera tarea del hombre que busca a Dios es liberarse del dominio de sus afectos y asimientos desordenados. No hay posibilidad de unión con Dios sin este paso previo “por cuanto no pueden caber dos contrarios, según dicen los filósofos, en un sujeto… y afición de Dios y afición de criatura son contrarios, y así, no caben en una voluntad afición de criatura y afición de Dios… Por tanto, así como en la generación natural no se puede introducir una forma sin que primero se expela del sujeto la forma contraria que precede, la cual estando, es impedimento de la otra, por la contrariedad que tienen las dos entre sí, así, en tanto que el alma se sujeta al espíritu sensual, no puede entrar en ella el espíritu puro espiritual” (S 1, 6,2-3).

II. Tipos de apetitos y sus efectos

J. de la Cruz divide los apetitos en voluntarios e involuntarios. Los que a él más le preocupan son los voluntarios ya que hay consentimiento de la voluntad. Estos pueden ser de pecado mortal, de pecado venial e imperfecciones. Ciertamente que no todos los voluntarios perjudican lo mismo. Unos son más graves que otros, pero absolutamente de “todos ha el alma de carecer para venir a esta total unión” (S 1,11,2).

Los involuntarios o “apetitos naturales”, que define como “aquellos en que la voluntad racional antes ni después tuvo parte” (S 1,11,2), no preocupan al místico Doctor, bien porque el hombre no los consiente, o porque “no pasan de ser primeros movimientos … ningún mal … causan al alma” ( S 1,12,6), ni le impiden la unión.

Lo que más le interesa al Santo al tratar de los apetitos son los efectos que causan en el hombre al crear en él un bloqueo permanente de la vida espiritual. Dedica a presentar los efectos que éstos producen los capítulos 6 al 10 del primer libro de la Subida. La amplitud en la exposición del tema demuestra su inquietud por esta realidad existente en el hombre. Dado que los apetitos tienen connotaciones negativas, los efectos que producen cuando se ejecutan desordenadamente son también negativos. Por eso nos habla el Santo de daños.

Dos son los daños principales que estos afectos desordenados causan en el hombre: uno privativo y otro positivo.

El privativo impide vivir al ser humano la vida de la gracia; el principal mal que causan es “resistir al Espíritu de Dios” (S 1,6,4). El segundo daño que causan lo describe J. de la Cruz con palabras que producen en el lector un vivo impacto y lo conciencian de la gravedad de los apetitos: cansan, atormentan, afligen, oscurecen, ensucian, entibian, enflaquecen y llagan. Ambos daños –privativo y positivo– se producen en el hombre cada vez que sigue sus impulsos desordenados.

Estas inclinaciones desordenadas tienen la propiedad de no quedar nunca satisfechas, siempre buscan novedad, hartura, saciedad. Pero jamás llegarán a ello, pues en vez de mortificarlas y educarlas para que recojan su fuerza en el único que las puede colmar, “se apacientan de lo que les causa más hambre” (S 1,6,7), con lo cual traen siempre al alma cansada y fatigada con sus continuas y desviadas exigencias que la empujan ansiosamente hacia una satisfacción quimérica. Se queda como el que abre la boca para hartarse y se la llena de viento (S 1,6,6).

Muy triste es para el Santo ver que el hombre creado para Dios y con capacidad de infinito (CB 39,7) vive cansado y fatigado por poner su afición en “cosa que cae debajo de nombre de criatura” (S 1,6,1), ya que en la medida que el apetito toma cuerpo, se rebaja el hombre en su dignidad y decrece su capacidad de comunión con Dios: “Cuanto aquel apetito tiene más de más entidad en el alma, tiene ella de menos capacidad para Dios” (S 1,6,1).

Otra manera de daño positivo que los apetitos engendran en el alma es que la “atormentan y afligen”. Los apetitos, que son enemigos del alma, se comportan como tales atormentando y afligiendo a quien cae en sus redes. Con el acoso indiscriminado de sus atractivas, pero engañosas demandas, someten al hombre a la tiranía de una cadena interminable de exigencias compensatorias que le producen ansiedad y hastío.

Al ser ciegos, en el sentido de irracionales, producen ceguera y oscurecimiento en la razón “y no da lugar para que ni el sol de la razón natural ni el de la Sabiduría de Dios sobrenatural la embista e ilustren de claro” (S 1,8,1). Al quedar el entendimiento oscuro y ciego, la persona se incapacita para reconocer la verdad, para discernir lo que más le conviene y para llegar al conocimiento de las cosas de Dios. Esto se produce porque el entendimiento se entorpece, enrudece y desordena en su debida operación. El hombre que es una “hermosísima y acabada imagen de Dios” (S 1,9,1), se ensucia y mancha cuando pone sus afectos en algo para lo que no han sido creados, ya que se hace tan bajo como aquello en lo que pone su apetito, quedando su alma “más negra que los carbones” (S 1,9,2).

Todos estos efectos dañinos que producen los apetitos en el hombre, que a ellos se entrega, apuntan hacia una misma dirección, es decir, desvían al hombre de su capacidad de amar, merman y hacen estragos en su estructura óntica y psicológica, desparramando la fuerza de su ser y algo tan esencial como es su estructura dialogal. La “pobre alma” que se guía por sus apetitos se hace desgraciada para consigo misma, seca para la relación con los prójimos y pesada y perezosa para las cosas de Dios (S 1,10,4).

El Santo en estos capítulos de la Subida, al tener como objetivo primordial poner de relieve los daños que los apetitos causan en el alma, no trata apenas de los provechos que trae al alma su mortificación. No lo cree necesario, porque fácilmente se percibe que los provechos son los contrarios a los daños ya enumerados. He aquí sus palabras: “Antes le causan los provechos contrarios; porque en tanto que los resiste, gana fortaleza, pureza, luz y consuelo y muchos bienes” (S 1,12,6).

III. Degradación progresiva

Los apetitos degradan al hombre y además esa degradación es progresiva, porque el apetito nunca está satisfecho, y “cuando se ejecuta, es dulce y parece bueno, pero después se siente amargo efecto” (S 1,12,5). En un primer momento el hombre que sigue el impulso de sus apetitos no mortificados, comienza a desviarse del fin para el que ha sido creado. El que ha sido creado para vivir en una relación de amor, vive de forma egocéntrica orientado por el gusto y el afán de poseer. Se produce una desviación del objeto amado. Esta desviación del amor lo iguala y rebaja al nivel del objeto amado, ya que el amor iguala y somete el amante al amado.

Como consecuencia el ser humano vive descentrado, fuera de su centro que es Dios. Al perder el norte de su existencia vive desorientado y extraviado. La desorientación, el progresivo oscurecimiento del entendimiento y la debilitación de la voluntad van provocando un acelerado alejamiento de Dios, llegando “a apartarse de las cosas de Dios y santos ejercicios y no gustar de ellos, porque gusta de otras cosas y va dándose a muchas imperfecciones e impertinencias y gozos y vanos gustos” (S 3,19,6), e incluso siente el hombre “tedio grande y tristeza de las cosas de Dios, hasta venirlas a aborrecer” (S 3,22,2). En esta situación se vive “gran tibieza en las cosas espirituales y cumplir muy mal con ellas, ejercitándolas más por cumplimiento o por fuerza, o por el uso que tienen en ellas, que por razón de amor” (S 3,19,6).

Por último, Dios es borrado del horizonte de su existencia, es postergado por sus gustos e impulsos desordenados. Dios es suplantado, y la persona polariza todas sus energías hacia el ídolo que se ha creado. Dios que no consiente “a otra cosa morar consigo en uno” (S 1,5,8), ha quedado totalmente anulado. El hombre ha caído en la idolatría que le empujará a ir “de tiniebla en tiniebla” (LlB 3,71).

He aquí algunos textos en los que J. de la Cruz que ilustran lo dicho: “El tercer grado de este daño privativo es dejar a Dios del todo, no curando de cumplir su ley por no faltar a las cosas y bienes del mundo, dejándose caer en pecados mortales por la codicia” (S 3,19,7). “Y alejóse de Dios, su salud … por causa de los bienes temporales, viene el alejarse mucho de Dios el alma … olvidándose de él mismo como si no fuera su Dios; lo cual es porque ha hecho para sí dios el dinero y bienes temporales … llega hasta olvidar a Dios y poner el corazón, que formalmente debía poner en Dios, formalmente en el dinero, como si no tuviese otro dios” (S 3,19,8). “…sirven al dinero y no a Dios y se mueven por el dinero y no por Dios, poniendo delante el precio y no el divino valor y premio, haciendo de muchas maneras el dinero su principal dios y fin, anteponiéndole al fin último, que es Dios” (S 3,19,9).

IV. Reeducación de los apetitos

Es idea fundamental del Santo a lo largo de la Subida que “todo el negocio para venir a unión con Dios está en purgar” (S 3,16,3) la voluntad de sus afecciones y apetitos desordenados. El camino de la unión conlleva la mortificación de los apetitos. Esta negación comienza cuando el alma anda “con ansias en amores inflamada… Porque para vencer todos los apetitos y negar los gustos de todas las cosas, con cuyo amor y afición se suele inflamar la voluntad para gozar de ellos, era menester otra inflamación mayor de otro amor mejor, que es el de su Esposo, para que, teniendo su gusto y fuerza en éste, tuviese valor y constancia para fácilmente negar todos los otros. Y no solamente era menester para vencer la fuerza de los apetitos sensitivos tener amor de su Esposo, sino estar inflamada de amor y con ansias” (S 1,14,2). La negación de los apetitos tiene como objetivo primordial crear espacios de libertad que plenifican a la persona. Se comienza la reeducación de la sensibilidad y afectividad del ser humano partiendo de una experiencia positiva, de un caer en la cuenta (CB 1,1), de un amor mayor que exige totalidad pero que da plenitud.

En los primeros capítulos de la Subida, J. de la Cruz ha querido dejar claro, que el hombre tiene necesidad absoluta de mortificar los apetitos si quiere llegar en breve a la unión. Por eso en el capítulo 13 propone unos avisos “provechosos y eficaces” para que la persona ponga lo que está de su parte para reeducar o enderezar sus impulsos desordenados.

Existen medios para vencer de forma activa los apetitos y orientar la fortaleza del alma que consiste en sus potencias, pasiones y apetitos enderezados por la voluntad hacia Dios, quedando desviada de todo lo que no es Dios; “entonces guarda la fortaleza del alma para Dios, y así viene a amar a Dios de toda su fortaleza” (S 3,16,2). El medio más importante que propone el Santo es la consideración e imitación de Cristo: “Traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo” (S 1,13,3), conformándose con su vida, tratando de “haberse en todas las cosas como se hubiera él” (S 1,13,3). Otro es la renuncia de todo gusto de los sentidos para quedarse “vacío de él por amor a Jesucristo” (S 1,13,4).

Insiste también en la necesidad de mortificar la concupiscencia, y de inclinarse a lo que menos gusta, a lo más dificultoso, etc. Cuando el Santo aconseja: “Procure siempre inclinarse: no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso; no a lo más sabroso, sino a lo más desabrido”, es consciente de que la virtud no se improvisa, no es algo espontáneo en el ser humano, se requiere un ejercicio que, realizado desde una opción libre, va creando y fortaleciendo en la voluntad hábitos operativos buenos. Estos medios parecen exagerados e inhumanos en una primera lectura del texto, pero si tenemos en cuenta la dimensión teologal y cristológica desde la que nuestro autor habla, comprenderemos el auténtico sentido y alcance de cuanto afirma.

Mortificar los apetitos no quiere decir para J. de la Cruz aniquilarlos, pues son una energía esencial del ser humano sin la cual no podría tender a su plenitud como persona. El Santo lo que propone es una reeducación de éstos para que toda la “fortaleza del alma”, que consiste en sus potencias, pasiones y apetitos, enderezada en Dios por la voluntad se guarde para Dios.

Como última regla coloca los versos del Montecillo, donde a cada paso resuenan dos palabras claves: todo y nada. Tienen su razón de ser. El ejercicio de renuncia nunca es para el Santo un fin en sí mismo, sino un medio o camino para combatir las inclinaciones desordenadas y crecer en conformidad con Cristo guiándonos más por la razón y los valores evangélicos que por los instintos y operaciones desordenadas. La negación de apetitos, que es noche del sentido activa, brota de la vida teologal y abre la posibilidad de acceder a una mayor comunión con Dios. No postula el místico de Fontiveros un vaciarse por vaciarse, sino un vaciarse para llenarse de lo único que puede saciar el corazón del hombre: Dios.

V. Interpretaciones modernas del término sanjuanista

Dado el poco uso que tiene este vocablo en nuestro lenguaje actual se hace difícil captar la densidad de significado que el término tiene en los escritos sanjuanistas. Creo por ello conveniente presentar algunas relecturas sobre los apetitos propuestas por estudiosos del Santo, con el fin de acercarnos con un lenguaje más actual al verdadero sentido y alcance de esta palabra.

Casi todos coinciden en señalar que los apetitos no se deben entender en sentido de  pecado, sino más bien como impulsos desordenados de la afectividad que tergiversan la relación del hombre consigo mismo, con los demás y con Dios, y obstaculizan el desarrollo de la vida espiritual produciendo una lenta y constante degradación en el organismo espiritual.

Según F. Ruiz los apetitos no son pecado en sí mismos, sino un despilfarro y “desviación del amor … Su enorme importancia en las páginas de la Subida es de orden teologal más que moral. Los apetitos no son potencias particulares, sino categoría dinámico-moral; son movimientos o tendencias afectivas con valoración o connotación moral negativa. Son reflejo visible del desorden que anida en el ser del hombre” (Introducción a Subida del Monte Carmelo, en Obras completas, ed. de Espiritualidad, Madrid 1993, p. 159).

Más incisiva la apreciación Fabrizio Foresti: “El apetito tal como nos lo presenta el Santo, es un impulso irracional que mueve al hombre a satisfacer sus necesidades exclusivamente por el placer que experimenta. El que es esclavo del apetito come, toca, ve, siente sólo por la satisfacción que comporta; los verdaderos valores para él son aquellos que son capaces de procurarle este tipo de satisfacción. Por ellos vive; ellos son, en su conjunto, el valor hacia el cual él orienta su vida; ellos son en la práctica su dios. San Juan de la Cruz presenta el apetito precisamente en la perspectiva de un valor polarizante y tendencialmente absoluto. Todo apetito, aunque sea pequeño, en cuanto expresión de una tendencia desordenada inscrita en el hombre, tiende a poner como valor monopolizante la esfera afectivo-volitiva de la persona. Cada apetito es potencialmente un ídolo” (“Le radici della Salita del Monte Carmelo di S. Giovanni della Croce”, en Carmelus 28, 1981, p. 15). Según este autor los apetitos no sólo son una fuerza irracional que mueve al hombre a satisfacer sus necesidades únicamente por el placer que consigue, sino que además son una forma de idolatría. Documenta cómo el Santo recoge textos del Antiguo Testamento que hacen referencia a los ídolos y los aplica a los apetitos.

Sugestiva es también la aportación de Fernando Urbina, que trata de expresar el significado de apetitos con un vocablo más cercano a nuestra cultura y mentalidad. Usa la palabra fijación. No pretende decir el autor que exista una coincidencia plena entre ambas expresiones. Fijación no agota la riqueza de apetitos. Pero sí que, por la “homología de función” que se da entre ambos, nos ayuda a comprender y a expresar con un lenguaje más actual lo que Juan de la Cruz pretende significar con el término apetitos.

Claramente se percibe la “homología de función” a través de este texto del autor: “En el psicoanálisis la ‘fijación’ es una posibilidad en el desarrollo psíquico que tiene una función inmovilizadora del dinamismo afectivo, deteniéndolo en una etapa infantil y comprometiendo así, gravemente, el equilibrio, expansión y plenitud de la vida. En san Juan de la Cruz el ‘apetito’ tiene la función paralizadora de la potencia afectiva reteniéndola en una etapa que el autor llama con frecuencia con la metáfora de la infancia, e impidiendo el avance, expansión y plenitud de la vida espiritual” (Comentario a Noche oscura del espíritu y la Subida al Monte Carmelo de San Juan de la Cruz, Marova, Madrid 1982, p. 35).

Para Urbina, el Santo, con el término apetitos se refiere a una “estructura fundamental” del ser humano, que repite casi en cada página de sus escritos: “Se trata de una estructura de repliegamiento, atadura y “fijación” a las cosas, los gestos, los actos, y al yo mismo del sujeto, que representa el obstáculo fundamental en el proceso del avance hacia la plenitud divina. El quebrar esta estructura básica de atadura es el acto básico de liberación, expresado vivamente en la imagen del pájaro que no vuela hasta que no rompe el hilo grueso o fino que le ata” (ib. p. 35).

Siguiendo en línea psicológica otro autor considera que lo que J. de la Cruz llama apetitos es una “fuente de energía y acción que es la impulsividad”, pero esta fuerza que en principio es positiva y construye a la persona impulsándola a realizar sus necesidades esenciales, se puede convertir en algo negativo equiparable a la adición. Al hacernos adictos a algo o a alguien nos atamos, nos alienamos y nos convertimos en su “esclavo y cautivo”.

Para L. J. González la “adición entraña una forma de enamoramiento. Igual que éste, concentra nuestro amor totalizante en un ser relativo que no es, como el Todo, el verdadero Absoluto de nuestra existencia. Por consiguiente, nuestros pensamientos, sentimientos, deseos y acciones se mueven en torno a lo relativo como si fuera el Absoluto. Estamos pervirtiendo la realidad y, por ende, la vida misma” (Plenitud humana con San Juan de la Cruz, México 1990, p. 138).

Ciertamente que esa fuerza impulsiva de los apetitos recogida y orientada hacia el fin más noble para el que el ser humano ha sido creado, le facilitaría y capacitaría para alcanzar su objetivo. Por este breve recorrido entorno a las relecturas modernas del término “apetitos” en J. de la Cruz, se percibe que todos tienen los autores tienen algo en común. Fijación, adición, ídolos, impulsos desordenados, ponen de manifiesto la paralización de la vida del Espíritu en el hombre y, por tanto, su degradación y deshumanización. El hombre se hace esclavo, pierde su libertad y cae en una situación permanente que le incapacita para ponerse de pie con todas sus posibilidades y su dignidad.

VI. Los apetitos, dinamismo contrario al espíritu

Los daños de los apetitos afectan, según el Santo, a tres planos del ser humano: plano teologal, plano psicológico y plano moral. En el plano psicológico porque tergiversan el funcionamiento natural de las operaciones del hombre, en el plano moral porque lo arrastran a abusos y pecados, y en el plano teologal porque resistiendo al “Espíritu de Dios” le impiden vivir la vida de la gracia, o, lo que es lo mismo, la amistad con Dios a la que está llamado por vocación.

Existen en los escritos sanjuanistas una serie de textos que por el contexto en el que están situados dan pie para interpretarlos en clave pneumatológica, y presentar los apetitos como destructores de la vida del Espíritu que el hombre está llamado a vivir. La destrucción que provocan los apetitos no mortificados llega a tal punto que “matan al alma en Dios” (S 1,10,3).

De la no mortificación de los apetitos se sigue una vida según la carne, sensual y animal. De la negación de las afecciones desordenadas “con la fuerza y virtud del Espíritu Santo” (LlB 2, 34) se sigue una vida y obrar nuevos. El que se deja llevar del ejercicio de los sentidos y de la fuerza de la sensibilidad lo llama hombre animal “que no percibe las cosas de Dios, y a esotro que levanta a Dios la voluntad llama espiritual, y que éste penetra y juzga todo hasta los profundos de Dios” (S 3,26,4).

Fundamentado en la antítesis paulina carne-espíritu, J. de la Cruz no duda en afirmar que el hombre que niega sus apetitos se dispone para recibir el “Espíritu de Dios” y para llevar a plenitud el don de su filiación divina. Convirtiéndose en una criatura nueva, redimensionada en su ser y obrar conforme a Cristo.

El que sigue el impulso de sus tendencias desordenadas se degrada a sí mismo haciéndose hombre carnal, que, dando muerte a la vida espiritual, vive vida animal y se incapacita para las cosas de Dios. “Es de saber que lo que aquí el alma llama muerte es todo el hombre viejo, que es el uso de las potencias: memoria entendimiento y voluntad, ocupado y empleado en cosas del siglo y los apetitos en gustos de criaturas. Todo lo cual es ejercicio de vida vieja, la cual es muerte de la nueva, que es la espiritual, en la cual no podrá vivir el alma perfectamente si no muriere también perfectamente al hombre viejo, como el apóstol lo amonesta diciendo que desnuden el hombre viejo y se vistan el hombre nuevo, que según Dios es criado en justicia y santidad. En la cual vida nueva…todos los apetitos del alma y sus potencias según sus inclinaciones y operaciones, que de suyo eran operación de muerte y privación de la vida espiritual, se truecan en divinas” (LlB 2, 33).

Este es el verdadero destino y vocación del hombre: participar en la vida divina; para ello Dios nos ha donado su Espíritu que nos capacita para vivir como hijos. Pero cuando el alma se “sujeta al espíritu sensual, no puede entrar en ella el espíritu puro espiritual” (S 1,6,2). Se entristece el Santo de que el hombre que ha sido levantado por gracia a comer “con su Padre a la mesa y de su plato, que es apacentarse de su espíritu” (S 1,6,2), por cebar sus apetitos en las criaturas es como los canes que comen las migajas que caen de la mesa en vez de comer “a la mesa del espíritu increado de su Padre” (S 1,6,3).

Los apetitos, como ya hemos indicado, resisten al “Espíritu de Dios” y privan al ser humano de la gracia, de la dimensión teologal de su existencia, y lo dejan descontento y desabrido, ya que “no puede entrar esta hartura increada en el alma si no echa primero esotra hambre criada del apetito del alma; pues como habemos dicho, no pueden morar dos contrarios en un sujeto, los cuales en este caso son hambre y hartura” (S 1,6,3).

Querer caminar por la vía del Espíritu, tratar de vivir según ese principio operativo que nos ha sido donado, y dejarse llevar de los apetitos son dos caminos antagónicos. Por su dinámica intrínseca, los apetitos, dificultan la vida espiritual y casi la imposibilitan creando una total confusión: “Un leve apetito y ocioso acto que tenga el alma, basta para impedirla todas estas grandezas divinas que están después de los gustos y apetitos que el alma quiere … ¡Oh, quién pudiera decir aquí cuán imposible le es al alma que tiene apetitos juzgar las cosas de Dios como ellas son! Porque para acertar a juzgar las cosas de Dios, totalmente se ha de echar el apetito y gusto afuera y no las ha de juzgar con él, porque infaliblemente vendrá a tener las cosas de Dios por no de Dios, y las no de Dios por de Dios” (LlA 3,64).

Vivir según “la vida del alma, que es el Espíritu Santo” (LlB 3,62) requiere enderezar hacia Dios todos los apetitos desordenados. Así se truecan en la fuerza del hombre para amar a Dios sobre todas las cosas: “Y todo este causal de tal manera está empleado y enderezado a Dios, que, aun sin advertencia del alma, todas las partes que habemos ducho de este caudal, en los primeros movimientos se inclinan a obrar en Dios y por Dios; porque el entendimiento, la voluntad y memoria se van luego a Dios, y los afectos, los sentidos, los deseos y apetitos, la esperanza, el gozo y, luego, todo el caudal de prima instancia se inclina a Dios, aunque, como digo, no advierta el alma que obra por Dios” (CB 28,5).

Conclusión. Los apetitos fortaleza del hombre

La mortificación de los apetitos es para el alma, según el Santo, noche oscura, “porque privándose el alma del gusto del apetito en todas las cosas, es quedarse como a oscuras y sin nada” (S 1,7,1). El hombre tiene absoluta necesidad de pasar por esta noche si quiere llegar a la unión con Dios.

El camino de la unión es camino de renuncia y negación de apetitos, pues son éstos los que impiden a la persona enderezar el afecto y amor hacia Dios. Hay que negar todo lo que sea contrario o no conforme al amor de Dios. La noche, que es mortificación de los apetitos, es al mismo tiempo actitud y camino teologal; caminar en fe, esperanza y caridad es lo único que sirve al alma de medio proporcionado para unirse con Dios, y al mismo tiempo le hace no pararse en nada que sea menos que El.

Para J. de la Cruz la mortificación de los apetitos no es cuestión de algún que otro acto esporádico, sino que hay que llegar con una actitud seria y definida hasta la causa que los produce. Para él, la negación de los apetitos excede los límites de la noche activa del sentido y se extiende a todo el itinerario espiritual. Pero no será el hombre el que con su sólo esfuerzo llegue a liberarse de los apetitos, sino que será Dios el que por la noche pasiva del espíritu purifique al hombre en su raíz.

Nuestro autor deja claro, al tratar de la mortificación de los apetitos, que no pretende una desvalorización de las cosas o de las criaturas, sino “la desnudez del gusto y apetito de ellas”. El problema para él no son los sentidos, ni las cosas, ni las criaturas, sino el modo de relacionarse con ellas que el hombre adopta, “porque no ocupan al alma las cosas de este mundo ni la dañan, pues no entra en ellas, sino la voluntad y apetito de ellas que moran en ella” (S 1,3,4).

El término apetitos engloba todas las interpretaciones que en las páginas anteriores hemos expuesto: tendencias afectivas desordenadas, impulsos irracionales, idolatría, fijación y adición. Pero no lo agotan. Es mucho más rico y sugerente el término sanjuanista. Por último, en lo que fray Juan de la Cruz insiste más, es en que cuando están purificados se convierten en la “fortaleza del alma” con la que el hombre amará a Dios con todas sus fuerzas y con todo su ser: “Mi fortaleza guardaré para ti, esto es toda la habilidad y apetitos y fuerzas de mis potencias … Según esto, en alguna manera se podría considerar cuánta y cuán fuerte podrá ser esta inflamación de amor en el espíritu, donde Dios tiene recogidas todas las fuerzas, potencias y apetitos del alma, así espirituales como sensitivas, para que toda esta armonía emplee sus fuerzas y virtud en este amor, y así venga a cumplir de veras con el primer precepto, que, no desechando nada del hombre ni excluyendo cosa suya de este amor, dice (Dt 6, 5): Amarás a tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu mente, y de toda tu alma y de todas tus fuerzas” (N 2,11,4-5; CB 28).

Los apetitos y afectos desordenados brotan de la voluntad y de las pasiones del hombre. Cuando estas afecciones están “desenfrenadas” producen todo tipo de vicios e imperfecciones, pero cuando están “ordenadas y compuestas” brotan todas las virtudes. En los altos estados de la unión con Dios sólo le queda al alma el apetito de ver a Dios como es: “El alma en este estado no tiene ya ni afectos de voluntad, ni inteligencias de entendimiento, ni cuidado ni obra alguna que todo no sea inclinado a Dios, junto con sus apetitos, porque está como divina, endiosada, de manera que aun hasta los primeros movimientos no tiene contra lo que es la voluntad de Dios” (CB 27,7). A estos niveles “ya sólo es apetito de Dios” (LlB 2, 34).

BIBL. — JESÚS MUÑOZ, ”Los apetitos según San Juan de la Cruz”, en Manresa 14 (1942) 328339; MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN, Éxtasis y purificación del deseo, Institución Gran Duque de Alba, Ávila 1991, 86-94; FEDERICO RUIZ, Introducción a San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1968, 581-585; FERNANDO URBINA, Comentario a Noche oscura del espíritu y la Subida al Monte Carmelo de S. Juan de la Cruz, Marova, Madrid 1982, p. 32-41; JOSÉ DAMIÁN GAITÁN, Negación y plenitud en San Juan de la Cruz, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1995, p. 137145; MIGUEL F. DE HARO IGLESIAS, “Los apetitos: ¿Tendencias desordenadas o fortaleza del hombre”, en Letras de Deusto 21 (1991) 249-262; ALFONSO BALDEÓN, El hombre: una pasión de amor. Comprender la vida desde San Juan de la Cruz, Monte Carmelo, Burgos 1991, p. 41-63.

Miguel F. de Haro Iglesias

Pena/s

Siempre atento a la persona, Juan de la Cruz no sólo se preocupa de la dimensión teologal de su camino espiritual, sino también de la vivencia subjetiva del mismo. El Santo es un maestro consumado en el arte de describir la amplia gama de resonancias personales que el proceso espiritual va despertando en el sujeto que lo recorre. Así, entre otros muchos matices, nos ofrece uno al que se muestra muy sensible: el “penar” del alma a lo largo de su itinerario, no siempre fácil, hacia la plena comunión con Dios.

Entre los motivos y causas de este “penar” destaca el Santo el efecto negativo de los  apetitos (S 1,1,4; 3,20,3-4; 3, 27,2; CB 25,11), o la pena que producen las “cosas y casos adversos” (S 3,6,3), o las propias  imperfecciones y flaquezas personales (N 1,4,5; 1,7,1; 1,13,8; 1,14,1; LlB 1,36), también el conocimiento de la propia miseria (S pról. 5; N 2,5,6; 2,9,7; LlB 1,19) y del propio vacío y pobreza (N 2,6,4-5).

Pero donde se acumula la experiencia del “penar”, de mil maneras, y donde abundan las penas profundamente sentidas es en medio de las sequedades de la “noche oscura”, por la que necesariamente ha de pasar el alma para ir a Dios (N 1,10,1; 2,5,6; 2,6; 2,2,7; 2,9,5; 2,11,6; 2,23,5; LlB 2,25). Quizá en este tiempo de purificación la mayor pena le venga al alma de pensar si no sirve a  Dios con la perfección que debiera (N 1,2,7; 1,9,3; 1,11,2; 2, 19,3), e, incluso, del temor de haber sido dejada o abandonada por él (N 2,5,5; 2,6,2).

El sentimiento de la “ausencia” del Amado, cuya presencia aún permanece encubierta al alma que, por lo mismo, no le puede gozar, es una de las fuentes del más hondo penar humano de quien ya se siente y se sabe enamorado. J. de la Cruz es un maestro en cantar este “penar en la ausencia” (CB 1,16; 1,2122; 12,9; 17,1), que es penar por el Amado, con un amor impaciente por verle y poseerle (N 2,13,4; CB 1,18-21; 6,2; 9,2; 12,9; LlB 3,18; 3,22).

Este penar del hombre toca el corazón de Dios, siempre pronto a dejarse sentir. El Santo es aquí tajante: “El inmenso amor del Verbo Cristo no puede sufrir penas de su amante sin acudirle” (N 2,19,4), y lo hace con presteza (CB 10,6), pues el penar del hombre le toca a Dios “en las niñetas de sus ojos” (CB 11,1), y así “no puede el amoroso Esposo de las almas verlas penar mucho tiempo a solas” (ib.). De hecho, el penar del  hombre está llamado a quedar atrás en la medida en que avanza en su camino hacia Dios. Llegado a la meta, a la posesión de Dios, cesa toda pena y queda pagada y recompensada (N 2,9,11; 2,10,5; CB 14,2; 14,10; 20,11; 20,16; 22,4; 35,2; 39,14; LlB 1,28; 3,23; 4,12).

Mientras se llega a este término, bueno es experimentar estas penas de amor, que no son sino la prueba de que se permanece en el amor de Dios, pues “el que anda penado por Dios, señal es que se ha dado a Dios y que le ama” (CA 1,22). A partir de ahí, perseverando en el amor, no dejará el Señor, como dice el Santo, de “acudirle” (N 2,19,4). De esta certeza nace la seguridad y la confianza teologal del hombre aun en medio de su hondo penar.

Alfonso Baldeón-Santiago

Cruz de Cristo

Ni la cruz puede separarse de  Jesucristo, ni Cristo puede contemplarse sin cruz. Para un creyente, hablar de la cruz es hablar de “la cruz del Esposo Cristo”, o del “camino de la cruz del Esposo Cristo” (CB 3,5). Y hablar de Cristo es hablar de Cristo “crucificado”: “no busque a Cristo sin cruz” (Ct a Luis de S. Angelo, 1590), pues no existe el Cristo “sin cruz”. La cruz no es un accidente –¡aunque accidente glorioso, para él y para nosotros! – que le llega al final de la vida y que “termina” con él, sino que es la existencia de Jesús de Nazaret: es el Crucificado. De este Crucificado somos seguidores los cristianos. Por eso, en la “espesura de la cruz” hay que adentrarse si queremos llegar a la “espesura” de la resurrección y de la vida. Todo esto quiere decir que la cruz no es algo sectorial de Cristo o del cristiano, sino algo envolvente, identificador, coextensivo, en extensión y profundidad, con la vida de Jesús y con la nuestra.

Si no hay “Cristo sin cruz”, tampoco hay cristiano sin ella. No hay seguimiento de Jesús que no esté marcado de principio a fin por “su” cruz, por la cruz del Esposo Cristo, por el  camino de la cruz del  Esposo Cristo. La cruz es coextensiva a la vida cristiana. No se trata de tal o cual cosa, con una identidad objetiva bien precisa. La cruz es el “espíritu” de quien asume la vida, toda la vida por unos motivos y unos objetivos bien determinados: los de Jesús de Nazaret.

I. “El camino de la cruz del Esposo Cristo”

Me parece muy oportuno empezar este apartado con una “definición” sanjuanista del cristiano que tiene como trasfondo justificatorio a Cristo, por lo tanto con fuerte apoyo evangélico. Escribe: “El que hace algún caso de sí no se niega ni sigue a Cristo” (S 3,23,2). La  “negación” evangélica, cristiana de sí es centramiento amoroso en Dios y su Reino, que comporta necesariamente, como reverso “no hacer caso de sí”. Esto es seguimiento de Cristo, y de Cristo crucificado, del hombre Jesús de Nazaret, “el dulcísimo Esposo de las fieles almas” (CB 40, 7).

Y puesto que Jesús es “el mensajero y los mensajes” (CB 6,7), el enseñante y lo enseñado, Persona y palabra, a su Persona y palabra recurrirá el Santo para “justificar” poderosamente su doctrina sobre “el camino de la cruz del Esposo Cristo” (CB 3,5). Todo en la vida de un cristiano es cuestión cristológica, confesión o negación de Jesús, conocimiento o desconocimiento de Quien se nos presenta como verdad y amor, amor de Dios al mundo, al mismo tiempo que como toda la verdad y amor, toda la respuesta de la criatura a Dios.

Lo comprendió bien J. de la Cruz y nos dejó explícita constancia de ello en tres pasajes, clara y decididamente cristológicos, recapituladores de su visión de la vida cristiana, los dos primeros presentados también como “puerta” de acceso a su personal visión del ser cristiano; y otro, el último que presentaré, como colofón de una confesión sostenida de amor, expresión también de la única manera de acceder a la realización de cristificación de su existencia. “Sólo le queda una cosa que desear, que es gozarle perfectamente en la vida eterna” (CB 36, 2): entrar con él “en la espesura de la cruz”.

II. Un solo apetito

Se trata, como reza el título del capítulo 13 (de S 1) “de la manera y modo que se ha de tener para entrar en esta noche del sentido”. Amigo de brevedad y concisión, comido también por la urgencia de llegar adonde quiere llegar, a una participación más honda y radical, envolvente en la cruz de Cristo, o en la existencia crucificada del amor humanado de Dios, y consciente de que tiene “grave palabra y doctrina” (N 1,13,3), comienza el autor de Subida diciendo que va a dar “algunos avisos” (n.1). Da la impresión de que, sin mucha gana y convencimiento, simplemente para “llenar” un poco la exposición: “porque parece quedaba muy corto y no de tanto provecho no dar luego algún remedio o aviso” (ib.). Se agranda esta impresión cuando el lector advierte que el grueso de los “avisos” nos llega por medio del trasvase de otro, breve, escrito: buena parte de la literatura que acompaña al dibujo de El Monte Carmelo. La brevedad, aumentada por la autocita, viene en cambio compensada sobre la conciencia que manifiesta el autor de su absoluta validez: “Estos avisos … aunque son breves y pocos, yo entiendo que son tan provechosos y eficaces como compendiosos”. Por eso no duda en afirmar que “el que se quisiese ejercitar en ellos, no le harán ningunos, antes en éstos los abraza todos” (n. 2).

Puede herir la sensibilidad de algunos el tono “dogmático”, hiriente, provocador que adopta el Santo en la redacción de estos apotegmas en “verso”. Aquí, como en el texto que estudiaré a continuación, más que el tono interesa la lectura que hace de la vida de Jesús de Nazaret. Pues es esto de lo que se trata. E, indudablemente, es aquí donde nos convoca Juan de la Cruz. Nos envía al Evangelio para ver si y en qué medida su lectura del mismo y la propuesta espiritual que nos propone se sostienen o no confrontadas con la existencia y la palabra de Jesús. La urgencia “añadida” es que, según él en esto está en juego el cristianismo, la forma de vida nueva que Jesús ha inaugurado y llevado a plenitud en la historia. Y con carácter definitivo: él es “una Palabra suya (del Padre), que no tiene otra…, y no tiene más que hablar” (S 2,22,3). Tanto, “que Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar” (ib. 4).

Vuelvo al texto sanjuanista, y a las palabras con que abre estos avisos “breves y cortos”. Escribe con fuerza incontenible: “Lo primero, traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar, y haberse en todas las cosas como se hubiera él” (Av 159). Huelga cualquier comentario. El teólogo y artista del lenguaje ha logrado una formulación precisa. Centra nuestra atención en la persona de Jesús, una contemplación estable, contemplativa, amorosa. “Un ordinario apetito”. Más adelante nos dirá que “único”: “un solo deseo”.

Deseo fuerte, impetuoso, de enamorado.

Todavía no nos ha dicho nada de él. Pero ya nos adelanta que es “lo primero”, por lo tanto, lo más importante y decisivo, la perspectiva y el horizonte en que se ha de comprender todo lo que sigue, clave doctrinal y, por tratarse de una Persona que es el rostro humano de Dios, Tú entrañable y cálido. Por tanto, que baña de vida las duras, restallantes consignas que siguen, sin disminuir ni disimular su dureza, y, menos, su verdad. Nos apremia a considerar “su vida”. No quiere voluntarismos ciegos, tantas veces –¿o siempre? – suicidas, sino comportamientos alimentados racionalmente. Según su fórmula: “hay razón natural y ley y doctrina evangélica, por donde muy bastantemente se pueden regir” (S 2,21,4). La voluntad es buena cuando es racional.

Y “lo segundo”. Así introduce una serie escalonada de aplicaciones de “lo primero” para educar sentidos, pasiones y concupiscencia. Conexión que establece con seguridad y sin titubeos. “Para poder bien hacer esto, cualquier gusto que se le ofreciere a los sentidos, como no sea puramente para honra y gloria de Dios, renúncielo y quédese vacío de él por amor de Jesucristo, el cual en esta vida no tuvo otro gusto, ni le quiso, que hacer la voluntad de su Padre, lo cual llamaba él su comida y manjar” (Jn 4,34: S 1,13,4).

A quien vivió y aconsejó vivir a Cristo “desnudamente” (Ct 16), sin adornos que lo desfiguran y le quitan inmediatez y frescor, le basta ahora el recurso a la palabra del Maestro. Le sobran los comentarios sobre la comprensión de la misma. Por lo demás, no estamos ante un islote perdido en el océano de los escritos sanjuanistas. Sin ir más lejos, capítulos atrás, y también con el soporte del texto lucano 14,33 en el que se nos dice de renunciar a todo si queremos ser sus discípulos, ya había escrito con su contundencia y seguridad acostumbradas: “Y esto está claro, porque la doctrina que el Hijo de Dios vino a enseñar fue el menosprecio de todas las cosas, para poder recibir el precio del espíritu de Dios; porque, en tanto que de ellas no se deshiciere el alma, no tiene capacidad para recibir el espíritu de Dios en pura transformación” (S 1,5,2).

Y terminará este capítulo, denso y de sencilla contextura expositiva, con abundante soporte bíblico, con otra perentoria afirmación: “No consiente Dios a otra cosa morar consigo en uno”, que “sólo aquel apetito consiente y quiere que haya donde él está, que es guardar la ley de Dios perfectamente y llevar la cruz de Cristo sobre sí” (ib. 8).

Cuando aborde directamente el reordenamiento evangélico del amor, nos ofrece también el principio a cuya luz advierte que hay que entender todo lo que va a exponer a continuación. Con solemnidad, pero sin afectación, como una profesión de fe que le sale de sus entrañas de creyente, escribe: “Para todo ello conviene presuponer un fundamento, que será como un báculo en que nos debemos ir siempre arrimando. Y conviene llevarle entendido, porque es la luz por donde nos habemos de guiar en esta doctrina y enderezar en todos estos bienes el gozo a Dios, y es: que la voluntad no se debe gozar sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios, y que la mayor honra que le podemos dar es servirle según la perfección evangélica; y lo que es fuera de esto, es de ningún valor y provecho para el hombre” (S 3,17,2).

“La honra y gloria de Dios” está en que el creyente viva “según la perfección evangélica”. Admitida esta premisa puede afrontarse con ánimo sereno la conclusión: lo que no es esto “es de ningún valor y provecho” para la persona. Para ser hay un camino. Y éste no es otro que Jesús, su buena nueva, el Evangelio.

Aplicará sin reservas estos principios en el acompañamiento espiritual de quienes se lo solicitan. Marcando bien la “cronología” y el contenido de la relación Dios-persona, escribe a una carmelita descalza: “Por eso la quiere Dios, porque la quiere bien, bien sola, con gana de hacerle él toda compañía”. Es Dios quien pone en movimiento el reloj de la relación amistosa con cada uno de nosotros: “nos quiere bien”. Y quien define bien el contenido y alcance: él quiere ser “toda compañía”. El único amor, todo el amor. Con esta insondable gracia por delante, y todavía hablando de Dios, la conclusión, que es también enorme gracia, no pesado, externo mandamiento, “porque la quiere Dios, la quiere bien sola”. Y continúa, ahora ya cambiando de sujeto, diciendo: “Será menester … en poner ánimo en contentarse sólo con ella [la compañía del Dios]” (Ct a Leonor de S. Gabriel: 8.7.1589). Como Dios, en res-puesta a su pro-puesta, hay que ser personas de un solo, totalitario amor. Qué duda cabe que se trata de un amor incluyente, no excluyente, amando todo lo que quiere Dios y como lo quiere Dios. En suma, un amor que nace y se alimenta de la fuente de la verdad y del amor.

Por aquí, por la verdad, conecto ya con el segundo texto en el que J. de la Cruz nos entrega una exposición más amplia, dentro de su natural sobriedad, de su inteligencia del misterio de Cristo, que es tanto como decir, de la “ciencia de la cruz” de Cristo.

III. Cristo, amor crucificado

El capítulo cristológico (el 7 de S 2), que merecería estar en cualquier antología del género, es paralelo y juega el mismo papel clarificador que el que escribió poco antes –el 5º– sobre la unión: “entendido esto [qué es unión del alma con Dios] se dará mucha luz en lo que de aquí adelante diremos (4,8). Aquí, en el capítulo siete del libro segundo de Subida, apenas iniciada la exposición de la purificación que se requiere para la unión, J. va a explicar su radicalidad y, sobre todo, su fundamento, apelando a la doctrina y a la misma persona de Jesús. Unión y purificación son las dos caras de una misma moneda: la una incluye, exige y requiere la otra. Es éste el planteamiento que hizo en el capítulo anterior, el sexto, presentando las virtudes teologales, en las que consiste la unión y el “vacío” “de todo lo que no es Dios” (S 2, 6,1-2; N 2,21), dimensión mística y ascética de la vida cristiana, en unidad indisociable.

Y porque ahora va a hablar prevalentemente, por no decir exclusivamente, de la  “desnudez”, de “cuán angosto sea el camino que dijo nuestro Salvador que guía a la vida” (ib. 7,1), le urge poner al lector frente a frente con la palabra de Jesús y con él mismo. Nadie podrá dudar razonablemente de la preocupación sanjuanista por bus car en Cristo el apoyo y “justificación” de su doctrina sobre la necesaria purificación para la unión con Dios. En estas páginas, densas y apretadas, viene a decirnos, como Pablo de Tarso, su comprensión del misterio de Cristo, de un Cristo crucificado, fundamento único de todo edificio que se bautice cristiano.

Al final del capítulo, terminando, “aunque no quisiera acabar de hablar en ello”, nos sorprende con una durísima afirmación: “Veo que es muy poco conocido Cristo de los que se tienen por sus amigos”. Y nos ofrece, a renglón seguido, unas brevísimas palabras, síntesis de toda su exposición. Nos dice: “Pues los vemos andar buscando en él sus gustos y consolaciones, amándose mucho a sí, mas no sus amarguras y muertes, amándole mucho a él” (12). De nuevo Cristo viene contemplado y presentado como la única clave de verificación de una propuesta espiritual cristiana. Pues Jesús es la respuesta de la criatura al amor que el Padre le otorga como gracia absoluta, que es absolutamente capacitadora de respuesta: un amor que lleva a la muerte “de todo lo que no es Dios”, muerte a sí y a sus cosas.

Inevitablemente, como no podía ser de otro modo, J. hará derivar el discurso hacia el amor “que es pasar de sí al Amado” (CB 26,14), que “es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios” (S 2,5,7). Sólo que aquí, en este capítulo séptimo, tiene un sabor más poderosa y cálidamente cristológico, es decir, un sabor con raíz biográfica de Quien “no buscó su propio agrado”.

Una tesis, con dos convergentes, complementarias expresiones, una realidad con dos caras, que cada una de las cuales puede expresar por sí sola, y que en la realidad no pueden darse por separado. Aunque aplace para otro momento la expresión positiva del amor, la afirmación de la persona a la que se entrega incondicionalmente, con totalidad, no puede silenciar que éste es el suelo y la raíz del que se alimenta, y en la que cobra validez la dimensión negativa de “desnudez” y  negación, de cruz. En definitiva, entrar por la puerta angosta de Cristo significa “amar a Dios sobre todas” las cosas (ib. 2). En “esta senda de la perfección” “sólo Dios se busca y se granjea, sólo Dios es el que se ha de buscar y granjear” (ib. 3). Pero lo fuerte de su discurso va ahora en la dirección de lo que implica y exige esta opción por “solo Dios”. Y esto lo hace apoyándose en la palabra evangélica y contemplando la persona misma de Jesús.

Estos son los textos evangélicos de los que se sirve: Mc 8,34-35 (4), Jn 12,25 (6), 14,6 y 10,9 (8), Mt 20,22 y 11,30 (7). Apuntala en ellos su pensamiento, su visión personal del camino espiritual, y critica con fuerza la postura de algunos espirituales “que se tienen por amigos de Cristo”, pero que, según él, “huyen de ello [de la cruz de Cristo] como de la muerte” (5). Empiezo por esta critica y continúo luego por la exposición de su doctrina.

Jesús habla a sus seguidores en el texto de Mc de “negarse a sí mismo” y de “tomar la cruz”. Los espirituales a los que se refiere J. “entienden que basta” para vivir este consejo de Jesús con “cualquiera manera de retiramiento y reformación en las cosas; y otros se contentan con en alguna manera ejercitarse en las virtudes y continuar la oración y seguir la mortificación”. (5; cf. 8). Ya en S 1,8,4 había hablado también de quienes “se cargan de extraordinarias penitencias y otros muchos voluntarios ejercicios”, añadiendo también la coletilla “y piensan que les bastará para llegar a la unión. En Dichos sentenció: “Aunque obres muchas cosas, si no aprendes a negar tu voluntad y sujetarte, perdiendo cuidado de ti y de tus cosas, no aprovecharás en la perfección” (Av 7).

Aparecen en esta sentencia dos propuestas netamente diferenciadas: la primera, la de “algunos espirituales”, habla de “muchas cosas”, de “extraordinarias penitencias”. Piensan que esto basta. El Doctor místico dice que esto “es andar por las ramas” (S 2,7,8), “huir de imitar a Cristo” (ib.), y que, por lo tanto, “no aprovecharán en la perfección”. Y la segunda propuesta es la del santo carmelita, que ha sintetizado con estas palabras: “negar tu voluntad … perdiendo cuidado de ti y de tus cosas” (Av 71). Es sobre lo que abunda en el capítulo que estudiamos. El camino cristiano es “desnudez y pobreza, o enajenación o pureza espiritual” (ib. 5), o “suma desnudez y vacío de espíritu” (3), o “viva muerte de cruz sensitiva y espiritual, esto es, interior y exterior” (ib. 11). Contrapone las dos propuestas ayudándonos así a una comprensión mejor de cada una. La primera es puro egoísmo; la segunda es amor. Aquélla hace a sus seguidores “enemigos de la cruz de Cristo”; ésta “es seguir a Cristo”.

Una lectura atenta del densísimo número cinco llevará al lector a una comprensión, como mínimo, de la fuerte convicción del Santo sobre lo que está en juego. Después podrá juzgar, y desde la luz que proyectan los textos bíblicos aducidos, sobre la validez de una y otra postura con relación a la “cruz de Cristo” en la vida cristiana.

Escribe el maestro que “la cruz pura espiritual y desnudez de espíritu pobre por Cristo” es “la aniquilación de toda suavidad en Dios”; y que “buscar a Dios en sí mismo es no sólo querer carecer de eso y de esotro por Dios, sino inclinarse a escoger por Cristo todo lo más desabrido, ahora de Dios, ahora del mundo; y esto es amor de Dios”. Mientras que “andar dulzuras y comunicaciones sabrosas en Dios” “no es negación de sí mismos y desnudez de espíritu”, antes es “buscarse a sí mismos en Dios, lo que es harto contrario al amor”.

El Santo identifica la “cruz” y el “amor”. Y una y otro con el seguimiento de Jesús. El amor es negación de sí, por cuanto es afirmación de otro como razón y centro de la propia vida. Y esta negación, “en que consiste la cruz pura espiritual”, “ha de ser una muerte y aniquilación” “en la estimación de la voluntad, en la que se halla toda negación”. Parafraseando los dos textos joaneos que cita, dice que “el que quiere poseer algo o buscarlo para sí, ése la perderá [su vida, su alma]”. Mientras que “el que renunciare por Cristo a todo lo que puede apetecer y gustar, escogiendo lo que más se parece a la cruz … ése la ganará” (ib. 6).

Beber del cáliz del Señor, del que habla Mt 20,22, “es morir a su naturaleza, desnudándola y aniquilándola”, para poder caminar el camino de Jesús, “en el que no cabe más que la negación … y la cruz, que es el báculo para poder arribar, por el cual grandemente se aligera y facilita” (ib. 7). Y continúa apoyándose en el texto del mismo evangelista, 11,30, que el yugo suave y ligero “es la cruz, que es determinarse de veras a querer hallar y llevar trabajo en todas las cosas por Dios” (ib).

Todo esto que nos dice con el soporte de la palabra evangélica, lo refuerza presentándonos la Persona misma de Jesús: su vida es una muerte a lo sensitivo, “espiritualmente en su vida y naturalmente en su muerte”, en la que quedó “aniquilado en el alma sin consuelo y alivio alguno”. Pero en este momento “del mayor desamparo”, “hizo la mayor obra que en toda su vida”, que fue “reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios” (ib. 11).

De este modo, su tesis de “que Cristo es el camino, y que este camino es morir” (ib. 9), adquiere un refrendo absoluto en la palabra y en la vida de Jesús, y, por eso, un alcance universal. Lo grita, más que lo dice: “Para que entienda el buen espiritual el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios, y sepa que cuanto más se aniquilare por Dios … tanto más se une a Dios y tanto mayor obra hace”. Y líneas más abajo culmina su discurso con esta afirmación: “no consiste, pues, (el camino de Cristo) en recreaciones y gustos, y sentimientos espirituales, sino en una vida muerte de cruz” (ib. 11). El Santo emplea “aniquilación”, “aniquilar” once veces en este capítulo, cuatro de ellas referidas a Cristo (todas en el n. 11) y siete para designar la “cruz”, el “camino” del cristiano (cf. CB 26,17).

Pienso que podemos concluir que este capítulo siete es el manifiesto más radical del estatuto del cristiano, porque antes de su Maestro: la cruz. Lo que está aquí en juego es una lectura en profundidad, radical de la vida y de la palabra de Jesús. Si J. de la Cruz acierta o se equivoca todo su sistema doctrinal, y su misma vida, se sostiene o se hunde. Es clara su intención a la hora de escribir este capítulo, como lo advierte en el primer número: “que no se maravillen del vacío y desnudez” de la que hablará como camino de la  unión.

IV. Espesura de la cruz, espesura de la vida

  1. de la Cruz es consciente y sabedor de las resistencias inmensas que hay en nosotros a la “cruz”, es decir, al “amor” (CB 36, 10-13). Dios comienza a probar a quienes andan “crecidillos” en la vida espiritual. De estos dice el Santo que “están inclinados a estos gustos … y son muy flojos y remisos en ir por el camino áspero de la cruz” (N 1,6,7); y que, “en ofreciéndoseles algo de esto sólido y perfecto … huyen de ello como de la muerte” (S 2,7,5). Son personas que “se ofenden de la cruz”, “en que está el deleite del espíritu” (N 1,7,4).

En la Llama se pregunta por qué hay “tan pocos que lleguen a tan alto estado de perfección de unión con Dios”. Y la respuesta es escueta, nítida: porque “hay pocos vasos que sufran tan alta y subida obra”. Por ello, Dios, “no hallándolos fuertes y fieles en aquello poco … no va adelante en purificarlos”. Pues para esto “era menester mayor constancia y fortaleza” (2,27).

Una constancia y fortaleza que Dios, condescendiente, con paciente amor se empeña en engendrar en nosotros, para que podamos comer el manjar “más fuerte y sólido de los trabajos de la cruz de su Hijo, a que él querría echasen mano más que a otra alguna cosa” (S 2,21,3). En Llama, en una exclamación vibrante, sale al paso de quienes andan detrás de sus gustos diciéndoles que, “si supiereis cuánto os conviene padecer … en ninguna manera buscaríais consuelo, ni en Dios ni en las criaturas; mas antes llevaríais la cruz, y, puestos en ella, querríais beber allí la miel y el vinagre puro … viendo cómo, muriendo así al mundo y a vosotros mismos, viviríais a Dios en deleites de espíritu” (2,28). Y habla de la “paciencia y fidelidad” y “constancia” para sufrir “en lo exterior” para que “pusiese Dios los ojos en vosotros para purgaros y limpiaros más adentro con algunos trabajos espirituales más de adentro, para daros bienes más adentro”, que es “una señalada merced de tentarlos más adentro, para aventajarlos en dones y merecimientos” (ib. 28), y “para levantarlos todo lo que puede ser” (ib. 29).

Hacer el camino de la cruz del Esposo Cristo es antes que nada gracia, “aventajada merced”. Pero también empeño fiel de quien percibe esa gracia. Así lo expresa el Santo en CB 3. “El alma que de veras a Dios ama, no empereza hacer cuanto puede por hallar al Hijo de Dios, su Amado” (3,5); y hace esto “confiada del amor y favor de él”, para liberarse de todo lo que impide “el camino de la cruz del Esposo Cristo” (5). Con el mismo lenguaje y con la misma fuerza se expresa en CB 29: “que, estando enamorada / me hice perdidiza, y fui ganada”: “El que anda de veras enamorado, luego se deja perder a todo lo demás … A sí mismo, no haciendo caso de sí en ninguna cosa sino del Amado”, y “a todas las cosas, no haciendo caso de todas sus cosas sino de las que tocan al Amado” (ib. 10). Una vez más J. de la Cruz contrasta su planteamiento con el de “algunos espirituales” que “se tienen por los de muy allá”, pero que “nunca se acaban de perder en algunos puntos … para hacer las obras perfectas y desnudas por Cristo”, “pues no están perdidos a sí mismo en el obrar”. Sentencia: “no viven en Cristo de veras” (ib. 8).

Pero el amor, que es siempre el que redime el dolor y levanta la cruz como trofeo de victoria, y convierte todo en gracia, en “ganancia” para sí y para todos, necesita él mismo purificarse, redimirse del egoísmo, hasta en sus raíces más profundas. El amor es un grito callado y denso, impetuoso de “entrar más adentro”. De entrar con el mismo Cristo. “Entremos más adentro en la espesura”. Una cruz compartida por un “nosotros” solidario. Es lo que canta y cuenta el poeta y teólogo en Cántico 36, con la que empieza la última etapa del proceso místico, la aspiración de glorificación, cuando la vida se concentra en un deseo, como anota: “Sólo le queda una cosa que desear, que es gozarle perfectamente en la vida eterna” (Ib. 2). Deseo que traduce: “transfórmame y aseméjame en la hermosura de la Sabiduría divina” (7). Un deseo que se acelera por momentos: “cuanto más ama, más adentro de ellas (las maravillas del Verbo encarnado) apetece entrar” (CB 36.9). Insiste en que “muere en el deseo de entrar” (CB 36,11) y en que “se olgaría de morir muchas veces por satisfacerle” (N 2,13,4). Movimiento que va en aumento, “porque esta espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan profunda e inmensa, que … siempre puede entrar más adentro”.

En esta estrofa 36 dice más todavía: que, con tal de entrar más adentro en ese conocimiento amoroso de Dios, “le sería grande consuelo y alegría entrar por todos los aprietos y trabajos del mundo … y por las angustias y trances de la muerte, por verse más adentro en su Dios” (11). Esto no es teoría. Es historia “pasada”. Es lo que cuenta e interpreta en el libro segundo de Noche. Escribe: “Se anda siempre tras su Dios con espíritu de padecer por él” (19,4). Camino que “es más seguro y aún más provechoso” (16,9), “porque le es medio para entrar más adentro en la espesura del deleite” (CB 36,12).

Y así lo explica en los últimos números de la declaración del quinto verso de esta estrofa: “Por esta espesura… se entiende harto propiamente la espesura y multitud de trabajos y tribulaciones en que desea el alma entrar”. Y termina con una exclamación que le arranca de lo más hondo de su conciencia cristiana, de su visión del “misterio de Cristo”: “¡Oh, si se acabase ya de entender cómo no se puede llegar a la espesura y sabiduría de las riquezas de Dios … si no es entrando en la espesura del padecer de muchas maneras, poniendo en eso el alma su consolación y deseo! ¡Y cómo el alma que de veras desea sabiduría divina, desea primero el padecer, para entrar en ella, en la espesura de la cruz”. Y después de citar Ef 3,17-19, termina: “Porque, para entrar en estas riquezas de su sabiduría, la puerta es la cruz” (13).

Así se juntan, en la experiencia del deseo, y en la realidad, el entrar más adentro en el conocimiento amoroso, vivencial del misterio de Dios manifestado en Cristo, y el entrar más adentro en el misterio de la cruz, dos “espesuras” que se unen en la Persona de Jesús, que el Padre nos ha dado “por hermano, compañero y maestro, precio y premio” (S 2,22,5). Y así se unen necesariamente en cada persona.

No es un principio “ideológico” del que parte. Es una conclusión a la que llega, y no desde unas premisas más o menos fundamentadas, sino desde la lectura que hace de la vida de Jesús. Participar en la cruz de Cristo, “pasar por esta puerta de la cruz”, no es una opción entre otras que puede tomar un cristiano; es una gracia que se nos otorga para poder participar en la “misma hermosura del Verbo” (ib. 5). “La espesura de la cruz” es uno de esos bienes que tenemos en común con Jesús por vocación, y que llega de hecho a ser realidad, en todo el esplendor de realización, en la culminación del proceso: “De donde las almas esos mismos bienes poseen por participación que él por naturaleza; por lo cual verdaderamente son dioses por participación, iguales y compañeros suyos de Dios” (CB 39,6). “Iguales y compañeros”, también en el camino conduce a esa explosión de gloria: la cruz.

Conclusión

A mediados de 1589 J. de la Cruz escribe a la priora de la nueva comunidad de Córdoba: “Den a entender lo que profesan, que es a Cristo desnudamente”. Y exhortándoles a que tomen “muy de nuevo el camino de la perfección… con voluntad robusta”, les concretiza este camino: “Sigan la mortificación y penitencia, queriendo que les cueste algo este Cristo, y no siendo como los que buscan su acomodamiento y consuelo, o en Dios o fuera de él; sino el padecer en Dios, y fuera de él en silencio y esperanza y amorosa memoria” (Ct a María de Jesús: 18.7.1589). El Santo sabe muy bien que “esta vida, si no es para imitarle, no es buena”. Y que “imitarle” es desear “hacerse en el padecer algo semejante a este gran Dios nuestro, humillado y crucificado; pues que esta vida, si no es para imitarle, no es buena” (Ct a Ana de Jesús: 6.7.1591). Por eso, cualquiera que “le persuadiere … alguna doctrina de anchura, aunque la confirme con milagros, no la crea ni abrace … no busque a Cristo sin cruz” (Ct a Luis de S. Angelo, 1590).

De su preocupación por pautar el comportamiento propio y ajeno, de “medirse” siempre con Jesús da buen testimonio también el consejo que ofrece a una comunidad de descalzas: “Sirvan a Dios…, siguiendo sus pisadas de mortificación en toda paciencia, en todo silencio y en todas ganas de padecer, hechas verdugos de sus contentos, mortificándose si por ventura algo ha quedado por morir que estorbe la resurrección interior del espíritu” (Ct del 18.11.1586). Cristo tiene que “costar algo” (Ct del 18.7.1589).

¿No es ésta su “doctrina sustancial y sólida”, la del misterio y ciencia de la cruz, frente a la de los “espirituales que gustan ir por cosas dulces y sabrosas a Dios?” (S pról. 8). Si esto es así, como lo pienso, ¿no nos sitúa J. de la Cruz, no sitúa todo el mensaje cristiano en el centro de la pasión-muerte-resurrección de Jesús, paradigma y parábola de la de toda persona? “Ame mucho los trabajos y téngalos en poco por caer en gracia al Esposo, que por ella no dudó en morir” (Av 93) “¿Qué sabe quien no sabe padecer por Cristo?” (Av 186). Y como Cristo.

BIBL. — EULOGIO PACHO, “La ‘croce’ nella mistica di san Giovanni della Croce e di san Paolo della Croce, en AA.VV., La sapienza della Croce, II, Torino, 1976, p. 181-196; ALFONSO BALDEÓN, “El camino de la cruz del Esposo Cristo (La otra cara del Cántico Espiritual)”, en MteCarm 97 (1989) 1737; SECUNDINO CASTRO, “Cristo vivo en san Juan de la Cruz”, en RevEsp 49 (1990) 439-474; GIUSEPPE FURONI, “S. Giovanni e il mistero della Croce”, en Quaderni Carmelitani 7 (1990) 161-185; J. DAMIÁN GAITÁN, “El camino de la cruz. Transfiguración del hombre sanjuanista”, en RevEsp 53 (1994) 43-118; LUCINIO RUANO, El misterio de la Cruz. Comentario al poema de san Juan de la Cruz ‘Un pastorcico’, Madrid, BAC, 1994.

Maximiliano Herráiz

Simbología sanjuanista

La crítica literaria ha advertido en los poemas líricos de San Juan de la Cruz el uso clásico de términos como la noche, la llama, la fuente, la luz, las cavernas, las lámparas, y ha advertido también que tales términos además de desarrollar las relaciones que atañen a su uso simbólico tienen en el discurso poético el significado que les es propio como unidades codificadas en el léxicon de la lengua española; tales términos tienen, por tanto, en el discurso de los poemas sanjuanistas un doble valor: uno en el mundo referencial de los campos semánticos textuales, es decir, el que el contexto les da a partir de su significado habitual, y otro en el mundo imaginario de los campos simbólicos que ellos mismos crean, es decir, en su dimensión de símbolos literarios.

Los símbolos aparecen en todos los poemas, con amplitud e intensidad variadas, junto con otros recursos literarios: metáforas, metonimias, alegorías, símiles, y configuran el conjunto de la lírica de J. de la Cruz como un universo ficcional en el que las relaciones de significado, de espacio y tiempo son interpretadas a partir de unos temas y unas anécdotas ( búsqueda y encuentro en la naturaleza, búsqueda y encuentro en una noche oscura; la pasión amorosa, la llama del amor a Dios), en un sentido simbólico que, según dice el poeta en las Declaraciones a las estrofas, corresponde a las distintas fases del  camino místico. Y así, las relaciones que el término “noche” establece mediante adjetivos (oscura / dichosa, amable, sosegada, serena) en los campos semánticos de la luz del día y del tiempo astronómico, se desdoblan en el ficcional como etapa de dolor o de sosiego del alma en el camino hacia la  unión mística con Dios, manteniendo siempre la concordancia con el símbolo inicial (noche oscura = noche con sufrimiento; noche dichosa = estado de felicidad porque avanza hacia la luz, etc.).

I. Los grandes símbolos sanjuanistas

Esto significa que una vez que un término se propone como símbolo, todas las relaciones que establece en el discurso se proyectan en dos direcciones, la referencial y la simbólica, aunque no siempre lo hacen del mismo modo. La Llama de amor viva y la Noche oscura son poemas estructurados en torno a un solo símbolo general; el Cántico espiritual, bastante más extenso, se organiza a partir de un símbolo total, el amor de los esposos, y se desgrana en multitud de símbolos parciales que estructuran los distintos momentos de la historia de amor entre Dios y el alma, articulación general del poema, apoyada en el uso de un símbolo envolvente o de una secuencia de símbolos encadenados, el poeta suele romper el equilibrio y se inclina hacia uno de los mundos representados, y con frecuencia hace prevalecer el simbólico, en el que queda preterida la lógica de la expresión lingüística, de manera que si el lector atiende sólo a ésta y se remite al mundo de la experiencia sensible, se encontrará con sin-sentidos, con frases absurdas, con contradicciones, etc., que podría considerar errores de la expresión, si no las traslada al nivel simbólico, donde transcienden la lógica y adquieren una riqueza de sentido asombrosa. Esto ocurre con expresiones fuera de toda lógica: muerte que das vida; saber no sabiendo; apaga mis enojos, pues eres lumbre; regalada llaga; música callada; ¿por qué no tomas el robo que robaste?… El oxímoron, la antonimia, la paradoja, la unión de términos contrarios, las frecuentes expresiones antitéticas (Mª J. Mancho, 1993, p. 107) nos sorprenden una y otra vez en el discurso de los poemas sanjuanistas, y comprendemos que no son precisamente errores o imprecisiones de la expresión debidas al azar o a un descuido del poeta, sino recursos literarios de una lírica simbólica, que se apoya casi siempre en una tradición de uso literario religioso y también en una teoría del conocimiento científico, filosófico y místico.

Una anécdota, a veces referencialmente incomprensible, sirve de fábula o de urdimbre para acceder a un universo en el que el símbolo se amplía en círculos y en redes semánticas complejas, hasta llenar todo un poema o extenderse incluso al conjunto de la obra de J. de la Cruz: todos los poemas mayores y cualquiera de los poemas menores participa en sus expresiones de ese mundo donde el símbolo es la llama y lo simbolizado es el amor de Dios, en el que el símbolo es la noche y lo simbolizado es el difícil y gozoso camino hacia Dios, en el que el símbolo es la ciencia y lo simbolizado es la intuición mística… y donde pierde pertinencia la lógica expresiva para dejar paso a una “inteligencia mística” en la que se aclaran sin-sentidos, contradicciones, antinomias… Estos son los hechos: términos simbólicos, redes semánticas simbólicas, universo de ficción organizado en torno a símbolos que invaden toda la obra, ¿cómo pueden ser explicados por una semiología literaria?

II. Naturaleza y aspectos del símbolo

El símbolo ha sido estudiado directamente, en los términos léxicos básicos: “noche”, “llama”, “cavernas”, “llaga”, “fonte”, etc., para determinar los sentidos que puede tener como unidad lingüística en las expresiones del poema; así lo ha estudiado la llamada “crítica simbólica”, tanto en su dimensión histórica, buscando los antecedentes, como en sus relaciones con los usos que se encuentran en otros poetas de la época renacentista. También puede ser analizado, cuando alcanza mayor complejidad porque se repite y se amplía con conexiones sucesivas, en el conjunto de la obra de un autor, de un tipo de lírica (amorosa, heroica, mística, etc.), o mediante la superposición de poemas, para comprobar cómo se constituyen las redes asociativas, sus derivaciones y sus reiteraciones en diferentes campos semánticos. Estos análisis pueden determinar qué mundos, qué figuras, qué mitos inconscientes pueden caracterizar a una obra, un autor, un estilo poético; es lo que ha hecho la psicocrítica, y particularmente Ch. Mauron a través de algunas figuras concretas, como las metáforas obsesivas, y puede hacerse también a partir de los símbolos.

Los estudios sobre el símbolo, o sobre las redes de símbolos, tienen un carácter interdisciplinar; el símbolo se constituye como objeto de estudio de la teoría literaria en varias de sus orientaciones actuales (la Estilística, la Psicocrítica…) y también es objeto central o marginal de otras investigaciones: la Hermenéutica (P. Ricoeur), la Poética del Espacio (Bachelard, Durand), el Psicoanálisis (Freud, Jung, Latan), la Ciencia de los Símbolos (Chevalier, Champeaux), la Antropología cultural (LevyStrauss), la Mitocrítica (Dumézil, Frye, etc.). Todos ellos aportan explicaciones desde distintos puntos de vista y permiten que hoy se tenga del símbolo un mayor conocimiento.

Algunos autores, como E. Cassirer, hablan de símbolo y de la capacidad simbolizante del ser humano a partir de las unidades del sistema lingüístico, pero no es lo habitual, la mayoría de los autores diferencian el signo –verbal o no verbal– del símbolo. Es evidente que el signo tiene aspectos comunes con el símbolo: ambos son formas materiales, empíricas, significantes, que remiten a contenidos no sensibles, mentales, significados; pero tienen distinta naturaleza y generan procesos semióticos diferentes: el signo mantiene una relación inmotivada entre sus dos componentes, significante y significado, en una relación necesaria, en cuanto que la concurrencia de ambos aspectos es imprescindible para que exista el signo como tal; el símbolo es motivado, pues siempre se basa en una relación determinable por el lector, que puede tener una base metonímica, pragmática, psíquica, o de otro tipo (llama=consumir; agua= purificación; noche=miedo) y no necesaria, pues puede establecerse con cualquiera de los términos del mundo simbolizado (llama=calor, daño, consumir, dar luz, purificar, etc.) y además el término simbólico ya tiene una existencia anterior como signo de un sistema lingüístico, pues no puede, o no suele, utilizarse como símbolo una secuencia de fonemas sin significado.

El signo es estable, al menos relativamente, y suele formar parte de un sistema, es decir, está codificado, mientras que el símbolo no es estable y no está codificado, de modo que puede simbolizar una cosa en un poema y otra muy diferente en otro, o incluso en el mismo poema en dos pasajes. El símbolo es más bien un “formante de signo literario” que no está ligado a un contenido preciso, a un significado, sino que adquiere un sentido en un discurso, en una lectura, no sólo diferente de un texto a otro, sino incluso diferente en dos lecturas de un mismo texto. Por esto, para interpretar al signo es necesario conocer el sistema al que pertenece, y si no se conoce el código no podrá interpretarse el texto; el símbolo pertenece a lo que Lotman llama un sistema modelizante de segundo grado y para interpretarlo, el lector no tiene que acudir a la memoria y a su competencia lingüística, sino que, supuesta ésta, debe descubrir, a partir de ella, intuitivamente, unas nuevas posibilidades en el contenido simbolizado, que nunca es unívoco, ni necesario.

El símbolo es, pues, un término del discurso, que sin perder su significado referencial (noche=tiempo físico que no es de día) adquiere una nueva dimensión, la simbólica, que remite a un sentido circunstancial (noche = camino hacia la fuente que mana, tiempo de miedo y oscuridad, preludio del encuentro deseado), determinado por el contexto. Su sentido se encuentra más que con el discurso mental, con la intuición, con la sugerencia, con la imaginación.

Los términos lingüísticos utilizados como símbolos pueden proceder de cualquier campo semántico; en los textos de J. de la Cruz, suelen ser los denominados “símbolos primordiales” que remiten referencialmente a hechos naturales y a experiencias cósmicas del hombre: la noche, la llama y la luz, el agua y la fuente… con sus constelaciones en la expresión de contrarios, de sinónimos, de términos homólogos y con todas sus posibilidades de incrementación por medio de adjetivos, de determinantes, y de predicados positivos y negativos.

El significado concreto de los términos simbólicos y las derivaciones contextuales en cada poema, son el punto de partida para sus posibles interpretaciones, que pueden ser muchas, dado el carácter polivalente y ambiguo del texto artístico. Las lecturas literarias, y las simbólicas lo son, pueden ser muy diversas, pues se trata de sentidos no limitados por un código, sino sólo por el contexto y pueden ser todas las que el texto no rechace de un modo directo.

III. Interpretaciones del simbolismo sanjuanista

La crítica ha tomado posiciones muy distanciadas a la hora de determinar el origen y la finalidad del símbolo en los poemas de J. de la Cruz, y de ellas derivan lecturas que son aceptables o rechazables, según el enfoque inicial. Podemos adelantar que, después de repasar las lecturas propuestas hasta el presente, las interpretaciones generales que se han dado a los símbolos pueden reducirse fundamentalmente a dos, una que responde a una lógica de necesidad y remite a las posibilidades y limitaciones del idioma, y otra que responde a una lógica de disimulo y remite a una disposición del sujeto emisor. La primera es la que declara el mismo Juan al explicar sus símbolos y es la que sigue la mayoría de la crítica textual, la segunda es la que, con matices en diferentes autores, se apoya en la teoría psicoanalítica que parte de Freud.

1. LÓGICA DE LA NECESIDAD. Según esta interpretación, el uso del símbolo está motivado necesariamente por la naturaleza de los contenidos que se pretende expresar y por la naturaleza del sistema verbal de signos. Los contenidos que se quiere manifestar son experiencias inefables, o demasiado ricas, y el idioma no puede expresarlas porque la lengua carece de palabras para manifestar los contenidos místicos. De los dos aspectos (contenidos en sí inefables; limitación de los recursos expresivos) habla J. de la Cruz; de uno u otro han hablado los más destacados críticos: Menéndez Pelayo, Dámaso Alonso, Baruzi.

San Juan, en el prólogo al comentario en prosa al poema del Cántico espiritual, afirma claramente que “sería ignorancia pensar que los dichos de amor en inteligencia mística … con alguna manera de palabras se puedan bien explicar”. Ni el entendimiento, ni el sentimiento, ni el deseo de amor a Dios, puede ser expresado por nadie, y “ésta es la causa por que con figuras, comparaciones y semejanzas, antes rebosan algo … que con razones lo declaran”, pues “no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas” (CB pról.1-2).

Farrés Buisán (1990) ha hecho una relación de las citas en las que el Santo habla directamente de la inefabilidad, que son muchas. San Juan declara que utiliza los símbolos como un recurso necesario para superar de algún modo la inefabilidad de algunos conceptos, de algunas experiencias, consciente de lo que hace, y no por una presión del inconsciente que le lleve a usar expresiones no queridas. Pero además cuando Juan utiliza el símbolo está respaldado en la práctica por una tradición pragmática, amplia e intensa en el discurso poético religioso y por una filosofía formulada explícitamente por autores de los siglos XV y XVI.

Es sabido que el uso del símbolo y de la alegoría es uno de los rasgos más destacados del arte medieval, y no sólo del literario, por unas motivaciones en las que ahora no vamos a entrar, pero de las que la más general es, sin duda, la teoría de que Dios se manifiesta simbólicamente en la naturaleza, de modo que la belleza de ésta trasluce de algún modo la de Dios. Sobre todo, a partir de la segunda mitad del siglo XV, el uso del símbolo tiene un respaldo teórico muy consistente, que puede ofrecer razones para entender las formas que adoptan los poemas sanjuanistas.

Nicolás de Cusa (1401-1464) publica en 1445 dos obras, La búsqueda de Dios y La filiación de Dios, en las que, como en el resto de su producción filosófica, desde una perspectiva neoplatónica y en la línea de la mística alemana, expone un método de conocimiento analógico-alusivo (la docta ignorancia), que pretende aproximarse a lo desconocido desde lo conocido, a lo incierto desde lo cierto, a lo infinito desde lo finito, partiendo de la idea de que las cosas finitas no tienen con lo infinito una relación antitética, sino simbólica. Si las cosas inmediatas nos son conocidas, a través de ellas podemos inducir las lejanas en el conocimiento. Por otra parte, en el mundo del conocimiento empírico se dan oposiciones entre las cosas o entre los conceptos que quedan anuladas en lo infinito, donde se superan los contrarios. El principio de contradicción, que es la base de la coherencia del discurso científico, pierde su pertinencia respecto a lo infinito. A través de los tres grados de conocimiento se puede seguir el proceso por el que el hombre puede llegar a saber de modos distintos: la percepción sensorial, que nos permite acceder a las cosas reales en su variedad existencial; la razón discursiva, que distingue los términos opuestos y los excluye porque se niegan entre sí; y el intelecto que capta la coincidencia de los opuestos mediante una intuición superior. Percepción, razón, intuición, son grados del saber que pueden explicar el uso del símbolo y de las expresiones antitéticas que se dan en los poemas sanjuanistas: la percepción del mundo sensible donde se refleja el Amado que lo viste de hermosura; el discurso que lleva al diálogo con las criaturas y la intuición que permite el acceso al mundo del símbolo y por él a lo simbolizado.

El símbolo parte de una relación con lo simbolizado; tiene un poder evocador que busca la armonía entre los extremos (en San Juan lo divino y lo humano), es decir, el símbolo se mueve en el nivel de la percepción sensorial (en su materialidad: naturaleza, noche, sentimientos) y de la razón discursiva en su expresión, donde las antítesis, las contradicciones, el absurdo (soledad sonora, música callada, muerte que da vida) son posibles, y remite a un mundo simbólico donde todo es infinito, donde no persisten ni la materia ni la contradicción: ni la llama es la llama, ni hay contradicción entre los opuestos: muerte / vida; música / silencio; llaga / regalada; lumbre que apaga.

Las teorías del Cusano encuentran intenso eco en el neoplatonismo italiano del siglo XVI, que renueva la antigua “metafísica de la luz”. La luz eterna, original, purísima, inmaterial, causa primera del ser y de la vida, principio activo y formativo de la naturaleza (Patrizzi, 1529-1597), es el símbolo de la divinidad, de la vida; y siguiendo el ciclo de la naturaleza, el camino hacia la luz es la noche; lo finito es una prolongación de lo infinito y conocemos lo infinito por analogía con lo finito; los contrarios se anulan en lo infinito y la noche se hace luz en esa dimensión simbólica a la que el alma accede intuitivamente, aunque en la expresión lingüística lógica se formule como un sin-sentido.

El uso del símbolo se mantiene en el Renacimiento, aunque con otro valor y por motivaciones distintas de las medievales, y lo usan sobre todo los autores neoplatónicos como elemento mediador entre una realidad sensible (su referencia) y un sentido profundo, indefinible, indecible, infinito. El símbolo tiene la función de llevar al hombre de lo finito conocido a lo infinito desconocido, a lo que por su propia naturaleza es inefable de un modo directo y, por ello, debe encontrar una forma indirecta de manifestación por caminos distintos de los habituales.

Desde esta perspectiva, el símbolo alcanza una indudable función gnoseológica: es el camino para un conocimiento no racional, sino intuitivo. En el mundo literario un poema simbólico se convierte en un proceso de conocimiento de una realidad que, discursivamente inalcanzable e inefable para los medios ordinarios de expresión, se hace palabra en los símbolos de J. de la Cruz.

El símbolo y su uso respondería, en primer lugar, a una necesidad lingüística: suplir la falta de términos que expresen directamente los estados místicos, las relaciones y las experiencias; tendría una segunda dimensión como signo literario: confiere belleza al texto, pues es un recurso de ornato del discurso, y alcanzaría, también por su naturaleza de signo literario no codificado, la polivalencia semántica propia de los signos artísticos; y finalmente habría que considerar su valor gnoseológico, pues genera un proceso de conocimiento de carácter intuitivo que permite comprender lo que de otro modo no es racionalmente asequible ni comunicable.

Así quedaría explicado el símbolo desde la lógica de la necesidad a través de todos estos pasos no perdidos en la lírica simbólica de san Juan y así es como él lo ha explicado en las Declaraciones que añadió a sus poemas mayores. Pero en ellas dice que su explicación no excluye otras lecturas e interpretaciones, dada la riqueza del contenido, que apenas rebosa un poco.

2. LÓGICA DEL DISIMULO. Puede llamarse también “del ocultamiento” y corresponde a las interpretaciones del símbolo sanjuanista, desde una perspectiva psicoanalítica. El símbolo, en general, es el lenguaje del inconsciente y el hombre lo utiliza como un recurso para ocultar unas experiencias que, por alguna razón, no quiere manifestar directamente, en sus propios términos. Los poemas serían procesos de figuración, de desplazamiento o de condensación, de experiencias eróticas, a las que un interdicto personal y social impide presentar en un lenguaje directo. El hombre acoge en su inconsciente aquellos impulsos, sentimientos y conductas que reprime, porque los considera censurables desde su control psíquico, y los convierte en contenido simbólico de formas expresivas que escapan a ese control, mediante alguno de los procedimientos de manifestación del inconsciente, que conoce el psicoanálisis.

Según tal interpretación, san Juan utiliza en sus poemas símbolos que remiten al amor humano y como tales hay que leerlos, a pesar de lo que él diga en sus Declaraciones, pues puede el autor creer que hace una cosa y estar en realidad haciendo otra. Desde esta actitud metodológica, el sentido de los poemas es sencillo y directo: son canciones de amor, cuyas expresiones resultan fuertemente eróticas. Lo que dicen los poemas es directo, es el lenguaje habitual de la lírica amorosa y como tal hay que entenderlo, y sus símbolos son los normales en este tipo de poemas. Las afirmaciones de que se trata de amor divino están hechas desde el interdicto que el inconsciente pone a la expresión amorosa.

J. Guillén (1969), refiriéndose al Cántico espiritual, cree que los poemas “si se leen como poemas –y eso es lo que son– no significan más que amor, embriaguez de amor, y sus términos se afirman sin cesar como humanos […] Nada abstracto se mezcla a la historia, reducida a los pasos y emociones de una pareja de enamorados”. Aparte de que la expresión mística es humana, fuertemente humana, y, por tanto, el argumento de la humanidad de los poemas no parece decisivo para excluir esta faceta, el mismo Guillén reconoce que “una resonancia valiosa se añade al canto de amor” y “se insinúa entre los versos que los dota de una transcendencia a la vez humana y divina”.

Así lee también los poemas J. L. L. Aranguren (1969), que afirma rotundamente que “si sin gazmoñería alguna aceptamos leer el Cántico … pronto veremos en qué tremenda medida es un poema erótico … cuya acción es la unión amorosa enteramente narrada … y cuyo clímax, el éxtasis erótico, se alcanza al comienzo de la estrofa doce de la versión primera”.

Es evidente que el Cántico espiritual, al que se refieren las afirmaciones de Guillén y de Aranguren, no utiliza el lenguaje en una forma narrativa, como un relato directo de una historia amorosa; es indudable que desde los primeros versos incluye términos que rechazan una lectura referencial; y por muy directamente que se lean, sin gazmoñería, pero también sin condicionamientos ideológicos, los versos del Cántico no relatan la historia de ningún ciervo que hiere y huye, no son la historia de una mujer que anda preguntando a las criaturas si han visto a su amado, el poema desarrolla esas anécdotas como símbolo de algo más; y el dilema está en determinar si esos símbolos se refieren a un amor humano o a un amor divino. Y lo mismo diremos respecto de las lecturas de otros autores que interpretan los poemas la Noche oscura y la Llama de amor viva, como poemas eróticos.

Estamos ante lecturas reductoras y, sin duda, desviadas por una ideología o por una postura personal, que se quedan en la superficie, pues el título (Canciones entre el alma y el Esposo) y la Declaración de las canciones entre el alma y el Esposo apuntan a otro sentido, y el mismo texto permite otras lecturas y alcanza otros sentidos, aunque el título no fuese significativo o el autor no lo hubiese aclarado. Sabemos que no es decisiva, ni condicionante siquiera, la intención del autor a la hora de interpretar el texto literario, pero sabemos también que la obra artística es polivalente y admite, según indicios textuales, multitud de lecturas. Con las interpretaciones eróticas estamos también ante una lectura con pretensiones de exclusividad: la descalificación de otras, considerándolas “gazmoñas”, es contraria a los más elementales principios de la teoría literaria actual, que ha señalado desde varias orientaciones metodológicas (New Criticism, Estética de la Recepción, etc.) la polivalencia del signo literario: no puede ser excluida una lectura mediante un juicio de valor de un crítico, pues sólo el texto puede rechazarla, si no responde su sentido al discurso verbal del poema.

Partiendo de la posibilidad de varias lecturas, vamos a comprobar las que se han propuesto desde una metodología psicocrítica y cómo pueden contribuir a explicar algunos aspectos del uso de los símbolos para poner en claro las orientaciones sémicas que crean. Según el psicoanálisis, el símbolo responde a una tónica de disimulo y de ocultación, es decir, es un recurso no consciente utilizado por el poeta para esconder los sentimientos, las experiencias, los deseos y las pulsiones cuya manifestación directa sufre un interdicto por parte de su conciencia.

Freud asigna al símbolo una primera función comunicativa, como expresión de un significado que ha sido codificado en el inconsciente. Para este autor, los símbolos remiten figurada o traslaticiamente, también condensadamente, a un mundo de deseos, de pulsiones que en sí no son inefables, pero que el sujeto, por razones sociales (tabú) o personales (censura inconsciente), no puede decir de un modo directo. Los símbolos son el lenguaje del inconsciente, que son leídos más allá de su referencia lingüística inmediata. No se trata de que su contenido sea inefable o de que no haya términos en el lenguaje ordinario para expresarlo, se trata de soslayar un interdicto mediante una expresión simbólica, no consciente para el autor, que descubre el psicoanalista o el psicocrítico mediante el análisis de los términos del discurso y de sus redes asociativas.

Jung desde la idea freudiana de que el símbolo oculta un sentido, rechaza la hipótesis de que esa forma sea siempre el enmascaramiento de deseos censurados por el individuo. El símbolo sería una expresión de la psique cuando se adentra en una realidad desconocida y sin expresión directa; su función primera consiste en “la revelación existencial del hombre a sí mismo, a través de una experiencia cosmológica”. En los poemas simbólicos de san Juan la revelación a sí mismo se hará a través del reconocimiento de la presencia del Amado en la naturaleza (mi Amado, las montañas…) y a partir de un símbolo general: el amor de los esposos, y la búsqueda inquieta hasta el encuentro gozoso.

La interacción entre el consciente y el inconsciente es posible por medio del símbolo: “El símbolo no encierra nada, ni explica, remite más allá de sí mismo hacia un sentido aún inasible, oscuramente presentido, que ninguna palabra de la lengua que hablamos podría expresar de forma satisfactoria” (Jung). Cuando los símbolos son sociales, generales, forman conjuntos que actúan como modelos o arquetipos de conocimiento y de conducta y se convierten en “elementos estructurales de la psique”. Los símbolos arquetípicos provocan “imágenes primordiales” en diferentes culturas, son casi signos codificados, aunque sin la precisión que alcanzan los signos de un sistema semiótico; así podemos pensar en la universalidad de los símbolos sanjuanistas de la noche, de la llama y de la luz, del agua y de la fuente, del aire, cuyo sentido religioso general parece identificarse en todas las culturas.

La aplicación de los conceptos psicoanalíticos al estudio de los textos literarios da lugar en la teoría de la literatura al método psicocrítico de Charles Mauron. El análisis desde esta perspectiva se realiza partiendo del presupuesto general de que el texto poético se estructura en dos niveles: el externo, cuyas expresiones son determinables mediante un análisis de las formas (fonético, morfológico, sintáctico, métrico) y el interno, constituido por asociaciones semánticas de metáforas y símbolos que manifiestan el mundo emocional e inconsciente del autor.

La diferencia entre la lógica del ocultamiento y la lógica de la necesidad está en que la primera no es consciente: el autor no sabe que lo que dice tiene una referencia al mundo del inconsciente donde forma redes asociativas que construyen figuras por su cuenta; elige temas y símbolos, incluso cuadros de personajes, para estructurar en el nivel de la consciencia anécdotas, fábulas, relatos, etc., pero lo hace movido por su inconsciente, sin penetrar en otro sentido más que el anecdótico, y es el crítico quien interpretará esos símbolos, identificándolos y relacionándolos en toda la obra; por el contrario, la lógica de la necesidad mantiene que el autor es consciente, tanto de la inefabilidad del objeto que quiere tratar, como de la insuficiencia del sistema de signos verbales en que lo quiere expresar, de modo que busca conscientemente la expresión simbólica, que le permite dar forma de alguna manera a esos contenidos, y además él mismo puede explicar los símbolos y sus relaciones.

Nos parece que, sin duda, la actitud de san Juan, que añade a las Canciones, las Declaraciones, se sitúa decididamente en la segunda forma de entender la función del símbolo como signo literario. Además, la modernidad del Santo es sorprendente en este punto porque admite la polivalencia del símbolo, al decir que su lectura y sus explicaciones no agotan las posibilidades del sentido de sus poemas y que otros lectores podrán interpretarlos de otro modo.

Los estudios de G. Bachelard y de G. Durand buscan una interpretación simbólica del espacio humano (subida, ascensión / caída, bajada) y del tiempo (diurno / nocturno) como coordenadas en las que el hombre sitúa su experiencia y se sitúa él directamente en los límites que le ofrece la realidad inmediata o en el mundo ficcional que construye con los símbolos y con el imaginario espacio temporal. Las funciones del símbolo en estos espacios y tiempos imaginarios pueden entenderse también como puente entre lo conocido y lo desconocido, entre lo finito natural y lo infinito espiritual, entre el cronotopo del mundo empírico y la semiotización de espacio y tiempo en el mundo imaginario.

En este sentido, una de las funciones atribuibles al símbolo sería la unificación de la experiencia total del hombre (la religiosa, la científica, la cósmica, la empírica y la imaginaria…), en niveles preconscientes o supraconscientes, que le permiten integrarse mediante la experiencia religiosa en un vasto conjunto, a partir de lo que llama Bachelard la inmensidad íntima, que abarca toda la creación, donde se manifiesta simbólicamente el mismo Creador (mi Amado las montañas, / los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos).

Otra de las funciones, ésta desde la experiencia del saber, sería la gnoseológica, que permite al hombre transcender el conocimiento racional que a partir de la experiencia puede darle la ciencia y la especulación, y alcanzar otro modo de sabiduría, el sumo saber en la intuición de la divinidad (un entender no entendiendo … / Y es de tan alta excelencia / aqueste sumo saber, / que no hay facultad ni ciencia / que le puedan emprender). El símbolo siempre como intermediario entre dos mundos, el de la fe y el empírico, el de la ciencia y el de la experiencia, con funciones que lo hacen necesario.

Los poemas de san Juan acogen todas las formas de transcendencia y utilizan todas las funciones que son asequibles a los símbolos. El símbolo respondería a necesidades de seguridad psíquica, pues permite al hombre centrarse en la creación, y de conocimiento intuitivo, que le permite transcender el saber racional. La realidad que expresa el símbolo pertenece a un mundo en el que el hombre está situado en otras dimensiones espacio-temporales y de conocimiento, y que traduce al mundo de la experiencia mediante términos que sugieren, que figuran, que connotan de algún modo esa otra realidad transcendente.

El símbolo, perteneciente a un lenguaje no codificado en un sistema sémico, pero de un valor general a toda la humanidad, sirve también de cohesión entre los hombres. El simbolismo religioso se convierte en una forma de lenguaje válido en una tradición que se remonta a la Biblia y da forma a la mística española en tanto que escuela de experiencias espirituales y de expresión literaria. San Juan sería, en su lírica, y en los comentarios en prosa, la más alta expresión de las posibilidades que el lenguaje simbólico ha conseguido.  Comparaciones, figuras, formas, imágenes, metáforas, semejanzas.

BIBL. — DÁMASO ALONSO, La poesía de San Juan de la Cruz (desde esta ladera), Madrid, CSIC, 1942; Id. Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos, Madrid, Gredos, 1966; J. L. L. ARANGUREN, Lenguaje y poesía, Madrid, Alianza, 1969; JEAN BARUZI, Saint Jean de la Croix et le problème de l’experience mystique, Paris, Alcan, 1931; E. CASSIRER, Mito y lenguaje, Buenos Aires, Nueva Visión, 1973; Id. Esencia y efecto del concepto de símbolo, México, FCE, 1975; J. CHEVALIER Y A. GHEERBRANT, Dictionnaire des symboles, Paris, Seghers, 1973; G. DURAND, Las estructuras antropológicas de lo imaginario, Madrid, Taurus, 1963; R. DUVIVIER, Le dynamisme existentiel de Saint Jean de la Croix, Paris, Didier, 1973; J. FARRÉS BUISÁN, “Testimonios de San Juan sobre la inefabilidad”, en Mancho Duque, (ed. 1990) p. 143-154; J. GUILLÉN, “San Juan de la Cruz o lo inefable místico”, en Lenguaje y poesía, Madrid, Alianza, 1969, p. 73110; I. LOTMAN, La estructura del texto artístico, Madrid, Istmo, 1978; Mª J. MANCHO DUQUE, (ed.), La espiritualidad española del siglo XVI. Aspectos literarios y lingüísticos, Salamanca, Universidad, 1990; Id. Palabras y símbolos en San Juan de la Cruz, Madrid, Fundación Universitaria Española Universidad Pontificia de Salamanca, 1993; Ch. MAURON, Des métaphores obsédantes au mythe personnel. Introduction à la Psychocritique, Paris, Corti, 1970.

María del Carmen Bobes Naves

Espíritu Santo

La mención expresa del Espíritu Santo abunda en Juan de la Cruz. La indefinición y polivalencia de la palabra ‘espíritu’ en sus escritos llevan a pensar que en muchas otras ocurrencias, en las que los editores no usan la mayúscula para el vocablo, el Santo está implícita o declaradamente aludiendo al misterio, a la acción y a la experiencia del Espíritu Santo. Esta abundancia ya da cuenta de la importancia, y no sólo estadística, como no podía ser menos, de la tercera persona de la  Trinidad en la doctrina y mensaje del Doctor Místico; su dificultad reside tanto en la condición líquida, casi evanescente de la noción ‘espíritu’ en la prosa sanjuanista. Pero el carácter difuso de la noción de ‘espíritu” y la polivalencia del término en san Juan de la Cruz, no impiden la exploración con éxito y provecho de una cierta pneumatología sui generis en el Doctor Místico.

El triple elemento constitutivo de todo mensaje sanjuanista está presente en la doctrina del ES: experiencia, Escritura y teología espiritual.

La experiencia vivida del ES y su expresión simbólica. Es la parte más abundante. Más que pneumatología en este estrato del texto hemos de hablar de ‘pneumatopatía’. Un cierto ‘pathos’ del Espíritu está alentando en toda página. No un pathos mántico y extático, sino poético, interiorizado, concentrado, estéticamente encauzado, teologalmente adquirido y ejercitado.

El dato bíblico incorporado a su mensaje. La dimensión privilegiada es la paulina, la vida según el Espíritu. La vida cristiana llevada según el Espíritu, conducida y trasformada por su acción, su impulso, bajo su fuego y su luz. No explora ni se testifica directamente –aunque siempre caben lecturas segundas o interpretaciones– otras dimensiones litúrgicas, sacramentales y eclesiales de su acción. Es S. Pablo el gran inspirador de la obra del teólogo y poeta. El cuarto evangelista está a la base sobre todo en los Romances y en el Cántico.

La propuesta teológica y espiritual. El tercer elemento hay que desplegarlo siguiendo las indicaciones del propio autor que traza un camino irreductible a otras periodizaciones más comúnmente aceptadas. En cada una de esas etapas del camino espiritual habla del Espíritu Santo según unos determinados modos, muy suyos por otra parte, y descubre unas u otras notas de su actividad. Más que la presentación forzosamente sistemática, se impone aquí la presentación de un proceso.

I. Experiencia personal del Espíritu Santo

Todo tema sanjuanista, a despecho de la precariedad de datos biográficos con que contamos, ha de partir de una siquiera somera exploración de su vivencia.

1. REFERENCIAS BIOGRÁFICAS. La piedad personal documentada que ha cultivado acerca del Espíritu Santo se reduce a algunos testimonios de los ‘procesos’, que nos hablan de su devoción a la misa de la Trinidad, de la conversación levitante con S. Teresa en la Encarnación, y de otras florecillas, como la paloma que viene a la ventana en  Segovia. Poca cosa. Vestigios más visibles de su práctica personal hallamos en las cartas (cf. Ct 2. 5. 7. 12 y 16) que contienen fórmulas de saludo y despedida de este tono. Más en concreto en la carta a una Descalza (por Pentecostés de 1590) se encuentra esta perla que indica vivencias litúrgicas muy precisas que aquí son también recomendadas a su corresponsal: “Jesús María. Estos días traiga empleado el interior en deseo de la venida del Espíritu Santo, y en la Pascua y después de ella continua presencia suya; y tanto sea el cuidado y estima de esto, que no le haga el caso otra cosa ni mire en ella, ahora sea de pena, ahora de otras memorias de molestia; y todos estos días, aunque haya faltas en casa, pasar por ellas por amor del Espíritu Santo y por lo que se debe a la paz y quietud del alma en que él se agrada morar”.

Hay suficientes datos para saber de los campos donde ha cultivado y de los momentos vitales que han puesto en marcha esa experiencia del ES. Bastará recordar los siguientes.

La liturgia eucarística (misa de la Trinidad) y de las Horas (himnos, fiestas, etc.) ha dejado su marca final en los textos como antes en la vida.

El acto mismo de escribir y el momento de la creación poética (CB, pról. 1; 26,5; S 2,26,1) han sido precedidos frecuentemente por la invocación o la  memoria del Espíritu: “El Espíritu del Señor que ayuda nuestra flaqueza, como dice  san Pablo (Rom. 8, 26), morando en nosotros, pide por nosotros con gemidos inefables lo que nosotros no podemos bien entender ni comprehender para lo manifestar. Porque ¿quién podrá escribir lo que, a las almas amorosas, donde él mora, hace entender?… no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas. De donde se sigue que los santos doctores, aunque mucho dicen y más digan, nunca pueden acabar de declararlo por palabras, así como tampoco por palabras se pudo ello decir; y así, lo que de ello se declara, ordinariamente es lo menos que contiene en sí” (CB pról. 1).

El estudio y la reflexión, junto con la “lectio divina”, tan asiduamente practicada y personalmente asimilada como delatan sus escritos, es otro espacio de germinación de la conciencia de la obra del Espíritu.

La contemplación de la naturaleza como se deduce de sus poemas. La visión y el éxtasis descritos tan apasionada y certeramente que en muchas ocasiones delatan una evidente experiencia personal. Veremos cómo bajo cada verso del Cántico y de la Llama se encuentra recubierta alguna gracia mística que debió tener fecha y lugar precisos en la aventura personal del Santo. Y muchas de ellas son de contenido explícitamente pneumatológico.

El ministerio de confesor, de exorcista y de guía de almas, pues su carisma de discernimiento es una de las dotes espirituales que los testigos de su vida más destacaron y le reconocieron.

El sufrimiento y la noche son otros de los campos en donde se ha completado su conocimiento y connaturalización con el fuego santo del Espíritu.

Nada hay en la pluma de J. de la Cruz que antes no hubiese estado en sus labios. Su magisterio oral también contaba con la obra del Espíritu en el creyente: algunos “frutos” constan en el dibujo del Montecillo y ya es sabida la importancia de este esquema para la constitución de su pensamiento y para las primeras expresiones sintéticas de su mensaje. La doctrina del ES pues, estuvo antes en su vida y en su lengua que en su pluma.

2. LOS POEMAS MENORES, PRIMERA VERSIÓN DE LA EXPERIENCIA. Una primera confesión ingenua y precisa de la fe católica en el ES cuajada ya en símbolos personales la hallamos en los Romances. La profundidad y la centralidad de estas piezas en el conjunto de la pneumatología sanjuanista no ha de encarecerse ya, se impone. Aquí está confesada, a coro con la comunidad católica de la experiencia, la base dogmática sobre la que se asentará la propuesta de respuesta personal del creyente. Aquí –junto con el Pastorcico sobre la redención, la Fonte sobre la Trinidad y la eucaristía, y el Super flumina sobre la patria esperada– ha meditado la historia de salvación y el papel del ES en ella. En los poemas dichos mayores y en sus comentarios (CE, N y Ll) ha sacado las consecuencias prácticas y operativas para el creyente que ha de corresponder a la revelación y entrega amorosa de Dios, que salió de su amor y ha desplegado en el Espíritu y en la carne del Hijo su amor incomprendido. Aquí del abajamiento y condescendencia de Dios, de la Trinidad al nacimiento en Belén, en Noche, Cántico y Llama la correspondencia de quien cayendo en la cuenta se deja llevar, sale y sube en la fuerza del ES.

Baste aquí mencionar los versos y los temas tradicionales condensados en estos aparentemente ingenuos versos de catequista del Espíritu. Los vv 20-25 y 40-50 parten de la meditación del misterio trinitario como triple polo de relación de amor more agustiniano: Amado, Amante y Amor que les une: Como amado en el amante uno en otro residía, y aquese amor que los une en lo mismo convenía con el uno y con el otro en igualdad y valía […] Este ser es cada una, y éste solo las unía en un inefable nudo que decir no se sabía; por lo cual era infinito el amor que las unía, porque un solo amor tres tienen que su esencia se decía; que el amor cuanto más uno, tanto más amor hacía.

Aquel inefable nudo (v 39; cf. N 2, 24,3), aquel Amor que les une (v 47) el Amor que yo en ti tengo (vv 73-75) aluden evidentemente al ES y su procesión, relación y existencia intradivina. En la “igualdad y valía” resuena la confesión del símbolo sobre el Espíritu como “Señor y vivificador que recibe una misma (igual) adoración y gloria”. De la contemplación del misterio intradivino pasa el poeta a la  Trinidad económica que despliega la historia de Salvación, primero como plan de salvación: Al que a ti te amare, Hijo, a mí mismo le daría, y el amor que yo en ti tengo ése mismo en él pondría, en razón de haber amado a quien yo tanto quería (vv. 73-77).

Donde se anticipa la efusión del Espíritu por obra del Hijo que derrama sobre los que creen en él el mismo amor residente en el nudo inefable de la Trinidad.

En los vv 145-167 el Amor que procede del Padre y del Hijo construye el cuerpo místico de Cristo: cuerpo cósmico, encarnado y glorioso. Cristo recibe la unción del Espíritu junto con el Cuerpo y derrama el Espíritu mediante su cuerpo carnal y frágil, pero amante y entregado: Porque él era la cabeza de la esposa que tenía, a la cual todos los miembros de los justos juntaría, que son cuerpo de la esposa, a la cual él tomaría en sus brazos tiernamente, y allí su amor la daría; y que, así juntos en uno, al Padre la llevaría, donde del mismo deleite que Dios goza, gozaría; que, como el Padre y el Hijo, y el que de ellos procedía el uno vive en el otro, así la esposa sería, que, dentro de Dios absorta, vida de Dios viviría.

El destino esponsal del  hombre no es otro que la inmersión en el seno mismo de la Trinidad por voluntad del Padre, por obra del Hijo y “del que de ellos procedía” que actúa en la Iglesia a quien su amor (el Espíritu Santo) allí le daría.

La ‘fonte’ en su estrofa octava contiene otro precioso canto ardiente pero en fe, porque es de noche, del misterio del Espíritu contemplado como torrente y flujo que anega, alegra y riega la tierra de los hombres, el ES como surgencia permanente de luz y agua fecunda: El corriente que de estas dos procede sé que ninguna de ellas le precede, aunque es de noche.

3. LOS SÍMBOLOS DEL ES EN CÁNTICO Y LLAMA. Más abundante y original es el testimonio místico y poético de la obra del Espíritu que adorna y enriquece la vida del creyente abierto a su obra. Aquí no podemos sino mencionar, seleccionar y agrupar los versos de los poemas mayores que el comentador ha desglosado como preñados de contenido pneumatológico. Al comentar esas formaciones léxicas y simbólicas, musicales y teológicas, no es posible determinar siempre si el autor encuentra y atribuye esas experiencias simbólicas a determinadas notas que considera como propias del Espíritu Santo, “por causa de las propiedades de los efectos” (LlB 2,1) o porque realmente hay en el trasfondo una experiencia, ordinaria o extraordinaria, de la gracia del ES. Sin rigor teológico, pero con riqueza y amplitud verdaderamente originales el Santo escribe su evangelio del ES. Solo nos cabe la mención y la agrupación por “constelaciones” de los símbolos tradicionales del Espíritu: constelaciones de símbolos ligadas por el poeta y el comentador a la experiencia mística de la obra del ES:

a) El aire. El viento “de tu vuelo” que arrebata en la visitación del ES (CB 13, 4-5), que lleva a la contemplación (absorbe y arroba) (CB 13,11): “Vuélvete, paloma, / que el ciervo vulnerado / por el otero asoma / al aire de tu vuelo, y fresco toma”.

b) El austro que recuerda los amores (CB 17, 2-9). “Y así, por este aire entiende el alma al Espíritu Santo, el cual dice que recuerda los amores; porque, cuando este divino aire embiste en el alma, de tal manera la inflama toda, y la regala y aviva y recuerda la voluntad, y levanta los apetitos (que antes estaban caídos y dormidos) al amor de Dios, que se puede bien decir que recuerda los amores de él y de ella. En este aspirar el Espíritu Santo por el alma, que es visitación suya en amor a ella, se comunica en alta manera el Esposo Hijo de Dios; que por eso envía su Espíritu primero como a los Apóstoles, que es su aposentador, para que le prepare la posada del alma Esposa, levantándola en deleite, poniéndole el huerto a gesto, abriendo sus flores, descubriendo sus dones, arreándola de la tapicería de sus gracias y riquezas … Por tanto, mucho es de desear este divino aire del Espíritu Santo y que pida cada alma aspire por su huerto para que corran divinos olores de Dios”. Toda la canción es de tal densidad pneumatológica que bastara para construir una teoría y una práctica espiritual.

c) También es el ES en la tradición bíblica el aliento –viento íntimo del hombre– y la disposición para el desposorio (CB 22,2), y el viento en cuanto ambientador aromatizador, o el ámbar que perfuma (CB 24, 6) el ambiente con el “bonus odor Christi” de las virtudes; se le menciona como Divino viento (CB 31,4), o como respiración, aliento y aspiración (CB 39,4). Es ‘el aspirar del aire’, o ‘el aspirar sabroso’ (LlB 4) donde el lenguaje simbólico deja paso al más estrictamente técnico y teológico de la procesión trinitaria del ES que la teología llama “spiratio”. El poeta revitaliza la noción teológica, por la fuerza de la palabra poética y por la exacerbada percepción mística de la verdad.

d) El silbo de los aires amorosos (C 14-15,14) se interpreta como una gracia mística de conocimiento y de noticia delicada de lo divino que se alcanza mediante la sutil efusión del Espíritu figurado en la brisa, que oyó Elías también.

e) La voz es otro de los símbolos que pretenden transportar la rica e informe experiencia del ES. El aliento que emite el hombre interviene en la fonación y antes de ser Palabra y Verbo es mero aliento informe, primera expresión de urgencia y de deseo, de llaga y de ausencia. Pablo habló del ES como “gemido”, también el místico conoce que su voz interior e informe como un suspiro, una queja y un deseo, es nuestra primera memoria “me dejaste con gemido” (CB 1,14) del Dios que hirió, creó, amó y huyó. Otras veces la figura del sin rostro es percibida por el místico como “ruido y voz terrible” (CB 15,20), como voz de os sonorosos (CB 14-15, 9-11), como trueno de cascadas (ib.). Más tarde el ES visita al místico en el “canto de la dulce filomena” (CB 39,8).

f) Todos los sentidos son convocados a testimoniar la obra de aquel que escapa a la vista, pero que se ofrece al olfato como aroma o ámbar que perfuma (CB 18, 6; 24,6) o al gusto como bebida de amor (sobria ebrietas) o vino del Espíritu (CB 16,4), adobado vino (CB 25,7-8) macerado con especias aromáticas y mosto de granadas (CB 37,8) que se brindan en el banquete los amantes. Este es el ES que conoce y nombra con mil figuras y semejanzas el poeta místico que se ha embriagado con el “vino sabroso de amor en el Espíritu” (CB 30,1).

g) El agua es otro de los símbolos mayores de raíz bíblica y largo despliegue tradicional. San Juan de la Cruz lo prolonga llamando al ES río sonoroso (CB 14,9), torrente impetuoso (CB 26,1; 30,1), fuente de aguas vivas que mana de las entrañas del creyente (CB 12,3, 20,11, Ll 1,1 y 3,8), torrente de deleites (CB 26, 1), cristalina –por clara y por de Cristo– (CB 12) fuente de semblantes plateados (CB 12,4).

Aún debemos mencionar, entre otras figuras de aquel que no tiene más icono verdadero que el rostro de Hijo predilecto en quien el Padre tiene todas las complacencias, tres apólogos de extracción social que describen con gracia la obra del Espíritu:

h) El aposentador, cargo cortesano que prepara el palacio y la cámara para el alojamiento y para los esponsales. “En este aspirar el Espíritu Santo por el alma, que es visitación suya en amor a ella, se comunica en alta manera el Esposo Hijo de Dios; que por eso envía su Espíritu primero como a los Apóstoles, que es su aposentador, (la alusión no es al envío del ES sobre los apóstoles, sino al envío de dos discípulos delante de él a que le preparen la cena” (Mc 14,13-16) para que le prepare la posada del alma Esposa, levantándola en deleite, poniéndole el huerto a gesto, abriendo sus flores, descubriendo sus dones, arreándola de la tapicería de sus gracias y riquezas” (CB 17,8.10).

i) El mozo de ciego. “Adviertan los que guían almas y consideren que el principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos, sino el Espíritu Santo” (LlB 3, 46 y paralelo en 3,29).

j) El maestro interior y enseñador: “El Espíritu Divino también está unido con él en aquella verdad, como lo está siempre en toda verdad, de aquí es que, comunicando el entendimiento en esta manera con el Espíritu Divino mediante aquella verdad, … abriéndole puerta y yéndole dando luz el Espíritu Santo enseñador. Porque ésta es una manera de las que enseña el Espíritu Santo. Y de esta manera, alumbrado y enseñado de este Maestro el entendimiento, entendiendo aquellas verdades, juntamente va formando aquellos dichos él de suyo, sobre las verdades que de otra parte se le comunican” (S 2, 29,1-2).

4. LOS SÍMBOLOS ELEMENTALES DEL ES EN ‘LLAMA’. La Llama, que es primordial en todo el sistema simbólico sanjuanista, tiene su anticipo en C. Allí está “la llama que consume y no da pena”; con un leve juego de palabras el maestro la convierte en llama que consume y consuma (CB 39,14) para hablar de la dinámica evangélica por la que se perfecciona, consuma o alcanza suma cumbre quien se pierde y consume su vida en el don de sí.

a) El fuego referido al ES a lo largo y ancho del libro de la Llama tiene vertientes simbólicas muy variadas: es fuego que purifica (LlA 1,16.18.19); que hiere y sana (LlA 2,1.2.6), es decir, cauterio suave (2, 8.9.10) y dardo de la trasverberación (LlA 2,12); que deleita (LlA 1,1.6.8; 2,3) y produce la fiesta del ES (1,8; 2,6) que trasforma el madero en fuego activo que llamea y que funde (LlA 1,3.6.16; 3,10) metales heterogéneos en aleación humano divina; y es por fin, fuego que consume y consuma (LlA 1,27-28; 2,3; 3,10; CB 39,14; cf. N 2, 10; 12,5; 20,4). El fuego es vertical, ascendente y agitado. Nunca está ocioso. Tiende a llevarse y a llevar hacia lo alto, así el ES.

b) La luz es otra constelación mayor en la simbólica general del ES. La dialéctica luz y tinieblas (LlA 1,18.19.20), las lámparas de fuego de (ib. 3,4-8), los resplandores (3,9-11), las obumbraciones (3,12-14) explicadas como gracias peculiares y atribuidas o apropiadas a la obra del ES por el místico, contienen riquezas de mucha experiencia densa y original.

c) El agua, cuya presencia hemos visto en CE, aparece en contexto extraño por las secretas leyes que rigen el mundo de los símbolos, ligada al fragor del fuego (LlA 3,55; 1,1; 3,7-8 = CB 26,1). El ES es fuego y es agua sin contradicción.

d) Aún contiene el libro de la Llama otro símbolo tradicional en la catequesis y en la liturgia para expresar la gracia del ES: la unción con óleo. El místico al tocar con su propio instrumento trasmuta la misma música tradicional. Su experiencia se parece y difiere. La unción (LlA 3,24-30. 36. 42. 45. 54. 55. 59) del ES es en él de valor médico o curativo, es de valor dispositivo, pero en el contexto místico sanjuanista tiene más referencia al mundo de las bodas y los cosméticos, más proximidad a los ungüentos y aromas de la novia para el matrimonio que a las armas y el estadio como disposición y linimento o tónico muscular del atleta y el soldado de Cristo (N 2, 21). Para J. de la Cruz la unción y el crisma son para el amor y el atractivo, como lo fue para Ester (Est 2,2-4.12-14) antes que para la lucha y la defensa.

II. Textos de la Sagrada Escritura incorporados

Conviene ahora ofrecer un cuadro de textos bíblicos interpretados por el Santo en clave pneumatológica e incorporados a su contemplación poética y a su meditación escrita.

a) El ES presente en la obra permanente de la creación y sosteniendo el testimonio del mundo que habla de Dios y confiesa en ellas como un primer creyente y testigo el poder de su autor (Sab 1,7: CB 15,27): “Todas estas voces hacen una voz de música de grandeza de Dios y sabiduría y ciencia admirable. Y esto es lo que quiso decir el Espíritu Santo en el libro de la Sabiduría (1,7), … El Espíritu del Señor llenó la redondez de las tierras, y este mundo, que contiene todas las cosas que él hizo, tiene ciencia de voz, que es la soledad sonora, que decimos conocer el alma aquí, que es el testimonio que de Dios todas ellas dan en sí. Y por cuanto el alma recibe esta sonora música, no sin soledad y ajenación de todas las cosas exteriores, la llama la música callada y la soledad sonora, la cual dice que es su Amado”.

b) El ES como autor de la Escritura es un tópico teológico que no tiene desarrollo alguno en SJC, solo aceptación irreflexiva (S, pról. 2; S 2,19,9; 11,7; 22,2; CB 24,3; 33,9; CA 15,2; N 2,8,5; CB pról. 1, etc.).

c) El ES en la vida de María sí ha sido meditado; pueden considerarse LlB 3,12: ‘te cubrirá la sombra del Altísimo’ interpretado al modo místico y S 3,2,10 ‘los que son movidos por el Espíritu esos son hijos de Dios’, como dos textos suficientemente hondos para hablar de J. como de un testigo de la interpretación de la anunciación como experiencia espiritual interior de transformación de María por obra del ES. LlB 3,8 no da pie para hablar de María en Pentecostés.

d) El ES en Pentecostés lo interpreta el místico, siguiendo pautas patrísticas tradicionales o medievales, más como experiencia interior de los Apóstoles que como acontecimiento externo (Act 2,3 : LlB 2,3; 3,8; CB 13,11; 1415,10; S 2,20,3; N 2,20,4; S 3,45,3). La dependencia de San Gregorio, reconocida por el autor y llegada mediante el Breviario, es un típico ejemplo del curso ordinario por el que llega a las fuentes el autor.

La vida en el Espíritu es la perspectiva en que contempla preferentemente la obra de la Tercera Persona de la Trinidad. El hombre y los efectos que Dios deja en él; su huella, su gracia, su destinación y su glorificación es el campo de observación del invisible Espíritu de Cristo. En Cristo y en su carne sacrificada y glorificada y en el hombre justificado y trasformado actúa el Espíritu, luego allí se le ha de buscar y contemplar, allí ha de rastrear el teólogo su modo de actuar. Por eso su acerbo bíblico y su arsenal de textos se nutre de Pablo y de Juan, ante todo, ellos son los autores de la “vida en el Espíritu”.

— Vida que comienza en el nacimiento o “renacencia” del agua (cuño bautismal de esta vida) y del Espíritu (Jn 3,5: S 2, 5,5-6; S 3, 26,7; N 1, 4,7. Jn 4,14: CB 12,3), se prolonga como una larga y nocturna lucha contra la carne de los que son hijos de Dios y movidos por el E. (Rm 8,14: LlB 2,34; S 3, 2,16; CB 35,5; Rm 8,13: LlB 2,32 y CB 3,10) que ayudados por el gemido y las primicias del Espíritu que ora en ellos y les impulsa a salir de sí (Rm 8,23 C 1,14); ayuda su debilidad (Rm 8,26 C, pról, 1) y derrama el ágape en sus corazones (Rm 5,5: CB 38,3) para hacerles hijos y clamar Abba (Gal 4, 4-6: CB 39, 4). Porque el hombre ‘animal’ no entiende las cosas que son del E. de Dios (1 Cor 2,14: S 2,19,11); pues solo él penetra los profundos de Dios (1 Cor 12,10: S 2, 26,11); solo él enseña como maestro interior (S 2,29,1-9) distribuye los carismas (1 Cor 12,7.10: S 2, 26,12; 3, 30,1-2) y los somete todos a los más excelentes: la fe, la esperanza y la caridad (1 Cor 13,1: S 3, 30,4; CB 13,12). Aún más, él mismo habita como en su templo en cada creyente (S 3, 40: 1 Cor 3,6 y 6,19). Es el ES quien liberta de las fronteras y apetencias de la carne (Gal 5,17: S 3,22,2; 26,4; CB 3,10; 16,5) disponiendo al hombre para ser hijo en el Hijo, participar de su herencia y clamar: ¡Abba! (Gal 4,6: CB 39,4) con toda verdad.

— En el progreso de esta vida en el Espíritu llega un momento que el místico interpreta según la tradición el “conviene que yo me vaya, para que venga a vosotros el Paráclito”, como consigna útil para fomentar el despego de la meditación y el paso a formas no sensibles de relación con Cristo en pura fe y contemplación, para dejarse introducir por obra del ES en la hora de Cristo (Jn 16,7: S 2,11,7); al fin todo el logro de la lucha contra la carne y la vida en la libertad del Espíritu como hijos de Dios se viene a resolver como inmersión del hombre en la vida de la Trinidad por obra del Espíritu (Jn 14, 23: Ll pról. 2 y 1,15; Jn 7,38-39: CB 12,13; 13,3). De hecho, el místico construye Llama como un puro testimonio de que las promesas del Salvador (la que está en Jn 14, 23: ‘vendremos y haremos morada en él’, y Jn 4,14 + Jn 7,39: ‘de sus entrañas brotarán torrentes de agua viva’ y Ez 36,25 = LlB 3,8: ‘Os infundiré mi Espíritu… derramaré sobre vosotros un agua pura…’) se cumplen plenamente, por obra del Espíritu, en quienes se dejan trasformar por su fuego. ‘La unción os lo enseñará todo’ (1 Jn 2,27: LlB 3,26.40-43) y os deificará por su aspiración (CB 39,3.6). Extraña comprobar que en este cúmulo de menciones solo una vez se aluda a los siete  dones del Mesías de Is 11, (CB 26,3). No ocupan apenas espacio entre los temas sanjuanistas.

La vida en el Espíritu es vida en fe. Fe nacida en la revelación donde Dios habla y llama. La especulación paulina sobre el espíritu y la letra de 2 Cor, 3, 4-6 juega un importante papel en la profunda y original doctrina sanjuanista sobre la teología de la revelación, sobre la relación entre revelación pública y privada, en la reflexión sobre la relación entre primer y segundo testamento, o sobre la necesidad de la hermenéutica, vale decir la necesidad de ‘las vías de carne y tiempo’ y sobre la condición histórica –dinámica e inacabada– de la verdad revelada, es decir sobre la necesidad del tiempo y de Espíritu, ‘Maestro’ y ‘Enseñador’ (S 2,29) para que la letra no mate, no sea leída ni entendida al modo fundamentalista, sino que permanezca viva y abierta siempre a nuevos tiempos y sentidos. Todo eso y más se contiene en S 2 19- 22. No podemos desarrollar tan hermosas, actuales y vigorosas doctrinas.

III. El Espíritu Santo en el proceso espiritual

Sobre la  experiencia mística y simbólica poetizada por él mismo y sobre la  meditación bíblica recibida en buena parte de la tradición, construye J. de la Cruz su propuesta espiritual. Descubre el lector fácilmente un tercer nivel de mensaje: la práctica y la teología de la vida según el Espíritu del Amado Cristo. Los datos previos y supuestos dogmáticos fundamentales de la doctrina los ha explicitado como dijimos en los Romances y en la Fonte. No interesa al Santo tanto la doctrina cuanto la práctica, por eso traza un camino cristiano coherente, raudo, valiente. Lo juzga siempre con final de éxito.

1. EL ES EN EL PUNTO DE PARTIDA DEL PROCESO ESPIRITUAL. “La vida del alma es el ES” (LlB 3,62). La ‘renacenciapor el agua y el Espíritu (S 2,5,5-6) marca el punto de partida sacramental del camino de la unión: “No dio poder a ningunos de éstos para poder ser hijos de Dios, sino a los que son nacidos de Dios, esto es, a los que, renaciendo por gracia, muriendo primero a todo lo que es hombre viejo (Ef 4,22), se levantan sobre sí a lo sobrenatural, recibiendo de Dios la tal renacencia y filiación, que es sobre todo lo que se puede pensar. Porque, como el mismo san Juan (3,5) dice en otra parte: Nisi quis renatus fuerit ex aqua, et Spiritu Sancto, non potest videre regnum Dei; quiere decir: El que no renaciere en el Espíritu Santo, no podrá ver este reino de Dios, que es el estado de perfección. Y renacer en el Espíritu Santo en esta vida, es tener un alma simílima a Dios en pureza, sin tener en sí alguna mezcla de imperfección, y así se puede hacer pura transformación por participación de unión, aunque no esencialmente” (ib.).

En el inicio mismo del camino ya está la meta de la inhabitación del Espíritu (CB 1,6 y 1,14). Escribe el Santo: “Y no hay que maravillar que haga Dios tan altas y extrañas mercedes a las almas que Él da en regalar; porque si consideramos que es Dios, y que se las hace como Dios, y con infinito amor y bondad, no nos parecerá fuera de razón; pues El dijo (Jn 14,23) que en el que le amase vendrían el Padre, Hijo y Espíritu Santo y harían morada en él; lo cual había de ser haciéndole a él vivir y morar en el Padre, Hijo y Espíritu Santo en vida de Dios” (LlB pról. 2; en 1,15 repite el argumento).

De esta certeza de la presencia (CB 1,6) surge “el gemido por la ausencia”. Este gemido, hecho de deseo natural y esperanza sobrenatural, el Espíritu lo dejó como acicate y actúa como primicias en este tiempo incompleto que el creyente vive (CB 1,14) de modo que es el ES quien pone en el camino de entrada-salida a la búsqueda del Amado ausente-presente. Siempre, en toda etapa, el Espíritu no reclama para sí atención. Es Espíritu de su Amado. Trabaja en el hombre para Cristo, para hacerle decir con verdad ¡Abba! y para absorber al hombre en el “abrazo abisal de su dulzura” de Padre (LlB 1, 15).

El guía del proceso, especialmente en algunos momentos, es el ES. No lo olviden ni los acompañantes ni el mismo caminante. “Adviertan los que guían almas y consideren que el principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos sino el Espíritu Santo que nunca pierde cuidado de ellas, y que ellos son solo instrumentos para enderezarlas en la perfección por la fe y ley de Dios, según el Espíritu que Dios va dando a cada una … Y, conforme al camino y espíritu por donde Dios las lleva” (LlB 3, 46 y paralelo en 3, 29).

2. EL ES EN LUCHA CONTRA LA CARNE. LA PURIFICACIÓN ACTIVA DEL SENTIDO. Cabe señalar que el Santo atribuye expresamente al ES pocas acciones en las primeras fases de la vida espiritual. Son fases activas, recuérdese. Como en la historia de la salvación, parece que la desvelación del misterio del ES es progresiva y crece al mismo paso que la estatura del hombre interior. ¿Cabe, sin embargo, una lectura pneumatológica de Subida 1,4.5.6? “No resistáis al Espíritu?”. Lo dudo.

3. EL ES EN LA PURIFICACIÓN DEL ENTENDIMIENTO. Una primera afirmación: el entendimiento no es hábil ni capaz para recibir el Espíritu. Mediante la interpretación alegórica del ‘conviene que yo me vaya’ (S 2,11,7) enseña y apuntala el Santo su doctrina central de la necesidad de la fe, de la urgencia de abrir paso a la contemplación y a la purificación pasiva del hombre; no basta el poder de la mente para con Dios, ni basta el ejercicio activo de las virtudes teologales o educación teologal, en algún momento ha de pasar Dios a infundir el Espíritu y desplegar éste su acción necesaria para el initium fidei y para el crecimiento en la fe. El hombre manifiesta su incapacidad para la unción del Espíritu (S 2,11,1) y para recibir la locución divina.

La dialéctica Letra/Espíritu (S 2,19,5.6.7.9.10.11) manifiesta que se precisa la mediación sacramental y eclesial de la revelación, de la experiencia, de la unción y de la iluminación. Se afirma la perentoria necesidad del Espíritu para la recepción de la revelación en el tiempo último. Ciertamente Cristo y el Espíritu actúan como reveladores (S 2,20). Pero la Palabra de Dios es actual por un doble principio: uno exterior (Cristo predicado) e interior el otro (el ES inspirado). Cristo es ahora audible y visible por obra del ES. Este no es sucesor ni suplanta a Cristo. Cristo vive y habla ahora. Pues si Dios ha quedado ‘como mudo’ (S 2,22,4), ahora en este tiempo de gracia, desde el “consumatum est” de la Cruz, el ES enseña, ora, convence, recuerda, introduce en la verdad y lleva a la verdad completa, inspira acciones, ilumina mentes, da carismas, pone palabras, sostiene la confesión y el testimonio, etc.; pero todo lo hace sujeto ‘a Cristo hombre’ y a las mediaciones humanas, ahora recuperadas y trasparentes por obra del Espíritu. Todas las mediaciones de la verdad, la razón, el diálogo, el magisterio eclesial, el ministerio ordenado y el acompañamiento espiritual son obras humanas y dones del Espíritu (S 2,29). El Santo establece en este punto precisos criterios –de raíz claramente paulina– para el discernimiento de los carismas propios la esfera de la palabra o del entendimiento (S 2,26).

Presenta el Santo elenco y descripción de ese tipo de carismas y propone –casi impone– el único y universal criterio práctico: la fe es la luz y guía más valiosa y más segura, aunque (y porque) oscura. El ES actúa en la fe más que en los carismas especiales y particulares (S 2,29,6-7) y la medida de su donación e iluminación la marca la caridad, no las gracias especiales de destino comunitario y siempre peligrosas. La tensión entre ministerio ordenado y hombres espirituales (carismáticos o alumbrados) queda resuelta en estos capítulos con una crítica severa, justa y radical al libre examen y a las tendencias iluministas o gnósticas de la época, de toda época. Ha de completarse esta visión con la crítica a los excesos del ministerio eclesial instituido cuando se entromete torpe y vilmente en la obra del Espíritu y lo sofoca o apaga (LlB 3, 27-61). Las condenas del Doctor son igualmente severas y rigurosas, por cuanto son absolutamente imparciales y libérrimas.

El ES, maestro interior, (S 2,29; N 2,17,2; 4,2) ayuda en la producción de la palabra y el conocimiento; afirma el Santo su presencia y asistencia a toda verdad; es dado para la fe y para la caridad hacia el Hijo y en él tiene criterio exterior y definido; en él tiene rostro el Espíritu. ¿Cómo reconocerle? Evidentemente por sus frutos y por el sometimiento a la Iglesia. Avisa y da cautelas sobre los posibles daños de otro proceder (S 2,30).

El poder de la Palabra se manifiesta total y pleno cuando se recibe la palabra en el Espíritu (S 2,30,4 y 31,1-2), por las palabras “que hace sustancialmente en el alma aquello que dice”. Hay ciertamente carismas que no pueden ser mal utilizados por el hombre. “Y así, en este estado no puede el alma hacer actos, que el Espíritu Santo los hace todos y la mueve a ellos; y por eso, todos los actos de ella son divinos, pues es hecha y movida por Dios. De donde al alma le parece que cada vez que llamea esta llama, haciéndola amar con sabor y temple divino, la está dando vida eterna, pues la levanta a operación de Dios en Dios. Y éste es el lenguaje y palabras que trata Dios en las almas purgadas y limpias, todas encendidas como dijo David (Sal 118, 140): Tu palabra es encendida vehementemente; y el profeta (Jr 23, 29): ¿Por ventura mis palabras no son como fuego? Las cuales palabras, como él mismo dice por san Juan (6, 64) son espíritu y vida; la cual sienten las almas que tienen oídos para oírla, que, como digo, son las almas limpias y enamoradas; que los que no tienen el paladar sano, sino que gustan otras cosas, no pueden gustar el espíritu y vida de ellas, antes les hacen sinsabor. Y por eso, cuanto más altas palabras decía el Hijo de Dios, tanto más algunos se desabrían por su impureza, como fue cuando predicó aquella sabrosa y amorosa doctrina de la Sagrada Eucaristía, que muchos de ellos volvieron atrás (Jn 6, 60-61, 67). Y no porque los tales no gusten este lenguaje de Dios, que habla de dentro, han de pensar que no le gustan otros, como aquí se dice, como las gustó san Pedro (Jn 6, 69) en el alma cuando dijo a Cristo: ¿Dónde iremos, Señor, que tienes palabras de vida eterna? Y la Samaritana olvidó el agua y el cántaro por la dulzura de las palabras de Dios (Jn 4, 28)”. “Habla, Señor, que tu siervo oye” (1 Sm 3,10: S 2,31,2) ora el autor (LlB 1,5-6a).

4. EL ES EN LA PURIFICACIÓN DE LA MEMORIA. “El os lo recordará todo” (Jn 14,25-26). El olvido, la pobreza, el despojo y la esperanza son tratados por SJC como dones, obras y frutos del Espíritu (S 3,2,8). El caso de Ntra. Señora (S 3,2,10) es el paradigma al hablar de la purificación de la memoria cristiana. No hay en ella desde su concepción otra moción más poderosa que el Espíritu Santo. “Los que son movidos por el E. ésos son hijos de Dios” (Rom 8,15). La razón de esta doctrina general la encuentra en Rm 8,14: si no se puede esperar lo que se posee, toda posesión es contra esperanza. Solo el Espíritu, que es primicia y promesa, sostiene la esperanza cristiana libre de los apegos afectivos y de las apropiaciones ansiosas del deseo. El ES y su libertad se mencionan de paso también entre los provechos de la negación (S 3,6,3) y el despojo de la memoria puesta en esperanza del cielo que tanto alcanza cuanto espera. Su respuesta a una supuesta objeción de  san Pablo: ‘No queráis apagar el Espíritu’ (S 3,13,2-3) también incluye una mención pasajera.

5. EL ES EN LA PURIFICACIÓN DE LA VOLUNTAD. La esfera del amor y la afectividad ha de ser también educada. Para J. de la Cruz es posible y necesario ejercer el amor a través de toda clase de realidades o bienes temporales si es “según el Espíritu” (S 3,22,2). De hecho, considera el don y los bienes del cuerpo como valiosos en cuanto templos del ES (S 3,23). La misma vida sensual organizada por el ES (S 3,24,6; 3,26,7; CB 40), es parte de la vida espiritual. Nada queda excluido del amor. Si bien, ofrece preciosos criterios de discernimiento para los carismas o bienes sobrenaturales propios de la esfera de la voluntad (S 3,30-32). Estos “bienes” son entendidos como fuerzas y dones del ES sometidos a regla. Su criteriología es la paulina: el provecho comunitario y la caridad. Avisa de los eventuales daños en el supuesto de mala utilización de los carismas (S 3,31). Abre también una sección de crítica matizada de la religiosidad popular (S 3,33-45) y en ella incluye algunas observaciones sobre el lugar del ES en la oración cristiana (S 3,40) en todas sus mediaciones y modulaciones, sean populares o litúrgicas (S 3,44,3).

6. EL ES EN LA ‘NOCHE DEL ESPÍRITU’. Tenemos primero que certificar la práctica salida de escena del personaje durante la noche oscura del alma. Quizá se disimule bajo una nueva fuerza, casi hipostasiada, que se obstina en llamar “contemplación”. Habría que explorar expresiones como ‘divino fuego de amor de contemplación’ (N 2,10,2) ‘fuego de esta divina contemplación’ y otras semejantes. Apenas unas menciones menores: sus doce frutos entre los provechos de la noche dichosa (N 1,13,11); el ES autor de la infusión de la contemplación (N 2,17,2); y el noveno grado de amor que se atribuye también al ES (N 2,20,4) y que es el último de esta vida. Siempre se revela al fin. Poco más en este libro.

Sin embargo, leyendo la Llama se halla evidente su presencia, aunque disfrazada bajo el símbolo del fuego (N 2,10 y ss.) de la luz, de la noche y especialmente del que llama fuego amargo. Basta, pues, recurrir a textos (cf. LlB 1,18-25 y 2,23-30) donde se hallan comprimidos de experiencia y doctrina sobre la noche oscura para descubrir allí bien declarada su acción. La noche es obra del ES-Llama de amor. Los efectos y la experiencia están descritos en Ll 1,18-26a; también la duración de esa obra de la purificación. “Es de saber que, antes que este divino fuego de amor se introduzca y una en la sustancia del alma por acabada y perfecta purgación y pureza, esta llama, que es el Espíritu Santo, está hiriendo en el alma, gastándole y consumiéndole las imperfecciones de sus malos hábitos; y ésta es la operación del Espíritu Santo, en la cual la dispone para la divina unión y transformación de amor en Dios. Porque es de saber que el mismo fuego de amor que después se une con el alma glorificándola, es el que antes la embiste purgándola; bien así como el mismo fuego que entra en el madero” (LlB 1,19). El purgatorio mismo se describe, por tanto, como experiencia del Espíritu Santo (LlB 1,21 y 2,25).

7. EL ES EN LA TRANSFORMACIÓN Y UNIÓN DE AMOR. La obra del ES es inefable e inaccesible a los ojos, incluso de quien lo posee (CB pról. y Ll pról.). Está casi ausente en las estrofas de la búsqueda (CB 2-12), sólo se le menciona a propósito de la lucha contra las fronteras de la carne, como vimos (CB3,10), y en cuanto autor de la fe-agua que brota de fuente ‘cristalina’ y que refleja el rostro y los ojos del Amado.

En las estrofas del desposorio (CB 13-25) bien se pueden interpretar todas sus múltiples gracias como arras del Espíritu para la esposa. Rasgo específico de esta etapa del proceso, simultánea con la noche del espíritu, es el arrobamiento y el éxtasis. Son éstos los dones del Don en este momento del camino: La ‘visitación del ES’ y el ‘vuelo de la carne’, la radicalización de la tensión carne-espíritu por obra del Espíritu (CB 13, 4-6) y el ‘vuelo que provoca el aire del Espíritu’ aspirado por el Padre y el Hijo, es decir, la contemplación (CB 13,11). Mediante este mismo vínculo del amor trinitario se une el alma con Dios ocasional o eventualmente. El torrente del Espíritu de Dios experimentado con su violencia exterior irreprimible y su voz interior (CB 14,9-11). Otras veces es percibida su acción como silbo de aire delgado, como susurro que produce placer o pavor ante lo tremendo de la presencia divina (CB 14,18). Maravillosa es la descripción de la gracia de la percepción de la presencia del Espíritu creador en todas las cosas y la consiguiente armonía sinfónica de su voz plural (CB 15,27). Doctrina que habría que completar con las perspectivas más cristológicas (CE 4-5; LlB 4, 4, etc.).

Esta etapa es ante todo la del viento ábrego. “Ven austro que recuerdas los amores…” (CB 17) o viento húmedo, cálido, suave y fecundo que se pide para que despierte y avive la voluntad y sus virtudes, actualizadas por el amor, para que sean “bonus odor Christi”. La vida moral del hombre se vuelve motivo de gozo y alegría para él mismo. El ES pone en juego todas las capacidades y virtualidades de lo humano sin actual esfuerzo. La vida moral es disposición indispensable para la comunión de los amantes. Las virtudes son frutos del Espíritu en la tierra del hombre y ámbar del ES que perfuma la experiencia con el gozo de las buenas obras (CB 18,6).

Es el Espíritu el aposentador del espacio interior donde ha de tener lugar la unión esponsal (CB 17,8.10). No sólo se prepara el espacio –la vida moral– sino que el ES dispone y prepara a la Esposa personalmente con sus unciones y perfumes (LlB 3, 25-26. 3l. 63. 64. 68) en contraposición a otras toscas manos que no deben interferir en obra tan primorosa. “En el tiempo, pues, de este desposorio y espera del matrimonio en las unciones del Espíritu Santo, cuando son más altos ungüentos de disposiciones para la unión de Dios, suelen ser las ansias de las cavernas del alma extremadas y delicadas. Porque, como aquellos ungüentos son ya más próximamente dispositivos para la unión de Dios, porque son más allegados a Dios, y por eso saborean al alma y la engolosinan más delicadamente de Dios, es el deseo más delicado y profundo, porque el deseo de Dios es disposición para unirse con Dios” (LlB 3,25-26).

Otra “merced mayor” atribuida también al ES en este período: el adobado vino, la cual, más duradera que ‘el toque de centella’, parece consistir en facilidad para la alabanza y la reverencia, o en el amor recibido y devuelto como diálogo íntimo y plenamente confiado (CB 25,7 y 16,4).

8. El MULTIFORME DON DE LA TRANSFORMACIÓN. El torrente del amor que invade la totalidad del hombre (CB 26,1) se da en siete dones (26,3) o grados de la interior bodega del amor. El ES se contempla y goza entonces como arras de promesa y vino de bodas (de Caná) libado para la comunicación y el intercambio de los esposos (CB 30,1); como bebida embriagadora de deleites (37,8); como mosto de granadas. Como viento que remueve el amor y lo actualiza a partir del hábito de amor (CB 31,4). La soledad misma es gracia del Espíritu Santo, pues se interpreta como libertad bajo la guía soberana del Espíritu y como seguridad en la comunicación entre los amantes sin interferencias. Sólo Dios basta (CB 35,5).

El ES es ahora, como al principio y por fin, fuerza y habilitación para amar con igualdad de amor a Dios (CB 38,3) y dádiva para la reentrega (LlB 3,79) y para la reciprocidad prometida desde siempre (CB 38,3). Y, claro está, todo mediante la fe, ‘ilustradísima’, pero fe (LlB 3,80). La pneumatología sanjuanista alcanza su cumbre en la descripción de la experiencia y en la prueba teológica de sus afirmaciones al llegar a describir los efectos de la filiación, de la divinización como efecto de la gracia, y de la introducción del hombre en la vida de Dios y de Dios en la vida del hombre trasformado.

Dos palabras resumen la originalidad de su presentación: reentrega de amor en el Espíritu e igualdad de amor. Afirmaciones de alto porte que le exigen al autor argumentación muy recia y exacta. La ofrece en los dos grandes núcleos de la teología de la gracia que hemos citado arriba (CB 38-40 y LlB 3, 79-85). El soporte bíblico está en Gn 1, 26, pues la creación a imagen y semejanza viene trabajando en favor de la transformación del hombre en Dios desde su origen. Gal 4,6 está en el fondo como nuevo génesis –plenitud de los tiempos– del hombre nuevo en el Hijo por el Espíritu (CB 39, 4). El supuesto dogmático es narrativo y cristológico: “El Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios”. La oración sacerdotal, donde Cristo pide esto, que el mismo Amor que une a la Trinidad esté en el hombre. Las nociones teológicas en juego son filiación, divinización, y participación no esencial, sino por unidad y transformación de amor. A continuación, después de la Escritura y el dogma viene la doxa y la repercusión estética o experiencial de estas verdades (CB 38,8-11); y, por fin, la dimensión escatológica (CB 38,13-14) de la gracia que aboca a la gloria. En Llama (3,79-80) está la prolongación de estas nociones que culminan el testimonio sanjuanista sobre la obra del ES en el alma del justo.

a) Reentrega de amor: “Y porque, en esta dádiva que hace el alma a Dios, le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en él se ame como él merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición, porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser … Y Dios se paga con aquella dádiva del alma (que con menos no se pagaría), y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma, y en esa misma dádiva ama él de nuevo al alma, y en esa reentrega de Dios al alma ama el alma también como de nuevo” (LlB 3,79).

b) E igualdad de amor: “Esta es la gran satisfacción y contento del alma: ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da; lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima”. Un sutil tejido de razones teológicas, observaciones psicológicas, alegaciones bíblicas y conveniencias simbólicas dan fuerza y trabazón a su argumentación impecable y a su osado testimonio sobre la vida conducida por el Espíritu Santo.

La inmersión en la vida trinitaria y la participación no solo en la filiación sino en la aspiración con que el ES ama en la Trinidad. La inmersión en la vida trinitaria (LlB 3,82) se explica como participación en la aspiración del ES. “… porque ama por el Espíritu Santo, como el Padre y el Hijo se aman, como el mismo Hijo lo dice por san Juan (17,26), diciendo: La dilección con que me amaste esté en ellos y yo en ellos”. Como somos hijos en el Hijo somos ‘espíritu’ en el ES. “La cual aspiración, llena de bien y gloria y delicado amor de Dios […] es una aspiración que hace al alma Dios, en que, por aquel recuerdo del alto conocimiento de la deidad, la aspira el Espíritu Santo con la misma proporción que fue la inteligencia y noticia de Dios, en que la absorbe profundísimamente en el Espíritu Santo, enamorándola con primor y delicadez divina, según aquello que vio en Dios” (LlB 4,17 y CB 39,3-6).

El libro de la Llama se dedica a cantar y testificar la gloria anticipada en que el hombre puede vivir si acepta todas consecuencias de la gracia del ES. La meta del camino no es un estado detenido y perfecto en cuanto inmóvil, sino que se alcanza una constante actividad: El llamear como incesante vitalidad de un amor siempre creativo que llena de valor de un acto de amor. “Esta llama de amor es el Espíritu de su Esposo, que es el Espíritu Santo, al cual siente ya el alma en sí, no sólo como fuego que la tiene consumida y transformada en suave amor, sino como fuego que, demás de eso, arde en ella y echa llama … ésta es la operación del Espíritu Santo en el alma transformada en amor, que los actos que hace interiores es llamear, que son inflamaciones de amor en que unida la voluntad del alma, ama subidísimamente, hecha un amor con aquella llama. Y así, estos actos de amor del alma son preciosísimos; y merece más en uno y vale más que cuanto había hecho en toda su vida sin esta transformación, por más que ello fuese” (LlB 1,3).

9. UN DON MULTIFORME NO SEPTIFOR ME. La multiplicación de observaciones y de efectos del amor trasformante del ES obliga a ordenar este riquísimo testimonio desbordando el esquema tradicional de los siete dones. Cabe señalar creo cuatro planos en que el Santo coloca sus afirmaciones:

a) Plano psicológico o antropológico. El ES descubre nuevas zonas de lo humano. Accesibles ahora a la experiencia por obra del ES. Revelación y conquista del centro del hombre (LlB 1,10-14), de las venas del alma (4,3) y de su fondo sustancial (4,14). “Porque en la sustancia del alma, donde ni el centro del sentido ni el demonio puede llegar, pasa esta fiesta del Espíritu Santo; y, por tanto, tanto más segura, sustancial y deleitable, cuanto más interior él es; porque cuanto más interior es, es más pura; cuanto hay más de pureza, tanto más abundante frecuente y generalmente se comunica Dios … Y así, en decir el alma aquí que la llama de amor hiere en su más profundo centro, es decir, que, cuanto alcanza la sustancia, virtud y fuerza del alma, la hiere y embiste el Espíritu Santo” (1,9.14). Plenitud y armonía de todo lo humano ordenado y recuperado (CB 40; LlB 1,1).

b) Plano moral o ético. La completa salud del hombre (CB 11,11) mediante la llaga regalada (LlB 2,5-8) y el cauterio suave habla de frutos y dones del ES que se ponen en relación con efectos de sanación, engrandecimiento, enriquecimiento, clarificación, ensanchamiento y deleite del hombre (LlB 2,25). Mención aparte merece el caso de la gracia del serafín: la transverberación. Aparece como ligada a las ‘primicias’ del Espíritu y dada para la sucesión o la paternidad y maternidad espiritual en la Iglesia. ¿Con qué razones? La experiencia teresiana (LlB 2,9-14) y una germinal teología de los carismas de la vida religiosa. Habría que añadir las afirmaciones sobre el mérito en este trance (LlB 1,7).

c) Plano estético: la fiesta del Espíritu Santo. Su Don se da y se recibe para el juego y el gozo (LlB 1,8-9; 2,36; 3,10). Fiesta hecha de júbilo y alabanza, de cánticos nuevos y alegría continua (CB 39,8; LlB 2,35) y de experiencia de exclusividad y totalidad en el amor (LlB 2,36). Las gracias del ES llamadas resplandores (3,10) o también obumbraciones se entienden en esa misma dirección como gracia de fecundidad y de singular amparo de Dios (3,12). Los primores parecen referirse a gracias relacionadas con la vida y las actitudes de oración: alabanza, gozo, amor, agradecimiento (3,82-84).

La unción del ES, que antes era dispositiva, ahora es puramente fruitiva y logra la incorporación del cuerpo al gozo del ES (2,22). También el cuerpo se vuelve órgano ¡apto! para la experiencia de Dios. El recuerdo del Cántico (CB 17) vuelve en este paso, paralelo a aquel del ‘austro que recuerda los amores’. Entonces era el despertar de las virtudes, ahora es un nuevo modo de conocer todo en Cristo (Ll 4, 4-5 y C 38,1) fuerza, raíz y vigor del mundo. Falta aquí la mención al ES.

d) Plano teologal o personal. Permanece en este nivel la fe, pero ‘ilustradísima’, hasta el punto de ser ‘viso de vida eterna’ (LlB 2,14); la caridad también, pero como amor trasformante y personalizado hasta ser el mismo ES; la esperanza está, pero como suave gemido “aunque suave y regalado cuanto le falta para la acabada posesión de los hijos de Dios” (1,27-28) pero tan poderoso que ha dominado el temor a la muerte (1,30).

10. TENSIÓN ESCATOLÓGICA. “EL ESPÍRITU Y LA ESPOSA DICEN: ¡VEN!” (Ap 22, 17). El entero poema de ¡Oh llama de amor viva! es una oración nacida bajo la presión escatológica a la que el ES somete al hombre. El ES produce el sabor de la vida eterna (LlB 2,21), sabor que es anticipo y golosina (3,26) de la gloria. Todos los bienes primeros y postreros son para este fin (3,10) y son visos de gloria (3,11). Los atrevimientos de la experiencia y los reparos del teólogo (1,14) contienden sobre el texto. El ES es el ‘provocador’ del gemido y quien ‘convida’ a la esperanza. ¡Acaba ya, si quieres! se interpreta como petición del Reino. El paternóster, como oración escatológica (1,28-27), pues el mismo que clama ¡Abba!, dice ¡Ven! El ímpetu-encuentro del ES (1,35) busca romper la tela como resultado de la tensión escatológica y suspiro por la gloria. El Vivo sin vivir en mí es de hecho la versión sanjuanista del ‘cupio disolvi et esse cum Christo’ paulino. (Po 5,8). La vida es tela y casa (LlB 1,29-30) que han de romperse y desmoronarse por la acción de la purificación del Espíritu, llama que consume y consuma (CB 39,14 y LlB 1,1).

Todos los novísimos están en algún modo presentes en la mente del Santo como anticipados en la vivencia aún terrena de la novedad cristiana. La purgación está anticipada por la obra purificadora del ‘fuego oscuro’ (N 1 3,3) del ES en el  purgatorio. La  gloria se anticipa en la glorificación que el alma vive por la llama del ES que a vida eterna sabe y le hace saber a qué sabe el futuro; la  mortificación afectiva anticipa y antecede a la muerte efectiva por obra del ES. Sobre este tópico de  la muerte cristiana, entendida como mortificación del hombre viejo, y como muerte de amor: “Teniendo el alma sus operaciones en Dios por la unión que tiene con Dios, vive vida de Dios, y así se ha trocado su muerte en vida, que es su vida animal en vida espiritual… Y la voluntad, que antes amaba baja y muertamente sólo con su afecto natural, ahora ya se ha trocado en vida de amor divino, porque ama altamente con afecto divino, movida por la fuerza del Espíritu Santo … Porque el alma, como ya verdadera hija de Dios, en todo es movida por el Espíritu de Dios, como enseña san Pablo (Rm 8, 14), diciendo que los que son movidos por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios” (LlB 2,34).

Conclusión

Como se ve, la teología de J. de la Cruz prescinde de la teoría de los dones. Su testimonio toma otros derroteros, más originales, más libres. Aunque no es propiamente su perspectiva cabe holgadamente una lectura eclesiológica de su mensaje también a este propósito

Su canto inventa nuevos nombres del Espíritu y nuevas vivencias y razones. La aportación sanjuanista no ha de buscarse en novedades dogmáticas sino en su peculiar aportación al canto y magnificat del ES. Su mensaje saca de los moldes escolásticos de la “quaestio” y de los dones para abrirse a la experiencia y sacar de ella nuevos nombres del Espíritu Santo. Su aportación mística y poética cae mejor en el campo doxológico, litúrgico y pastoral. Nuevos cantos y mejor luz para el creyente aporta J. sobre el misterio del Espíritu. Encontramos una cierta teología narrativa que busca hacerse práctica justificándose dogmáticamente ante el lector.

Tiene particular importancia su mensaje pneumatológico en referencia al discernimiento de carismas, en la defensa de la primacía del ES en la dirección espiritual, en la creación de nuevos símbolos y cantos para la experiencia y la catequesis cristiana, en las descripciones de la fiesta del Espíritu en que vive el hombre trasformado, en el análisis y justificación teológica de las experiencias espirituales, en fin en el desarrollo hasta las ultimas consecuencias de la gracia común de la filiación divina por obra del Espíritu. Por ahí principalmente ha de buscarse la actualidad y perennidad de su testimonio.

BIBL. — H. SANSON, El espíritu humano según san Juan de la Cruz, Rialp, Madrid 1957, pp. 520572; G. TAVARD, “The mistery of the Holy Spirit and St. John of the Cross”, en Downside Review 68 (1950) 255-270; M. DE GOEDT, “L’aspiration de l’Esprit Saint au coeur de l’homme selon saint Jean de la Croix”, en Lumière et Vie 34 (1985) 49-63; E. PACHO, “Mistica pneumatica”, en Lo Spirito Santo nella vita spirituale, Col. Fiamma Viva nº 22, Teresianum, Roma 1980; R. PEÑA, “El Espíritu Santo en la vida cristiana según san Juan de la Cruz”, en Nova et Vetera 19 (1994) 56-102; G. CASTRO, “La plenitud mística y cristiana. Ensayo de orden para textos sanjuanistas”, en MteCarm 98 (1990), p. 93; J. CASERO, “El Espíritu Santo agente principal y guía de la dirección espiritual del alma. Estudio a partir de San Juan de la Cruz”, en Teología espiritual 23 (1979) 131-180; D. LEBLOND, Fils du lumiere: L’inhabitation personelle et spècial du Saint Esprit en notre âme selon saint Jean de la Croix et Saint Thomas, Yonne, 1961; M. A. DÍEZ GONZÁLEZ, Pablo en Juan de la Cruz, Monte Carmelo, Burgos, 1990, 267-512; ISMAEL BENGOECHEA, “El Espíritu Santo en las palabras y silencios de María a la luz de san Juan de la Cruz”, en SJC 14 (1998) 187-201.

Gabriel Castro

Quietud

El término ha tenido amplia resonancia en la historia de la espiritualidad, sobre todo a raíz de la dudosa interpretación dada por el quietismo. Entendido tradicionalmente como una actitud análoga al reposo corporal, recibió entre las diversas tendencias iluministas y quietistas interpretaciones extremas, hasta identificarse a veces con la pasividad absoluta. Entre las acepciones más corrientes hay que recordar la actitud general de sosiego, tranquilidad o calma de ánimo; la progresiva disminución de la iniciativa personal, dando mayor espacio a la acción divina; la postura receptiva más que la activa. En un ámbito más delimitado la quietud se enmarca en la  contemplación, en cuanto ésta supone un avance decisivo respecto a la  meditación, que representa precisamente el esfuerzo discursivo. Es ahí en ese marco donde se ha identificado una forma peculiar de contemplación caracterizada como quietud.  Santa Teresa ha sido quien mejor ha descrito su tipología (V 14-15; C 28; M 4, cap. 1) dentro de la llamada contemplación infusa. La mayoría de los autores de la época identifican sin más la contemplación llamada infusa con la quietud.

La postura sanjuanista es bastante indefinida y aporta pocas novedades importantes al respecto. Recuerda de pasada la contemplación de quietud, pero no se detiene en su descripción ni caracterización. Usa el término en diversas acepciones y con muchos matices. En su sentido más amplio quietud es para él lo mismo que serenidad, tranquilidad o paz interior (S pról. 7; S 1,13,13; LlB 53, etc.). Con significado más limitado y concreto equivale a la actitud de escucha, de receptividad y sosiego ante la acción divina en el alma (N 1,10,1.4; 2,23,4; CB 35,1; LlB 3,51.66-67; Ct 20, etc.). En un plano más corriente y natural la quietud es efecto de la  soledad o de la amenidad y belleza de los lugares apacibles (S 2,42,1; CB 15, etc.). También es fruto o efecto que dejan en el alma ciertas mercedes o gracias divinas (S 2,24,6; CB 14-15, 22-25; 20-21,5.19; 39, 12, etc.).

En la pluma sanjuanista la quietud por antonomasia es la actitud que el espiritual ha de adoptar frente a la  advertencia o noticia amorosa en cualquiera de sus grados o niveles. La  asistencia amorosa en Dios es en sí misma situación de quietud; cuanto más se mantiene y desarrolla más aumenta la sensación de receptividad. Una vez llegado el espiritual a ese estado debe procurar no alterar su quietud tratando de obrar al estilo de la  meditación. Es punto capital en el magisterio sanjuanista. Vuelve sobre él con insistencia machacona. Las numerosas referencias aisladas (S 3,13,1; N 1,9,6; 1,10,1.4; CB 14-15,23, etc.) son simple eco o repetición de los lugares escogidos para abordar esta materia (S 2,1214 y LlB 3, 33-67). Tranquiliza a directores inexpertos aclarando que quietud no equivale a ociosidad o  pasividad de  alumbrados.

Lo que no aclara suficientemente es si la fenomenología íntima de ese tipo de contemplación tan elevada, que vincula a la quietud (N 2,24,3; CB 1415,23-25; 39,12; LlB 3,53.63.66-67, etc.), se corresponde, o no, con la típica oración de quietud, tan bien caracterizada por S. Teresa. El único texto en que parece escucharse la resonancia teresiana es en el que intenta demostrar cómo no es posible la  unión con Dios si primero no se mortifican todos los  apetitos voluntarios, ya que los involuntarios es imposible en esta vida dominarlos todos: “Porque bien los puede tener el natural, y estar el alma, según el espíritu racional, muy libre de ellos, porque acaecerá a veces que esté el alma en harta unión de oración de quietud en la voluntad, y que actualmente moren estos en la parte sensitiva del hombre, no teniendo en ellos parte la parte superior que está en oración” (S 1,11,2; ver la nota 1 en la ed. seguida en este diccionario). Confrontados atentamente los textos teresianos que presentan la “quietud” como ingreso en la vida mística y grado de oración ya “sobrenatural” (V 14-15), la correspondencia con la “noticia amorosa” de J. de la Cruz (S 2.12-15) parece bastante segura.

Si se tiene en cuenta el pensamiento sanjuanista sobre el apaciguamiento o dominio de la parte inferior, como requisito para llegar a la unión perfecta del  matrimonio espiritual (CB 1415,30), la “oración de quietud” aquí mencionada correspondería a un grado inferior, lo que corroboraría al especificar que la quietud es de la voluntad. En cualquier caso, lo cierto es que a J. de la Cruz lo que le interesa es el valor de la quietud ante la presencia actuante de Dios, no encasillarla en categorías difíciles de perfilar. Insiste en que el momento de la actividad y del esfuerzo en la comunicación con Dios ha de sustituirse por el de la receptividad y la postura de quietud.

Eulogio Pacho

Dios

La teología es la ciencia de Dios. La teología cristiana es la ciencia de Dios que se ha revelado en Cristo Jesús. La teología, pues, no estudia el misterio de Dios para creer en él sino porque cree en él. La teología habla de Dios porque la fe tiene necesidad de justificarse a sí misma ante la razón humana. Razón por la cual el creyente profundiza su conocimiento de Dios ya que debe testimoniarlo, transmitirlo.

I. Perspectiva sanjuanista

Juan de la Cruz es un “buscador permanente de Dios”. A punto de morir, en la pobre y humilde celda de  Úbeda (Jaén), el superior quiere leerle “la recomendación del alma”, él en cambio, pide que le lean el “Cantar de los Cantares”. Quien había buscado a Dios a lo largo de toda su vida no quiere vivir ese momento del tránsito sino como el momento del encuentro más bello en el amor. En ese gesto quedan englobadas todas las actitudes de su vida ante Dios. ¿Quién es para él? Es el gran interrogante de su existencia y se convierte, a la vez, en el valor o contravalor fundante de todo. J. de la Cruz lo afronta desde su convicción y desde su experiencia personal. No se pregunta “utrum Deus existat”, modo escolástico, para poder llegar a la respuesta ya prefijada. La pregunta tiene valor existencial: es desde el más profundo sentido de la propia vida desde donde brota la pregunta para J. de la Cruz. Es un creyente, un enamorado, un buscador, un buceador del misterio del amor, y es desde ahí desde donde brota el interrogante.

La primera constatación sobre Dios la intuye como  “noche oscura para el alma en esta vida” (S 1,2,1). Y la razón no es otra sino sólo ésta: Dios trasciende toda la realidad sensible; sólo trascendiendo esta realidad mundana se llega a él. No te entretengas, repetirá constantemente el Santo, porque “mientras reparas en algo dejas de arrojarte al todo” (S 1,13,12). En la constatación de esta realidad es donde empieza la historia y aventura del alma enamorada y buscadora de Dios. Siente la necesidad de buscar a Dios, no para saber filosóficamente quién es Dios, sino para vivir experiencialmente la realidad de Dios. Por ello, la aventura empieza en la noche: “En una noche oscura, con ansias en amores inflamada” (N estrofa 1ª). Esto está obligando al alma a hacer, ya desde el principio, una opción totalitaria por Dios. El Evangelio recalca que no se puede servir a dos señores. Y J. de la Cruz dice: “El que quiera amar otra cosa, junto con Dios, sin duda es tener en poco a Dios, porque pone en una balanza con Dios lo que sumamente dista de Dios” (S 1,5,4). Para poder encontrarse con Dios, es necesario que el alma repita la experiencia de Moisés (Ex 20,24). Subir al monte, encontrarse con Dios, exige no sólo renunciar a todas las cosas que no son Dios y dejarlas abajo, sino también hacer cesar y mortificar todos los apetitos. Y hasta que no lo logre “no hay llegar aunque más virtudes ejercite, porque le falta el conseguirlas en perfección, la cual consiste en tener el alma vacía y desnuda y purificada de todo apetito” (S 1,5,6).

Esta es para el Santo la vía de acceso a Dios. Para el encuentro con él se exige “arrojar todos los dioses ajenos, que son todas las extrañas aficiones y asimientos; purificarse del dejo que han dejado en el alma los dichos apetitos; tener las vestiduras mudadas, teniendo un nuevo ya entender de Dios en Dios, dejando el viejo entender de hombre, y un nuevo amar a Dios en Dios, desnuda ya la voluntad de todos sus viejos quereres y gustos de hombre y metiendo el alma en una nueva noticia (y abisal deleite), echadas ya otras noticias y imágenes viejas aparte y haciendo cesar todo lo que es de hombre viejo, que es la habilidad del ser natural según todas sus potencias; de manera que su obrar, ya de humano se ha vuelto en divino, que es lo que se alcanza en estado de unión, en la cual el alma no sirve de otra cosa sino de altar en que Dios es adorado y en alabanza y amor, y sólo Dios en ella está” (S 1,5,7).

Esta exigencia, fijada por el Santo como presupuesto para poder encontrar y saber quién es Dios, deja bien claro cómo Dios no consiente que nada ni nadie que no sea él. En otras palabras, sólo podremos saber quién es Dios cuando estemos vacíos de todas las cosas. Y ello “porque el alma que otra cosa no pretendiere que guardar perfectamente la ley del Señor y llevar la  Cruz de Cristo será arca verdadera, que tendrá en sí el verdadero maná, que es Dios, cuando venga a tener en sí esta ley y esta vara perfectamente, sin otra cosa alguna” (S 2,5,8). Y ello, porque así como un acto de virtud produce en el alma suavidad, paz, consuelo, luz, limpieza y fortaleza, todo lo que no es virtud produce lo contrario: tormento, fatiga, cansancio, ceguera y flaqueza. Evidentemente, quien anda metido en esos apetitos no anda en Dios y, por ello, no puede ver lo que le impide a Dios (S 1,12,5).

Si aquí es donde comienza la “aventura” de encontrar a Dios, sólo después de apaciguar todas estas apetencias es cuando se pone en marcha el segundo momento: “Salí sin ser notada, estando ya mi alma sosegada” (N estrofa 1). Quiere ello decir que, a partir de este momento “sólo Dios es el que se ha de buscar y granjear” (S 2,7,3). Y ello porque el alma sabe que si no busca sólo a Dios se busca a sí misma, lo cual implica buscar regalos y recreaciones. Y “buscar a Dios en sí es no sólo querer carecer de eso y de esotro por Dios, sino inclinarse a escoger por Cristo todo lo más desabrido, aho ra de Dios, ahora del mundo, y esto es amor de Dios” (S 2,7,5). Es claro que para J. de la Cruz la realidad de Dios se descubre por la vida más que por la razón. Sólo la  fe ofrece a Dios tal como es.

II. Los caminos para llegar a Dios

Aunque el Doctor místico contemple toda la realidad desde la presencia sentida de Dios, desde su  unión con él (S 3, 30,5; N 2,3,3; N 2,11,4), sabe que a la posesión ha precedido un largo  camino de búsqueda por itinerarios diferentes. Dos movimientos convergentes en la meta: uno hacia fuera en pos del rastro divino en la creación; otro hacia  dentro, ya que “el centro del alma es Dios” (LlB 1,12) y “Dios vive en el hondón del alma” (LlB 1,12.26; 3,2.78; 4,14). Todo el proceso espiritual comienza y termina en Dios por cuanto el hombre es ser para Dios. Según el Santo, la proyección hacia Dios, la apertura a Dios se encuentra en lo más íntimo del ser humano: “es su inclinación natural. Pero, para realizarla, necesita un corazón desnudo y fuerte, libre de todos los males y bienes que puramente no son Dios” (CB 3,5).

POR LA RAZÓN. Recuerda insistentemente y canta bellamente J. de la Cruz que el mundo –kosmos– es obra de Dios. Más aún, es el reflejo de Dios y el trampolín para llegar a él (CA 4,1). Por ello, el “caminar” significa “hablar con las criaturas preguntándoles por su Amado” (ib. 4,1). La meta es altísima: llegar a Dios. Y en la búsqueda de Dios descubre que, de alguna manera, Dios está ya presente. Pero esa “presencia por inmensidad” no satisface a quien ama y busca al amado “herido por su amor” (CB 1,19). Es en esta tensión teleológica donde el alma busca los “medianeros”, los “mensajeros” (CB 2,1), aunque se reconozca que éstos son insuficientes (CB 3,1). De ahí que la búsqueda de Dios sea la fuerza que lleva a personalizar la creación y dar un protagonismo particular a sus personajes: ‘bosques y espesuras’ (CB 4,2), “prado de verduras” (CB 4,5) … “de flores esmaltado” (CB 4,6). Se trata, pues, de un orden jerarquizado entre los seres creados, a los que el hombre –“buscador de Dios”– pregunta: decid si por vosotros ha pasado; decid qué excelencias en vosotros ha creado (CB 4,7); decidme qué sabéis de Dios; decidme aquello que podáis decir para que yo conozca, reflejamente, lo que es Dios.

La respuesta se convierte en un verdadero diálogo, que testifica la grandeza y excelencia de Dios (CB 5,1). La teología enseña que Dios Creador imprimió en la creación una huella de su ser. De ahí que las criaturas sean los “vestigia Dei”, que con su grandeza y belleza responden a cuanto se les ha preguntado. La creación no es, pues, un libro sino un conjunto de personajes que hablan y testifican el paso de Dios. Un paso de Dios veloz, “con presura” (CB 5,3). El buscador de Dios reconoce que esta respuesta es limitada. Conoce los efectos, no la causa. Cierto que en los efectos conoce los atributos de Dios: grandeza, poder, sabiduría … pero los atributos son signos no conocimiento íntimo del ser (CB 6,5). Las criaturas no pueden dar ese conocimiento esencial, aun cuando sirvan de estímulo para seguir buscando (CB 6,2; 6,4; S 2,8,3; 3,12,1).

POR LA FE. La aventura, a través de la creación, lleva al hombre a encontrarse consigo mismo. Y en ese encuentro existencial se descubre guiado por la mano de Dios. Y Dios se le comunica, en Cristo, como Verdad y como Vida, ya que Cristo es el esplendor y la belleza de la creación, siendo la “palabra definitiva” de Dios y la “plenitud” de la revelación (N 2,22,5ss; CB 37,4-5). Este Cristo es el que lleva a la comunión de vida con la  Trinidad, al quedar envueltos, por el amor y  participación, en el flujo vital trinitario (CB 39,5). La  búsqueda y el  conocimiento de Dios quedan también iluminados y guiados por la fe. Bajo la luz de la fe queda el camino a recorrer para llegar al conocimiento de Dios. Y es que para llegar a la “unión con Dios” es imprescindible atravesar “la noche oscura por la cual pasa el alma” (S pról. 1), como camino de  purificación sensitiva y espiritualmente (S 1,1,2). Se trata de un camino oscuro, “como noche” (S 1,2,1; 2,1,3; 2,2,1), pero que es generador de luz para conocer a Dios (N 1,12,6). Es un medio de conocimiento que supone al alma libre “de todas las cosas de fuera, y de los apetitos e imperfecciones que hay en la parte sensitiva del hombre” (S 1,1,1), y al corazón purificado “para comenzar a ir a Dios” (S 1,2,2). Así, pues, el entendimiento conoce y la voluntad ama. Pero conocen y aman un objeto superior a sus fuerzas naturales, y ello quiere decir que, sin perder el propio modo de entender y amar, renunciando a sus objetos directos y a la ayuda de los sentidos, quedan potenciados y actuados por una fuerza sobrenatural. El contacto con Dios es una  “noticia amorosa” (N 2,5,1), es luz que ilumina (N 2,9,1.3.5; 2,13,10), es llama (N 2,12,1; 2,13,9). Es, además, don gratuito, inalcanzable por las solas fuerzas naturales y que requiere una  pasividad o disponibilidad para que Dios haga lo que el hombre no puede por sus propias fuerzas (N 2,16,4). Fruto de esa apertura en fe es un conocimiento de Dios más allá de la razón; conocimiento imperfecto y limitado pero ajustado a la verdad: Dios uno y trino (S 2,9,1).

POR CRISTO. El destino del hombre es llegar a Dios; el camino es Dios mismo. Para recorrer ese camino, con la certeza y la seguridad, Dios envió a Cristo. Cristo es, así, la única Palabra que aún hoy Dios pronuncia: “En darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (S 2,22,3). Por eso, buscar otra palabra, es agraviar a Dios: “Por lo cual, el que ahora quisiere preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer alguna cosa o novedad” (S 2,22,5). De ahí que Cristo se convierta en la respuesta auténtica a los deseos más profundos del alma o del corazón (S 2,22,6).

Esta Palabra fue pronunciada por el Padre en eterno silencio (Av 21), razón por la cual “Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, que es su Hijo” (S 2,22,4). Por ello, el hombre, si de veras quiere llegar a la comunión con Dios por amor, ha de pasar necesariamente por Cristo, ya que “esta puerta de Cristo … es el principio del camino” (S 2,7,2). Porque en él reside toda la divinidad, encierra todos los tesoros de Dios. Es el misterio insondable que cuanto más se ahonda mayores maravillas manifiesta a partir de la unión hipostática con la naturaleza humana, como escribe magníficamente J. de la Cruz (CB 37).

III. La experiencia de Dios

La experiencia de Dios en sus varias formas y diversos grados de intensidad, constituye la trama unificadora y profunda de toda su doctrina sanjuanista. El Santo describe la preparación ascética, con sus exigencias de purificación radical; su lenta evolución, a través de los varios estados de la contemplación mística; su plena actuación en la fruición del misterio de Dios, la cual anticipa, en una cierta manera, lo que será nuestra eterna bienaventuranza. A través de la dura y maravillosa aventura de la “noche oscura” el alma puede llegar a la pura experiencia en la cual se desarrolla el diálogo con el Amado.

En sus poemas, especialmente en el Cántico, traduce líricamente J. de la Cruz su experiencia de lo divino “con figuras, comparaciones y semejanzas” (CB pról. 1), tratando de hacer comprender algo de lo que siente, declarando con razones los misterios y secretos que de la abundancia del espíritu rebosan y se vierten los versos (ib.).

En los comentarios en prosa la experiencia personal del Santo se despoja de la carga emocional y se presenta como paradigma de lo que es presencia viva de Dios en las almas y las diversas percepciones de la misma a lo largo del itinerario espiritual, culminando en la  unión transformante, que se resuelve en auténtica  “divinización”, por cuanto el alma se siente “endiosada” o “endivinada”, en expresiones del Santo (CB 26,10; 27,7; LlA 2,18; LlB 1,35).

Dejando a un lado el problema global de la  experiencia mística tal como se plantea en los escritos sanjuanistas, conviene recordar que, para el autor, la experiencia mística, por muy alta y profunda que sea, no alcanza nunca a desvelar por completo el insondable ser de Dios. Permanece siempre inaccesible, incomprehensible e inexpresable (CB 1,11-12). De ahí el obligado recurso a lo figurado en el momento de traducir las íntimas experiencias.

Esto no significa que la experiencia mística no aporte novedad en el conocimiento de Dios. Su carácter inmediato y global implica una percepción a la vez noética y afectiva a semejanza de la que se realiza en el conocimiento por contacto en el ámbito natural. Se resuelve en percepción, penetración o compenetración más profunda y global de lo que ha podido conocerse anteriormente por el proceso normal de la mente. Las expresiones gráficas de J. de la Cruz revelan bien claramente el sentido del conocimiento místico como un “beso”, un “abrazo”, un “toque” del alma que se gusta, se siente y se goza (CA 13-14,13, etc.). En la Llama el alma habla de “un rastro de vida eterna” (LlB 1,6), de un “sabor que sabe a vida eterna” (LlB 1,6). Es repetirse de este vocabulario sensible: “gusto, sabor, toque”, precisamente para expresar la proximidad, la presencia inmediata, el aspecto afectivo de la realidad que se experimenta. J. de la Cruz menciona expresamente esta  presencia o inhabitación que se desvela experimentalmente al alma cristiana (Ll pról. 2; 1,15; CB pról. 1). Como todo conocimiento experimental, también la experiencia de Dios es conocimiento directo, inmediato y total. Y, a pesar de permanecer siempre en la esfera de la fe teologal oscura, el místico experimenta a Dios presente y operante: Dios-amor; Dios-persona; Dios-inefable.

En la experiencia mística cristiana el dato de la fe tiene referencia fundamental, no sólo a Cristo, Verbo encarnado, sino también a la  Trinidad. La inhabitación trinitaria no es algo estático, inerte, recibido de una vez para siempre. La presencia de Dios en el alma es una realidad dinámica, destinada a desarrollarse en el conocimiento mismo de la gracia (CB 11,3). A todo progreso del alma en el camino espiritual corresponde una “nueva” visión de las divinas personas. El místico cuando recibe las comunicaciones o infusiones divinas toma conciencia de esta presencia operante en su alma, siente que una fuerza que no es suya irrumpe en su mundo interior y frente a esta fuerza divina irrumpente se siente pasivo, receptivo, sintiendo sus facultades como renovadas, potenciadas por esta fuerza divinamente infusa, que la mueve (LlB 4,6; 3,44; 3,29; 3,33).

Esta presencia divina de Dios queda percibida en lo más profundo del centro del alma, en la intimidad de la persona humana, en las raíces mismas de sus facultades espirituales de conocimiento y amor donde quedan insertas las virtudes teologales. Por ello, J. de la Cruz habla de “toque sustancial” de Dios en el alma (LlB 2,19-21) para expresar la inmediatez y la profundidad de esta percepción de la acción de Dios que penetra sus facultades espirituales y penetrándolas en su moción eficiente le da el “sentimiento” de Dios presente y operante (LlB 3,69). En un determinado momento, esta acción divina de tal forma percibida por el alma, le da la impresión de que es el mismo Dios quien está en su intimidad (LlB 4,3). Y este movimiento es “un movimiento que hace el Verbo en la substancia del alma, de tanta grandeza y señorío y gloria y de tan íntima suavidad que le parece al alma que todos los bálsamos y especies odoríficas y flores del mundo se trabucan y menean revolviéndose para dar su suavidad” (LlB 4,4.6).

Cuando el Espíritu Santo penetra tan a fondo, con su presencia operante, las raíces mismas de las facultades humanas, las actúa y eleva para hacerlas producir una actividad superior a su capacidad normal: el alma percibe una cierta fruición intelectivo-afectiva e inmediata del misterio de Dios, donde quedan comprometidas las potencias operativas (LlB 2,34). Por medio de la unión con Dios, Dios comunica al alma ‘muchas y grandes noticias de sí mismo’ (LlB 3,1.77-82; CB 19,4). “Ve el alma y gusta en esta divina unión abundancia, riquezas inestimables, y halla todo el descanso y recreación que ella desea, y entiende secretos e inteligencias de Dios extrañas, que es otro manjar de los que mejor le saben, y siente en Dios un terrible poder y fuerza que todo otro poder y fuerza priva, y gusta allí admirable suavidad y deleite de espíritu, halla verdadero sosiego y luz divina, y gusta altamente de la sabiduría de Dios que en la armonía de las criaturas y hechos de Dios relucen, y siéntese llena de bienes y ajena y vacía de males, y, sobre todo, entiende y goza de inestimable refección de amor, que la confirma en amor” (CB 14-15,4).

Es Dios en sí mismo a quien el alma experimenta de manera inmediata “porque ésta es toque sólo de la divinidad en el alma, sin forma ni figura alguna intelectual ni imaginaria” (LlB 2,8; CB 39,12). Esto nos lleva a ver cómo incluso la voluntad experimenta a Dios en sí mismo: “Esta llama de amor es el espíritu de su Esposo, que es el Espíritu Santo, al cual siente ya el alma en sí, no sólo como fuego que le tiene consumida y transformada en suave amor, sino como fuego que además de eso, arde en ella y echa llama, como dije; y aquella llama, cada vez que llamea, baña al alma en gloria y la refresca en temple de vida divina” (LlB 1,3; 3,79-80). J. de la Cruz habla, a propósito de la experiencia de Dios, de “enlace”, “casamiento”, “matrimonio espiritual”, “comunicación de personas” entre Dios y el alma, del don de Dios al alma y del don del alma a Dios y distingue dos momentos o etapas en esta mutua donación entre Dios y el alma en la experiencia mística: “En esta cuestión viene bien notar la diferencia que hay en tener a Dios por gracia en sí solamente y en tenerle también por unión; que lo uno es bien quererse y la otra es también comunicarse; que es tanta la diferencia como hay entre el desposorio y el matrimonio” (LlB 3,24). Todo ello se realiza en la esfera de la fe teologal, confín con la visión de Dios: las personas divinas se dan, se comunican al alma, no ya como un objeto inerte, sino como una persona que se abre, se manifiesta, se ofrece a otra persona, la cual, a su vez, la comprende y la ama con igual apertura, amor y transparencia espiritual. Es el culmen de la comunión interpersonal, realizada entre el alma y su Amado en el conocimiento experimental de Dios.

IV. Conceptualización de Dios

A pesar de su lapidaria afirmación de que “Dios … es noche oscura para el alma en esta vida” (S 1,2,1; 2,2,19), para J. de la Cruz la meta a conquistar es fascinante: “la gloria es poseer a Dios” (S 1,12,3). Dos son las pautas señaladas por el Santo para definir conceptualmente a Dios: por una parte, el ser de Dios, lo que Dios es; por otra, el obrar de Dios, lo que hace. Recorriendo estos caminos es posible acercarse a Dios y comprender cómo es “noche” en esta vida y por qué la “gloria” del hombre radica en su posesión.

EL SER DE DIOS. Arrancando de la afirmación bíblica de que Dios es “lo que es” (S 1,4,4), J. de la Cruz le atribuye una serie tradicional de calificativos o atributos: es “puro espiritual” (S 2,16,11), “luz pura y sencilla” (S 1,4,1; 2,16,7), “Dios es infinito” (S 2,9,1), es “inmenso y profundo” (S 2,19,1), es “incomprensible” (S 2,24,9) y también “inaccesible” (CB 1,12), es “Uno y Trino Dios” (2,9,1). La multiplicidad de atribuciones no es capaz de abarcar su ser, ya que es totalmente trascendente y, por tanto, inabarcable para el lenguaje y la capacidad humana, porque “dista en infinita manera de Dios y del poseerle puramente” (S 2,4,4). Por esta razón se habla de Dios de una manera negativa en relación a las propiedades y cualidades de las criaturas: “ni el ojo vio, ni oyó oído, ni cayó en el corazón de hombre en carne” (S 2,4,4) y “no puede ver ni sentir en esta vida” (S 2,4,9). Dios “excede todo sentimiento y gusto” (S 2,14,4) y, por tanto, “la sabiduría de Dios … ningún modo ni manera tiene, ni cae debajo de algún límite ni inteligencia distinta y particular” (S 2,16,7). Es la reafirmación insistente de la transcendencia divina (cf. S 1,4).

Ello no es obstáculo para que tenga sentido y valor la atribución de las perfecciones reconocidas en la creación, aunque “Dios es de otro ser que sus criaturas, en que infinitamente dista de todas ellas” (S 3,12,2), pero permaneciendo “en sí siempre de una manera, todas las cosas innova” (LlB 2,36) y “todas las perfecciones” atesora ((LlB 1,23), sobresaliendo en grado eminente la libertad como “una de las principales condiciones de Dios” (S 3,12,2). Repite con deleite el Santo que “Dios, en su único y simple ser, es todas las virtudes y grandezas de sus atributos; porque es omnipotente, es sabio, es bueno, es misericordioso, es justo, es fuerte y amoroso” (LlB 3,2). Todo eso y cuanto puede atribuírsele lo posee de modo superlativo: “Dios es en sí todas esas hermosuras y gracias eminentísimamente” (S 3,21,2).

Pero frente a esa transcendencia y eminencia, J. de la Cruz recuerda la presencia e inmanencia de Dios, tanto que “mora en las almas y las asiste sustancialmente” (S 2,5,3; 16,4). “Dios, en cualquier alma, aunque sea la del mayor pecador del mundo, mora y asiste sustancialmente” (S 2,5,3), “dándole y conservándole el ser natural de ella con su asistencia” (S 2,5,4); “si esta presencia esencial les faltase, todas se aniquilarían y dejarían de ser” (CB 11,3). Por ello, se afirma también que “Dios es como la fuente, de la cual cada uno coge como lleva el vaso” (S 2,21,2). Como Dios está presente en todos los seres prolongando la creación y actuando en ella (CB 11,3), así también obra misteriosamente en las almas en las que se halla presente.

EL OBRAR DE DIOS. Dando por supuesta la vida de Dios y, en consecuencia, su obrar, J. de la Cruz apunta con claridad la raíz de toda actuación divina: “No hace Dios cosa sin causa y verdad” (S 2,20,6). Al ser infinito y absoluto no puede moverle nada condicionante fuera de sí: “Así como no ama cosa fuera de sí, así ninguna cosa ama más bajamente que a sí, porque todo lo ama por sí, y así el amor tiene la razón del fin” (CB 32,6). La obra de Dios se identifica así con su amor: creación, encarnación, redención, como cantan los Romances. Aunque se sirve a veces de mediaciones –ángeles, hombres– estas son obras exclusivas suyas. Refiriéndose a la creación escribe el Santo que “nunca la hizo ni hace Dios por otra mano que la suya propia” (CB 4,3). Pese a ser tan maravillosa la creación es “obra menor de Dios”, hecha con presura y “como de paso”, porque las obras mayores. “en que más se mostró y en que él más reparaba, eran las de la Encarnación del Verbo y misterios de la fe cristiana, en cuya comparación todas las demás eran hechas como de paso, con apresuramiento” (ib.).

Las maravillas de la creación las presenta poéticamente el Santo como fruto de la “mirada de Dios”, símbolo utilizado constantemente para referirse al actuar divino en las almas. El obrar de Dios es amar; el mirar de Dios es amar a las almas e imprimir en ellas su gracia y amor (CB 32,3-5). Por ahí comienza la obra de Dios en cada uno. Esa acción inicial confiere la capacidad de respuesta (ib. 7-9 y 33 íntegra), respuesta y correspondencia humana que halla su culminación en la “igualdad de amor”, cuando el alma llega a participar de la vida trinitaria (CB 38,3-4).

La acción divina en el alma que se inicia con la “mirada amorosa” se prolonga durante toda la existencia pautando el desarrollo espiritual. La expresión más amplia de ese obrar divino en la pluma sanjuanista es la de comunicación. La actuación de Dios es comunicarse. Hasta lo que parece iniciativa personal es fruto de la intervención divina: “Cuando el alma hace todo lo que es de su parte, Dios hace lo que es la suya en comunicársele” (LlB 3,46). Por esto, el encuentro con Dios, vida, amor, esperanza, entra dentro de la ordenación normal de Dios mismo. Dios quiere darse a conocer. Por ello se comunica. Y sólo después de esta comunicación se puede encontrar respuesta al gran interrogante. Dios es el gran enamorado del alma: “Si el alma busca a Dios, mucho más le busca su Amado a ella” (LlB 3,28). Y esto conlleva la doble dimensión: Dios es totalmente Otro, el inefable, indecible, al que hay que buscar más allá de las cosas; y Dios es el que acoge, recibe, busca y envuelve con su presencia y amor todo lo que es obra de sus manos.

El discurso de J. de la Cruz sobre Dios es consecuencia de su vida en Dios. De ahí que el teólogo de Dios, se convierta en “buscador” permanente de Dios, que testifica su lucha y su ansiedad humana, pero que sigue afirmando la realidad divina. Todo ello porque se ha sentido alcanzado por Dios. Se ha dicho que J. de la Cruz es el hombre de la plenitud, de los valores, de la vida. El ha demostrado que la búsqueda de un Dios hace feliz al hombre, no lo condena al vacío y a la soledad, le da la fuerza de su presencia y de su amor. Por ello, su vida, toda entera, se convierte en afirmación absoluta de Dios. Y el testimonio sobre Dios de J. de la Cruz es, al mismo tiempo, afirmación paradigmática para los demás hombres. El no puede callar. El Dios de quien se siente poseído debe ser comunicado a los demás para que se dejen también poseer. El teólogo, el poeta, el juglar, el místico, el testigo, el creyente del Dios de la vida y del Amor da fe de que “nada hay bueno sino solo Dios” (S 1,4,4).

BIBL. — AA.VV., La comunione con Dio secondo San Giovanni della Croce, Teresianum, Roma 1968; ADOLFO MUÑOZ ALONSO, “El Dios de San Juan de la Cruz”, en RevEsp 27 (1968) 461469; DIONISIO DE SAN JOSÉ, “Sentido teocéntrico del sistema de San Juan de la Cruz”, en MteCarm 56 (1949) 55-64; GIOVANNA DELLA CROCE, “La experiencia de Dios en San Juan de la Cruz y en los místicos del Norte”, en RevEsp 21 (1962) 47-70; JUAN JOSÉ DE LA INMACULADA, “Hacia una experiencia inmediata de Dios”, en RevEsp 5 (1946) 397-404; ANTXON AMUNARRIZ, Dios en la Noche, Roma 1991.

Aniano Álvarez-Suárez

Demonio

Ya se habla del demonio en las voces  Cautelas, enemigos del alma, etc. Es un personaje tan siniestro en los caminos de Dios, según Juan de la Cruz, que conviene tratar de él todavía aparte, y dar algunas pinceladas más. J. usa la voz demonio 262 veces; Satanás, 2 veces; maligno, 2 veces; lo llama Aminadab 11 veces.

Los rasgos para un retrato robot o foto-robot o identikit del Satán sanjuanista ya los di hace años y ahora me ratifico en ellos, añadiéndole un último matiz y alguna variante: envidioso, mentiroso-engañador; malicioso-astutozorro, soberbio, fuerte y terrorífico, miedoso.

Estos calificativos se postulan recíprocamente. La envidia alimenta la malicia, la malicia atiza la envidia, y así sucesivamente. A J. de la Cruz, además de sus conocimientos teológicos le sirvió grandemente el mundo de la experiencia personal y ajena para configurar de esa manera al demonio.

Envidioso. – Descubrió rápidamente la envidia diabólica al ver cómo la posesa de  Avila, en cuyo caso tuvo que intervenir, “lloraba porque había quien amase a Dios” (BMC 14,205; cf. José V. Rodríguez, Demonios y exorcismos, infra bibl. El caso de la posesa, p. 307321). Y llega a dar este juicio sin piedad, pero exacto: el demonio, “por su gran malicia, todo el bien que en ella (en el alma) ve, envidia” (CB 16,2).

Su envidia va funcionando a lo largo de todo el  camino espiritual (CB 3,6; 3,9). En la famosa digresión de los tres ciegos que podrían sacar al alma del camino, el segundo ciego es el demonio (LlB 3,29), que quiere que “como él es ciego, también el alma lo sea (ib. 63). Cuanto más envidioso más agresivo, saliendo su envidia de su malicia y de su ceguedad.

Malicioso-astuto. – La malicia del demonio la describe el Santo (CB 30,10), recurriendo a un texto del libro de Job (41, 6-7). En el libro bíblico se habla de Leviatán, monstruo marino, y se dice de él que “su cuerpo es como escudos de metal colado, guarnecido con escamas tan apretadas entre sí, que de tal manera se junta una con otra, que no puede entrar el aire por ellas”. Vestido de, guarnecido de, fundido de, indica no un traje externo, sino algo embebido en el ser y en el hacer del sujeto, como cuando habla del alma vestida de fe, de esperanza y de caridad (N 2,21,3; 6,10). La malicia diabólica tan apretada se disfraza, a veces, de bondad, para engañar más fácilmente y buscar la perdición de los hombres.

Como además de malicioso es astuto, se ocupa de arruinar particularmente a las almas que van más prósperas en el camino del cielo, y trata de engañarlas y derribarlas como sea. Obra así porque “tiene grave pesar y envidia, porque ve que no solamente se enriquece el alma, sino que se la va de vuelo y no la puede coger en nada” (LlB 3,63); envidia y ataca asimismo a esta categoría de personas para así estorbar el bien que estas almas hacen a las demás en la Iglesia.

De manera muy gráfica pinta la astucia y malicia diabólicas comparando al demonio, en las guerras que organiza contra las almas, a las “raposas, porque así como las ligeras y astutas raposillas con sus sutiles saltos suelen derribar y estragar la flor de las viñas al tiempo en que están floridas, así los astutos y maliciosos demonios con estas turbaciones y movimientos ya dichos, saltando, turban la devoción de las almas santas” (CA 25,2). En la segunda redacción suple este paso con “así como las raposas se hacen dormidas para hacer presa cuando salen a caza”, etc. (CB 16,5). Siempre usando de su astucia para hacer daño y estorbar la obra de Dios en la persona humana.

Fuerte y terrorífico. – Aunque J. asegure que “todas las malicias” diabólicas son “en sí flaquezas” (CB 30,10) lo califica de “fuerte” (CB 3,6,9) y sabe que algunas de sus acometidas y artes son terroríficas, como cuando, en una especie de experiencia mística, la comunicación del maligno “va de espíritu a espíritu desnudamente” y entonces “es intolerable el horror que causa el malo en el bueno, digo, en el [espíritu] del ánima, cuando le alcanza su alboroto” (N 2,23,5). En los casos de esta turbación y horror, esa experiencia le “es al alma de mayor pena que ningún tormento de esta vida le podría ser; porque como esta horrenda comunicación va de espíritu a espíritu algo desnuda y claramente de todo lo que es cuerpo, es penosa sobre todo sentido; y dura esto algún tanto en el espíritu; no mucho, porque saldría el espíritu de las carnes con la vehemente comunicación del otro espíritu; después la memoria que queda aquí basta para dar gran pena” (ib. n. 9).

Habla igualmente de otras intervenciones o ataques diabólicos sumamente peligrosos (ib., n. 4, 8) “porque, a la misma medida y modo que va Dios llevando al alma y habiéndose con ella, da licencia al demonio para que de esa misma manera se haya él con ella” (ib. n. 7).

Miedoso. – No obstante, con toda su malicia el demonio es miedoso y va teniendo cada vez más miedo de las almas que en virtud de su unión con Dios van adquiriendo más de día en día las cualidades de Dios y de Cristo: la fortaleza, la fuerza, el poder, la humildad (CB 24,4). Habla, a este propósito, del Esposo Cristo que mora en el alma y está unido con ella en cada una de las virtudes “como fuerte león”. Ante una persona amparada por la fuerza de Dios, “no sólo no se atreven los demonios a acometer a la tal alma, mas ni aun osan parecer delante de ella por el gran temor que le tienen viéndola tan engrandecida, animada y osada… tanto la temen como al mismo Dios y ni la osan aun mirar. Teme mucho el demonio al alma que tiene perfección” (ib. 4)

Engañador como es, recurre frecuentemente a sus artimañas y con su poder de sugestión va sembrando falsedades en el entendimiento de los incautos e inclinados a fenómenos super o preternaturales “y le va precipitando y engañando sutilísimamente con cosas verosímiles”. Este modo de comunicarse lo emplea Satanás “con los que tienen hecho algún pacto con él, tácito o expreso, y como se comunica con algunos herejes, mayormente con algunos heresiarcas, informándoles el entendimiento con conceptos y razones muy sutiles, falsas y erróneas” (S 2,29,10). Escribe esto a propósito de las palabras interiores sucesivas; hablando de las palabras sustanciales dice que el demonio no tiene las tales palabras de manera que pueda imprimir en el alma “el efecto y el hábito de su palabra” (S 2,31,2). Pero establece una excepción pavorosa: “Si no fuese que el alma estuviese dada a él por pacto voluntario y, morando en ella como señor de ella, le imprimiese los tales efectos, no de bien, sino de malicia. Que, por cuanto aquella alma estaba ya unida en nequicia voluntaria, podría fácilmente el demonio imprimirle los efectos de los dichos y palabras en malicia” (ib. 2). Lo temeroso, más que nada, es que, como dice, el demonio pueda morar en el alma como dueño y señor de ella, y estar no simplemente tentándola, sino imprimiéndole por dentro el sello de su malicia y cuasi configurándola a su imagen y semejanza. Aquí habla el Santo como alguien que, en su menester de exorcista, se ha encontrado con esa persona víctima del dominio y señorío diabólico, por haberse entregado a Satanás con pacto voluntario, firmando la cédula de tal entrega con su propia sangre.

Mentiroso-engañador. – Sabe también por su teología y por su experiencia que el demonio es muy hábil y astuto en transfigurarse en ángel de luz (2 Cor 11,14: S 2,11,7; S 3,10,1; S 3,37,1); personas incautas, engañadas así con visiones y revelaciones, “tuvieron mucho que hacer en volver a Dios en la pureza de la fe, y muchas no pudieron volver, habiendo ya el demonio echado en ellas muchas raíces” (S 2,11,8).

Soberbio. – En un momento dado habla J. de algunos “pestíferos hombres persuadidos de la soberbia y envidia de Satanás” (S 3,15,2). En su vida le tocó descubrir en poco o en mucho los efectos de esa soberbia envidiosa o de esa envidia soberbia. Encargado J. de dictaminar sobre el espíritu de una carmelita descalza, se encontró con cinco defectos “para juzgarle por verdadero espíritu”. El cuarto y principal es la falta de humildad, como en el maligno la soberbia es su mayor y peor pecado. Como remedio en el caso examinado propone: “…y pruébenla en ejercicio de las virtudes a secas, mayormente en el desprecio, humildad y obediencia, y en el sonido del toque saldrá la blandura del alma en que han causado tantas mercedes; y las pruebas han de ser buenas, porque no hay demonio que por su honra no sufra algo”.

BIBL. — JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, “La imagen del diablo en la vida y escritos de San Juan de la Cruz”, en RevEsp 44 (1985) 3O1-336; Id. “Demonios y exorcismos, duendes y otras presencias diabólicas en la vida de San Juan de la Cruz”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista (Avila 23-28 septiembre 1991) II. Historia, Valladolid 1993, 295-346; Id. “San Juan de la Cruz exorcista en Avila (1572-1577)” en el vol. colectivo Fray Juan de la Cruz, espíritu de llama, Roma, Kok Pharos P.H.K. The Netherlands 1991, 249-264; LUCIENMARIE DE ST. JOSEPH, “Le démon dans l´oeuvre de Saint Jean de la Croix”, en EtCarm 27 (1948) 8697; MARIE RÉGIS DE SAINT JEAN, “Vie mystique et démon. Essai sur l´ingérence du démon dans la vie spirituelle d´aprés le docteur mystique Saint Jean de la Croix et le romancier Georges Bernanos”, en Cahiers Carmélitaines 6 (1955) 26-64; NILO DI SAN BROCARDO, “Demonio e vita spirituale”, en AA.VV., Sanjuanistica, Roma 1943, 135-223.

José Vicente Rodríguez

Visiones

En la síntesis sanjuanista las “visiones” se encuadran en el complejo mundo de las aprehensiones de índole intelectual y  sobrenatural junto con las apariciones, locuciones, revelaciones y sentimientos espirituales. A todas estas manifestaciones extraordinarias aplica el Santo idénticos criterios, después de apuntar la naturaleza y los rasgos peculiares de cada una. Lo que se refiere a las revelaciones pueden reducirse a lo siguiente. La estadística arroja 155 casos en el uso del término “visión/es”, distribuidos así: 103 en la Subida, 20 en el Cántico (14 en CA), 4 en la Llama y uno en Av.

 I. Noción y división

El Santo arranca de una definición casi nominal: “Hablando propia y específicamente, a lo que recibe el entendimiento a modo de ver (porque puede ver las cosas espiritualmente, así como los ojos corporalmente) llamamos visión” (S 2,23,3). Esta definición sanjuanista, escueta y descriptiva queda luego desbordada por una visión más amplia de la realidad. Según él, pueden llamarse igualmente visiones todas las demás aprehensiones que caen bajo la luz del entendimiento: “Es, pues, de saber que, hablando anchamente y en general, todas estas cuatro aprehensiones (locuciones, revelaciones, sentimientos espirituales y visiones, que son puramente espirituales), se pueden llamar visiones del alma, porque al entender del alma llamamos también ver del alma” (S 2,23,2). En general, la visión mística equivale a la captación de una figura por una potencia humana cognoscitiva.

Las visiones místicas se ponen en correspondencia a las potencias cognoscitivas del ser humano, por tanto son: corporales, imaginarias-sensitivas e intelectuales. Se ha de tener en cuenta que J. de la Cruz usa terminología diversa para clasificar las visiones. Nunca usa, por ejemplo, la palabra mística al hablar de las diferentes aprehensiones espirituales o intelectuales o sobrenaturales. Por consiguiente, tampoco la usa al hablar de las visiones. Habla de visiones corporales, sensitivas, sobrenaturales, espirituales, intelectuales, imaginarias, divinas.

Las visiones corporales son las que se perciben por los sentidos externos, o puramente corporales, que ocupan la zona más baja y externa de nuestro ser, según la doctrina clásica de la Escolástica. Para el Santo tales visiones son más propias de los principiantes (S 2,11,1).

Las visiones imaginarias o sensitivas son percibidas por los sentidos internos: imaginación, fantasía, sentido común. De ellas habla el Santo con mayor frecuencia: “Las cuales pueden ser de dos maneras: unas sobrenaturales, que sin obra de estos sentidos se pueden representar, y representan a ellos pasivamente; las cuales llamamos visiones imaginarias por vía sobrenatural… Otras son naturales, que son las que por su habilidad activamente puede fabricar en sí por su operación, debajo de formas, figuras e imágenes” (S 2,12,3). En los altos estados de unión no se comunica Dios al alma mediante las visiones imaginarias (S 2,16,9). Son, más bien, propias de los ya iniciados o aprovechados en la vida espiritual o de oración. El alma ha de tener cuidado de no ir arrimándose a estas visiones imaginarias (S 2,16,10).

Las visiones espirituales o intelectuales son captadas por el alma en cuanto incorpórea, y recoge las esencias, las ideas, los espíritus y todo lo que abarca el campo de lo espiritual, sobrenatural, intelectual. En esta clase de visiones místicas incluye el Santo cuatro especies, que son de las que habla después: visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos espirituales. Estas son las aprehensiones que “se ofrecen al entendimiento clara y distintamente por vía sobrenatural pasivamente, que es sin poner el alma algún acto u obra por su parte, a lo menos activo” (S 2,23,1).

Lo puramente espiritual es lo que se considera “sobrenatural” y “pasivo”. Dos condiciones que van unidas a todos los fenómenos místicos extraordinarios, que superen los sentidos externos e internos y que alcanzan el nivel de las potencias espirituales del hombre: entendimiento, memoria y voluntad. Las visiones incorpóreas, como de ángeles y de la misma alma no son de esta vida, (S 2,24,1.2.3.4). Las visiones de sustancias corpóreas, que espiritualmente se reciben en el alma, que son al estilo y manera de las visiones corporales, son las que pueden acontecer en esta vida, aunque de diferentes maneras que las espirituales o intelectuales (S 2,24,5).

En todas estas tres formas o clases de visiones el sujeto siempre es el mismo: el ser humano. Cualquiera de ellas tienen sus repercusiones en todo lo que es el hombre, proceda del nivel corporal, sensitivo o espiritual. Cualquier gesto de Dios en cualquier zona del ser racional repercute en lo que es el hombre en cuanto tal y como tal. Escribe el Santo: “La razón de esto es porque la visión corporal o sentimiento en alguno de los otros sentidos, así como también en otra cualquiera comunicación de las más interiores, si es de Dios, en ese mismo punto que parece o se siente hace su efecto en el espíritu, sin dar lugar que el alma tenga tiempo de deliberación en quererlo o no quererlo” (S 2,11,6). Dios, que es espíritu, habla al espíritu del hombre. Pero el hombre no puede prescindir de su cuerpo para captar los mensajes. Dios, adaptándose al hombre, se los ofrece pasando por los sentidos, para llegar al espíritu a través de ellos. Y es este contacto con el espíritu el que genera paz, gozo, serenidad profunda, humildad y amor verdadero.

En el tratamiento de las visiones y en la problemática espiritual de las mismas el Santo mantiene idénticas posturas similares y criterios similares a los adoptados respecto a las otras gracias místicas, como locuciones y revelaciones. De hecho, las hace intercambiables en la práctica, según puede comprobarse en sus respectivos lugares. También coincide en el fondo el esquema subyacente de sus consideraciones. En el tratamiento de las visiones y en la problemática espiritual de las mismas el Santo mantiene idénticas posturas similares y criterios similares a los adoptados respecto a las otras gracias místicas, como locuciones y revelaciones. De hecho, las hace intercambiables en la práctica, según puede comprobarse en sus respectivos lugares. También coincide en el fondo el esquema subyacente de sus consideraciones.

 II. Criterios de discernimiento

Son fundamentalmente los aplicados por el Santo a toda clase de aprehensiones, ya sean naturales o sobrenaturales, y desarrollados abundantemente en el libro 2 de Subida, especialmente en los capítulos 11, 12 y 16 donde habla de las aprehensiones naturales (cap. 11,12) y sobrenaturales imaginarias (c. 16). El principio más repetido es que “no pueden servir al alma de medio próximo para la unión con Dios”. Teniendo esto presente, habrá luego que discernir, valorar y conocer las que sirven más y sirven menos, las que son verdaderas y las que son falsas, ya que el demonio buscará todos los medios posibles para el engaño, así como la fuerza autosugestiva, en particular de determinadas personas, que puede hacer mucho daño a la propia persona.

Como en otros fenómenos extraordinarios existe la posibilidad cierta de que el demonio puede confundir y engañar al alma, bajo capa de bien y de certeza: “Puede también el demonio causar estas visiones en el alma mediante alguna lumbre natural, en que por sugestión espiritual aclara al espíritu las cosas, ahora sean presentes, ahora ausentes … Pero de estas visiones que causa el demonio a las que son de parte de Dios hay mucha diferencia. Porque los efectos que éstas hacen en el alma no son como los que hacen las buenas, antes hacen sequedad de espíritu acerca del trato con Dios e inclinación a estimarse, y a admitir y tener en algo las dichas visiones, y en ninguna manera causan blandura de humildad y amor de Dios” (S 2,24,7).

Otro principio sanjuanista, igualmente importante, es que las almas aprovecharán, si se niega lo sensible e inteligible de ellas (S 2,16,11-12). Pero siempre son más seguras y firmes las palabras de los profetas que las visiones: “Y tenemos más firme testimonio de esta visión del Tabor, que son los dichos y palabras de los profetas que dan testimonio de Cristo” (S 2,16,15). Como en las demás gracias místicas de índole extraordinaria existen graves riesgos de engaño y peligros consiguientes para la vida espiritual. De ahí, la preocupación del Santo por este asunto. La parte segunda del título del capítulo 18 de S 2 reza así: “Y dice también cómo, aunque sean de Dios, se pueden en ellas engañar”, prosiguiendo en el capítulo siguiente: “En que declara y prueba cómo, aunque las visiones y locuciones que son de parte de Dios son verdaderas, nos podemos engañar acerca de ellas. Pruébase con autoridades de la  Escritura divina”. La razón fundamental es que, aunque en sí sean verdaderas y ciertas, no siempre lo son para nosotros (S 2,17,7 y S 2,19,1). Dos son las causas aducidas: “La una es por nuestra defectuosa manera de entenderlas, y la otra, porque las causas de ellas son variables” (S 2,19,1).

Para el Doctor místico está claro que  Dios es inmenso y profundo, y en sus profecías, locuciones, revelaciones y demás caminos, suele llevar otros medios y vías y conceptos muy diferentes a como los podemos entender nosotros, aunque sean en sí tanto más verdaderos y ciertos cuanto a nosotros nos parece que no. Confirma el Santo sus afirmaciones con abundantes textos de Génesis, Jueces, Isaías,  S. Pablo, Jeremías, Salmos, Hechos, S. Juan. Después de largas pruebas y disquisiciones, el Santo afirma que, aunque sean ciertas, lo mejor de todo es huir de toda visión y palabra de Dios, por no saber entender los propósitos de Dios, siempre misteriosos y que superan la mente humana, y caminar en pureza de espíritu en la oscuridad de la fe, que es el medio propio y adecuado de la unión con Dios: “De esta manera y de otras maneras pueden ser las palabras y visiones de Dios verdaderas y ciertas, y nosotros engañarnos, en ellas, por no las saber entender alta y principalmente y a los propósitos y sentidos que Dios en ellas lleva. Y, así, es lo más acertado y seguro hacer que las almas huyan con prudencia de las tales cosas sobrenaturales, acostumbrándolas, como habemos dicho, a la pureza de espíritu en fe oscura, que es el medio de la unión” (S 2,19,14; cf. cap. 3,9 y 18).

III. Valoración teológica y espiritual

Se repite una vez más el exigente principio sanjuanista: la renuncia a todo, también a estos regalos místicos extraordinarios, así como a todo lo que puede ser embarazo y asimiento del alma respecto a las cosas del mundo: “Que piensan que, por el mismo caso que ser verdaderas y de Dios, es bueno admitirlas, y asegúranse en ellas, no mirando que también en estas hallará el alma su propiedad y asimiento y embarazo, como en las cosas del mundo si no las sabe renunciar a ellas” (S 2,16,4; cf. todo el capítulo 17 de S 2). Dios no da al alma estas visiones sobrenaturales para que las quiera tomar, arrimarse y apegarse, a ellas, ni para que haga caso de ellas, ya que él puede dar al alma y comunicarle espiritualmente y en sustancia lo que le comunica mediante cualquier forma de visión (S 2,16,13). No se deben, pues, ni pretender, ni desear, ni pedir (S 2,23,5).

Los verdaderos efectos que hacen en el alma estas visiones es  quietud, iluminación y alegría a manera de gloria, suavidad, limpieza y amor, humildad e inclinación o elevación del espíritu en Dios; unas veces más, otras menos; unas más en lo uno; otras en lo otro, según el espíritu en que se reciben y Dios quiere” (S 2,24,6). El bien que puede hacer al alma es comunicar amor, inteligencia, suavidad: “Porque estas visiones imaginarias, el bien que pueden hacer al alma, también como las corporales, exteriores que habemos dicho [en el nº 3 de este mismo capítulo y en el capítulo 11 de este mismo libro 2 de S], es comunicarle inteligencia, o amor, o suavidad” (S 2,16,10). Para que causen todo esto en el alma no es necesario que el alma las quiera, ya que “en ese mismo punto que en la imaginación hacen presencia, la hacen en el alma e infunden la inteligencia y amor, o suavidad, o lo que Dios quiere que causen” (ib).

Pero siempre hay que procurar encaminar por ellas al entendimiento en la noche espiritual de la fe y a la unión con Dios: “De estas [las visiones intelectuales], pues, también, como de las demás aprehensiones corporales imaginarias hicimos, nos conviene desembarazar aquí el entendimiento, encaminándole y enderezándole por ellas en la noche espiritual de la fe a la divina u sustancial unión con Dios” (S 2, 23,4).

No sólo afirma el Santo, como mejor receta, el huir y rechazar cualquier tipo de regalos místicos sobrenaturales y extraordinarios, por lo que tienen de apariencia externa, sino que al mismo Dios no le gusta que se deseen y se pidan tales visiones: “En que declara cómo, aunque Dios responde a lo que se le pide algunas veces, no gusta de que usen de tal término. Y prueba cómo, aunque condesciende y responde, muchas veces se enoja” (S 2 21, tít.). Así lo probará a lo largo de todo el capítulo con razones filosófico-teológicas y, sobre todo, con testimonios bíblicos. La primera gran razón es que, Dios lleva al hombre normalmente por medios que él tiene naturalmente ordenados para su gobierno. Medios naturales y racionales. Luego querer salir de los medios naturales y querer averiguar cosas por medios sobrenaturales, no es lícito. Por eso, Dios no gusta de ellos, pues de todo lo ilícito se ofende (S 2,21,1).

Y, si Dios no gusta, ¿por qué algunas veces responde Dios? Explica J. de la Cruz que, algunas veces, responde el demonio. Pero las que responde Dios es, “por la flaqueza del alma que quiere ir por aquel camino, porque no se desconsuele y vuelva atrás, o porque piense está Dios mal con ella y se sienta demasiado, o por otros fines que Dios sabe, fundados en la flaqueza de aquel alma, por donde se ve que conviene, responde y condesciende por aquella vía” (S 2,21,2). Dios, en definitiva, da a cada uno según su modo. Pero Dios no gusta de ese medio de comunicación.

Después de ilustrar su pensamiento con abundantes autoridades bíblicas (S 2,21,3-14), concluye el Santo: “Pero, si bien se mira, todo lo dicho hace para probar nuestro intento, pues en todo se ve no gustar Dios de que quieran las tales visiones, pues da lugar a que de tantas maneras sean engañados en ellas” (S 2,21,14).

En el capítulo 22 de S 2 aborda el Santo la diferencia entre la  Ley Antigua y la Ley Nueva respecto a preguntar a Dios por vía sobrenatural. Ahora –en la Ley de Gracia– no es lícito preguntar a Dios, mientras que sí lo era en la Ley Vieja, probándolo con la conocida autoridad de Heb. 1, 1-2, que traduce así: “Y es como si dijera: Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y de muchas maneras, ahora a la postre, en estos días nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez. En lo cual da a entender el Apóstol que Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo” (S 2,22,4). Por lo cual hasta agravio podría ser para Dios preguntarle o querer alguna visión o revelación, además de ser una necedad (S 2,22,5). Dios te podrá responder tan bonitamente: “Tú pides locuciones y revelaciones en parte, y si pones en él los ojos, lo hallarás en todo; porque él es toda mi locución y respuesta y es toda mi visión y toda mi revelación. Lo cual os he ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por hermano, compañero y maestro, precio y premio” (S 2,22,5). Se trata, en definitiva, de descubrir el estilo y modo de Dios en su proceso purificativo en cada alma. Hay que encaminar a las almas “en la fe, enseñándolas buenamente a desviar los ojos de todas aquellas cosas, y dándoles doctrina en cómo han de desnudar el apetito y espíritu de ellas para ir adelante” (S 2,22,19). Al fin vuelve siempre la misma valoración: Vale más cualquier acto de caridad y la virtud de la humildad que todos los acontecimientos místicos extraordinarios.

IV. Normas de dirección espiritual

La experiencia sanjuanista, su doctrina y su pedagogía respecto a locuciones, revelaciones, sentimientos espirituales de cualquier clase y a las visiones, es límpida, transparente y lineal: a Dios se llega por la gracia, por las tres virtudes teologales, que purifican el entendimiento, la memoria y la voluntad y que generan en esa purificación, activa y pasiva, del sentido y del espíritu, las noches de la fe, esperanza y caridad y la segura actitud de humildad, que son los únicos medios necesarios y adecuados para que el hombre sea llevado propiamente a la unión con Dios. Todo lo demás que exceda la razón, la fe y los medios morales de santificación, aun siendo verdadero y de Dios, hay que rechazarlo por complicado e innecesario. Menos todavía hay que pedirlo o desearlo. Queda a sí a salvo la libertad del hombre y su condición de creyente en Dios, del que se fía absolutamente, apoyado sobre la roca viva de su palabra.

El Santo pone en guardia incluso contra los padres, maestros, directores espirituales o confesores que sientan determinada inclinación hacia todo este mundo de los fenómenos místicos extraordinarios –que más que otra cosa son epifenómenos sin transcendencia y sin necesidad alguna para la perfección cristiana, aunque sean buenos en sí y verdaderos de Dios– por la influencia negativa y hasta peligrosa que pueden generar en los discípulos, y hacerle al mismo tiempo inclinados a ellos, por la estimativa que pueden inducir en tales discípulos.

El título del capítulo 18 de S 2 es elocuente: “Que trata del daño que algunos maestros espirituales pueden hacer a las almas por no las llevar con buen estilo acerca de las dichas visiones”. Añade luego: “Y dar más luz del daño que se puede seguir, así a las almas espirituales como a los maestros que las gobiernan, si son muy crédulos a ellas, aunque sean de parte de Dios”. Se lamenta el Santo de la poca discreción que hay en algunos maestros espirituales por los errores cometidos en discernir y valorar dichas aprehensiones sobrenaturales. Esto se da sobre todo en quienes son inclinados a favorecer y estimar estos fenómenos místicos extraordinarios. No llevan a las almas por el camino de la humildad, ni por el verdadero camino de la fe, ni desembarazándolas de los impedimentos que esto supone. En los números 67 del mismo capítulo da normas y claves de comportamiento tanto al maestro como al discípulo. El tema es complejo. Pero de gran importancia para el discernimiento y la valoración real de todo lo que se refiere al campo de las realidades fenoménicas en el ámbito de la mística.

No hay que hacer caso de las visiones, si no es para comunicárselas al maestro espiritual, “sino sólo para decirlo al padre espiritual, para que le enseñe a vaciar la memoria de aquellas aprehensiones” (S 3, 8,5; cf 3 16,6 y 15,2). Los maestros, por su parte: “Encamínenlas en la fe, enseñándolas buenamente a desviar los ojos de todas aquellas cosas, y dándoles doctrina en cómo han de desnudar el apetito y el espíritu de ellas para ir adelante, y dándoles a entender cómo es más preciosa delante de Dios una obra o un acto de voluntad hecho en caridad, que cuantas visiones (y revelaciones) y comunicaciones pueden tener del cielo, pues estas ni son mérito ni demérito” (S 2,22,19).

Quedan siempre en pie los principios fundamentales de la pedagogía sanjuanista: “Han menester advertir que todas las visiones y revelaciones y sentimientos del cielo y cuanto más ellos quisieren pensar, no valen tanto como el menor acto de humildad, la cual tiene los efectos de la caridad” (S 3,9,4). Por otra parte: “Estas visiones, por cuanto son de criaturas, con quien Dios ninguna proporción ni conveniencia esencial tiene, no pueden servir al entendimiento de medio próximo para la unión de Dios” (S 2,24,8). El hombre ha de proceder siempre en tinieblas de fe y en libertad de espíritu, huyendo y desechando todo lo que sale de ese camino (cf S 2, 19,11 y 14; 21,11; 22,6).

Mauricio Martín del Blanco

Gemido espiritual

Asociado a la pena o dolor, este vocablo recibe diversas acepciones en la pluma sanjuanista, siempre en el plano figurativo y en relación a la vida espiritual. Las principales son las siguientes.

a) Gemido penoso. Es el que corresponde a los momentos más dramáticos de la noche oscura, cuando el alma viene a encontrarse en total abandono, sintiendo muy al vivo su miseria. A tal situación aplica J. de la Cruz lo que se dice en el Salmo 18 (5-7): “Cercáronme los gemidos de la muerte, los dolores del infierno me rodearon, en mi tribulación clamé”. De tal manera se ve el alma penetrada por la tiniebla purificadora que “se siente estar deshaciendo y derritiendo en la haz y vista de sus miserias con muerte de espíritu cruel. Gemidos de muerte y dolores de infierno son las terribles sensaciones durante la horrenda noche del espíritu” (N 2,6 por entero).

La cosa llega a tanto, que el alma “trae en el espíritu un dolor y gemido tan profundo que le causa fuertes rugidos y bramidos espirituales, pronunciándolos a veces con la boca, y resolviéndose en lágrimas cuando hay fuerza y virtud para poderlo hacer, aunque las menos veces hay este alivio” (N 2,9,7). Sería lo experimentado en textos bíblicos como estos: “Fui muy afligido y humillado, rugía del gemido de mi corazón” (Sal 37,9) y “De la manera que son las avenidas de las aguas, así el rugido mío” (Job 3,24). El gemido se vuelve rugido semejante al bramido de las aguas despeñadas. Equivale figurativamente a los sufrimientos y momentos más terribles de la prueba catártica (cf. N 2,9 entero).

b) Gemido amoroso e impaciente. Aunque conlleva cierta pena y ansia, existe otra forma de gemir del alma muy distinta del anterior. La ausencia del Amado es motivo de insatisfacción para el verdadero amante; éste suspira siempre por la presencia y expresa su pena con dulces gemidos. Describe esa situación J. de la Cruz diciendo que “la ausencia del Amado causa continuo gemir en el amante, porque, como fuera de él nada ama, en nada descansa ni recibe alivio” (CB 1,14).

Es la situación típica del amor impaciente, descrita en las doce primeras estrofas del Cántico. El amor apasionado, pero no suficientemente probado, no sufre retrasos ni sustituciones; está siempre en tensión y  angustia; de ahí los clamores, las invocaciones y lamentos, pidiendo al Amado que “apague los enojos”. Son gemidos mezclados de gozo y dolor, síntomas de impaciencia y descontento. La situación espiritual durante esos momentos de dialéctica ausencia-presencia queda plasmada así: “Está el alma como el vaso vacío, que espera su lleno, y como el enfermo, que gime por la salud, y como el que está colgado en el aire, que no tiene en qué estribar” (CB 9,6).

c) Gemido pacífico de la esperanza. Hasta que no se alcanza la posesión plena del Amado persiste siempre cierta insatisfacción; perdura el deseo de algo más. Por ello mantiene su vigor el principio antes enunciado de que la ausencia del Amado causa continúo gemido al amante. Es lo que sucede al alma ya unida con Dios en esta vida. Durante la peregrinación terrena llega a sentir ansias de soledad para estar a solas con el amado Esposo, “no queriendo reposar en nada ni acompañarse de otras aficiones, gimiendo por la soledad de todas las cosas hasta hallar a su Esposo en cumplida satisfacción” (CB 34,5).

Ésta nunca llega a ser tal que cierre totalmente el deseo de la plenitud beata; queda siempre abierto el resquicio del gemido, sólo que ya no es penoso o angustioso, sino suave y pacífico. La esperanza nunca fenece en la tierra. “No le basta la paz y tranquilidad y satisfacción de corazón a que puede llegar el alma en esta vida, para que deje de tener dentro de sí gemido, aunque pacífico y no penoso, en la  esperanza de lo que falta” (CB 1,14). Por eso, añade el Santo que “el gemido es anejo a la esperanza”. Según su interpretación, a este gemido de los perfectos aludía san Pablo al decir: “Nosotros mismos, que tenemos las primicias del espíritu, dentro de nosotros mismos gemimos esperando la adopción de hijos de Dios” (Rom 8,23: CB 1,14).

Expresión de ese gemido pacífico de la esperanza son los dos últimos versos de la primera estrofa de Llama: “Acaba ya si quieres, / rompe la tela de este dulce encuentro”. El comentario en prosa ofrece la interpretación auténtica con estas palabras: “Es a saber: acaba ya de consumar conmigo perfectamente el matrimonio espiritual con tu beatífica vista … porque vive en esperanza todavía, en que no se puede dejar de sentir vacío, tiene tanto de gemido, aunque suave y regalado, cuanto le falta para la acabada posesión de la adopción de hijos de Dios, donde, consumándose su gloria, se aquietará” (LlB 1,27).

El gemido penoso de muerte durante la noche oscura se trueca en gemido pacífico, suave y regalado, de cara a la visión gloriosa. Es otra realidad espiritual que se inserta en la trama típica del sanjuanismo, toda ella organizada entorno al “antes” y a “término” de la unión transformante.

BIBL. — EULOGIO PACHO, “El ‘gemido de la esperanza’. Síntesis definitiva del pensamiento sanjuanista”, en ES II, 413-432.

Eulogio Pacho