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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), amor con amor
Introducción
1 Patria y casa paterna
2 Niñez y juventud
3 Alumna del convento
4 Decisión vocacional….
5 En el convento de la Encarnación: Noviciado
6 En la escuela del sufrir. Vida interior
7 Infidelidad
8 Retorno
9 Sólo Dios basta
10 Nuevas pruebas
11 Trabajando para el Señor
12 San José de Ávila: primer convento de la Reforma
13 Extensión de la Reforma
14 Priora en el convento de la Encarnación
15 Luchando por su obra
16 El final
Amor con amor
Vida y obra de Teresa de Jesús
Introducción
Ayer tuvimos en nuestra iglesia conventual adoración del Santísimo. Desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche se reunió, para cantar y rezar en torno al altar, la fiel comunidad simpatizante del Carmelo. Después se cerró la Iglesia y durante la noche las hermanas se turnaron para adorar al Santísimo. Mientras fuera, el jaleo de los Carnavales induce a los hombres a la borrachera y al frenesí, el poder político daña a los espíritus y muy duras necesidades presionan tanto los ánimos que muchos olvidan alzar la mirada al cielo, en lugares silenciosos de oración como éste están los corazones abiertos al Señor: por la frialdad, la desatención que fuera ofrecen al Señor, estos corazones le ofrecen un caluroso amor como compensación; por las molestias que tiene que soportar diariamente el corazón divino ellos ofrecen sacrificios expiatorios; con sus llantos dirigidos a Dios suplican su gracia y misericordia para cuantos están en el pecado y sufren necesidad. En nuestra época, en la que se ha hecho manifiesta la impotencia de todos los medios naturales para combatir la miseria presente en todas las tierras, se ha despertado nuevamente una nueva comprensión por el poder de la oración, de la expiación y de la reparación vicaria. De aquí la afluencia de los creyentes a lugares de oración y el clamoroso deseo por los conventos de vida contemplativa, cuya vida está consagrada a la oración y a la expiación. Por eso se habla también del Carmelo en todos los rincones, una Orden que hace pocos años era muy poco conocida. En los diversos conventos han surgido el deseo por nuevas fundaciones. Uno se siente trasladado en el tiempo en que nuestra Santa Madre Teresa, la fundadora del Carmelo reformado, atravesaba España de Norte a Sur y de Este a Oeste, plantando nuevas viñas para el Señor. Y querría transplantar en nuestro tiempo algo del espíritu que invadía a esta gran mujer que en un siglo de luchas y turbulencias construyó un maravilloso edificio. Quiera ella enviarnos su bendición para que al menos este pequeño escrito sobre su vida y obras, ilumine algo de su espíritu y lo contagie en el corazón de los lectores; y que despierte el deseo de conocerla más cercanamente en las fuentes, en el rico tesoro de sus propios escritos; y quien aprenda a beber de estas fuentes, no se cansará de recoger allí de nuevo el ánimo y la fuerza.
Carmelo de Colonia‑Lindenthal, fiesta de la Presentación de María de 1934.
1 Patria y casa paterna
En el siglo de las luchas religiosas y del gran cisma de la Iglesia, desarrolló su actividad Teresa, compañera en raza y genio del defensor de la fe, Ignacio de Loyola. Cuando vino a este mundo, habían pasado apenas 20 años de la expulsión de los moros y de la unión de toda la península ibérica en la fe católica. Ocho siglos de guerras continuas entre la cruz y la media luna habían dejado detrás de sí el pueblo español. En tantas luchas se había acrisolado un pueblo de héroes, un ejército de Cristo Rey. La patria de Teresa, el reino de Castilla, era la fortaleza de donde la cruz, en lucha empedernida, avanzó más y más hacia el sur y los caballeros castellanos formaban la tropa escogida de los soldados de la fe. De una de esas familias de héroes descendía la audaz batalladora de Dios. Una ciudad arraigada en firmes roqueros, la fortaleza de Ávila, llamada también «Ávila de los santos», fue su ciudad natal. De nobleza ancestral eran sus padres, don Alonso de Cepeda y su segunda esposa, doña Beatriz de Ahumada. Según costumbre de su tiempo y patria fue conocida con el apellido materno Teresa de Ahumada. Cuando al rayar el alba del 28 de marzo de 1515 vino a este mundo, repiqueteaban las campanas del recién fundado convento de las carmelitas, llamando a los fieles a la consagración de la capilla monástica. Era el convento que, más tarde, por varias décadas, se convertiría en su hogar, y donde el Señor había determinado modelar su vaso de elección. Teresa era la sexta de los hijos de su padre, y la tercera de su joven madre, que contó, entre los propios, una hija y dos hijos de la primera esposa de su marido. A estos cinco mayores se unieron con el tiempo seis más. Don Alonso de Cepeda era un hombre de profunda piedad y de virtudes. Con gran interés vigilaba la educación de sus hijos, procurando apartar de ellos toda influencia negativa, animándoles a practicar el bien y siendo él mismo un modelo de vida auténticamente cristiana. La delicada doña Beatriz, humilde y suave, tenía una profunda piedad, y por su débil salud recibió agradecida los servicios de la hija mayor de su marido, María, en la educación de los muchos hijos. Esa ininterrumpida convivencia materna, hizo aflorar espontáneamente en los corazones infantiles el amor a Dios y el amor a la oración.
2 Niñez y juventud
El corazón de la pequeña Teresa estaba lleno de amor y respeto hacia sus nobles padres y de confianza sincera hacia sus hermanos. Sus hermanos más jóvenes eran sus mejores compañeros. La austera María, cargada con las responsabilidades de los adultos, como compañera no era la adecuada; tampoco podía serlo, la benjamina, que era varios años más joven. El íntimo de su infancia fue Rodrigo, cuatro años mayor que ella. Los piadosos relatos de la madre y las primeras lecturas llenaron de celo a esta pequeña española. A pesar de lo que disfrutaba y se alegraba en las reuniones, prefería retirarse en algún rincón del jardín para rezar en la soledad. Se llenaba de alegría cuando podía dar limosna a los pobres. Y un buen día esta niña de siete años le cuenta a su hermano predilecto un plan secreto en el que ella había pensado. Ella misma nos lo narra así en su autobiografía: «Juntábamonos a leer vidas de santos… Como veía los martirios que por Dios las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba yo mucho morir así» (V 1,4). Para ella no había casi diferencia entre el deseo y la puesta en práctica, y su hermano se sintió contagiado por ese entusiasmo. «Concertábamos irnos a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen; y paréceme que nos daba el Señor ánimo en tan tierna edad, si viéramos algún medio, sino que el tener padres nos parecía el mayor embarazo» (V 1,4). Pero el pensamiento del gozo eterno, se sobrepuso al dolor de la separación. «Espantábanos mucho el decir que pena y gloria era para siempre, en lo que leíamos. Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto y gustábamos de decir muchas veces: ¡para siempre, siempre, siempre! (V 1,4). Y al día siguiente, bien de mañanita, a escondidas, se pusieron en camino. Pero no fueron muy lejos. Muy felices habían atravesado la puerta de la muralla, pero poco después se encontraron con su tío paterno que condujo a los pequeños fugitivos de nuevo a su casa. Ya se les había echado de menos, y fueron recibidos con reproches. «Yo me he marchado», replicó Teresa, «porque quería ver a Dios, y para verlo hay que morir primero». Para ella fue muy doloroso el fracaso de su hermoso plan. Pero su celo religioso no desapareció por ello. Con su hermano Rodrigo construía ermitas en el jardín, con sus amigas jugaba a ser monja y multiplicaba sus actos religiosos.
La muerte prematura de la madre supuso en la vida de la joven Teresa un corte radical. Tenía entonces trece años de edad. Ella misma lo narra así: «Como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de Nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que aunque se hizo con simpleza, que me ha valido; porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a ella y, en fin, me ha tornado a sí»(V 1,7). La joven se daba cuenta muy bien que precisaba de una ayuda especial, que había perdido precisamente a la madre cuando más la necesitaba. En Teresa habían florecido los encantos naturales de la juventud. Hermosos rizos negros caían sobre su frente blanca; sus luminosos ojos negros delataban el ardor de su alma; su andar y ademanes eran de un garbo natural y nobleza. La vivacidad de su espíritu y su encantadora amabilidad constituían en sus relaciones sociales un estímulo al que nadie se podía resistir. Los peligros, que la sombra de esos dones naturales favorecían, fueron creciendo a causa de una inclinación congénita que ya en vida de la madre estaba despierta en la joven. Doña Beatriz, que a causa de sus dolores, vivía continuamente encerrada en casa, buscaba entretenimiento en la lectura de novelas de caballerías y permitía, a escondidas del marido, que sus hijos también las leyesen. Después de su muerte, se sumergió Teresa en esas apasionantes lecturas sin trabas, devorando libros y más libros, día y noche. Esos libros de caballerías están hoy olvidados. Pero su carácter y efectos perniciosos son de todos bien conocidos, gracias a la sátira maestra que Cervantes en su Don Quijote describió. El «Caballero de la Triste Figura», para quien los molinos de viento se convertían en gigantes, y la criada del labriego en una princesa, es víctima de una fantástica alucinación de la vida real. También la fantasía alborotada de Teresa se sintió afectada por las descripciones fabulosas de los caballeros románticos. Su colorido chillón hizo desvanecer el suave encanto de las leyendas piadosas de su niñez. Con amargos arrepentimientos juzgaría más tarde esos extravíos de su juventud: «Fatígame ahora ver y pensar en qué estuvo el no haber yo estado entera en los buenos deseos que comencé. !Oh Señor mío!, pues parece tenéis determinado que me salve, plega a Vuestra Majestad sea así… ?no tuvierais por bien… que no se ensuciara tanto posada adonde tan continuo habíais de morar? Fatígame, Señor, aun decir esto, porque sé que fue mía toda la culpa; porque no me parece os quedó a Vos nada por hacer para que desde esta edad no fuera toda vuestra» (V 1,7‑8).
Era natural que la joven Teresa intentara asemejarse a las heroínas de sus novelas: «Comencé a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabello y olores y todas las vanidades que en esto podía tener… Duróme mucha curiosidad de limpieza demasiada y cosas que me parecía a mí no eran ningún pecado, muchos años» (V 2,2). No faltaban admiradores de su belleza. Pero el riguroso padre no admitía en su casa a jóvenes extraños. Sólo los primos de la misma edad tenían entrada: «Eran casi de mi edad, poco mayores que yo. Andábamos siempre juntos. Teníanme gran amor, y en todas las cosas que les daba contento, los sustentaba plática y oía sucesos de sus aficiones y niñerías no nada buenas; y lo que peor fue, mostrarse el alma a lo que fue causa de todo su mal» (V 2,2). De un modo especial fue negativa la influencia de un familiar: «Era tan de livianos tratos, que mi madre la había mucho procurado desviar que tratase en casa; parece adivinaba el mal que por ella me había de venir, y era tanta la ocasión que había para entrar, que no había podido. A esta que digo, me aficioné a tratar. Con ella era mi conversación y pláticas, porque me ayudaba a todas las cosas de pasatiempo que yo quería, y aun me ponía en ellas y daba parte de sus conversaciones y vanidades. Hasta que traté con ella, que fue de edad de catorce años, y creo que más (para tener amistad conmigo ‑digo‑ y darme parte de sus cosas) no me parece había dejado a Dios por culpa mortal, ni perdido el temor de Dios, aunque le tenía mayor de la honra. Este tuvo fuerza para no la perder del todo, ni me parece por ninguna cosa del mundo en esto me podía mudar, ni había amor de persona de él que a esto me hiciese rendir» (V 2,3). Con todo el influjo fue muy profundo. «Y es así que de tal manera me mudó esta conversación, que de natural y alma virtuosa no me dejó casi ninguna y me parece me imprimía sus condiciones ella y otra que tenía la misma manera de pasatiempos» (V 2,4). El padre y la hermana mayor, que con cuidado materno se preocupaba de los hermanos más pequeños, notaron sorprendidos la transformación, y decidieron tomar una solución. Cuando María tuvo que abandonar la casa paterna para seguir a su marido, don Alonso confió a su hija predilecta, para su educación, a las agustinas. De repente y sin despedirse, desapareció Teresa de aquel círculo alegre donde ella había sido el punto de atención.
3 En el convento de las Agustinas
El convento de Nuestra Señora de la Gracia era en Ávila muy bien considerado. Las grandes familias de la ciudad le confiaban sus hijas. Los primeros días, dentro de los muros claustrales, le parecían a Teresa como si estuviera en una cárcel. A aquella soledad se unía un martirio de escrúpulos por lo acaecido durante los últimos meses; remordimientos de conciencia la atormentaban. Pero ese estado de ánimo no duró mucho; pronto recuperó tranquilidad de espíritu y se ajustó sin dificultad a la vida del pensionado. María de Briceño, maestra de las niñas seglares y gran educadora, acaparó toda su atención. «Dormía una monja con las que estábamos seglares, que por medio suyo parece quiso el Señor comenzar a darme luz» (V 2,10). «Pues comenzando a gustar de la buena y santa conversación de esta monja, holgábame de oírla cuán bien hablaba de Dios, porque era muy discreta y santa… Comenzóme a contar cómo ella había venido a ser monja por sólo leer lo que dice el Evangelio: Muchos son los llamados y pocos los escogidos. Decíame el premio que daba el Señor a los que todo lo dejan por El. Comenzome esta buena compañía a desterrar las costumbres que había hecho la mala y a tornar a poner en mi pensamiento deseos de las cosas eternas y a quitar algo de la gran enemistad que tenía con ser monja, que se me había puesto grandísima» (V 3,1).
«Estuve año y medio en este monasterio harto mejorada. Comencé a rezar muchas oraciones vocales y a procurar con todas me encomendasen a Dios, que me diese el estado en que le había de servir, mas todavía deseaba no fuese monja, que éste no fuese Dios servido de dármele, aunque también temía el casarme. A cabo de este tiempo que estuve aquí, ya tenía más amistad de ser monja, aunque no en aquella casa, por las cosas más virtuosas que después entendí tenían, que me parecían extremos demasiados… También tenía yo una grande amiga en otro monasterio, y esto me era parte para no ser monja, si lo hubiera de ser, sino donde ella estaba. Miraba más el gusto de mi sensualidad y vanidad que lo bien que me estaba a mi alma. Estos buenos pensamientos de ser monja me venían algunas veces y luego se quitaban, y no podía persuadirme a serlo» (V 3,2).
4 Decisión vocacional
Teresa regresó a casa sin tener ideas claras sobre su futuro. El motivo fue una grave enfermedad. En los días de reconvalecencia, y para reponerse, fue a la casa de campo de su hermana María, quien la recibió con mucho amor y la hubiera retenido consigo. Pero el padre no se podía apartar de su compañía. El mismo fue a recogerla, y de vuelta la dejó por algunas semanas en casa de su hermano, Pedro Sánchez, en Hortigosa, mientras él trataba de resolver algunos negocios. La permanencia en la casa del tío iba a ser decisiva para Teresa. La vida del tío estaba completamente dedicada a la oración y lectura de libros espirituales. El la suplicó se los leyera. «Aunque no era amiga de ellos, mostraba que sí, porque en esto de dar contento a otros he tenido extremo, aunque a mí me hiciese pesar»(V 3,4). Esta vez no sería para su pesar. Bien pronto fue cautivada por lo libros que su tío la daba a leer. Las Epístolas de S. Jerónimo, los Morales de S. Gregorio, y las obras de S. Agustín conquistan su espíritu y hacen renacer en ella el entusiasmo por lo santo de los años juveniles. A veces se corta la lectura, y se engarza un diálogo entre el anciano y la joven lectora sobre temas serios y eternos. En ese ambiente madura la firme resolución de Teresa. Una mirada rápida a su vida pasada. ¿Qué hubiera sido de ella si el Señor la hubiese llamado de esta vida en los días de vanidades y traiciones? A semejante peligro no quería exponerse más. La salvación eterna, he ahí la meta de su vida futura, y para no perderla más de vista, tendrá que vencer como verdadera heroína su antipatía por ser monja, su amor exaltado a la libertad, y su tierna afición a padre y hermanos. A la lucha interna, sigue una lucha externa más encarnizada. A pesar de su religiosidad, don Alonso no quiere separarse de su hija predilecta. Todas las súplicas, todas las intervenciones del tío y de los hermanos, son inútiles. Pero Teresa no es menos testaruda que su padre. Dado que éste no concede el permiso, abandona a escondidas la casa paterna. Como en su primera y pueril aventura, es también un hermano el confidente en esta segunda y más trascendental aventura. Ya no es Rodrigo ‑él no está en España pues presta sus servicios en las recién descubiertas tierras americanas‑, en su lugar es Antonio el confidente, dos años más joven que Teresa. Ella misma nos lo cuenta así: «En estos días que andaba con estas determinaciones, había persuadido a un hermano mío a que se metiese fraile, diciéndole la vanidad del mundo, y concertamos entrambos de irnos un día muy de mañana al monasterio adonde estaba aquella mi amiga, que era al que yo tenía mucha afición… Acuérdaseme, a todo un parecer y con verdad que cuando salí de casa de mi padre no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí, que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciendo una fuerza tan grande que, si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera que lo puse por obra.» (V 4,1). Antonio acompañó a su hermana hasta la puerta del convento de las carmelitas y él se dirigió después al de Sto. Tomás de los dominicos, en donde pidió ser admitido. Era el día de ánimas de 1533 .
5 En el convento de la Encarnación: Noviciado
La casa, que en las infantiles consideraciones de Teresa aventajaba a la de las agustinas por tener en ella a una querida amiga ‑Juana Suárez, hermana carnal de su educadora María Briceño‑, era el convento de las Carmelitas de la Encarnación. Pero tenía también otras ventajas naturales, que a un espíritu sensible podían fácilmente seducir: su enclave panorámico, su armonía arquitectónica, la huerta amplia cruzada por arroyos de aguas cristalinas. Pero tales cosas estaban muy lejos de influir en la decisión de Teresa. «… al monasterio… que era al que yo tenía mucha afición, puesto que ya en esta postrera determinación ya yo estaba de suerte, que a cualquiera que pensara servir más a Dios o mi padre quisiera, fuera; que más miraba ya al remedio de mi alma, que del descanso ningún caso hacía él»(V 4,1). Era, pues, bien claro que la gracia de Dios la guiaba a donde con infalible certeza interior debía dirigir sus pasos.
La Orden de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo, a la que Teresa pertenecía, tenía un largo pasado rico de fama. Veneraba al profeta Elías como su fundador, quien guio a sus discípulos a una vida de oración y penitencia en las cuevas del Monte Carmelo. Cuando con su oración liberó al pueblo de Israel de la terrible sequía, vio, ‑según narran las leyendas de la Orden‑, la imagen de la Madre de Dios en aquella nubecilla anunciadora de las aguas deseadas, símbolo de la gracia divina. El fue el primer venerador de la Madre de Dios, y en las alturas del Monte Carmelo se levantaría el primer santuario mariano. En el tiempo de las Cruzadas recibieron los ermitaños del Monte Carmelo una organización monacal y el patriarca Alberto de Jerusalén les escribió, tras muchos ruegos, la regla primitiva hacia 1200: en soledad y silencio deben meditar las leyes del Señor día y noche, ayunar asiduamente según antigua costumbre, y según consejo del Apóstol, ganarse lo necesario para vivir con el trabajo de sus manos. La persecución de los religiosos por los mahometanos, nuevos conquistadores de Palestina, provocó el traslado de la Orden hacia Occidente. Aquí le sucedió lo mismo que a las demás Ordenes al ocaso de la Edad Media: la austera observancia de los años primeros, fue relajándose; el papa Eugenio IV mitigó la regla primitiva, y según esa mitigación fueron fundados los primeros conventos de las carmelitas en el siglo XV. Según esa Regla mitigada se fundó también el convento de la Encarnación. Cuando Teresa entró en él, no hacía muchos decenios desde su fundación, y nadie podía decir que estuviese relajado. Las Constituciones se observaban con fidelidad puesto que entre las monjas del convento, había muchas de profunda religiosidad y ejemplar conducta, pero del espíritu austero de la regla primitiva quedaba bien poco. El decorado interior del convento era casi fastuoso y permitía una vida cómoda. Los rigurosos ayunos y penitencias habían sido en gran parte suprimidos y en el trato con seglares reinaba gran libertad. La afluencia a un lugar tan pintoresco era tal, que en 1560 contaba el convento con unas 190 monjas. A pesar de todo, proporcionaban las Constituciones un ambiente donde cada cual se podía entregar del todo a la oración: Teresa recorrió aquí todas las etapas de la vida interior hasta la cúspide.
Las últimas sombras de la felicidad de la joven novicia se disiparon por completo cuando don Alonso manifestó conformidad con la decisión de Teresa y con celo fervoroso se arriesgó a escalar con su hija predilecta y bajo su dirección el monte de la perfección cristiana. Con la misma entereza con que había abandonado la casa paterna, acomete ahora la nueva vida claustral, entregándose a la oración, al ejercicio de la obediencia, y a la caridad con sus hermanas. La recompensa divina fue enorme. El miedo ante el juicio divino y la preocupación por la salud eterna, que en un principio la habían decidido a tomar tal valiente resolución, ceden paso a un amor inflamado por la misericordia de Dios. «En tomando el hábito, luego me dio el Señor a entender cómo favorece a los que se hacen fuerza para servirle… A la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy, y mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura. Dábanme deleite todas cosas de religión, y es verdad que andaba algunas veces barriendo en horas que yo solía ocupar en mi regalo y gala, y acordándoseme que estaba libre de aquello me daba un nuevo gozo, que yo me espantaba y no podía entender por dónde venía. Cuando de esto me acuerdo, no hay cosa que delante se me pusiese, por grave que fuese, que dudase de acometerla; porque ya tengo experiencia en muchas que, si me ayudo al principio a determinarme a hacerlo (que, siendo sólo por Dios, hasta comenzarlo quiere, para que más merezcamos, que el alma sienta aquel espanto, y mientras mayor, si sale con ella, mayor premio y más sabroso se hace después)» (V 4, 2).
Con santa alegría tomaba parte la joven novicia en los rezos corales. Pero estos rezos prescritos no eran suficientes para su celo. En los ratos libres pasaba horas enteras en meditación ante el tabernáculo. Pero este celo por la oración suscitó malentendidos y críticas por parte de monjas menos amigas de la oración. Pero nada ni nadie pudo apartarla del camino emprendido. El amor a Dios transformó su natural amabilidad y su disposición a agradar a todos, con un nuevo estímulo y con una más noble motivación. Un día pasado sin haber hecho algo por amor al prójimo, era para ella un día perdido. Por eso aprovechaba la más mínima ocasión. Sobre todo el cuidado de los enfermos la llenaba de alegría. A una monja, que padecía una enfermedad tan horripilante que a todas las demás les daba náuseas, la cuidaba ella con la más fina ternura y se esmeraba en hacerla ver que no le causaba náusea ninguna. La paciencia de esta monja con tantos dolores la asombraba de tal forma, que despertó en ella el deseo de padecer otro tanto. «… pedía a Dios que, dándomela así a mí, me diese las enfermedades que fuese servido. Ninguna me parece temía, porque estaba tan puesta en ganar bienes eternos, que por cualquier medio me determinaba a ganarlos. Y espántome, porque aún no tenía, a mi parecer, amor de Dios, como después que comencé a tener oración me parecía a mí le he tenido, sino una luz de parecerme todo de poca estima lo que se acaba y de mucho precio los bienes que se pueden ganar con ello, pues son eternos.» (V 5,2). Bien pronto fueron escuchadas sus oraciones.
6 En la escuela del sufrir. Vida interior
Poco después de hacer la profesión (el 3 de noviembre de 1537) un fuerte dolor de corazón la obligó a guardar cama. Sobrellevó los dolores, la forzada inactividad y la imposibilidad de acudir a los actos de comunidad con no menos paciencia, que aquella monja enferma a la que admiró, de forma que se ganó el amor de las hermanas, aun de aquellas que la criticaban en muchos puntos y la malentendían. Su querido padre no dejaba de buscar todos los medios posibles para curarla y, ya que los médicos no la sirvieron de nada, decidió llevarla a una curandera que gozaba de mucha fama. Como en el convento de la Encarnación no se guardaba estrecha clausura, no había ningún reparo en confiar a la joven enferma al cuidado de la familia. El largo viaje pasó primero por Hortigosa. Pedro Sánchez la dio un libro del padre Osuna sobre la oración de recogimiento, que bien pronto se convertiría en su guía espiritual. El invierno lo pasó Teresa en la casa de campo de su hermana María de Cepeda. Y aun cuando aquí, como en años pasados, se vio rodeada del cariño de los suyos a los que correspondía con amor fraternal, supo Teresa distribuir las horas del día de tal forma, que la quedase siempre tiempo para dedicarse a la oración de recogimiento, y de esta forma ser fiel al espíritu de su vocación claustral aun fuera de la Orden. La enfermedad se agravó mucho, de forma que fue para todos un alivio al llegar la primavera, fecha que la curandera de Becedas había determinado para comenzar con las curas. El largo viaje fue un verdadero martirio, pero aún mucho mayor fue el tratamiento, que en lugar de aliviarla, recrudeció los sufrimientos. Y a pesar de los dolores insoportables, se aferró a su oración contemplativa siguiendo a su nuevo guía. Y el Señor recompensó esa fidelidad heroica, levantándola ya entonces a un alto grado de vida interior.
La maestra de la oración ha descrito más tarde en sus escritos, con incomparable claridad, la vida mística de la gracia en todos sus grados. La principiante, que entonces comenzaba a probar la oración, no sabía lo que pasaba en su alma. Pero para comprender el desarrollo de su vida interior, es necesario que digamos antes algo sobre la vida interior.
La oración es el trato del alma con Dios. Dios es amor, y amor es bondad que se regala a sí misma; una plenitud existencial que no se encierra en sí, sino que se derrama, que quiere regalarse y hacer feliz. A ese desbordante amor de Dios debe toda la creación su ser. Las creaturas más dignas son los seres dotados de espíritu, que reciben ese amor de Dios entendiéndole y libremente pueden corresponder: los ángeles y los hombres. La oración es la hazaña más sublime de la cual es capaz el espíritu humano. Pero no es rendimiento humano sólo. La oración es como la escala de Jacob, por la que el espíritu humano trepa hacia Dios, y la gracia de Dios desciende a los hombres. Los escalones de la oración se diferencian entre sí, a medida de la participación entre la potencia del alma y la gracia de Dios. Allí donde el alma con sus potencias no puede actuar más, sino que es como un cántaro que rellena la gracia, se habla de vida mística de la oración.
El primer grado es la oración vocal, que se realiza con determinadas fórmulas habladas: el Padre Nuestro, el Ave María, el rosario, las Horas canónicas. Esa oración vocal no debe de entenderse de forma, que consista sólo en pronunciar las palabras. Donde la oración vocal se practica de forma que el espíritu no se eleva hacia Dios, es una apariencia de oración, no una oración verdadera. Las palabras son un apoyo para el espíritu, indicándole un camino.
Un nivel más alto es la meditación. Aquí se desenvuelve el espíritu en libertad, sin trabas de lenguaje. Por ejemplo, uno medita sobre el misterio del nacimiento de Jesús. La fantasía le transporta a la gruta de Belén, le muestra al Niño en el pesebre, a sus santos padres, a los pastores y a los reyes. Su entendimiento pondera la grandeza de la misericordia divina, el corazón se siente sobrecogido de amor y agradecimiento, la voluntad se decide a hacerse más digna del amor divino. De esta forma acapara la meditación todas las potencias del alma, y, ejercida perseverantemente, puede poco a poco cambiar al hombre por completo. El Señor suele premiar esa perseverancia en la meditación de otra forma: le eleva a una forma de oración más alta.
Ese grado más alto lo denomina la Santa oración de quietud. A la desbordante actividad del entendimiento, sigue un recogimiento de todas las potencias del alma. El alma ya no es capaz de hacer grandes cabriolas intelectuales y decidir resoluciones concretas; se ve abrumada por algo, que se le echa encima sin poderlo resistir; es la presencia divina que la ensombra y la reposa.
Mientras que los primeros grados de la oración los puede escalar cualquier creyente con humano tesón, aunque, claro está, siempre ayudado por la gracia divina, topamos aquí las fronteras de la vida mística de la gracia, que no se pueden atravesar con la fuerza humana, sino que es sólo fuerza divina la que nos arrastra a ella.
Y si la evidencia de la presencia divina acapara totalmente al alma y la hace rebosar de incomparables gozos humanos, la unión con Dios sobrepuja de manera inaudita esos gozos, que aquí, si bien como chispas fugaces, se la regalan.
En este grado de gracias místicas se acumulan variedad de experiencias, que aun al exterior pueden apreciarse como extraordinarias: éxtasis y visiones. Las potencias interiores del alma se sienten de tal forma imantadas por actuaciones sobrenaturales, que sus potencias exteriores, los sentidos, se ven atrofiados: ni ve, ni oye, el cuerpo es incapaz de percibir el dolor, y está a veces rígido como un cadáver. En cambio el alma, aligerada del cuerpo, redunda de actividad: ya ve al Señor en imagen corpórea, ya a la Madre de Dios, ya a los ángeles, ya a los santos. Contempla esos cuerpos celestiales como si los viera con sus propios ojos. O bien el entendimiento se ve iluminado por una luz sobrenatural y le permite contemplar verdades ocultas. Estas revelaciones personales tienen por lo general el fin de instruir al alma sobre su propio estado, o sobre el estado de otras almas; de familiarizar al alma con los secretos divinos y preparar al alma para una determinada misión, que el Señor le tiene preparada. No faltan nunca en la vida de los santos, si bien no es lo esencial de su santidad. La mayoría de las veces aparecen en un determinado estado para desaparecer de nuevo.
Las almas que el Señor ha preparado y probado mediante frecuentes uniones temporales, revelaciones extraordinarias, sufrimientos y tentaciones de toda clase, las quiere El vincular consigo. Establece una alianza con ellas, lo que se llama desposorio místico. El espera de esas almas que se dediquen por completo a su servicio; El se preocupa de ellas y está siempre dispuesto a cumplir sus peticiones.
Finalmente, el grado más alto de la gracia divina, Teresa la llama matrimonio místico. Las manifestaciones extraordinarias cesan, pero el alma está siempre unida con el Señor; goza de su presencia aun en medio de los negocios exteriores, que no la impiden para nada la unión.
Todos estos grados de la oración ha recorrido la Santa en un desarrollo espiritual de muchos años, antes de poder darse cuenta de ellos y poderlos explicar a otros. Los comienzos tuvieron precisamente lugar en un estado de dolores físicos terribles: «Comenzóme su Majestad a hacer tantas mercedes en los principios, que al fin de este tiempo que estuve aquí… comenzó el Señor a regalarme tanto por este camino, que me hacía merced de darme oración de quietud, y alguna vez llegaba a unión, aunque yo no entendía qué era lo uno ni lo otro, y lo mucho que era de preciar, que creo me fuera gran bien entenderlo. Verdad es que duraba tan poco esto de unión, que no sé si era Avemaría; mas quedaba con unos efectos tan grandes, que con no haber en este tiempo veinte años, me parece traía el mundo debajo de los pies, y así me acuerdo que había lástima a los que le seguían, aunque fuere en cosas lícitas. Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente, y ésta era mi manera de oración. Si pensaba en algún paso, le representaba en lo interior…» (V 4,7).
El efecto de la vida de oración, era un crecimiento progresivo en el amor a Dios y a las almas. Si ya en un principio sus encantos naturales influenciaban de forma inaudita sus relaciones humanas, la fuerza de su amor sobrenatural le daban ahora un poder irresistible. El primero que experimentó ese poder, fue un sacerdote con quien se confesaba en Becedas. A la vista de esa alma pura, que se acusaba con amargo arrepentimiento de inocentes tropiezos, le tocó de tal manera que confesó a su penitenta el gravísimo pecado en que hacía años vivía. Ella no pudo descansar, hasta verle romper las cadenas que le apresaban. La fuerza de sus palabras y ruegos le convirtieron en un penitente arrepentido.
Después de volver a la casa paterna de Ávila, se agravó el estado de la enferma de tal modo que se perdió toda esperanza de mejoría. Cuatro días enteros estuvo sin conocimiento. La noticia de su muerte se corrió por toda la ciudad. En el convento de la Encarnación se había abierto la fosa. Las carmelitas de Ávila habían cantado una misa solemne por el eterno descanso de su alma. Sólo el padre y los hermanos no cesaban de asediar con súplicas al cielo. Al fin abrió los ojos. Al despertar pronunció algunas palabras que dejaban entrever, que durante su muerte aparente había visto cosas extraordinarias. En sus últimos días confesaba haberla mostrado Dios cielo e infierno, además de su actividad por la Orden, la muerte edificante de su padre y de su amiga Juana Suárez, así como su propia muerte.
Tan pronto como experimentó una liviana mejoría, pidió la llevasen sin más tardanza al convento. Pero muchos años se vio amarrada al lecho, parecía tullida para siempre y padecía dolores increíbles. Su estado anímico durante esos años de prueba, la describe ella misma así: «Todos los pasé con gran conformidad y, si no fue estos principios, con gran alegría; porque todo se me hacía nonada comparado con los dolores y tormentos del principio. Estaba muy conforme con la voluntad de Dios, aunque me dejase así siempre. Paréceme era toda mi ansia de sanar por estar a solas en la oración como venía mostrada, porque en la enfermería no había aparejo…, edificaba a todos, y se espantaban de la paciencia que el Señor me daba; porque, a no venir de mano de su Majestad, parecía imposible poder sufrir tanto mal con tanto contento.» (V 6,2)
«Gran cosa fue haberme hecho la merced en la oración que me había hecho, que ésta me hacía entender qué cosa era amarle; porque de aquel poco tiempo vi nuevas en mí estas virtudes, aunque no fuertes… : no tratar mal de nadie por poco que fuese, sino lo ordinario era excusar toda murmuración, porque traía muy delante cómo no había de querer ni decir de otra persona lo que no quería dijesen de mí. Tomaba esto en harto extremo para las ocasiones que había, aunque no tan perfectamente que algunas veces, cuando me las daban grandes, en algo no quebrase; mas lo continuo era esto; y así, a las que estaban conmigo y me trataban persuadía tanto en esto, que se quedaron en costumbre. Vínose a entender que adonde yo estaba tenían seguras las espaldas, y en esto estaban con las que yo tenía amistad y deudo…» (V 6,3).
Durante tres años había sufrido Teresa sin rogar al Señor que la sanase. No sabemos por qué después cambió de idea. Ella cuenta solamente que se decidió a suplicar al Cielo que pusiese término a su enfermedad. A este fin hizo celebrar una misa y se encomendó a quien durante toda su vida guardaba una confianza sin límites y quien por su celo recobró una veneración floreciente: «… que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos.» (V 6,8). A él le atribuye su salud completa: «Vi claro que así de esta necesidad como de otras mayores de honra y pérdida de alma este padre y señor mío me sacó con más bien que yo le sabía pedir… Paréceme ha algunos años que cada año en su día le pido una cosa, y siempre la veo cumplida…» (V 6,6.7). «Pues él hizo como quien es en hacer de manera que pudiese levantarme y andar y no estar tullida.» (V 6,8)
7 Infidelidad
Sin duda, el heroico corazón de Teresa estaba decidido a gastar la vida, que nuevamente le había sido regalada, en servicio de su amado Señor. No podía imaginarse que la salud podía conllevar sus peligros y, que al abandonar la soledad de la enfermería, perdería nuevamente todo lo alcanzado durante mucho tiempo. «Por esto me parece a mí me hizo harto daño no estar en monasterio encerrado; porque la libertad que las que eran buenas podían tener con bondad… para mí, que soy ruin, hubiérame cierto llevado al infierno, si con tantos remedios y medios el Señor con muy particulares mercedes suyas no me hubiera sacado de este peligro.» (V 7,3).
Era natural que los familiares y las amigas saludasen con júbilo a la que había vuelto a la vida, que la llamasen continuamente al locutorio, que su amabilidad, su espíritu vivaz y su extraordinario don de conversación, embelesaran a cuantos la visitaban y los encantase. Todos los estudios dan como cierto que el trato de Teresa con extraños que, con mirada retrospectiva, ella misma reprueba con amargo arrepentimiento, era un trato limpio, y no una recaída en vanidades humanas. Ese trato ejercía en los visitantes un efecto saludable, y de nada habla con ellos con tanto entusiasmo como de cosas divinas. Sin embargo, su arrepentimiento es sincero: el trato con personas, la distraía del trato con Dios. Perdió el gusto por la oración y, una vez perdido ese gusto, se consideraba indigna de tal gracia. «Este fue el más terrible engaño… de parecer humildad, que comencé a temer de tener oración, de verme tan perdida; y parecíame era mejor andar como los muchos… y rezar lo que estaba obligada y vocalmente, que no tener oración mental y tanto trato con Dios la que merecía estar con los demonios, y que engañaba a la gente…» (V 7,1). A las demás hermanas del convento daba Teresa en aquel entonces la impresión de una monja cabal… «Como me veían tan moza y en tantas ocasiones y apartarme muchas veces a soledad a rezar y leer, mucho hablar de Dios, amiga de hacer pintar su imagen en muchas partes y de tener oratorio y procurar en él cosas que hiciesen devoción, no decir mal…» (V 7,2). Todo esto sucedía «…no de advertencia fingiendo cristiandad; porque en esto de hipocresía y vanagloria, gloria a Dios, jamás me acuerdo haberle ofendido que yo entienda; que en viniéndome primer movimiento, me daba tanta pena que el demonio iba con pérdida y yo quedaba con ganancia…» (V 7,1). Pero el Señor esperaba de ella mucho más: «…estando con una persona, bien al principio de conocerla, quiso el Señor darme a entender que no me convenían aquellas amistades, y avisarme y darme luz en tan gran ceguedad: representóseme Cristo delante con mucho rigor, dándome a entender lo que de aquello le pesaba. Vile con los ojos del alma más claramente que le pudiera ver con los del cuerpo, y quedóme tan imprimido que ha esto más de veinte y seis años y me parece lo tengo presente. Yo quedé muy espantada y turbada, y no quería ver más a con quién estaba. Hízome mucho daño no saber yo que era posible ver nada si no era con los ojos del cuerpo, y el demonio que me ayudó a que lo creyese así y hacerme entender era imposible y que se me había antojado y que podía ser el demonio… puesto que siempre me quedaba en parecerme era Dios y que no era antojo; mas, como no era a mi gusto yo me hacía a mí misma desmentir…, no lo osé tratar con nadie… asegurándome que no era mal ver persona semejante ni perdía honra, antes que la ganaba, torné a la misma conversación.» (V 7,6.7)
El más duro reproche a su conducta era el comportamiento de su padre, que se había dejado guiar precisamente por su propia hija en el camino interior de la oración, permaneciendo fiel hasta el fin. El natural sincero de Teresa no podía soportar que su padre viviera en el engaño de que también ella seguía fiel el mismo camino. «…díjele que ya yo no tenía oración, aunque no la causa; púsele mis enfermedades por inconveniente; que, aunque sané de aquella tan grave, siempre hasta ahora las he tenido y tengo bien grandes… Díjele, porque mejor lo creyese (que bien veía yo que para esto no había disculpa), que harto hacía en poder servir el coro; y aunque tampoco era causa bastante para dejar cosa que no son menester fuerzas corporales para ella, sino sólo amar y costumbre… Mas él, con la opinión que tenía de mí y el amor que me tenía, todo me lo creyó, antes me hubo lástima. Mas como él estaba ya en tan subido estado, no estaba después tanto conmigo, sino como me había visto, íbase, que decía era tiempo perdido. Como yo le gastaba en otras vanidades, dábaseme poco.»(V 7,11‑13). Al menos un año, sino más, vivió así Teresa. En modo alguno se sentía satisfecha, continuamente la asaltaban inquietudes de espíritu, pero siempre se retraía por una mal entendida humildad. «Pasé así muchos años, que ahora me espanto qué sujeto bastó a sufrir que no dejase lo uno o lo otro. Bien sé que dejar la oración no era ya en mi mano, porque me tenía con las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes.» (V 7,17)
8 Retorno
Ante el lecho de muerte de su padre había de encontrar Teresa salvación. A la noticia de la grave enfermedad, la permitieron salir del convento y cuidarle en los últimos días. «Con estar yo harto mala… tuve tan gran ánimo para no le mostrar pena y estar hasta que murió como si ninguna cosa sintiera, pareciéndome se arrancaba mi alma cuando veía acabar su vida, porque le quería mucho. Fue cosa para alabar al Señor la muerte que murió y la gana que tenía de morirse, los consejos que nos daba después de haber recibido la Extremaunción, el encargarnos le encomendásemos a Dios y le pidiésemos misericordia para él y que siempre le sirviésemos, que mirásemos se acababa todo. Y con lágrimas nos decía la pena grande que tenía de no haberle él servido, que quisiera ser un fraile, digo, haber sido de los más estrechos que hubiera… Fue su principal mal de un dolor grandísimo de espaldas, que jamás se le quitaba; algunas veces le apretaba tanto, que le congojaba mucho. Díjele yo que, pues era tan devoto de cuando el Señor llevaba la cruz a cuestas, que pensase Su Majestad le quería dar a sentir algo de lo que había pasado con aquel dolor: consolóse tanto, que me parece nunca más le oí quejar. Estuvo tres días muy falto el sentido. El día que murió se le tornó el Señor tan entero que nos espantábamos, y le tuvo hasta que a la mitad del credo, diciéndole él mismo, expiró. Quedó como un ángel. Así me parecía a mi lo era él ‑a manera de decir‑ en alma y disposición, que la tenía muy buena… Decía su confesor ‑que era dominico, muy gran letrado‑ que no dudaba de que se iba derecho al cielo…» (V 7,14‑16)
Ese dominico, Padre Vicente Barrón, había impresionado a Teresa profundamente, por la manera como había acompañado al moribundo. Le rogó la confesara, y le descubrió sin tapujos el estado de su alma. Este Padre vio enseguida lo que necesitaba, en contraposición con los que hasta entonces la habían confesado, y la ordenó volver a la oración. «Comencé a tornar a ella… y nunca más la dejé.» (V 7,17)
Pero no consiguió por eso la paz imperturbable, sino mas bien muchos años de una lucha espiritual a vida o muerte. «Pasaba una vida trabajosísima, porque en la oración entendía más mis faltas: por una parte me llamaba Dios; por otra, yo seguía al mundo… ¡Oh Señor de mi alma! ¿Cómo podré encarecer las mercedes que en estos años me hicisteis? ¡Y cómo en el tiempo en que yo más os ofendía, en breve me disponíais con un grandísimo arrepentimiento, para que gustase de vuestros regalos y mercedes! A la verdad, tomábais, Rey mío, el más delicado y penoso castigo por medio que para mi podía ser, como quien bien entendía lo que me había de ser más penoso. Con regalos grandes castigábais mis delitos… Era tan más penoso para mi condición recibir mercedes, cuando había caído en grandes culpas, que recibir castigos…; porque lo postrero veía lo merecía, y parecíame pagaba algo de mis pecados, aunque todo era poco, según ellos eran muchos; mas verme de recibir nuevas mercedes, pagando tan mal las recibidas, es un género de tormento para mí terrible, y creo para todos los que tuvieren algún conocimiento o amor de Dios…» (V 7,17.19)
Se trata de un proceso ordinario de la vida interior, según lo describen la mayoría de las almas privilegiadas, que Dios las atrae hacia si, generalmente, haciéndolas gustar su presencia con alegrías sobrenaturales, para luego someter a prueba su fidelidad, retirando esas alegrías y dejarlas agostarse en sequedad. «…y muy muchas veces, algunos años, tenía más cuenta con desear se acabase la hora, que tenía por mi de estar y escuchar cuándo daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración. Y es cierto que era tan incomportable la fuerza que el demonio me hacía o mi ruin costumbre que no fuese a la oración, y la tristeza que me daba en entrando en el oratorio, que era menester ayudarme de todo mi ánimo… para forzarme, y en fin me ayudaba el Señor. Y después que me había hecho esta fuerza me hallaba con más quietud y regalo que algunas veces que tenía deseo de rezar.» (V 8,7)
Catorce años aguantó la Santa estas luchas, sin que pereciera su fidelidad. La semana santa de 1555 le trajo la hora de la salvación. «Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allí a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros…, que el corazón me parece que se me partía, y arrojéme cabe El con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle. Era yo muy devota de la gloriosa Magdalena y muy muchas veces pensaba en su conversión… y encomendábame a aquesta gloriosa Santa para que me alcanzase perdón. …estaba ya muy desconfiada de mi y ponía toda mi confianza en Dios. Paréceme le dije entonces que no me había de levantar de allí hasta que hiciese lo que suplicaba. Creo cierto me aprovechó, porque fui mejorando mucho desde entonces.» (V 9, 1‑3)
Poco después, este impulso de la Gracia fue corroborado por otro igualmente saludable. «En este tiempo me dieron las Confesiones de S. Agustín, que parece el Señor lo ordenó, porque yo no las procuré ni nunca las había visto… Como comencé a leer las Confesiones, paréceme me veía yo allí. Comencé a encomendarme mucho a este glorioso Santo.» (V 9, 7‑8) «Yo soy muy aficionada a san Agustín, porque el monasterio adonde estuve seglar, era de su Orden y también por haber sido pecador, que en los santos que después de serlo el Señor tornó a Sí hallaba yo mucho consuelo, pareciéndome en ellos había de hallar ayuda y que como los había el Señor perdonado, podía hacer a mi… Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto no me parece sino que el Señor me la dio a mí según sintió mi corazón. Estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas y entre mí misma con gran afición y fatiga… Sea Dios alabado que me dio vida para salir de muerte tan mortal. Paréceme que ganó grandes fuerzas mi alma… y que debía oír mis clamores y haber lástima de tantas lágrimas. … y con verdad había mucha misericordia conmigo en consentirme delante de sí y traerme a su presencia…» (V 9,7‑9)
9 Sólo Dios basta
Teresa había cumplido los cuarenta años de edad cuando el Señor premió su perseverancia, y la atrajo de nuevo a Sí para siempre. Hasta aquí había trabajado en la meditación como un jardinero, (ella misma se sirve de esta comparación en el libro de la Vida para describir las diferentes formas de oración) el cual con mucho esfuerzo saca el agua con un caldero de un pozo profundo para regar el jardín: se había servido con preferencia de la fantasía para representarse al Señor, sobre todo en el huerto de los olivos, y permanecer a su lado. De aquí en adelante, sale Dios a su encuentro. Y como un jardinero, que disponiendo de agua en abundancia, no necesita más que dejarla correr, así puede ella descansar de todos sus trabajos. El entendimiento y la memoria pueden abandonar su actividad. En esta oración de quietud «sola la voluntad se ocupa de manera que, sin saber como, se cautiva, sólo da consentimiento para que la encarcele Dios, como quien sabe ser cautivo de quien ama. «(V 14,2). «…porque se va ya esta alma subiendo de su miseria y dásele ya un poco de noticia de los gustos de la gloria. Esto creo las hace más crecer y también llegar más cerca de la verdadera virtud, de donde todas las virtudes vienen, que es Dios; porque comienza Su Majestad a comunicarse a esta alma y quiere que se sienta ella cómo se la comunica. Comiénzase luego, en llegando aquí, a perder codicia de lo de acá y ?pocas gracias!: porque ve claro que un momento de aquel gusto no se puede hacer acá, ni hay riquezas ni señoríos ni honras ni deleites que basten a dar un cierra ojo y abre de este contentamiento, porque es verdadero y contento que se ve que nos contenta.(…) Parécele, como no ha llegado a más, que no le queda qué desear y que de buena gana diría con San Pedro que fuese allí su morada.» (V 14,5; 15,1)
Pronto el Señor pasa a desempeñar el papel de jardinero: el alma es elevada de la oración de quietud (a la que los teólogos denominan normalmente como contemplación), a la oración de unión. «Paréceme este modo de oración unión muy conocida de toda el alma con Dios, sino que parece quiere su Majestad dar licencia a las potencias para que entiendan y gocen de lo mucho que obra allí. Acaece algunas y muy muchas veces, estando unida la voluntad (…), vese claro y entiéndese que está la voluntad atada y gozando; digo que «se ve claro», y en mucha quietud está sola la voluntad, y está por otra parte el entendimiento y memoria tan libres, que pueden tratar en negocios y entender en obras de caridad… Así, no le satisface ni querría entonces contento del mundo, porque en sí tiene el que le satisface más: mayores contentos de Dios, deseos de satisfacer su deseo, de gozar más, de estar con El.» (V 17,4‑5)
El tiempo que duraban estos estados de unión en la vida mística de Santa Teresa eran al principio muy breves; ella dice que «apenas un avemaría». Pero los efectos se podían constatar: «… que en una llegada de estas, por poco que dure, como es tal el hortelano, en fin criador del agua, dala sin medida, y lo que la pobre del alma con trabajo por ventura de veinte años de cansar el entendimiento no ha podido acaudalar, hácele este hortelano celestial en un punto… Comienza a obrar grandes cosas con el olor que dan de sí las flores, que quiere el Señor se abran para que ella vea que tiene virtudes, aunque ve muy bien que no las podía ella, ni ha podido, ganar en muchos años, y que en aquello poquito el celestial hortelano se las dio. Aquí es muy mayor la humildad y más profunda que al alma queda, que en lo pasado…» (V 17,2‑3). «
A menudo se intensificaba la unión con los éxtasis: embelesada el alma por el poder de la gracia y la alegría sobrenatural, perdía el uso de sus potencias naturales y el control sobre su cuerpo. «Aquí no hay ningún remedio de resistir…Y digo que se entiende y veisos llevar, y no sabéis dónde; porque aunque es con deleite, la flaqueza de nuestro natural hace temer a los principios, y es menester ánima determinada y animosa… sino que me llevaba el alma y aun casi ordinario la cabeza tras ella, sin poderla tener, y algunas todo el cuerpo, hasta levantarle… Es así que me parecía, cuando quería resistir que desde abajo de los pies me levantaban fuerzas tan grandes que no sé cómo lo comparar, que era con mucho más ímpetu que estotras cosas de espíritu, y así quedaba hecha pedazos; porque es una pelea grande y, en fin, aprovecha poco cuando el Señor quiere, que no hay poder contra su poder… A los que esto hace son grandes (efectos): lo uno, muéstrase el gran poder del Señor y cómo no somos parte, cuando Su Majestad quiere, de detener tan poco el cuerpo como el alma, ni somos señores de ello; sino que, mal que nos pese, vemos que hay superior y que estas mercedes son dadas de El y que nosotros no podemos en nada e imprímese mucha humildad… y queda un gran temor de ofender a tan gran Dios;… También deja un desasimiento extraño, que yo no podré decir cómo es. Paréceme que puedo decir es diferente en alguna manera, digo, más que estotras cosas de sólo espíritu; porque, ya que estén cuanto al espíritu con todo desasimiento de las cosas, aquí parece quiere el Señor el mismo cuerpo lo ponga por obra, y hácese una extrañeza nueva para con las cosas de la tierra, que es muy más penosa la vida.» (V 20,3‑8). «Esto digo que fue poco rato; mas como fue grande el ímpetu y levantamiento de espíritu, y aunque estas tornen a bullirse, queda engolfada la voluntad, hace, como señora del todo, aquella operación en el cuerpo; porque, ya que las otras dos potencias bullidoras la quieren estorbar, de los enemigos los menos: no la estorben también los sentidos…» (V 20, 19). «?Qué señorío tiene un alma que el Señor llega aquí, que lo mire todo sin estar enredada en ello! ?Qué corrida está del tiempo que lo estuvo! ?Qué espantada de su ceguedad! ?Qué lastimada de los que están en ella, en especial si es gente de oración y a quien Dios ya regala! Querría dar voces para dar a entender qué engañados están, y aun así lo hace algunas veces, y lluévenle en la cabeza mil persecuciones… Aquí no sólo las telarañas ve de su alma y las faltas grandes, sino un polvito que haya, por pequeño que sea…» (V 20,25.28)
Estas confesiones nos revelan toda la esencia de la Santa: la delicadeza de su conciencia, que se acusaba con amargo arrepentimiento, mientras que nadie podía descubrir en ella una mancha; el ardor de su amor, que estaba preparado a ofrecerse por la gloria de Dios; la preocupación por las almas, que con todas sus fuerzas quería arrancar de la corrupción y conducirlas a la paz del Señor. Pero como le fue dado el realizar grandes cosas como instrumento elegido del Señor, tenía que experimentar aún los más amargos sufrimientos.
10 Nuevas pruebas
La primera dificultad brotaba de su desconocimiento de la Teología mística. En su profunda humildad no podía imaginarse como una «mujer ruin», (como ella misma se llamaba), podría recibir gracias tan extraordinarias. Cierto, que mientras duraban los efectos de la oración, no podía dudar de su genuinidad. Pero cuando estos efectos desaparecían le apenaba profundamente el pensar que aquellos fenómenos místicos podían ser engaños del demonio. La misma Teresa recalcaría más tarde sin cesar, por propia experiencia, cuán necesario es a todas las almas que viven esta vida interior, tener un guía espiritual sabio y esclarecido. El Padre Vicente Barrón, que tan beneficiosamente la había influenciado después de la muerte de su padre, había sido destinado fuera de Ávila. En su situación angustiosa, y aconsejada por un caballero noble y religioso amigo suyo, don Francisco de Salcedo, se confió a un sacerdote que en la ciudad de Ávila tenía fama de sabio y santo, don Gaspar Daza. Su juicio fue aniquilador: declaró que todas las gracias sobrenaturales de su oración eran trucos del demonio y la aconsejó abandonase el camino que llevaba. La santa se vio en gran apuro: si bien se veía recargada de gracias celestiales, el juicio tajante de los expertos amenazaba con apartarla a los influjos sobrenaturales. En tal angustia encontró una salida: hacía poco que la Compañía de Jesús había fundado un Colegio en Ávila. Teresa, admiradora de la nueva Orden, se había alegrado de la noticia, pero no había osado tratar su caso con ninguno de los Padres famosos. Sin más, busca en ellos refugio, y encuentra salvación. El Padre Juan de Prádanos la tranquilizó por completo sobre el origen de su estado místico, y la aconsejó seguir el camino andado; sólo la pidió, que para hacerse digna de esas gracias, debía hacer más mortificaciones. Mortificación, según ella misma dice, era por aquel entonces para ella una palabra casi desconocida. Pero con su decisión propia acogió esta propuesta y comenzó a acostumbrarse a duras penitencias. Ante el reparo de que por su falta de salud tal vez no pudiera soportar tales penitencias, la ayudó el P. Prádanos a encontrar el modo: «Díjome aquel varón santo que me confesó, que algunas veces no me podía dañar; que por ventura me daba Dios tanto mal, porque yo no hacía penitencia, me la quería dar Su Majestad. Mandábame hacer algunas mortificaciones no muy sabrosas para mí»(V 24,2). Y, efectivamente, la salud de la santa mejoró con esa nueva forma de vida.
Si bien su maestro espiritual no tenía la menor duda de que sus dones de oración eran de origen sobrenatural, consideró era conveniente enseñarla a poner resistencia ante esa afluencia de gracias. Pero bien pronto caerían esas resistencias. El Colegio de la Compañía recibió la visita de san Francisco de Borja y el P. Prádanos le suplicó hablase con Teresa y ver lo que le parecía. Ella misma lo cuenta así: «Pues después que me hubo oído, díjome que era espíritu de Dios y que le parecía que no era bien ya resistirle más, que hasta entonces estaba bien hecho, sino que siempre comenzase la oración con un paso de la Pasión, y que si después el Señor me llevase el espíritu, que no lo resistiese, sino que dejase llevarle a Su Majestad, no lo procurando yo… Yo quedé muy consolada» (V 24,3).
Si bien la santa se tranquilizó por completo ante tales testimonios, no sucedió lo mismo entre los que la rodeaban. A pesar de la sentencia dictaminada por san Francisco de Borja, a pesar de la inteligente guía que encontró en un joven y santo hermano de hábito del P. Prádanos (este había sido trasladado de Ávila), llamado Baltasar Álvarez, sus amigos de siempre no acababan de tranquilizarse. Estos buscaron consejo en otros y rápidamente se extendió por toda Ávila los acontecimientos maravillosos de la Encarnación y amonestaron al joven jesuita no se dejara engañar de su hija espiritual. Si bien el P. Baltasar Álvarez no dio ningún crédito a tales habladurías, le pareció conveniente poner a Teresa a prueba: la prohibió la soledad, la ordenó que durante veinte días no comulgase. Teresa se sometió. Por eso no es de extrañar que la inquietud alborotara de nuevo su corazón, ya que todos dudaban o aparentaban dudar de su veracidad. Su único remedio fue la bondad del Señor, quien una y otra vez la tranquilizaba, quien en medio de las conversaciones a que la habían forzado, la arrebataba, ya que no podía tener oración en soledad. Sobre todo la fortalecía el Señor inculcándola, que en ninguna manera dejase de obedecer, por más dura que fuese la obediencia. El premio consistía en nuevas gracias, siempre más elevadas. Sentía al Señor a su lado, a veces el día entero; en un principio invisible, pero más tarde de forma visible. Estas apariciones encendían más y más el amor de Teresa, y la confirmaban en la seguridad de que nadie podía ser más que el Señor, quien sobre ella tales gracias derramaba. Qué duro debió de ser para la santa, cuando, en ausencia del Padre Álvarez, otro confesor la ordenó: «que, ya no había remedio de resistir, que siempre me santiguase cuando alguna visión viese, y diese higas…» (V 29,5). Aun en esto obedeció. Al mismo tiempo se arrodillaba a sus pies y le pedía perdón, «…pues yo lo hacía por obedecer al que tenía en su lugar, y que no me culpase, pues eran los ministros que El tenía puestos en su Iglesia» (V 29,6). Y el Señor la tranquilizaba: ¡…que no se me diese nada, que bien hacía en obedecer, mas que él haría que se entendiese la verdad.» (V 29,6)
La Santa consideró siempre que la obediencia a la Iglesia da la seguridad de que un alma va por buen camino: «Tengo por muy cierto que el demonio no engañará, ni lo permitirá Dios, a alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe, que entienda ella de sí que por un punto de ella moriría mil muertes. Y con este amor a la fe, que infunde luego Dios, que es una fe viva fuerte, siempre procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, preguntando a unos y a otros, como quien tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar, aunque viese abiertos los cielos, un punto de lo que tiene la Iglesia. Si alguna vez se viese vacilar en su pensamiento contra esto, también puede ser verdad, como lo que decía a los santos, (no digo que lo crea, sino que el demonio la comience a tentar por primer movimiento, que detenerse en ello ya se ve que es malísimo, mas aun primeros movimientos muchas veces en este caso creo no vendrán si el alma está en esto tan fuerte como la hace el Señor a quien da estas cosas, que le parece desmenuzaría los demonios sobre una verdad de lo que tiene la Iglesia muy pequeña)…» (V 25,12).»…sabía bien de mí que en cosa de la fe contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, por ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura me pondría yo a morir mil muertes…» (V 33,5). Tranquilizaba a la Santa ver, que cada gracia recibida más acrecentaba el amor y más se arraigaba la humildad, y los hombres espirituales que la trataban, veían en ella las señales de un estado espiritual auténtico.
En este período de gracias sobrenaturales extraordinarias, y al mismo tiempo de pruebas durísimas, recibió Teresa una señal evidente del amor ardiente que abrasaba su corazón: «Veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla… el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parece todos se abrasan… Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego; éste me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios.» (V 29,13). El corazón de la Santa, que se conserva en el convento de Alba de Tormes y hasta hoy incorrupto, muestra una herida larga y profunda.
11 Trabajando para el Señor
Quien ama se apresura a hacer algo por el amado. Teresa, que ya de niña mostraba su osadía resoluta y espíritu de acción, ardía en ansias de demostrar al Señor su amor y agradecimiento por medio de las obras. Como monja en un convento contemplativo, parecía imposibilitada para realizar cualquier actividad externa. Así decidió hacer lo que podía santificándose a sí misma. Con permiso de su confesor (Padre Álvarez) y de su Superior en la Orden, emitió voto de hacer en todo lo que a Dios más agradara. Para evitar dudas e inseguridades, sobre qué sería lo más perfecto, consultaba siempre con el confesor.
Pero a un alma tan abrasada de amor, no la bastaba la propia salvación y alegrar al Señor con una vida más perfecta. Un día fue plantada de pies en el infierno mediante una visión horripilante: «Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado, y yo merecía por mis pecados. Ello fue en brevísimo espacio, mas aunque yo viviese muchos años, me parece imposible olvidárseme.» (V 32,1). Entendió muy bien, de qué la había librado la bondad del Señor: «… y que quiso el Señor que verdaderamente yo viese por vista de ojos de dónde me había librado su misericordia.» (V 32,3) Pero los peligros amenazaban continuamente a innumerables almas: «De aquí también gané la grandísima pena que me da las muchas almas que se condenan… y los ímpetus grandes de aprovechar almas, que me parece, cierto, a mí que, por librar una sola de tan grandísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana.» (V 32,6). Era por entonces cuando Alemania se veía desgarrada por herejías, Francia carcomida por luchas religiosas, y toda Europa en confusión de doctrinas heterodoxas. «Dióme gran fatiga, y como si yo pudiera algo, o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Parecíame que mil vidas pusiera yo para remedio de una alma de las muchas que allí se perdían. Y como me vi mujer y ruin e imposibilitaba de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor…» (C 1,2). En medio de estas reflexiones brotó la idea de romper las trabas de la regla mitigada del convento donde vivía e «imitar a los santos que la habían precedido viviendo en soledad, descansando por completo en Dios. Ya que no podía, según sus ansias, pregonar en todo el mundo las misericordias del Señor, se decidió a reunir en torno suyo algunas almas predilectas que, en pobreza y soledad, quisieran consagrarse a cumplir la observancia de la regla primitiva en permanente oración. Rebosante de tales ideas, que ya no eran antojos sino firme decisión, planeó reunir en torno suyo un grupo pequeño de almas heroicas que como ella estuviesen dispuestas a hacer siempre lo más perfecto. Soñaba verse ya en el estado del paraíso, morando en una casa pequeña, revestida de saco, cercada de muros, orando continuamente, y con sus compañeras ir a zaga del Amado». No pasaría mucho tiempo antes de que estos sueños se hiciesen realidad.
12 San José de Ávila: primer convento de la Reforma
En un pequeño grupo de monjas y amigas seglares, que se juntaron en el convento de la Encarnación con motivo de la fiesta de Nuestra Señora del Carmen, el 16 de julio de 1560, se hablaba de los inconvenientes que había para llevar una vida de oración en un convento de tantas monjas y de tan frecuentes visitas. María de Ocampo, familiar de la Santa y mujer de mucha belleza, lanzó la idea de fundar un convento donde se pudiera imitar a los ermitaños del Carmelo. Y con toda seriedad ofreció para este fin su misma dote. Al día siguiente santa Teresa dio parte de esta conversación a su amiga y confidente Doña Guiomar de Ulloa, una joven viuda, que como ella llevaba una vida de oración bajo la rígida tutela del Padre Álvarez. Doña Guiomar acogió con entusiasmo esta idea. Pero lo más decisivo fue que el mismo Señor ordenó acometer la empresa: «Habiendo un día comulgado, mandóme mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas, haciéndome grandes promesas de que no se dejaría de hacer el monasterio, y que se serviría mucho en él, y que se llamase San José, y que a la una puerta nos guardaría él, y nuestra Señora la otra, y que Cristo andaría con nosotras, y que sería una estrella que diese de sí gran resplandor, y que, aunque las Religiones estaban relajadas, que no pensase se servía poco en ellas; que qué sería del mundo si no fuese por los religiosos…» (V 32,11). Así pues, según la voluntad del Señor, la nueva casa debía consagrarse a S. José.
Santa Teresa no vaciló más. Primero se lo comunicó a su confesor. Este condicionaba su permiso a la aprobación del Provincial de los Carmelitas, Padre Ángel de Salazar. La aprobación resultó más fácil de lo que se esperaba, gracias a la intercesión de Doña Guiomar de Ulloa. Tres religiosos de vida probada, con los que se aconsejó Teresa, la animaron en el empeño: el jesuita Francisco de Borja, el dominico Luis Beltrán y el franciscano Pedro de Alcántara. El nuevo paso a dar era encontrar una casa. Pero antes de encontrarla, ya corrían rumores de los planes de la Santa entre el pueblo, y se alzó una tormenta de indignación contra ella y su amiga. Es comprensible, que las monjas de la Encarnación juzgasen como arrogancia, que una de las suyas abandonara el convento para vivir en mayor perfección de la que se tenía en una comunidad donde ella había sido educada. Y el mismo sentimiento irritaba a los habitantes de la ciudad. Las dos pobres mujeres recibieron ayuda del sabio y muy admirado dominico P. Pedro Ibáñez. Cuando, acosado por las monjas de la Encarnación, el Provincial retiró el permiso de fundación y prohibió a la santa salir del convento, cortándola toda actividad, fueron sus amigos los que continuaron el trabajo: Doña Guiomar, empujada por el Padre Ibáñez, don Francisco de Salcedo y Gaspar Daza, (estos dos últimos eran los que algunos años atrás tanto la martirizaron con sus dudas, pero que ahora la apoyaban incondicionalmente). Se dio con una casa. Su cuñado Juan de Ovalle esposo de su hermana más joven, Juana, también educada en el convento de la Encarnación y que amaba a su hermana entrañablemente, compró la casa, y se trasladó a ella para guardarla, hasta que llegara el tiempo de entregarla para su destino.
Un gran impedimento para sus planes pareció surgir, cuando el Provincial le dio la orden inesperada de trasladarse a Toledo, al palacio de la duquesa Doña Luisa de la Cerda, para consolarla en la muerte de su esposo. Sus amigos sintieron mucho verla salir de Ávila. Pero la nueva residencia tendría sus ventajas. Doña Luisa vendría a ser un apoyo fuerte y fiel de la Reforma. En el grupo de damas y jóvenes que se reunieron en torno a Teresa y la pedían consejo, había una, que bien pronto se convertiría en su más firme sostén: era la joven María de Salazar (en la Orden María de S. José, Priora de Sevilla). Y sobre todo encontró allí Teresa tranquilidad para realizar la empresa que hacía un año el Padre Ibáñez le había encargado: escribir el relato de su vida, el libro que haría conocer su nombre en todos los países católicos y que durante siglos enteros serviría de camino espiritual a innumerables almas. Pero aún para la fundación de Ávila no pasó allí el tiempo en vano. En esta casa de Doña Luisa de la Cerda la visitó María de Jesús, una carmelita de Granada, que tenía los mismo deseos de reforma, y que sobre este asunto quería aconsejarse de Teresa. Aquí tuvo también la oportunidad de aconsejarse ella misma con el santo Pedro de Alcántara, quien años atrás había aprobado su estado de alma y que tanto la había consolado. Ahora la animó decididamente a fundar el convento de S. José sin rentas, como lo prescribía la regla primitiva.
Después de seis meses de ausencia, pudo por fin volver Teresa a Ávila, en junio de 1562. Una sorpresa agradable la esperaba allí el día de su llegada: el breve pontificio que otorgaba el permiso para que Doña Guiomar y su madre fundasen un convento de Carmelitas según la regla primitiva, bajo la jurisdicción del obispo diocesano, con los mismos derechos que los demás conventos de la Orden, y prohibiendo que nadie lo estorbara. El nombre de Teresa no aparecía en el rescripto. Por disposición divina se encontraba también en Ávila el santo Pedro de Alcántara (por última vez ya que poco después murió). Gracias a su esfuerzo, se consiguió ganar para la reforma al obispo de Ávila, don Álvaro de Mendoza. Este se convirtió desde entonces en el más celoso promotor de la Reforma.
Gracias a la enfermedad de su cuñado Juan de Ovalle, consiguió Teresa permiso del Provincial para atenderle en su casa, el futuro convento. Así pudo controlar personalmente los trabajos de la obra. Cuando los albañiles habían acabado de arreglar la casa, sanó también el enfermo, y la casa pudo transformarse en convento. Y ahora faltaba lo principal, dar con las piedras vivas para la nueva fundación. Con cuatro postulantes contaba ya, de las que la santa Madre escribe: «Pues fue para mi como estar en una gloria… que se remediaron cuatro huérfanas pobres (porque no se tomaban con dote) y grandes siervas de Dios (que esto se pretendió al principio, que entrasen personas que con su ejemplo fuesen fundamento para en que se pudiese el intento que llevábamos de mucha perfección y oración, efectuar)… que estas eran mis ansias.» (V 36,6)
El 24 de agosto, fiesta de S. Bartolomé, llegaron las cuatro carmelitas, primeras de la Reforma, al pequeño convento, donde las esperaba Teresa. También se encontraban allí los amigos que habían ayudado a la Fundación. Por orden del obispo de Ávila, celebró la primera misa Don Gaspar de Daza y expuso el SSmo. Sacramento en la pequeña capilla. Con este acto se había implantado la primera Fundación. Teresa dio el hábito a las primeras carmelitas Descalzas: hábito y escapulario de burda tela marrón, un manto blanco, toca de lino y el velo blanco de novicias. Rebosantes de alegría quedaron las cuatro novicias con Teresa cuando se marcharon los visitantes. Pero aquella paz no fue muy duradera. La noticia de la nueva fundación se extendió rápidamente por la ciudad. Los que se oponían provocaron un tumulto entre los habitantes. Un nuevo convento sin renta había de consumir por necesidad las limosnas de los pobres. La Priora de la Encarnación, acosada por las hermanas, dio a Teresa la orden de volver inmediatamente a su convento. La Santa obedeció sin demora. Dejó a las cuatro novicias bajo la dirección de la de más edad, Ursula de Todos los Santos, encomendándolas a su Patrón S. José. El 26 de agosto «…juntáronse algunos de los regidores y corregidor y del cabildo, y todos juntos dijeron que en ninguna manera se había de consentir» (V 36,15), y el corregidor en persona llevó la resolución al recién fundado convento. Pero las jóvenes hijas de Teresa no se dejaron intimidar. Contestaron a través de las rejas, cuando las amenazaron con sacarlas a la fuerza: «Pueden usar violencia, pero tengan en cuenta, que tal acto tiene aquí en la tierra un juez, su Majestad Felipe II, y en el cielo otro juez a quien deben temer más, el Dios todopoderoso, el juez de los oprimidos». El corregidor se alejó sin haber conseguido su propósito, y convocó para el día siguiente una reunión más amplia. Consiguió una mayoría que le secundaba, cuando pidió la palabra un Padre dominico. Era nada menos que el Padre Báñez, que casualmente se encontraba en Ávila, al que todos admiraban por su erudición. No conocía a Teresa, pero su amor a la justicia, le hizo defensor de la buena causa. Oído su discurso, se disolvió la asamblea, y el convento fue salvado, pero duraron muchos los meses de tratos y esfuerzos sacrificados de los amigos, hasta quitar todos los obstáculos. Por fin, el 5 de diciembre de 1562 dio el Provincial a Teresa el permiso de juntarse con sus amigas, y hasta le permitió llevar consigo otras cuatro monjas del convento de la Encarnación. Llena de agradecimiento hacia el Señor, se consagró de nuevo y consagró al servicio de Dios toda su pequeña familia religiosa. Vistió el rudo hábito de la Reforma y cambió sus zapatos por alpargatas ásperas de esparto. Al mismo tiempo renunció a su nombre de familia, como señal de renuncia a todo rango y prestigio en el mundo, y escogió un título noble, de origen eclesial: desde entonces Teresa de Ahumada, se convirtió en Teresa de Jesús.
El primer confesor de S. José y compañero fiel de la Santa en la Reforma Teresiana, el capellán Julián de Ávila, escribió, después de la muerte de la Santa, la primera historia de la fundación de S. José. El esboza un cuadro de la vida paradisíaca en aquella soledad. «Dios quiso… tener una casa donde recrearse, una morada donde consolarse. Quería un jardín florecido, pero no de flores que se abran en la tierra, sino de las que florecen en el cielo… un jardín de almas escogidas, entre las que pudiera descansar, revelar sus misterios y abrir su corazón». La misma Santa había escrito: «Toda mi ansia era, y aun es, que pues el Señor tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que estos fuesen buenos». Y así modeló ella las almas jóvenes que confiaron en sus manos, como buenos amigos del Señor. Bellas en juventud, ricas y resplandecientes de dones, acudían las jóvenes a S. José para consagrarse al Señor en humilde obediencia, en generosidad sin límites al sacrificio, arrojando a los pies de la Santa todas sus joyas. También acudían postulantes sin dote, que también eran admitidas con júbilo, y con más preferencia aún si cabe. Porque lo que importaba a la santa Madre no eran bienes materiales, sino el nuevo espíritu de la Orden en su convento. Bien pronto llegaron a ser 13, número tope determinado por la santa. (Más tarde elevó ese número a 21). Con gran sabiduría organizó la vida claustral. Cada hermana tenía un oficio al servicio de las necesidades de la familia conventual. El horario del día fue bien distribuido entre oración y trabajo. Y ese trabajo, que había de servir para mantener la vida conventual, debía de ser sencillo y recatado, para no dar cabida al orgullo y no entorpecer la vida de recogimiento. Debe de trabajarse en soledad y silencio. Sólo en la hora de recreación se reúnen todas las hermanas para hablar afablemente de sus cosas. Esa hora de recreación tenía para Teresa el carácter de ejercicio obligatorio y le daba una importancia extraordinaria: para relajar el espíritu, exigido por la naturaleza, y para dar una ocasión propicia al ejercicio del amor fraterno. Pero aún en esa hora de recreación, no se debe de dar entrada a la holgazanería: aún en medio de la más animada conversación, o cánticos alegres, invitan las manos diestras al desafío.
El espíritu que animaba a su pequeña familia, era para Teresa el más precioso galardón a sus esfuerzos y sacrificios. Y ahí está Teresa sobrecogida de asombro ante sus hijas: «…que es para mí grandísimo consuelo de verme aquí metida con almas tan desasidas. Su trato es entender cómo irán adelante en el servicio de Dios. La soledad es su consuelo, y pensar de ver a nadie que no sea para ayudarlas a encender más el amor de su Esposo, les es trabajo, aunque sean muy deudos; y así no viene nadie a esta casa, sino quien trata de esto, porque ni las contenta ni los contenta. No es su lenguaje otro sino hablar de Dios, y así no entienden ni las entiende sino quien habla el mismo.»(V 36,26). La santa no tenía otro anhelo que vivir retirada del mundo con su pequeña familia, guiarla cada vez más adentro en la vida de oración, en el ejercicio de virtudes heroicas, (humildad, pobreza, amor intenso a Dios y al prójimo) y junto con ellas gastar la vida entera en oración, en sacrificio, en espontáneas mortificaciones, (esto último con sabia medida y sin extremos nocivos), para honra de Dios y de su Iglesia, para salvación de las almas y para ayudar a los sacerdotes en la lucha contra los errores de aquel tiempo. Pero no era su destino acabar la vida en la intimidad silenciosa de S. José.
13 Extensión de la Reforma
El celo ardiente por la salvación de las almas fue lo que empujó a Teresa a nuevos cometidos. Un día la visitó un franciscano que venía de las misiones, y le contó la situación desolada en que se encontraban los hombres en los países paganos. Conmovida se retiró a la ermita del jardín, «…clamaba a nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo para ganar algún alma para su servicio, pues tantas llevaba el demonio y que pudiese mi oración algo, ya que yo no era para más.» (F 1,7). Habiendo pasado muchos días en esta angustia de alma, se le apareció el Señor consolándola con las siguientes palabras: «Espera un poco, hija y verás grandes cosas» (F 2,8). Seis meses más tarde se cumplió la promesa. En la primavera de 1567 recibió la noticia de la visita del General Juan Bautista Rubeo a los conventos de España. «Siempre nuestros Generales residen en Roma, y jamás ninguno vino a España, y así parecía cosa imposible venir ahora. Mas como para lo que nuestro Señor quiere no hay cosa que lo sea, ordenó su Majestad que lo que nunca había sido fuese ahora» (F 2,1). Una monja, que había abandonado su convento para fundar otro, tenía mucha razón de temer la visita del General. Este tenía el poder de deshacer la nueva obra. De acuerdo con el obispo de Ávila, al que estaba sujeto el nuevo convento, le invitó a que las visitara. Vino, y Teresa le narró con toda veracidad la historia de la nueva fundación. El se pudo convencer a ojos vistas del espíritu que animaba a aquel convento y se conmovió profundamente. Lo que sus ojos veían, era la realización más perfecta del fin por el que él había venido a España. También él pensaba en una reforma de toda la Orden, un retorno a la viejas tradiciones, pero no tenía el coraje de hacerlo tan radicalmente como lo hacía la Madre Teresa. Felipe II le había pedido venir a España para que renovase en sus conventos la disciplina claustral. En otras partes no había sido recibido con mucho entusiasmo. El mismo hizo a Teresa confidente de sus preocupaciones. Teresa por su parte le abrumaba con el amor y confianza de una hija. Antes de abandonar Ávila, le dio «muy cumplidas patentes» para que pudiese fundar más conventos de monjas reformadas. Todos los nuevos conventos debían de estar sujetos directamente al General; ningún Provincial podía alegar derechos para impedir las nuevas fundaciones, ni entrometerse en sus negocios. De vuelta a Madrid, habló el Padre Rubeo entusiasmado con el Rey, de Teresa y su obra. Felipe II se encomendó a las oraciones de Teresa y sus hijas, y a partir de entonces fue el amigo más poderoso y protector de la Reforma. De vuelta a Roma, envió el General a Teresa más poderes por los cuales podía fundar dos conventos de varones según la regla primitiva, siempre que consiguiera el permiso del Provincial actual y de su predecesor. Ese permiso lo consiguió el obispo de Ávila, que había sido el primero en manifestar el deseo de que fundase también conventos de varones. El estado en que ahora se encontraba Teresa era indescriptible: ella, que no tenía otro anhelo que retirarse a su palomarcico con un puñado de almas escogidas, debía fundar una nueva Orden de monjas y de monjes. «Hela aquí una pobre monja descalza, sin ayuda de ninguna posibilidad para ponerlo por obra» (F 2,6). Bastaba la ayuda del Señor. Lo más necesario para fundar un convento de varones, era eso: tener varones. Y los consiguió bien pronto. En la fundación de Medina del Campo, la ayudó mucho el Prior de los Carmelitas de la antigua observancia, Padre Antonio de Heredia. Al confesarle el propósito que tenía de fundar un convento de varones de la regla primitiva, se ofreció espontáneamente para ser «el primer Carmelita Descalzo». Teresa quedó más sorprendida que entusiasmada, porque en sus adentros temía le habían de faltar fuerzas para aguantar el rigor de la regla primitiva. Pero el Padre Antonio se aferró en su decisión. Pocos días más tarde encontró un compañero para el Padre Antonio, que a la santa le embelesó: era un joven carmelita, llamado entonces Juan de santo Matías, quien desde su juventud llevaba una vida de oración y de la más dura penitencia. Había conseguido de sus superiores el permiso para seguir la regla primitiva. Pero no contento con esto, cultivaba el propósito de entrar en la Cartuja. Teresa logró disuadirle de tal idea, y en su lugar convertirse en piedra sillar de la Orden Carmelitana según la regla primitiva.
Por este tiempo la ofrecieron a la Santa una propiedad para la planeada fundación en Duruelo, entre Ávila y Medina del Campo. Su estado era desolador, pero ni la Santa ni los Padres se echaron atrás por eso. El Padre Antonio necesitó algo de tiempo para renunciar a su cargo y arreglar sus asuntos. El Padre Juan acompañó a la Santa Madre, para aprender bajo su guía y dirección el espíritu y vida de la Reforma. El 20 de septiembre de 1568 se dirigió a Duruelo, revestido con el nuevo hábito de la Reforma, que la Santa Madre personalmente le había preparado. Según los planes de Teresa, transformó el Padre Juan la única cámara de la miserable casucha, en dos celdas, el desván en coro y el portal en capilla, donde al día siguiente celebró la primera misa. Bien pronto fue venerado por la gente del contorno como un santo. El 27 de noviembre se le unió el padre Antonio. Juntos prometieron seguir la regla primitiva y mudaron los nombres: en adelante se llamarían Antonio de Jesús y Juan de la Cruz.
Unos meses más tarde pudo visitarles Teresa y ver qué vida llevaban. Ella misma lo describe así: «La cuaresma adelante, viniendo de la fundación de Toledo, me vine por allí. Llegué una mañana. Estaba el P. fray Antonio de Jesús barriendo la puerta de la iglesia, con un rostro de alegría que tiene él siempre. Yo le dije: ¿qué es esto, mi Padre?, ¿qué se ha hecho la honra?. Díjome estas palabras, diciéndome el gran contento que tenía: Yo maldigo el tiempo que la tuve. Como entré en la iglesita, quédeme espantada de ver el espíritu que el Señor había puesto allí. Y no era yo sola, que dos mercaderes que habían venido de Medina hasta allí conmigo, que eran mis amigos, no hacían otra cosa sino llorar. ¡Tenía tantas cruces!, ¡tantas calaveras! Nunca se me olvida una cruz pequeña de palo que tenía para el agua bendita, que tenía en ella pegada una imagen de papel con un Cristo que parecía ponía más devoción que si fuera de cosa muy bien labrada. El coro era el desván, que por mitad estaba alto, que podían decir las horas; mas habíanse de abajar mucho para entrar y para oír misa. Tenían a los dos rincones, hacia la iglesia, dos ermitillas, adonde no podían estar sino echados o sentados, llenos de heno (porque el lugar era muy frío, y el tejado casi les daba sobre las cabezas), con dos ventanillas hacia el altar y dos piedras por cabeceras, y allí sus cruces y calaveras. Supe que después que acababan maitines hasta prima no se tornaban a ir, sino allí se quedaban en oración, que la tenían tan grande, que les acaecía ir con harta nieve los hábitos cuando iban a prima, y no haberlo sentido.» (F 14,6‑7)
Duruelo fue la cuna de la Reforma teresiana entre los varones. Desde aquí se extendió vitalmente, siempre acompañada con la oración y consejos maternales de la Santa, pero andando por sus pies. El humilde Juan de la Cruz, el gran santo y doctor de la Iglesia, ha inspirado el espíritu. El era todo un hombre de oración, de penitencia e iluminado sobrenaturalmente para la guía de almas. La dirección externa la asumieron otros: junto al P. Antonio el sufrido italiano, P. Mariano y el P. Nicolás Doria. Pero de entre todos destaca el fiel protector de la Madre Teresa, a quien ella veía como el instrumento principal de la Reforma, el P. Jerónimo Gracián de la Madre de Dios.
Teresa misma, desde que había abandonado la tranquilidad del convento de S. José, para fundar el de Medina del Campo, apenas había tenido tiempo de gozar del silencio claustral. Siempre se veía acosada de peticiones para fundar acá y allá un nuevo convento de la Reforma. A pesar de su continua falta de salud y de su avanzada edad, emprendió sin titubeos viajes de aventura, siempre que el servicio del Señor lo demandaba. En todas partes tenía que acometer luchas durísimas: unas veces con autoridades religiosas y civiles, otras con dificultades para encontrar una casa apropiada para la fundación; o bien faltaba lo más imprescindible para vivir, o bien tenía que enfrentarse a donantes de noble alcurnia con pretensiones inadmisibles para el convento. Y había conseguido, por fin, sobreponerse a todos los obstáculos y preparar todo de forma que la vida claustral pudiera dar comienzo, ella, que todo lo había hecho, ella tenía que abandonarlo todo, y seguir sin reposo adelante en nuevas empresas. Su único consuelo era el haber dejado tras de sí un nuevo jardín floreciente donde el Esposo pudiera descansar.
14 Priora en el convento de la Encarnación
Mientras los jardines espirituales de Teresa iban dejando su perfume por toda España, su otra cuna espiritual, el convento de la Encarnación, se encontraba en un estado desolador. Los ingresos no crecían en proporción al número de monjas, y acostumbradas éstas a vivir cómodamente, y al no darlas la santa pobreza ninguna alegría como a las monjas reformadas por Teresa, de ahí que se arraigó el disgusto y somnolencia espirituales. El año 1570 vino a la Encarnación el P. Hernández, de la Orden de Sto. Domingo. El Papa Pío V le había nombrado Visitador Apostólico, con la encomienda de examinar la disciplina claustral en todos los conventos de Castilla. Como había conocido profundamente alguno de los conventos reformados de Teresa, debió de haberle estremecido el notorio contraste. Prescribió una cura radical: en virtud de su poder de Visitador Apostólico, nombró a la Madre Teresa como Priora del convento de la Encarnación, y la obligó a volver inmediatamente a Ávila para tomar posesión de su cargo. Arrancada casi bruscamente de su labor de Fundadora, tuvo que echarse a los hombros esa tarea. Exhortada directamente por el Señor, se dispuso a realizar este servicio; si bien ella aclaró por escrito, con la aprobación del P. Fernández, que seguiría viviendo bajo la Regla primitiva. Se puede muy bien comprender la indignación de las monjas a las que se les imponía una priora sin haberla ellas elegido. Y más cuando ésta era una hermana que con ellas había vivido hacía ocho años y a la que veían como una aventurera e inquieta fundadora. La tormenta inició cuando el P. Provincial, P. Ángel de Salazar, la introdujo en el convento. No consiguió que le escuchasen en medio de un grupo que gritaba ferozmente; el canto del Te Deum, que él entonó, fue cubierto por los gritos de indignación. Pero la bondad y humildad de Teresa consiguieron, finalmente, aplacar los ánimos de las monjas que regresaron a sus celdas.
La resistencia contraria de las monjas, fue aniquilada ya en el primer capítulo conventual; cuál no sería su asombro, cuando al oír la campana de oficios y entrar en la sala capitular, vieron en la silla prioral una imagen de nuestra Sra. del Carmen, sosteniendo en sus manos las llaves del convento y a sus pies, de rodillas, a la nueva Priora. En un instante se ganó todos los corazones antes de abrir sus labios para explicarlas, de manera irresistible y animada por el amor, cómo pensaba gobernar. Bajo sus indicaciones y acompañamiento, sobre todo gracias a su ser y conducta, el espíritu de la casa se transformó en poco tiempo. Su mejor apoyo fue Juan de la Cruz al que llamó como confesor del convento.
Este período, lleno de tensiones, ya que junto al priorato dirige espiritualmente a sus ocho conventos reformados, fue también un tiempo de especiales gracias. Por entonces tuvo la visión que ella llama «matrimonio espiritual». El 18 de noviembre de 1972 se le apareció el Señor durante la comunión: «… y dióme su mano derecha, y díjome: ¡Mira este clavo, que es señal que serás mi esposa desde hoy. Hasta ahora no lo habías merecido; de aquí adelante, no sólo como Criador y como Rey y tu Dios mirarás mi honra, sino como verdadera esposa mía: mi honra es ya tuya y la tuya mía!.» (R 35). Desde ese instante comenzó Teresa a vivir la unión beatificante con Dios, unión que había ido experimentando en las últimas décadas y que la habían llevado a morir a sí misma, «con grandísima alegría de haber hallado reposo, y que vive en ella Cristo» (7M 3,1). Como primer efecto de esta unión señala «un olvido se sí, que verdaderamente parece ya no es, como queda dicho; porque todo está de tal manera que no se conoce ni se acuerda que para ella ha de haber cielo ni vida ni honra, porque toda está empleada en procurar la de Dios» (7M 3,2). El segundo efecto es «un deseo de padecer grande, mas no de manera que la inquiete como solía; porque es en tanto extremo el deseo que queda en estas almas de que se haga la voluntad de Dios en ellas, que todo lo que su Majestad hace tienen por bueno» (7M 3,4).
«Lo que más me espanta de todo, es que ya habéis visto los trabajos y aflicciones que han tenido por morirse, por gozar de nuestro Señor; ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle y que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muchos años padeciendo grandísimos trabajos…» (7M 3,6).
«… que casi nunca hay sequedad ni alborotos interiores de los que había en todas las otras a tiempos, sino que está el alma en quietud casi siempre… Pasa con tanta quietud y tan sin ruido todo lo que el Señor aprovecha aquí el alma y la enseña, que me parece es como en la edificación del templo de Salomón, adonde no se había de oír ningún ruido; así en este templo de Dios, en esta morada suya, sólo El y el alma se gozan con grandísimo silencio» (7M 3,10‑11).
15 Luchando por su obra
Las gracias más altas que un alma puede recibir, eran bien necesarias para fortalecer a la Santa contra las terribles tormentas que bien pronto habían de irrumpir contra la Reforma. Ya incluso durante su priorato en la Encarnación tuvo que reemprender sus viajes de fundadora dejando una sustituta en Ávila. Cuando acabó su priorato gran esfuerzo tuvo que hacer para no volver a ser elegida: tanto era el amor que la habían cogido cuanto grande había sido la oposición a su cargo al inicio. Su humildad y bondad, su natural simpatía y sus sabias medidas dieron como resultado la superación de la ruptura entre «Calzados» y «Descalzos». No tan afortunados fueron sus hijos espirituales. Ellos habían fundado más de los dos conventos permitidos por el General de la Orden, el P. Rubeo; esto se hizo por indicación del Visitador Apostólico de Andalucía, el P. Vargas, pero sin el permiso de los superiores de la Orden. Su extraordinaria vida de penitencia (que la misma Santa contempló a veces con preocupación) y su celo por las almas despertaron pronto la admiración del pueblo. Esta situación y las preferencias mostradas por el Visitador Apostólico hacia los conventos reformados provocó entre los no reformados un cierto recelo de que pronto quedarían eclipsados o que la reforma podría afectar a toda la Orden. Sus mensajes enviados al General calificando a los Descalzos de desobedientes y agitadores fueron aceptados. Para oprimir este estado floreciente de los Descalzos fue enviado el P. Tostado, un carmelita portugués, a España y dotado de poderes extraordinarios. Estalló así la lucha entre las dos ramas de la Orden. Esta situación fue muy dolorosa para ese corazón humilde y amante de la paz de la Madre Teresa. Estos ataques amenazaban con destruir la obra de toda su vida. Ella misma fue calificada por el nuncio en España como «inquieta y andariega», «desobediente y ambiciosa, que arrogantemente pretendía enseñar a los demás como un Doctor a pesar de la prohibición paulina»; también se la ordenó elegir uno de sus conventos para quedarse allí y no andar en más viajes (qué tranquila hubiese estado ella en el convento de Toledo, dónde el P. Gracián la ordenó ir, si no fuera por esas voluntades enemigas); y que no se recibiesen novicias en ningún convento descalzo con lo que estaban condenados a desaparecer. Sus hijos fueron perseguidos e injuriados: el P. Juan de la Cruz, que se mantuvo lejos de toda disputa, fue capturado y llevado prisionero al convento de los Calzados en Toledo, hasta que la Virgen, su protectora desde la infancia, le libró milagrosamente. En medio de esta tormenta que a todos desanimó, Teresa resistió. Junto con sus hijas impetraba a los cielos, y no se cansaba de animarles continuamente en sus cartas y de buscar la ayuda de sus amigos para convencer al P. General de la auténtica situación, y buscando la protección de los poderosos y del rey. Finalmente encontró la solución a estos problemas, la única recomendable: la total separación de los Descalzos convirtiéndose en una Provincia. Mucho tiempo le llevó a la Congregación de Religiosos el decidir sobre esta contienda. El Papa decidió que se hiciese la separación. Un Breve del 27 de Junio de 1580 anunciaba esta decisión. El capítulo de Alcalá eligió en marzo de 1581, por deseo de la Madre Teresa, el primer provincial de los Descalzos, el P. Jerónimo Gracián.
16 El final
Rebosante de alegría acogió Teresa el final de este suplicio: «Y verlo ya acabado, si no es quien sabe los trabajos que se ha padecido, no puede entender el gozo que vino a mi corazón y el deseo que yo tenía que todo el mundo alabase a nuestro Señor y le ofreciésemos a este nuestro santo rey Don Felipe, por cuyo medio lo había Dios traído a tan buen fin; que el demonio se había dado tal maña, que ya iba todo por el suelo, si no fuera por él. Ahora estamos todos en paz, Calzados y Descalzos; no nos estorba nadie a servir a nuestro Señor. Por eso, hermanos y hermanas mías, pues tan bien ha oído sus oraciones, prisa a servir a Su Majestad» (F 29,31‑32). Ella misma ofreció el poco tiempo que aún le quedaba y sus pocas fuerzas para emprender nuevos viajes fundacionales. Mucho trabajo y tiempo costó la fundación del convento de Burgos, el último que fundó Teresa. El 2 de enero dejó Ávila para dirijirse a Burgos. Sólo en julio pudo emprender el viaje de vuelta. Pero después de visitar algún convento en el camino, vino a recogerla el P. Antonio para llevarla a Alba donde la duquesa, María Henríquez, gran benefactora de la reforma, la esperaba. Aquí llegó totalmente agotada el 20 de septiembre de 1582. (Según algunos testimonios la Santa habría previsto que por esa época tornaría a Alba y de aquí se iría al Cielo). A pesar de haber avisado al médico su estado no mejoraba, si bien hasta el 29 de septiembre siguió cumpliendo con el horario del convento. A partir de ese día tuvo que guardar cama. El 2 de octubre se confesó con el P. Antonio y el día 3 recibió el viático. Una testigo presencial dice: «En el momento en que el Santísimo Sacramento fue llevado a su celda, se levanto nuestra santa Madre sin que nadie la ayudase, y se puso de rodillas. Ella misma regresaría a la cama sin que nadie se lo impidiese. Una belleza grande cubría su rostro, resplandeciente de amor divino. Con una impresionante alegría y piedad habló al Señor de tal modo que a todas nos produjo una poderosa devoción». A lo largo del día repitió las palabras del Miserere; «Un corazón despreciado y humillado, tú no lo desprecias, Señor». Por la tarde recibió los santos óleos. Sobre su último día, el 4 de octubre, tenemos el testimonio directo de María de San Francisco: «…por la mañana, a eso de las siete, se echó de un lado, el rostro vuelto a las hermanas, con un Cristo en las manos, el rostro muy bello y encendido, con tanta hermosura que me pareció no se la había visto mayor en su vida… De esta suerte se estuvo en oración, con grande quietud y paz… parecía como si la hablasen y ella respondiera… todo con maravillosas mudanzas de rostro de encendimiento e inflamación, que no parecía sino una luna llena… así dio su alma al Señor, en profunda oración, muy alborozada y alegre… quedando con aventajada hermosura y resplandor, su rostro como un sol encendido».
Los acontecimientos extraordinarios que se dieron junto a su tumba, el cuerpo incorrupto, los numerosos milagros que durante su vida y especialmente después de su muerte realizó, así como la entusiasmada veneración de todo el pueblo español hacia su Santa aceleraron el proceso de canonización. En 1595 comenzaron las investigaciones para la canonización. Fue beatificada por Pablo V con un Breve del 24 de abril de 1614. La canonización llegó con Gregorio XV el 22 de marzo de 1622. Su fiesta fue trasladada al 15 de octubre a causa de la reforma del calendario gregoriano.
Fray Luis de León dijo de Santa Teresa: «Yo no he conocido ni visto en vida a la Santa. Pero hoy, si bien ella está en los cielos, la veo y la conozco en sus dos imágenes vivas: sus hijas y sus escritos.» De hecho hay pocos santos que se presenten a nosotros tan humanos y cercanos como nuestra santa Madre. Sus obras, escritas por obediencia a sus confesores a pesar de los trabajos y ocupaciones, se cuentan hoy entre los clásicos de la literatura española. En un lenguaje llano, incomparable y auténtico narra los milagros que la gracia de Dios ha obrado en un alma escogida; cuenta las infatigables trabajos de una mujer fuerte y viril; desvela la inteligencia natural y la sabiduría divina, la profundidad del conocimiento humano, el humor ingenioso de un espíritu rico, la abundancia infinita del amor de un corazón esponsal y maternal. Dentro de la familia religiosa que ella fundó, todos miran a la que fue colmada de gracias sobreabundantes, con gran amor y agradecimiento. Y no tienen otro deseo si no el de ser colmados de su espíritu para recorrer, de su mano, el camino de la perfección hasta la meta final.