Educación eucarística

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Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), Educación eucarística

 

Educación eucarística

El grandioso homenaje al Salvador eucarístico vivido en las manifestaciones de estos días y en las pasadas festividades -el Corpus Christi y el Sagrado Corazón con sus octavas1Corpus Christi en 1930 cayó el día 19 de junio, y la fiesta de Sagrado Corazón– no tiene que ser algo esporádico y pasajero, sino que tiene que producir en nosotros un efecto duradero. Por eso nos preguntamos en silenciosa reflexión: ¿Cómo podemos encender en los corazones de los demás el amor por el Salvador eucarístico? – esto es, educar eucarísticamente. Se acepta que nosotras como mujeres podemos colaborar en esta obra de un modo especial y que todas nosotras, -independientemente de nuestro puesto en la vida: como esposa y madre, como religiosa, viviendo sola, como mujer profesional o autónoma-, podemos aportar algo en común. Y ¿qué otra cosa podría ser sino un corazón femenino con sus experiencias de entrega abnegada y sin límites, que en cierto modo tiene un natural parentesco con el corazón divino que late por todos en el Tabernáculo, y que por eso, debería ser especialmente receptivo de las inspiraciones del corazón divino? Así pues, queremos reflexionar sobre lo que de útil podemos hacer en esta obra de educación eucarística y cómo podemos llevarlo a cabo. Un principio es válido para todas nosotras que queremos educar eucarísticamente: podemos hacerlo solamente si vivimos eucarísticamente. Si queremos conducir a alguien hacia una vida eucarística lo podremos hacer en la medida en que nosotras lo hayamos vivido anteriormente. Así nuestra primera pregunta será:

I ¿Qué pertenece a una vida eucarística?

Vivir eucarísticamente consiste en dejar que las verdades eucarísticas actúen eficazmente. Esencialmente se trata de tres sencillas verdades de fe: 1 El Salvador está presente en el Santísimo Sacramento; 2. El renueva diariamente su sacrificio de cruz en el altar; 3. El quiere unir íntimamente consigo cada alma particular en la santa comunión. A continuación nos preguntamos:

1 ¿ Qué exigen de nosotras las verdades eucarísticas?

La delicia del Salvador consiste en estar entre los hijos de los hombres2Cf. Prov 8, 31, y él ha prometido permanecer entre nosotros hasta el final del mundo3Cf. Mt 28, 20. El ha cumplido esta promesa a través de su presencia sacramental en el altar. Ahí nos espera, y tendríamos que pensar que los hombres tendrían que apiñarse en estos lugares consagrados. El sencillo significado de esta verdad de fe requiere de nosotras que aquí tendríamos que tener nuestro hogar, y que nos alejásemos sólo en cuanto nuestras tareas lo exigieran, y estas tareas tendríamos que recibirlas diariamente de las manos del Salvador eucarístico y volver a dejar en sus manos el trabajo cumplido.

El Salvador murió en el Calvario por nosotros. Pero a Él no le bastaba con este sacrificio de la muerte para completar de una vez para siempre la redención para nosotros. El quiere ofrecer a cada uno personalmente los frutos de su obra. Por eso Él renueva diariamente el sacrificio en el altar, y todo aquel que con corazón creyente participa, queda purificado en la sangre del Cordero y renovado espiritualmente. Toda santa misa está determinada para alimentar a los hombres con la abundancia de la gracia que pueda ser alcanzada, es decir, para aquellos que les sea posible estar presentes y hacerla fructífera para sí y para los demás. Pero quien pudiera estar presente y no lo está, pasa con frío corazón ante la cruz del Señor pisoteando su gracia

El Salvador nos ofrece los frutos de su sacrificio no sólo en el altar. El quiere venir a cada uno: alimentarnos como una madre a su hijo con su carne y su sangre, entrar en nosotros, para que nosotros nos introduzcamos totalmente en Él, y crecer en Él como miembros de su cuerpo. Cuanto más a menudo se realice la unión, más intensa e íntima será ésta. ¿Es comprensible que alguien se prive de esta muestra extraordinaria del amor divino, incluso sólo una vez menos de lo que le sea posible? Es esto, en definitiva, lo que una justa comprensión de las verdades eucarísticas exige de nosotros: buscar al Salvador en el Tabernáculo tan a menudo como podamos, participar en el Santo Sacrificio tan a menudo como podamos, y recibir la comunión tan a menudo como podamos.
Y ahora nos preguntamos:

2 ¿ Qué nos ofrece el Salvador en la vida eucarística?

El nos espera para acoger todas nuestras cargas, para consolarnos, para aconsejarnos, para ayudarnos como el más fiel y permanente amigo.

Igualmente el nos permite vivir su vida, especialmente cuando nos asociarnos a la Liturgia y ahí experimentamos su vida, pasión y muerte, su resurrección y ascensión, y el inicio y el desarrollo de su Iglesia. Entonces seremos elevados de la estrechez de nuestra existencia a la anchura del reino de Dios; sus asuntos serán nuestros asuntos y cada vez estaremos más profundamente unidos con el Señor y en Él con todos los suyos. Toda soledad desaparece y estamos incontestablemente acogidos en la tienda del Rey, caminando en su luz4Parece alusión a Jn 12, 35.

 

II Educación eucarística

La vida que nosotros llevamos, tenemos y debemos comunicarla a los demás. Esto lo podemos hacer a través del ejemplo, de la enseñanza y del habituarse.

A través del ejemplo: Si la vida eucarística es efectiva en nosotros y se hace perceptible como fuerza, paz, alegría, amor y disposición de servicio -es decir, si por otra parte, claramente la Eucaristía es el centro de nuestra vida y la fuente de donde manan todos estos efectos-, entonces desarrollará fuerza de atracción.

A través de la enseñanza: Una introducción en las verdades eucarísticas es necesaria. La instrucción escolar es apoyada eficazmente por la palabra complementaria y la correspondiente práctica de la madre y del ambiente circundante del niño. El jovencito se muestra especialmente receptivo a estas verdades y a su realización práctica. Entre jóvenes y adultos hay que ser parcos en palabras y aguardar a que se manifieste su deseo de saber, estando siempre dispuestos y preparados para ello.

A través de la costumbre: Cuerpo y alma tienen que ser formados para una vida eucarística; cuanto antes se realice esta labor, mejor estará predispuesto el material y será más fácil de darle forma: por eso comunión temprana. Cuanto más a menudo, más fuerza tendrá el efecto, pues dará un estilo a su vida: por eso, a ser posible, comunión diaria. Esto exige mucho del cuerpo y condiciona fuertemente en el orden de la vida cotidiana; igualmente proporciona protección al alma: deshabituarse del pecado, es decir, un considerable sacrificio para el hombre natural. Y esto no es posible de otro modo, puesto que el Salvador eucarístico es el Salvador crucificado, y la vida en Él es participación en su pasión. Él reveló a Santa Margarita María Alacoque cuánto Él ama los sacrificios expiatorios de sus fieles. Pero la perfecta consagración al corazón divino se obtiene sólo si tenemos en Él nuestro hogar, nuestra estancia diaria y el punto central de nuestra vida, y si su vida se ha convertido en nuestra vida.

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Educación eucarística
(del 2 al 11 de julio 1930)

Las fiestas en honor del Salvador eucarístico

Ahora reflexión: ¿a quién tenemos que formar y cómo? Ambos eventualmente distintos para las madres, las maestras (religiosas o laicas), las mujeres solteras. Pero común: educación eucarística de los otros no posible sin la propia.

1 Vida eucarística

l ¿Qué le debemos al Salvador?
La visita diaria a aquel que habita en el Tabernáculo.
La participación en el sacrificio a aquel que se ofrece diariamente.
Recibirle en la comunión a aquel que quiere venir a nosotros.
2 ¿Qué nos da Él a cambio?
3 ¿Qué podemos dar nosotros entonces a los demás?

3 de julio

[l ¿Qué le debemos al Salvador?]

1 Dogma: presencia sacramental. El Salvador ha venido a la tierra porque su alegría consiste en estar con los hijos de los hombres5Cf. Prov 8, 31. El quiere estar con nosotros hasta el fin del mundo6Cf. Jn 14, 18-19; Hch 1, 8 y está en el Tabernáculo. Nos espera aquí, y no debería haber ningún lugar, que nos atrajese más. Nosotros deberíamos estar en otras partes sólo cuando nuestras tareas lo requieren; pero estas tareas recibirlas de sus manos, devolverlas en sus manos, y recoger de él consejo y ayuda, es decir, sentirse aquí totalmente en casa.

2 Dogma: El Salvador renueva su sacrificio de la cruz en el altar: el quiere dar sus frutos a los que pueden estar presentes. Tan a menudo como podemos participar en una santa misa y no asistimos, despreciamos el fruto de la gracia del sacrificio de la cruz, dejamos morir al Salvador sin preocupamos de ello.

3 Dogma: El Salvador viene a nosotros en la santa comunión. El quiere alimentarnos con su carne y su sangre, preparamos un cuerpo para la gloria, hacernos miembros de su cuerpo. Cuanto más a menudo sucede esto, más crecemos en él. ¿Qué puede ser tan importante como para que nos pueda mantener alejados?

2 ¿ Qué nos da el Salvador en la vida eucarística?

Él nos quita todas las cargas que llevamos con nosotros al acercarnos a El, tiene un consejo para todo y nos lo hace por eso fácil. Nada es para él sin importancia de lo que nos sucede: es el amigo más fiel, siempre constante, cariñoso.

Nos permite vivir su vida, especialmente cuando nos unimos a la liturgia. Ahí revivimos su vida, sufrimiento, muerte, resurrección, ascensión, el nacer y crecer de la Iglesia. Seremos elevados por encima de la estrechez de nuestro ser, su mentalidad será nuestra mentalidad, sus asuntos serán los nuestros, seremos empujados para co-sacrificarnos en su sacrificio, para vivir toda la vida para Él. Crecemos en él, unidos indisolublemente a él y en él con todos los suyos. Desaparece toda soledad, estamos incontestablemente acogidos en la tienda del Rey, caminamos en su luz.

4 de julio

Formación de toda la vida
bajo la influencia de la Eucaristía:

l De la religiosa: liberada de la familia natural, de las relaciones de amistad, etc.. La familia religiosa sin consideración personal. El Salvador es padre, madre, amigo personal, consolador o consejero de la sponsa Christi.

2 De la esposa y madre: preocupación por el marido y los hijos, el peso de las tareas domésticas, detalles agobiantes sin reconocimiento, peligro de sobreexcitación nerviosa. Con el Salvador descanso, comprensión, consuelo, fortaleza.

3 La mujer profesional que vive sola: mucho trabajo diario, poco cariñosa, eventualmente ambiente vulgar, burla. Con el Salvador liberada de todo y elevada a su reino, generosa y libre hasta el amor por su enemigo7Mt 5,44, ennoblecida como esposa e Rey y como tal inspiradora de respeto.

5 de julio

3 ¿Qué podemos dar a los demás?
= II. Educación eucarística

Esto es, la transmisión de la vida eucarística a otros.

¿Qué mejor cosa puede desear una madre para su hijo, sino que esté acogido permanentemente en la tienda del Rey?

¿Qué mejor cosa puede hacer la educadora, sino enseñar a los niños a vivir con el Salvador eucarístico?

¿Qué otra cosa querría dar al cansado y cargado, al hombre errado, apurado y sin descanso, sino la paz de la vida eucarística?

¿Cómo se puede dar? Ejemplo, enseñanza, costumbre.

6 de julio

1 La fuerza testimonial de la propia vida eucarística: la impresión de fuerza, paz, alegría, amor, y disponibilidad – y por otro lado, la eucaristía como el punto central, el más alto y el más importante.

2 Enseñanza: en primer lugar, para el niño introducción en las verdades eucarísticas con clases de religión. Pero apoyo muy esencial con palabras complementarias y la correspondiente práctica de la madre y de la maestra. Sensibilidad propia del niño para estas verdades (corazón ingenuo, que aún permanece abierto a la verdad celestial) y para llevarlo a la práctica.

Para los más mayores -en edad de cambio- y para los adultos, ahorro de palabras, pero atender a las exigencias, estando para ello preparado lo mejor posible.

3 Habituarse: Cuerpo y alma están hechos deforma que todo acto es un primer paso en un camino y comienza de una formación permanente. Cuanto antes se comience, se encontrará con más material. Por eso

temprana comunión de los niños.

El período de desarrollo lo más impropio.

Quien desde la infancia ha cuidado una relación confiada con el Salvador, no lo dejará fácilmente. Ciertamente no, si realmente él ha sido una vez el centro de la vida. El momento de acostumbrarse produce sus efectos mayormente en la

santa comunión diaria,

que, por supuesto, es una consecuencia lógica de las verdades eucarísticas. Además, surgen exigencias para

que se habitúe el cuerpo y se lleve el debido orden.

8 de julio

Para los niños que tienen la obligación de ir a la escuela -como para la mayoría de los adultos- es necesario levantarse temprano y, correspondientemente, concluir pronto el día, y evitar, a ser posible, actividades nocturnas. Un niño sano, que se va a la cama hacia las 8 (eventualmente las 9), podrá levantarse temprano, hacia las 6, sin perjuicio alguno; e, igualmente, con unos horarios de comida regulados podrá permanecer en ayunas sin perjuicio alguno. Con los niños enfermos y débiles hay que proceder, naturalmente, con cuidado.

Naturalmente, se cuida debidamente la disposición anímica para la santa comunión durante toda la vida; por eso, la santa comunión diaria es el medio más fuerte para deshabituarse del pecado; al mismo tiempo, la relación íntima con el Salvador es un adiestramiento en lo que le agrada al corazón divino, es decir, la escuela de virtud más eficaz. Y así toda la vida es formada eucarísticamente por dentro y por fuera. La firme regulación de la vida externa recuerda la Regla de las Órdenes, que, por así decirlo, sólo es la extraordinaria «ley natural» de la vida de la gracia. Esto es un sacrificio para el hombre natural, pero la vida eucarística es, al mismo tiempo, una vida con el Salvador crucificado y en unión con el corazón coronado de espinas, que invita a la compasión y a la expiación.

9 de julio

Cristo está presente en el sacramento con la divinidad y la humanidad. Él mostró al beato Enrique Suso la humanidad sufriente como acceso a la divinidad. Él reveló a Santa Margarita María cómo le es querida la expiación por parte de sus fieles: oración de expiación, comunión de expiación, fiesta del Sagrado Corazón. Pero la perfecta consagración al Sagrado Corazón es entonces sólo alcanzable, cuando tenemos plenamente en él nuestro hogar, el verdadero punto central, la estancia cotidiana y el pan cotidiano, cuando su vida se ha convertido en nuestra vida y la nuestra desaparece en la suya. Anticiparse a vivir esta entrega perfecta y, además, incitar a ello a los demás, esto es una auténtica educación eucarística.

Elevación de la Cruz

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Elevación de la Cruz
14 – IX – 1941

 

San Benito determinó en su Sancta Regula que el tiempo de ayuno para los religiosos debía comenzar con la fiesta de la Exaltación de la Cruz. La prolongada alegría del tiempo pascual y de las solemnidades del verano, y al final, todavía, la fiesta de la Coronación de la Reina del Cielo, podrían empalidecer o dejar pasar a un segundo plano la imagen del Crucificado, tal como sucedió en los primeros siglos del cristianismo. Pero cuando llegó su momento, la cruz apareció llena de luz en el cielo y apremió a la búsqueda del madero de la ignominia, enterrado y olvidado, y a reconocer en él el signo de la salvación, el símbolo de la fe y el distintivo de los creyentes. Cada año, cuando la Iglesia la levanta ante nosotros, hemos de recordar la exhortación del Señor: “El que quiera venir en pos de mí, que tome su cruz…». Acoger la cruz significa recorrer el camino de la penitencia y de la renuncia. Para nosotros, los religiosos, seguir al Salvador significa dejarse clavar en la cruz con los tres clavos de los santos votos. La Exaltación de la Cruz y la renovación de los votos están íntimamente unidas.

El Salvador nos ha precedido en el camino de la pobreza. A Él le pertenecen todos los bienes del cielo y de la tierra. Estos no eran ningún peligro para Él; Él podía hacer uso de ellos y a la vez mantener el corazón perfectamente libre. Pero sabía, sin embargo, que los hombres difícilmente habrían sido capaces de poseer bienes sin apegarse y dejarse esclavizar. Por eso, renunciando a todo nos ha enseñado, más con el ejemplo que por palabras, que todo lo posee quien nada posee. Su nacimiento en un pesebre y su huida a Egipto ya nos demuestran que el Hijo del Hombre no tenía ningún lugar donde apoyar la cabeza. Quien le sigue debe saber que nosotros no tenemos aquí un lugar duradero. Cuanto más vivamente lo sintamos, tanto mayor será nuestro celo por el futuro y nuestra alegría por el pensamiento de que nuestra ciudadanía está en el cielo. Hoy conviene tener presente que la posibilidad de tener que abandonar el querido convento forma parte de nuestra pobreza. Nosotras nos hemos comprometido a observar la clausura y lo hacemos nuevamente siempre que renovamos nuestra profesión. Pero Dios no está obligado a mantenernos siempre dentro de los muros de la clausura. Él no los necesita, porque tiene otros muros para protegernos. En este sentido Él se comporta de modo parecido con los sacramentos. Son los medios destinados a transmitirnos la gracia y nosotros no somos capaces de recibirlos como conviene. Pero Dios no está atado a ellos. En el momento en que por una violencia externa nos viésemos privados de recibir los sacramentos, Él podría ofrecérnoslos de otras maneras y abundantemente; y Él lo hará tan de seguro y copiosamente según la fidelidad con que nosotros nos hayamos acercado antes a los Sacramentos. Por eso tenemos la santa obligación de observar la clausura con la mayor fidelidad posible para poder llevar a cabo, sin obstáculos, nuestra vida escondida con Cristo en Dios. Si somos fieles en esto y fuéramos arrojadas a la calle, el Señor enviaría a sus ángeles para que protegieran nuestras almas con sus alas invisibles mejor que los más altos y robustos muros. Ciertamente no hemos de desear tal situación. Podemos rezar para que no tengamos que sufrir esta experiencia, pero sólo con el deseo sincero y serio: Que no se haga mi voluntad, sino la tuya. El voto de pobreza quiere ser renovado sin reservas.

¡Hágase tu voluntad!. Este fue el contenido de la vida del Salvador. Vino al mundo para cumplir la voluntad del Padre; no sólo para reparar con su obediencia el pecado de la desobediencia, sino para guiar a los hombres por el camino de la obediencia a su meta. La voluntad de las criaturas no tiene capacidad para ser libre autónomamente. Ella está llamada a adecuarse a la voluntad divina. Si se somete libremente a ello, entonces se le concede cooperar libremente en el perfeccionamiento de la Creación. Si la criatura libre rechaza esta adecuación, pierde su libertad. La voluntad del hombre todavía es capaz de elegir, pero se encuentra aún en el ámbito de las criaturas que la arrastran y empujan en direcciones que le apartan del desarrollo de su naturaleza, querido por Dios, y de la meta a la que estaba destinada en su libertad originaria. Junto a la libertad originaria perdió el hombre la seguridad de su decisión. Es inestable e inseguro, es inquietado por dudas y escrúpulos o se estanca en su error. Ante esta situación no hay más curación que el camino del seguimiento de Cristo: del Hijo del Hombre, el cual no sólo obedeció directamente al Padre celestial, sino que se sometió a los hombres que la voluntad del Padre había colocado sobre Él. La obediencia establecida por Dios libera de las ataduras de las criaturas a la voluntad esclavizada y la lleva de nuevo a la libertad. Es por eso, también, el camino que conduce a la pureza del corazón.

Ninguna cadena de esclavitud es más fuerte que la de las pasiones. Bajo su peso, el cuerpo, el alma y el espíritu pierden fuerza y salud, claridad y belleza. Igual que los hombres marcados por el pecado original son casi incapaces de no apegarse a los bienes que poseen, así toda afección puramente natural corre el peligro de degenerar en pasión, con todas sus desastrosas consecuencias. Para ello Dios nos ha concedido dos remedios: el matrimonio y la virginidad. La virginidad es el camino más radical y por eso el más fácil. Pero este no es, ciertamente, el motivo más profundo por el cual Cristo la eligió para precedernos. Ya el mismo matrimonio es un gran misterio en cuanto símbolo y signo de la unión de Cristo con la Iglesia y, al mismo tiempo, como su instrumento. Pero la virginidad es un misterio aún más profundo: no es sólo símbolo e instrumento, sino también participación de la unión conyugal con Cristo y de su fecundidad sobrenatural. Tiene su origen en lo más profundo de la vida divina y nos conduce nuevamente a ella. El Padre eterno entregó con amor incondicional la totalidad de su esencia al Hijo. Y de la misma manera se la regala nuevamente el Hijo al Padre. En nada podía cambiar esa entrega sin reservas de Persona a Persona el de paso Dios hecho hombre por la vida temporal. Él pertenece al Padre por toda la eternidad y no podía entregarse a ninguna persona humana. Él podía, solamente, acoger a todo hombre que quiera entregarse a Él, y acogerles en la unidad de su Persona divina-humana y, como miembros de su cuerpo místico, ofrecerlos al Padre. Para eso vino al mundo. Esa es la divina fecundidad de su virginidad eterna: que puede regalar la vida sobrenatural a las almas. Y esa es también la fecundidad de las vírgenes que siguen al Cordero: que acogen la vida divina con una gran fortaleza y una entrega indivisa para, en íntima unión con la Cabeza humano-divina, transmitirla a otras almas y despertar nuevos miembros para la Cabeza.

Resulta connatural a la virginidad divina una esencial repugnancia por el pecado como contrario a la santidad divina. Pero de esta repugnancia por el pecado nace un amor insuperable al pecador. Cristo vino para arrancar del pecado a los pecadores y restablecer la imagen de Dios en las almas profanadas. Viene como Hijo del pecado, -así nos lo demuestra su genealogías y toda la historia del Antiguo Testamento-, y busca la compañía de los pecadores para tomar sobre sí todos los pecados del mundo y llevarles consigo al madero ignominioso de la cruz, que de este modo se convirtió en el signo de su victoria. Por eso las almas virginales no conocen la repugnancia por los pecadores. La fuerza de su pureza sobrenatural no tiene miedo de mancharse. El amor de Cristo las empuja a penetrar en la noche más profunda. Y ninguna alegría maternal se puede comparar con la felicidad del alma capaz de encender la luz de la gracia en la noche del pecado. El camino es la cruz. Bajo la cruz la Virgen de las vírgenes se convirtió en Madre de la Gracia.

 

 

Sancta discretio

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), Sancta discretio

 

Sancta discretio
15 – X – 1938

La santa Regla de San Benito viene a menudo denominada como «discretione perspicua«, es decir, que se distingue por la discreción. La discreción está considerada como impronta característica de la santidad benedictina. En cierto modo, sin ella no existe la santidad y si se la comprende con suficiente profundidad y amplitud, ésta se confunde con la santidad misma.

Se confía algo a alguien «bajo discreción», es decir, se espera que se guardará silencio. Pero discreción es mucho más que el simple sigilo. El discreto sabe, sin necesidad de que se le diga, sobre qué cosas no debe hablar. Posee el don de discernir entre lo que se puede decir y lo que se debe mantener en silencio, cuándo es tiempo de hablar y cuándo de callar, a quién se le puede confiar algo y a quien no. Esto sirve para los asuntos tanto personales como de los otros. Consideramos como «indiscreción» cuando alguien habla de sus asuntos personales en donde no conviene, o cuando su omisión es hiriente.

Se nos ofrece una cantidad de dinero «a discreción», es decir, que podemos disponer libremente de ello. Esto no significa que podemos hacer uso a capricho. El donante deja en nuestras manos el uso porque está convencido de que podemos distinguir muy bien lo que se puede hacer con ello. También en este caso, la discreción es un don de discernimiento.

De este don necesita especialmente el que tiene que dirigir almas. San Benito habla de ello en el contexto de lo que se tiene que exigir al Abad (Santa Regla, cap. 64): en las disposiciones que toma, él tiene que ser «previsor y aventajado», y ya sea un trabajo humano o divino lo que él manda, tiene que saber discernir y ponderar teniendo presente el discernimiento de Jacob cuando dijo: «un día de ajetreo bastaría para que muriese todo el rebaño” (Gn 33,13). Este y otros testimonios sobre el discernimiento, la madre de todas las virtudes, tiene que acogerlo en el corazón y sopesarlo de tal modo que sepa ver qué es lo que los fuertes exigen y qué es lo que asusta a los débiles. Se podría definir aquí la «discretio» como «sabia moderación». Pero la fuente de tal moderación es el don del discernimiento, de saber qué es lo más adecuado para cada uno.

¿De dónde nos viene este don? En nuestra naturaleza hay algo que nos capacita para un cierto grado de discernimiento. Lo designamos como tacto o sensibilidad, un fruto de la cultura espiritual y sabiduría heredadas y adquiridas por medio de una compleja actividad educativa y a través de experiencias vitales. El Cardenal Newman afirmaba que el auténtico caballero (gentleman) se confunde casi con el santo. Ciertamente esto sirve mientras no se supere un cierto límite. A partir de ese límite el equilibrio natural se hace pedazos. Tampoco la discreción natural penetra en lo profundo. Sabe muy bien «cómo tratar a los hombres» y llega a prevenir los atascos de la vida social, engrasando oportunamente los engranajes del sistema. Pero los pensamientos del corazón, lo más íntimo del alma, le permanecen escondidos. Allí penetra sólo el Espíritu que todo lo explora, incluso la profundidad de la divinidad.

La auténtica discreción es sobrenatural. Se encuentra solo dónde reina el Espíritu Santo, donde un alma, entregada totalmente y libre para moverse, está atenta a la suave voz del encantador huésped y espera su soplo.

¿Hay que considerar entonces la discreción como un don del Espíritu Santo? Ciertamente no como uno de los siete dones conocidos, ni como un octavo nuevo. Pertenece esencialmente a cada uno de los dones, de tal modo que puede decirse que los siete dones son modalidades diversas de este don. El don del temor discierne en Dios la divina majestas y comprende la infinita separación existente entre la santidad divina y la propia impureza. El don de la piedad distingue en Dios la pietas, la bondad paternal, y le contempla con el amor temeroso de un niño, un amor que sabe discernir lo que al Padre del Cielo le es debido.

En el don de prudencia se observa, quizás mejor que en ningún otro, el discernimiento, el saber discernir qué es lo más conveniente para cada momento de la vida. Del don de fortaleza se podría pensar que depende solamente de la fuerza de voluntad. Pero la distinción entre una prudencia, que aún reconociendo el justo camino no va por él, y la fortaleza que se impone ciegamente, es sólo posible en un plano puramente natural. Donde mora el Espíritu Santo, el espíritu humano se hace dócil sin oponer resistencia. La prudencia determina sin trabas el comportamiento práctico, la fortaleza es iluminada por la prudencia. Las dos juntas posibilitan al espíritu humano la adaptación dócil a cualquier situación. Puesto que se entrega sin oponer resistencia al Espíritu Santo, consigue superar todo lo que se le presenta. Esta luz celestial le hace discernir con toda claridad, con el don de la ciencia, que todo lo creado y todo acontecimiento está ordenado al Eterno, y le hace comprenderlo en su estructura, el puesto que le corresponde y la importancia que tiene. Le da, junto con el don del entendimiento, el poder mirar en la profundidad de la divinidad misma, y permite que la verdad revelada le ilumine clara mente. En su plenitud, el don de sabiduría le une con la mismísima Trinidad y le deja, por así decirlo, penetrar en la fuente eterna y en lo que ella contiene y de ella mana, en un movimiento vital y divino que es amor y conocimiento en uno.

La sancta discretio es, por todo esto, radicalmente diversa de la sagacidad humana. No discierne en base a un pensamiento progresivo, como puede ser el espíritu investigador humano; tampoco en base a análisis o compendios, o por comparaciones y agrupaciones, o concluyendo y demostrando. Discierne sin dificultad, igual que el ojo a plena luz del día, el contorno de las cosas que tiene ante sí. El percatarse de los más mínimos detalles no impide que se pierda la vista del todo. Cuanto más arriba sube el caminante, más amplio es el panorama que contempla, hasta que alcanza la cima desde donde contempla libremente todos los alrededores. El ojo del espíritu, iluminado por la luz celeste, alcanza las distancias más remotas y nada se le presenta indistinto o indistinguible. Con la unión crece la plenitud hasta que en el sencillo rayo de la luz divina el mundo entero se hace visible, como le sucedió a San Benito en la magna visio.

Amor con amor

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), amor con amor

Introducción
1 Patria y casa paterna
2 Niñez y juventud
3 Alumna del convento
4 Decisión vocacional….
5 En el convento de la Encarnación: Noviciado
6 En la escuela del sufrir. Vida interior
7 Infidelidad
8 Retorno
9 Sólo Dios basta
10 Nuevas pruebas
11 Trabajando para el Señor
12 San José de Ávila: primer convento de la Reforma
13 Extensión de la Reforma
14 Priora en el convento de la Encarnación
15 Luchando por su obra
16 El final

 

 

 

 

 


Amor con amor

Vida y obra de Teresa de Jesús

Introducción

Ayer tuvimos en nuestra iglesia conventual adoración del Santísimo. Desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche se reunió, para cantar y rezar en torno al altar, la fiel comunidad simpatizante del Carmelo. Después se cerró la Iglesia y durante la noche las hermanas se turnaron para adorar al Santísimo. Mientras fuera, el jaleo de los Carnavales induce a los hombres a la borrachera y al frenesí, el poder político daña a los espíritus y muy duras necesidades presionan tanto los ánimos que muchos olvidan alzar la mirada al cielo, en lugares silenciosos de oración como éste están los corazones abiertos al Señor: por la frialdad, la desatención que fuera ofrecen al Señor, estos corazones le ofrecen un caluroso amor como compensación; por las molestias que tiene que soportar diariamente el corazón divino ellos ofrecen sacrificios expiatorios; con sus llantos dirigidos a Dios suplican su gracia y misericordia para cuantos están en el pecado y sufren necesidad. En nuestra época, en la que se ha hecho manifiesta la impotencia de todos los medios naturales para combatir la miseria presente en todas las tierras, se ha despertado nuevamente una nueva comprensión por el poder de la oración, de la expiación y de la reparación vicaria. De aquí la afluencia de los creyentes a lugares de oración y el clamoroso deseo por los conventos de vida contemplativa, cuya vida está consagrada a la oración y a la expiación. Por eso se habla también del Carmelo en todos los rincones, una Orden que hace pocos años era muy poco conocida. En los diversos conventos han surgido el deseo por nuevas fundaciones. Uno se siente trasladado en el tiempo en que nuestra Santa Madre Teresa, la fundadora del Carmelo reformado, atravesaba España de Norte a Sur y de Este a Oeste, plantando nuevas viñas para el Señor. Y querría transplantar en nuestro tiempo algo del espíritu que invadía a esta gran mujer que en un siglo de luchas y turbulencias construyó un maravilloso edificio. Quiera ella enviarnos su bendición para que al menos este pequeño escrito sobre su vida y obras, ilumine algo de su espíritu y lo contagie en el corazón de los lectores; y que despierte el deseo de conocerla más cercanamente en las fuentes, en el rico tesoro de sus propios escritos; y quien aprenda a beber de estas fuentes, no se cansará de recoger allí de nuevo el ánimo y la fuerza.

Carmelo de Colonia‑Lindenthal, fiesta de la Presentación de María de 1934.


1 Patria y casa paterna

En el siglo de las luchas religiosas y del gran cisma de la Iglesia, desarrolló su actividad Teresa, compañera en raza y genio del defensor de la fe, Ignacio de Loyola. Cuando vino a este mundo, habían pasado apenas 20 años de la expulsión de los moros y de la unión de toda la península ibérica en la fe católica. Ocho siglos de guerras continuas entre la cruz y la media luna habían dejado detrás de sí el pueblo español. En tantas luchas se había acrisolado un pueblo de héroes, un ejército de Cristo Rey. La patria de Teresa, el reino de Castilla, era la fortaleza de donde la cruz, en lucha empedernida, avanzó más y más hacia el sur y los caballeros castellanos formaban la tropa escogida de los soldados de la fe. De una de esas familias de héroes descendía la audaz batalladora de Dios. Una ciudad arraigada en firmes roqueros, la fortaleza de Ávila, llamada también «Ávila de los santos», fue su ciudad natal. De nobleza ancestral eran sus padres, don Alonso de Cepeda y su segunda esposa, doña Beatriz de Ahumada. Según costumbre de su tiempo y patria fue conocida con el apellido materno Teresa de Ahumada. Cuando al rayar el alba del 28 de marzo de 1515 vino a este mundo, repiqueteaban las campanas del recién fundado convento de las carmelitas, llamando a los fieles a la consagración de la capilla monástica. Era el convento que, más tarde, por varias décadas, se convertiría en su hogar, y donde el Señor había determinado modelar su vaso de elección. Teresa era la sexta de los hijos de su padre, y la tercera de su joven madre, que contó, entre los propios, una hija y dos hijos de la primera esposa de su marido. A estos cinco mayores se unieron con el tiempo seis más. Don Alonso de Cepeda era un hombre de profunda piedad y de virtudes. Con gran interés vigilaba la educación de sus hijos, procurando apartar de ellos toda influencia negativa, animándoles a practicar el bien y siendo él mismo un modelo de vida auténticamente cristiana. La delicada doña Beatriz, humilde y suave, tenía una profunda piedad, y por su débil salud recibió agradecida los servicios de la hija mayor de su marido, María, en la educación de los muchos hijos. Esa ininterrumpida convivencia materna, hizo aflorar espontáneamente en los corazones infantiles el amor a Dios y el amor a la oración.


2 Niñez y juventud

El corazón de la pequeña Teresa estaba lleno de amor y respeto hacia sus nobles padres y de confianza sincera hacia sus hermanos. Sus hermanos más jóvenes eran sus mejores compañeros. La austera María, cargada con las responsabilidades de los adultos, como compañera no era la adecuada; tampoco podía serlo, la benjamina, que era varios años más joven. El íntimo de su infancia fue Rodrigo, cuatro años mayor que ella. Los piadosos relatos de la madre y las primeras lecturas llenaron de celo a esta pequeña española. A pesar de lo que disfrutaba y se alegraba en las reuniones, prefería retirarse en algún rincón del jardín para rezar en la soledad. Se llenaba de alegría cuando podía dar limosna a los pobres. Y un buen día esta niña de siete años le cuenta a su hermano predilecto un plan secreto en el que ella había pensado. Ella misma nos lo narra así en su autobiografía: «Juntábamonos a leer vidas de santos… Como veía los martirios que por Dios las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba yo mucho morir así» (V 1,4). Para ella no había casi diferencia entre el deseo y la puesta en práctica, y su hermano se sintió contagiado por ese entusiasmo. «Concertábamos irnos a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen; y paréceme que nos daba el Señor ánimo en tan tierna edad, si viéramos algún medio, sino que el tener padres nos parecía el mayor embarazo» (V 1,4). Pero el pensamiento del gozo eterno, se sobrepuso al dolor de la separación. «Espantábanos mucho el decir que pena y gloria era para siempre, en lo que leíamos. Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto y gustábamos de decir muchas veces: ¡para siempre, siempre, siempre! (V 1,4). Y al día siguiente, bien de mañanita, a escondidas, se pusieron en camino. Pero no fueron muy lejos. Muy felices habían atravesado la puerta de la muralla, pero poco después se encontraron con su tío paterno que condujo a los pequeños fugitivos de nuevo a su casa. Ya se les había echado de menos, y fueron recibidos con reproches. «Yo me he marchado», replicó Teresa, «porque quería ver a Dios, y para verlo hay que morir primero». Para ella fue muy doloroso el fracaso de su hermoso plan. Pero su celo religioso no desapareció por ello. Con su hermano Rodrigo construía ermitas en el jardín, con sus amigas jugaba a ser monja y multiplicaba sus actos religiosos.

La muerte prematura de la madre supuso en la vida de la joven Teresa un corte radical. Tenía entonces trece años de edad. Ella misma lo narra así: «Como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de Nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que aunque se hizo con simpleza, que me ha valido; porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a ella y, en fin, me ha tornado a sí»(V 1,7). La joven se daba cuenta muy bien que precisaba de una ayuda especial, que había perdido precisamente a la madre cuando más la necesitaba. En Teresa habían florecido los encantos naturales de la juventud. Hermosos rizos negros caían sobre su frente blanca; sus luminosos ojos negros delataban el ardor de su alma; su andar y ademanes eran de un garbo natural y nobleza. La vivacidad de su espíritu y su encantadora amabilidad constituían en sus relaciones sociales un estímulo al que nadie se podía resistir. Los peligros, que la sombra de esos dones naturales favorecían, fueron creciendo a causa de una inclinación congénita que ya en vida de la madre estaba despierta en la joven. Doña Beatriz, que a causa de sus dolores, vivía continuamente encerrada en casa, buscaba entretenimiento en la lectura de novelas de caballerías y permitía, a escondidas del marido, que sus hijos también las leyesen. Después de su muerte, se sumergió Teresa en esas apasionantes lecturas sin trabas, devorando libros y más libros, día y noche. Esos libros de caballerías están hoy olvidados. Pero su carácter y efectos perniciosos son de todos bien conocidos, gracias a la sátira maestra que Cervantes en su Don Quijote describió. El «Caballero de la Triste Figura», para quien los molinos de viento se convertían en gigantes, y la criada del labriego en una princesa, es víctima de una fantástica alucinación de la vida real. También la fantasía alborotada de Teresa se sintió afectada por las descripciones fabulosas de los caballeros románticos. Su colorido chillón hizo desvanecer el suave encanto de las leyendas piadosas de su niñez. Con amargos arrepentimientos juzgaría más tarde esos extravíos de su juventud: «Fatígame ahora ver y pensar en qué estuvo el no haber yo estado entera en los buenos deseos que comencé. !Oh Señor mío!, pues parece tenéis determinado que me salve, plega a Vuestra Majestad sea así… ?no tuvierais por bien… que no se ensuciara tanto posada adonde tan continuo habíais de morar? Fatígame, Señor, aun decir esto, porque sé que fue mía toda la culpa; porque no me parece os quedó a Vos nada por hacer para que desde esta edad no fuera toda vuestra» (V 1,7‑8).

Era natural que la joven Teresa intentara asemejarse a las heroínas de sus novelas: «Comencé a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabello y olores y todas las vanidades que en esto podía tener… Duróme mucha curiosidad de limpieza demasiada y cosas que me parecía a mí no eran ningún pecado, muchos años» (V 2,2). No faltaban admiradores de su belleza. Pero el riguroso padre no admitía en su casa a jóvenes extraños. Sólo los primos de la misma edad tenían entrada: «Eran casi de mi edad, poco mayores que yo. Andábamos siempre juntos. Teníanme gran amor, y en todas las cosas que les daba contento, los sustentaba plática y oía sucesos de sus aficiones y niñerías no nada buenas; y lo que peor fue, mostrarse el alma a lo que fue causa de todo su mal» (V 2,2). De un modo especial fue negativa la influencia de un familiar: «Era tan de livianos tratos, que mi madre la había mucho procurado desviar que tratase en casa; parece adivinaba el mal que por ella me había de venir, y era tanta la ocasión que había para entrar, que no había podido. A esta que digo, me aficioné a tratar. Con ella era mi conversación y pláticas, porque me ayudaba a todas las cosas de pasatiempo que yo quería, y aun me ponía en ellas y daba parte de sus conversaciones y vanidades. Hasta que traté con ella, que fue de edad de catorce años, y creo que más (para tener amistad conmigo ‑digo‑ y darme parte de sus cosas) no me parece había dejado a Dios por culpa mortal, ni perdido el temor de Dios, aunque le tenía mayor de la honra. Este tuvo fuerza para no la perder del todo, ni me parece por ninguna cosa del mundo en esto me podía mudar, ni había amor de persona de él que a esto me hiciese rendir» (V 2,3). Con todo el influjo fue muy profundo. «Y es así que de tal manera me mudó esta conversación, que de natural y alma virtuosa no me dejó casi ninguna y me parece me imprimía sus condiciones ella y otra que tenía la misma manera de pasatiempos» (V 2,4). El padre y la hermana mayor, que con cuidado materno se preocupaba de los hermanos más pequeños, notaron sorprendidos la transformación, y decidieron tomar una solución. Cuando María tuvo que abandonar la casa paterna para seguir a su marido, don Alonso confió a su hija predilecta, para su educación, a las agustinas. De repente y sin despedirse, desapareció Teresa de aquel círculo alegre donde ella había sido el punto de atención.


3 En el convento de las Agustinas

El convento de Nuestra Señora de la Gracia era en Ávila muy bien considerado. Las grandes familias de la ciudad le confiaban sus hijas. Los primeros días, dentro de los muros claustrales, le parecían a Teresa como si estuviera en una cárcel. A aquella soledad se unía un martirio de escrúpulos por lo acaecido durante los últimos meses; remordimientos de conciencia la atormentaban. Pero ese estado de ánimo no duró mucho; pronto recuperó tranquilidad de espíritu y se ajustó sin dificultad a la vida del pensionado. María de Briceño, maestra de las niñas seglares y gran educadora, acaparó toda su atención. «Dormía una monja con las que estábamos seglares, que por medio suyo parece quiso el Señor comenzar a darme luz» (V 2,10). «Pues comenzando a gustar de la buena y santa conversación de esta monja, holgábame de oírla cuán bien hablaba de Dios, porque era muy discreta y santa… Comenzóme a contar cómo ella había venido a ser monja por sólo leer lo que dice el Evangelio: Muchos son los llamados y pocos los escogidos. Decíame el premio que daba el Señor a los que todo lo dejan por El. Comenzome esta buena compañía a desterrar las costumbres que había hecho la mala y a tornar a poner en mi pensamiento deseos de las cosas eternas y a quitar algo de la gran enemistad que tenía con ser monja, que se me había puesto grandísima» (V 3,1).

«Estuve año y medio en este monasterio harto mejorada. Comencé a rezar muchas oraciones vocales y a procurar con todas me encomendasen a Dios, que me diese el estado en que le había de servir, mas todavía deseaba no fuese monja, que éste no fuese Dios servido de dármele, aunque también temía el casarme. A cabo de este tiempo que estuve aquí, ya tenía más amistad de ser monja, aunque no en aquella casa, por las cosas más virtuosas que después entendí tenían, que me parecían extremos demasiados… También tenía yo una grande amiga en otro monasterio, y esto me era parte para no ser monja, si lo hubiera de ser, sino donde ella estaba. Miraba más el gusto de mi sensualidad y vanidad que lo bien que me estaba a mi alma. Estos buenos pensamientos de ser monja me venían algunas veces y luego se quitaban, y no podía persuadirme a serlo» (V 3,2).


4 Decisión vocacional

Teresa regresó a casa sin tener ideas claras sobre su futuro. El motivo fue una grave enfermedad. En los días de reconvalecencia, y para reponerse, fue a la casa de campo de su hermana María, quien la recibió con mucho amor y la hubiera retenido consigo. Pero el padre no se podía apartar de su compañía. El mismo fue a recogerla, y de vuelta la dejó por algunas semanas en casa de su hermano, Pedro Sánchez, en Hortigosa, mientras él trataba de resolver algunos negocios. La permanencia en la casa del tío iba a ser decisiva para Teresa. La vida del tío estaba completamente dedicada a la oración y lectura de libros espirituales. El la suplicó se los leyera. «Aunque no era amiga de ellos, mostraba que sí, porque en esto de dar contento a otros he tenido extremo, aunque a mí me hiciese pesar»(V 3,4). Esta vez no sería para su pesar. Bien pronto fue cautivada por lo libros que su tío la daba a leer. Las Epístolas de S. Jerónimo, los Morales de S. Gregorio, y las obras de S. Agustín conquistan su espíritu y hacen renacer en ella el entusiasmo por lo santo de los años juveniles. A veces se corta la lectura, y se engarza un diálogo entre el anciano y la joven lectora sobre temas serios y eternos. En ese ambiente madura la firme resolución de Teresa. Una mirada rápida a su vida pasada. ¿Qué hubiera sido de ella si el Señor la hubiese llamado de esta vida en los días de vanidades y traiciones? A semejante peligro no quería exponerse más. La salvación eterna, he ahí la meta de su vida futura, y para no perderla más de vista, tendrá que vencer como verdadera heroína su antipatía por ser monja, su amor exaltado a la libertad, y su tierna afición a padre y hermanos. A la lucha interna, sigue una lucha externa más encarnizada. A pesar de su religiosidad, don Alonso no quiere separarse de su hija predilecta. Todas las súplicas, todas las intervenciones del tío y de los hermanos, son inútiles. Pero Teresa no es menos testaruda que su padre. Dado que éste no concede el permiso, abandona a escondidas la casa paterna. Como en su primera y pueril aventura, es también un hermano el confidente en esta segunda y más trascendental aventura. Ya no es Rodrigo ‑él no está en España pues presta sus servicios en las recién descubiertas tierras americanas‑, en su lugar es Antonio el confidente, dos años más joven que Teresa. Ella misma nos lo cuenta así: «En estos días que andaba con estas determinaciones, había persuadido a un hermano mío a que se metiese fraile, diciéndole la vanidad del mundo, y concertamos entrambos de irnos un día muy de mañana al monasterio adonde estaba aquella mi amiga, que era al que yo tenía mucha afición… Acuérdaseme, a todo un parecer y con verdad que cuando salí de casa de mi padre no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí, que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciendo una fuerza tan grande que, si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera que lo puse por obra.» (V 4,1). Antonio acompañó a su hermana hasta la puerta del convento de las carmelitas y él se dirigió después al de Sto. Tomás de los dominicos, en donde pidió ser admitido. Era el día de ánimas de 1533 .

5 En el convento de la Encarnación: Noviciado

La casa, que en las infantiles consideraciones de Teresa aventajaba a la de las agustinas por tener en ella a una querida amiga ‑Juana Suárez, hermana carnal de su educadora María Briceño‑, era el convento de las Carmelitas de la Encarnación. Pero tenía también otras ventajas naturales, que a un espíritu sensible podían fácilmente seducir: su enclave panorámico, su armonía arquitectónica, la huerta amplia cruzada por arroyos de aguas cristalinas. Pero tales cosas estaban muy lejos de influir en la decisión de Teresa. «… al monasterio… que era al que yo tenía mucha afición, puesto que ya en esta postrera determinación ya yo estaba de suerte, que a cualquiera que pensara servir más a Dios o mi padre quisiera, fuera; que más miraba ya al remedio de mi alma, que del descanso ningún caso hacía él»(V 4,1). Era, pues, bien claro que la gracia de Dios la guiaba a donde con infalible certeza interior debía dirigir sus pasos.

La Orden de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo, a la que Teresa pertenecía, tenía un largo pasado rico de fama. Veneraba al profeta Elías como su fundador, quien guio a sus discípulos a una vida de oración y penitencia en las cuevas del Monte Carmelo. Cuando con su oración liberó al pueblo de Israel de la terrible sequía, vio, ‑según narran las leyendas de la Orden‑, la imagen de la Madre de Dios en aquella nubecilla anunciadora de las aguas deseadas, símbolo de la gracia divina. El fue el primer venerador de la Madre de Dios, y en las alturas del Monte Carmelo se levantaría el primer santuario mariano. En el tiempo de las Cruzadas recibieron los ermitaños del Monte Carmelo una organización monacal y el patriarca Alberto de Jerusalén les escribió, tras muchos ruegos, la regla primitiva hacia 1200: en soledad y silencio deben meditar las leyes del Señor día y noche, ayunar asiduamente según antigua costumbre, y según consejo del Apóstol, ganarse lo necesario para vivir con el trabajo de sus manos. La persecución de los religiosos por los mahometanos, nuevos conquistadores de Palestina, provocó el traslado de la Orden hacia Occidente. Aquí le sucedió lo mismo que a las demás Ordenes al ocaso de la Edad Media: la austera observancia de los años primeros, fue relajándose; el papa Eugenio IV mitigó la regla primitiva, y según esa mitigación fueron fundados los primeros conventos de las carmelitas en el siglo XV. Según esa Regla mitigada se fundó también el convento de la Encarnación. Cuando Teresa entró en él, no hacía muchos decenios desde su fundación, y nadie podía decir que estuviese relajado. Las Constituciones se observaban con fidelidad puesto que entre las monjas del convento, había muchas de profunda religiosidad y ejemplar conducta, pero del espíritu austero de la regla primitiva quedaba bien poco. El decorado interior del convento era casi fastuoso y permitía una vida cómoda. Los rigurosos ayunos y penitencias habían sido en gran parte suprimidos y en el trato con seglares reinaba gran libertad. La afluencia a un lugar tan pintoresco era tal, que en 1560 contaba el convento con unas 190 monjas. A pesar de todo, proporcionaban las Constituciones un ambiente donde cada cual se podía entregar del todo a la oración: Teresa recorrió aquí todas las etapas de la vida interior hasta la cúspide.

Las últimas sombras de la felicidad de la joven novicia se disiparon por completo cuando don Alonso manifestó conformidad con la decisión de Teresa y con celo fervoroso se arriesgó a escalar con su hija predilecta y bajo su dirección el monte de la perfección cristiana. Con la misma entereza con que había abandonado la casa paterna, acomete ahora la nueva vida claustral, entregándose a la oración, al ejercicio de la obediencia, y a la caridad con sus hermanas. La recompensa divina fue enorme. El miedo ante el juicio divino y la preocupación por la salud eterna, que en un principio la habían decidido a tomar tal valiente resolución, ceden paso a un amor inflamado por la misericordia de Dios. «En tomando el hábito, luego me dio el Señor a entender cómo favorece a los que se hacen fuerza para servirle… A la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy, y mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura. Dábanme deleite todas cosas de religión, y es verdad que andaba algunas veces barriendo en horas que yo solía ocupar en mi regalo y gala, y acordándoseme que estaba libre de aquello me daba un nuevo gozo, que yo me espantaba y no podía entender por dónde venía. Cuando de esto me acuerdo, no hay cosa que delante se me pusiese, por grave que fuese, que dudase de acometerla; porque ya tengo experiencia en muchas que, si me ayudo al principio a determinarme a hacerlo (que, siendo sólo por Dios, hasta comenzarlo quiere, para que más merezcamos, que el alma sienta aquel espanto, y mientras mayor, si sale con ella, mayor premio y más sabroso se hace después)» (V 4, 2).

Con santa alegría tomaba parte la joven novicia en los rezos corales. Pero estos rezos prescritos no eran suficientes para su celo. En los ratos libres pasaba horas enteras en meditación ante el tabernáculo. Pero este celo por la oración suscitó malentendidos y críticas por parte de monjas menos amigas de la oración. Pero nada ni nadie pudo apartarla del camino emprendido. El amor a Dios transformó su natural amabilidad y su disposición a agradar a todos, con un nuevo estímulo y con una más noble motivación. Un día pasado sin haber hecho algo por amor al prójimo, era para ella un día perdido. Por eso aprovechaba la más mínima ocasión. Sobre todo el cuidado de los enfermos la llenaba de alegría. A una monja, que padecía una enfermedad tan horripilante que a todas las demás les daba náuseas, la cuidaba ella con la más fina ternura y se esmeraba en hacerla ver que no le causaba náusea ninguna. La paciencia de esta monja con tantos dolores la asombraba de tal forma, que despertó en ella el deseo de padecer otro tanto. «… pedía a Dios que, dándomela así a mí, me diese las enfermedades que fuese servido. Ninguna me parece temía, porque estaba tan puesta en ganar bienes eternos, que por cualquier medio me determinaba a ganarlos. Y espántome, porque aún no tenía, a mi parecer, amor de Dios, como después que comencé a tener oración me parecía a mí le he tenido, sino una luz de parecerme todo de poca estima lo que se acaba y de mucho precio los bienes que se pueden ganar con ello, pues son eternos.» (V 5,2). Bien pronto fueron escuchadas sus oraciones.


6 En la escuela del sufrir. Vida interior

Poco después de hacer la profesión (el 3 de noviembre de 1537) un fuerte dolor de corazón la obligó a guardar cama. Sobrellevó los dolores, la forzada inactividad y la imposibilidad de acudir a los actos de comunidad con no menos paciencia, que aquella monja enferma a la que admiró, de forma que se ganó el amor de las hermanas, aun de aquellas que la criticaban en muchos puntos y la malentendían. Su querido padre no dejaba de buscar todos los medios posibles para curarla y, ya que los médicos no la sirvieron de nada, decidió llevarla a una curandera que gozaba de mucha fama. Como en el convento de la Encarnación no se guardaba estrecha clausura, no había ningún reparo en confiar a la joven enferma al cuidado de la familia. El largo viaje pasó primero por Hortigosa. Pedro Sánchez la dio un libro del padre Osuna sobre la oración de recogimiento, que bien pronto se convertiría en su guía espiritual. El invierno lo pasó Teresa en la casa de campo de su hermana María de Cepeda. Y aun cuando aquí, como en años pasados, se vio rodeada del cariño de los suyos a los que correspondía con amor fraternal, supo Teresa distribuir las horas del día de tal forma, que la quedase siempre tiempo para dedicarse a la oración de recogimiento, y de esta forma ser fiel al espíritu de su vocación claustral aun fuera de la Orden. La enfermedad se agravó mucho, de forma que fue para todos un alivio al llegar la primavera, fecha que la curandera de Becedas había determinado para comenzar con las curas. El largo viaje fue un verdadero martirio, pero aún mucho mayor fue el tratamiento, que en lugar de aliviarla, recrudeció los sufrimientos. Y a pesar de los dolores insoportables, se aferró a su oración contemplativa siguiendo a su nuevo guía. Y el Señor recompensó esa fidelidad heroica, levantándola ya entonces a un alto grado de vida interior.

La maestra de la oración ha descrito más tarde en sus escritos, con incomparable claridad, la vida mística de la gracia en todos sus grados. La principiante, que entonces comenzaba a probar la oración, no sabía lo que pasaba en su alma. Pero para comprender el desarrollo de su vida interior, es necesario que digamos antes algo sobre la vida interior.

La oración es el trato del alma con Dios. Dios es amor, y amor es bondad que se regala a sí misma; una plenitud existencial que no se encierra en sí, sino que se derrama, que quiere regalarse y hacer feliz. A ese desbordante amor de Dios debe toda la creación su ser. Las creaturas más dignas son los seres dotados de espíritu, que reciben ese amor de Dios entendiéndole y libremente pueden corresponder: los ángeles y los hombres. La oración es la hazaña más sublime de la cual es capaz el espíritu humano. Pero no es rendimiento humano sólo. La oración es como la escala de Jacob, por la que el espíritu humano trepa hacia Dios, y la gracia de Dios desciende a los hombres. Los escalones de la oración se diferencian entre sí, a medida de la participación entre la potencia del alma y la gracia de Dios. Allí donde el alma con sus potencias no puede actuar más, sino que es como un cántaro que rellena la gracia, se habla de vida mística de la oración.

El primer grado es la oración vocal, que se realiza con determinadas fórmulas habladas: el Padre Nuestro, el Ave María, el rosario, las Horas canónicas. Esa oración vocal no debe de entenderse de forma, que consista sólo en pronunciar las palabras. Donde la oración vocal se practica de forma que el espíritu no se eleva hacia Dios, es una apariencia de oración, no una oración verdadera. Las palabras son un apoyo para el espíritu, indicándole un camino.

Un nivel más alto es la meditación. Aquí se desenvuelve el espíritu en libertad, sin trabas de lenguaje. Por ejemplo, uno medita sobre el misterio del nacimiento de Jesús. La fantasía le transporta a la gruta de Belén, le muestra al Niño en el pesebre, a sus santos padres, a los pastores y a los reyes. Su entendimiento pondera la grandeza de la misericordia divina, el corazón se siente sobrecogido de amor y agradecimiento, la voluntad se decide a hacerse más digna del amor divino. De esta forma acapara la meditación todas las potencias del alma, y, ejercida perseverantemente, puede poco a poco cambiar al hombre por completo. El Señor suele premiar esa perseverancia en la meditación de otra forma: le eleva a una forma de oración más alta.

Ese grado más alto lo denomina la Santa oración de quietud. A la desbordante actividad del entendimiento, sigue un recogimiento de todas las potencias del alma. El alma ya no es capaz de hacer grandes cabriolas intelectuales y decidir resoluciones concretas; se ve abrumada por algo, que se le echa encima sin poderlo resistir; es la presencia divina que la ensombra y la reposa.

Mientras que los primeros grados de la oración los puede escalar cualquier creyente con humano tesón, aunque, claro está, siempre ayudado por la gracia divina, topamos aquí las fronteras de la vida mística de la gracia, que no se pueden atravesar con la fuerza humana, sino que es sólo fuerza divina la que nos arrastra a ella.

Y si la evidencia de la presencia divina acapara totalmente al alma y la hace rebosar de incomparables gozos humanos, la unión con Dios sobrepuja de manera inaudita esos gozos, que aquí, si bien como chispas fugaces, se la regalan.

En este grado de gracias místicas se acumulan variedad de experiencias, que aun al exterior pueden apreciarse como extraordinarias: éxtasis y visiones. Las potencias interiores del alma se sienten de tal forma imantadas por actuaciones sobrenaturales, que sus potencias exteriores, los sentidos, se ven atrofiados: ni ve, ni oye, el cuerpo es incapaz de percibir el dolor, y está a veces rígido como un cadáver. En cambio el alma, aligerada del cuerpo, redunda de actividad: ya ve al Señor en imagen corpórea, ya a la Madre de Dios, ya a los ángeles, ya a los santos. Contempla esos cuerpos celestiales como si los viera con sus propios ojos. O bien el entendimiento se ve iluminado por una luz sobrenatural y le permite contemplar verdades ocultas. Estas revelaciones personales tienen por lo general el fin de instruir al alma sobre su propio estado, o sobre el estado de otras almas; de familiarizar al alma con los secretos divinos y preparar al alma para una determinada misión, que el Señor le tiene preparada. No faltan nunca en la vida de los santos, si bien no es lo esencial de su santidad. La mayoría de las veces aparecen en un determinado estado para desaparecer de nuevo.

Las almas que el Señor ha preparado y probado mediante frecuentes uniones temporales, revelaciones extraordinarias, sufrimientos y tentaciones de toda clase, las quiere El vincular consigo. Establece una alianza con ellas, lo que se llama desposorio místico. El espera de esas almas que se dediquen por completo a su servicio; El se preocupa de ellas y está siempre dispuesto a cumplir sus peticiones.

Finalmente, el grado más alto de la gracia divina, Teresa la llama matrimonio místico. Las manifestaciones extraordinarias cesan, pero el alma está siempre unida con el Señor; goza de su presencia aun en medio de los negocios exteriores, que no la impiden para nada la unión.

Todos estos grados de la oración ha recorrido la Santa en un desarrollo espiritual de muchos años, antes de poder darse cuenta de ellos y poderlos explicar a otros. Los comienzos tuvieron precisamente lugar en un estado de dolores físicos terribles: «Comenzóme su Majestad a hacer tantas mercedes en los principios, que al fin de este tiempo que estuve aquí… comenzó el Señor a regalarme tanto por este camino, que me hacía merced de darme oración de quietud, y alguna vez llegaba a unión, aunque yo no entendía qué era lo uno ni lo otro, y lo mucho que era de preciar, que creo me fuera gran bien entenderlo. Verdad es que duraba tan poco esto de unión, que no sé si era Avemaría; mas quedaba con unos efectos tan grandes, que con no haber en este tiempo veinte años, me parece traía el mundo debajo de los pies, y así me acuerdo que había lástima a los que le seguían, aunque fuere en cosas lícitas. Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente, y ésta era mi manera de oración. Si pensaba en algún paso, le representaba en lo interior…» (V 4,7).

El efecto de la vida de oración, era un crecimiento progresivo en el amor a Dios y a las almas. Si ya en un principio sus encantos naturales influenciaban de forma inaudita sus relaciones humanas, la fuerza de su amor sobrenatural le daban ahora un poder irresistible. El primero que experimentó ese poder, fue un sacerdote con quien se confesaba en Becedas. A la vista de esa alma pura, que se acusaba con amargo arrepentimiento de inocentes tropiezos, le tocó de tal manera que confesó a su penitenta el gravísimo pecado en que hacía años vivía. Ella no pudo descansar, hasta verle romper las cadenas que le apresaban. La fuerza de sus palabras y ruegos le convirtieron en un penitente arrepentido.

Después de volver a la casa paterna de Ávila, se agravó el estado de la enferma de tal modo que se perdió toda esperanza de mejoría. Cuatro días enteros estuvo sin conocimiento. La noticia de su muerte se corrió por toda la ciudad. En el convento de la Encarnación se había abierto la fosa. Las carmelitas de Ávila habían cantado una misa solemne por el eterno descanso de su alma. Sólo el padre y los hermanos no cesaban de asediar con súplicas al cielo. Al fin abrió los ojos. Al despertar pronunció algunas palabras que dejaban entrever, que durante su muerte aparente había visto cosas extraordinarias. En sus últimos días confesaba haberla mostrado Dios cielo e infierno, además de su actividad por la Orden, la muerte edificante de su padre y de su amiga Juana Suárez, así como su propia muerte.

Tan pronto como experimentó una liviana mejoría, pidió la llevasen sin más tardanza al convento. Pero muchos años se vio amarrada al lecho, parecía tullida para siempre y padecía dolores increíbles. Su estado anímico durante esos años de prueba, la describe ella misma así: «Todos los pasé con gran conformidad y, si no fue estos principios, con gran alegría; porque todo se me hacía nonada comparado con los dolores y tormentos del principio. Estaba muy conforme con la voluntad de Dios, aunque me dejase así siempre. Paréceme era toda mi ansia de sanar por estar a solas en la oración como venía mostrada, porque en la enfermería no había aparejo…, edificaba a todos, y se espantaban de la paciencia que el Señor me daba; porque, a no venir de mano de su Majestad, parecía imposible poder sufrir tanto mal con tanto contento.» (V 6,2)

«Gran cosa fue haberme hecho la merced en la oración que me había hecho, que ésta me hacía entender qué cosa era amarle; porque de aquel poco tiempo vi nuevas en mí estas virtudes, aunque no fuertes… : no tratar mal de nadie por poco que fuese, sino lo ordinario era excusar toda murmuración, porque traía muy delante cómo no había de querer ni decir de otra persona lo que no quería dijesen de mí. Tomaba esto en harto extremo para las ocasiones que había, aunque no tan perfectamente que algunas veces, cuando me las daban grandes, en algo no quebrase; mas lo continuo era esto; y así, a las que estaban conmigo y me trataban persuadía tanto en esto, que se quedaron en costumbre. Vínose a entender que adonde yo estaba tenían seguras las espaldas, y en esto estaban con las que yo tenía amistad y deudo…» (V 6,3).

Durante tres años había sufrido Teresa sin rogar al Señor que la sanase. No sabemos por qué después cambió de idea. Ella cuenta solamente que se decidió a suplicar al Cielo que pusiese término a su enfermedad. A este fin hizo celebrar una misa y se encomendó a quien durante toda su vida guardaba una confianza sin límites y quien por su celo recobró una veneración floreciente: «… que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos.» (V 6,8). A él le atribuye su salud completa: «Vi claro que así de esta necesidad como de otras mayores de honra y pérdida de alma este padre y señor mío me sacó con más bien que yo le sabía pedir… Paréceme ha algunos años que cada año en su día le pido una cosa, y siempre la veo cumplida…» (V 6,6.7). «Pues él hizo como quien es en hacer de manera que pudiese levantarme y andar y no estar tullida.» (V 6,8)


7 Infidelidad

Sin duda, el heroico corazón de Teresa estaba decidido a gastar la vida, que nuevamente le había sido regalada, en servicio de su amado Señor. No podía imaginarse que la salud podía conllevar sus peligros y, que al abandonar la soledad de la enfermería, perdería nuevamente todo lo alcanzado durante mucho tiempo. «Por esto me parece a mí me hizo harto daño no estar en monasterio encerrado; porque la libertad que las que eran buenas podían tener con bondad… para mí, que soy ruin, hubiérame cierto llevado al infierno, si con tantos remedios y medios el Señor con muy particulares mercedes suyas no me hubiera sacado de este peligro.» (V 7,3).

Era natural que los familiares y las amigas saludasen con júbilo a la que había vuelto a la vida, que la llamasen continuamente al locutorio, que su amabilidad, su espíritu vivaz y su extraordinario don de conversación, embelesaran a cuantos la visitaban y los encantase. Todos los estudios dan como cierto que el trato de Teresa con extraños que, con mirada retrospectiva, ella misma reprueba con amargo arrepentimiento, era un trato limpio, y no una recaída en vanidades humanas. Ese trato ejercía en los visitantes un efecto saludable, y de nada habla con ellos con tanto entusiasmo como de cosas divinas. Sin embargo, su arrepentimiento es sincero: el trato con personas, la distraía del trato con Dios. Perdió el gusto por la oración y, una vez perdido ese gusto, se consideraba indigna de tal gracia. «Este fue el más terrible engaño… de parecer humildad, que comencé a temer de tener oración, de verme tan perdida; y parecíame era mejor andar como los muchos… y rezar lo que estaba obligada y vocalmente, que no tener oración mental y tanto trato con Dios la que merecía estar con los demonios, y que engañaba a la gente…» (V 7,1). A las demás hermanas del convento daba Teresa en aquel entonces la impresión de una monja cabal… «Como me veían tan moza y en tantas ocasiones y apartarme muchas veces a soledad a rezar y leer, mucho hablar de Dios, amiga de hacer pintar su imagen en muchas partes y de tener oratorio y procurar en él cosas que hiciesen devoción, no decir mal…» (V 7,2). Todo esto sucedía «…no de advertencia fingiendo cristiandad; porque en esto de hipocresía y vanagloria, gloria a Dios, jamás me acuerdo haberle ofendido que yo entienda; que en viniéndome primer movimiento, me daba tanta pena que el demonio iba con pérdida y yo quedaba con ganancia…» (V 7,1). Pero el Señor esperaba de ella mucho más: «…estando con una persona, bien al principio de conocerla, quiso el Señor darme a entender que no me convenían aquellas amistades, y avisarme y darme luz en tan gran ceguedad: representóseme Cristo delante con mucho rigor, dándome a entender lo que de aquello le pesaba. Vile con los ojos del alma más claramente que le pudiera ver con los del cuerpo, y quedóme tan imprimido que ha esto más de veinte y seis años y me parece lo tengo presente. Yo quedé muy espantada y turbada, y no quería ver más a con quién estaba. Hízome mucho daño no saber yo que era posible ver nada si no era con los ojos del cuerpo, y el demonio que me ayudó a que lo creyese así y hacerme entender era imposible y que se me había antojado y que podía ser el demonio… puesto que siempre me quedaba en parecerme era Dios y que no era antojo; mas, como no era a mi gusto yo me hacía a mí misma desmentir…, no lo osé tratar con nadie… asegurándome que no era mal ver persona semejante ni perdía honra, antes que la ganaba, torné a la misma conversación.» (V 7,6.7)

El más duro reproche a su conducta era el comportamiento de su padre, que se había dejado guiar precisamente por su propia hija en el camino interior de la oración, permaneciendo fiel hasta el fin. El natural sincero de Teresa no podía soportar que su padre viviera en el engaño de que también ella seguía fiel el mismo camino. «…díjele que ya yo no tenía oración, aunque no la causa; púsele mis enfermedades por inconveniente; que, aunque sané de aquella tan grave, siempre hasta ahora las he tenido y tengo bien grandes… Díjele, porque mejor lo creyese (que bien veía yo que para esto no había disculpa), que harto hacía en poder servir el coro; y aunque tampoco era causa bastante para dejar cosa que no son menester fuerzas corporales para ella, sino sólo amar y costumbre… Mas él, con la opinión que tenía de mí y el amor que me tenía, todo me lo creyó, antes me hubo lástima. Mas como él estaba ya en tan subido estado, no estaba después tanto conmigo, sino como me había visto, íbase, que decía era tiempo perdido. Como yo le gastaba en otras vanidades, dábaseme poco.»(V 7,11‑13). Al menos un año, sino más, vivió así Teresa. En modo alguno se sentía satisfecha, continuamente la asaltaban inquietudes de espíritu, pero siempre se retraía por una mal entendida humildad. «Pasé así muchos años, que ahora me espanto qué sujeto bastó a sufrir que no dejase lo uno o lo otro. Bien sé que dejar la oración no era ya en mi mano, porque me tenía con las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes.» (V 7,17)


8 Retorno

Ante el lecho de muerte de su padre había de encontrar Teresa salvación. A la noticia de la grave enfermedad, la permitieron salir del convento y cuidarle en los últimos días. «Con estar yo harto mala… tuve tan gran ánimo para no le mostrar pena y estar hasta que murió como si ninguna cosa sintiera, pareciéndome se arrancaba mi alma cuando veía acabar su vida, porque le quería mucho. Fue cosa para alabar al Señor la muerte que murió y la gana que tenía de morirse, los consejos que nos daba después de haber recibido la Extremaunción, el encargarnos le encomendásemos a Dios y le pidiésemos misericordia para él y que siempre le sirviésemos, que mirásemos se acababa todo. Y con lágrimas nos decía la pena grande que tenía de no haberle él servido, que quisiera ser un fraile, digo, haber sido de los más estrechos que hubiera… Fue su principal mal de un dolor grandísimo de espaldas, que jamás se le quitaba; algunas veces le apretaba tanto, que le congojaba mucho. Díjele yo que, pues era tan devoto de cuando el Señor llevaba la cruz a cuestas, que pensase Su Majestad le quería dar a sentir algo de lo que había pasado con aquel dolor: consolóse tanto, que me parece nunca más le oí quejar. Estuvo tres días muy falto el sentido. El día que murió se le tornó el Señor tan entero que nos espantábamos, y le tuvo hasta que a la mitad del credo, diciéndole él mismo, expiró. Quedó como un ángel. Así me parecía a mi lo era él ‑a manera de decir‑ en alma y disposición, que la tenía muy buena… Decía su confesor ‑que era dominico, muy gran letrado‑ que no dudaba de que se iba derecho al cielo…» (V 7,14‑16)

Ese dominico, Padre Vicente Barrón, había impresionado a Teresa profundamente, por la manera como había acompañado al moribundo. Le rogó la confesara, y le descubrió sin tapujos el estado de su alma. Este Padre vio enseguida lo que necesitaba, en contraposición con los que hasta entonces la habían confesado, y la ordenó volver a la oración. «Comencé a tornar a ella… y nunca más la dejé.» (V 7,17)

Pero no consiguió por eso la paz imperturbable, sino mas bien muchos años de una lucha espiritual a vida o muerte. «Pasaba una vida trabajosísima, porque en la oración entendía más mis faltas: por una parte me llamaba Dios; por otra, yo seguía al mundo… ¡Oh Señor de mi alma! ¿Cómo podré encarecer las mercedes que en estos años me hicisteis? ¡Y cómo en el tiempo en que yo más os ofendía, en breve me disponíais con un grandísimo arrepentimiento, para que gustase de vuestros regalos y mercedes! A la verdad, tomábais, Rey mío, el más delicado y penoso castigo por medio que para mi podía ser, como quien bien entendía lo que me había de ser más penoso. Con regalos grandes castigábais mis delitos… Era tan más penoso para mi condición recibir mercedes, cuando había caído en grandes culpas, que recibir castigos…; porque lo postrero veía lo merecía, y parecíame pagaba algo de mis pecados, aunque todo era poco, según ellos eran muchos; mas verme de recibir nuevas mercedes, pagando tan mal las recibidas, es un género de tormento para mí terrible, y creo para todos los que tuvieren algún conocimiento o amor de Dios…» (V 7,17.19)

Se trata de un proceso ordinario de la vida interior, según lo describen la mayoría de las almas privilegiadas, que Dios las atrae hacia si, generalmente, haciéndolas gustar su presencia con alegrías sobrenaturales, para luego someter a prueba su fidelidad, retirando esas alegrías y dejarlas agostarse en sequedad. «…y muy muchas veces, algunos años, tenía más cuenta con desear se acabase la hora, que tenía por mi de estar y escuchar cuándo daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración. Y es cierto que era tan incomportable la fuerza que el demonio me hacía o mi ruin costumbre que no fuese a la oración, y la tristeza que me daba en entrando en el oratorio, que era menester ayudarme de todo mi ánimo… para forzarme, y en fin me ayudaba el Señor. Y después que me había hecho esta fuerza me hallaba con más quietud y regalo que algunas veces que tenía deseo de rezar.» (V 8,7)

Catorce años aguantó la Santa estas luchas, sin que pereciera su fidelidad. La semana santa de 1555 le trajo la hora de la salvación. «Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allí a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros…, que el corazón me parece que se me partía, y arrojéme cabe El con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle. Era yo muy devota de la gloriosa Magdalena y muy muchas veces pensaba en su conversión… y encomendábame a aquesta gloriosa Santa para que me alcanzase perdón. …estaba ya muy desconfiada de mi y ponía toda mi confianza en Dios. Paréceme le dije entonces que no me había de levantar de allí hasta que hiciese lo que suplicaba. Creo cierto me aprovechó, porque fui mejorando mucho desde entonces.» (V 9, 1‑3)

Poco después, este impulso de la Gracia fue corroborado por otro igualmente saludable. «En este tiempo me dieron las Confesiones de S. Agustín, que parece el Señor lo ordenó, porque yo no las procuré ni nunca las había visto… Como comencé a leer las Confesiones, paréceme me veía yo allí. Comencé a encomendarme mucho a este glorioso Santo.» (V 9, 7‑8) «Yo soy muy aficionada a san Agustín, porque el monasterio adonde estuve seglar, era de su Orden y también por haber sido pecador, que en los santos que después de serlo el Señor tornó a Sí hallaba yo mucho consuelo, pareciéndome en ellos había de hallar ayuda y que como los había el Señor perdonado, podía hacer a mi… Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto no me parece sino que el Señor me la dio a mí según sintió mi corazón. Estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas y entre mí misma con gran afición y fatiga… Sea Dios alabado que me dio vida para salir de muerte tan mortal. Paréceme que ganó grandes fuerzas mi alma… y que debía oír mis clamores y haber lástima de tantas lágrimas. … y con verdad había mucha misericordia conmigo en consentirme delante de sí y traerme a su presencia…» (V 9,7‑9)


9 Sólo Dios basta

Teresa había cumplido los cuarenta años de edad cuando el Señor premió su perseverancia, y la atrajo de nuevo a Sí para siempre. Hasta aquí había trabajado en la meditación como un jardinero, (ella misma se sirve de esta comparación en el libro de la Vida para describir las diferentes formas de oración) el cual con mucho esfuerzo saca el agua con un caldero de un pozo profundo para regar el jardín: se había servido con preferencia de la fantasía para representarse al Señor, sobre todo en el huerto de los olivos, y permanecer a su lado. De aquí en adelante, sale Dios a su encuentro. Y como un jardinero, que disponiendo de agua en abundancia, no necesita más que dejarla correr, así puede ella descansar de todos sus trabajos. El entendimiento y la memoria pueden abandonar su actividad. En esta oración de quietud «sola la voluntad se ocupa de manera que, sin saber como, se cautiva, sólo da consentimiento para que la encarcele Dios, como quien sabe ser cautivo de quien ama. «(V 14,2). «…porque se va ya esta alma subiendo de su miseria y dásele ya un poco de noticia de los gustos de la gloria. Esto creo las hace más crecer y también llegar más cerca de la verdadera virtud, de donde todas las virtudes vienen, que es Dios; porque comienza Su Majestad a comunicarse a esta alma y quiere que se sienta ella cómo se la comunica. Comiénzase luego, en llegando aquí, a perder codicia de lo de acá y ?pocas gracias!: porque ve claro que un momento de aquel gusto no se puede hacer acá, ni hay riquezas ni señoríos ni honras ni deleites que basten a dar un cierra ojo y abre de este contentamiento, porque es verdadero y contento que se ve que nos contenta.(…) Parécele, como no ha llegado a más, que no le queda qué desear y que de buena gana diría con San Pedro que fuese allí su morada.» (V 14,5; 15,1)

Pronto el Señor pasa a desempeñar el papel de jardinero: el alma es elevada de la oración de quietud (a la que los teólogos denominan normalmente como contemplación), a la oración de unión. «Paréceme este modo de oración unión muy conocida de toda el alma con Dios, sino que parece quiere su Majestad dar licencia a las potencias para que entiendan y gocen de lo mucho que obra allí. Acaece algunas y muy muchas veces, estando unida la voluntad (…), vese claro y entiéndese que está la voluntad atada y gozando; digo que «se ve claro», y en mucha quietud está sola la voluntad, y está por otra parte el entendimiento y memoria tan libres, que pueden tratar en negocios y entender en obras de caridad… Así, no le satisface ni querría entonces contento del mundo, porque en sí tiene el que le satisface más: mayores contentos de Dios, deseos de satisfacer su deseo, de gozar más, de estar con El.» (V 17,4‑5)

El tiempo que duraban estos estados de unión en la vida mística de Santa Teresa eran al principio muy breves; ella dice que «apenas un avemaría». Pero los efectos se podían constatar: «… que en una llegada de estas, por poco que dure, como es tal el hortelano, en fin criador del agua, dala sin medida, y lo que la pobre del alma con trabajo por ventura de veinte años de cansar el entendimiento no ha podido acaudalar, hácele este hortelano celestial en un punto… Comienza a obrar grandes cosas con el olor que dan de sí las flores, que quiere el Señor se abran para que ella vea que tiene virtudes, aunque ve muy bien que no las podía ella, ni ha podido, ganar en muchos años, y que en aquello poquito el celestial hortelano se las dio. Aquí es muy mayor la humildad y más profunda que al alma queda, que en lo pasado…» (V 17,2‑3). «

A menudo se intensificaba la unión con los éxtasis: embelesada el alma por el poder de la gracia y la alegría sobrenatural, perdía el uso de sus potencias naturales y el control sobre su cuerpo. «Aquí no hay ningún remedio de resistir…Y digo que se entiende y veisos llevar, y no sabéis dónde; porque aunque es con deleite, la flaqueza de nuestro natural hace temer a los principios, y es menester ánima determinada y animosa… sino que me llevaba el alma y aun casi ordinario la cabeza tras ella, sin poderla tener, y algunas todo el cuerpo, hasta levantarle… Es así que me parecía, cuando quería resistir que desde abajo de los pies me levantaban fuerzas tan grandes que no sé cómo lo comparar, que era con mucho más ímpetu que estotras cosas de espíritu, y así quedaba hecha pedazos; porque es una pelea grande y, en fin, aprovecha poco cuando el Señor quiere, que no hay poder contra su poder… A los que esto hace son grandes (efectos): lo uno, muéstrase el gran poder del Señor y cómo no somos parte, cuando Su Majestad quiere, de detener tan poco el cuerpo como el alma, ni somos señores de ello; sino que, mal que nos pese, vemos que hay superior y que estas mercedes son dadas de El y que nosotros no podemos en nada e imprímese mucha humildad… y queda un gran temor de ofender a tan gran Dios;… También deja un desasimiento extraño, que yo no podré decir cómo es. Paréceme que puedo decir es diferente en alguna manera, digo, más que estotras cosas de sólo espíritu; porque, ya que estén cuanto al espíritu con todo desasimiento de las cosas, aquí parece quiere el Señor el mismo cuerpo lo ponga por obra, y hácese una extrañeza nueva para con las cosas de la tierra, que es muy más penosa la vida.» (V 20,3‑8). «Esto digo que fue poco rato; mas como fue grande el ímpetu y levantamiento de espíritu, y aunque estas tornen a bullirse, queda engolfada la voluntad, hace, como señora del todo, aquella operación en el cuerpo; porque, ya que las otras dos potencias bullidoras la quieren estorbar, de los enemigos los menos: no la estorben también los sentidos…» (V 20, 19). «?Qué señorío tiene un alma que el Señor llega aquí, que lo mire todo sin estar enredada en ello! ?Qué corrida está del tiempo que lo estuvo! ?Qué espantada de su ceguedad! ?Qué lastimada de los que están en ella, en especial si es gente de oración y a quien Dios ya regala! Querría dar voces para dar a entender qué engañados están, y aun así lo hace algunas veces, y lluévenle en la cabeza mil persecuciones… Aquí no sólo las telarañas ve de su alma y las faltas grandes, sino un polvito que haya, por pequeño que sea…» (V 20,25.28)

Estas confesiones nos revelan toda la esencia de la Santa: la delicadeza de su conciencia, que se acusaba con amargo arrepentimiento, mientras que nadie podía descubrir en ella una mancha; el ardor de su amor, que estaba preparado a ofrecerse por la gloria de Dios; la preocupación por las almas, que con todas sus fuerzas quería arrancar de la corrupción y conducirlas a la paz del Señor. Pero como le fue dado el realizar grandes cosas como instrumento elegido del Señor, tenía que experimentar aún los más amargos sufrimientos.


10 Nuevas pruebas

La primera dificultad brotaba de su desconocimiento de la Teología mística. En su profunda humildad no podía imaginarse como una «mujer ruin», (como ella misma se llamaba), podría recibir gracias tan extraordinarias. Cierto, que mientras duraban los efectos de la oración, no podía dudar de su genuinidad. Pero cuando estos efectos desaparecían le apenaba profundamente el pensar que aquellos fenómenos místicos podían ser engaños del demonio. La misma Teresa recalcaría más tarde sin cesar, por propia experiencia, cuán necesario es a todas las almas que viven esta vida interior, tener un guía espiritual sabio y esclarecido. El Padre Vicente Barrón, que tan beneficiosamente la había influenciado después de la muerte de su padre, había sido destinado fuera de Ávila. En su situación angustiosa, y aconsejada por un caballero noble y religioso amigo suyo, don Francisco de Salcedo, se confió a un sacerdote que en la ciudad de Ávila tenía fama de sabio y santo, don Gaspar Daza. Su juicio fue aniquilador: declaró que todas las gracias sobrenaturales de su oración eran trucos del demonio y la aconsejó abandonase el camino que llevaba. La santa se vio en gran apuro: si bien se veía recargada de gracias celestiales, el juicio tajante de los expertos amenazaba con apartarla a los influjos sobrenaturales. En tal angustia encontró una salida: hacía poco que la Compañía de Jesús había fundado un Colegio en Ávila. Teresa, admiradora de la nueva Orden, se había alegrado de la noticia, pero no había osado tratar su caso con ninguno de los Padres famosos. Sin más, busca en ellos refugio, y encuentra salvación. El Padre Juan de Prádanos la tranquilizó por completo sobre el origen de su estado místico, y la aconsejó seguir el camino andado; sólo la pidió, que para hacerse digna de esas gracias, debía hacer más mortificaciones. Mortificación, según ella misma dice, era por aquel entonces para ella una palabra casi desconocida. Pero con su decisión propia acogió esta propuesta y comenzó a acostumbrarse a duras penitencias. Ante el reparo de que por su falta de salud tal vez no pudiera soportar tales penitencias, la ayudó el P. Prádanos a encontrar el modo: «Díjome aquel varón santo que me confesó, que algunas veces no me podía dañar; que por ventura me daba Dios tanto mal, porque yo no hacía penitencia, me la quería dar Su Majestad. Mandábame hacer algunas mortificaciones no muy sabrosas para mí»(V 24,2). Y, efectivamente, la salud de la santa mejoró con esa nueva forma de vida.

Si bien su maestro espiritual no tenía la menor duda de que sus dones de oración eran de origen sobrenatural, consideró era conveniente enseñarla a poner resistencia ante esa afluencia de gracias. Pero bien pronto caerían esas resistencias. El Colegio de la Compañía recibió la visita de san Francisco de Borja y el P. Prádanos le suplicó hablase con Teresa y ver lo que le parecía. Ella misma lo cuenta así: «Pues después que me hubo oído, díjome que era espíritu de Dios y que le parecía que no era bien ya resistirle más, que hasta entonces estaba bien hecho, sino que siempre comenzase la oración con un paso de la Pasión, y que si después el Señor me llevase el espíritu, que no lo resistiese, sino que dejase llevarle a Su Majestad, no lo procurando yo… Yo quedé muy consolada» (V 24,3).

Si bien la santa se tranquilizó por completo ante tales testimonios, no sucedió lo mismo entre los que la rodeaban. A pesar de la sentencia dictaminada por san Francisco de Borja, a pesar de la inteligente guía que encontró en un joven y santo hermano de hábito del P. Prádanos (este había sido trasladado de Ávila), llamado Baltasar Álvarez, sus amigos de siempre no acababan de tranquilizarse. Estos buscaron consejo en otros y rápidamente se extendió por toda Ávila los acontecimientos maravillosos de la Encarnación y amonestaron al joven jesuita no se dejara engañar de su hija espiritual. Si bien el P. Baltasar Álvarez no dio ningún crédito a tales habladurías, le pareció conveniente poner a Teresa a prueba: la prohibió la soledad, la ordenó que durante veinte días no comulgase. Teresa se sometió. Por eso no es de extrañar que la inquietud alborotara de nuevo su corazón, ya que todos dudaban o aparentaban dudar de su veracidad. Su único remedio fue la bondad del Señor, quien una y otra vez la tranquilizaba, quien en medio de las conversaciones a que la habían forzado, la arrebataba, ya que no podía tener oración en soledad. Sobre todo la fortalecía el Señor inculcándola, que en ninguna manera dejase de obedecer, por más dura que fuese la obediencia. El premio consistía en nuevas gracias, siempre más elevadas. Sentía al Señor a su lado, a veces el día entero; en un principio invisible, pero más tarde de forma visible. Estas apariciones encendían más y más el amor de Teresa, y la confirmaban en la seguridad de que nadie podía ser más que el Señor, quien sobre ella tales gracias derramaba. Qué duro debió de ser para la santa, cuando, en ausencia del Padre Álvarez, otro confesor la ordenó: «que, ya no había remedio de resistir, que siempre me santiguase cuando alguna visión viese, y diese higas…» (V 29,5). Aun en esto obedeció. Al mismo tiempo se arrodillaba a sus pies y le pedía perdón, «…pues yo lo hacía por obedecer al que tenía en su lugar, y que no me culpase, pues eran los ministros que El tenía puestos en su Iglesia» (V 29,6). Y el Señor la tranquilizaba: ¡…que no se me diese nada, que bien hacía en obedecer, mas que él haría que se entendiese la verdad.» (V 29,6)

La Santa consideró siempre que la obediencia a la Iglesia da la seguridad de que un alma va por buen camino: «Tengo por muy cierto que el demonio no engañará, ni lo permitirá Dios, a alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe, que entienda ella de sí que por un punto de ella moriría mil muertes. Y con este amor a la fe, que infunde luego Dios, que es una fe viva fuerte, siempre procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, preguntando a unos y a otros, como quien tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar, aunque viese abiertos los cielos, un punto de lo que tiene la Iglesia. Si alguna vez se viese vacilar en su pensamiento contra esto, también puede ser verdad, como lo que decía a los santos, (no digo que lo crea, sino que el demonio la comience a tentar por primer movimiento, que detenerse en ello ya se ve que es malísimo, mas aun primeros movimientos muchas veces en este caso creo no vendrán si el alma está en esto tan fuerte como la hace el Señor a quien da estas cosas, que le parece desmenuzaría los demonios sobre una verdad de lo que tiene la Iglesia muy pequeña)…» (V 25,12).»…sabía bien de mí que en cosa de la fe contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, por ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura me pondría yo a morir mil muertes…» (V 33,5). Tranquilizaba a la Santa ver, que cada gracia recibida más acrecentaba el amor y más se arraigaba la humildad, y los hombres espirituales que la trataban, veían en ella las señales de un estado espiritual auténtico.

En este período de gracias sobrenaturales extraordinarias, y al mismo tiempo de pruebas durísimas, recibió Teresa una señal evidente del amor ardiente que abrasaba su corazón: «Veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla… el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parece todos se abrasan… Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego; éste me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios.» (V 29,13). El corazón de la Santa, que se conserva en el convento de Alba de Tormes y hasta hoy incorrupto, muestra una herida larga y profunda.


11 Trabajando para el Señor

Quien ama se apresura a hacer algo por el amado. Teresa, que ya de niña mostraba su osadía resoluta y espíritu de acción, ardía en ansias de demostrar al Señor su amor y agradecimiento por medio de las obras. Como monja en un convento contemplativo, parecía imposibilitada para realizar cualquier actividad externa. Así decidió hacer lo que podía santificándose a sí misma. Con permiso de su confesor (Padre Álvarez) y de su Superior en la Orden, emitió voto de hacer en todo lo que a Dios más agradara. Para evitar dudas e inseguridades, sobre qué sería lo más perfecto, consultaba siempre con el confesor.

Pero a un alma tan abrasada de amor, no la bastaba la propia salvación y alegrar al Señor con una vida más perfecta. Un día fue plantada de pies en el infierno mediante una visión horripilante: «Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado, y yo merecía por mis pecados. Ello fue en brevísimo espacio, mas aunque yo viviese muchos años, me parece imposible olvidárseme.» (V 32,1). Entendió muy bien, de qué la había librado la bondad del Señor: «… y que quiso el Señor que verdaderamente yo viese por vista de ojos de dónde me había librado su misericordia.» (V 32,3) Pero los peligros amenazaban continuamente a innumerables almas: «De aquí también gané la grandísima pena que me da las muchas almas que se condenan… y los ímpetus grandes de aprovechar almas, que me parece, cierto, a mí que, por librar una sola de tan grandísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana.» (V 32,6). Era por entonces cuando Alemania se veía desgarrada por herejías, Francia carcomida por luchas religiosas, y toda Europa en confusión de doctrinas heterodoxas. «Dióme gran fatiga, y como si yo pudiera algo, o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Parecíame que mil vidas pusiera yo para remedio de una alma de las muchas que allí se perdían. Y como me vi mujer y ruin e imposibilitaba de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor…» (C 1,2). En medio de estas reflexiones brotó la idea de romper las trabas de la regla mitigada del convento donde vivía e «imitar a los santos que la habían precedido viviendo en soledad, descansando por completo en Dios. Ya que no podía, según sus ansias, pregonar en todo el mundo las misericordias del Señor, se decidió a reunir en torno suyo algunas almas predilectas que, en pobreza y soledad, quisieran consagrarse a cumplir la observancia de la regla primitiva en permanente oración. Rebosante de tales ideas, que ya no eran antojos sino firme decisión, planeó reunir en torno suyo un grupo pequeño de almas heroicas que como ella estuviesen dispuestas a hacer siempre lo más perfecto. Soñaba verse ya en el estado del paraíso, morando en una casa pequeña, revestida de saco, cercada de muros, orando continuamente, y con sus compañeras ir a zaga del Amado». No pasaría mucho tiempo antes de que estos sueños se hiciesen realidad.


12 San José de Ávila: primer convento de la Reforma

En un pequeño grupo de monjas y amigas seglares, que se juntaron en el convento de la Encarnación con motivo de la fiesta de Nuestra Señora del Carmen, el 16 de julio de 1560, se hablaba de los inconvenientes que había para llevar una vida de oración en un convento de tantas monjas y de tan frecuentes visitas. María de Ocampo, familiar de la Santa y mujer de mucha belleza, lanzó la idea de fundar un convento donde se pudiera imitar a los ermitaños del Carmelo. Y con toda seriedad ofreció para este fin su misma dote. Al día siguiente santa Teresa dio parte de esta conversación a su amiga y confidente Doña Guiomar de Ulloa, una joven viuda, que como ella llevaba una vida de oración bajo la rígida tutela del Padre Álvarez. Doña Guiomar acogió con entusiasmo esta idea. Pero lo más decisivo fue que el mismo Señor ordenó acometer la empresa: «Habiendo un día comulgado, mandóme mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas, haciéndome grandes promesas de que no se dejaría de hacer el monasterio, y que se serviría mucho en él, y que se llamase San José, y que a la una puerta nos guardaría él, y nuestra Señora la otra, y que Cristo andaría con nosotras, y que sería una estrella que diese de sí gran resplandor, y que, aunque las Religiones estaban relajadas, que no pensase se servía poco en ellas; que qué sería del mundo si no fuese por los religiosos…» (V 32,11). Así pues, según la voluntad del Señor, la nueva casa debía consagrarse a S. José.

Santa Teresa no vaciló más. Primero se lo comunicó a su confesor. Este condicionaba su permiso a la aprobación del Provincial de los Carmelitas, Padre Ángel de Salazar. La aprobación resultó más fácil de lo que se esperaba, gracias a la intercesión de Doña Guiomar de Ulloa. Tres religiosos de vida probada, con los que se aconsejó Teresa, la animaron en el empeño: el jesuita Francisco de Borja, el dominico Luis Beltrán y el franciscano Pedro de Alcántara. El nuevo paso a dar era encontrar una casa. Pero antes de encontrarla, ya corrían rumores de los planes de la Santa entre el pueblo, y se alzó una tormenta de indignación contra ella y su amiga. Es comprensible, que las monjas de la Encarnación juzgasen como arrogancia, que una de las suyas abandonara el convento para vivir en mayor perfección de la que se tenía en una comunidad donde ella había sido educada. Y el mismo sentimiento irritaba a los habitantes de la ciudad. Las dos pobres mujeres recibieron ayuda del sabio y muy admirado dominico P. Pedro Ibáñez. Cuando, acosado por las monjas de la Encarnación, el Provincial retiró el permiso de fundación y prohibió a la santa salir del convento, cortándola toda actividad, fueron sus amigos los que continuaron el trabajo: Doña Guiomar, empujada por el Padre Ibáñez, don Francisco de Salcedo y Gaspar Daza, (estos dos últimos eran los que algunos años atrás tanto la martirizaron con sus dudas, pero que ahora la apoyaban incondicionalmente). Se dio con una casa. Su cuñado Juan de Ovalle esposo de su hermana más joven, Juana, también educada en el convento de la Encarnación y que amaba a su hermana entrañablemente, compró la casa, y se trasladó a ella para guardarla, hasta que llegara el tiempo de entregarla para su destino.

Un gran impedimento para sus planes pareció surgir, cuando el Provincial le dio la orden inesperada de trasladarse a Toledo, al palacio de la duquesa Doña Luisa de la Cerda, para consolarla en la muerte de su esposo. Sus amigos sintieron mucho verla salir de Ávila. Pero la nueva residencia tendría sus ventajas. Doña Luisa vendría a ser un apoyo fuerte y fiel de la Reforma. En el grupo de damas y jóvenes que se reunieron en torno a Teresa y la pedían consejo, había una, que bien pronto se convertiría en su más firme sostén: era la joven María de Salazar (en la Orden María de S. José, Priora de Sevilla). Y sobre todo encontró allí Teresa tranquilidad para realizar la empresa que hacía un año el Padre Ibáñez le había encargado: escribir el relato de su vida, el libro que haría conocer su nombre en todos los países católicos y que durante siglos enteros serviría de camino espiritual a innumerables almas. Pero aún para la fundación de Ávila no pasó allí el tiempo en vano. En esta casa de Doña Luisa de la Cerda la visitó María de Jesús, una carmelita de Granada, que tenía los mismo deseos de reforma, y que sobre este asunto quería aconsejarse de Teresa. Aquí tuvo también la oportunidad de aconsejarse ella misma con el santo Pedro de Alcántara, quien años atrás había aprobado su estado de alma y que tanto la había consolado. Ahora la animó decididamente a fundar el convento de S. José sin rentas, como lo prescribía la regla primitiva.

Después de seis meses de ausencia, pudo por fin volver Teresa a Ávila, en junio de 1562. Una sorpresa agradable la esperaba allí el día de su llegada: el breve pontificio que otorgaba el permiso para que Doña Guiomar y su madre fundasen un convento de Carmelitas según la regla primitiva, bajo la jurisdicción del obispo diocesano, con los mismos derechos que los demás conventos de la Orden, y prohibiendo que nadie lo estorbara. El nombre de Teresa no aparecía en el rescripto. Por disposición divina se encontraba también en Ávila el santo Pedro de Alcántara (por última vez ya que poco después murió). Gracias a su esfuerzo, se consiguió ganar para la reforma al obispo de Ávila, don Álvaro de Mendoza. Este se convirtió desde entonces en el más celoso promotor de la Reforma.

Gracias a la enfermedad de su cuñado Juan de Ovalle, consiguió Teresa permiso del Provincial para atenderle en su casa, el futuro convento. Así pudo controlar personalmente los trabajos de la obra. Cuando los albañiles habían acabado de arreglar la casa, sanó también el enfermo, y la casa pudo transformarse en convento. Y ahora faltaba lo principal, dar con las piedras vivas para la nueva fundación. Con cuatro postulantes contaba ya, de las que la santa Madre escribe: «Pues fue para mi como estar en una gloria… que se remediaron cuatro huérfanas pobres (porque no se tomaban con dote) y grandes siervas de Dios (que esto se pretendió al principio, que entrasen personas que con su ejemplo fuesen fundamento para en que se pudiese el intento que llevábamos de mucha perfección y oración, efectuar)… que estas eran mis ansias.» (V 36,6)

El 24 de agosto, fiesta de S. Bartolomé, llegaron las cuatro carmelitas, primeras de la Reforma, al pequeño convento, donde las esperaba Teresa. También se encontraban allí los amigos que habían ayudado a la Fundación. Por orden del obispo de Ávila, celebró la primera misa Don Gaspar de Daza y expuso el SSmo. Sacramento en la pequeña capilla. Con este acto se había implantado la primera Fundación. Teresa dio el hábito a las primeras carmelitas Descalzas: hábito y escapulario de burda tela marrón, un manto blanco, toca de lino y el velo blanco de novicias. Rebosantes de alegría quedaron las cuatro novicias con Teresa cuando se marcharon los visitantes. Pero aquella paz no fue muy duradera. La noticia de la nueva fundación se extendió rápidamente por la ciudad. Los que se oponían provocaron un tumulto entre los habitantes. Un nuevo convento sin renta había de consumir por necesidad las limosnas de los pobres. La Priora de la Encarnación, acosada por las hermanas, dio a Teresa la orden de volver inmediatamente a su convento. La Santa obedeció sin demora. Dejó a las cuatro novicias bajo la dirección de la de más edad, Ursula de Todos los Santos, encomendándolas a su Patrón S. José. El 26 de agosto «…juntáronse algunos de los regidores y corregidor y del cabildo, y todos juntos dijeron que en ninguna manera se había de consentir» (V 36,15), y el corregidor en persona llevó la resolución al recién fundado convento. Pero las jóvenes hijas de Teresa no se dejaron intimidar. Contestaron a través de las rejas, cuando las amenazaron con sacarlas a la fuerza: «Pueden usar violencia, pero tengan en cuenta, que tal acto tiene aquí en la tierra un juez, su Majestad Felipe II, y en el cielo otro juez a quien deben temer más, el Dios todopoderoso, el juez de los oprimidos». El corregidor se alejó sin haber conseguido su propósito, y convocó para el día siguiente una reunión más amplia. Consiguió una mayoría que le secundaba, cuando pidió la palabra un Padre dominico. Era nada menos que el Padre Báñez, que casualmente se encontraba en Ávila, al que todos admiraban por su erudición. No conocía a Teresa, pero su amor a la justicia, le hizo defensor de la buena causa. Oído su discurso, se disolvió la asamblea, y el convento fue salvado, pero duraron muchos los meses de tratos y esfuerzos sacrificados de los amigos, hasta quitar todos los obstáculos. Por fin, el 5 de diciembre de 1562 dio el Provincial a Teresa el permiso de juntarse con sus amigas, y hasta le permitió llevar consigo otras cuatro monjas del convento de la Encarnación. Llena de agradecimiento hacia el Señor, se consagró de nuevo y consagró al servicio de Dios toda su pequeña familia religiosa. Vistió el rudo hábito de la Reforma y cambió sus zapatos por alpargatas ásperas de esparto. Al mismo tiempo renunció a su nombre de familia, como señal de renuncia a todo rango y prestigio en el mundo, y escogió un título noble, de origen eclesial: desde entonces Teresa de Ahumada, se convirtió en Teresa de Jesús.

El primer confesor de S. José y compañero fiel de la Santa en la Reforma Teresiana, el capellán Julián de Ávila, escribió, después de la muerte de la Santa, la primera historia de la fundación de S. José. El esboza un cuadro de la vida paradisíaca en aquella soledad. «Dios quiso… tener una casa donde recrearse, una morada donde consolarse. Quería un jardín florecido, pero no de flores que se abran en la tierra, sino de las que florecen en el cielo… un jardín de almas escogidas, entre las que pudiera descansar, revelar sus misterios y abrir su corazón». La misma Santa había escrito: «Toda mi ansia era, y aun es, que pues el Señor tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que estos fuesen buenos». Y así modeló ella las almas jóvenes que confiaron en sus manos, como buenos amigos del Señor. Bellas en juventud, ricas y resplandecientes de dones, acudían las jóvenes a S. José para consagrarse al Señor en humilde obediencia, en generosidad sin límites al sacrificio, arrojando a los pies de la Santa todas sus joyas. También acudían postulantes sin dote, que también eran admitidas con júbilo, y con más preferencia aún si cabe. Porque lo que importaba a la santa Madre no eran bienes materiales, sino el nuevo espíritu de la Orden en su convento. Bien pronto llegaron a ser 13, número tope determinado por la santa. (Más tarde elevó ese número a 21). Con gran sabiduría organizó la vida claustral. Cada hermana tenía un oficio al servicio de las necesidades de la familia conventual. El horario del día fue bien distribuido entre oración y trabajo. Y ese trabajo, que había de servir para mantener la vida conventual, debía de ser sencillo y recatado, para no dar cabida al orgullo y no entorpecer la vida de recogimiento. Debe de trabajarse en soledad y silencio. Sólo en la hora de recreación se reúnen todas las hermanas para hablar afablemente de sus cosas. Esa hora de recreación tenía para Teresa el carácter de ejercicio obligatorio y le daba una importancia extraordinaria: para relajar el espíritu, exigido por la naturaleza, y para dar una ocasión propicia al ejercicio del amor fraterno. Pero aún en esa hora de recreación, no se debe de dar entrada a la holgazanería: aún en medio de la más animada conversación, o cánticos alegres, invitan las manos diestras al desafío.

El espíritu que animaba a su pequeña familia, era para Teresa el más precioso galardón a sus esfuerzos y sacrificios. Y ahí está Teresa sobrecogida de asombro ante sus hijas: «…que es para mí grandísimo consuelo de verme aquí metida con almas tan desasidas. Su trato es entender cómo irán adelante en el servicio de Dios. La soledad es su consuelo, y pensar de ver a nadie que no sea para ayudarlas a encender más el amor de su Esposo, les es trabajo, aunque sean muy deudos; y así no viene nadie a esta casa, sino quien trata de esto, porque ni las contenta ni los contenta. No es su lenguaje otro sino hablar de Dios, y así no entienden ni las entiende sino quien habla el mismo.»(V 36,26). La santa no tenía otro anhelo que vivir retirada del mundo con su pequeña familia, guiarla cada vez más adentro en la vida de oración, en el ejercicio de virtudes heroicas, (humildad, pobreza, amor intenso a Dios y al prójimo) y junto con ellas gastar la vida entera en oración, en sacrificio, en espontáneas mortificaciones, (esto último con sabia medida y sin extremos nocivos), para honra de Dios y de su Iglesia, para salvación de las almas y para ayudar a los sacerdotes en la lucha contra los errores de aquel tiempo. Pero no era su destino acabar la vida en la intimidad silenciosa de S. José.


13 Extensión de la Reforma

El celo ardiente por la salvación de las almas fue lo que empujó a Teresa a nuevos cometidos. Un día la visitó un franciscano que venía de las misiones, y le contó la situación desolada en que se encontraban los hombres en los países paganos. Conmovida se retiró a la ermita del jardín, «…clamaba a nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo para ganar algún alma para su servicio, pues tantas llevaba el demonio y que pudiese mi oración algo, ya que yo no era para más.» (F 1,7). Habiendo pasado muchos días en esta angustia de alma, se le apareció el Señor consolándola con las siguientes palabras: «Espera un poco, hija y verás grandes cosas» (F 2,8). Seis meses más tarde se cumplió la promesa. En la primavera de 1567 recibió la noticia de la visita del General Juan Bautista Rubeo a los conventos de España. «Siempre nuestros Generales residen en Roma, y jamás ninguno vino a España, y así parecía cosa imposible venir ahora. Mas como para lo que nuestro Señor quiere no hay cosa que lo sea, ordenó su Majestad que lo que nunca había sido fuese ahora» (F 2,1). Una monja, que había abandonado su convento para fundar otro, tenía mucha razón de temer la visita del General. Este tenía el poder de deshacer la nueva obra. De acuerdo con el obispo de Ávila, al que estaba sujeto el nuevo convento, le invitó a que las visitara. Vino, y Teresa le narró con toda veracidad la historia de la nueva fundación. El se pudo convencer a ojos vistas del espíritu que animaba a aquel convento y se conmovió profundamente. Lo que sus ojos veían, era la realización más perfecta del fin por el que él había venido a España. También él pensaba en una reforma de toda la Orden, un retorno a la viejas tradiciones, pero no tenía el coraje de hacerlo tan radicalmente como lo hacía la Madre Teresa. Felipe II le había pedido venir a España para que renovase en sus conventos la disciplina claustral. En otras partes no había sido recibido con mucho entusiasmo. El mismo hizo a Teresa confidente de sus preocupaciones. Teresa por su parte le abrumaba con el amor y confianza de una hija. Antes de abandonar Ávila, le dio «muy cumplidas patentes» para que pudiese fundar más conventos de monjas reformadas. Todos los nuevos conventos debían de estar sujetos directamente al General; ningún Provincial podía alegar derechos para impedir las nuevas fundaciones, ni entrometerse en sus negocios. De vuelta a Madrid, habló el Padre Rubeo entusiasmado con el Rey, de Teresa y su obra. Felipe II se encomendó a las oraciones de Teresa y sus hijas, y a partir de entonces fue el amigo más poderoso y protector de la Reforma. De vuelta a Roma, envió el General a Teresa más poderes por los cuales podía fundar dos conventos de varones según la regla primitiva, siempre que consiguiera el permiso del Provincial actual y de su predecesor. Ese permiso lo consiguió el obispo de Ávila, que había sido el primero en manifestar el deseo de que fundase también conventos de varones. El estado en que ahora se encontraba Teresa era indescriptible: ella, que no tenía otro anhelo que retirarse a su palomarcico con un puñado de almas escogidas, debía fundar una nueva Orden de monjas y de monjes. «Hela aquí una pobre monja descalza, sin ayuda de ninguna posibilidad para ponerlo por obra» (F 2,6). Bastaba la ayuda del Señor. Lo más necesario para fundar un convento de varones, era eso: tener varones. Y los consiguió bien pronto. En la fundación de Medina del Campo, la ayudó mucho el Prior de los Carmelitas de la antigua observancia, Padre Antonio de Heredia. Al confesarle el propósito que tenía de fundar un convento de varones de la regla primitiva, se ofreció espontáneamente para ser «el primer Carmelita Descalzo». Teresa quedó más sorprendida que entusiasmada, porque en sus adentros temía le habían de faltar fuerzas para aguantar el rigor de la regla primitiva. Pero el Padre Antonio se aferró en su decisión. Pocos días más tarde encontró un compañero para el Padre Antonio, que a la santa le embelesó: era un joven carmelita, llamado entonces Juan de santo Matías, quien desde su juventud llevaba una vida de oración y de la más dura penitencia. Había conseguido de sus superiores el permiso para seguir la regla primitiva. Pero no contento con esto, cultivaba el propósito de entrar en la Cartuja. Teresa logró disuadirle de tal idea, y en su lugar convertirse en piedra sillar de la Orden Carmelitana según la regla primitiva.

Por este tiempo la ofrecieron a la Santa una propiedad para la planeada fundación en Duruelo, entre Ávila y Medina del Campo. Su estado era desolador, pero ni la Santa ni los Padres se echaron atrás por eso. El Padre Antonio necesitó algo de tiempo para renunciar a su cargo y arreglar sus asuntos. El Padre Juan acompañó a la Santa Madre, para aprender bajo su guía y dirección el espíritu y vida de la Reforma. El 20 de septiembre de 1568 se dirigió a Duruelo, revestido con el nuevo hábito de la Reforma, que la Santa Madre personalmente le había preparado. Según los planes de Teresa, transformó el Padre Juan la única cámara de la miserable casucha, en dos celdas, el desván en coro y el portal en capilla, donde al día siguiente celebró la primera misa. Bien pronto fue venerado por la gente del contorno como un santo. El 27 de noviembre se le unió el padre Antonio. Juntos prometieron seguir la regla primitiva y mudaron los nombres: en adelante se llamarían Antonio de Jesús y Juan de la Cruz.

Unos meses más tarde pudo visitarles Teresa y ver qué vida llevaban. Ella misma lo describe así: «La cuaresma adelante, viniendo de la fundación de Toledo, me vine por allí. Llegué una mañana. Estaba el P. fray Antonio de Jesús barriendo la puerta de la iglesia, con un rostro de alegría que tiene él siempre. Yo le dije: ¿qué es esto, mi Padre?, ¿qué se ha hecho la honra?. Díjome estas palabras, diciéndome el gran contento que tenía: Yo maldigo el tiempo que la tuve. Como entré en la iglesita, quédeme espantada de ver el espíritu que el Señor había puesto allí. Y no era yo sola, que dos mercaderes que habían venido de Medina hasta allí conmigo, que eran mis amigos, no hacían otra cosa sino llorar. ¡Tenía tantas cruces!, ¡tantas calaveras! Nunca se me olvida una cruz pequeña de palo que tenía para el agua bendita, que tenía en ella pegada una imagen de papel con un Cristo que parecía ponía más devoción que si fuera de cosa muy bien labrada. El coro era el desván, que por mitad estaba alto, que podían decir las horas; mas habíanse de abajar mucho para entrar y para oír misa. Tenían a los dos rincones, hacia la iglesia, dos ermitillas, adonde no podían estar sino echados o sentados, llenos de heno (porque el lugar era muy frío, y el tejado casi les daba sobre las cabezas), con dos ventanillas hacia el altar y dos piedras por cabeceras, y allí sus cruces y calaveras. Supe que después que acababan maitines hasta prima no se tornaban a ir, sino allí se quedaban en oración, que la tenían tan grande, que les acaecía ir con harta nieve los hábitos cuando iban a prima, y no haberlo sentido.» (F 14,6‑7)

Duruelo fue la cuna de la Reforma teresiana entre los varones. Desde aquí se extendió vitalmente, siempre acompañada con la oración y consejos maternales de la Santa, pero andando por sus pies. El humilde Juan de la Cruz, el gran santo y doctor de la Iglesia, ha inspirado el espíritu. El era todo un hombre de oración, de penitencia e iluminado sobrenaturalmente para la guía de almas. La dirección externa la asumieron otros: junto al P. Antonio el sufrido italiano, P. Mariano y el P. Nicolás Doria. Pero de entre todos destaca el fiel protector de la Madre Teresa, a quien ella veía como el instrumento principal de la Reforma, el P. Jerónimo Gracián de la Madre de Dios.

Teresa misma, desde que había abandonado la tranquilidad del convento de S. José, para fundar el de Medina del Campo, apenas había tenido tiempo de gozar del silencio claustral. Siempre se veía acosada de peticiones para fundar acá y allá un nuevo convento de la Reforma. A pesar de su continua falta de salud y de su avanzada edad, emprendió sin titubeos viajes de aventura, siempre que el servicio del Señor lo demandaba. En todas partes tenía que acometer luchas durísimas: unas veces con autoridades religiosas y civiles, otras con dificultades para encontrar una casa apropiada para la fundación; o bien faltaba lo más imprescindible para vivir, o bien tenía que enfrentarse a donantes de noble alcurnia con pretensiones inadmisibles para el convento. Y había conseguido, por fin, sobreponerse a todos los obstáculos y preparar todo de forma que la vida claustral pudiera dar comienzo, ella, que todo lo había hecho, ella tenía que abandonarlo todo, y seguir sin reposo adelante en nuevas empresas. Su único consuelo era el haber dejado tras de sí un nuevo jardín floreciente donde el Esposo pudiera descansar.


14 Priora en el convento de la Encarnación

Mientras los jardines espirituales de Teresa iban dejando su perfume por toda España, su otra cuna espiritual, el convento de la Encarnación, se encontraba en un estado desolador. Los ingresos no crecían en proporción al número de monjas, y acostumbradas éstas a vivir cómodamente, y al no darlas la santa pobreza ninguna alegría como a las monjas reformadas por Teresa, de ahí que se arraigó el disgusto y somnolencia espirituales. El año 1570 vino a la Encarnación el P. Hernández, de la Orden de Sto. Domingo. El Papa Pío V le había nombrado Visitador Apostólico, con la encomienda de examinar la disciplina claustral en todos los conventos de Castilla. Como había conocido profundamente alguno de los conventos reformados de Teresa, debió de haberle estremecido el notorio contraste. Prescribió una cura radical: en virtud de su poder de Visitador Apostólico, nombró a la Madre Teresa como Priora del convento de la Encarnación, y la obligó a volver inmediatamente a Ávila para tomar posesión de su cargo. Arrancada casi bruscamente de su labor de Fundadora, tuvo que echarse a los hombros esa tarea. Exhortada directamente por el Señor, se dispuso a realizar este servicio; si bien ella aclaró por escrito, con la aprobación del P. Fernández, que seguiría viviendo bajo la Regla primitiva. Se puede muy bien comprender la indignación de las monjas a las que se les imponía una priora sin haberla ellas elegido. Y más cuando ésta era una hermana que con ellas había vivido hacía ocho años y a la que veían como una aventurera e inquieta fundadora. La tormenta inició cuando el P. Provincial, P. Ángel de Salazar, la introdujo en el convento. No consiguió que le escuchasen en medio de un grupo que gritaba ferozmente; el canto del Te Deum, que él entonó, fue cubierto por los gritos de indignación. Pero la bondad y humildad de Teresa consiguieron, finalmente, aplacar los ánimos de las monjas que regresaron a sus celdas.

La resistencia contraria de las monjas, fue aniquilada ya en el primer capítulo conventual; cuál no sería su asombro, cuando al oír la campana de oficios y entrar en la sala capitular, vieron en la silla prioral una imagen de nuestra Sra. del Carmen, sosteniendo en sus manos las llaves del convento y a sus pies, de rodillas, a la nueva Priora. En un instante se ganó todos los corazones antes de abrir sus labios para explicarlas, de manera irresistible y animada por el amor, cómo pensaba gobernar. Bajo sus indicaciones y acompañamiento, sobre todo gracias a su ser y conducta, el espíritu de la casa se transformó en poco tiempo. Su mejor apoyo fue Juan de la Cruz al que llamó como confesor del convento.

Este período, lleno de tensiones, ya que junto al priorato dirige espiritualmente a sus ocho conventos reformados, fue también un tiempo de especiales gracias. Por entonces tuvo la visión que ella llama «matrimonio espiritual». El 18 de noviembre de 1972 se le apareció el Señor durante la comunión: «… y dióme su mano derecha, y díjome: ¡Mira este clavo, que es señal que serás mi esposa desde hoy. Hasta ahora no lo habías merecido; de aquí adelante, no sólo como Criador y como Rey y tu Dios mirarás mi honra, sino como verdadera esposa mía: mi honra es ya tuya y la tuya mía!.» (R 35). Desde ese instante comenzó Teresa a vivir la unión beatificante con Dios, unión que había ido experimentando en las últimas décadas y que la habían llevado a morir a sí misma, «con grandísima alegría de haber hallado reposo, y que vive en ella Cristo» (7M 3,1). Como primer efecto de esta unión señala «un olvido se sí, que verdaderamente parece ya no es, como queda dicho; porque todo está de tal manera que no se conoce ni se acuerda que para ella ha de haber cielo ni vida ni honra, porque toda está empleada en procurar la de Dios» (7M 3,2). El segundo efecto es «un deseo de padecer grande, mas no de manera que la inquiete como solía; porque es en tanto extremo el deseo que queda en estas almas de que se haga la voluntad de Dios en ellas, que todo lo que su Majestad hace tienen por bueno» (7M 3,4).

«Lo que más me espanta de todo, es que ya habéis visto los trabajos y aflicciones que han tenido por morirse, por gozar de nuestro Señor; ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle y que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muchos años padeciendo grandísimos trabajos…» (7M 3,6).

«… que casi nunca hay sequedad ni alborotos interiores de los que había en todas las otras a tiempos, sino que está el alma en quietud casi siempre… Pasa con tanta quietud y tan sin ruido todo lo que el Señor aprovecha aquí el alma y la enseña, que me parece es como en la edificación del templo de Salomón, adonde no se había de oír ningún ruido; así en este templo de Dios, en esta morada suya, sólo El y el alma se gozan con grandísimo silencio» (7M 3,10‑11).


15 Luchando por su obra

Las gracias más altas que un alma puede recibir, eran bien necesarias para fortalecer a la Santa contra las terribles tormentas que bien pronto habían de irrumpir contra la Reforma. Ya incluso durante su priorato en la Encarnación tuvo que reemprender sus viajes de fundadora dejando una sustituta en Ávila. Cuando acabó su priorato gran esfuerzo tuvo que hacer para no volver a ser elegida: tanto era el amor que la habían cogido cuanto grande había sido la oposición a su cargo al inicio. Su humildad y bondad, su natural simpatía y sus sabias medidas dieron como resultado la superación de la ruptura entre «Calzados» y «Descalzos». No tan afortunados fueron sus hijos espirituales. Ellos habían fundado más de los dos conventos permitidos por el General de la Orden, el P. Rubeo; esto se hizo por indicación del Visitador Apostólico de Andalucía, el P. Vargas, pero sin el permiso de los superiores de la Orden. Su extraordinaria vida de penitencia (que la misma Santa contempló a veces con preocupación) y su celo por las almas despertaron pronto la admiración del pueblo. Esta situación y las preferencias mostradas por el Visitador Apostólico hacia los conventos reformados provocó entre los no reformados un cierto recelo de que pronto quedarían eclipsados o que la reforma podría afectar a toda la Orden. Sus mensajes enviados al General calificando a los Descalzos de desobedientes y agitadores fueron aceptados. Para oprimir este estado floreciente de los Descalzos fue enviado el P. Tostado, un carmelita portugués, a España y dotado de poderes extraordinarios. Estalló así la lucha entre las dos ramas de la Orden. Esta situación fue muy dolorosa para ese corazón humilde y amante de la paz de la Madre Teresa. Estos ataques amenazaban con destruir la obra de toda su vida. Ella misma fue calificada por el nuncio en España como «inquieta y andariega», «desobediente y ambiciosa, que arrogantemente pretendía enseñar a los demás como un Doctor a pesar de la prohibición paulina»; también se la ordenó elegir uno de sus conventos para quedarse allí y no andar en más viajes (qué tranquila hubiese estado ella en el convento de Toledo, dónde el P. Gracián la ordenó ir, si no fuera por esas voluntades enemigas); y que no se recibiesen novicias en ningún convento descalzo con lo que estaban condenados a desaparecer. Sus hijos fueron perseguidos e injuriados: el P. Juan de la Cruz, que se mantuvo lejos de toda disputa, fue capturado y llevado prisionero al convento de los Calzados en Toledo, hasta que la Virgen, su protectora desde la infancia, le libró milagrosamente. En medio de esta tormenta que a todos desanimó, Teresa resistió. Junto con sus hijas impetraba a los cielos, y no se cansaba de animarles continuamente en sus cartas y de buscar la ayuda de sus amigos para convencer al P. General de la auténtica situación, y buscando la protección de los poderosos y del rey. Finalmente encontró la solución a estos problemas, la única recomendable: la total separación de los Descalzos convirtiéndose en una Provincia. Mucho tiempo le llevó a la Congregación de Religiosos el decidir sobre esta contienda. El Papa decidió que se hiciese la separación. Un Breve del 27 de Junio de 1580 anunciaba esta decisión. El capítulo de Alcalá eligió en marzo de 1581, por deseo de la Madre Teresa, el primer provincial de los Descalzos, el P. Jerónimo Gracián.


16 El final

Rebosante de alegría acogió Teresa el final de este suplicio: «Y verlo ya acabado, si no es quien sabe los trabajos que se ha padecido, no puede entender el gozo que vino a mi corazón y el deseo que yo tenía que todo el mundo alabase a nuestro Señor y le ofreciésemos a este nuestro santo rey Don Felipe, por cuyo medio lo había Dios traído a tan buen fin; que el demonio se había dado tal maña, que ya iba todo por el suelo, si no fuera por él. Ahora estamos todos en paz, Calzados y Descalzos; no nos estorba nadie a servir a nuestro Señor. Por eso, hermanos y hermanas mías, pues tan bien ha oído sus oraciones, prisa a servir a Su Majestad» (F 29,31‑32). Ella misma ofreció el poco tiempo que aún le quedaba y sus pocas fuerzas para emprender nuevos viajes fundacionales. Mucho trabajo y tiempo costó la fundación del convento de Burgos, el último que fundó Teresa. El 2 de enero dejó Ávila para dirijirse a Burgos. Sólo en julio pudo emprender el viaje de vuelta. Pero después de visitar algún convento en el camino, vino a recogerla el P. Antonio para llevarla a Alba donde la duquesa, María Henríquez, gran benefactora de la reforma, la esperaba. Aquí llegó totalmente agotada el 20 de septiembre de 1582. (Según algunos testimonios la Santa habría previsto que por esa época tornaría a Alba y de aquí se iría al Cielo). A pesar de haber avisado al médico su estado no mejoraba, si bien hasta el 29 de septiembre siguió cumpliendo con el horario del convento. A partir de ese día tuvo que guardar cama. El 2 de octubre se confesó con el P. Antonio y el día 3 recibió el viático. Una testigo presencial dice: «En el momento en que el Santísimo Sacramento fue llevado a su celda, se levanto nuestra santa Madre sin que nadie la ayudase, y se puso de rodillas. Ella misma regresaría a la cama sin que nadie se lo impidiese. Una belleza grande cubría su rostro, resplandeciente de amor divino. Con una impresionante alegría y piedad habló al Señor de tal modo que a todas nos produjo una poderosa devoción». A lo largo del día repitió las palabras del Miserere; «Un corazón despreciado y humillado, tú no lo desprecias, Señor». Por la tarde recibió los santos óleos. Sobre su último día, el 4 de octubre, tenemos el testimonio directo de María de San Francisco: «…por la mañana, a eso de las siete, se echó de un lado, el rostro vuelto a las hermanas, con un Cristo en las manos, el rostro muy bello y encendido, con tanta hermosura que me pareció no se la había visto mayor en su vida… De esta suerte se estuvo en oración, con grande quietud y paz… parecía como si la hablasen y ella respondiera… todo con maravillosas mudanzas de rostro de encendimiento e inflamación, que no parecía sino una luna llena… así dio su alma al Señor, en profunda oración, muy alborozada y alegre… quedando con aventajada hermosura y resplandor, su rostro como un sol encendido».

Los acontecimientos extraordinarios que se dieron junto a su tumba, el cuerpo incorrupto, los numerosos milagros que durante su vida y especialmente después de su muerte realizó, así como la entusiasmada veneración de todo el pueblo español hacia su Santa aceleraron el proceso de canonización. En 1595 comenzaron las investigaciones para la canonización. Fue beatificada por Pablo V con un Breve del 24 de abril de 1614. La canonización llegó con Gregorio XV el 22 de marzo de 1622. Su fiesta fue trasladada al 15 de octubre a causa de la reforma del calendario gregoriano.

Fray Luis de León dijo de Santa Teresa: «Yo no he conocido ni visto en vida a la Santa. Pero hoy, si bien ella está en los cielos, la veo y la conozco en sus dos imágenes vivas: sus hijas y sus escritos.» De hecho hay pocos santos que se presenten a nosotros tan humanos y cercanos como nuestra santa Madre. Sus obras, escritas por obediencia a sus confesores a pesar de los trabajos y ocupaciones, se cuentan hoy entre los clásicos de la literatura española. En un lenguaje llano, incomparable y auténtico narra los milagros que la gracia de Dios ha obrado en un alma escogida; cuenta las infatigables trabajos de una mujer fuerte y viril; desvela la inteligencia natural y la sabiduría divina, la profundidad del conocimiento humano, el humor ingenioso de un espíritu rico, la abundancia infinita del amor de un corazón esponsal y maternal. Dentro de la familia religiosa que ella fundó, todos miran a la que fue colmada de gracias sobreabundantes, con gran amor y agradecimiento. Y no tienen otro deseo si no el de ser colmados de su espíritu para recorrer, de su mano, el camino de la perfección hasta la meta final.

«Dichosos los pobres en el espíritu”

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), «Dichosos los pobres en el espíritu”


 

«Dichosos los pobres en el espíritu”

En las bienaventuranzas del sermón de la Montaña el Señor nos ha indicado la imagen del cristiano perfecto, hacia la cual ha de tender el hombre en la tierra para madurar para el cielo. Y al inicio ha puesto -como claro fundamento- la pobreza en el espíritu.

El Salvador ha repetido y subrayado insistentemente que la libertad de posesiones externas es aconsejable para quien quiera alcanzar el reino de los cielos. Él aconsejó al joven rico que diera todos sus bienes a los pobres. Expresó los peligros del reino con la imagen drástica de que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de los cielos. Existe siempre el peligro de que los bienes externos -la tensión por conservarlos, la alegría de poseerlos, la preocupación por retenerlos- esclavice el corazón y paralice la elevación hacia Dios. Pues «nadie puede servir a dos amos». Pero esto no significa que la efectiva pobreza externa signifique la libertad del corazón. Puede ser un gran peligro para el alma si, al mismo tiempo, no se ha renunciado interiormente a los bienes externos, si el deseo de ellos todavía domina el corazón. Es posible que aún ocupen y determinen mucho más los pensamientos y deseos, y sean ocasión de pecado mortal.

Por eso, los pobres en el espíritu son llamados dichosos, aquellos cuyo corazón está libre de toda dependencia de bienes terrenales. Una tal pobreza en espíritu es también alcanzable para aquel que externamente no se ha desprendido de toda su posesión. De eso se trata precisamente, de tener «como si no poseyeran». Se tiene que aprender que lo que se tiene hay que llevarlo suelto en las manos, con la disposición permanente a darlo.

Pero la correcta relación con los bienes externos no es el único sentido de la «pobreza en espíritu». La liturgia de la Iglesia tiene las bienaventuranzas como texto evangélico de la fiesta de Todos los Santos. Y lo explica en las lecturas del Breviario del tercer nocturno en un sermón de san Agustín sobre el discurso de la montaña. Ahí, las bienaventuranzas son relacionadas con los dones del Espíritu Santo, la pobreza en el espíritu con el temor de Dios que es el principio de la sabiduría. Al deseo de los bienes terrenales se refiere el Predicador con estas palabras: «Vanidad de vanidades; todo es vanidad». Arrogancia del espíritu significa temeridad y soberbia. Habitualmente, también se dice de los soberbios, que su espíritu está hinchado: y con razón, puesto que «spiritus» también significa «viento»… ¿Pero quien no sabría que los soberbios son llamados «inflados», como hinchados de viento? Por eso las palabras del Apóstol: el saber se esfuma, pero el amor crece. Por eso aquí se entiende correctamente por pobres en el espíritu a los humildes y temerosos de Dios, es decir, los que no tienen el espíritu inflado. La felicidad no puede empezar con otra cosa sino con la pobreza en el espíritu, si se quiere alcanzar la más alta sabiduría. El principio de la sabiduría es el temor de Dios, y ciertamente -como complemento a ello- está escrito que la soberbia es el principio de todo pecado. Pero los soberbios buscan y aman el poder terrenal.

Según esta interpretación, pobre en el espíritu es aquel que no se cree más por poseer conocimientos terrenales, ciencia y sabiduría humanas. Lo mismo que decíamos de la propiedad externa, también vale para estos dones naturales del espíritu, que fácilmente encadenan al espíritu y no le dejan elevarse a lo sobrenatural y eterno: el anhelo de conocer conlleva siempre el peligro de acaparar totalmente al hombre. Es algo que propulsa sin descanso al hombre, de tal manera que no puede encontrar descanso ni paz. Y a quien el conocimiento natural le parezca algo grande. fácilmente se creerá él mismo en posesión y superior a aquellos que son «intelectualmente pobres». La excesiva confianza en la razón humana fácilmente conduce a apartarse de las fuentes sobrenaturales de la fe, que -según Tomás de Aquino- es el comienzo de la vida eterna en nosotros. Y por eso es difícil para los «ricos» de sabiduría terrenal entrar en el reino de los cielos. Por el contrario, los sencillos, que saben que no saben nada, que no pueden saber nada por sí mismos, elevarán humildemente su mirada al Cielo, para alcanzar como don de arriba lo que ellos no pueden alcanzar. Por eso Cristo alababa al Padre por haber revelado los secretos del reino a los pobres y pequeños.

Pero nuevamente vale, como en el caso de la propiedad externa, que el real no-tener bienes, talentos o conocimientos espirituales no significa lo mismo que tener libertad. Quien se aflige porque por carencia de aptitudes o falta de posibilidades de formación no puede lo que pueden los mejor dotados, a ése le ata la riqueza espiritual no menos que al que la posee, y le cierra la vista de la luz eterna, que podría enriquecer su espíritu más que toda sabiduría y ciencia humana. Por otro lado, aquí también hay un poseer «como si no poseyeran». Al que le ha tocado el rayo de gracia, ése reconoce que todo saber humano es fragmentario y no es capaz de darnos información sobre lo único necesario. Ya no puede estar orgulloso de su patrimonio de conocimientos y, en consecuencia, ya no puede dirigir su anhelo exclusivamente a ello. El estará alegremente dispuesto a renunciar a toda la ciencia del mundo para alcanzar un vislumbre de sabiduría celestial; pero también estará dispuesto, si es voluntad de Dios, a utilizar sus dones y conocimientos en el campo de la investigación y enseñanza natural, o en otro campo de actuación y creación espiritual, para la gloria de Dios y salvación de los hombres. Sólo cuando dirige impertérrito la mirada hacia el unum necessarium, y se guía por éste en el conjunto de su hacer u omitir, entonces el mayor de los letrados puede ser tan humilde y sencillo, y así verdaderamente pobre en el espíritu, como una campesina analfabeta.

Eran dos las clases de hombres con los que el Salvador se relacionó durante su vida terrena. Pobres y sencillos, y pecadores arrepentidos. Eran dos las clases de hombres con los que más duramente luchó: escribas y fariseos, es decir, precisamente los soberbios de saber y de virtudes, que se engreían de la presunta posesión de la “justicia”. Las riquezas en las que confían y a las que dan valor eterno, de modo que creen estar seguros del cielo y ya no temen a Dios, son su “recompensa». Hacen lo que la tradición tiene por bueno y justo, y desprecian a quienes se comportan de otro modo. Jesús designó su imagen con implacable dureza: oran y ayunan para ser vistos por la gente»; hacen donaciones para el templo y dejan a sus pobres padres estar en la miseria; se presentan ante el Señor para contar sus méritos y alabarse a sí mismos, no para alabarlo, ni para suplicar tan siquiera una vez su misericordia, ya que tan seguros de sí mismos no sienten necesidad de ella. En ellos no encuentra la gracia entrada. El publicano, por el contrario, arrodillado por el peso de su pecado, no se atreve a mirar al cielo, y no sabe decir otra cosa que: “Señor, ten compasión de mí», y vuelve a su casa justificado. Él es verdaderamente pobre en el espíritu, un mendigo ante el Señor. No encuentra nada en sí mismo que pueda presentar, excepto su miseria y pecado. Para esta miseria no hay otra ayuda sino la misericordia de Dios. Confiando en ella se ha atrevido a ir al templo. «Un corazón quebrantado y humillado, tu no lo desprecias, Señor». Y en este corazón, que como un cuenco vacío se presenta a Dios, puede derramarse la gracia. Tales mendigos somos todos nosotros ante Dios. Incluso, si aquel que escruta entrañas y corazón encontrase algo en nosotros que le fuese agradable, no tendríamos que enaltecernos de ello, ya que no tenemos nada que no hayamos recibido. Si incluso el lucro y la posesión de bienes externos y de capacidades intelectuales no se deben solamente al propio esfuerzo, sino a aquel que se anticipa a todo nuestro propio hacer, condicionado por la bondad paterna de Dios, tanto más es Dios en nuestra vida de gracia el origen y el fin, que da el querer y el ejecutar. Es su regalo cuando designamos como nuestra cualquier cosa buena; cuando conseguimos conservar sus dones lo debemos a su protección. En verdad todos nosotros somos pobres. Lo que importa es que reconozcamos nuestra pobreza, que la hagamos nuestra espiritualmente, para que nos abra el reino de los cielos.

Ciertamente para la soberbia humana resulta duro reconocer que uno por sí mismo nada es y nada tiene. Cuando alguien que ha crecido en la riqueza y de la noche a la mañana pierde su fortuna, cuando príncipes son despojados de sus tronos, cuando una dura enfermedad arranca de repente a un hombre rebosante de salud y de energía de su círculo de influencias y lo condena a la inactividad, cuando un hombre puritano que creía haber superado toda tentación,  cae de improviso, en todos estos casos el conocimiento de la propia pobreza y debilidad puede llevar al borde de la desesperación. Pero quien se atreve a mirar a los ojos de la nada de su propia existencia, se verá emerger tras la peña elevada del Ser infinito y eterno. La mano poderosa, que lo ha precipitado de su supuesta altura, es lo suficientemente fuerte para enaltecerlo de nuevo, es lo suficientemente rica para devolver mil veces más de lo que le ha quitado. Si se resuelve a agarrarse a esta mano, entonces experimentará que es la mano de un padre bueno: se hará como un niño que se deja guiar dócilmente, porque el Padre conoce el camino que él no conoce. Abandonará en el Padre la preocupación por su vida, puesto que ha experimentado que él no está en grado de ocuparse de sí de la manera correcta. Y experimentará con siempre nueva admiración y agradecimiento, cómo ahora se le proporciona lo mejor. Así vendrá sobre él una profunda protección, seguridad y tranquilidad, una paz como nunca había conocido: el Reino de los Cielos es suyo -no sólo como algo que se le ha prometido para la vida futura, sino como algo que ya desde ahora ha despuntado, un preámbulo y una garantía de la gloria futura. Cuanto más radical es la renuncia a todo lo propio, cuanto más se familiariza en la relación filial con Dios, más experimentará el «gustad y ved qué bueno es el Señor”.

El reino de los cielos, en el cual participan ya en la tierra los pobres en el espíritu, es la paz. Porque no desean ninguna otra cosa sino lo que Dios ha determinado para ellos, porque no tienen ninguna otra voluntad sino la voluntad de Dios, por eso no puede darse entre ellos y Dios ninguna discrepancia, ninguna oposición, ninguna separación: y de esta manera han entrado ya en su quietud. Porque no tienen ningún deseo de otra propiedad humana, más aún, lo que se les deposita en las manos con gusto lo abandonan en otros; y porque no se consideran listos, no son propensos a contraponer a los otros su opinión, también se quedan fuera de todo altercado humano. Ciertamente pueden encontrarse en la situación de tener que denegar algo a alguien, -pero cuando niegan una petición, señalan como equivocada una opinión extraña, no lo hacen como cosa propia sino porque defienden la verdad y la voluntad de Dios. Y porque pueden estar convencidos de que, aquello que hacen es lo mejor, incluso para aquel que se opone, por eso permanecen en paz con él a pesar de las contradicciones externas.

El reino de los cielos consiste en que, si bien no tienen nada, todo lo poseen. Como hijos de Dios participan de todo lo que pertenece al Padre. Experimentan que nada les falta, que son alimentados como los pájaros del cielo y vestidos como los lirios del campo. Muy bien puede suceder que no sepan de qué van a vivir al día siguiente. Pero son socorridos siempre en el momento oportuno. Y la riqueza del Padre celestial está disponible para ellos, inagotablemente también para los otros. Miles son los que han pasado por las manos de hombres que no consideraban como propio ningún penique, y que destinaban a los necesitados. Y de la eterna fuente del amor y la alegría han levantado a innumerables abatidos y les han dado fuerza y alegría.

El reino de los cielos es, ante todo, la vida en la filiación divina: la certeza embriagadora de estar protegido por una bondad y un amor infinitos e inmutables: el amor del Padre que conoce todas nuestras necesidades y que tiene preparado un remedio para cada una; en quien encontramos consuelo en cualquier sufrimiento, cuya misericordia infinita nunca se cansa de perdonarnos lo que hemos hecho mal; que nos resarce abundantemente de todo lo que nos hacen los hombres. Experimentar de manera siempre nueva e inesperada esta bondad paterna, ésta es nuestra felicidad en la tierra. Todavía no contemplamos a Dios cara a cara tal como se nos ha prometido. Pero que Él se deja encontrar por aquellos que lo buscan con todo el corazón, esto lo experimentamos ya en esta vida. Aquellos que han vaciado su corazón de todo lo que les puede apartar del camino hacia el Señor del cielo, de estos se deja conocer cada vez más abundante y profundamente. Él mismo habita en su corazón y lo convierte en su reino. Los que buscan al Señor lo encuentran en todos sus caminos. Toda la creación lleva sus huellas, el destino de los hombres y los acontecimientos del mundo revelan su gobierno escondido. Pero las almas que han aprendido a retirarse en sí mismas, lo encuentran de la manera más segura en sí mismas. Este camino interior es el camino de todos los místicos. Santa Teresa lo ha descrito incomparablemente en el «Castillo interior». San Agustín invita a ello con las palabras:

«Noli foras ire, intra in te ipsum; in interiore homine habitat veritas”
(No salgas fuera, entra en ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad).

 

 

Recreaciones teatrales

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Índice: Santa Teresa Benedicta dela Cruz (Edith Stein), Recreaciones teatrales

1 Ante el trono de Dios
2 Yo estoy siempre en medio de vosotros
3 Te Deum laudamus
4 Diálogo nocturno
5 San Miguel

 

 

 

 

 


1 Ante el trono de Dios

(En ocasión de los 60 años en el convento de la Hna. Teresa, 2‑X‑1938)

(Los ángeles y santos cantan ante el trono de Dios: “Santo, Santo, Santo” de la misa alemana de Schubert)

[Un ángel llega apresurado, cargado con muchas maletas]

La voz de Dios:   
Reunidos están ante el trono del Altísimo
todos los mensajeros de la lejana Tierra.
Sus cantos de alabanza desbordan de alegría,
porque al Padre Santo se tienen que acercar,
-llenos de santo temor ante el Altísimo-.
Tú llegas el último de todos ‑habla hijo mío,
¿qué te ha entretenido tanto en el mundo?

Ángel:
(se inclina en actitud de adoración ante el trono)

Padre Eterno: escalofríos
de santo temor y beata alegría
estremecen todo mi ser
cuando estoy cerca de ti.
La impotencia de la criatura
querría adorar, callar, consumirse ardiendo.
Pues Tú, Padre, me pides que hable
escucha entonces, ?oh Santo!, el relato del mensajero:
Muy triste suena lo que mis hermanos anuncian
de su recorrido por los caminos de los hombres.
¿Quien escucha aún la voz de su ángel?
¿Quien piensa aún en el beato acompañante
que puede conducir a lo alto del Cielo?
¿Quien eleva aún su mirada hacia las colinas eternas?
Bajo el hechizo del poder de las tinieblas permanecen los pueblos.
Por su esclavitud reina el Anticristo,
ríos de sangre y lágrimas por todas partes,
un océano de sufrimiento y pecado cubre el mundo.
Pero yo traigo hoy alegres noticias,
con las que se alegrará todo el Cielo
y se cantará jubiloso un Aleluya.
Sobre un silencioso jardín, quiero dar noticia,
un jardín por altos muros cercado y seguro,
donde florece una triple alegría.
Más de 80 años han pasado
desde que mi altísimo Señor me envió a la Tierra
para cuidar con amor de un alma humana.
En tierras renanas fue esto, en un lugar llamado Berzdorf,
donde mi Teresita sus ojitos abrió
y donde como hija de Dios nació.
De la madre aprendió a hablar a su Ángel de la Guarda.
Aún puedo escuchar esa clara vocecita cantar.

(En actitud de escucha está el Ángel. Se oye una voz infantil: Tú mi ángel de la Guarda, enviado de Dios)

A su fiel protector nunca lo ha olvidado,
así me fue posible conservar su inocencia e incólume candor.
En esta maleta he recogido los ?obsequiosos saludos?
que me ha enviado en estos 80 años.
Lista y cerrada para el viaje estaba,
cuando me disponía a volar hacia aquí.
Entonces la pequeña se me acercó pasito a pasito y me llamó,
y no me dejó tranquilo hasta que no abrí la maleta,
y así entregarme tres suspiros para el viaje.

Dios Padre:
Nada amo tanto como estas pequeñas almas
que no pierden la inocencia del Paraíso,
que tienen puro corazón, que verán mi rostro.
Un poco más de tiempo y traerás esta alma
ante el trono del Cordero, a los beatos coros
de las vírgenes, para cantar un himno maravilloso.
Coloca las maletas en el lugar que a ella le corresponde.
Toca tres veces la campanilla y Pedro vendrá para dejártelas pasar.

(El Ángel toca la campanilla. Pedro aparece a la puerta)

Pedro:
¿Qué haces tú, mensajero de Dios,
con semejante mercancía mundana?
¿Qué pinta eso aquí, en nuestros santos pórticos?

Ángel:
El mismo Señor ha permitido el depositarlo.
También la envoltura terrena contiene un núcleo santo,
los amorosos saludos de un alma humana
con los que piadosamente ha venerado a su ángel.

Pedro:
Bueno, eso puede que sea cosa buena, pero ¿y las otras?
¿No contendrán cosas prohibidas?

Ángel:
No te preocupes, vigilante celoso de las puertas.
Tu mismo te alegrarás al ver el contenido.

(Señala una maleta)

Aquí puedes encontrar las muchas jaculatorias
ofrecidas para consuelo de almas desvalidas,
y gotas de agua bendita, donadas
para refrescar a los que sufren en el Purgatorio.

(Señala otra maleta)

Y aquí descansa invisible su buen pensar,
los 60 años de vida religiosa diariamente rezados con piedad,
y los pensamientos y deseos ardientes
que hacia el cielo se elevaban todos los días
en medio de los incontables pinchazos
mientras sus manos se movían diligentes
y calcetines, medias, velos y tocas cosían.
Las cosas de hilo tardaban en deshacerse,
muchas han muerto de las que las llevaban.
Y siempre brota imperecedero el bien pensar
al que se entregó con el corazón en el trabajo.

Pedro:
¿Venga con la otra! Yo creo que también
esta última podrá pasar sin pagar aduanas
y sin impedimentos.

Ángel:
Esta contiene los trabajos del amor fraterno,
auténticamente probado durante los 60 años de vida religiosa.
La edad bien pudo hacer cojear las fuerzas,
pero el celo permanece despierto y el corazón caliente.

Pedro:
¿Ya está todo! Tráeme algún día tu alma
entonces abriré las puertas de par en par.

Ángel:
Tú, buen Pedro, te alegrarás muy especialmente
cuando a traerte a Teresita venga.
Como tú, ella ha llevado una llave,
y un escondido Paraíso en la Tierra
ha protegido fielmente durante seis años como tornera.
Esto fue durante su beata juventud en la Orden.
En Maastricht junto al Mars ‑ un río peligroso;
donde muchos hombres se han ahogado‑.
Allí Teresita fue cautelosa y permaneció sana.
Así pudo ayudar en la fundación de dos conventos,
en Aquisgrán y en la querida vieja Colonia.
Allí se dispone ahora todo para el jubileo,
pues 60 años completos han pasado
desde que la llamada de Dios alcanzó a esta criatura.
No había ningún Carmelo en tierras alemanas,
un viento huracanado lo había barrido fuera.
Nuestra Teresita no vaciló
y llena de coraje se puso en camino hacia Holanda,
y con la bendición de Dios alcanzó la meta.
Diligentemente se preparan hoy en el Carmelo de Colonia
para alegrar dignamente a la ?querida? de la casa.
Lo cierto, es que yo he venido ante el trono del Dios Trino
para pedir alguna gracia especial para la fiesta.
(Se arrodilla profundamente)
¿Que quieres tú, Padre,
ofrecer a tu criatura?

Voz de Dios:
Con alegría hemos escuchado la gozosa noticia,
que tú, mi fiel mensajero, nos has anunciado.
De todo corazón y a manos llenas
queremos enviar allí abajo gracias y bendiciones.
Tal como se corresponde a un servidor fiel,
habla ahora sin temor, querido hijo,
confíame sin reserva los deseos del corazón.
Yo quiero regalar a esta querida alma
sobreabundancia de felicidad celestial para la fiesta.

Ángel:
Señor, tú eres amor, y tu bondad
infinitamente más grande de cuanto se pueda imaginar.
Con atrevimiento te hablo, puesto que tú así lo pides.
Allí está aun Pedro escuchando a la puerta:
¿Oh, déjale que vaya aprisa dentro y vaya a
buscar mensajeros y dones como yo le quiero suplicar.
Deja, Padre clemente, que me acompañe a la Tierra
Santa Bárbara, la noble esposa de Dios.
Con gran profundidad ?mi alma? ha venerado
e incontables veces ha recomendado su protección.
También quiero aparecerme a ella como huésped,
poner al Santísimo Sacramento en sus manos,
y la promesa del auxilio final.

Voz de Dios:
¡Deprisa, Pedro! ¡Ve a buscarlo!

Ángel:
¡Espera! Si es que puedo atreverme a ello. ¡No tanta prisa!
Tengo más deseos que manifestar.
Un fiel amigo de Teresita está en el Cielo
y no debe faltar a su fiesta.
Es Gerhard Majella, el santo hermano,
como gustosamente le llamaba; también él viene conmigo.
Como obsequio que lleve él una copa
llena del rocío de la gracia, para que
las manos de Teresita puedan
donarlas a su antojo a las almas
que aún suspiran anhelantes en el Purgatorio.
A mí, Señor, concédeme la corona de las vírgenes
que hace tiempo tienes preparada para tu esposa.

Voz de Dios:
También esto te será concedido.
Tu debes coronarla en el gran día de sus bodas de diamante.
Pero después tráete la corona,
que aquí aguardará hasta aquel día
en que se embellezca con la transfiguración eterna.
Los deseos han sido concedidos, pero como no son suficientes
para satisfacer la generosidad de la recompensa que merece,
añado dos mensajeros de mi amor.
En estos días celebra el Carmelo
la amada de mi corazón; a ella le corresponde
cubrir de rosas a la hermanita.
La maestra de los pequeños va contigo.
Y finalmente, el mayor de mis dones:
la abundancia de gracias las concede una mano
que los hijos del Carmelo veneran como Reina del Carmelo.
¡Date prisa, Pedro! ?Llama a la Altísima Señora!,
y ve a buscar a los otros para el viaje a la Tierra..

(Pedro se inclina ante el trono y desaparece)

Ángel:
Me entran vértigos, Señor, ante tan grandes dones.
¿Cómo puede caber tanta abundancia en un pequeño corazón?
Tú tienes que ensancharlo, Señor, para que no se rompa.

(La puerta se abre. Santa Bárbara sale con el Santísimo; Gerhard Majella con un cáliz; Santa Teresita con Rosas y, por último, la Reina de los Cielos con la corona; se colocan en fila india, el ángel primero, y se dirigen hacia la hna. Teresa.)

Ángel:
(pone la mano sobre la cabeza de Teresa)

Teresita, ahora abre los ojos y el corazón
para acoger dignamente a los enviados de Dios.

(Se coloca junto a ella)

Santa Bárbara:
Santa Bárbara, la noble esposa,
a la que tú tan a menudo te has encomendado,
te muestra el Santísimo Sacramento
que un día te asistirá en el beato final.

Gerhard Majella:
Almas familiares se encuentran;
la “santa inocencia” te saluda.
Derrama las gotas de rocío de gracia celestial,
y conduce a las almas a la visión de Dios.
Las que libres del dolor y de la pena
entrarán contigo en la Gloria.

Santa Teresita:
Mi querida hermana de los buenos viejos tiempos,
¿Te resulta tan moderna la pequeña Santa
que con ascensor conduce a la eternidad?
Ella te trae gustosa sus amadas rosas.

(Le echa las rosas en el regazo. Todos se reúnen en torno a la Reina de los Cielos. Ella mantiene la corona sobre la cabeza de la hna. Teresa)

La Virgen:
La Reina del Carmelo
se inclina ante su amorosa criatura,
que ante la Reina de la Paz
encuentra paz eterna.

La corona muestra la gloria
que desde siempre te ha estado reservada.
El Padre te la envía hoy
como prenda de dicha.

(le coloca la corona)

Ángel y santos:
Teresa, querida hermanita,
únete ahora a nuestro canto de alabanza
y saluda con auténtica sencillez
a la Virgen, Madre y Reina.

(Todos cantan la Salve).


2 Yo estoy siempre en medio de vosotros

13‑12‑1939

Madre Úrsula:
(es la superiora y está arrodillada ante un altar con un cuadro o una estatua de Santa Ángela de Merici)

¡Qué hermoso, poder venir ante ti por la noche!
¡Oh, madre fiel!, en tu buen corazón
desahogar la dura carga de las preocupaciones.
En el barullo del día me siento tan inferior.
Los asuntos oprimen, vienen,
me llaman aquí y allí; consejo y consuelo
y ayuda todas buscan en una,
¡la más pobre de todas!, que en sí
casi nada puede, y sólo en las manos de Dios,
momento por momento, encomienda
lo que a cada una respectivamente conviene.
Así no queda tiempo y lugar para las preocupaciones de mañana.
Entonces por la noche me rodea el silencio de la celda
tan amada y a menudo tan ardorosamente deseada;
allí en la oscuridad avanzan lentamente oscuras sombras,
preguntas angustiosas susurran en mis oídos:
el numeroso grupo de hijas, muy bien dotadas,
con grandes esfuerzos certeramente agrupadas,
para ser como corderos felices al servicio del Señor;
llenas de ardientes deseos de encender
la luz de Dios en almas jóvenes,
tal como requiere su santa vocación.
¿Qué será de ellas, si un golpe
acaba con todo, y si vuestra viña
pasa de nuestras manos a otras?
¿Qué será de ellas? ?Qué de nuestra juventud?
¿Qué debo hacer, dime, si almas jóvenes vienen
apeteciendo entrar, con fuerza de ánimo tocan a la puerta
porque la llamada de Dios les indica este camino?
¿Tengo yo que consagrar su vida a un incierto destino?

Santa Ángela:
(habla desde la imagen)

Tú misma podrías muy bien darte la respuesta;
cuando otras así te preguntaban, las has conducido,
a menudo, hacia la claridad y la paz.
¡Sé muy bien que para los otros uno es más inteligente,
y para sí mismo impotente como un niño!
Por eso es justo que tú vengas a la Madre,
y con gusto te ayudo a llevar tu carga,
la carga de tantos hombres que tú llevas.

Úrsula:
¡Qué bien hace , sentirse nuevamente niño
y descansar sin preocupaciones en los brazos de la Madre!
La mano aliviadora ahuyenta el ardor de la fiebre,
y la tierna mirada suaviza todo dolor.
¿Quieres ahora darme instrucciones sobre lo que tengo que hacer?
¡Ah! Te escucho en silencio y atentamente te sigo.

Ángela:
Vamos a hacer como en vuestros colegios:
el profesor escucha y el alumno habla.
¿Qué crees tú? ?Ha hecho vuestra Madre
cosas grandes y placenteras ante los ojos de Dios?
¿Qué atrajo la bendición a su trabajo?

Úrsula:
¡Difícil pregunta para un niño pequeño!
El pensamiento de Dios es tan superior al nuestro
como la catedral celeste sobre nosotros.
Pero con ingenuidad quiero arriesgarme a responder.
Desde la tierna infancia escuchaste
todo soplo en lo más íntimo del alma,
y que sólo en el silencio más profundo se percibe.
Y como toda criatura, que sin volverse
ya hacia delante o hacia atrás, animadamente va,
según el aliento del Espíritu que las empuja,
así seguiste la sutil llamada,
¡dócil instrumento en manos del Señor!

Ángela:
Yo escuché su voz tal cual era.
Y era tan verdadera,
que su instrumento alegremente quise ser.
Pero, ¿no sabes que sólo cuando declinó el día,
sólo en la noche vi claro el camino?
¿qué anduve mucho tiempo titubeando?

Úrsula:
Me pones a prueba, y es como
si descubriese ahora la pista recta.
Con infatigable fidelidad esperaste,
pacientemente, año tras año; ni a la izquierda ni a la derecha
te saliste del camino, si bien en la noche oscura
permanecía escondido a tu mirada.
Pues como la estrella que guio a los Magos
relucía sobre tu cabeza la alta meta
que pronto tu joven corazón conquistó
y que resplandece con siempre nueva claridad.
Escondida del mundo esperaste
como nuestro amado Señor, los 30 años,
en un círculo reducido y en trabajos humildes,
‑según el juicio humano tiempo perdido‑,
en vez de hacer grandes cosas y cosechar fama.
Aún más tiempo que Él permaneciste en el silencio,
y sólo en el silencio madura la obra de Dios.

Ángela:
Tú lo has experimentado: esto es lo que a Dios le agrada,
esperar pacientemente, hasta que llegue la hora
que Él determine; caminar en la oscuridad,
tal como el silenciosos soplo del Espíritu nos conduce,
inadvertidos ante los ojos d los hombres,
recoger las flores que en el amino florecen.
Las pequeñas flores ofrecidas diariamente
al Hijo de Dios por manos de la Madre.
Él las acoge en su corazón: allí florecen
y nunca se marchitan; su perfume
se extiende, dulce e intenso, con virtud curativa,
por todo el mundo, cerrando las heridas
provocadas por las ¿grandes obras? de los hombres.

Úrsula:
Este es la elevada sabiduría del ¿caminito?
que la ¿flor del Carmelo? nos enseñó.
Ahora veo que es éste, también, nuestro camino,
al igual que lo fue tuyo durante tanto tiempo.
Las obras externas, en su forma fija,
a las que estamos acostumbrados, y que nos dan confianza y amor,
no son lo esencial, ‑pueden ser destruidas‑,
quizás entonces nos abrimos a lo esencial.
Queremos permanecer fieles en nuestro puesto
el tiempo que a nuestro Dios le parezca.
Y nuestras ocupaciones tienen que ser asiduas
como si no necesitásemos pensar en el final.
Pues Él toma, mañana o pasado,
el amoroso trabajo de las manos diligentes,
y pensamos: El lo puede sin nosotros,
y le seguimos voluntariamente a donde Él nos conduce,
ya sea a Egipto o a Nazaret.

Ángela:
¿Dónde ha quedado ahora la preocupación por tus hijas?
¿Estás tan segura de que ellas entienden
el camino que tu mirada indica?
La juventud que quiere hacerse sentir,
¿cómo la diriges hacia una nueva ruta?

Úrsula:
No me asustas con esas preguntas.
Cierto es que no puedo responderte con una palabra,
lo cual me ayudaría….
Pero pienso que si llevo en el corazón
con especialísimo amor cada alma
que Dios me ha confiado, y como tú lo pides
y toda madre apremiadamente recomienda,
entonces, en el momento adecuado, me indicará
el Espíritu lo que cada una necesita.
El Señor conduce a cada uno por su propio camino,
y lo que llamamos ?Destino?, es el obrar del Artista,
del eterno artista, que crea la materia
y forma la imagen de alguna manera,
con sencillos toques de dedo y cinceladas.
No es materia muerta la que Él produce;
especial alegría es para el Creador
que bajo sus manos la imagen se mueva,
que la vida le venga al encuentro.
La vida que Él mismo metió dentro
y que desde el interior ahora responde
a las cinceladas y toques de dedo.
Así colaboramos con la obra artística de Dios.
Él no nos deja que nos formemos solos,
sino según sus advertencias; muy a menudo, no percibe
el hombre la suave voz que en él habla.
Percibe, quizás, los suaves golpes de ala
de la paloma, hacia cuyo vuelo le atrae
pero no entiende. Entonces alguien tiene que llegar,
dotado de oído muy delicado y vista muy aguda,
y que le informe del misterioso sentido de la palabra.
Este es el maravilloso don del guía,
lo más grande, que según una palabra de orden
del Creador otorga a la criatura
ser colaborador en la salvación de las almas.

Ángela:
Así se construye el santuario de Dios
a través del soplo del Espíritu,
y ten por seguro que no faltará nunca.
La viña que con esfuerzo crece,
quiere ser distinta de como era,
diversa de como la habías pensado.
Pero te queda aún una pregunta por resolver,
y cuya respuesta buscabas esta noche:
¿te está permitido llevar hacia un incierto destino
a nuevos hijos de los hombres?

Úrsula:
¡Qué insensatos me resultan ahora esos pensamientos!
Cuando la llamada de Dios resuena en un alma,
cuando Él la conduce a la puerta de nuestra casa
y llama ‑ ¿cómo no vamos a abrir
la puerta, los brazos y el corazón?
Él indica el camino y sabe también
que no es un camino equivocado que repentinamente desaparezca,
ningún camino falso que acabe en el desierto.
Que paso a paso indicará Él el camino,
estoy convencida. ¿Qué es la seguridad?
¿Dónde está el destino cierto? Vemos,
y esto es bueno, que seremos conducidas fuera,
como las obras malogradas
que amontonadas nos entablillan para la Eternidad.
Sólo una cosa es cierta: que Dios existe
y que Él nos sostiene con su mano.
Quiera por eso el mundo entero desplomarse en ruinas,
nosotros no nos derrumbamos si nos agarramos a Él.

Ángela:
Que todo esto asegure y fortalezca a las tuyas.
Amanece, un nuevo día comienza.

Úrsula:
Y le saludo como si yo hubiese nacido de nuevo,
con su tierna luz. Te agradezco
tu consuelo cercano en esta noche.
¡Oh! ?Cómo cumples fielmente con la promesa
que hiciste el día de tu separación,
de permanecer siempre en medio de nosotros
con Cristo, nuestro alimento celestial!
Por eso no te digo adiós.
La voz quiere enmudecer, la voz que
tan maternalmente sonó en mí esta noche.
Yo sé que la Madre me acompaña.
Con su bendición voy al día.


3 Te Deum laudamus

7‑12‑1940

Ambrosio:
(arrodillado en su habitación ante la Biblia abierta)

Ya se ha ido el último. Te doy gracias, Señor,
por esta hora de silencio en la noche.
Tú sabes que con gusto sirvo a tu grey;
y que un buen pastor de tus ovejas quiero ser,
por eso esta puerta está abierta día y noche
para que libremente entre el que quiera.
¡Ah, cuánto dolor y amarga necesidad se lleva dentro!
A menudo el peso es demasiado incluso para el corazón de un padre.
Pero tú, mi Señor, conoces nuestra debilidad,
y en el momento oportuno alivias el yugo que grava nuestras espaldas.
Me regalas paz, y en este libro santo
me hablas y derramas nueva fuerza en mi alma.

(Toma la Biblia, hace la señal de la cruz y comienza a leer en silencio)

Agustín:
(Aparece a la puerta y se queda vacilante)
Está solo, podría ir donde él
y contarle las luchas que hay en mi corazón.
Pero él habla con su Dios,
busca tranquilidad y recreo en la Escritura
después de un largo día de cansancio y cargas.
¡Oh no, no le molestaré!
Pero permaneceré un rato aquí arrodillado
para llevarme un poco de su paz.

(Se arrodilla)

Ambrosio:
(Levanta la mirada)

¿Qué pasa? ?No percibo un susurro en la puerta?

(Se levanta, se pone de pie)

Acércate amigo que llegas en la noche.
En la oscuridad no puedo reconocer quien eres.

(Va hacia la puerta con la lámpara)

¿Es posible? ?Agustín? ¡La paz sea contigo!
Venga, entra querido huésped.

(Lo coge de la mano, le lleva dentro y le hace sentarse. Él se sienta de frente)

Agustín:
¡Oh, cómo me avergüenza tu bondad, santo hombre!
No merezco tal bienvenida.

Ambrosio:
¿No recuerdas con qué alegría te saludé
la primera vez que me visitaste?
Me alegré de ver, entre los muros de mi Milán,
a la estrella de la oratoria
que asombró a Cartago,
que no tenía maestro igual en Roma.

Agustín:
¡Ah, si me hubieras visto sólo en el corazón!
Yo no era tan valioso como para que tus ojos me mirasen.

Ambrosio:
Te veía a menudo, cuando hablaba al pueblo.
Tus ojos ardientes estaban pendientes de mis labios.

Agustín:
De tu boca manaba sabiduría celestial.
Pero yo nada tenía que ver con la sabiduría.
Simplemente escuchaba cómo unías las palabras,
sólo la capacidad de encantar del orador me cautivaba.
Lo que dijiste ‑sobre la doctrina de Cristo‑,
no quería saberlo, me parecía vano,
por mis maestros refutado desde hacía mucho tiempo.
Y mientras las palabras escuchaba
su sentido me conquistaba sin darme cuenta.
Unas palabras de la Escritura que a menudo aparecían,
me penetraron en lo profundo y me hicieron pensar mucho:
¿La letra mata?, dijiste, ¿el Espíritu da la vida?.
Cuando los maniqueos se burlaban de la palabra de Cristo,
¿no era el motivo que, necios como eran,
sólo entendían literalmente lo que leían,
mientras que el espíritu permanecía escondido para ellos?

Ambrosio:
A ti, sin embargo, la luz del Espíritu te ha conquistado.
¡Gracias a Él, que del error te ha liberado!
¡Agradece también a aquella que tanto ha llorado por ti ante Él!
¡Oh, Agustín, agradece a Dios el don de tu madre!
Ella es tu ángel ante el trono de Dios;
su vida está en el Cielo, y su súplica cae,
como gotas continuas, en el cáliz de la Misericordia.

Agustín:
Sí, lo sé. ¿qué hubiera sido de mí sin ella?
¡Oh, cuántas lágrimas ardientes le he costado!
¡yo, hijo infiel, que no me lo he ganado!

Ambrosio:
Por eso, ahora, llora dulces lágrimas de alegría,
y todo dolor le será pagado generosamente.

Agustín:
Ya sus lágrimas eran de alegría,
cuando escapé de la red de los maniqueos.
Yo estaba sumergido en la noche, asaltado por las dudas,
pero ella me hablaba confortándome llena de coraje:
que el día de la paz no estaba lejos,
que ella me vería a salvo.

Ambrosio:
El mismo Dios le dio esta certeza.
Su fe tan sólida no le ha deludido.

Agustín:
Pero yo tuve que recorrer aún un largo camino.
Mis enseñanzas se volvieron insoportables,
la oratoria me aburría.
Buscaba la verdad, y no quise por más tiempo
confundir las mentes juveniles
con ilusiones variopintas.
En busca de soledad escapé de Milán,
pues mi espíritu se deshacía en ansiedad.

Ambrosio:
Yo te esperaba aquí. Con cuanto gusto deseaba,
con la ayuda de Dios, conducirte al puerto.

Agustín:
¡Cuántas veces me he parado ante este umbral!
Tú no me veías. Llegaron multitud de gentes
que buscaban ayuda en el buen pastor.
Yo observaba un poco y me iba en silencio.
A veces, como hoy, te encontraba solo,
sumergido en el estudio de libros amados.
Entonces no osaba reducir tu breve paz.
Me arrodillaba un poco, aquí, cercano a ti,
y con prudencia me iba despacito.
Si no me hubieses descubierto
también hoy hubiese sucedido lo mismo.

Ambrosio:
Gracias a mi ángel que hacia ti dirigió mis ojos.
Ahora, dime, ¿qué te ha conducido hasta aquí?

Agustín:
Ya te escribí, que la luz de Dios me alcanzó.
Ante mis ojos apareció toda la miseria de mi vida.
Eso me ahogaba, oprimía mi pecho,
no podía respirar en casa más tiempo,
y hui fuera, al abierto.
Busqué un lugar tranquilo en el jardín,
hui incluso de la presencia del Amigo fiel.
Un torrente de lágrimas se abrió camino.
De la casa vecina me llegó claramente
una voz de niño que cantaba.
Percibí sus palabras: ¿Toma y lee?.
Y nuevamente sonaba en mis oídos,
como los niños que incansablemente repiten.
Pero a mí me parecía como si llegase de otro mundo:
¡Es la llamada de Dios! Me levanté y fui deprisa
donde Alipio estaba sentado y pensando.
El libro estaba junto a él, abierto donde yo leía.
Lo tomé en mis manos: allí estaba la Sabiduría
que claramente encontré en las palabras del Apóstol:
¿Abandonad las comilonas y borracheras
y los placeres impuros;
renegad de las discordias y de la ambición,
y revestíos de Cristo, el Señor.?
Pasaba la noche y comenzaba a amanecer.
Me puse en camino al encuentro del Señor
con mi amigo Alipio.

Ambrosio:
A Dios gracias, que tuvo misericordia de ti.
¡Qué admirables son tus caminos, Señor!

Agustín:
Te escribí pidiendo consejo
y me recomendaste un buen maestro.
En las palabras del profeta Isaías encontré
al Siervo de Jahwe, al Cordero que por nosotros sufrió,
y que cada vez más claramente aparecía ante mis ojos.
No nos apresuramos en ir a ti, pero ahora
en humildad y con deseo ardiente venimos a pedirte:
que nos conduzcas a la fuente del bautismo
y nos limpies de toda culpa.

Ambrosio:
¡Oh, bendito seas amadísimo hijo!
Nunca, con tanta alegría, he conducido a alguien
a la santa fuente que vida nueva otorga.
Date prisa y tráeme a tu fiel amigo.

Agustín:
Otro más te traemos:
Adeodato, mi querido hijo.
Un hijo fruto del pecado, de mi pecado;
ahora hijo de la gracia por la bondad de Dios.
Es un jovenzuelo en años
pero en sabiduría más maduro que su padre.
Su corazón íntegro lleva al Señor,
y son los corazones puros los que ven a Dios.

Ambrosio:
Pronto nos iluminará un día tres veces beato.
¡Oh, Agustín! no vuelvas nunca más la mirada a la oscuridad.
Ante mi está ahora tu camino resplandeciente.
La luz, que Dios ha encendido en tu espíritu,
iluminará por mucho tiempo,
y la Iglesia entera se colmará de ella.
E incontables corazones se encenderán
del amor que en tu corazón arde.
¡Oh!, mira conmigo hacia el trono del tres veces Santo.
¿No percibes el coro de los espíritus beatos?
Cantan santos himnos de alabanza,
colmados de agradecimiento y de inefable alegría,
porque el hijo perdido regresa al Padre.

(Los dos se ponen de pie y escuchan; entonces Ambrosio entona:)

Ambrosio:
Te Deum laudamus: te Dominum confitemur.
Te æternum Patrem, omnis terra veneratur.
Tibi omnes angeli, tibi cæli et universæ potestates:
tibicherubim et seraphim incessabili voce proclamant:
Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus Deus Sabaoth.
Pleni sunt cæli et terra maiestatis gloriæ tuæ.

Agustín:
(Canta la segunda estrofa; se van alternando sucesivamente acompañados por coros invisibles)

Te gloriosus Apostolorum chorus,
te prophetarum laudabilis numerus,
te martyrum candidatus laudat exercitus.
Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia,
Patrem immensæ maiestatis;
venerandum tuum verum et unicum Filium;
Sanctum quoque Paraclitum Spiritum.
Te rex gloriæ, Christe.
Tu Patris sempiternus et Filius.
Tu, ad liberandum suscepturus hominem,
non horruisti Virginis uterum.
Tu, devicto mortis aculeo,
aperuisti credentibus regna cælorum.
Tu ad dexteram Dei sedes, in gloria Patris.
Iudex crederis esse venturus.
Te ergo quæsumus, tuis famulis subveni,
quos pretioso sanguine redemisti.
Æterna fac cum sanctis tuis in gloria numerari.

4 Diálogo nocturno

La Madre:
(de noche, en su celda; se ha dormido mientras escribía. Se despierta sobresaltada. Se cae la pluma de la mano cansada)

¡Pensaba hacer hoy tantas cosas …!
Pero ya es casi media noche y la naturaleza
exige sus derechos y no admite restricciones.
Trataré de acabar una carta.
(Escribe un poco; la cabeza se le cae nuevamente sobre la mesa.
Tocan dos veces al timbre. Se despierta.)
¿El torno a media noche?

(Llaman a la puerta)

Ahora llaman a la puerta. ?Se abre!
¡Oh, Dios mío! ¡Socorro!

(Una figura femenina entra vestida de peregrina y dice:)

¡La paz sea contigo!
¡No temas! La ¿nocturna? que se te acerca
viene a suplicarte, y no tiene más arma
que estas manos alzadas.

Madre:
¡Habla entonces!
Con gusto haré lo que pidas
si está en mis manos. El miedo ha desaparecido.
Tu palabra es humilde, tu mirada llena de paz,
como si viniese de la lejana Eternidad,
y nostalgia celestial despierta en mi corazón.
Pero ven aquí y descansa, que largo camino has recorrido.

(La invita a sentarse)

La extranjera:
¡Gracias por tu bondad! Sí, vengo de lejos,
de tierra en tierra, de puerta en puerta.
En busca de refugio he ido.

La Madre:
(habla para sí)

¿En busca de refugio? ¡Cómo me conmueve esta palabra!
Me hace recordar a la Purísima, a la Inmaculada,
que un día, en este tiempo, buscaba refugio.

(Se arrodilla)

Dime, ¿no serás tú la Virgen María y Madre?

La extranjera:
No, no soy yo, pero la conozco muy bien,
y mi dicha está en servirla.
Yo soy de su pueblo, de su sangre,
y un día arriesgué mi vida por este pueblo.
Pensarás en ella cuando oigas mi nombre.
Mi vida es imagen de la suya.

La Madre:
¡Jeroglífico difícil de resolver!
¿Cómo puedo entenderlo?
¿Eres tú una de esas mujeres que llamamos Modelo?
¿Tú arriesgaste la vida por tu pueblo?
¿Y no tenías más arma
que unas manos suplicantes?
Entonces tu tienes que ser Ester, la reina.

Ester:
Así me han llamado. Y tú conoces mi historia.

La Madre:
Tanto cuanto se dice en la Escritura.
Siempre me ha conmovido:
una tierna niña que perdió padre y madre.

Ester:
Mi buen tío fue para mi padre y madre.
Pero sobre todo porque me condujo al verdadero Padre,
el Padre de todos que está en el Cielo.
El corazón del tío ardía apasionadamente
en el celo por Dios y por su pueblo.
Para ellos me educó. Y aunque crecí
lejos de la patria, vivía protegida
como en el silencio del santuario de Dios.
Los sagrados libros de mi pueblo leí;
un pueblo que en el exilio era esclavo,
y que ardientemente suplicaba la venida del Salvador.

La Madre:
¡Igual que Nuestra Señora! Y como a ella
un destino imprevisto te alcanzó.

Ester:
Los mensajeros del rey recorrían las tierras
en busca de la más hermosa esposa para el rey.
Yo fui conducida a la corte, y no imaginaba
que, justo en mí, el rey fuera a fijar su mirada.

La Madre:
Cuando esto leí en el Libro de los libros,
se me hizo como un nudo en el corazón,
viendo tu alma sufrir en su interior
deshaciéndose en lágrimas.

Ester:
Ciertamente fue difícil.
Pero era la voluntad de Dios,
y así permanecí en la corte como la sierva del Señor.
Mi fiel tío me siguió.
Venía a menudo a la puerta del palacio y
me traía noticias de las necesidades y peligros de nuestro pueblo.
Así llegó el día en que tuve que acercarme al rey
para suplicar su protección ante el enemigo.
Para mi se decidía la vida o la muerte.
Me apoyé en los hombros de mis siervas.
Ya no temía la ira de mi esposo.
Con gran delicadeza dirigió sus ojos hacia mi.
Lleno de benevolencia me señaló con el cetro.
Entonces mi espíritu se extasió más allá del espacio y del tiempo.
Más allá de las nubes había otro trono,
donde mora el Señor de los señores, ante el cual
todo reino de la tierra es vanidad.
Él mismo, el Eterno, se inclinó ante mi
y me prometió la salvación de mi pueblo.
Caí como muerta ante el trono del Altísimo.
En los brazos de mi esposo me reencontré.
Me habló amorosamente y me prometió
cumplir mis deseos, fuese lo que fuese.
Así libró el Altísimo a su pueblo
de las manos de Amán,
por medio de Ester, su sierva.

La Madre:
Hoy un nuevo Amán ha jurado
con un odio amargo la ruina del mismo pueblo.
¿Es, quizás, por eso que Ester ha regresado?

Ester:
Tú lo has dicho.
Sí, voy vagando por el mundo,
implorando refugio para los que no tienen patria,
para el pueblo expulsado y pisoteado
que no debe morir.

La Madre:
¡Qué curioso!
Entonces, ¿no has muerto como mueren todos los hombres?
¿Igual que Elías fuiste raptada,
‑y como se dice de él‑, vagas como peregrina?

Ester:
Morí como todo hombre, y fui enterrada
con real esplendor; pero mi alma
fue acompañada por su ángel protector
hasta el lugar de la Paz, donde encontró
su dicha en el seno de Abraham, junto a sus Padres.

La Madre:
¿En el seno de Abraham, como Lázaro?

Ester:
Como todos los que fielmente sirven al Señor.
Allí descansábamos en paz,
aunque lejos de la luz y por eso ansiosos de ella.
Pero llegó el día en que se resquebrajó
la creación entera. Todos los elementos
tambalearon ante una situación de rebeldía.
La noche cubrió el mundo en pleno día.
Y en medio de la noche, como iluminada por un rayo de luz,
apareció sobre un monte pelado una cruz,
y en la cruz colgaba uno que sangraba por mil heridas;
a nosotros nos entró sed
de la salvación que de estas llagas manaba.
la cruz desapareció en la noche, pero nuestra noche
fue improvisadamente iluminada por una nueva luz,
una luz que con nada se puede comparar: dulce y beata.
Provenía de las llagas de aquél hombre
apenas recién muerto sobre la cruz;
de repente apareció en medio de nosotros.
Él era la misma luz,
la luz eterna, esperada desde antiguo,
resplandor del Padre y salvación de su pueblo.
Abrió sus brazos y nos habló
con una voz celestial:
¿Venid a mi todos los que fielmente servisteis al Padre
y vivisteis con la esperanza en el Salvador;
mirad, él está con vosotros,
os conduce al Reino de su Padre?.
Lo que entonces ocurrió, no hay palabras que lo describan.
Todos nosotros, que esperábamos la beatitud,
habíamos alcanzado la meta en el Corazón de Jesús.

La Madre:
¡No sigas!, si no quieres romper mi corazón
con ansias de tan grande beatitud.
O mejor, sigue hablando de la Patria.

Ester:
En el espejo de la eterna claridad contemplaba
lo que ocurría aquí en la Tierra.
Vi a la Iglesia nacer de mi pueblo; de su corazón
un tierno retoño florecía del vástago
de David: la Inmaculada.
Vi como del corazón de Jesús fluía
la plenitud de la gracia al corazón de la Virgen,
y de allí, a todos los miembros, como corrientes de agua viva.
Y llegó el día en que la Beata
fue llevada por los coros angélicos
hasta el trono del Altísimo.
Su cabeza estaba adornada con una corona de estrellas.
Sólo entonces, supe que desde la eternidad
fui asociada a ella por la Sabiduría divina.
Mi vida sólo era un resplandor de la suya.

La Madre:
¿Y has abandonado la luz beata
para caminar nuevamente en la Tierra?

Ester:
Ese es su deseo y también el mío.
La Iglesia ha florecido, pero gran parte
del Pueblo está lejos del Señor, y de su madre,
como enemigo de la Cruz.
Sigue vagando y no encuentra paz;
es objeto de escarnio y desprecio.
Así será hasta la última batalla.
Pero antes de que la Cruz aparezca en el cielo,
antes de que Elías venga a reunir a los suyos,
recorrerá las silenciosas tierras el Buen Pastor.
Y en los abismos, recogerá un corderito
y lo abrazará junto a su corazón.
Y otros muchos lo seguirán.
Allí arriba, ante el trono de la Gracia,
no deja de interceder la Madre por su pueblo.
Ella busca almas que la ayuden a orar.
Porque sólo, cuando Israel haya encontrado al Señor,
sólo entonces, cuando sea acogido por los suyos,
vendrá en el esplendor de su Gloria.
Y esta segunda venida tiene que ser pedida con solicitud.

La Madre:
Ahora entiendo. Como una vez tu misión consistió
en preparar el camino,
ahora vienes para abrir el camino del Reino.
¿Comprendo ahora tu mensaje?
La Reina del Carmelo te envía.
¿Dónde podría encontrar corazones dispuestos,
si no en su silencioso santuario?
A su pueblo, que es el tuyo, ‑tu Israel‑,
yo le ofrezco refugio en mi corazón
Orando y sacrificándome en lo escondido
para llevarlo al Corazón del Salvador.

Ester:
Puesto que has comprendido, ya puedo marcharme.
Estoy segura de que no te olvidarás del huésped
que a ti vino a medianoche.
Nos veremos nuevamente en el gran día,
cuando sobre la cabeza de la Reina del Carmelo
brille una corona de estrellas
porque las doce tribus han encontrado a su Señor.
A Dios!


5 San Miguel

Arcángel San Miguel:
(sale por la puerta celeste)

Ustedes ya me conocen ‑ esta gran espada lo dice.
Yo soy el que lucha por el Señor.
Por entonces, cuando Lucifer se reveló
queriendo ser igual que Dios,
mi voz retumbó en el Cielo:
¿Quien puede compararse con Dios?
Todos los ángeles fieles me siguieron.
Satanás se precipitó al abismo profundo.
Por eso soy yo ahora el jefe de los ejércitos
que contra Satanás y sus seguidores combaten
en esta horrible guerra mundial,
que cual fuego devorador destroza a todos los países.
Mi especial protección cae sobre aquellos que a mí se confían.
Ellos pueden esperar mi segura asistencia
si me regalan lo que yo particularmente amo.
Si me consagran un niño
yo lo protegeré.
Crecerá y se hará fuerte y grande,
pero pequeño, muy pequeño en humildad.
Su casa entera protegeré
de la amenaza de cualquier peligro.
Algo más quiero compartir con ustedes,
algo que debieran escribir en sus corazones.
Muchas bendiciones han de originarse por ello:
escondido un tesoro permanece entre ustedes,
un tesoro tan grande que ni siquiera en el Cielo
se puede encontrar algo tan hermoso y sublime.
El corazón necesitan para resolver este enigma.
¿Por qué esta casa es la puerta del Cielo?
¿Qué hace que este tesoro sea tan valioso?
¿Qué forjan aquí tantos corazones juntos?
Es el Corazón, el Rey de los corazones,
punto central y corona:
el Sagrado Corazón de Jesús.
¡Oh! Estate atento a sus suaves palabras,
esas palabras que en fondo del Corazón hablan.
Aprende el silencio, aprende a estar sereno.
Convéncete de que se harán milagros en tu corazón,
y si ¿reina la paz en tu corazón?
entonces, esa paz vendrá también al mundo.
Y si a mi no me creen
escuchen estos testimonios,
sus hermanos y hermanas que están en el Cielo.

(Se presentan el rey San Esteban y San Alfonso)

Rey San Esteban:
En el Este se encuentra mi hogar,
la bella Hungría que tanto amo.
El orgulloso pueblo Magyar
de mi aprendió a cargar el yugo,
el yugo suave del Sagrado Corazón de Jesús;
y a servir a la Gran Mujer,
la dulce sierva María.
Todo esto es uno: quien a María sirve
ha de consagrarse al Sagrado Corazón.
Para nuestra amada Señora sólo una alegría existe,
una alegría que dulce y grande es: cuando ve
que los corazones de sus hijos totalmente están
consagrados al corazón de su Hijo.

San Alfonso:
Esta verdad yo puedo confirmarla también.
Por amor a la Sierva del Señor
tuve que recorrer el camino del Buen Pastor,
cargar sobre mis espaldas las ovejas descarriadas
y conducirlas al Sagrado Corazón
y allá lavarlas en tal preciosísima sangre.
El corazón de Jesús y María es uno sólo,
y este corazón es el ¿Puerto de la Paz?.

San Miguel:
¡Un Santo Rey y un Santo Obispo!
Ustedes han escuchado su testimonio.
Pero ahora escuchen a estos tres
que visten el hábito marrón
de su Santa Orden.

(Sor Isabel de la Trinidad, Sor Miriam de Jesús Crucificado y Juan de la Cruz)

Sor Isabel:
¿Conocen ustedes a la pequeña Hermana, que en su corazón
conoció el sello de la Trinidad,
y que nunca lo quiso abandonar?
Pero reflexionen: su nombre era ¿la casa del Pan?.
Nosotros llevamos a la Trinidad en nuestro corazón
siempre que nos alimentamos con el pan de vida
que ha venido del Cielo.
Entonces nuestro corazón se une al Sagrado Corazón,
el verdadero sello de la Trinidad.
¿Saben donde aprendí yo esta sabiduría?
La encontré en el corazón de nuestra Madre,
corazón inmaculado de la Sierva de Dios.
Este corazón nunca se ha alejado
del Sagrado Corazón, el corazón de su amado hijo.
Por eso este corazón estaba siempre unido a la Trinidad
y descansaba siempre en profunda paz.

Sor Miriam:
La dulce Madre fue también mi madre.
La niñita árabe de rostro moreno,
nacida en la tierra donde Jesús vivió,
donde Nuestra Señora era peregrina
y cuyo nombre recibí con alegría.
Cuando perdí a mi madre y a mi padre,
a ella consagré toda mi vida
y de ella recibí especial protección.
Cuando un asesino quiso matarme,
encontré en sus brazos la vida.
Por caminos maravillosos me condujo
a la tierra del Carmelo
desposándome con Jesús Crucificado.
Ella me enseñó a cumplir los deseos del Corazón Traspasado,
la vida de este Corazón me hizo comprender:
el espíritu del amor.

Juan de la Cruz:
Un elegido de la Sierva de Dios
desde la tierna infancia ‑así deben conocerme‑.
Por Ella en el pozo salvado,
por Ella de la cárcel liberado.
Ella me enseño a amar sobre todo la Cruz.
Esa Cruz, que elevándose desde el Sagrado Corazón,
derriba con el fuego de la llama de amor viva.
En la cruz hallé la paz más sabrosa.
Para mi fue el camino hacia la Santísima Trinidad.
Créeme, yo lo he experimentado:
Calvario y Carmelo son una misma cosa.
A los pies de la Cruz está Nuestra Madre,
Reina y Gloria del Carmelo,
Reina que es de la Paz.
Implora con nosotros; ella nos escuchará:

(La Reina del Carmelo aparece. Todos cantan:)

Flos Carmeli, vitis florigera
Splendor Coeli, Virgo puerpera
Singularis.
Mater mitis, sed viri nescia
Carmelitis da privilegia,
Stella Maris.

Filiarum Cordi suavissimo
Cor tuarum illi mitissimo
O inclina!
Pacem rogamus, audi clementes nos,
te obsecramus, Juva potentes nos,
O Regina!