Natural

El término “natural” (444 veces), su forma adverbial “naturalmente” (86 veces) y “naturaleza” (56 veces) tienen una presencia relevante en los escritos de J. de la Cruz. Sorprende esta presencia en su pensamiento, el cual se desarrolla enteramente en el ámbito sobrenatural de la gracia y de la mística cristianas. El dato es muy significativo. Revela ante todo la consistencia del natural y su función mediadora, dentro del pensamiento espiritual. No obstante, para llegar a la  unión mística con Dios, ha de ser sometido a un proceso de  negación y de purificación. De este modo, queda reintegrado en la comprensión global del ser humano, en su doble dimensión natural y sobrenatural.

I. Consistencia del natural

La naturaleza, creada por Dios, es en sí misma buena. Dios creó todas las cosas para bien del  hombre y para su gloria. Como explica hoy la teología, Dios crea para la salvación. Este dato se halla en el fondo del pensamiento sanjuanista: “Dios no destruye la naturaleza, antes la perfecciona” (S 3,2,7). Aun cuando haya mediado el pecado y el desorden, “el alma desordenada, en cuanto al ser natural está tan perfecta como Dios la crió” (S 1,9,3). “En sí es una hermosísima y acabada imagen de Dios” (S 1,9,1). “En ella está morando esa divina luz del ser de Dios por naturaleza” (S 2,5,6).

El itinerario trazado por J. de la Cruz tiene como meta la unión  sobrenatural con Dios, pero contempla previamente los aspectos naturales de la vida humana. Y aun cuando el alma tiene que ir desprendiéndose progresivamente de su habilidad natural, esto es, de su actividad puramente humana, para llegar a la unión, “ha de quedar a salvo en el espíritu humano el mínimo preciso para que Dios pueda entrar en relación con él” (U. Ferrer Santos, Lo natural y lo sobrenatural en San Juan de la Cruz, p. 131).

Este mínimo natural es el concurso de la voluntad, máxima expresión de la singularidad de cada hombre, y que permite que Dios pueda actuar en su interior. Para ello se requiere que la voluntad del hombre esté unida a la de Dios: “El estado de esta divina unión consiste en tener el alma, según la voluntad, con tal transformación en la voluntad de Dios, de manera que no haya en ella cosa contraria a la de Dios, sino que en todo y por todo su movimiento sea voluntad solamente de Dios” (S 1,11,2). Entonces “esta voluntad de Dios es también voluntad del  alma” (ib. 3).

Para llegar a esta transformación de la voluntad del hombre en la de Dios, Dios mismo va moviendo con suavidad, gradualmente, adaptándose a la naturaleza del hombre como ser sensitivo y espiritual: “Como quiera que el orden que tiene el alma de conocer, sea por las formas e imágenes de las cosas criadas, y el modo de su conocer y saber sea por los sentidos, de aquí es que, para levantar Dios al alma al sumo conocimiento, para hacerlo suavemente ha de comenzar y tocar desde el bajo fin y extremo de los sentidos del alma, para así irla llevando al modo de ella hasta el otro fin de su sabiduría espiritual, que no cae en sentido. Por lo cual, la lleva primero instruyendo por formas e imágenes y vías sensibles a su modo de entender, ahora naturales, ahora sobrenaturales, y por discursos, a ese sumo espíritu de Dios” (S 2,17,3).

Según esto, los sentidos –y todo lo que de suyo es bueno– ocupan un lugar en la escala ascendente hacia la meta de la  unión. El hombre se sirve de ello para aficionarse a Dios. Así interpreta el Santo el uso de los bienes naturales: “En esta manera se pueden usar, porque entonces sirven los sensibles al fin para que Dios los crió y dio, que es para ser por ellos más amado y conocido… Pero el que no sintiere esta libertad de espíritu en las dichas cosas y gustos sensibles, sino que su voluntad se detiene en estos gustos y se ceba de ellos, daño le hacen y debe apartarse de usarlos” (S 3,24, 5-6).

Es conocido en J. de la Cruz su amor a la naturaleza creada y la descripción que hace de sus perfecciones, enraizadas en su propia subsistencia, a propósito de su diálogo con las criaturas en el Cántico: son obras de Dios, a las que “dejó vestidas de hermosura” (CB 5,3-4). Es conocida también su gran sensibilidad artística, que le lleva a sumergirse en la contemplación de la naturaleza. Esta sensibilidad es la que hace brillar su espíritu, en el que se hallan integrados tanto los sentidos externos como internos del alma. Por eso propone como uno de los hitos del proceso de maduración del espíritu la educación de la vida de sentido, correspondiente a la noche activa del sentido. Representa la integración de los valores del sentido en la vida del espíritu, a partir de la cual el espíritu, a través del sentido, penetra en la verdad de las cosas.

II. Reorientación del natural

Según lo que acabamos de afirmar, la purificación progresiva del sentido y de sus actos naturales, propuesta por J. de la Cruz en el itinerario hacia la unión, no es negación sino educación de la vida de sentido. Este es el significado de la noche oscura del sentido, descrita en el primer libro de Subida. Se trata de apartar los apetitos de los bienes sensibles, imitando a Cristo, que no tuvo en la vida ni en la muerte donde reclinar su cabeza. No consiste en “carecer de las cosas, porque eso no desnuda al alma si tiene apetito de ellas, sino la desnudez del gusto y apetito de ellas” (S 1,3,4).

Para llegar a la unión mística, no sólo hay que renunciar a los deleites sensibles, sino también a los deleites espirituales; implica la muerte a lo espiritual que se basa en las propiedades de la naturaleza creada, al igual que Cristo estuvo falto de consuelo y alivio de todo orden: “No consiste, pues, en recreaciones y gustos, y sentimientos espirituales, sino en una viva muerte de cruz sensitiva y espiritual, esto es, interior y exterior” (S 2,7,11). Este es el sentido de la noche oscura del espíritu, descrita en el segundo y tercer libro de Subida; comporta la negación de las actividades naturales de las potencias espirituales: entendimiento,  memoria y voluntad.

Esto quiere decir que para ir a Dios hay que oscurecer estas potencias en sus operaciones naturales, despojándolas y desnudándolas por Dios de todo lo que no es Dios: “Es quitar de sí todo velo y mancha de criatura, lo cual consiste en tener la voluntad perfectamente unida con la de Dios, porque el amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios” (S 2,5,7). Sólo así aceptará el alma ser guiada únicamente por Dios hasta la meta de la unión. Es el camino trazado por las tres  virtudes teologales: fe, esperanza y caridad.

La eliminación de los auxilios naturales como medios de unión con Dios se basa, por una parte, en la desproporción entre el medio y el fin; por otra, en la naturaleza misma de la contemplación mística, que es incompatible con el trabajo que supone el ejercicio de las potencias: “Cuanto el alma se pone más en espíritu, más cesa en obra de las potencias en actos particulares, porque se pone ella más en un acto general y puro” (S 2,12,6).

Aunque a los que se inician en la  contemplación, “les conviene a veces aprovecharse del discurso natural y obra de las potencias naturales” (S 2,15, tít.), en cuanto Dios empieza a poner en ellos la “noticia sobrenatural de contemplación”, deben abandonar el discurso de las potencias. En este trance místico “el alma no obra nada con las potencias; que entonces antes es verdad decir que se obra en ella y que está obrada la inteligencia y sabor, que no que obre ella alguna cosa, sino solamente tener advertencia el alma con amar a Dios, sin querer sentir ni ver nada” (S 2,15,2).

Dentro de la misma línea de vaciamiento de las capacidades naturales, propone J. de la Cruz la purgación de la memoria; comprende la negación de las aprehensiones tanto naturales como sobrenaturales, sacando a la memoria “de sus límites y quicios naturales y subiéndola sobre sí, esto es, sobre toda noticia distinta y posesión aprehensible, en suma esperanza de Dios incomprehensible” (S 3,2,3). La misma purgación propone a la voluntad; comprende la negación del  gozo en los bienes temporales, naturales, sensuales, morales, sobrenaturales y espirituales, “para que no, embarazada en ellos, deje de poner la fuerza de su gozo en Dios” (S 3,17,2).

Comentando los provechos que se siguen de apartar el gozo de los bienes morales, escribe: El que obra con la voluntad puesta en Dios “hace las obras más acordadas y cabalmente. A lo cual, si hay pasión de gozo y gusto en ellas, no se da lugar; porque, por medio de esta pasión del gozo, la irascible y concupiscible andan tan sobradas, que no dan lugar al peso de la razón, sino que ordinariamente anda variando en las obras y propósitos, dejando unas y tomando otras, comenzando y dejando sin acabar nada; porque, como obra por el gusto, y éste es variable, y en unos naturales mucho más que en otros, acabándose éste, es acabado el obrar y el propósito, aunque sea cosa importante” (S 3,19,2).

En conclusión, así como ninguna cosa que caiga en el conocimiento natural puede ser medio proporcionado de unión con Dios, otro tanto ocurre con la afección de la voluntad. Dios no cae bajo las aprehensiones de las potencias, ni bajo los apetitos y gustos de la voluntad. Por eso sólo la fe es medio proporcionado de unión: “Su aptitud proviene de que es un acompañante que no interpone en las relaciones entre alma y Dios claridad alguna proveniente de las condiciones naturales de las criaturas, sumiendo al entendimiento en una noche oscura” (U. Ferrer Santos, 131).

III. Relación con lo sobrenatural

Lo sobrenatural no se yuxtapone a lo natural, como si se tratara de un simple añadido externo, que nada tuviera que ver con la naturaleza. Su relación es más profunda, como se expone en la voz sobrenatural. Lo natural no sólo cumple una misión mediadora, como hemos señalado; tiene también una función clarificadora respecto a la vida mística. Esta no consiste en fenómenos extraordinarios. Lo extraordinario sólo puede venir de Dios si “cae en mucha razón y ley evangélica”. El ser y la acción sobrenaturales no suplen lo que naturalmente puede lograrse: “A ninguna criatura le es lícito salir fuera de los términos que Dios le tiene naturalmente ordenados para su gobierno. Al hombre le puso términos naturales y racionales para su gobierno” (S 2,21,1).

Hablando de revelaciones, dice el Santo que no es común que Dios dé a conocer por medios extraordinarios lo que las capacidades naturales del alma pueden alcanzar, por la revelación hecha a la Iglesia: “Por cuanto no hay más artículos que revelar acerca de la sustancia de nuestra fe que los que ya están revelados a la Iglesia, no sólo no se ha de admitir lo que de nuevo se revelare al alma acerca de ella, pero (aun) le conviene, para cautela, de no ir admitiendo otras variedades envueltas” (S 2,27,4).

“No será lícito ahora en la ley de gracia preguntar a Dios por vía sobrenatural” (S 2,22, tít.). Y puntualiza: “Porque, ordinariamente, todo lo que se puede hacer por industria y consejo humano no lo hace él ni lo dice, aunque trate muy afablemente mucho tiempo con el alma” (ib. 13). Como el consejo que le dio a Moisés su suegro Jetró: “Aquello era cosa que podía caber en razón y juicio humano” (ib. 14). “Ahora en la Ley Nueva y de gracia”, la única mediación es Cristo: “Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y de muchas maneras, ahora a la postre, en estos días nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez. En lo cual da a entender el Apóstol que Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo” (ib. 4).

A la luz precisamente del misterio de Cristo, en su naturaleza divina y humana, adquiere un sentido nuevo la relación entre lo natural y lo sobrenatural, y cómo el sobrenatural es la perfecta realización del natural.

BIBL. — GEORGES MOREL, Le sens de l’existence selon S. Jean de la Croix II, Paris 1960, pp. 41-126; URBANO FERRER SANTOS, “Lo natural y lo sobrenatural en San Juan de la Cruz”, en Studium 36 (1986) 131-142; JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, “San Juan de la Cruz: su defensa de la razón y de las virtudes humanas”, en AA.VV., Antropología de San Juan de la Cruz, Avila 1988, pp. 37-60; REINARD KÖRNER, “El papel de la razón en la mística sanjuanista”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista III, Valladolid 1993, pp. 195-202.

Ciro García

Mundo

El mundo tiene una significación variada en los escritos de Juan de la Cruz. Hay que tenerlo en cuenta para una recta interpretación. Empecemos por este análisis del término. Lo presenta, en línea con la tradición, como uno de los tres enemigos del alma. Así en Cautelas, encabezando la triada, le dedica tres “cautelas” (5-9). Es al que más espacio le dedica. También en los primeros compases del Cántico nos encontramos con los “tres enemigos”, y también el mundo ocupa el primer lugar (3,5). Pero, como veremos, sería injusto quedarse con esta imagen.

I. “Espacio de todas las criaturas”

El mundo “contiene todas las cosas que él (Dios) hizo” (CB 14,27). La creación es obra de solo Dios: “nunca la hizo ni hace por otra (mano) que por la suya propia” (CB 4,3); “en ellas dejó algún rastro de quien él era” (CB 5,1), son “un rastro del paso de Dios” (CB 5,3), “dotándolas de innumerables gracias y virtudes” (ib. 1), “muchas gracias y dones” (ib. 4), “abundancia de gracias y virtudes y hermosura” (CB 6,1). “Mil gracias derramando/ pasó …” (CB 5). “Pasó”, pero permanentemente se quedó en ellas, pues “la vida de todas las cosas criadas radical y naturalmente está en Dios” (CB 8,3).

Y aunque son todas las criaturas “las obras menores de Dios” (CB 5,3), “las más bajas obras de Dios” (CB 7,2), la persona contemplativa puede “recibir el sentido espiritual sonorosísimamente en el espíritu, de la excelencia de Dios en sí y en sus criaturas” (ib. 15,26) y “lo que ellas tienen en sí cada una recibido de Dios”; y ve que cada una en su manera engrandece a Dios, “teniendo en sí a Dios según su capacidad” (CB 14,27). Es una “armonía de música subidísima” de la “voz de lo que en ella es Dios” (ib. 25).

El mundo de las criaturas irracionales es “palacio para la esposa” (R 4, 103). Es lo que el creyente y contemplativo Juan percibe de la creación, en cada criatura y en su conjunto. La humanidad es la “esposa” del Hijo de Dios encarnado en María Virgen. De la creación destacará siempre la referencia a Dios: las criaturas “dan al alma señas de su Amado, mostrándole en sí rastro de su hermosura y excelencia” (CB 6,2); dan “en sí testimonio de la grandeza y excelencia de Dios” (CB 5,1). Las criaturas le remiten a Dios, son “voz infinita”, “voz inmensa de Dios” (CB 14,11). Entre las criaturas visibles son las racionales por las que la persona “más al vivo conoce a Dios” (CB 7,6), pues le dan “a entender admirables cosas de gracia y misericordia” (ib. 7). Dios “lo hizo todo por… el Verbo, su unigénito Hijo” (CB 5,1), “con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas…, haciéndolas mucho buenas”. Por él, también, “las dejó vestidas de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural” (ib. 4).

Todas las criaturas “son las obras menores de Dios”. Las “mayores, en que más se mostró y en que más él reparaba, eran las de la Encarnación del Verbo” (CB 5,3).

Esta noticia de Dios que dan todas las criaturas genera amor. Será estribillo en los escritos del Santo: “de ti me van mil gracias refiriendo, / y todas más me llagan”. Y aclara: “de ti me enamoran” (CB 7,8). Y termina la estrofa: “y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo”. Tanto el amor que enciende y alimenta esta noticia de Dios, como este “no sé qué” que confiesa que “me mata” (Ib. 9), y que le asoma al Dios “escondido”, trascendente, acelera su “salida” hacia la Persona misma: “salí de todas las cosas según la afección…, siéndole todas las cosas como si no fuesen” (CB 1,6; cf. LlB 1,32; Av 92). Porque “el alma enamorada, que estima a su Amado más que a todas las cosas” (CB 3,8), “no empereza hacer cuanto puede” para hallarle (ib. 1). Hasta pedirle: “apaga mis enojos” (CB 10) y “descubre tu presencia” (CB 11). Es la expresión de esa sed y hambre de Persona que desata el amor de Dios, pues él solo satisface y llena las capacidades profundas con que la creó.

II. El mundo, un modo de ser y obrar

El mundo no es un espacio, un lugar en el que vivimos. O en el que siguen su vocación cristiana la mayoría de los creyentes, mientras que otros, una inmensa minoría, la viven “fuera” del mundo, en los claustros religiosos. El mundo es un sistema de valores, de objetivos, de relaciones, de criterios de comportamiento. Una “filosofía” de la vida que da un estilo de persona o de sociedad, o del mismo mundo. S. Teresa acertó plenamente cuando hablando de “las leyes del mundo” (V 16,8), escribió con desenfado y brío de quienes entran en la vida religiosa “pensando que se van a servir al Señor y a apartar de los peligros del mundo, se hallan en diez mundos juntos” (V 7,4).

Empezamos el discurso por donde menos se podría esperar para trazar el perfil de la persona de mundo que creamos los humanos, y del cual no están exentos “los espirituales”, y, según J., “no pocos”. Después de su apretada exposición sobre Jesús y su palabra sobre la negación, sobre la muerte “sensitiva y espiritual” a todo para llegar a la unión con Dios, escribe: “No me quiero alargar más en esto, aunque no quisiera acabar de hablar en ello, porque veo es muy poco conocido Cristo de los que se tienen por sus amigos”. Y sintetiza el razonamiento hecho poco antes: “Pues los vemos andar buscando en él sus gustos y consolaciones, amándose mucho a sí, mas no sus amarguras y muertes, amándole mucho a él”. Estamos ante una afirmación extremadamente grave, fuerte que nos pone en el camino para indagar realizaciones concretas de la misma según el Doctor místico. Líneas más abajo continúa aludiendo a otro grupo: los que “viven allá a lo lejos, apartados de él, grandes letrados y potentes, y otros cualesquiera que viven allá con el mundo en el cuidado de sus pretensiones y mayorías, que podemos decir que no conocen a Cristo” (S 2,7,12). Evidentemente se trata de personas que profesan la fe cristiana.

Reconociendo que J. establece una gradación entre los dos grupos –»los que se tienen por amigos” de Cristo, y “los que no le conocen”–, sin embargo, los dos están unidos en una misma postura: “se aman mucho a sí”. Unos y otros “buscan su acomodamiento y consuelo, o en Dios o fuera de él” (Ct 16). La línea divisoria entre los auténticos seguidores de Cristo y del mundo está marcada con precisión: mientras que los que conocen a Cristo, “amándole mucho”, buscan la participación en “sus amarguras y muertes”, los que no le conocen –y éstos serían los del mundo–, “amándose mucho así”, buscan “en él sus gustos y consolaciones”.

En esta misma línea va el segundo de los Avisos a un religioso para alcanzar perfección cuando escribe que “es totalmente necesario” para la perfección, y que “si no lo ejercita … ni sabe buscar a Cristo, sino a sí mismo” (4). En el número siguiente contrapone el estar atenazado por “el respeto de mundo” a vivir “solamente por Dios”. Concluye: “Nunca ponga los ojos en el gusto o disgusto que se le pone en la obra … sino a la razón que hay para hacerla por Dios. Y así, ha de obrar todas las cosas, sabrosas o desabridas, con este solo fin de servir a Dios con ellas” (5). El número tres lo había terminado con estas palabras dirigidas al religioso que carece de una actitud teologal, de buscador infatigable de Dios: “No había para qué venir a la Religión, sino estarse en el mundo buscando su consuelo, honra y crédito y sus anchuras”. Pienso que con estas palabras deja bien claro el Santo lo que entiende por “mundo”.

En esta misma perspectiva lanza su diatriba contra el confesor que “tratando un alma jamás la deja salir de su poder, allá por los respetos e intentos vanos que él se sabe” (LlB 3,57); y le increpa: “Y tú de tal manera tiranizas las almas…” y te comportas con ellas “con las contiendas de celos que tienen entre sí los casados”, “los cuales… son celos de soberbia y presunción o de otro imperfecto motivo tuyo” (ib. 59). Y aun se refiere a otra manera “más pestífera”, por la que cierran el camino a las almas que sienten el llamamiento a la vida religiosa “allá con unas razones humanas o respetos harto contrarios a la doctrina de Cristo” (ib. 62). Éstos tienen “el espíritu poco devoto, muy vestido del mundo” (ib. 62; cf S 1,13,8; CB 10,3). La conversión a Cristo la expresa en términos de “pérdida” “de los tratos y pasatiempos que solía tener en el mundo”, ofreciéndonos una buena definición del “mundo” con estas palabras: “El ejido” es el mundo” “donde los humanos tienen sus pasatiempos y tratos y apacientan los ganados de sus apetitos” (CB 29,6). Habla también del “traje vano del mundo” en algunas prácticas de piedad, con las que algunos “canonizan sus vanidades” (S 3,35,4).

El mundo es, pues, una “ley”, un modo de ser y de vivir que caracteriza a un determinado tipo de personas, prescindiendo “dónde” vivan y lo que concretamente hagan. Puede tratarse hasta de una persona muy “piadosa”. Este modo de ser conduce a la persona a una degradación progresiva hasta la negación absoluta de Dios, “no curando de cumplir su ley por no faltar a las cosas y bienes del mundo” (S 3,19,7). De éstos dice que “en lo Dios no son nada y en lo del mundo lo son todo” (ib.). Y así se forman dos grupos de personas sin posible camino de encuentro, sin puentes de comunicación. Escribe: “Por lo cual los sabios de Dios y los sabios del mundo, los unos son insipientes para los otros, porque los unos no pueden percibir la sabiduría de Dios y ciencia, ni los otros la del mundo” (CB 26,13). Por aquí entramos en el pensamiento con el que vamos a concluir la presentación del término “mundo”: la dimensión teologal de la persona que se relaciona con el mundo, y, en el fondo, de toda criatura, “rastro” y “huella” de Dios.

III. “Donde no se sabe a Dios, no se sabe nada”

Estas palabras del Doctor místico están en el contexto inmediato de las que acabo de citar.

Del ser ontológico de las cosas ya hemos hecho referencia al principio. A J., porque lo da por sabido y porque no entra en su perspectiva, no le interesa tratar. Le importa la relación de la persona con Dios, pues “un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto sólo Dios es digno de él” (Av 34). O de otra manera: “Todo el mundo no es digno de un pensamiento del hombre, porque a solo Dios se debe; y así, cualquier pensamiento que no se tenga en Dios, se le hurtamos” (Av 115). El hombre, “criado para estas grandezas” de la comunión más íntima con Dios (CB 39,7), pretendiendo “natural y sobrenaturalmente” “igualdad de amor con Dios”, sabe también el Santo que “es grande la rudeza y ceguera del alma que está sin su gracia” (CB 32,8), pues llega a “no caer en la cuenta” de las “innumerables mercedes…, que de Dios ha recibido y a cada paso recibe” (ib. 9). En el mundo, en las criaturas contempla la capacidad de potenciar o frenar, de encaminar o desviar a la persona en el logro o frustración de su vocación fundamental, única. En esta sola perspectiva las considera en sus escritos, y desde ella las valora o dice que “son nada”. Para él ésta es la verdad del mundo, de los “bienes del mundo”.

Las criaturas no son “su manjar” (S 1,6,6). Por eso advierte: “Cata que tu carne es flaca y que ninguna cosa del mundo puede dar fortaleza a tu espíritu ni consuelo; porque lo que nace del mundo, mundo es” (Av 42). El manjar que “echan menos… es Dios” (LlB 3,18). En este campo puede orientarnos el siguiente “fundamento” que sostiene su discurso sobre la purificación de la voluntad: “La voluntad no se debe gozar sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios, y que la mayor honra que le podemos dar es servirle según la perfección evangélica; y lo que es fuera de esto, es de ningún valor y provecho para el hombre” (S 3,17,2).

Así las cosas “son vanas y engañosas” (CB 1,1), “son nada”. “El ser de las criaturas, comparado con el infinito ser de Dios, es nada” (S 1,4,4), y la hermosura y la bondad y la sabiduría (ib.). Puesto que “Dios es de otro ser que sus criaturas” (S 3,12,2), “ninguna criatura … le puede servir (a la persona) de próximo medio para la divina unión” (S 2,8 tit). Si no sirven de medio próximo, habrá que sobrepasarlas, transcenderlas, servirse sólo de ellas como y mientras son motivos para ir a Dios (S 3, 24, 4), evitando convertirlas en “fin”. Esto, además de ser un atentado gravísimo contra la persona, porque la degrada a una forma inferior de vida, la impide totalmente realizar su vocación divina.

El razonamiento de J. de la Cruz es sencillo y serio: “Es necesario al alma, para llegar a la divina unión de Dios, pasar esta noche oscura de mortificación de apetitos y negación de los gustos en todas las cosas” (S 1,4,1). “Dos contrarios… no pueden caber en un sujeto” (ib. 2). Y contrarios son la unión con Dios y la afección de criaturas. “La afición y asimiento”, el amor “iguala y hace semejante” y “sujeta al amante a lo que ama”. Quien ama criatura “tan bajo se queda como aquella criatura”. Por eso se hace “incapaz de la pura unión con Dios”. “De manera que todas las criaturas en esta manera nada son, y las aficiones de ellas son impedimento y privación de la transformación en Dios…, así no podrá comprehender a Dios el alma que en criaturas pone su afición” (ib. 3).

Hay que llamar la atención sobre las expresiones del Santo: “poner el corazón en los bienes del mundo” (S 1,4,4.6), “el alma que en criaturas pone su afición” (ib. 3; 5,1), los que “ponen su corazón y afición en cualquiera cosa del mundo” (ib. 4,8). Habla de poner “el gusto” o “la afición” en las criaturas. Por lo tanto, de la “mortificación de apetitos y negación de los gustos” (S 1,4,1). El acento no se pone sobre las cosas sino sobre la voluntad de la persona que convierte las cosas del mundo en fin de sí misma, y de este modo las convierte en dios, las “empareja con Dios”, o les reconoce una entidad mediadora que no tienen. En cualquiera de los dos casos se da un falseamiento de su verdad. Y también de la verdad de la persona que “no se satisface con menos que Dios” (CB 35,1). El manjar de la persona es Dios. A los dos extremos abre el Santo su consideración: cuando el corazón no está vacío y purificado “no siente el gran vacío de su profunda capacidad”. Y cuando lo está “es intolerable la sed y hambre y ansia del sentido espiritual…, porque el manjar que echa de menos también es profundo, que, como digo, es Dios” (LlB 3,18). Cuando la persona “se engolfa” en las cosas del mundo se produce “un gran olvido y torpeza” con relación a Dios (S 3,19,7).

Las criaturas, el mundo al que se refiere J., no son sólo las cosas materiales. Es todo lo que, no siendo Dios, la persona se lo apropia, pone en ello su corazón, se ase a ello. Por ejemplo, cuando se trata de gracias sobrenaturales a las que se apega “no mirando que también en éstas hallará el alma su propiedad, y asimiento y embarazo, como en las cosas del mundo, si no las sabe renunciar como a ellas” (S 2,16,14). “Porque siempre habemos de llevar este presupuesto, que cuanto el alma más presa hace en alguna aprehensión natural o sobrenatural…, menos capacidad y disposición tiene en sí para entrar en el abismo de la fe”, en la comunión personal con Dios (S 3,7,2); o “se distrae del sumo recogimiento, que consiste en poner toda el alma… en solo Dios incomprenhensible y quitarla de todas las cosas aprehensibles” (S 3, 4,2). Éste es el mundo “enemigo” de la persona. “El menos dificultoso” de los tres (Ca 2). La cautela contra él se toma desde la opción teologal, es decir, desde la voluntad de vivir la propia innata vocación (ib. 5), urgido, además, por la voluntad de “llegar en breve al santo recogimiento, silencio espiritual, desnudez y pobreza de espíritu” (ib. 1 y 9); por lo tanto, con el propósito de “templar la demasía del apetito” (Ct del 18.11.1586). En las tres Cautelas dedicadas al mundo, el Santo quiere ayudarnos a educar el sector afectivo en la relación con las personas y las cosas, con las criaturas. Lo que pretende con más detenimiento en Subida 3,1826, capítulos en los que habla de la actitud frente a los bienes “temporales”, “naturales” y “sensuales”. Su lectura, además de favorecer la comprensión de Cautelas, nos servirá mucho para una recta inteligencia del pensamiento del Santo sobre nuestra relación con el mundo.

BIBL. — JOSÉ DAMIÁN GAITÁN, “‘Mil gracias derramando’. La hermosura de Dios en la naturaleza, en Vida Religiosa 68/6 (1990) 448-455; ISABEL AISA, “La nada en san Juan de la Cruz, en Pensamiento 45 (1989) 257-277; LUCINIO RUANO DE LA IGLESIA, “Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. ¿Dos conceptos de Dios, del mundo y del hombre?” en MteCarm 97 (1989) 315-376.

Maximiliano Herráiz

Mujer/es en J. de la Cruz

Es constante y relevante la concurrencia de la mujer en la vida de los santos. También aquí rige el oráculo divino: “No conviene al hombre estar solo” (Gén. 2, 18). Gran relevancia tuvo la mujer en el mismo Jesucristo, y con qué delicadeza y alta distinción la honró en su dignidad el Hijo de María. Es asimismo muy acusada y permanente la presencia de la mujer en Juan de la Cruz, hasta el punto de que en su vida y actividad prevalece la comparecencia femenina sobre la masculina.

Podríamos distinguir en él a la mujer en abstracto, como la media porción del género humano; y a las mujeres en concreto y que giraron en torno a su persona y su obra. Hasta 311 nombres de mujeres registramos en torno a J. de la Cruz. Pero anotemos ya de entrada con Suzanne Bréssard que “nunca hubo tantas llamas juntas y nunca menos riesgo de incendios”.

Respecto a la mujer en teoría, no hay diferencia ni discriminación en la apreciación de J. de la Cruz respecto al hombre. Para este maestro espiritual, sobre hombres y mujeres, había almas; había personas, indistintamente llamadas a la perfección de vida a través de la oración, a quienes él orientó hacia la intimidad divina hasta llegar a la  unión con Dios. Esa era la meta de J. de la Cruz tanto para los hombres como para las mujeres espirituales.

De ahí que la mujer simplemente como tal no desempeñe gran papel ni en su palabra ni en su pluma. Tan solo se registran 20 frecuencias para la voz mujer, en las que sólo hallamos estas referencias entre negativas y positivas: las mujeres que lloraban a Adonis (S 1,9,5-6), la mujer babilónica (S 3,22,4), la mujer de Lot (Ct 9), la mujer de Pilato (S 16,3), la samaritana (S 3,39, 2), las mujeres en el sepulcro (S 3,31, 8), la advertencia paulina de que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran (S 1,11,8; 3,18, 6) y la mujer que encontró la dracma perdida (CB 22,1).

I. Las dos madres

En el ambiente familiar de Juan de Yepes destacan tres mujeres: Catalina Álvarez, su madre; Ana Izquierdo, su cuñada (esposa de su hermano Francisco) y Bernarda, su sobrina (luego religiosa cisterciense).

Su madre  Catalina fue la mentora y la sombra de Juan hasta bien corrida su existencia de religioso. Ella cuidó de su educación y estudios, ella le alentó en sus afanes de consagrarse a Dios, ante ella cantó fray Juan en  Medina del Campo la primera misa en 1567; a su madre la llevó para que atendiese a los frailes descalzos en  Duruelo y tuvo el consuelo de que al morir ella en 1580 la hubieran enterrado con honor en las carmelitas descalzas de Medina “como una santa”.

Otra mujer y otra madre decisiva para J. de la Cruz fue  Teresa de Jesús. Ella marcó el rumbo carmelitano de fray Juan asociándole como pieza fundamental en su tarea de la renovación del Carmelo. Esto fue en septiembre de 1567, y en 28 de noviembre de 1568, Juan de la Cruz inauguró en Duruelo la experiencia de los carmelitas descalzos. Teresa de Jesús fue madre e hija espiritual del Santo y maestra y discípula del doctor. Son ahora los dos, inseparablemente, los grandes Santos del Carmelo y Doctores de la Iglesia.

II. Hijas espirituales

Por la Madre Teresa, una pléyade de religiosas carmelitas entran en la órbita espiritual del Santo. Primero en el monasterio de la Encarnación de Ávila, como confesor y director espiritual de una numerosa comunidad de carmelitas (1572-1577). Puesto allí de asiento con esa misión y con morada fija en el entorno del monasterio, J. de la Cruz hizo una labor espiritual muy positiva entre aquellas mujeres necesitadas de luces y estímulos para la perfección de vida. Juntando luz de doctrina y ejemplo de vida el buen director hizo labor de encaje en aquellos espíritus, muy a satisfacción de la Madre Teresa. Más adelante prosiguió fray Juan su tarea de confesor y director espiritual de las carmelitas descalzas, especialmente en los monasterios de  Beas de Segura (Jaén), Granada y  Segovia.

Entre sus hijas espirituales descuellan las descalzas  Ana de Jesús (Lobera),  Ana de San Bartolomé,  Ana de San Alberto,  Catalina de Cristo,  Magdalena del Espíritu Santo,  Catalina de Jesús,  María de Jesús,  Beatriz de San Miguel,  María de la Cruz,  Leonor de San Gabriel, etc. Estas y otras muchas religiosas fueron después testigos excepcionales de la santidad de fray Juan en los procesos de beatificación y canonización del Santo. A ellas hay que agregar otras mujeres seglares y del mundo que gozaron también de su dirección espiritual, como  Ana de Peñalosa,  Juana de Pedraza,  María de Soto, etc.

La impronta e irradiación de Juan de la Cruz sobre la mujer se ha hecho notar así mismo después de su muerte y son incontables las mujeres sobre las que sigue ejerciendo poderoso influjo el místico Doctor. Merecen nombrarse las figuras más relevantes: las carmelitas Cecilia del Nacimiento, María de san Alberto, santa  Teresa del Niño Jesús, beata  Isabel de la Trinidad,  S. Teresa Benedicta (Edith Stein), santa  Teresa de los Andes, Madre Maravillas de Jesús, etc.

Fuera del Carmelo son también muchas las mujeres sanjuanistas en espíritu: Santa Juana Francisca de Chantal, Condesa de Bornos, Margarita Mª López de Maturana, Cristina de Arteaga, Mª Josefa Segovia, María Teresa de San Juan de la Cruz (benedictina), Francisca Javiera del Valle, Chiara Lubich, etc.

III. Mujeres estudiosas de S. Juan de la Cruz

Son legión las mujeres estudiosas del sanjuanismo en las más variadas facetas de la investigación: biografías, filología, literatura, filosofía, espiritualidad, mística, etc. Por las mujeres y para ellas principalmente escribió J. de la Cruz. Ellas fueron las primeras destinatarias de sus libros y ellas han sido también las más eficaces transmisoras de sus escritos.

Hay nombres femeninos consagrados en los anales del sanjuanismo moderno, que merece la pena registrarlos aquí, al menos los más ilustres y conocidos: Carolina Peralta, Gesualda del Espíritu Santo, María del Sacramento, Juana de la Cruz, Marie-Dominique Poinsenet, OP, Eulalia Galvarriato, Gabriela Cunninghame Graham, Irene Behn, María Teresa Hubert, Jule Galofaro, Susana Bréssard, Hilda Charlotte Graef, Josefina Alvarez de Cánovas, Rosalinda Murray, Jane Ellen Ackerman, María Rosa Lida, Fernanda Pépin, Margaret Wilson, Rosa María de Icaza, Luce López-Baralt, María Jesús Mancho Duque, Carré Chataignier, Carolina Valencia, Carmen Conde, Pilar Paz Pasamar, Hikdegard Ward, Rosa Rossi, Adela Medina Cuesta, Oda Schneider, Barbara Dent, Claire M. Gaudreau, Eva Cervantes, Hildegard Waach, Marilyn May Mallory, María Jesús Fernández Leborans, Yvonne Pellé-Douel, Raissa Maritain, Angeles Cardona Castro, Paola Elía, Catherine Swietlicki, Catalina Buezo, Irene Vallejo, Encarnación García Valladares, Charo Domínguez López, María Ángeles López García, Emilia Montaner, Mercedes Navarro Puerto, Aurora Egido, María del Sagrario Rollán, etc.

En las modernas bibliografías del Santo podrán verificarse fácilmente las aportaciones sanjuanistas de éstas y otras mujeres, que aquí no reseñamos individualmente por exigencias de brevedad.

IV. Juan de la Cruz y el feminismo

En nuestro tiempo hierve por doquier el feminismo y arrecia fuerte el movimiento feminista. J. de la Cruz no necesitó campañas de proselitismo en favor de la mujer para haberse respecto a ella con la máxima consideración, el mayor respeto, la sincera estima y la más delicada amistad. No fue nada insensible ante la mujer ni física ni psicológica ni espiritualmente. La asumió con naturalidad como ella es, la aceptó en su compleja personalidad y la condujo a las vetas más altas de la perfección.

Por otra parte, el hombre Juan no fue nada ajeno a la seducción de los encantos femeniles. Sólo que pudo y supo elevarse de los sentidos al espíritu, de la carne a la gracia, de la criatura a Dios. J. de la Cruz era ante todo un hombre, no un ángel; de carne y hueso, con todas sus pasiones. Supo bien que “la mujer babilónica” brinda a los humanos el embriagador néctar que enerva los sentidos y no perdona ni al “supremo e ínclito santuario y divino sacerdocio que no le dé a beber el vino de este cáliz de vano gozo, pues tan pocos se hallarán que por santos que hayan sido, no los haya embelesado y trastornado algo esta bebida del gozo y gusto de la hermosura y gracia naturales” (S 3,22,4).

Lo probó por experiencia propia fray Juan, pues fue tentado en varias ocasiones por hermosas mujeres que le sorprendieron en su mismo aposento. A su vista, el descalzo en años de juventud, sintió el ramalazo de la pasión y percibió en sí la más grande tentación de su vida. Pero reaccionó pronto y ganó para el amor de Dios el alma de la gentil tentadora.

Estos rasgos revelan que tampoco para las mujeres era fray Juan un ser indiferente; antes bien, que ejercía cierto hechizo en el sexo débil. Una de ellas dice que siendo el padre Juan “un hombre no hermoso” y pequeño y sin las partes que en el mundo llevan los ojos, “con todo eso, no sé qué traslucía en él que llevaba los ojos tras de sí para mirarle como para oírle” (María de san Pedro, BMC 14, 183).

Juan de la Cruz, como santo, las animó para practicar las virtudes y escalar el arduo  camino de la perfección. Como doctor, iluminó sus mentes con luces del cielo para adentrarse en la vida de oración y, pasando las noches oscuras, lograr la meta de la unión con Dios. A mujeres dedicó los libros más altos de la más sublime mística: Cántico Espiritual (Ana de Jesús) y Llama de amor viva (Ana de Peñalosa). Como poeta, J. de la Cruz supo encandilar el alma de las mujeres por la vía de la hermosura y por la llama del amor. En pos de la belleza increada y en aras de la caridad divina, fray Juan hizo filigranas en el alma sensible y susceptible de toda mujer.

Así fue J. de la Cruz para la mujer, en plena sintonía con la actitud de Jesucristo para con ella: las acogió con bondad, las ayudó con sacrificio, las ilustró con su elevada doctrina, las sirvió con caridad, las defendió con energía, las honró con libros, cartas y versos, las consoló en sus penas, las perdonó en sus debilidades, las alabó con sincero reconocimiento de sus méritos. A J. de la Cruz caben en gran medida la letra y el espíritu de la exhortación apostólica “Mulieris dignitatem” (AAS 80, 1988, 1653-1729).

V. Una sobre todas

En el entorno existencial e histórico femenino de J. de la Cruz hay una mujer que supera a todas en verdad, bondad y belleza. Porque hubo sobre todas una Mujer en fray Juan que fue el amor de su vida, tan profundo y secreto, que lo adoró silente a todas horas en el altar iluminado e incandescente de su corazón. Apenas osó pronunciar su nombre para no turbar la atención de su contemplación absorta. Abrazó su Orden, profesó su Regla, llevó su veste, adoptó su nombre, habitó en su casa e imitó su vida de oyente, orante y oferente. María fue el aliento de su Subida, luna llena de su Noche oscura, melodía de su Cántico, ardor de su Llama. En la peregrinación de fray Juan por la tierra no pudo haber más bello itinerario: de mujer a Mujer, de madre a Madre, de virgen a Virgen, de hermana a Hermana, de señora a Señora. De María a Dios. Y el gozo final fue la posesión de tal prenda, que colmó de gloria su corazón de hombre: “¡Y la Madre de Dios es mía, porque Cristo es mío. Y todo es para mí!” (Oración de alma enamorada).

BIBL. — ISMAEL BENGOECHEA, San Juan de la Cruz y la mujer, Sevilla 1986; Id. “San Juan de la Cruz y el Eterno Femenino”, en SJC 13 (1997) 119133.

Ismael Bengoechea

Mortificación

La propuesta de mortificación hecha por Juan de la Cruz es más interior que exterior. Por eso no habla tanto de mortificaciones, consideradas éstas como prácticas concretas externas a realizar, cuanto de mortificación, que es, más bien, una actitud espiritual global. Para comprender plenamente el contenido de este concepto espiritual habría que tener en cuenta no sólo las veces que nuestro místico habla de “mortificación” y “mortificar”, sino también aquellas otras ocasiones en que emplea palabras como “morir”, “muerte”, “matar”, con el sentido de mortificar o mortificación. En todo caso la primera serie de palabras subrayaría más la actitud activa: de decisión de la voluntad y esfuerzo de la persona en el camino espiritual. La segunda, subrayaría, además, con frecuencia, una dimensión más pasiva y de gratuidad en la experiencia de mortificación como muerte total al hombre viejo.

I. La mortificación como virtud

En línea con lo anteriormente dicho, para nuestro místico la mortificación más que una simple práctica religiosa o ascético-espiritual es una virtud a vivir y a conseguir, una actitud de vida, un compromiso. Actitud de mortificación que, a veces, enumera como una cualidad positiva entre las muchas que la persona puede ir alcanzando y que son las adecuadas para lograr un recto caminar (Ct del 12.10.1589 y del 6.7.1591; N 2 y 3; CB,3,4; 22,3; Av, etc.). Incluso considera que, el no saber vivir la mortificación, es camino fácil para no perseverar en las obras buenas (cf. S 3,28,7; LB 2,27).

Aunque las palabras mortificación y mortificar se pueden aplicar para designar en general la actitud de renuncia y  negación evangélicas de sí mismo y de las cosas, el Santo las aplica de modo especial a los  apetitos y las pasiones. Viene a decir: para ir adelante en el camino del evangelio, el hombre ha de esforzarse en mortificar los apetitos sensitivos y espirituales, y las pasiones. La negación de sí mismo, que se traduce en la negación del apetito del gusto en todas las cosas, lleva a vivir una situación humana en la que el apetito y las pasiones están mortificadas. Y, en la medida en que apetitos y pasiones están mortificados, el hombre va dando otros pasos necesarios en este camino, es decir, puede salir y caminar hacia la libertad de la unión con Dios. Afirma E. Ancilli: “La mortificación que debe conducirnos a la santidad no consiste obviamente en la mutilación de nuestras tendencias profundas; más bien es su rectificación y sublimación. Pero, puesto que con la mortificación impedimos que las tendencias “vivan”, se dice que las “mortificamos”, es decir, que, en cierto modo, les damos muerte. El término era exacto en la moral estoica, en que, en efecto, se trataba de matar las propias pasiones. Pasó a la tradición cristiana, pero en sentido algo distinto: no se trata de extirpar ni eliminar, sino de corregir y orientar” (“Ascesis”, Diccionario de Espiritualidad, Barcelona, Herder, 1983, vol. I, 181).

Como sinónimos de apetitos y  pasiones mortificadas J. de la Cruz emplea, a veces, otras palabras que son muy significativas: amortiguar, amortiguados, adormecer, adormir, adormecimiento, dormir, vencer, vencidos, sosegar, sosegada, acallar, etc. En todas sus obras son varios los textos resúmenes en los que encontramos algunos de estos términos comentando la importancia de que las fuerzas vivas de los apetitos y pasiones se encuentren mortificadas para que el hombre pueda ir adelante en el camino de la experiencia y comunión con Dios. Uno de ellos se halla, por ejemplo, al final de Cántico, comentando el verso “Y el cerco sosegaba”: “Por el cual cerco entiende aquí el alma las pasiones y apetitos del alma, los cuales, cuando no están vencidos y amortiguados, la cercan en derredor, combatiéndola de una parte y de otra, por lo cual los llama cerco. El cual dice que también está ya sosegado, esto es, las pasiones ordenadas en razón y los apetitos mortificados; que, pues, así es, no deje de comunicarle las mercedes que le ha pedido, pues el dicho cerco no es par te para impedirlo. Esto dice porque, hasta que el alma tiene ordenadas sus cuatro pasiones a Dios y tiene mortificados y purificados los apetitos, no está capaz de ver a Dios” (CB 40,4).

II. Sentido cristiano de la mortificación sanjuanista

La necesidad de la mortificación de las pasiones, concupiscencias y apetitos del hombre para vivir el evangelio no es algo que Juan de la Cruz afirme al margen de lo que es el razonamiento del Nuevo Testamento. Así lo viene a decir él cuando, en la explicación de la tercera estrofa de su gran primera obra, Cántico Espiritual, recuerda el texto de Rom 8,13, en que se exhorta a vivir no según la carne sino según el Espíritu, haciendo morir en sí las obras de la carne. Se cita expresamente “Si spiritu facta carnis motificaveriris, vivetis”, tanto en CA 3,9 como en CB 3,10 (también LlB 2,32; sobre el sentido paulino de esta enseñanza sanjuanista, cf. M. A. Díez, Pablo en Juan de la Cruz, p. 147165). También, ya casi al final del primer libro de Subida, el Santo hace referencia a la importancia de mortificar las famosas tres concupiscencias de que habla san Juan (1 Jn 2,16: S 1,13,5). Tampoco faltan en éste y otros textos y contextos en que se habla de mortificación ciertas referencias cristológicas, es decir, referencias a seguir los pasos de Jesús, imitando su vida y mortificación (cf. 1 Pe 2,21: S 2,29,9; Ct del 18.11.1586 y del 18.7.1589).

Pero, para comprender de verdad el sentido cristiano de la mortificación sanjuanista, además de tener en cuenta las referencias explícitas a los textos neotestamentarios que hablan de ello, hay que iluminar también este discurso a la luz de todo lo que se dice respecto de otros conceptos en los que el NT articula su doctrina ascético/mística. Muy clarificadora me parece la reflexión siguiente: a decir verdad, la palabra “mortificación” no aparece en el  Evangelio. Cristo ha usado otras palabras, y con matices distintos; lo que exige de quien quiere seguirle es: abnegación y llevar la cruz (Lc 9,23; 14,27), renuncia y desasimiento (14, 26 et 33), cortes dolorosos (Mt 5, 29-30; Jn 15, 2), lucha (Mt 10,34; Lc 11,21-26), penitencia (Mt 11,20; Lc 13,15), etc. La idea de mortificación se evoca claramente en la comparación del grano de trigo que muere en la tierra (Jn 12, 24-26). La palabra mortificación es paulina, como también la de despojarse (Col 3, 9-10), y la de crucificar los propias apetencias (Gal 5,24). Todos estos términos expresan ideas relacionadas entre sí, y tienen grandes coincidencias, hasta el punto de que con frecuencia se usa uno por otro (Ch. Morel, “Mortification”, en DS, t. 10, 1980, col. 1791). Quien lee a J. de la Cruz puede comprobar fácilmente cómo en sus escritos también están presentes todas estas palabras y conceptos que ayudan a identificar mucho mejor las líneas más bíblicas de su discurso ascético.

III. Mortificación total

Expresamente el Santo se plantea si la mortificación ha de ser total y de todos los apetitos. La respuesta es afirmativa (S 1,11 y 12). Su razonamiento es casi minucioso, y surge como un paréntesis necesario dentro de la explicación de la purificación activa del sentido: “Parece que ha mucho que el lector desea preguntar que si es de fuerza que, para llegar a este alto estado de perfección, ha de haber precedido mortificación total en todos los apetitos, chicos o grandes, y que si bastará mortificar alguno de ellos y dejar otros, a lo menos aquellos que parecen de poco momento; porque parece una cosa recia y muy dificultosa poder llegar el alma a tanta pureza y desnudez, que no tenga voluntad y afición a ninguna cosa” (S 1,11,1). Aclara acto seguido que se refiere fundamentalmente a los apetitos voluntarios y a los hábitos voluntarios de los mismos. Porque los apetitos naturales involuntarios “poco o nada impiden para la unión”; y porque “quitar éstos –que es mortificarlos del todo en esta vida– es imposible” (S 1,11, 2). Pero no sólo se contenta con afirmar. Justifica también por qué hay que vaciarse de todo apetito voluntario, sea grande o pequeño. “La razón es porque el estado de esta divina unión consiste en tener el alma según la voluntad con tal transformación en la voluntad de Dios, de manera que no haya en ella cosa contraria a la voluntad de Dios, sino que en todo y por todo su movimiento sea voluntad solamente de Dios” (ib.). La motivación última es, pues, fundamentalmente teologal.

Esta reflexión es la conclusión lógica de su pequeño tratado sobre el daño o daños de los apetitos no negados o mortificados (S 1,6-10). Hablando de ellos unos capítulos antes había dicho y explicado que el no negar o mortificar los apetitos voluntarios, aparte de producir una serie de daños antropológicos que se derivan para la persona (“cansan el alma y la atormentan y oscurecen y la ensucian y la enflaquecen”: S 1,6,5), tiene como consecuencia un daño teologal de no menor importancia: “la privan del Espíritu de Dios” (S 1,6,1). Ambas clases de daños se pueden resumir en la afirmación siguiente, de gran fuerza expresiva: “los apetitos no mortificados llegan a tanto que matan el alma en Dios, porque ella primero no los mató … y sólo lo que en ella vive son ellos” (S 1,10,3). En otro texto dirá, con palabras no menos claras, aunque quizá puestas en clave más positiva: “El camino de buscar a Dios es ir obrando en Dios el bien y mortificando en sí el mal” (CB 3,4; cf. Ct del 12.10.1589). Afirmación con claro sabor de referencias bíblicas.

De estos textos, y del contexto de toda la obra del Santo, se deduce que lo que se pretende con dicha mortificación es destruir, hacer morir una situación del hombre en la que éste camina guiado sólo o principalmente por sus apetitos tanto sensitivos como espirituales, pasiones, concupiscencias, etc. Situación creada a partir del pecado original, que rompió el equilibrio interno que debía reinar en el hombre (S 1,1,1 y 15,1).

IV. Verdadera mortificación

Es tanto lo que el hombre se juega en la mortificación vivida al estilo del NT, que no se puede andar con medias tintas. Por eso, se explica que nuestro autor critique, por su parte, una mortificación a medias, sólo en lo material o de las cosas profanas, o una mortificación que no se viva en función de llegar a una verdadera desnudez y pobreza de espíritu. Comentando la radicalidad del precepto evangélico de “negarnos a nosotros mismos”, añade que algunos “entienden que basta cualquier manera de retiramiento y reformación en las cosas y otros se contentan con en alguna manera ejercitarse en las virtudes y continuar la oración y seguir la mortificación, más no llegan a la desnudez y pobreza o enajenación o pureza espiritual (que todo es uno), que aquí nos aconseja el Señor … que piensan que basta negarla (la naturaleza) en lo del mundo y no aniquilarla y purificarla en la propiedad espiritual” (S 2,7,5; cf. 2,17,4).

La mortificación sanjuanista siempre ha de afectar a lo interior del hombre para ser verdadera y total. Una mortificación que se queda fuera o en la superficie, a Juan de la Cruz no le interesa. Por eso, él suele preferir hablar de penitencia o penitencias para designar lo que hoy día se llama mortificaciones. Es una excepción CB 3,4, donde habla de un camino de “mortificaciones, penitencias y ejercicios espirituales”. Con todo, incluso a veces su discurso sobre la penitencia o las penitencias tiene un sentido de mortificación interior del hombre (N 1,9,4; 6,2; 14,5; 2,16,10; 23,3; CB 31,6).

En el libro Noche oscura hay dos expresiones muy gráficas para subrayar la fuerza de la mortificación: “morir por verdadera mortificación” (N 1, canc. 1ª, decl. 1), y “viva mortificación” (N 2,24,4). Estas frases se encuentran precisamente en el libro destinado a tratar no tanto de la purificación activa, cuando más bien del camino de la purificación pasiva, que llama, en su fase más decisiva y profunda, “sepulcro de oscura muerte” (N 2,6,1). De hecho, llegar al estado de verdadera y viva mortificación es, sobre todo, un don de Dios: algo que no se alcanza sólo por el esfuerzo y compromiso del hombre, sino principalmente a través del paso por la purificación o noche pasiva, tanto sensitiva como del espíritu (N 1,7,5; N 2,23,10).

Queriendo explicar el sentido de la primera canción del poema Noche oscura, el Santo escribe: “Cuenta el alma en esta primera canción el modo y manera que tuvo en salir según la afición, de sí y de todas las cosas, muriendo por verdadera mortificación a todas ellas y a sí misma, para venir a vivir vida de amor dulce y sabrosa con Dios” (N 1, canc. 1ª, decl. 1). El texto tiene amplias referencias paulinas y bautismales. Algo que se percibe mejor cuando a continuación se explica que esta meta sólo se puede alcanzar plenamente de forma pasiva, porque, sólo la oscura noche de contemplación y de amor por la que Dios encamina al hombre, puede causar en el alma la completa negación y verdadera mortificación de sí y de todas las cosas (N 1, canc. 1ª, decl. 1-2).

Grandes son las coincidencias de este texto con otro de Llama en el que comenta el verso “Matando, muerte en vida la has trocado” y que insiste en la idea de que sólo Dios matando lo que era muerte en el hombre, puede conducirlo a la verdadera vida (LlB 2, 32-36): “Mas tú, ¡oh divina vida!, nunca matas sino para dar vida, así como nunca llagas sino para sanar … Llagásteme para sanarme, ¡oh divina mano!, y mataste en mí lo que me tenía muerta, sin la vida de Dios en que ahora me veo vivir” (LlB 2,16; cf. 2,31).

Este, sin embargo, no es un proceso que Dios haga en contra de la voluntad del hombre. Ya casi al final de Noche, no sólo se habla de un estado de gran desnudez y “viva mortificación”, sino también se recuerda que éste es un camino en el que el hombre acepta “ser desnudado de su voluntad y ser mortificado” de toda la propia realidad vieja en el paso por la noche en busca del Amado (N 2, 24,4). Como dice en CB 29,11: “Tal es el que anda enamorado de Dios, que no pretende ganancia ni premio, sino sólo perderlo todo y a sí mismo en su voluntad por Dios; y ésa tiene por su ganancia; y así lo es, según dice san Pablo, diciendo: ‘Mori lucrum’; esto es, mi morir por Cristo es mi ganancia (Fip 1,21), espiritualmente a todas las cosas y a mí mismo”.

BIBL. — LUCIEN MARIE DE ST. JOSEPH, “Ascèse de lumière”, en EtCarm (1948) 201-219; Id. “Anéantissement ou restauration?”, en EtCarm (1954) 194-212; G. JORDAN, “Mortification: Saint John of the Cross, abundance of Life in Christ”, en Religious Life Review 27 (1988) 195-204; EULOGIO PACHO, San Juan de la Cruz. Temas fundamentales, t. 2, Burgos, Monte Carmelo, 1984, p. 24-28; MIGUEL ÁNGEL DIEZ, Pablo en Juan de la Cruz. Sabiduría y ciencia de Dios, Burgos, Monte Carmelo, 1990.

José Damián Gaitán

Montiña

El uso de este término popular anticuado, es hápax del CE (CA 25/CB 16), está forzado por la rima con “viña y piña” (vv. 2º y 4º). Su explicación en prosa corrobora que no dice relación alguna con “monte-montaña”. El comentario del verso “y no parezca nadie en la montiña” nos sorprende con esta adaptación espiritual. Montiña quiere indicar la armonía entre las diversas facultades y potencias del hombre: espirituales, como memoria, entendimiento y voluntad; sentidos corporales, así interiores como exteriores: imaginativa, fantasía, etc., ver, oír, etc. En las dos porciones o partes, sensitiva y racional, “se encierra toda la armonía de las potencias y sentidos del hombre, a la cual llama aquí montiña” (CB 16,10). Como se ve, montiña tiene perfecto equivalente metafórico en la  fortaleza del alma (S 3,16), en el  caudal del alma (CB 18) y en la ciudad y sus arrabales (CB 20). Conviene tenerlo en cuenta para confrontar textos literariamente distantes, pero doctrinalmente paralelos.

Eulogio Pacho

Misericordia

1. ATRIBUTO DEL SER DE DIOS. Una de las mercedes que, según J. de la Cruz, el alma recibe de la unión con Dios es el conocimiento experiencial de los atributos divinos, como prismas que irradian algún aspecto o rasgo del infinito e insondable misterio de Dios (LlB 3). Entre estos atributos, señala el Santo la “misericordia”, como uno de los rasgos más característicos del ser y del actuar divinos: “Dios, en su infinito y simple ser, es todas las virtudes y grandezas de sus atributos: porque es omnipotente, sabio y bueno, es misericordioso, y es justo, fuerte y amoroso, etc., y otros infinitos atributos que no conocemos” (LlB 3,2). Se complace en hacerse eco de la exclamación entusiasta de Moisés en el Sinaí: “Emperador, Señor, Dios, misericordioso, clemente, paciente, de mucha miseración, verdadero y que guardas misericordia en millares, que quitas las maldades y pecados, que ninguno hay inocente de suyo delante de ti” (LlB 3,4). Dios es, pues, misericordioso. Y conforme a su ser, así actúa, y así lo percibe y lo “siente” el hombre: “siendo misericordioso, piadoso y clemente, sientes su misericordia, piedad y clemencia” (LlB 3,6). Y es que el Dios misericordioso busca hacernos sentir, experimentar, su misericordia. Que lo que es atributo del ser de Dios, se convierta en experiencia teologal del hombre: “siendo él misericordioso, sientes que te ama con misericordia” (LlA 3,6).

2. LA MISERIA, CONDICIÓN HISTÓRICA DEL HOMBRE. No tiene el Santo una visión negativa del ser humano. En absoluto. Pero tampoco cae en una ingenua visión optimista. Se sitúa, más bien en un sano realismo, iluminado por la Palabra de Dios. Revelación y experiencia coinciden en hacernos ver al hombre como un ser herido por el  pecado, reducido a una situación de “bajeza y miseria” (cf. N 1,6,4; N 1,12,2; N 1,12,4); “pobreza y miseria” (cf. N 2,6,4; LlB 1,23); “miserias y defectos” (cf. LlB 1,19). Uno de los frutos mejores de la purificación o noche oscura será, precisamente, el conocimiento y reconocimiento de la propia miseria (cf. N 1,6,4; N 1,12,2-4.8; N 2,5,5; N 2,6,1.4; N 2,7,3; N 2,9,7; LlB 1,19.20.22.23, etc.).

3. EXPERIENCIA DE LA MISERICORDIA DIVINA. Conocer la propia miseria no debe llevarnos a un desalentador repliegue sobre nosotros mismos. Al contrario, la propia miseria es el espacio humano para descubrir y acoger la misericordia de Dios, y abandonarse así confiadamente a la obra renovadora del amor gratuito y desbordante de Dios en nosotros. Así en la Oración de alma enamorada encontramos esta apertura confiada de quien, consciente de su radical impotencia ante Dios, lo espera todo de él como expresión gratuita de su misericordia: “si todavía te acuerdas de mis pecados… ejercita tu bondad y misericordia… Porque si, en fin, ha de ser gracia y misericordia la que en tu Hijo te pido, toma mi cornadillo, pues le quieres, y dame este bien, pues que tú también lo quieres” (Av 1,26).

Juan de la Cruz, a la luz del Evangelio, contempla a Jesús como la gran epifanía de la misericordia divina del Padre, tanto en su Encarnación (CB 7,7) como en su misterio pascual (CB 23,2). El Hijo encarnado es la condescendencia de la misericordia hasta nuestra miseria: “La Divinidad misericordiosa, la cual inclinándose al alma con misericordia, imprime e infunde en ella su amor y gracia” (CB 32,4; cf. CB 31,8). Las canciones 32 y 33 del Cántico Espiritual son una expresión rebosante de gratitud por parte del alma que, absolutamente indigna de la mirada y del amor de Dios por la negrura y fealdad de su pecado (CB 33,2), se descubre mirada-amada por Dios de un modo totalmente gratuito, y experimenta cómo esa mirada de amor restaura su dignidad perdida (CB 33,7), la llena de gracia y hermosura y la hace, por puro don, “digna y capaz” (CB 32,5), “merecedora” de la complacencia y amor divinos (CB 32,7-8).

Alfonso Baldeón

Memoria

En el cuadro de la  antropología sanjuanista la memoria presenta una problemática bastante compleja de no fácil interpretación. Su importancia no deriva de las implicaciones filosóficas, sino de su incorporación a puntos clave de la propuesta espiritual del Santo. Es sabido que ésta se sustenta en el principio básico de la catarsis o depuración total. En ella se incluye la memoria, facultad por la cual el hombre se adueña de las cosas pasadas viviéndolas en presente. La purificación de la memoria exige la superación de “toda noticia distinta y posesión aprehendible en suma esperanza de Dios incomprehensible” (S 3,2,3).

En esta frase sencilla se encierra la problemática fundamental de la memoria en la síntesis sanjuanista: la consideración de la memoria como facultad-potencia del alma y su emparejamiento con la virtud teologal de la  esperanza en el proceso de  purificación. Todo arranca de la tesis formulada al principio del segundo libro de la  Subida: “Las tres virtudes teologales son las que han de poner en perfección las tres potencias del alma”, y en ellas “hacen vacío las dichas virtudes” (S 2,6, tít.). Queda así establecida de manera definitiva la correlación: fe-entendimiento, esperanza-memoria, caridad-voluntad. El emparejamiento fe-entendimiento y caridad-amor-voluntad ha tenido muchos antecedentes en la tradición espiritual, bajo diversos puntos de vista y en abundantes aplicaciones. No ha sucedido así con el díptico memoria-esperanza. El acoplamiento sanjuanista se ha considerado original y un tanto arbitrario, argumentando que la memoria afecta al pasado y la esperanza es de lo futuro. Para comprender la postura sanjuanista es necesario resumir antes su pensamiento en torno a la memoria.

I. El problema filosófico

No es algo formulado y resuelto directa y explícitamente por J. de la Cruz. Subyace en multitud de frases y afirmaciones sin que el autor se detenga nunca a estudiar la memoria de manera clara y sistemática. A lo largo de sus páginas se entrecruzan a este propósito –y en otros muchos casos– dos corrientes expresivas no siempre homogéneas: el tecnicismo de la filosofía escolástica, en la que se formó el autor, y el lenguaje corriente dominante en su ambiente cultural, especialmente en el marco religioso. Naturalmente, no siempre concuerdan del todo. Tampoco es posible determinar si sigue el primero o se atiene al segundo, como sucede, por ejemplo, cuando habla de la “sustancia del alma” y de sus “potencias”.

Mientras J. de la Cruz mantiene una terminología precisa y sustancialmente uniforme –de cuño filosófico– cuando habla del entendimiento y de la voluntad, se muestra fluctuante e indeciso acerca de la memoria. Es concreto al señalar las funciones y el objeto de las otras dos potencias, lo que no sucede con ésta. Complica aún más la situación al hablar indistintamente de una memoria espiritual, potencia del alma, y de una memoria sensible o corporal.

Como en tantos otros puntos, lo que le interesa al autor no es el enfoque filosófico o teórico, sino la utilidad práctica para su pedagogía espiritual. En esta óptica hay que colocar el problema de la memoria y su correlación con la esperanza. La doctrina filosófica sobre la memoria condiciona sólo relativamente la aplicación práctica. Esta resulta clara en las líneas generales, y es aceptada concordemente por los estudiosos del Santo, mientras disienten en la interpretación de la doctrina filosófica sobre la memoria. Las diferencias no se reducen a cuestión lingüística ni a “concordancias verbales”, como alguien ha insinuado. El análisis textual riguroso conduce a resultados poco satisfactorios. Frente a datos seguros, son muchas las cuestiones que quedan abiertas.

1. PLURALIDAD E INDETERMINACIÓN DE LA MEMORIA. La insistente repetición de que las potencias del alma son tres, entendimiento, memoria y voluntad, lleva insensiblemente al lector a la persuasión de que J. de la Cruz acepta sin más la división tripartita, apartándose de quienes (como S. Tomás) consideran la memoria una función del entendimiento. La permanente equiparación al entendimiento y a la voluntad apoyaría esa primera impresión. Un análisis riguroso de los textos atenúa considerablemente tal impresión.

La cuestión se complica al comprobar que, al lado de esa “potencia” o facultad espiritual del alma, (como el entendimiento y la voluntad), las páginas sanjuanistas mencionan un sentido corporal interno, llamado “memoria”; es paralelo a la fantasía e intercambiable con ella, por lo mismo, sensitivo o material (CA 31,49. El reconocimiento de una memoria espiritual y otra sensible parece imponerse a nivel textual. Lo que sucede es que la delimitación de su respectivo campo de acción no es tan clara. Con frecuencia aparece la memoria espiritual, potencia del alma, actuando en el mundo sensible, concreto y material.

Cuando ambos campos o niveles aparecen separados y sin interferencias, resulta más fácil identificar dos tipos de memoria. Las dudas surgen cuando se entrecruzan y yuxtaponen los dos mundos: el sensible y el espiritual. Abundan los casos, como cuando se dice que “las imágenes y representaciones de las criaturas” las “guarda y revuelve en sí la tercera parte del alma, que es la memoria” (S 1,9,6). La tercera parte equivale, naturalmente, a la tercera potencia del alma. Mucho más comprometido es otro texto por su implicación en la estructura esquemática de la Subida.

Estableciendo correlación entre los bienes espirituales en que puede gozarse el alma, escribe el Santo: “Todos estos podemos también distinguir según las potencias del alma; porque unos, por cuanto son inteligencias, pertenecen al entendimiento; otros, por cuanto son afecciones, pertenecen a la voluntad, y otros, por cuanto son imaginarios, pertenecen a la memoria” (S 3,33,4). Como si la potencia espiritual del alma actuase con figuras imaginarias.

Algo parecido se repite al comparar el objeto y las funciones de las tres potencias. Frente a la delimitación correcta del entendimiento y de la voluntad en el ámbito de lo espiritual, prevalece la ambigüedad sobre la memoria. Es lo que sucede al describir la situación de dichas potencias antes y después de la unión. La diferencia, tan bien marcada en las dos primeras potencias, queda diluida en la memoria, “que de suyo sólo percibía las figuras y fantasmas de las criaturas, es trocada por medio de esta unión a tener en la mente los años eternos (Sal 76,6), que David dice” (LlB 2,34). De dar fe a estos y otros muchos textos sanjuanistas, la potencia del alma designada como memoria opera con objetos imaginarios que son propios de la fantasía, sentido material interno, según el propio Santo. En sus escritos existe palpable indeterminación respecto al objeto propio de la memoria en dos niveles: con respecto a las otras dos facultades del alma y en relación al sentido  imaginación-fantasía.

Un capítulo clave en la estructuración de la Subida demuestra bien a las claras hasta dónde llega la indeterminación de los dos niveles –sensible e intelectual– de la memoria. Al tratar de la purificación propia de la memoria como potencia del alma, comienza por las noticias naturales de la misma. “Son todas aquellas que puede formar de los objetos de los cinco sentidos corporales … y todas las que a este talle ella puede fabricar y formar. Y de todas estas noticias y formas se ha de desnudar y vaciar, y procurar perder la aprehensión imaginaria de ellas” (S 3,2,4). Prosigue entremezclando lo sensible y lo espiritual –“olvido de la memoria y suspensión de la imaginación”– hasta llegar a determinar el asiento de la memoria: “Cuando Dios hace estos toques de unión en la memoria, súbitamente le da un vuelco en el cerebro, que es donde ella tiene su asiento, tan sensible que le parece se desvanece toda la cabeza y que se pierde el juicio y el sentido” (S 3,2,5).

La identificación de la memoria con la imaginativa y la fantasía es constante en este capítulo fundamental. El equívoco se mantiene a lo largo del libro 3º, especialmente en la parte que atañe a la purificación de la memoria. Debió de apercibirse de ello el autor al rematar este asunto y estampó esta especie de advertencia, en la que intenta aclarar un poco las cosas. Es probablemente el texto más importante en lo que se refiere a la memoria. Conviene leerlo en su integridad:

“Las noticias espirituales pusimos por tercer género de aprehensiones de la memoria, no porque ellas pertenezcan al sentido corporal de la fantasía como las demás (pues no tienen imagen y forma natural), pero porque también caen debajo de reminiscencia y memoria espiritual, pues que, después de haber caído en el alma alguna de ellas, se puede, cuando quisiere, acordar de ella. Y esto no por la efigie e imagen que dejase la tal aprehensión en el sentido corporal (porque, por ser corporal, como decimos, no tiene capacidad para formas espirituales), sino que intelectual y espiritualmente se acuerda de ella por la forma que en el alma de sí dejó impresa, que también es forma o noticia o imagen espiritual y formal, por lo cual se acuerda, o por el efecto que hizo; que por eso pongo estas aprehensiones entre las de la memoria, aunque no pertenezcan a las de la fantasía” (S 3,14,1).

No disipa esta aclaración todas las dudas suscitadas por otros textos, pero aparece bien clara la distinción entre una memoria corporal y otra espiritual o intelectual. Esta se caracteriza por la capacidad de recordar y se la asocia a la reminiscencia (S 3,2,7). Lo que interesa, en última instancia, es que J. de la Cruz acepta una facultad capaz de conservar recuerdos y reproducir imágenes del pasado. En la función de la memoria distingue una dimensión corporal o sensitiva y otra espiritual o intelectiva. No siente especial preocupación por ulteriores clarificaciones teóricas; le interesa primordialmente la pedagogía espiritual orientada a la purificación de todas las capacidades del hombre.

2. MEMORIA SENSITIVA-CORPORAL. La explícita afirmación de una memoria corporal distinta de la espiritual abre otros interrogantes, ya que J. de la Cruz tampoco ha puesto empeño en identificarla con suficiente claridad. De manera natural y espontánea intercambia la memoria corporal con la  fantasía y la  imaginación o imaginativa. Tan pronto las identifica, como parece diferenciarlas. Su postura al respecto es menos precisa de cuanto se piensa. Es necesario familiarizarse con la terminología del autor para no extraviarse.

Las afirmaciones en torno a una memoria corporal o sensible son abundantes. Cuando se instala en el alma la noticia amorosa o  contemplación, la limpia de “todas las aprehensiones y formas de los sentidos y de la memoria, por donde el alma obraba en tiempo” (S 2,14,11). Antes de llegar a esa situación, “suelen acudir a la memoria y fantasía muchas y varias formas de imaginaciones” (CB 16,4).

Después de asentar que hasta las visiones imaginarias pertenecen al sentido (S 2,16,1), escribe el Santo: “Este sentido de la fantasía, junto con la memoria, es como un archivo y receptáculo del entendimiento, en que se reciben todas las formas e imágenes inteligibles” (ib. n. 2). Si se trata de la memoria intelectual no puede unirse a la fantasía para archivar las imágenes, pero no es necesariamente ese el sentido en que el autor emplea aquí la palabra.

El emparejamiento de la memoria con el entendimiento y la voluntad a la hora de la purificación deja entrever, en ocasiones, que las imágenes de la fantasía ejercen la misma función respecto a la memoria que al entendimiento (S 2,8,5). De hecho, para purificar la memoria propone esta norma general: “El espiritual tenga esta cautela: en todas las cosas que oyere, viere, oliere, gustare o tocare, no haga archivo ni presa de ellas en la memoria, sino que las deje luego olvidar, y lo procure con la eficacia, si es menester, que otros acodarse, de manera que no le quede en la memoria alguna noticia ni figura de ellas” (S 3,2,14).

El constante emparejamiento de la memoria con la  fantasía no es suficiente para determinar si llega a identificarlas. Afirmar que “suelen acudir a la memoria y fantasía muchas y variadas formas de imaginaciones” (CB 16,4) no aclara si ha de entenderse en sentido unitivo o disyuntivo. Otro tanto sucede al hablar de los daños que se siguen en “querer retener en la memoria e imaginativa” formas e imágenes de cosas comunicadas sobrenaturalmente (S 3,12,1). La imaginativa se intercambia con la fantasía, por lo que suscita los mismos interrogantes.

A complicar más el asunto contribuye un famoso texto de la Llama, en el que explica lo que entiende por el sentido de las “profundas cavernas”. El “sentido del alma” equivale a “la virtud y fuerza que tiene la sustancia del alma para sentir y gozar los objetos de las potencias espirituales”, memoria, entendimiento y voluntad. Todas esas cosas y objetos se “reciben y asientan en el sentido del alma”, “así como al sentido común de la fantasía acuden con las formas de sus objetos los sentidos corporales, y él es receptáculo y archivo de ellas. Por lo cual este sentido común del alma, que está hecho receptáculo y archivo de las grandezas de Dios, está tan ilustrado y tan rico, cuanto alcanza de esta alta y esclarecida posesión” (LlB 3,69). En el mismo texto se compara un doble “sentido común”: el de la fantasía y el de la “virtud o fuerza de la sustancia del alma”. Funcionalmente vienen a identificarse. Ninguno de ellos concuerda con el “sentido común”, que en la teoría tomista unifica los otros sentidos corporales internos (cf. Suma teol. 1,78,4; Contra Gent. 2,65).

Tras el análisis textual se comprueba que la memoria corporal o sensitiva coincide en el fondo con el binomio fantasía-imaginativa, que se resuelve en una identificación por lo menos en el plano funcional (S 2,12,1-2; 2,14,1; 2,16,4; 2,17,4.9; N 1,9,8). Es de sobra conocido el texto clave: “Los sentidos de que aquí particularmente hablamos son dos sentidos corporales, que se llaman imaginativa y fantasía, los cuales ordenadamente se sirven el uno al otro; porque el uno discurre imaginando, y el otro forma la imaginación o lo imaginado fantaseando; y para nuestro propósito lo mismo es tratar del uno que del otro. Por lo cual, cuando no los nombráremos a entrambos, téngase por entendido según aquí habemos de ellos dicho” (S 2,12,3). Suele yuxtaponer ambos términos fantasía e imaginativa, y también superponerlos: “fantasía imaginativa” (CA 29,1) o similares.

A la luz de estas afirmaciones cabría pensar en una identificación como la sugerida en Llama, es decir, haciendo de la fantasía el “sentido común” (LlB 3,69). A ello se oponen otros textos en los que J. de la Cruz reafirma la distinción entre fantasía e imaginativa e incluso la memoria (S 2,13,4; 2,14,6; 2,16,2; CA 25,6;31,4), si bien es cierto que no siempre puede asegurarse la escritura original de las frases (E. Pacho, Antropología sanjuanista, en ES II, 47-57). En cualquier caso, la impresión más segura lleva a la identificación funcional de la memoria sensitiva con la fantasía-imaginativa. J. de la Cruz no sigue ninguna escuela determinada en lo que se refiere a los sentidos corporales internos. La memoria se une a la fantasía para guardar y archivar las imágenes sobre las cuales actúan el entendimiento y la memoria espiritual, cada facultad a su modo.

3. MEMORIA Y ENTENDIMIENTO. Conocido el “intento” práctico del Santo y su despreocupación por las cuestiones teóricas de la antropología psicológica, es comprensible su postura frente al viejo y nuevo problema filosófico de las relaciones entre memoria y entendimiento. Renuncia en absoluto a introducirse en esa cuestión. Adopta pacíficamente el esquema tripartito de las potencias del alma, sin preocuparse de su raíz agustiniana o de otras procedencias. Para sus lectores era fácil y familiar, y a él le resultaba cómodo al momento de establecer correlación con las tres virtudes teologales.

Semejante actitud pragmática no le libraba, sin embargo, de afrontar argumentos en los que de alguna manera se veía obligado a pronunciarse sobre la relación entre entendimiento y memoria. No podía evitar en algún caso el definir los respectivos objetos y funciones. Antes de comprobar sus afirmaciones al respecto, conviene recordar algunos textos en los que se afirma o presupone la existencia de esa potencia conocida como memoria.

Es lo que sucede cuando la equipara en igualdad de condiciones al entendimiento y a la voluntad. Todo el esquema de la purificación espiritual está basado en esa equiparación, según lo establecido al principio de la Subida (2,6) y repetido en otros lugares (cf. S 3,1,1; CB 2,7; 18,5; LlB 3,18, etc.). No faltan, naturalmente afirmaciones explícitas en las que se cuenta la memoria como una facultad del alma en la misma línea que el entendimiento y la voluntad (cf. S 2,5,1; 2,6,1; 2,13,4; 2,14,6; 3,1,1, etc.). Comparando la armonía de todas las capacidades del hombre a una  “montiña”, repite que las potencias espirituales del alma son: memoria, entendimiento y voluntad (CB 16,10). No hace al caso documentar ulteriormente este punto. Mientras no conste otra cosa, siempre que aparece en las páginas sanjuanistas la trilogía simétrica de las facultades anímicas se incluye la memoria.

Cuestión filosófica ulterior es saber si J. de la Cruz acepta la distancia entre memoria y entendimiento, o se contenta con la acomodación esquemática siguiendo el lenguaje usual. Se trataría de encuadrarle en la corriente agustiniana, tomista o baconiana. Tampoco en este punto conviene urgir demasiado las expresiones.

Leídas sin prejuicios de escuela, en su mayoría sugieren la distinción real entre memoria y entendimiento. Si se analizan despacio y con rigor, esa primera impresión pierde poco a poco consistencia. Si se toma como referencia determinante el objeto específico de cada potencia, surgen dudas legítimas respecto a la distinción real. Basta repasar los textos en los que el autor trata de individuar el objeto propio y específico de las tres potencias para comprobar que define bien y de manera uniforme el del entendimiento y el de la voluntad, mientras el de la memoria fluctúa y queda casi siempre indefinido. Esta puede ser una de las razones de su ambigüedad respecto a la memoria sensitiva y espiritual.

La indecisión en señalar el objeto propio de la memoria aparece ya en el momento de esquematizar la materia de la  purificación (S 3,2). Lo propio del entendimiento son las aprehensiones o noticias; lo de la voluntad, las afecciones o afectos. Carece de nombre específico lo de la memoria. Resulta que son también aprehensiones y noticias. Según “la distinción de sus objetos”, son de tres clases: naturales, imaginarios y espirituales, lo mismo que en el caso del entendimiento (cf. S 2,9-10; 3,16).

Algo semejante sucede cuando el Santo trata de concretar el efecto de la purificación radical: en el entendimiento produce oscuridad, en la voluntad aridez y en la memoria vacío (N 2,3,4). Basta confrontar otros textos para comprobar que la  desnudez y el vacío son comunes a todas las potencias, no exclusivamente de la memoria. La fe oscurece al entendimiento y lo vacía de toda inteligencia natural; del mismo modo la caridad vacía y aniquila los afectos y las tendencias de la voluntad; también la esperanza vacía y aparta de “toda posesión de criatura” a la memoria (S 3,24,1; N 2,21,11). Se trata más bien de función diversa que de objeto diferente respecto al entendimiento.

Los datos procedentes del Cántico, que no atañen al objeto de la purificación, sino al de la  unión-posesión, son aún más reveladores. En la unión transformante del matrimonio espiritual se reciben las comunicaciones divinas en la sustancia y en las potencias del alma: en el entendimiento, ciencia y sabiduría; en la voluntad, amor suavísimo; en la memoria, “recreación y deleite en recordación y sentimiento de gloria” (CB 26,5). En el contexto queda claro que el deleite y la recreación son cosas comunes a todas las potencias, no algo específico de la memoria. Aunque el autor puso empeño en definir mejor lo propio de cada una de las facultades, no lo consiguió para la memoria, contentándose con esta generalidad: “Está claro que está ilustrada con la luz del entendimiento en recordación de los bienes que está poseyendo y gozando en la unión de su Amado” (CB 26,9). Apunta más bien a una identidad de objeto con el entendimiento, aunque insista en la función de recordar (“recordación”). Aquí se trata además de un recuerdo del presente (“está gozando y poseyendo”), no del pasado.

Es en un texto ya mencionado de la Llama donde mejor se percibe la imposibilidad de atribuir un objeto propio y específico a la memoria. El cambio radical del entendimiento y de la memoria al momento de la unión tiene un referente muy preciso, mientras el de la memoria se reduce a esto: “Es trocada por medio de esta unión a tener en la mente los años eternos que David dice” (Sal 76,6: LlB 2,34).

Con toda probabilidad, obedece también a esta imprecisión la omisión de la memoria en ocasiones en las que normalmente debería comparecen junto a las otras dos potencias (N 1,9,7; 2,4,12; 2,7,1; CB 14-15, 12-16; LlB 3,81-83).

Más representativos aún en este sentido los lugares en que estudia de intento la relación entre el entendimiento y la voluntad, entre el conocer y el amar, ya que se hallan en contextos en los que se analizan las funciones y objetos de las tres potencias (cf. N 2,17,7; CB 26,9; LlB 3,49).

A la luz de éstos y otros textos parecidos no parece arbitrario reducir la memoria a una función peculiar de la capacidad intelectiva. Tal hipótesis parece confirmada por las afirmaciones de los capítulos 14 y 24 del tercer libro de la Subida. Permanece, con todo, la sensación de que J. de la Cruz evita pronunciarse en este punto. Su pensamiento aparece reflejado más que en frases y textos aislados en ciertas líneas fundamentales de su sistema. Una de ellas es la de la  noche-purificación.

La parte central de la de Noche se detiene en la minuciosa descripción de la purificación del entendimiento y de la voluntad, mientras la memoria queda al margen, como simple comparsa, aunque al principio del 2º libro presente el esquema tripartito de las potencias anímicas (N 2,4). Analiza inmediatamente los sufrimientos purificadores del entendimiento (N 2,5-6) y a continuación los de la voluntad (N 2,7-8), liquidando los de la memoria en dos breves frases. Durante la purificación pasiva sufre enajenamientos y profundos olvidos, sin saber lo que hizo o pensó (N 2,8,1), “por cuanto aquí no sólo se purga el entendimiento de su lumbre y la voluntad de sus afecciones, sino también la memoria de sus discursos y noticias” (ib. n. 2). Una vez más el objeto coincide con el del entendimiento. La presencia de la memoria obedece aquí a simple razón esquemática.

Más notoria es aún la marginación de la memoria al tratar de las razones o motivos del proceso catártico y de la inflamación amorosa producida por la divina contemplación. Se trata de una extensa y profusa descripción (N 2,9-17) con referencia explícita al entendimiento y a la voluntad, mientras la memoria aparece incidentalmente y fuera de esquema comentando un texto bíblico (Sal 37,9), en que se habla del “gemido del corazón” ante los sufrimientos: “El cual rugido es cosa de gran dolor, porque algunas veces, con la súbita y aguda memoria de estas miserias en que se ve el alma”, aumenta la pena y el dolor (N 2,9,7).

La preterición de la memoria, rompiendo la simetría del esquema tripartito, es especialmente sintomática porque el entendimiento y la voluntad aparecen constantemente orientados por la purificación pasiva a la unión, especialmente en los últimos capítulos de la Noche (2,12-18). El esquema completo de las tres potencias, en simetría con las tres virtudes teologales, reaparece al final de la obra, para reafirmar que constituyen en su conjunto “una acomodadísima disposición para unirse el alma con Dios, según sus tres potencias, que son: entendimiento, memoria y voluntad” (N 2,21,11).

Al término del análisis queda en pie que J. de la Cruz acepta el esquema tripartito de las potencias del alma. No aborda el problema de la distinción específica entre memoria y entendimiento, pero mantiene su diferencia funcional. De este modo puede establecer conexión con las tres virtudes teologales, asignando la esperanza a la memoria.

II. Aplicación espiritual: memoria y esperanza

En contraste con la indefinición en el plano ontológico y psicológico, J. de la Cruz es preciso y constante en lo que se refiere al papel de la memoria en el ámbito espiritual. Partiendo de la correlación, ya recordada, de las tres potencias y las tres virtudes teologales (S 2,6), asigna a cada una de ellas una función y un campo de acción en el proceso de purificación y en la meta de la unión, supuesto siempre otro principio: que solamente las virtudes teologales son medio propio y próximo para la unión con Dios (S 2,9).

La memoria, lo mismo que las otras facultades y sentidos del hombre, actúa en sincronía con todo el conjunto (la  fortaleza del alma), en relación e interdependencia especialmente del entendimiento y de la voluntad. Las funciones propias de la memoria se encuadran en el marco del afecto, del gusto, del gozo y de las inclinaciones que dependen en última instancia de la voluntad (S 3,1,1; 3,16,2; 3,34,1, etc.).

La capacidad de la memoria para recordar y revivir cosas del pasado (imágenes, sucesos, conceptos, etc.) haciéndolas presentes confiere a esta facultad un dominio concreto sobre los sentimientos, deseos y sensaciones. El “hacer presa”, el dominar y mantener posesión es lo propio y peculiar de esta facultad y lo que la caracteriza en el plano del comportamiento. Las formas, imágenes y aprehensiones pueden coincidir con las del entendimiento, pero el dominarlas y poseerlas es cosa de la memoria. La posesión en presente es la nota esencial de la memoria en la visión sanjuanista (S 2,6,1-3; 3,5,3; 3,8,5; 3,11,1; 3,12,3; 3,15,1; N 2,9,7-8; CB 1,13-14; LlB 1,27-28, etc.). Ahí está la clave de su emparejamiento con la esperanza.

La posesión o el dominio –nocional y afectivo– de las cosas puede estar orientado correctamente a Dios, o no; le afecta la ley general de la purificación lo mismo que a las demás tendencias y funciones de las otras potencias. La posesión desordenada afectivamente de las cosas a través de la memoria, ocupando la capacidad humana, aparta de Dios. En consecuencia, razona J. de la Cruz, hay que vaciar la memoria para que pueda llenarse de Dios.

Para el Santo, no hay otro medio que la esperanza. Es la que “vacía y aparta la memoria de toda la posesión de criatura, como dice san Pablo: la esperanza es de lo que no se posee (Rom 8,24), y así aparta la memoria de lo que puede poseer, y pónela en espera. Y por esto la esperanza de Dios sola dispone la memoria puramente para unirla con Dios” (N 2,21,11; cf. S 2,6,2). Es la afirmación de base que fundamenta el esquema de la purificación activa del espíritu, y desarrolla el Santo en la primera parte del libro 3º de la Subida (cap. 1-15).

Parece a primera vista un contrasentido pretender vaciar la memoria con la esperanza, ya que ésta mira al futuro, mientras aquélla se ocupa del pasado. En la visión sanjuanista, no sólo no hay contradicción, sino que dialécticamente se postulan mutuamente memoria y esperanza dentro del dinamismo espiritual de purificación. Dejando a un lado si la memoria es del pasado –injusta limitación de su campo–, para el Santo lo cierto es que los conceptos, imágenes y sentimientos se hacen presentes y reviven, se poseen, merced a la memoria. Por la ley de los contrarios, resulta claro que lo futuro, no poseído, se elimina inevitablemente por la llenez de lo presente poseído.

El razonamiento de J. de la Cruz es sencillo, pero convincente: “La esperanza no hay duda sino que también pone a la memoria en vacío y tiniebla de lo de acá y de lo de allá. Porque la esperanza siempre es de lo que no se posee, porque, si se poseyese, ya no sería esperanza”. Cita a continuación un texto paulino (Rom 8,24) y concluye: “Luego también hace vacío esta virtud, pues es de lo que no se tiene, y no de lo que se tiene” (S 2,6,3).

No se trata, naturalmente, de una oposición ontológica entre memoria y esperanza, sino de correlación dialéctica dentro del dinamismo espiritual. Cuanto más se posee afectivamente menos se espera. La capacidad de esperar aumenta en proporción al vacío de la memoria.

Otro texto clave ilustra decisivamente el pensamiento sanjuanista. Recordado el propósito de hacer ver cómo la memoria se une a Dios por la esperanza, escribe: “Lo que se espera es de lo que no se posee, y cuanto menos se posee de otras cosas, más capacidad hay y más habilidad para esperar lo que se espera, y consiguientemente más esperanza, y que cuantas más cosas se poseen, menos capacidad y habilidad hay para esperar, y consiguientemente menos esperanza, y que según esto, cuanto más el alma desaposesionare la memoria de formas y cosas memorables que no son Dios, tanto más pondrá la memoria en Dios y más vacía la tendrá para esperar de él el lleno de su memoria” (S 3,15,1).

A partir de esta confrontación dialéctica entre memoria y esperanza, J. de la Cruz establece otras aplicaciones muy concretas en su doctrina espiritual. Una de ellas es la conexión íntima entre esperanza y pobreza, como consecuencia natural de la capacidad posesiva de la memoria. La pobreza absoluta y radical implica para el Santo negación afectiva de todo género de bienes, incluso espirituales. No es posible si no se purifica convenientemente la memoria, facultad que procura el dominio y posesión de las cosas. Entre memoria y pobreza se establece, por lo mismo, una incompatibilidad que sólo puede salvar la esperanza. Es la virtud que tiene la capacidad decisiva de crear vacío afectivo y desnudez efectiva. Pobreza espiritual y esperanza están unidas por vínculo insoluble.

Teniendo en cuenta el objeto propio de la esperanza, J. de la Cruz reconoce que su tensión dialéctica y vital con la memoria nunca desaparece del todo en esta vida, ni siquiera cuando el alma alcanza las más altas cimas de la perfección. Tampoco en el ámbito del espíritu existe el vacío absoluto. A medida que van desapareciendo los recuerdos-posesiones de las cosas no ordenadas a Dios, la memoria va llenándose del mismo Dios. Llega un momento en que la “memoria bebe recreación y deleite en recordación y sentimiento de gloria” (CB 26,5). Dios suscita en la memoria ciertos toques y recuerdos más sabrosos que cualquier otras posesiones de criatura (S 2,26,8-9).

El “recuerdo de Dios” es memoria de futuro y no tiene nada que ver con el rememorar, recordar o revivir el pasado, ya que es algo presente, proyectado en la bienaventuranza (LlB 4,4). El “recuerdo de la excelencia de Dios” es inefable (ib.10-17) y no llega a colmar totalmente la capacidad posesiva del alma humana. Mientras el hombre peregrina en la tierra, camino de la “beatífica vista”, “vive en esperanza todavía, en que no se puede dejar de sentir vacío; tiene tanto de gemido, aunque suave y regalado, cuanto le falta para la acabada posesión de la adopción de hijos de Dios” (LlB 1,27).

“Aquello que Dios le dio el otro día”, día de la predestinación a la gloria, le mantiene en tensión, esperando la gloriosa venida (CB 38). “Y así, no le basta la paz y tranquilidad y satisfacción del corazón a que puede llegar el alma en esta vida, para que deje de tener dentro de sí gemido, aunque pacífico y no penoso, en la esperanza de lo que le falta; porque el gemido es anejo a la esperanza” (CB 1,14).

El vacío de la memoria, purificada de imágenes y recuerdos, ha sido colmado por la esperanza; el recuerdo no es evocación forzada del pasado, sino presencia del bien supremo ya presente en ella, pero no poseído aún totalmente. Así concluye la tensión dialéctica entre memoria y esperanza.

BIBL. — ALBERTO DE LA V. DEL CARMEN, “Naturaleza de la memoria espiritual según san Juan de la Cruz. Cuestión filosófica previa a la unión de las potencias con Dios”, en RevEsp 11 (1952) 291-299; 12 (1953) 431-450; PEDRO LAÍN ENTRALGO, La espera y la esperanza. Historia y teoría del esperar humano, Madrid, 2ª ed. 1958, p. 115-131; JUAN JOSÉ DE LA INMACULADA, “La memoria en san Juan de la Cruz”, en Manresa 41 (1969) 237-243; 43 (1971) 349-353; 44 (1972) 295-302; ANDRÉ BORD, Memoire et espérance chez Jean de la Croix, Paris, 1971; JOSÉ CRISTINO GARRIDO, “Psicología del vivir en esperanza según san Juan de la Cruz”, en RevEsp 28 (1969) 331-347; ELIZABETH WILHELMSEN, “La memoria como potencia del alma en san Juan de la Cruz”, en Carmelus 37 (1990) 88-145.

Eulogio Pacho

Meditación

Es bien sabido que J. de la Cruz no escribió para iniciar en la vida espiritual. Dio por supuesta la propedéutica a la misma, centrando su atención en problemas y situaciones de quienes, ya iniciados y seriamente comprometidos, hallan serias dificultades en seguir adelante hasta alcanzar la santidad. Declara explícitamente su propósito de dejar a un lado las cosas “morales y sabrosas” para iniciandos, que se hallarán fácilmente en otros autores (S pról. 8). Más chocante es que tampoco se haya entretenido en adoctrinar directamente sobre la oración en una época en que estaba de moda, era casi una manía entre los escritores espirituales. Es verdad que todo gira en su obra en torno a la oración, pero no es menos cierto que no compuso páginas de pedagogía oracional, aunque sus enseñanzas sobre el tema estén acaso recogidas en los primeros tratados de  oración, debidos a sus compañeros y discípulos del Carmelo Teresiano.

Si se tienen en cuenta estos datos, no extraña que tampoco haya desarrollado la problemática de la meditación, la forma oracional más común y estimada en su tiempo y en su ambiente. J. de la Cruz estaba persuadido de que era argumento propio de principiantes y de que sobre el particular existía abundante producción escrita. Lo que a él le interesaba afrontar eran las etapas y niveles más altos de la vida espiritual, en los que la meditación quedaba superada, por lo menos en parte. Su mirada estaba puesta en la  contemplación, expresada con diversos términos, especialmente con el de “noticia amorosa”.

Al abordar ésta, inevitablemente tenía que relacionarla con la meditación y con otras expresiones de la vida espiritual. Gracias a esta confrontación podemos reunir sus ideas sobre la oración mental o meditación. Se trata de reunir en cierto orden lógico lo que él dejó sembrado a lo largo y ancho de sus páginas. Puede organizarse en torno a los puntos siguientes: definición descriptiva, momento espiritual, valoración y superación.

1. DEFINICIÓN DESCRIPTIVA. Para él “la meditación es acto discursivo por medio de imágenes, formas y figuras, fabricadas e imaginadas por los sentidos”, en concreto, por la  fantasía y la imaginativa, sentidos interiores que, en el fondo, pueden reducirse a uno y para el caso “lo mismo es tratar del uno que del otro” (S 2,12,3). Para comprender el sentido de esta definición conviene recordar que el Santo asume la teoría escolástica sobre el conocimiento, basada sobre la abstracción intelectual de lo que se recibe a través de los sentidos exteriores e interiores.

Ilustra su definición con los siguientes ejemplos: “Así como imaginar a Cristo crucificado, o en la columna, o en otro paso, o a Dios con grande majestad en un trono; o considerar e imaginar la gloria como una hermosísima luz, etc., y, por el semejante, otras cualesquier cosas, ahora divinas, ahora humanas, que pueden caer en la imaginativa” (ib.). Lo propio y específico de la meditación es el discurrir, por eso puede llamarse “meditación discursiva imaginaria” (S 2,13,1), o “discurso meditativo”.

De ahí otra forma de definirla como actividad “mediante la cual obra el alma discurriendo con las potencias sensitivas”. Llevando las cosas al extremo, el Santo defiende que es un ejercicio “totalmente sensible” (S 2,13,7; 14,1) o “discursivo” (ib. tít.).

En cuanto ejercicio discursivo, la meditación coincide con la “consideración” (S 2,12,6; CB 4,1.4; 5,1). Practicar habitualmente el discurso meditativo equivale a seguir la “vía de meditación y discurso y formas naturales” (S 2,14,6.7; 15,1; N 1,10,2; LlB 3,53). Una alusión fugaz parece sugerir que el ejercicio de la meditación en la pedagogía sanjuanista iba acompañado de la lectura, según práctica habitual. Denunciando a quienes ejercitándose en oración piensan “que todo el negocio de ella está en hallar gusto y devoción sensible”, diagnostica que “todo se les va a éstos en buscar gusto y consuelo de espíritu, y por esto nunca se hartan de leer libros, y ahora toman una meditación, ahora otra, andando a caza de este gusto con las cosas de Dios” (N 1,6,6). Puede aludir a la “lección”, como parte del método oracional anterior a la meditación, o a la lectura de libros espirituales, independientemente de la oración. En cualquier caso, establece claramente lazo entre lectura y meditación.

2. “ESTADO DE MEDITACIÓN”: ESTADO DE PRINCIPIANTES. Antes de abordar el tema de la meditación-contemplación, J. de la Cruz ya había hablado explícitamente del “estado de meditación” (S 2,11,10). Quería indicar que un determinado estadio de la vida espiritual se caracteriza por el ejercicio normal y habitual de la meditación, como forma dominante de oración. De manera más completa lo designa como “estado de meditación y de sentido” (S 2,13,5). En el conjunto de su magisterio está bien delimitada la fase del desarrollo espiritual caracterizada como “vida del sentido”, en comparación con la “vía o vida del espíritu”.

Es fija y constante la identificación de la vida del sentido con el estado de  principiantes, en el sentido que el Santo da a este término. En consecuencia, el “estado de meditación” resulta propio de este peculiar momento de la vida espiritual. El acto de meditar asiduamente se convierte en ejercicio característico de principiantes. Meditación y mortificación son los dos pilares sobre los que se asienta la vida espiritual en esta etapa (CB 3,1.4; 22,3). La equivalencia está afirmada de manera explícita: “Estado de principiantes, que es de los que meditan en el camino espiritual” (N 1,1,1). Más incisivo aún: “El estado y ejercicio de principiantes es de meditar y hacer actos y ejercicios discursivos con la imaginación” (LlB 3,32).

Consecuente con esta idea básica habla insistentemente de meditación como “estado” o “vía” el mismo sentido de “vía purgativa”, estado de principiantes, aprovechados, etc. La primera etapa de la vida espiritual es “vía de meditación y discurso” (S 2,14,1.6.7; 15,1), “vía de meditación sensible” (ib. 14,1), “vía imaginaria y de la meditación que es totalmente sensible” (ib. 13,7), “vía del sentido” (N 1,10,1), “camino de meditación y discurso” (ib. 10,2). Equiparando principiantes y vida del sentido, escribe que “las vías del sentido son las del discurso y meditación discursiva” (S 2,17,5).

3. VALOR Y LIMITACIONES. La permanente asociación de la meditación con los principiantes, pudiera sugerir cierto desprecio o minusvaloración de la misma por parte de J. de la Cruz. Esa primera impresión no responde a la realidad. Conviene, ante todo, no perder de vista el nivel espiritual que el Santo atribuye a los principiantes, muy superior, sin duda, a lo que se piensa corrientemente en nuestros días.

Para ese estadio espiritual la meditación, no sólo es útil y provechosa; resulta necesaria e imprescindible en el aprovechamiento espiritual y para sentar las bases de etapas superiores. Su virtualidad y eficacia responde además al “fin y estilo que Dios tiene en comunicar al alma”, que primero perfecciona lo más sensible y externo “con consideraciones, meditaciones y discursos santos”, para luego instruir al espíritu (S 2,17,4).

“A los principiantes –escribe el Santo– son necesarias estas consideraciones y formas y modos de meditaciones para ir enamorando y cebando el alma por el sentido” (S 2,12,5) Más aún: “Es necesario no dejar la dicha meditación imaginaria antes de tiempo para no volver atrás” (S 2,13,1). “Mientras en ella se encuentre provecho o se saque jugo, no se ha de dejar” (ib. 13,2). Durante la etapa de principiantes, “necesario le es al alma que se le dé materia para que medite y discurra, y le conviene que de suyo haga actos interiores y se aproveche del sabor y jugo sensitivo de las cosas espirituales, porque cebando el apetito con sabor de las cosas espirituales, se desarraigue el sabor de las cosas sensuales y desfallezca a las cosas del siglo” (LlB 3,32; cf. S 2,13,2).

Esta es, en el fondo, la eficacia de la meditación: “ir enamorando y cebando el alma por el sentido”, o “sacar noticia y amor de Dios” (S 2,12,5; 2,14,2; 2,17,1.7). Llega, sin embargo, un momento en la vida espiritual en que desaparece esa función o eficacia, porque ya no es posible la meditación sensible ni discurrir, porque ya se ha conseguido todo lo que podía conseguirse por “vía de meditación y discurso” (S 2,14,1) y porque “ya el alma en este tiempo tiene el espíritu de la meditación en sustancia y hábito” (ib. n. 2). Comienza a introducirse en el alma otra manera de comunicarse con Dios: la  noticia amorosa o contemplación. “Es necesaria esta noticia para haber de dejar la vía de meditación y discurso” (S 2,14,7).

4. SUPERACIÓN Y ALTERNANCIA. En la pedagogía sanjuanista la meditación mantiene su valor mientras no es obstáculo para el progreso ulterior, lo que quiere decir que no es ni fin a sí misma ni término del crecimiento espiritual. Tampoco acepta el Santo que el paso o tránsito a la contemplación suponga un abandono definitivo de la meditación. Superación no equivale a definitiva desaparición. Lo que sí tiene claro J. de la Cruz es que para llegar a la  unión con Dios o perfección es necesario superar las formas imaginarias naturales instalándose en otro modo de comunicarse con Dios.

Sus afirmaciones al respecto son reiterativas: “Yerran mucho muchos espirituales, los cuales, habiendo ellos ejercitádose en llegarse a Dios por imágenes y formas y meditaciones, cual conviene a los principiantes, queriéndolos Dios recoger a bienes más espirituales, interiores e invisibles, quitándoles ya el gusto de la meditación discursiva, ellos no acaban, ni se atreven, ni saben desasirse de aquellos modos palpables a que están acostumbrados; y así, todavía trabajan por tenerlos, queriendo ir por consideración y meditación de formas, como antes, pensando que siempre ha de ser así. En lo cual trabajan ya mucho y hallan poco jugo o nada” (S 2,12,6; cf. 2,13,5; 2,14,1-2; LlB 3,32-33, etc.).

La insistencia con que el Santo vuelve sobre este argumento, es prueba de la importancia que le concede. Llega a decir que llegado el momento “totalmente se ha de llevar el alma por modo contrario al primero, que si antes le daban materia para meditar y meditaba, que ahora se la quiten y que no medite, porque no podrá aunque quiera, y, en vez de recogerse, se distraerá … Y por eso en este estado en ninguna manera le han de imponer que medite ni se ejercite en actos, ni procure sabor ni fervor, porque sería poner obstáculo al principal agente”, que es Dios, el cual “oculta y quietamente anda poniendo en el alma sabiduría y noticia amorosa sin especificación de actos”. En consecuencia, lo que importa es “andar sólo con advertencia amorosa a Dios” (LlB 3,33; cf. CA 28,10; LlB 3,34-35, etc.).

Estaba muy seguro de la bondad de su propuesta J. de la Cruz para atreverse a proponerla de forma tan decidida en el ambiente cargado de  alumbradismo que le rodeaba. Defiende decidido su postura frente a directores espirituales, que consideraban estas enseñanzas un fomentar el ocio espiritual, alumbramientos y cosas de bausanes (LlB 3,43, cf. 53-58).

Su consejo es siempre el mismo: “Aprenda el espiritual a estarse con advertencia amorosa en Dios, con sosiego de entendimiento, cuando no puede meditar, aunque le parezca que no hace nada. Porque así, poco a poco y muy presto, se infundirá en su alma el divino sosiego y paz con admirables y subidas noticias de Dios, envueltas en divino amor” (S 2,15,5).

El punto más práctico y mejor conocido de la pedagogía sanjuanista sobre este punto es de los criterios o  “señales” que han de tenerse en cuanta para saber cuándo conviene dejar la meditación y pasar a la contemplación. Los tres criterios establecidos en la Subida (2,13) se repiten sustancialmente, aunque con algunas modificaciones, en la Noche (1,9,2-8). Bastará aquí su enunciado según la primera formulación: No poder “meditar ni discurrir con la imaginación, ni gustar de ello como antes” (n. 2); no sentir “ninguna gana de poner la imaginación ni el sentido en otras cosas particulares, exteriores ni interiores” (n. 3); experimentar gusto “de estarse a solas con atención amorosa en Dios, sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso” (n. 4).

Una vez razonadas y justificadas estas señales (S 2,13-14), el Santo se siente obligado a mitigar posibles entusiasmos injustificados. No queda sepultada para siempre la meditación. A quienes comienzan a gustar de la noticia amorosa “les conviene a veces aprovecharse del discurso natural y obra de las potencias naturales”. Aunque parezca que están ya sacados “de la vida del sentido al espíritu” (N 1,10,2), les es necesario retomar en ocasiones el ejercicio de la meditación, sobre todo “a los principios que van aprovechando”, ya que no “están tan remotos de la meditación” que pueda el alma estar “empleada en aquel sosiego y noticia”. Hasta que no adquieran el “hábito en alguna manera perfecto” de la misma “habrán menester aprovecharse del discurso” (S 2,15,1). Muchas veces “habrá menester ayudarse blanda y moderadamente del discurso para ponerse en ella” (ib. n. 2).

Las diferencias entre ambas situaciones o formas de comunicación con Dios justifican la preferencia sanjuanista por la contemplación. La relación entre meditar y contemplar es la que hay “entre ir obrando y gozar de la obra hecha, o la que hay entre el trabajo de ir caminando y el descanso y quietud que hay en el término …; como estar guisando la comida o estar comiéndola y gustándola ya guisada y masticada”; como “entre ir recibiendo y aprovechándose de lo recibido” (S 2,14,7). Las ventajas son manifiestas.

BIBL. — BUENAVENTURA DE JESÚS, “La meditación en san Juan de la Cruz”, en Vida Sobrenatural 4 (1943) 76-286; AMATUS VAN DE HEILIGE FAMILIE, “La méditation chez saint Jean de la Croix”, en EphCarm 9 (1960) 176-196; P. L., “La méditation selon saint Jean de la Croix”, en Carmel 43 (1960) 11-26.

Eulogio Pacho

Matrimonio espiritual

Desposorio y matrimonio son las dos expresiones más caracterizadas del simbolismo nupcial en la tradición mística cristiana. Lo mismo sucede en el sanjuanismo. Corresponden a las fases culminantes de las relaciones amorosas entre el  alma-esposa y el Esposo Cristo. La ambivalencia de los términos desposorio y esposo/a motiva cierta ambigüedad en el lenguaje de J. de la Cruz por cuanto el  desposorio (según se ha notado) se usa algunas veces indistintamente para los esponsales o para el matrimonio; en otras equivale claramente a este último estado.

Fuera de algunas referencias fugaces en la Llama, el tema del matrimonio espiritual está limitado al CE, cosa muy comprensible si se tiene en cuenta que toda esta obra se estructura precisamente sobre el simbolismo nupcial, es decir, se presenta como desarrollo del amor divino en las almas sirviéndose de la clave mística fundada en la exégesis tradicional del Cantar de los Cantares. Las estrofas en las que se canta de manera directa e integral el matrimonio son: 20, 22, 24 y 26-27. Su contenido halla complemento en el comentario de otras canciones.

Según se ha indicado al tratar del desposorio, una de las razones que llevaron al autor a modificar la colocación de las estrofas y respectivos comentarios en la segunda redacción fue precisamente el de reunir en bloques homogéneos las que describen el desposorio y las que corresponden al matrimonio.

Los símbolos alegóricos en que se representa la celebración del dichoso estado del matrimonio son fundamentalmente tres: el  huerto ameno (CB 22), el  lecho florido (24) y la  bodega interior (26). Tanto en su “declaración”, como en otros lugares, la configuración o definición descriptiva del matrimonio se hace por comparación con el desposorio y otras situaciones dentro del itinerario espiritual, incluso en referencia a la bienaventuranza. Esta dispersión textual hace que las mismas ideas se repitan con ligeras variantes. Todas ellas pueden agruparse en dos puntos principales.

1. MOMENTO Y ENCAJE. No hay dudas al respecto. Las afirmaciones insistentes del Santo son de este tenor: “Ultimo estado de perfección” (CB arg. 1); “el más alto estadio a que se puede llegar en esta vida” (CB 12,8; LlB pról. 3). Igualmente, repetitiva es la afirmación de que se identifica con el estado de la perfección o de perfectos, de  unión y de transformación. Corresponde, por tanto, el último estadio de la vida espiritual según la graduatoria tradicional de vías y estados, asumida por J. de la Cruz, que identifica en este sentido el matrimonio con la vía unitiva o de perfectos, una vez superadas la purificativa, de principiantes, y la iluminativa, de aprovechados (CB Arg. 1-2 y 22,3).

Mantiene siempre inmutable esta ordenación al momento de describir el desarrollo espiritual. Al gozo, deleite y gloria del matrimonio “no se viene sin pasar primero por el desposorio espiritual y por el amor leal de desposados; porque después de haber sido el alma algún tiempo esposa en entero y suave amor con el Hijo de Dios, después la llama Dios y la mete en este huerto florido a consumar este estado felicísimo del matrimonio consigo” (CB 22,5).

Es lo mismo que introducirla en la bodega interior, en la que se produce una estrecha junta, totalmente indecible (CB 26,4). El llamarla bodega se debe a que “es el último y más estrecho grado de amor en que el alma puede situarse en esta vida” (ib. 3). Existen otras bodegas no tan interiores, como otros grados más bajos que este último. “Muchas almas llegan y entran en las primeras bodegas, cada una según la perfección de amor que tiene, más a esta última y más interior pocas llegan en esta vida, porque en ella es ya hecha la unión perfecta con Dios, que llaman matrimonio espiritual” (ib. 4).

2. LA REALIDAD ESPIRITUAL. Las magníficas descripciones sanjuanistas son difíciles de concretar en términos usuales por la abundancia de matices y por la reiteración de expresiones similares. Mantiene siempre presente la correlación analógica y simbólica del matrimonio espiritual con el “matrimonio carnal”, porque, así como en éste “son dos en una carne, como dice la divina Escritura (Gén 2,24), así también, consumado este matrimonio espiritual entre Dios y el alma, son dos naturalezas en un espíritu y amor, según dice san Pablo trayendo esta misma comparación (1 Cor 6,17), diciendo: ‘El que se junta al Señor, un espíritu se hace con él’” (CB 22,3). Esta “comparación” es referencia obligada para comprender las expresiones figurativas de estos textos.

La situación espiritual designada, así como “matrimonio espiritual” suele describirse en dos contextos: en comparación con la del desposorio espiritual y bajo los términos doctrinal y espiritualmente equivalentes, como  transformación,  unión, endiosamiento, etc. Atañe a este lugar únicamente lo propuesto en relación al desposorio y lo atribuido directamente al matrimonio.

a) Es reiterativa la afirmación de que el matrimonio “es mucho más sin comparación que el desposorio espiritual” (CB 22,3). Las gracias y mercedes de Dios al alma y los “sabores y deleites” de ésta en el desposorio “no tienen que ver con los del matrimonio, porque son disposiciones para la unión del matrimonio” (LlB 3,25). Las diferencias fundamentales en lo que a la situación espiritual del alma se refiere, pueden encuadrarse en dos aspectos: el purificativo y el posesivo.

En el primero resulta que en el desposorio no existe aún una catarsis completa, por lo que el sentido o parte inferior del hombre no está sujeto a la superior ni en armonía con ella, por lo que persisten las molestias de la sensualidad, las acometidas del demonio (CB 14-15,30; LlB 3,26-26, etc.) y las “afecciones de temor” (CB 20,9), por lo que acontecen aún pruebas dolorosas y son necesarias “otras disposiciones positivas” (LlB 3,26; cf. desposorio).

En correlación perfecta del anterior está el aspecto positivo; a medida que disminuye la impureza mediante la depuración o catarsis, aumenta el amor y la posesión de los amantes. El matrimonio es el “beso de la unión” (CB 22,8), la entrega mutua de los prometidos. El desposorio se caracteriza por la comunicación de dones, mientras en el matrimonio hay unión y comunicación de personas (LlB 3,24).

b) Manteniéndose dentro de la analogía-figuración, el matrimonio se presenta como la entrega total del alma y Dios para consumar su amor en el lecho florido (24,1) o en el huerto ameno (22,3.5). Supone en el alma perfecta purificación con el apaciguamiento de la parte inferior y en perfecta armonía, a semejanza del estado de inocencia. Implica que las virtudes se hallan ya en estado perfecto, que son heroicas (20,2), que se ha llegado a la “igualdad de amor” y por ello, a la unión perfecta (26,4). Esa unión es actual según la sustancia del alma, pero no siempre así según las potencias, aunque también ellas se unen “muy frecuentemente” (CB 26,11), por cuanto la comunicación de Dios al alma es ya directa y sin intermediarios (CB 35,6).

Entre tantos textos que intentan desentrañar esa profunda y misteriosa realidad, puede servir de muestra el siguiente: “Es una transformación total en el Amado, en que se entregan ambas las partes por total posesión de la una a la otra, con cierta consumación de unión de amor, en que está el alma hecha divina y Dios por participación, cuanto se puede en esta vida”. Tras madura reflexión añadió el Santo en el CB: “Y así, pienso que este estado nunca acaece sin que esté el alma en él confirmada en gracia, porque se confirma la fe de ambas partes, confirmándose aquí la de Dios en el alma. De donde éste es el más alto estado a que en esta vida se puede llegar” (CB 22,3). A la plenitud de vida espiritual corresponde la perfección en todos los niveles de la persona, como explica al tratar de la unión transformante.

Reconocer que el matrimonio es el más alto estado de vida, quiere decir que no es posible pensar en otro al que pueda aspirarse, pero no significa que en él se produzca una especie de estancamiento ni que tampoco desaparezca la esperanza del horizonte vital. El mismo Santo se preocupa de aclararlo. Es verdad que una vez llegado al estado perfecto del matrimonio el alma no puede “pasar de allí en cuanto tal, pero puede con el tiempo y ejercicio calificarse y sustanciarse mucho más en el amor” (LlB pról. 3).

Por mucha que sea la paz y felicidad de que goza en este estado, ansía “entrar más adentro del matrimonio espiritual que ahora posee, que será la gloria, viendo a Dios cara a cara” (CB 37,2). Por ello con el  gemido pacífico de la esperanza pide a Dios que acabe de consumar con ella “perfectamente el matrimonio espiritual con su beatífica vista” (LlB 1, 27). Como remata el CB, vive con “deseo de ser trasladada del matrimonio espiritual, a que Dios la ha querido llegar en esta Iglesia militante, al glorioso matrimonio de la triunfante” (40,7).

Eulogio Pacho

Martirio

Al hablar Juan de la Cruz de la  noche del espíritu, y más concretamente de la  fe particular, (S 2, 17-22 sobre todo) nos recuerda cómo ninguna imagen es válida, sólo la fe, cuyo contenido es  Cristo, que es la única verdadera revelación del Padre. Dios nos desborda. El lenguaje de Dios es distinto al del hombre. En su comprender las palabras y cosas de Dios el  hombre puede traicionarse: “Es imposible que el hombre, si no es espiritual, pueda juzgar las cosas de Dios ni entenderlas razonablemente, y entonces no es espiritual cuando juzga según el sentido” (S 2,19,13). El martirio es una de esas cosas incomprensibles para la razón.

El deseo de sufrir el martirio, siendo él mismo una gracia de Dios, puede ser deseado y puede haber una respuesta de Dios a ese mismo deseo en la que le asegure que se cumplirá dicho deseo. El Señor puede responder a la petición y asegurar a alguien que será mártir, lo cual ya puede ser un gran consuelo. Pero a lo mejor no llega a hacerse realidad ese deseo, sin que ello suponga que no se cumplió la promesa de Dios. Es el amor lo que cuenta, pues el martirio tiene valor en el amor: “aquella manera de morir por sí sola no vale nada sin este amor” (S 2,19,13) El Señor premiará al alma como mártir, y así se cumplirá el deseo de entrega total del alma y la promesa que el Señor le hizo.

La  palabra de Dios siempre será cierta y verdadera, si bien los planes de Dios no siempre coinciden con los nuestros; lo importante y cierto siempre será vivir en “espíritu en fe oscura, que es el medio de la unión” con Dios. Cuenta la intención y disposición del alma dispuesta a darlo todo, incluso su sangre por Dios. Se cumple en el llamado martirio de la vida cotidiana. Se pasa así del martirio cruento al martirio testimonio: el confesar a Dios día a día, el obedecer en todo sus mandamientos. Es derramar su fe, como sangre, día a día durante toda la vida. La medida de amor viene dada por la capacidad de sacrificarse por el Amado, y cuanta mayor disposición a sacrificarse por él tenga el alma, más se puede decir que le ama.

Siendo el martirio, como es, la manifestación más grande del amor a Cristo y el modo de imitación más completo y perfecto, es además el testimonio que embellece a la Iglesia, Esposa de Cristo en la que se dan estas rosas del martirio. Así para el Santo, los mártires son, junto con las vírgenes y los doctores, las tres guirnaldas que hermosean la cabeza de Cristo, joya que adorna su cabeza, rosas rojas cultivadas por el mismo Cristo en la Iglesia (CB 30, 7).

Francisco Vega Santoveña