La oración de la Iglesia

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Índice: Santa Teresa Benedicta, La oración de la Iglesia
La oración de la Iglesia
1. La oración de la Iglesia como liturgia y eucaristía
2. El diálogo solitario con Dios como oración de la Iglesia
3. La vida interior, su forma externa y la acción




 


La oración de la Iglesia

«Per ipsum et cum ipso et in ipso
est tibi Deo Patri Omnipotenti
in unitate Spiritus Sancti
omnis honor et gloria»

Con estas solemnes palabras termina el sacerdote en la santa misa las oraciones cuyo punto central es el acontecimiento misterioso de la transubstanciación. Al mismo tiempo encierran de forma muy breve lo que es la oración de la iglesia: honor y gloria de la Trinidad por Cristo, con Cristo y en Cristo. Aunque las palabras se dirigen al Padre, no hay glorificación del Padre que no sea a la vez glorificación del Hijo y del Espíritu Santo. Se canta la gloria que el Padre participa al Hijo y ambos al Espíritu Santo por toda la eternidad.

Toda alabanza divina se da por, con y en Cristo. Por Él, porque sólo por Cristo la humanidad puede llegar al Padre, y porque su ser humano y divino y su obra redentora son la glorificación más perfecta del Padre; con Él, porque toda oración auténtica es fruto de la unión con Cristo, al mismo tiempo que fortalece esa unión, y porque toda alabanza del Hijo es a la vez alabanza del Padre y viceversa; en Él, porque la Iglesia orante es Cristo mismo -y todo orante, miembro de su Cuerpo místico-, y porque en el Hijo está el Padre, y el Hijo es el resplandor del Padre, cuya gloria hace visible. El doble sentido del por, con y en es la clara expresión de la mediación del Hombre-Dios.

La oración de la Iglesia es la oración del Cristo viviente. Tiene su modelo original en la oración de Cristo durante su vida terrena.


1. La oración de la Iglesia como liturgia y eucaristía

Conocemos por los relatos evangélicos que Cristo oraba como oraba un judío creyente y fiel a la Ley. Desde pequeño lo hizo en compañía de sus padres, más tarde como peregrino hacia Jerusalén con sus discípulos, según los tiempos prescritos para tomar parte en las celebraciones solemnes del Templo. Sin duda, cantó con los suyos, con santo entusiasmo, los himnos en los que prorrumpía la alegría anticipada de los peregrinos: «Me alegré cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor». Que Jesús rezó las antiguas oraciones de bendición, que todavía hoy se rezan sobre el pan, el vino y los frutos de la tierra’, nos lo atestigua el relato de su última cena con sus discípulos, que estuvo dedicada al cumplimiento de uno de los más sagrados deberes religiosos: a la solemne cena pascual, a la conmemoración de la liberación de la esclavitud de Egipto. y quizás, nos ofrece precisamente esta cena la visión más profunda de la oración de Cristo y la clave para entender la oración de la Iglesia.

«Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándolo a los discípulos, dijo: Tomad y comed, esto es mi cuerpo. Y tomando un cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: Bebed todos de él, que esta es mi sangre de la Alianza, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados».

La bendición y la distribución del pan y del vino eran parte del rito de la cena pascual. Pero ambas reciben aquí un sentido completamente nuevo. Con ellas comienza la vida de la Iglesia. Sin duda, será a partir de Pentecostés cuando aparezca abiertamente corno comunidad llena de Espíritu y visible. Pero es aquí, en la cena pascual, cuando tiene lugar el injerto de los sarmientos en la cepa que hace posible la efusión del Espíritu . Las antiguas oraciones de bendición se han convertido en boca de Cristo en palabra creadora de vida. Los frutos de la tierra se han convertido en su carne y sangre, llenos de su vida. La creación visible en la que entró ya por su encarnación, está ahora unida a él de un modo nuevo, misterioso. Las sustancias que sirven para el desarrollo del cuerpo humano se transforman radicalmente y por su recepción creyente se transforman también los hombres: incorporados a una unidad de vida con Cristo y llenos de su vida divina. La fuerza de la Palabra creadora de vida está vinculada al sacrificio. La Palabra se hizo carne para ofrecer la vida que recibió; para ofrecerse a sí mismo y a la creación redimida por su entrega como sacrificio de alabanza al Padre. Por la última cena del Señor la comida pascual de la Antigua Alianza se ha convertido en la comida pascual de la Nueva Alianza: en el sacrificio de la cruz del Gólgota y en aquellas comidas gozosas del tiempo entre Pascua y Ascensión, en las que los discípulos reconocían al Señor al partir el pan, y en el sacrificio de la misa.

Cuando el Señor tomó el cáliz dio gracias; nos puede hacer pensar en las oraciones de bendición, que ciertamente contienen un agradecimiento al Creador. Pero también sabemos que Cristo solía dar gracias cuando antes de un milagro levantaba los ojos al Padre del cielo. Da gracias porque se sabe escuchado de antemano. Da gracias por la fuerza divina de que es portador y porque va a mostrar ante los ojos de los hombres la omnipotencia del Creador. Da gracias por la obra de la redención que puede llevar a cabo, y las da mediante esa misma obra, que es glorificación de la Trinidad divina, por cuanto renueva en pura belleza su imagen deformada. Así, toda la perenne ofrenda sacrificial de Cristo -en la cruz, en la misa y en la gloria eterna del cielo-, puede considerarse como una única gran acción de gracias -como eucaristía- : acción de gracias por la creación, la redención y la plenitud. Cristo se ofrece a sí mismo en nombre de toda la creación, cuyo prototipo es él y a la que ha descendido a fin de renovar desde dentro y llevarla a la plenitud. Pero llama también a la creación entera para que, en unión con él, ofrezca ella misma al Creador la acción de gracias que se le debe. Ya el Antiguo Testamento conocía este aspecto eucarístico de la oración: la maravillosa forma de la Tienda de la Alianza y después la del templo de Salomón, levantado según indicaciones divinas, fue considerado como símbolo de toda la creación que se reúne en adoración y servicio en torno al Señor. La Tienda, alrededor de la cual acampaba el pueblo de Israel durante su peregrinación por el desierto se llamó la «morada de la presencia de Dios». Se contraponía como «morada inferior» a la «morada superior». ¡Señor, yo amo la casa donde habitas, el lugar donde reside tu gloria», porque la Tienda de la Alianza «está equiparado con la creación del mundo». Así como, según el relato de la creación, el cielo fue extendido como una alfombra, se prescribió que las paredes de la Tienda fueran tapices. Y del mismo modo que fueron separadas las aguas terrestres de las celestes, el velo separaba el Santísimo de los salones exteriores. El mar, al que contienen sus costas, está representado por el mar de «bronce». En lugar de las luces del cielo está en la Tienda el candelabro de los siete brazos. Corderos y aves representan la multitud de seres vivos que pueblan el agua, la tierra y el aire. Y así como la tierra fue confiada a los hombres, en el santuario está el sumo sacerdote, que «fue ungido para que actuara y sirviera ante Dios». Moisés bendijo, consagró y santificó la habitación terminada, del mismo modo que el Señor en el séptimo día había bendecido y santificado la obra de sus manos. Su habitación debía ser un testimonio de Dios sobre la tierra, lo mismo que el cielo y la tierra son sus testigos.

En lugar del templo salomónico, Cristo ha construido un templo de piedras vivas, la comunión de los santos . En medio está Él como el eterno y sumo sacerdote; sobre el altar es él la víctima perpetua. Y de nuevo toda la creación toma parte en la «Liturgia», en el solemne oficio divino: los frutos de la tierra y las ofrendas misteriosas, las flores y los candelabros, las alfombras y el velo, el sacerdote consagrado y la unción y la bendición de la casa de Dios. Tampoco faltan los querubines. Creados por la mano del artista, velan las visibles formas junto al Santísimo. Como imágenes vivientes suyas, los «monjes angélicos»» rodean el altar del sacrificio y cuidan de que no se interrumpa la alabanza de Dios, así en la tierra como en el cielo. Las solemnes oraciones que recitan representando la voz de la Iglesia, rodean el santo sacrificio, y rodean también y envuelven y santifican todo el trabajo del día, de modo que de la oración y del trabajo resulta un solo «opus Dei», una sola «liturgia». Sus lecturas tomadas de la Sagrada Escritura y de los Padres, de las memorias de la Iglesia y de los escritos doctrinales de sus máximos pastores son nn creciente canto de alabanza a la acción de la Providencia y a la progresiva realización del plan eterno de salvación. Sus cánticos matinales convocan de nuevo a toda la creación para que se una a la alabanza del Señor: los montes y las colinas, los ríos y los torrentes, mares y tierra, y todo lo que allí habita, nubes y vientos, lluvia y nieve, todos los pueblos de la tierra, todas las clases y generaciones humanas, y finalmente también los habitantes del cielo, los ángeles y los santos: han de participar, no sólo a través de sus imágenes creadas por mano de hombre o en forma humana, sino ellos mismos, personalmente, en la gran eucaristía de la creación; o, más bien, somos nosotros los que tenemos que unirnos con nuestra liturgia a su incesante alabanza divina.

«Nosotros», es decir, no sólo los religiosos cuyo oficio es la solemne alabanza divina, sino todo el pueblo cristiano, cuando en las fiestas solemnes afluye a las catedrales y a las iglesias abaciales, cuando con alegría toma parte activa en el oficio divino popular y en las formas populares renovadas de la liturgia, entonces muestra que es consciente de su vocación a la alabanza divina. La unidad litúrgica de la Iglesia del cielo y de la Iglesia de la tierra, que dan gracias a Dios «por Cristo», encuentra la expresión más vigorosa en el prefacio y en el Sanctus de la santa misa. En la liturgia no hay lugar a dudas de que nosotros no somos plenos ciudadanos de la Jerusalén celeste, sino peregrinos en camino hacia nuestra patria eterna. Tenemos siempre necesidad de una preparación, antes de que podamos atrevernos a elevar nuestros ojos a las luminosas alturas y unir nuestras voces al «Santo, santo, santo» de los coros celestiales. Todo lo creado, que se destina al servicio divino, debe retirarse del uso profano, tiene que ser consagrado y santificado.

El sacerdote, antes de subir las gradas del altar, tiene que purificarse por la confesión de los pecados, y los fieles juntamente con él; antes de cada nuevo paso a lo largo del santo sacrificio, tiene que repetir la petición de perdón para sí mismo, para los circundantes y para todos aquellos a quienes han de alcanzar los frutos del sacrificio. El sacrificio mismo es sacrificio de expiación, que, juntamente con las ofrendas, transforma también a los fieles, les abre el cielo y los hace dignos de una acción de gracias agradable a Dios. Todo lo que necesitamos para ser recibidos en la comunión de los espíritus bienaventurados se contiene en las siete peticiones del Padrenuestro, que el Señor rezó no para sí mismo sino para enseñarnos a nosotros. Nosotros lo rezamos antes de la comunión, y cuando lo decimos sinceramente y de corazón, y recibimos la comunión con la debida actitud, aquella nos concede el cumplimiento de todas las peticiones: nos libra del mal, porque nos limpia de la culpa y nos da la paz del corazón, que quita el aguijón de los demás «males», ella nos da el perdón de los pecados cometidos y nos fortalece contra las tentaciones; es el pan de vida que necesitamos cada día para ir creciendo y adentrando en la vida eterna; convierte nuestra voluntad en instrumento dócil de la divina; con esto instaura en nosotros el reino de Dios y nos da labios y corazón limpios para glorificar el santo nombre de Dios.

De esta manera se observa de nuevo cómo el sacrificio, la comunión y la alabanza divina están íntimamente unidas. La participación en el sacrificio y en la comunión convierte al alma en piedra viva de la ciudad de Dios, y a cada alma en un templo de Dios.


2. El diálogo solitario con Dios como oración de la Iglesia

Cada alma humana es un templo de Dios: esto nos abre un panorama del todo nuevo y vasto. La vida de oración de Jesús tendría que ser la clave para entender la oración de la Iglesia. Ya hemos visto cómo Cristo participó en el culto público y prescrito de su pueblo (es decir, en lo que se entiende por «liturgia»); lo unió del modo más íntimo a su propia entrega y le dio así su pleno y auténtico sentido: el de la acción de gracias de la creación al Creador; y de este modo trasladó la liturgia del Antiguo Testamento a la del Nuevo.

Pero Jesús no sólo participó en el culto público oficial. Quizás, más frecuentemente de lo que relatan los evangelios, participó en la oración solitaria en el silencio de la noche, en la cumbre libre de la montaña, en el desierto alejado de los hombres. Cuarenta días y cuarenta noches de oración precedieron a la vida pública de Jesús. Antes de elegir y de enviar a los doce apóstoles se retiró a orar en la soledad del monte. En el Monte de los Olivos se preparó para subir al Gólgota. Lo que en esa hora, la más dura de su vida, clamó al Padre se nos ofrece en unas pocas palabras, palabras que nos han sido dadas como estrellas que nos guían en nuestras horas de Getsemaní: «Padre, si tú quieres, haz que pase de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Son como un relámpago que por un momento nos da luz sobre la vida íntima de Jesús, el misterio insondable de su ser humano y divino y su diálogo con el Padre. Sin duda alguna ese diálogo no fue nunca interrumpido a lo largo de su vida.

Cristo oraba íntimamente, no sólo cuando se apartaba de la muchedumbre sino también cuando se encontraba entre la gente. Y una vez nos permitió mirar larga y profundamente al secreto de ese íntimo diálogo. Fue poco antes de la hora de Getsemaní, inmediatamente antes de partir hacia ella: al término de la última cena, en la que nosotros hemos reconocido el momento del nacimiento de la Iglesia: «Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo». Sabía que era la última reunión, y quería darles todo lo que estaba en sus manos. Tenía que contenerse para no decir más, pues sabía que no Jo comprenderían, que no podrían comprender ni siquiera esto poco que habían recibido. Tenía que venir el Espíritu de la Verdad para que les abriera los ojos. Y después de que les dijo e hizo todo lo que pudo, levantó los ojos al cielo y habló en su presencia al Padre. Nosotros llamamos a estas palabras la oración sacerdotal de Jesús. También esta solitaria conversación con Dios tenía un ejemplo en la Antigua Alianza. Una vez al año, en el día más grande y más santo del año, el día de la Reconciliación, entraba el sumo sacerdote al Santísimo, a la presencia del Señor, «para orar por sí mismo, por su casa y por todo el pueblo de Israel», para asperjar el trono de gracia con la sangre del novillo y del macho cabrío sacrificado, purificando así el santuario de sus propios pecados y de los de su casa y «de las impurezas de los hijos de Israel y de sus transgresiones y de todos sus pecados». Nadie debía estar en la Tienda (esto es en el Santo, que era la parte anterior al Santísimo), cuando el sumo sacerdote entraba en ese sublime y tremendo Jugar de la presencia de Dios, al que nadie tenía acceso fuera de él, y él mismo solamente en ese momento; y aun ahora tenía que llevar consigo incienso «para que la nube de incienso cubra el propiciatorio y no muera». Este encuentro solitario tenía lugar en el más profundo secreto.

El día de la Reconciliación es la prefiguración veterotestamentaria del viernes santo. El macho cabrío que se sacrificaba por los pecados del pueblo, representaba al cordero inmaculado de Dios: (también lo prefiguraba, sin duda, aquel otro que, escogido por sorteo y cargado con ]os pecados del pueblo, se mandaba al desierto. Y el sumo sacerdote de la familia de Aarón es la sombra del eterno sumo sacerdote. Cristo en la última cena aceptó morir víctima y se apropió anticipadamente la gran oración sacerdotal. El no tenía necesidad de ofrecer ningún sacrificio de expiación por sí mismo, pues no tenía pecado. No tenía que esperar el momento presento por la ley y no tenía necesidad de ir al santo de los santos: está siempre y en todas partes ante la presencia del rostro de Dios, su propia alma es la tienda Santísimo; él es no sólo la habitación de Dios sino que está unido esencial e indisolublemente a Dios. No tenía que ocultarse ante el Señor mediante una nube protectora de incienso: él mira al rostro desvelado del Eterno y no tiene nada que temer; la mirada del Padre no le matará. Y él desvela el misterio del sumo sacerdocio: todos los suyos pueden oírlo cuando en el santuario de su corazón habla con el Padre: deben comprender de qué se trata, y aprender a hablar en su corazón con el Padre.

La oración sacerdotal de Jesús desvela el misterio de la vida interior: la inmanencia recíproca de las personas divinas y la inhabitación de Dios en el alma. En estas secretas profundidades se ha preparado y realizado oculta y silenciosamente la obra de la redención; y así continuará, hasta que al fin de los tiempos lleguen todos a la perfecta unidad. En el eterno silencio de la vida intradivina, se decidió la obra de la redención. En lo oculto de la silenciosa habitación de Nazaret vino la fuerza del Espíritu Santo sobre la Virgen que oraba en la soledad y realizó la encarnación del Redentor. Reunida en tomo a la Virgen que oraba en silencio, esperó la Iglesia naciente la prometida nueva infusión del Espíritu, que la debía vivificar para una mayor claridad interior y para una acción exterior fructuosa. En la noche de la ceguera, que Dios había impuesto a sus ojos, Saulo esperó en oración solitaria la respuesta del Señor a su pregunta: ¿Qué quieres que haga? Y Pedro se preparó en oración solitaria a la misión entre los paganos. Y así, continúa siendo a través de todos los siglos. Los acontecimientos visibles de la historia de la Iglesia que renuevan la faz de la tierra se preparan en el diálogo silencioso de las almas consagradas a Dios. La Virgen, que guardaba en su corazón cada palabra de Dios, es el modelo de aquellas personas atentas en las que revive continuamente la oración sacerdotal de Jesús. Y el Señor eligió con preferencia a mujeres que como ella se olvidaron completamente de sí mismas para sumergirse en la vida y en la pasión de Cristo, para que fueran sus instrumentos en la realización de grandes obras en la Iglesia: una santa Brígida, una Catalina de Siena; y cuando santa Teresa, la gran reformadora de su Orden en el tiempo de la apostasía quiso ayudar a la Iglesia, vio el medio en la renovación de la verdadera vida interior. La noticia de que la herejía iba en aumento acongojó mucho a Teresa, «y corno si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba que remediase tanto mal. Paréceme que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que veía perder; y como me vi mujer y ruin, e imposibilitada de aprovechar en nada en el servicio del Señor, que toda mi ansia era, y aun es que, pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos fueran buenos; y así determiné a hacer eso poquito que yo puedo y es en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo, confiada yo en la gran bondad de Dios… para que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío… que parece le querían tornar ahora a la cruz estos traidores… ¡Oh hermanas mías en Cristo!, ayudadme a suplicar esto al Señor, que para eso os juntó aquí, este es vuestro llamamiento…»

Le parecía necesario actuar «como cuando los enemigos en tiempo de guerra han corrido toda la tierra, y viéndose el señor de ella apretado se recoge a una ciudad, que hace muy bien fortalecer, y desde allí acaece algunas veces dar en los contrarios y ser tales los que están en la ciudad, como es gente escogida, que pueden más ellos a solas que con muchos soldados, si eran cobardes, pudieron ; y muchas veces se gana de esta manera victoria… Mas ¿para qué he dicho esto?. Para que entendáis hermanas mías, que lo que hemos de pedir a Dios, es que en este castillo que hay ya de buenos cristianos no se nos vaya ya ninguna con los contrarios , y a los capitanes de este castillo o ciudad los haga muy aventajados en el camino del Señor, que son los predicadores y teólogos, y pues los mas están en las religiones, que vayan muy adelante en su perfección y llamamiento … Han de vivir entre los hombres, y tratar con los hombres … y hacerse algunas veces con ellos en lo exterior. ¿Pensáis, hijas mías, que es menester poco para tratar con el mundo y vivir en el mundo, y tratar negocios del mundo… y ser en lo interior extraños al mundo… no ser hombres, sino ángeles? Porque a no ser esto así, ni merece nombre de capitanes ni permita el Señor salgan de sus celdas, que mas daño harán que provecho; porque no es ahora tiempo de ver imperfecciones en los que han de enseñar… Pues ¿con quién lo han de son con el mundo? No hayan miedo se lo perdone, ni que ninguna imperfección dejen de entender. Cosas buenas, muchas se les pasarán por alto Y aun por ventura no las tendrán por tales; mas mala o imperfecta, no hayan miedo. Ahora yo me espanto quién los muestra la perfección, no para guardarla …, sino para condenar… Así que no penséis es menester poco favor de Dios para esta gran batalla adonde se meten sino grandísimo… Así que os pido, por amor del Señor, pidáis a su Majestad nos oiga en esto; yo, aunque miserable, lo pido a su Majestad, pues es para gloria suya y bien de su Iglesia, que aquí van mis deseos… Y cuando vuestras oraciones y deseos y disciplina y ayunos no se emplearen por esto que he dicho, pensad que no hacéis ni cumplís el para que aquí os juntó el Señor».

¿Qué le dio a esta monja, que desde decenas de años vivía para la oración en un claustro el deseo ardiente de realizar algo por la causa de la Iglesia, y la mirada aguda para ver la necesidad y las exigencias de su tiempo?. Precisamente el hecho de que vivía en la oración: que se dejaba atraer por el Señor y siempre más profundamente al interior de su «Castillo interior», hasta aquella morada escondida donde el le podía decir «que ya era tiempo de que sus cosas tomase ella por suyas y él tendría cuidado de las suyas». Por esto, ella no podía sino “consumarse de celo por el Señor, Dios de los ejércitos». Palabras de nuestro santo padre Elías, que se tomaron como lema en el escudo de la Orden : Al que se entrega incondicionalmente al Señor, el Señor le elige como instrumento para instaurar su reino. Sólo él sabe cuanto ha contribuido la oración de santa Teresa y la de sus hijas para preservar a España de la división de la fe, cuanta fuerza desplegó en las ardientes luchas de religión de Francia, de los País es Bajos, del Imperio alemán.

La historiografía oficial calla acerca de estas fuerzas invisibles e incalculables. Pero la confianza del pueblo creyente y el juicio de la Iglesia, que comprueba y pondera con prudencia, las conocen; Y nuestro tiempo se ve cada vez más obligado, cuando todo lo demás falla, a esperar la última salvación de estos manantiales ocultos.


3. La vida interior, su forma externa y la acción

En la vida oculta y silenciosa se realiza la obra de la redención. En el diálogo silencioso del corazón con Dios se preparan las piedras vivas con las que va creciendo el Reino de Dios y se forjan los instrumento selectos que promueven su construcción. La corriente mística que discurre a través de todos los siglos, no es ningún brazo perdido que se haya separado de la vida de oración de la Iglesia, sino que es su vida mas íntima. Cuando rompe con las formas tradicionales, lo hace porque vive en ella el Espíritu que sopla donde quiere: el Espíritu que ha creado todas las formas tradicionales y que tiene que crear continuamente formas nuevas. Sin él no habría ni liturgia ni Iglesia. ¿No era el alma del salmista regio un arpa cuyas cuerdas sonaban al suave soplo del Espíritu Santo? Del corazón desbordado de la Virgen María, llena de gracia, fluyó el himno del «Magníficat». El cántico profético del «Benedictus» abrió los labios enmudecidos del anciano sacerdote cuando la palabra secreta del ángel se convirtió en realidad visible. Lo que subió del corazón lleno del Espíritu y encontró expresión en una palabra y una forma se va propagando de boca a boca. El «oficio divino» es el medio por el que va sonando de generación en generación. Así la corriente mística forma el canto de alabanza polifónico y siempre creciente a la Trinidad divina, al Creador, al Redentor y al Consumador. Por tanto, no se trata de contraponer la oración interior, libre de todas las formas tradicionales, como piedad «subjetiva», a la liturgia como oración «objetiva» de la Iglesia. Toda oración auténtica es oración de la Iglesia, y es la Iglesia misma la que ahí ora, porque es el Espíritu Santo el que vive en ella el que, en cada alma, «intercede por nosotros con gemidos inefables». Precisamente esto es la oración «auténtica», pues «nadie puede decir «Señor Jesús», sino en el Espíritu Santo». ¿Qué sería la oración de la Iglesia si no fuera la entrega de los grandes amadores a Dios, que es el Amor?

La ilimitada entrega de amor a Dios y la donación de Dios a nosotros, la unión completa y duradera, es la suprema elevación del corazón que nos es posible alcanzar, el supremo grado de oración. Los hombres que lo han alcanzado son verdaderamente el corazón de la Iglesia: en ellos vive el amor sacerdotal de Jesús. Escondidos con Cristo en Dios, no pueden sino irradiar en otros corazones el amor divino de que están llenos, y así colaborar en la perfección de todos hacia la unión con Dios, que fue y es el gran deseo de Jesús. Así comprendió Marie Antoinette de Geuser su vocación. Ella tuvo que cumplir en medio del mundo esta suprema misión del cristiano; y su camino es, sin duda, un ejemplo reconfortante para muchos que hoy se sienten impulsados a comprometerse por la Iglesia con una seriedad radical en su vida espiritual y a quienes no se les concede seguir esa vocación en el retiro de un claustro. El alma que en el más alto grado de la oración mística ha entrado en la «tranquila actividad de la vida divina», no piensa en nada más que en entregarse al apostolado al que Dios la ha llamado.

«Esta es la tranquilidad en el orden y a la vez la actividad liberada de toda atadura. El alma lucha en paz porque actúa totalmente en el sentido de la voluntad divina. Sabe que la voluntad de Dios se cumple perfectamente para su mayor gloria, pues, aunque frecuentemente la voluntad humana opone al mismo tiempo límites a la omnipotencia divina, después de todo ésta sale victoriosa y crea una obra magnífica de ese material que le queda. Esta victoria del poder divino sobre la libertad humana, a la que él a pesar de todo deja actuar, es uno de los más admirables y adorables aspectos del plan divino sobre el mundo…».

Cuando Marie Antoinette de Geuser escribía esta carta estaba muy cerca del umbral de la eternidad; sólo un delgado velo la separaba de aquella última plenitud que llamamos vida eterna. En los espíritus bienaventurados que han entrado en la unidad de la vida intradivina todo es uno: reposo y actividad, contemplar y actuar, callar y hablar, escuchar y comunicarse, entrega amorosa que recibe y amor que prorrumpe en cánticos de gratitud. Mientras estamos en camino, -y cuanto más lejos del fin más intensamente-, estamos sujetos a la ley de la temporalidad, y necesitados de que la vida divina con su plenitud se haga realidad en nosotros sucesivamente y en la complementariedad recíproca de los muchos miembros. Tenemos necesidad de las horas en las que escuchamos en silencio y dejamos que la palabra divina actúe en nosotros hasta que nos impulse a ser fructíferos en la alabanza y la acción. Tenemos necesidad de las formas tradicionales y de participar en el culto público y establecido, para que se estimule la vida interior y permanezca en el camino derecho y encuentre su expresión adecuada. La solemne alabanza divina tiene que tener sus lugares en la tierra, donde se desarrolla hasta la mayor perfección de que son capaces los hombres. Desde ahí puede elevarse al cielo por toda la Iglesia, e influir en sus miembros despertando la vida interior y enfervorizándolos para la participación exterior. Sin embargo, tiene que ser vivificada desde dentro, concediendo también en esos lugares un espacio a la profundización silenciosa. De lo contrario, degeneraría en un culto de los labios yerto y sin vida. La defensa contra este peligro la constituyen los lugares dedicados a la vida interior, donde las almas en la soledad y el silencio viven ante el rostro de Dios, para ser, en el corazón de la Iglesia, el amor que todo lo vivifica.

Cristo es el camino hacia la vida interior y el camino hacia el coro de los espíritus bienaventurados que cantan el eterno «‘Sanctus». Su sangre es la cortina a través de la cual entramos en el santuario de la vida divina. En el sacramento del bautismo y en el de la penitencia nos limpia de los pecados, nos abre los ojos a la luz eterna, los oídos a la palabra divina y los labios a la alabanza, a la oración de expiación, de petición, de agradecimiento, que son, todas, formas diferentes de la adoración, esto es, del homenaje del ser creado al Todopoderoso y Todobueno. En el sacramento de la confirmación marca y fortalece al soldado de Cristo para su confesión valiente. Pero es sobre todo en el sacramento en que Cristo mismo está presente donde nos convierte en miembros de su cuerpo. Cuando participamos en el Santo Sacrificio y en la comunión, alimentados con la carne y la sangre de Cristo, nos convertimos en su carne y sangre. Sólo en la medida en que somos miembros de su cuerpo puede el Espíritu de Jesús vivificamos y reinar en nosotros: «…el Espíritu es el que vivifica; pues es el Espíritu el que hace vivos a los miembros; pero sólo vivifica a los miembros que encuentra en el cuerpo al que da vida… Nada debe temer tanto el cristiano, por consiguiente, como la separación del cuerpo de Cristo. Porque cuando se separa del cuerpo de Cristo, ya no es su miembro, y si no es su miembro ya no lo vivifica el Espíritu…”. Nos convertimos en miembros del cuerpo de Cristo «no sólo por el amor…, sino realmente por la incorporación a su carne: esto se realiza mediante la comida que nos regaló para mostrar su amor a nosotros. Para esto vino a nosotros y conformó su cuerpo al nuestro, para que seamos uno, como el cuerpo se une con la cabeza…». Como miembros de su cuerpo, animados por su Espíritu nos ofrecemos «por Él, con Él y en Él» como sacrificio, y nos unimos al eterno canto de acción de gracias. Por esto, después de recibir la santa comunión, la Iglesia nos hace decir: «Alimentados con tan grandes dones, te pedimos, Señor, nos concedas que los dones que hemos recibido nos sirvan de salvación y nos mantengan continuamente en tu alabanza».

Sobre el problema de la empatía

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Sobre el problema de la empatía

Prefacio

Prólogo
II La esencia de los actos de empatía
§ l. El método de la investigación
§ 2. Descripción de la empatía en comparación con otros actos
a) Percepción externa y empatía
b) Originariedad y no originariedad
c) Recuerdo, espera, fantasía y empatía
§ 3. Confrontación con otras descripciones de la empatía -especialmente con la de Lipps- y continuación del análisis
a) Puntos concordantes
b) La tendencia al vivenciar completo
c) Empatía y cosentir
d) Empatía negativa
e) Empatizar y sentir a una
f) Reiterabilidad de la empatía – simpatía reflexiva
§ 4. El litigio entre parecer de representación y parecer de actualidad
§ 5. Confrontación con las teorías genéticas sobre la aprehensión de la conciencia ajena
a) Sobre la relación entre fenomenología y psicología
b) La teoría de la imitación
c) La teoría de la asociación
d) La teoría de la inferencia por analogía
§ 6. Confrontación con la teoría de Scheler sobre la aprehensión de la conciencia ajena
§ 7. Teoría de Münsterberg sobre la experiencia de la conciencia ajena
III La constitución del individuo psicofísico
§ 1. El yo puro
§ 2. La corriente de conciencia
§ 3. El alma
§ 4. El yo y el cuerpo vivo
a) El darse del cuerpo vivo
b) El cuerpo vivo y los sentimientos
c) Alma y cuerpo vivo, causalidad psicofísica
d) El fenómeno de la expresión
e) Voluntad y cuerpo vivo
§ 5. Transición al individuo ajeno
a) Los campos de sensación del cuerpo vivo ajeno
b) Las condiciones de la posibilidad de la empatía de sensación
c) El resultado de la empatía de sensación y su manquedad en la bibliografía existente sobre la empatía
d) El cuerpo vivo ajeno como centro de orientación del mundo espacial
e) La imagen ajena del mundo como modificación de la propia
f) Empatía como condición de la posibilidad de la constitución del individuo propio
g) La constitución del mundo externo real en experiencia intersubjetiva
h) El cuerpo vivo ajeno como portador de libre movimiento
i) Los fenómenos vitales
k) Causalidad en la estructura del individuo
l) El cuerpo vivo ajeno como portador de fenómenos de expresión
m) La corrección de los actos de empatía
n) La constitución del individuo anímico y su relevancia para la corrección de la empatía
o) Los engaños de empatía
p) Relevancia de la constitución del individuo ajeno para la del individuo anímico propio
III La empatía como comprensión de personas espirituales
§ 1. Concepto del espíritu y de las ciencias del espíritu
§ 2. El sujeto espiritual
§ 3. La constitución de la persona en las vivencias de sentimiento
§ 4. El darse de la persona ajena
§ 5. Alma y persona
§ 6. La existencia del espíritu
§ 7. Confrontación con Dilthey
a) Ser y valor de la persona
b) Los tipos personales y las condiciones de la empatía con personas
§ 8. Relevancia de la empatía para la constitución de la persona propia
§ 9. La cuestión de la fundación del espíritu en el cuerpo físico
Currículum vitae

 

 

Sobre el problema de la empatía

– Edith Stein –

Prefacio, traducción y notas de José Luis Caballero Bono

 



Prefacio

Los recuerdos autobiográficos de Edith Stein delatan a menudo una fina capacidad de observación y de elaboración introspectiva de las impresiones recibidas de su entorno personal. Tal vez esta dote ha predispuesto pronto sus intereses intelectuales hacia el terreno de las relaciones intersubjetivas. Matriculada en Germánicas e Historia en Breslau, la ciudad que la vio nacer en 1891, Stein se aplica al estudio de la psicología empírica de la mano de Louis William Stern. Pero la trayectoria de la joven universitaria toma un rumbo nuevo al leer las Investigaciones lógicas, de Edmund Husserl, en las navidades de 1912. Aceptar el magisterio de Husserl va a significar la trasposición de aquellos intereses primigenios a un palio nuevo. El dominio en el que ahora cobrarán forma ya no es el de la psicología empírica, sino el de la fenomenología.

Cuando Edith Stein llega a Gotinga en abril de 1913 para escuchar a Husserl, la fenomenología está creando escuela, alentando la efervescencia intelectual de sus jóvenes cultivadores y granjeándose el respeto de los eruditos. No es incorrecto decir que su primer semestre en Gotinga es tan decisivo en el orden intelectual como lo será en el orden religioso la lectura de santa Teresa en el verano de 1921. Y es precisamente en aquella sazón cuando el concepto de empatía cobra en ella el relieve de un tema digno de ser investigado. Cómplice de ese proceso ha podido ser la precoz lectura de la fundamental obra de Husserl Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica. En ella se alude más de una decena de veces a la empatía para terminar el autor instando al estudio de esta vivencia peculiar y del papel que desempeña en la constitución de un mundo objetivo, común a los diversos sujetos que entran en relación recíproca mediante empatía. Pero fueron sobre todo las referencias verbales del propio Husserl a lo largo del curso «Naturaleza y espíritu» (1913) las que despertaron la curiosidad de su aventajada alumna. Aunque es cierto que en ellas no ofreció una definición formal de empatía, sí que planteó su relevancia teórica y su entronque histórico, especialmente con la psicología de Theodor Lipps.

No es de extrañar, por tanto, que, a la larga, el concepto de empatía que sostiene Edith Stein coincida exactamente con el de su maestro: aprehensión de las vivencias ajenas, apercibimiento del vivenciar de otro. Otra cosa es que su explicación de cómo esto es posible sea divergente de la que Husserl había dado hasta entonces. Es, en general, una pregunta inquietante hasta qué punto Edith Stein ha sido fiel en su tesis doctoral a la fenomenología y a la dirección que ésta ya había tomado, la fenomenología trascendental. Como es asimismo del mayor interés comprobar si su actitud posterior hacia ella no está básicamente delineada en este escrito. Por lo demás, tampoco sorprende, dado el precedente, que entre la pléyade de autores con los que Stein se confronta en su trabajo de doctorado brille con luz propia Theodor Lipps. Su discrepancia con él le lleva a finos análisis como el que deslinda los conceptos de einfühlen (empatizar), mitfühlen (cosentir) y einsfühlen (sentir a una).

Sin embargo, en medio de la densa complejidad de un escrito académico como el presente, conviene no perder de vista el argumento principal. Una vez definida la esencia de la empatía, o sea, cumplido lo que Husserl llamaba reducción eidética, y una vez que la autora ha justificado la pretensión de captar en mí algo trascendente a mí como son las vivencias de otros, el contenido se torna eminentemente antropológico. Lo que interesa es determinar, como Stein reconoció retrospectivamente, la estructura de los sujetos que entran en relación empática. Dicha estructura está definida por el hecho de ser individuos psicofísicos y personas espirituales. En punto a lo primero, sus constitutivos básicos son el cuerpo vivo y la unidad sustancial que la filósofa llama alternativamente alma o psique. En cuanto a lo segundo, el constitutivo que permite hablar de persona es el espíritu, «la conciencia como correlato del mundo de objetos», la apertura, en suma, que falta al individuo psicofísico infraespiritual. La empatía misma es un acto espiritual y tiene su condición de posibilidad en el espíritu del sujeto. Cuerpo vivo, alma, espíritu, son los constitutivos de la persona propia y ajena que va decantando la experiencia empática.

Naturalmente que esta línea argumental no empece los mil vericuetos que pueden atraer la curiosidad del estudioso, como pueden ser las huellas visibles de presencias no estrictamente husserlianas: la relevancia de los valores, su objetividad y su jerarquía remiten a Max Scheler; el análisis del movimiento deja entrever la traza de Adolf Reinach; la problemática fundamentación de las ciencias del espíritu dirige la atención de Edith Stein hacia Wilhelm Dilthey, un autor al que ella evalúa de manera peculiar…

Resulta difícil exagerar la importancia de Sobre el problema de la empatía en el conjunto de la obra de Edith Stein. Desde el punto de vista científico bastaría recordar que la profundización en la causalidad y la motivación como legalidades respectivas de la psique y del espíritu le conduce a elaborar dos tratados entre 1918 y 1919: Causalidad psíquica e Individuo y comunidad. En esta misma línea acomete en 1920 el estudio de una formación social específica en el tratado Una investigación sobre el Estado. Las formaciones comunitarias y societarias nacen, en efecto, de esa «comprensión espiritual» que no es sino la empatía en el nivel personal y no meramente psicofísico, y que permite la constitución de vivencias supraindividuales.

Pero hay otro aspecto de índole más biográfica en el que Edith Stein ha querido dar el protagonismo a la empatía: la tematización de la vivencia religiosa. Si bien se atiende al proceso interior que conduce a la discípula de Husserl hasta el cristianismo, se descubre que la primera formulación intelectual de su vivencia religiosa viene hecha en términos de una empatía cuyo correlato carece de corporalidad. Es decir, como una respuesta afirmativa a la pregunta acerca de semejante posibilidad con la que concluía la tesis doctoral. La afirmación, no exenta de cautelas, se encuentra en el manuscrito que la autora inició en 1917 y que se conoce como Introducción a la filosofía.

Mas si todavía quieren buscarse repercusiones posteriores bastará comprobar que el diseño antropológico de cuerpo vivo-alma espíritu se mantiene hasta los últimos escritos de Edith Stein, y que la problemática semiológica, con sus ecos lippseanos, que figuraba en la tesis reaparece en Ciencia de la cruz, la obra que le ocupaba cuando fue detenida y conducida a la muerte en agosto de 1942. Tal vez quepa ver en ello una incitación a meditar el significado último de un final tan inhumano como el que le reservaba Auschwitz.

El lector tiene en Sobre el problema de la empatía la traducción de un clásico de las horas doradas de la fenomenología. Sin que haya detrimento en la unidad de sentido, no ha de olvidarse que está hecha sobre la parte de la tesis doctoral que Edith Stein publicó en 1917. Las partes I, V y VI no fueron publicadas, tal vez por motivos económicos, y se consideran hoy perdidas. Nuestra versión ha tratado de evitar tecnicismos corrientes en traducciones de textos fenomenológicos, buscando suplantarlos por expresiones más afines al genio de nuestra lengua. Aunque el texto está escrito por una mujer, en las formas en primera persona que expresan género se ha usado el masculino queriendo darle con ello el significado neutro que corresponde a una disertación académica. Ello no nos aparta del alemán. Asimismo se ha respetado el modo de citar empleado por Edith Stein. Las citas son siempre incompletas desde el punto de vista de la metodología. En algún caso son incorrectas, aludiendo más al argumento de una obra o a una parte de ella que a su título exacto. También nos hemos permitido introducir puntos y aparte, escasísimos en el original, amoldándonos al ritmo del pensamiento expresado en cada parágrafo o apartado. De esta manera creemos haber aliviado la impresión de apelmazamiento que presenta el texto alemán. Hemos aminorado, en fin, el uso de la abreviatura «z. B.» (zum Beispiel), vertida en la castellana «vg.» (verbigracia), sustituyéndola a menudo por la expresión «por ejemplo». Con estas medidas y las sugerencias que hemos recibido de Claire Marie Stubbemann el escrito se torna más accesible a la comprensión y al buen gusto.

José Luis Caballero Bono

 

SOBRE EL PROBLEMA DE LA EMPATÍA

(Parte II/IV del tratado presentado bajo el título El problema de la empatía en su desarrollo histórico y en consideración fenomenológica)

Disertación inaugural para la Obtención de la dignidad de Doctor de la Alta Facultad Filosófica de la Granducal Universidad badense Albert-Ludwig de Friburgo de Brisgovia, presentada y publicada con su venia por Edith Stein, de Breslau. Halle. Imprenta de la Waisenhaus. 1917

Director: Señor Profesor Dr. Husserl

El examen riguroso tuvo lugar el 3 de agosto de 1916

A mi madre


Prólogo

El trabajo completo del que están tomadas las exposiciones siguientes comenzaba con una presentación puramente histórica de los problemas que han aparecido, uno tras otro, en la bibliografía existente sobre la empatía: la empatía estética, la empatía como fuente de conocimiento del vivenciar ajeno, la empatía ética, etc. Yo encontré estos problemas, que en mi presentación separé, mezclados unos con otros en el tratamiento y, además, indisociados respectivamente el aspecto cognoscitivo teórico, el puramente descriptivo y el psicogenético de los problemas en cuestión. En esta mezcla vi el motivo que hasta ahora ha impedido una solución satisfactoria.

Me pareció que era menester ante todo poner en evidencia el problema fundamental desde el que se pueden entender todos los demás y someterlo a una investigación radical. Al mismo tiempo, me pareció necesario este trabajo positivo como fundamento de una toma de posición crítica respecto a los resultados vigentes.

Como problema fundamental reconocí la cuestión de la empatía como experiencia de sujetos ajenos y de su vivenciar. Esta cuestión es examinada en las exposiciones siguientes. Soy muy consciente a este respecto de que los resultados positivos a los que llego sólo son una pequeña contribución para presentar lo que aquí queda por hacer. Además, circunstancias especiales me han impedido retocar cuidadosamente el trabajo una vez más antes de la publicación. Es decir, que desde que lo presenté a la Facultad, en mis funciones de asistente privada de mi venerado maestro el señor profesor Husserl he recibido para examen los manuscritos de la parte II de sus Ideas, que tratan en parte las mismas cuestiones. Y naturalmente que en una nueva ocupación con mi tema no podría por menos de aprovechar las nuevas sugerencias recibidas. A decir verdad, planteamiento del problema y método de mi trabajo han madurado del todo a partir de sugerencias que recibí del señor profesor Husserl, así que, de todos modos, es sumamente cuestionable lo que de las exposiciones siguientes puedo reclamar como mi «propiedad intelectual». Sin embargo, puedo decir que los resultados que ahora presento están obtenidos en mi propio trabajo, y esto ya no lo podría afirmar si ahora efectuase cambios.

 


II La esencia de los actos de empatía


§ 1. El método de la investigación

En la base de toda controversia sobre la empatía subyace un presupuesto tácito: nos están dados sujetos ajenos y sus vivencias. Se trata del desarrollo del proceso, de los efectos, del fundamento de este darse. Pero el cometido próximo es considerarlo en sí mismo e investigar su esencia. La orientación en la que hacemos esto es la «reducción fenomenológica».

Objetivo de la fenomenología es la clarificación y, con ello, la fundamentación última de todo conocimiento. Para llegar a este objetivo excluye de su consideración todo lo que es de alguna manera «dubitable», lo que puede ser eliminado. Ante todo, no hace uso de los resultados de ciencia alguna: esto es de suyo comprensible, porque una ciencia que quiere ser la clarificación última de todo conocimiento científico no puede apoyarse a su vez sobre una ciencia ya fundamentada, sino que se debe fundar en sí misma. ¿se apoya entonces en la experiencia natural? De ninguna manera, pues esta misma, así como su continuación, la investigación de la ciencia natural, está sujeta a una interpretación variada (vg., en la filosofía materialista o idealista) y por eso se muestra necesitada de clarificación. De esta manera, todo el mundo que nos circunda, así el físico como el psicofísico, los cuerpos como las almas humanas y animales (incluso la persona psicofísica del investigador mismo), está entregado a la exclusión o reducción. ¿Qué puede quedar todavía cuando todo está cancelado, el mundo entero y el mismo sujeto que lo vivencia? En verdad queda todavía un campo infinito de investigación pura; reflexionemos bien, pues, sobre lo que esa exclusión quiere decir.

Puedo dudar si esa cosa que veo ante mí existe, pues subsiste la posibilidad de un engaño: por eso debo excluir la posición de existencia, no me está permitido hacer ningún uso de ella; pero lo que no puedo excluir, lo que no está sometido a ninguna duda, es mi vivencia de las cosas (el aprehender percipiente, recordante o como quiera que esté determinado) con su correlato, el «fenómeno-cosa» completo (el mismo objeto como dándose en series variadas de percepciones o recuerdos), que permanece inalterado en su carácter total y puede ser hecho objeto de consideración. (Causa dificultades comprender cómo es posible que la posición de existencia deba ser suprimida y que haya de conservarse el carácter completo de la percepción. Esta posibilidad se evidencia en el caso de la alucinación. Imaginemos que alguien sufre de alucinaciones y es consciente de su mal. Se encuentra, por ejemplo, con alguien sano en una habitación, cree advertir una puerta en la pared y quiere atravesarla. Cuando el otro le llama la atención reconoce que alucina de nuevo, ya no cree que la puerta existe, es capaz de transferirse a la percepción «borrada» y podría estudiar la esencia de la percepción, incluso de la posición de existencia, aunque ahora ya no participe de ésta.) Así permanece todo el «fenómeno-mundo» después de la supresión de la posición del mundo. Y estos «fenómenos» son el objeto de la fenomenología.

Sin embargo, no se trata de aprehenderlos sólo como fenómenos singulares y explicitar todo lo implícito en ellos, yendo tras las tendencias que se resuelven en la simple tenencia del fenómeno, sino de penetrar en su esencia. Cada fenómeno es base ejemplar de una consideración de esencia. La fenomenología de la percepción no se conforma con describir la percepción singular, sino que quiere indagar lo que es «percepción en general», según su esencia, y obtiene este conocimiento del caso singular en abstracción ideante1No puedo esperar dejar totalmente claro en pocas palabras el objeto y el método de la fenomenología a quien no está familiarizado con ella, sino que debo remitir, para todas las cuestiones que se susciten, a la fundamental obra de Husserl Ideen [Ideas]..

Hay que mostrar todavía lo que significa esto de que mi vivencia no es excluible. No es indubitable que yo, este yo empírico, con nombre y estado social, dotado de tales y tales propiedades, existe. Todo mi pasado podría ser soñado, podría ser engaño del recuerdo, por consiguiente está sometido a la exclusión y permanece sólo como fenómeno objeto de mi consideración. Pero «yo», el sujeto que vivencia, que contempla el mundo y la propia persona como fenómeno, «yo» estoy en el vivenciar y sólo en él, y tan indubitable e incancelable como el vivenciar mismo.

Ahora se trata de aplicar a nuestro caso este modo de consideración. El mundo en el que vivo no es sólo un mundo de cuerpos físicos, además de mí también hay en él sujetos con vivencias, y yo sé de ese vivenciar. No es éste ningún saber indubitable, dado que precisamente aquí sucumbimos a tan variados engaños que, de vez en cuando, estamos inclinados a dudar de la posibilidad de un conocimiento en este terreno en general. Pero el fenómeno de la vida psíquica ajena está ahí y es indubitable, y queremos considerarlo ahora más de cerca.

Con ello no nos está prescrita claramente aún la dirección de la investigación. Podríamos partir del fenómeno concreto, completo, que tenemos ante nosotros en nuestro mundo de experiencia, del fenómeno de un individuo psicofísico que se distingue nítidamente de una cosa física. Éste no se da como cuerpo físico, sino como cuerpo vivo2Al sustantivo español «cuerpo» corresponden en alemán dos términos, Korper y Leib. El primero es aplicable a cosas materiales y a seres orgánicos en cuanto cuerpos físicos. El segundo designa al cuerpo como viviente, también como animado. Es este segundo término el que traduciremos como cuerpo vivo. Correspectivamente se distinguirá entre corpóreo (korperlich) y corporal (leiblich). [N. del T.] sentiente al que pertenece un yo, un yo que siente, piensa, padece, quiere, y cuyo cuerpo vivo no está meramente incorporado a mi mundo fenomenal, sino que es el centro mismo de orientación de semejante mundo fenomenal; está frente a él y entabla relación conmigo. Y también podríamos investigar cómo se constituye en la conciencia todo aquello que nos aparece más allá del mero cuerpo físico dado en la percepción externa.

Podríamos considerar además las vivencias singulares concretas de estos individuos. Entonces veríamos que aquí aparecen diversos modos del darse y podríamos dedicarnos ulteriormente a ellos: descubriríamos que hay algo más que el darse «en relación simbólica» destacado por Lipps. En efecto, no sólo sé lo que se expresa en semblantes y gestos, sino lo que se oculta detrás. Acaso veo que alguien pone un semblante triste, pero en verdad no está afligido. Más aún, puedo oír que alguien hace una observación inoportuna y ver que se ruboriza por ello; entonces no sólo entiendo la observación y veo la vergüenza en el rubor, sino que conozco que él reconoce su observación como inoportuna y que se avergüenza porque la ha hecho. Ni esta motivación ni el juicio sobre su observación inoportuna están expresados mediante «apariencia sensible» alguna. Habría que investigar estos diferentes modos del darse y poner de relieve las eventuales relaciones de fundamentación existentes.

Pero todavía es posible hacer otra consideración más radical. Todos estos datos del vivenciar ajeno remiten a un tipo fundamental de actos en los que este vivenciar es aprehendido y que ahora, prescindiendo de todas las tradiciones históricas que tienen apego a la palabra, designaremos como empatía. Comprender y describir estos actos a grandes líneas debe ser nuestro primer cometido.


§ 2. Descripción de la empatía en comparación con otros actos

La empatía nos quedará óptimamente resaltada en su singularidad si la confrontamos con otros actos de la conciencia pura (que es el campo de nuestra consideración después del cumplimiento de la reducción ya descrita). Tomemos un ejemplo para ilustrar la esencia del acto empático. Un amigo viene hacia mí y. me cuenta que ha perdido a su hermano, y yo noto su dolor. ¿Qué es este notar? Sobre lo que se basa, el de dónde concluyo el dolor, sobre eso no quiero tratar aquí. Quizá está su cara pálida y asustada, su voz afónica y comprimida, quizá también da expresión a su dolor con palabras. Todos éstos son, por supuesto, temas de investigación, pero eso no me importa aquí. Lo que quiero saber es esto, lo que el notar mismo es, no por qué camino llego a él.


a) Percepción externa y empatía

Huelga decir que yo no tengo ninguna percepción externa del dolor, siendo percepción externa un título para los actos en los que vienen al dárseme mismo acontecer y ser cósico, espacio-temporal, volviendo hacia mí este o aquel lado. Con lo cual este lado vuelto hacia mí es propio u originario en sentido específico, en comparación con los lados copercibidos aparte.

El dolor no es una cosa y no me está dado de esta manera, ni siquiera cuando lo noto «en» el semblante doloroso que percibo externamente y con el que está dado «a una». La comparación con los lados apartados del objeto visto queda cerca. Pero no es sino muy vaga, pues yo siempre puedo traer al dárseme originario nuevos lados del objeto en percepción progresiva; en principio, cualquier lado es accesible a este modo preferido del darse. Puedo contemplar por cuantos lados quiera el semblante conmovido de dolor, mejor dicho: la torsión de la cara que empáticamente aprehendo como semblante conmovido de dolor. En principio no puedo llegar a una «orientación» en la que, en vez de ésta, esté dado originariamente el dolor mismo.

Por tanto, la empatía no tiene el carácter de percepción externa, pero desde luego que tiene algo en común con ella, a saber: que para ella existe el objeto mismo aquí y ahora. Hemos llegado a conocer la percepción externa como acto que se da originariamente. Admitido que la empatía no es percepción externa, con ello no está dicho todavía que le falte este carácter de lo «originario».


b) Originariedad y no originariedad

Aún hay algo distinto del mundo externo que nos está dado originariamente. Dándose originariamente está también la ideación en la que aprehendemos intuitivamente relaciones esenciales; la intelección, vg., de un axioma geométrico, la captación de un valor, están dándose originariamente; por último y ante todo, tienen carácter de originariedad nuestras propias vivencias tal como vienen a darse en la reflexión.

Que la empatía no es una ideación es trivial, se trata más bien de aprehender lo que es hic et nunc. (Si ella puede ser base para la ideación, para la adquisición de un conocimiento esencial de las vivencias, es otra cuestión.)

Queda todavía la pregunta: ¿posee la empatía la originariedad del vivenciar propio? Antes de poder dar una respuesta a esta pregunta es necesario distinguir aún más el sentido de la originariedad. Originarias son todas las vivencias propias presentes como tales -¿qué podría ser más originario sino la vivencia misma?3El uso del término «originario» para la parte de acto de la vivencia puede ser llamativo. Lo empleo porque creo que aquí se da de hecho el mismo carácter que se denomina así en el correlato. Suprimo adrede la expresión «vivencia actual», que me es familiar para ello, porque la necesito para otro fenómeno (para el «acto» en sentido específico, la vivencia en la forma del «cogito», del «estar dirigido a») y quisiera evitar el equívoco.. Pero no todas las vivencias están dándose originariamente, no todas son originarias según su contenido. El recuerdo, la espera, la fantasía, tienen su objeto no como propiamente presente ante sí, sino que sólo lo presentifican. Y el carácter de la presentificación es un momento esencial inmanente a estos actos, no una determinación obtenida de los objetos. En fin, está todavía la cuestión del darse mismo de las vivencias propias: para cada vivencia existe la posibilidad del darse originario, es decir, la posibilidad de existir ya como corporalmente propia para la mirada reflexiva del yo viviente en ella. Existe además la posibilidad de un modo no originario de darse las vivencias propias: en el recuerdo, la espera, la fantasía. Y ahora podemos volver a suscitar la pregunta: ¿conviene la originariedad a la empatía? rnn qué sentido?


c) Recuerdo, espera, fantasía y empatía

Reconocemos una amplia analogía entre los actos de empatía y los actos en los que lo que uno mismo vivencia no está dado originariamente. El recuerdo de una alegría es originario en cuanto acto de la presentificación que ahora se cumple, pero su contenido -la alegría- es no-originario; tiene todo el carácter de la alegría, de mane ra que yo podría estudiarlo en su lugar, pero ella no existe como originaria y en propio, sino como habiendo estado viva una vez (donde este «una vez», el punto temporal de la vivencia pasada, puede estar determinado o no estarlo). La no originariedad de ahora remite a la originariedad de entonces, el entonces tiene el carácter de un antiguo «ahora», por tanto el recuerdo tiene carácter de posición y lo recordado tiene carácter de ser.

Además, hay una doble posibilidad: el yo, el sujeto del acto de recuerdo, puede echar una mirada retrospectiva sobre la alegría pasada en este acto de la presentificación, entonces la tiene como objeto intencional, y con ella y en ella tiene su sujeto, el yo del pasado. Así que el yo de ahora y el yo de entonces están frente a frente como sujeto y objeto, no se da una coincidencia de ambos aunque esté presente la conciencia de la mismidad. Pero esta conciencia de la mismidad no es una identificación explícita, y además subsiste la diferencia entre el yo originario que recuerda y el yo no originario recordado. El recuerdo puede adoptar entonces otras modalidades de actuación.

El acto uniforme de la presentificación en el que lo recordado aparece ante mí como totalidad implica tendencias que -llevadas a su despliegue- descubren los «rasgos» contenidos en su curso temporal, cómo la totalidad de la vivencia recordada se constituyó una vez originariamente4A decir verdad, el transcurrir de las vivencias pasadas representa la mayoría de las veces un abrégé del curso originario de las vivencias (en pocos minutos podemos recapitular los acontecimientos de años): un fenómeno que merece una investigación propia.. Este proceso de despliegue puede ocurrir pasivamente «en mí», o bien puedo ejecutarlo activamente paso a paso. Y además es posible que yo cumpla la afluencia de recuerdos, sea pasiva o activa, sin reflexión, sin tener en modo alguno a la vista el yo-presente, el sujeto del acto de recuerdo. O bien es posible que yo me remonte expresamente a aquel punto temporal en la corriente continua de vivencias y deje despertarse otra vez la secuencia de vivencias de entonces, viviendo en la vivencia recordada en vez de volverme a ella como objeto: desde luego que el recuerdo es en todo caso presentificación, su sujeto es no originario a diferencia del que realiza el recuerdo.

La ejecución re-productiva de la antigua vivencia es la aclaración plenaria de lo entendido vagamente al inicio. Al final del proceso hay una nueva objetivación: la vivencia pasada, que primero apareció ante mí como un todo y a la que entonces, transfiriéndome, descompuse, la recompongo de nuevo al final en un «apresamiento aperceptivo».

El recuerdo (en las diferentes formas de actuación) puede acusar diversas lagunas. Así, es posible que recordando presentifique para mí una situación pasada sin poder acordarme de mi conducta interior frente a esa situación. Mientras ahora me remonto a aquella situación se presenta un sucedáneo en lugar del recuerdo que falta, una imagen de la conducta pasada que, sin embargo, no aparece como presentificación de lo pasado, sino como compleción de la imagen del recuerdo reclamada por el sentido del todo. El mismo recordar puede revestir carácter de duda, de sospecha, de probabilidad, pero nunca carácter de ser.

El caso de la espera es tan paralelo que resulta innecesario tratarlo específicamente. En cambio, habría algo que decir sobre la fantasía. También aquí se encuentran diversas posibilidades de actuación: el aparecer de una vivencia de la fantasía como totalidad y el cumplimiento paso a paso de las tendencias implícitas en ella.

Mientras vivo la vivencia de la fantasía no encuentro ninguna distancia temporal rellenada por una continuidad de vivencias entre el yo que fantasea y el yo fantástico (salvo que se trate precisamente de recuerdo o espera fantásticos). Es claro que también aquí hay que establecer una distinción: el yo que crea el mundo de la fantasía es originario, mientras que el yo que vive en él es no-originario. Y las vivencias fantásticas están caracterizadas frente a las recordadas por el hecho de que no se dan como presentificación de vivencias reales, sino como forma no originaria de vivencias presentes; teniendo en cuenta que «presente» no alude a un ahora del tiempo objetivo sino al ahora vivenciado que, en este caso, sólo se puede objetivar en un ahora «neutral»5Para el concepto de neutralización, cf. Ideen [Ideas] de Husserl, pp. 222 ss.del tiempo de la fantasía.

A esta forma neutralizada (es decir, no-posicional) del recuerdo de presente (la presentificación de algo ahora real pero no dado corporalmente) se oponen un retrorrecuerdo y un prorrecuerdo neutralizados, es decir, una fantasía del pasado y del futuro, una presentificación de vivencias pasadas y futuras no reales.

También es posible que mirando dentro del reino de la fantasía (como también del recuerdo y de la espera) me encuentre a mí mismo dentro, es decir, a un yo que reconozco como a mí, aunque esa unidad no constituye una continuidad de vivencia que enlaza a ambos, es como si viese mi imagen reflejada en el espejo (piénsese, por ejemplo, en la vivencia que cuenta Goethe en Poesía y Verdad, cómo él, tras la despedida de Federico, viniendo desde Sesenheim, se encuentra de camino a sí mismo en su forma futura). Pero no me parece que este caso haya de entenderse como auténtica fantasía de las vivencias propias, sino como un caso análogo a la empatía y que sólo desde ésta puede ser entendido.

Tratemos entonces de la empatía misma. También aquí se trata de un acto que es originario como vivencia presente, pero no originario según su contenido. Y este contenido es una vivencia que de nuevo puede presentarse en diversos modos de actuación, como recuerdo, espera, fantasía. Cuando aparece ante mí de golpe, está ante mí como objeto (vg., la tristeza que «leo en la cara» a otros); pero en tanto que voy tras las tendencias implícitas (intento traerme a dato más claramente de qué humor se encuentra el otro), ella ya no es objeto en sentido propio, sino que me ha transferido hacia dentro de sí; ya no estoy vuelto hacia ella, sino vuelto en ella hacia su objeto, estoy cabe su sujeto, en su lugar. Y sólo tras la clarificación lograda en la ejecución, me hace frent otra vez la vivencia como objeto6Que la «objetivación» de la vivencia empatizada, que se destaca en contraste con mi vivencia propia, pertenece a la interpretación de la vivencia ajena, ha sido acentuado repetidamente, vg., por Dessoir (Beitriige [Contribuciones], p. 477). Si, por otra parte, Lange (Wesen der Kunst [Esencia del arte], pp. 139 ss) establece una diferencia entre la «ilusión subjetiva de movimiento», el movimiento que creemos ejecutar a la vista de un objeto y el movimiento «objetivo», el movimiento que atribuimos al objeto, entonces hay que notar que no son dos modos de consideración que no tienen nada que ver entre sí y sobre los que se podrían construir teorías totalmente contra puestas (estética de la empatía y estética de la ilusión), sino que ambos son los estadios descritos, las formas de actuación de la empatía..

Tenemos, pues, tres grados de actuación o modalidades de actuación en todos los casos considerados de presentificación de vivencias, puesto que no siempre se recorren todos los grados en cada caso concreto, sino que frecuentemente se está satisfecho con uno de los inferiores: 1º. la aparición de la vivencia; 2º. la explicitación plenaria; 3º. la objetivación comprehensiva de la vivencia explicitada. En el primer y tercer grado, la presentificación representa el paralelo no originario de la percepción, mientras que en el segundo grado corresponde a la actuación de la vivencia. Mas el sujeto de la vivencia empatizada -y ésta es la novedad fundamental frente al recuerdo, la espera, la fantasía de las propias vivencias- no es el mismo que realiza la empatía, sino otro. Ambos están separados, no ligados como allí por una conciencia de la mismidad, por una continuidad de vivencia. Y mientras vivo aquella alegría del otro no siento ninguna alegría originaria, ella no brota viva de mi yo, tampoco tiene el carácter del haber-estado-viva-antes como la alegría recordada. Pero mucho menos aún es mera fantasía sin vida real, sino que aquel otro sujeto tiene originariedad, aunque yo no vivencio esa originariedad; la alegría que brota de él es alegría originaria, aunque yo no la vivencia como originaria. En mi vivenciar no originario me siento, en cierto modo, conducido por uno originario que no es vivenciado por mí y que empero está ahí, se manifiesta en mi vivenciar no originario. Así tenemos, en la empatía, un tipo sui géneris de actos experiencia/es. La tarea que había de cumplirse era resaltarlos en su singularidad antes de afrontar cualquier otra cuestión (si tal experiencia es válida, por qué vía se realiza). Y hemos conducido esta investigación en la más pura generalidad: la empatía que considerábamos y tratábamos de describir es la experiencia de la conciencia ajena en general, sin tener en cuenta de qué tipo es el sujeto que tiene la experiencia y de qué tipo el sujeto cuya conciencia es experimentada. El discurso ha tratado sólo del yo puro, del sujeto del vivenciar, sea desde el lado del sujeto cuanto del objeto, y nada diferente fue introducido en la investigación. Así aparece la experiencia que un yo en general tiene de otro yo en general. Así aprehende el hombre la vida anímica de su prójimo, pero así aprehende también, como creyente, el amor, la cólera, el mandamiento de su Dios; y no de modo diferente puede Dios aprehender la vida del hombre. Dios, en cuanto poseedor de un conocimiento perfecto, no se engañará sobre las vivencias de los hombres como los hombres se engañan entre sí sobre sus vivencias.

Pero tampoco para Él llegan a ser propias las vivencias de los hombres ni adoptan el mismo modo de darse.


§ 3. Confrontación con otras descripciones de la empatía –especialmente con la de Lipps- y continuación del análisis

Naturalmente que con esta puesta de relieve sumaria de la esencia de la «empatía en general» se ha hecho poco. Ahora debe más bien investigarse cómo se diversifica ésta en cuanto experiencia de los individuos psicofísicos y de sus vivencias, de la personalidad, etc. Desde luego que ya desde los resultados obtenidos se puede hacer una crítica a algunas teorías históricas sobre la experiencia de la conciencia ajena, y de la mano de esta crítica hay que completar todavía en varias direcciones el análisis realizado.

La descripción que Lipps ofrece de la vivencia de la empatía concuerda en muchos puntos con la nuestra (prescindimos de la hipótesis genético-causal sobre el desarrollo de la empatía -la teoría de la imitación interna- que en él está mezclada casi por doquier con la descripción pura). Ciertamente, él no conduce su investigación en la generalidad pura, sino que se atiene al ejemplo del individuo psicofísico y al caso del «darse simbólico», pero sin duda que los resultados que ahí alcanza hay que generalizarlos parcialmente.


a) Puntos concordantes

Lipps describe la empatía como una «participación interior» en las vivencias ajenas que viene a equivaler al grado superior de la empatía descrito por nosotros, grado donde nos encontramos «cabe» el sujeto ajeno y dirigidos con él a su objeto. Él acentúa la objetividad o el carácter «reivindicativo» de la empatía, y con ello expresa lo mismo que nosotros cuando la caracterizamos como una clase de actos experienciales. Además, indica el parentesco de la empatía con el recuerdo y la espera. Pero así y todo llegamos en seguida a un punto donde nuestros caminos se separan.


b) La tendencia al vivenciar completo

Lipps habla de que cada vivencia de la que tengo conocimiento -tanto la recordada y la esperada como la empatizada- «tiende» a llegar a ser completamente vivenciada. Y llega a ser tal si nada se opone a ella en mí, con lo que también el yo que hasta ahora era objeto, sea el yo pasado o futuro, propio o ajeno, llega a ser vivenciado así. Y a este completo vivenciar la vivencia ajena lo denomina igualmente empatía, más aún, sólo en eso ve la empatía completa respecto de la cual aquella otra es el grado preliminar imperfecto.

Esta concepción concuerda con la nuestra en que en aquella segunda forma del recuerdo, de la espera, de la empatía, el sujeto de la vivencia recordada, esperada, empatizada, no es objeto en sentido propio; pero negamos que haya una completa coincidencia con el yo que recuerda, que espera o que empatiza, que ambos lleguen a ser uno.

Lipps confunde el ser transferido dentro de la vivencia objetivamente dada y el cumplimiento de las tendencias implícitas con el paso del vivenciar no originario al originario. Un recuerdo está completamente realizado y acreditado cuando se han seguido todas las tendencias de explicitación y se ha establecido la continuidad de vivencias hasta el presente. Pero con ello no se ha convertido la vivencia recordada en una originaria. La toma de posición presente hacia los hechos recordados es completamente independiente de la toma de posición recordada. Yo me puedo acordar de una percepción y estar ahora convencido de que entonces estuve sometido a un engaño. Me puedo acordar de mi malestar en una situación embarazosa y divertirme ahora deliciosamente sobre esa situación. El recuerdo no es en este caso más imperfecto que cuando adopto otra vez la misma toma de posición de entonces. Admitimos que es posible un salto de lo recordado, de lo esperado, de lo empatizado, a la vivencia originaria propia, pero negamos que todavía haya recuerdo, espera, empatía, tras el cumplimiento de aquella tendencia.

Consideremos el caso más de cerca. Yo me represento vivamente una alegría pasada, vg., sobre un examen aprobado. Me transfiero dentro de ella, es decir, en ella me dirijo al feliz acontecimiento, me lo imagino en toda su satisfacción y de repente me doy cuenta de que yo, el yo originario que recuerda, estoy lleno de alegría; yo me acuerdo del acontecimiento feliz y tengo alegría originaria por el acontecimiento recordado. Pero la alegría recordada y el yo recordado han desaparecido o, como mucho, persisten junto a la alegría originaria y al yo originario.

Esta alegría originaria de acontecimientos pasados es también posible directamente, a través de la mera presentificación del acontecimiento, sin que me acuerde de la alegría de entonces y sin que primero tenga lugar el paso del vivenciar recordado al originario. Finalmente existe la posibilidad de que yo tenga alegría originaria por la alegría pasada, con lo cual se destaca de manera especialmente nítida la diferencia entre ambas.

Tratemos ahora de la vivencia empática paralela. Mi amigo viene hacia mí radiante de alegría y me cuenta que ha aprobado su examen. Aprehendo empáticamente su alegría y en tanto que me transfiero dentro de ella comprendo la satisfacción del acontecimiento, y por ello tengo ahora alegría originaria propia. También es posible esta alegría sin que primero aprehenda la alegría del otro: apenas entra el candidato a examen en el expectante círculo familiar que aguarda y comunica el resultado satisfactorio, se alegrarán originariamente desde el principio por este resultado. Y sólo cuando se han «alegrado bastante» ellos mismos, se alegrarán de su alegría y tal vez -ésta es la tercera posibilidad- se deleitarán por su alegría7A tales sentimientos que se refieren a sentimientos de otros los ha designado Groethuysen como «compasión» (Das Mitgefühl [La compasión], p. 233). De ella hay que distinguir rigurosamente nuestro «cosentir», que no está dirigido a sentimientos ajenos, sino a su correlato; cosintiendo no me alegro de la alegría del otro, sino de aquello de lo cual él se alegra.. Pero aquello por lo que su alegría nos está dada no es ni la alegría originaria por el resultado ni la alegría originaria por su alegría, sino aquel acto no originario que antes designábamos como empatía y hemos descrito más de cerca.

En cambio, si nos ponemos en lugar del yo ajeno según el modo antes descrito para el recuerdo, en tanto que lo suplantamos y nos circundamos de su situación llegamos a una vivencia «correspondiente» a esa situación, y en tanto que emplazamos de nuevo al yo ajeno en su lugar y le adscribimos aquella vivencia llegamos a un saber sobre su vivenciar. (Según Adam Smith, éste es el modo de darse el vivenciar ajeno.) Este procedimiento puede aparecer como complementario cuando la empatía falla, pero no es propiamente experiencia. Este sucedáneo de la empatía bien se podría imputar a las «suposiciones», pero no -como quiere Meinong8Über Annahmen [Sobre suposiciones], pp. 233 ss.– a la empatía misma. Y si la empatía ha de tener el sentido definido rigurosamente por nosotros, a saber, experiencia de la conciencia ajena, entonces es empatía sólo la vivencia no-originaria que manifiesta una originaria, pero no la originaria ni la «supuesta».


c) Empatía y cosentir

Si junto a la alegría originaria por el feliz resultado persiste la empatía -es decir, el aprehender la alegría del otro- y además es consciente el resultado como satisfactorio en cuanto tal para él, entonces podemos designar al acto en cuestión como congratulación o, más generalmente, cosentir9Para la misma concepción sobre la comprensión del empatizar (o, como él dice, del comprender los sentimientos de otro) y del cosentir, ver Scheler, Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], pp. 4 s.. (Acaso puede ser satisfactorio también para mí, por ejemplo, cuando aquel examen aprobado es condición previa para un viaje en común y yo me alegro por él como valor intermedio.)

Alegría cosentida y empatizada no necesitan ser en modo alguno la misma según el contenido (según la cualidad no lo son, porque la una es vivencia originaria y la otra no-originaria): la alegría del más cercanamente implicado será en general más intensa y, la mayoría de las veces, también más duradera que la congratulación de los demás; pero también es posible que la congratulación de los otros sea más intensa, bien sea que ellos son por naturaleza capaces de sentimientos más intensos que él, bien sea que son «altruistas» para quienes los «méritos para los otros» significan eo ipso más que los «méritos para ellos mismos», o bien sea, finalmente, que aquel acontecimiento ha perdido valor por circunstancias desconocidas para ellos. En cambio, la alegría empatizada es, según su pretensión, igual bajo cualquier concepto a la alegría aprehendida; en todos los casos y en el caso ideal (donde no hay lugar a engaño) tiene el mismo contenido y sólo otro modo de darse.


d) Empatía negativa

Lipps ha denominado empatía completamente positiva a la vivencia originaria descrita que se puede anudar a la empatizada, y a ella ha contrapuesto una empatía negativa: el caso en el que aquella tendencia de la vivencia de empatía a convertirse en vivenciar originario propio no puede realizarse porque «algo en mí» se opone a ella, una vivencia propia momentánea o la constitución de mi personalidad. Vamos a investigar también esto más de cerca y de nuevo en la generalidad pura.

En la «personalidad», como un yo-presente cualitativamente formado, hay trascendencias que están sometidas a la exclusión misma y sólo son tomadas en consideración como fenómenos para nosotros. Tomemos el siguiente caso: en el momento en que mi amigo me da la alegre noticia estoy imbuido por la tristeza de la pérdida de un ser querido, y esta tristeza no tolera un cosentir la alegría que aprehendo empáticamente; eso origina un antagonismo (que debe ser de nuevo entendido no como real, sino como fenomenal) en cuanto que hay que distinguir aquí dos grados: el yo que vive totalmente en la tristeza quizá tiene aquella vivencia empática prevalentemente como «vivencia de trasfondo» -comparable a las partes periféricas del campo visual que no son desde luego vistas como objetos intencionales en sentido pleno, como objetos de dedicación actual- y se siente ahora arrastrado en cierto modo hacia dos lados, en cuanto ambas vivencias pretenden ser «cogito» en sentido específico -esto es, actos en los cuales el yo vive y se dirige al objeto-, buscan transferirlo dentro de sí, y en esto consiste precisamente la vivencia de la discrepancia. Discrepancia, ante todo, entre la vivencia propia actual y la vivencia de la empatía. Y además es posible que el yo sea transferido dentro de la vivencia de la empatía, que él se dirija en ella al objeto de satisfacción, pero que aquella otra inclinación no desaparezca y no pueda surgir una alegría actual.

Sin embargo, en ambos casos no parece tratarse de ninguna peculiaridad específica del empatizar o del cosentir, sino de una de las formas típicas del paso de un «cogito» a otro en general. Hay diversos pasos de este género: un cogito puede vivir plenamente en sí mismo y entonces yo puedo deslizarme «del todo espontáneamente» a otro. Además, mientras vivo en un cogito puede aparecer otro y transferirme hacia dentro de sí sin encontrar resistencia. En fin, las tendencias implícitas en el cogito y todavía no cumplidas pueden hacer frente reprimiendo el paso a un nuevo cogito. Y todo esto es tan posible en el percibir, en el recordar, en las reflexiones teoréticas, etc., como en el empatizar.


e) Empatizar y sentir a una

Aún quisiera investigar también algo más de cerca aquella unidad antes desechada del yo propio y el ajeno en la empatía. En tanto que la empatía es empatía completa, dice Lipps, no hay ninguna distinción entre el yo propio y el ajeno (y esto es lo que precisamente ya no podemos admitir como empatía), sino que ambos son uno. Por ejemplo, yo soy uno con el acróbata en cuyos movimientos participo interiormente al contemplarlo. Sólo en tanto que salgo de la empatía completa y reflexiono sobre mi «yo real» sobreviene la distinción, las vivencias que no proceden de mí aparecen como pertenecientes «al otro» e incumbiendo a sus movimientos.

Si esta descripción fuera justa sería suprimida con propiedad la diferencia entre vivenciar ajeno y propio, así como entre yo ajeno y propio; la diferencia sólo se realizaría a través del enlace con distintos «yoes reales», es decir, individuos psicofísicos.

Con ello permanecería completamente incomprensible lo que hace a mi cuerpo vivo mío y al ajeno ajeno, porque ya que vivo del mismo modo así «en» uno como en otro experimento del mismo modo los movimientos del uno como del otro.

Pero aquella afirmación se refuta no sólo mediante sus consecuencias, sino que es una descripción evidentemente falsa. Yo no soy uno con el acróbata, sino sólo «cabe» él; yo no ejecuto sus movimientos realmente, sino sólo «quasi», es decir, no es sólo que yo no ejecuto exteriormente los movimientos, lo cual acentúa también Lipps, sino que tampoco lo que corresponde «interiormente» a los movimientos del cuerpo vivo -la vivencia del «yo me muevo»- es en mí originario, sino no-originario. Y en estos movimientos no originarios me siento conducido, guiado por sus movimientos, cuya originariedad se manifiesta en los míos no-originarios y que sólo en ellos existen para mí (entendidos de nuevo como vivenciados, porque el puro movimiento corpóreo está percibido también externamente).

La originariedad corresponde a cada movimiento que el espectador hace, por ejemplo, mientras recoge su programa caído, aunque quizá no «sabe» en absoluto nada de eso porque vive completamente en la empatía. Pero si en un caso y en el otro él reflexiona (para lo que es necesario que su yo realice el paso de uno a otro cogito), entonces encuentra darse originario en un caso, no originario en otro, y no simple no-originariedad, sino no-originariedad en la que se manifiesta originariedad ajena. Lo que desvió a Lipps en su descripción fue la confusión entre el autoolvido con el que me puedo entregar a cada objeto y un deshacerse del yo en el objeto.

Por tanto, empatía no es sentir-a una, si esto se toma en sentido estricto. Pero con ello no está dicho que no haya algo así como un sentir a una en general. Retornemos a aquel cosentir el vivenciar ajeno. Habíamos dicho que el yo está dirigido en covivenciar al objeto de la vivencia ajena, que al mismo tiempo tiene presente empáticamente la vivencia ajena y que acto empatizante y cosintiente no necesitan coincidir según su contenido. Ahora podemos modificar algo este caso: una edición especial anuncia que ha caído la fortificación y a todos los que lo oímos nos invade un entusiasmo, una alegría, un júbilo. Todos nosotros sentimos «el mismo» sentimiento.

¿Han caído aquí los límites que separan a un yo de otros? ¿se ha liberado de su carácter monádico? ¡Desde luego que no totalmente! Siento mi alegría y empáticamente aprehendo la de los demás y veo que es la misma. Y en tanto que veo esto parece desaparecer aquel carácter de no originariedad de la alegría ajena, poco a poco coincide aquella fantástica alegría con la mía viviente misma, y creo que tan viva como la mía sienten ellos la suya. Lo que ellos sienten lo tengo ahora evidente ante mí, cobra cuerpo y vida en mi sentir, y desde el «yo» y «tú» se erige el «nosotros» como un sujeto de grado superior10Scheler realza agudamente el fenómeno de que distintas personas pueden tener estrictamente el mismo sentimiento (Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], pp. 9 y 31) y acentúa que los distintos sujetos permanecen, con todo, diferentes; pero no tiene en cuenta que el acto unitario no tiene como sujeto a la pluralidad de los individuos, sino a la unidad más elevada que se constituye a partir de ellos.. Podemos considerar todavía esta otra posibilidad: acaso nos alegramos del mismo acontecimiento, pero todavía no es totalmente la misma alegría la que nos invade, quizá lo satisfactorio se le ha abierto más ricamente al otro; empatizando aprehendo esta diferencia, empatizando llego a los «lados» de lo satisfactorio que permanecen cerrados a mi propia alegría, y entonces se inflama de ello mi alegría, y sólo entonces adviene una coincidencia completa con la alegría empatizada.

Lo mismo puede ocurrir a los demás, y así enriquecemos empáticamente nuestro sentir, y «nosotros» sentimos ahora otra alegría que «yo» y «tú» y «él» aislados. Pero «yo» y «tú» y «él» permanecen conservados en el «nosotros», ningún «yo», sino un «nosotros», es el sujeto del sentir a una. Y no experimentamos acerca de los demás mediante el sentir a una, sino mediante el empatizar; por empatía devienen posibles sentir a una y enriquecimiento del propio vivenciar.


f) Reiterabilidad de la empatía – simpatía reflexiva

Todavía quisiera poner de relieve un rasgo de la descripción lippseana, lo que él designa como «simpatía reflexiva» y yo quiero llamar reiterabilidad de la empatía; dicho más exactamente, un caso especial de la reiterabilidad. La empatía comparte esta propiedad con muchos tipos de actos: no hay sólo una reflexión, sino también una reflexión sobre la reflexión, y así sucesivamente como posibilidad ideal in infinitum; lo mismo un querer del querer, un agradar del agradar, etc. Asimismo son reiterables todas las presentificaciones: puedo acordarme de un recuerdo, esperar una espera, fantasear algo fantástico. Y así puedo también empatizar empatías, es decir, entre los actos de otro que aprehendo empáticamente puede haber también actos de empatía en los que el otro aprehende actos de otro.

Este «otro» puede ser un tercero o yo mismo. En el segundo caso tenemos «simpatía reflexiva», mi vivencia originaria vuelve a mí como empatizada. No es preciso que aquí nos ocupe qué relevancia corresponde a este fenómeno en la relación mutua de los individuos. Aquí sólo se trata de la esencia general de la empatía, no de su efecto.


4. El litigio entre parecer de representación y parecer de actualidad

Quizá desde nuestra descripción de los actos de empatía se deja entrever un acceso a la muy discutida cuestión de si a la empatía conviene carácter de representación o de actualidad. Ya Geiger acentúa que esta no es en modo alguno una cuestión clara, sino que aquí se han de distinguir diversos puntos11Das Wesen und die Bedeutung der Einfühlung [La esencia y el significado de la empatía], pp. 33 ss.: 1º. ¿son las vivencias empatizadas originarias o no? 2º. ¿Están las vivencias ajenas dadas objetualmente -como estando frente a mí- o a la manera de la vivencia? 3º. ¿Están dadas evidentemente o no evidentemente (y si evidentemente, según el carácter de la percepción o de la presentificación)?

La primera pregunta la podemos responder negativamente sin dificultad después de las discusiones precedentes.

La segunda pregunta, por otra parte, no puede ser respondida con simplicidad según nuestra interpretación de la empatía. Justamente hay en la esencia de estos actos aquella duplicidad: vivenciar propio en el que se manifiesta otro vivenciar. Y son posibles aquellos diferentes grados de cumplimiento: dirección a la vivencia ajena y sentirse guiado por la vivencia ajena, resolverse en explicitación empatizante lo antes mentado vagamente. En el segundo caso no se puede hablar de objetualidad en sentido preciso, aunque la vivencia ajena «existe» desde luego para mí.

La tercera pregunta requiere sin duda un análisis algo más detallado. Ya habíamos visto lo que diferencia a la empatía de la percepción y lo que comparte con ella. La percepción tiene su objeto ante sí en un darse inmediato, la empatía no; pero ambas tienen su objeto mismo presente, lo encuentran directamente en el lugar donde está puesto, donde está anclado en el contexto del ser, sin tener que aproximarse a través de un representante. Este «encontrar» del sujeto conviene también al mero saber; pero el saber se agota en este encontrar, no es nada más. Él alcanza su objeto, pero no lo «tiene», se yergue ante él, pero no lo ve; el saber es ciego y vacío, y no es nada que repose en sí, sino que se retrotrae siempre hacia algún acto que experimenta, que ve. Y la experiencia a la que remite el saber sobre el vivenciar ajeno se llama empatía. Yo sé de la tristeza de otro, esto es, o bien he aprehendido empáticamente esta tristeza pero ya no permanezco en este acto «intuyente», sino que ahora me contento con el saber vacío, o bien sé de esta tristeza a causa de una comunicación. En este caso, ella no me es dada evidentemente, pero sí al que me la comunica -si es éste mismo el que está triste, la tristeza le es dada originariamente en la reflexión; si es un tercero, la aprehende en modo no originario en la empatía- y de esta su experiencia tengo igualmente experiencia, es decir, la aprehendo empáticamente. Quizá no se requiere en este lugar un análisis más detallado de la relación entre «empatía» y «saber sobre el vivenciar ajeno», es suficiente si ambos están delimitados entre sí.

El resultado de nuestra discusión es que la controversia suscitada estaba mal planteada, y por ello no podía ser correcta ninguna respuesta que se proponía sobre su base. Witasek, por ejemplo, que asume de manera especialmente enérgica el parecer de la representación12Zur psychologischen Analyse der asthetischen Anschauung [Sobre el análisis psicológico de la intuición estética]., deja completamente fuera de consideración las diferencias acentuadas por nosotros y da por mostrado, a la vez que con el carácter de presentificación, el carácter de objeto de la empatía. Un ulterior equívoco a propósito de la representación ( = vivencia intelectual en oposición a emocional) le permite llegar a la absurda consecuencia de negar a los sentimientos empatizados el carácter emocional. Este resultado, efectivamente, es fundamentado aún mediante una argumentación especial: en la empatía no se trata de sentimientos porque falta el «supuesto del sentimiento» (el «algo» al que ella podría referirse). El supuesto del sentimiento del sujeto que tiene los sentimientos sólo vendría a la consideración del sujeto de la empatía si se tratara de un transferirse dentro de aquél. Que no se puede tratar de eso se muestra no por un análisis de la vivencia de la empatía, sino por una consideración lógica de las posibilidades de interpretación que se ponen en juego para el caso del transferirse dentro de otro: podría darse o bien el juicio o bien la suposición de que el sujeto empatizante es idéntico al sujeto considerado, o finalmente la ficción de que él se encuentra en su lugar. Todo esto no se acusa en la empatía estética, ergo ella no es un transferirse dentro de otro.

Lamentablemente, la sola disyunción no es completa, y lamentablemente falta justo la posibilidad que es adecuada al caso presente: transferirse a otro significa coejecutar su vivenciar como hemos descrito. La afirmación de Witasek, que la empatía es una representación evidente del vivenciar en cuestión, es sólo justa para el estadio en el que las vivencias empatizadas están objetivadas, no para el estadio de la explicitación plenaria. Y de nuevo para este caso no podemos responder a la pregunta «rnvidente según la percepción o la representación (esto es, no-originario)?», porque la empatía, como mostrábamos, no es en sentido usual ninguna de las dos cosas. Precisamente ella rehusa el dejarse clasificar en uno de los casilleros existentes de la psicología y requiere ser estudiada en su esencia propia.


5. Confrontación con las teorías genéticas sobre la aprehensión de la conciencia ajena

Del problema de la conciencia ajena ya se ha ocupado a menudo, como vimos, la investigación filosófica. Pero su pregunta, cómo experimentamos conciencia ajena, ha tomado siempre esta orientación: ¿cómo se realiza en un individuo psicofísico la experiencia de otros individuos semejantes? Así surgieron las teorías de la imitación, de la inferencia por analogía, de la empatía asociativa.


a) Sobre la relación entre fenomenología y psicología

Podría no ser superfluo dejar clara la relación de investigaciones tan especializadas con las nuestras. Nuestra posición era: existe el fenómeno «vivenciar ajeno» y correlativamente «experiencia del vivenciar ajeno». Si de hecho hay un tal vivenciar ajeno, si esta experiencia es experiencia válida, eso puede quedar planteado ahí por ahora. En el fenómeno tenemos algo indudable en lo que debe· estar últimamente anclado todo conocimiento y certeza, tenemos el verdadero objeto de la πρώτη φιλοσοφία

Aprehender el fenómeno en su esencia pura, desligado de todas las contingencias del aparecer, es por tanto la primera tarea que en esta, como en otras áreas, ha de solventarse. ¿Qué es el vivenciar ajeno con arreglo a su darse? ¿Qué aspecto presenta la experiencia del vivenciar ajeno? Debo saber esto antes de que pueda preguntar cómo se realiza esta experiencia. Que esta primera cuestión no puede ser respondida en principio por una investigación causal genético-psicológica13Por investigación genético-psicológica no entendemos aquí una investigación de los grados de desarrollo del individuo psíquico. La descripción de los estadios del desarrollo psíquico (de los tipos del niño, del adolescente, etc.) la incluimos más bien en la psicología descriptiva. Psicología genética es para nosotros idéntica a psicología explicativa causal. Sobre su orientación por el concepto causal exacto de la ciencia natural. En nuestro caso hay que distinguir entre las dos preguntas: 1ª ¿cuál es el mecanismo psicológico que entra en funcionamiento en la vivencia de la empatía? 2ª ¿cómo ha adquirido el individuo este mecanismo en el curso de su desarrollo? En las teorías genéticas existentes no siempre están rigurosamente distinguidas las dos. es comprensible de por sí, pues ésta ya presupone el ser cuyo devenir intenta fundamentar, tanto su esencia cuanto su existencia, su «qué» cuanto su «que». A ella se tiene que anteponer, pues, no sólo la investigación de lo que es experiencia del vivenciar ajeno, sino también la legitimación de esta experiencia; y si la investigación causal genético-psicológica supone que puede hacer ambas, esto hay que rechazarlo como una pretensión enteramente infundada. Con ello no es denegado en modo alguno su derecho a existir, en cuanto que su cometido está ya completamente determinado y claramente formulado: ella tiene que investigar de qué manera nace en un individuo psicofísico real el conocimiento de otro individuo semejante. Si así se resalta estrictamente la diferenciación de las tareas que han de realizar la fenomenología y la psicología genética, no está aún proclamada en modo alguno la completa independencia mutua de ambas. Cabalmente hemos visto en la consideración del método fenomenológico que no es supuesta en absoluto ninguna ciencia ni ninguna ciencia de hechos en particular, por tanto tampoco está ligado a ningún resultado de la psicología genética. Por otra parte, no se le ocurre injerir en los derechos de la psicología, no se adjudica ninguna declaración sobre la procedencia del proceso que ella investiga. Sin embargo, la psicología está absolutamente ligada a los resultados de la fenomenología. La fenomenología ha de investigar lo que es la empatía según su esencia. Esta esencia general de la empatía debe permanecer preservada dondequiera se realice. El proceso de esta realización lo investiga la psicología genética; ella presupone el fenómeno de la empatía y debe reconducir a él cuando su tarea está resuelta. Una teoría genética que al final del proceso de nacimiento explicado por ella encuentra algo diferente de eso cuyo origen quería fundamentar está sentenciada. Así, en los resultados de la investigación fenomenológica tenemos un criterio para la aptitud de las teorías genéticas.


b) La teoría de la imitación

Vamos, pues, a pasar a examinar ahora de la mano de nuestros resultados las teorías genéticas existentes.

La teoría con la que Lipps intenta explicar la experiencia de la vida psíquica ajena (en sus escritos aparece, sin embargo, como parte de la descripción) es la doctrina ya conocida por nosotros de la imitación. Un gesto visto despierta en mí el impulso de imitarlo; yo lo hago, si no exteriormente, por lo menos «interiormente»; entonces tengo además el impulso de exteriorizar todas mis vivencias, y vivencia y expresión están tan estrechamente ligadas entre sí que la aparición de una arrastra también a la otra detrás. Así que con aquel gesto es participada la vivencia a él correspondiente, pero en tanto que es vivenciada «en» el gesto ajeno me aparece no como mía, sino como la del otro.

No queremos tratar todas las objeciones que se pueden suscitar contra esta teoría y que, con razón o sin ella, ya han sido suscitadas14Scheler se ocupa de la crítica a la teoría de la imitación (Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], pp. 6 ss.); objeta contra ella: 1º. la imitación supone un aprehender la experiencia como expresión, por tanto lo que precisamente quiere ella explicar; 2º. también entendemos fenómenos de expresión que no podemos imitar, vg. movimientos de expresión animal; 3º.aprehendemos la inadecuación de una expresión, lo que sería imposible si el aprehender sólo se realizara mediante imitación de la expresión; 4º. también entendemos vivencias que no conocemos por propia experiencia anterior (vg., miedo mortal), lo que sería imposible si la comprensión consistiese en una reproducción de las vivencias anteriores propias despertada por la imitación. Objeciones todas que serán difíciles de refutar.. Sólo queremos emplear para la crítica lo que nosotros mismos ya hemos alcanzado por nuestro trabajo. Según lo cual debemos decir que aquella teoría distingue el propio vivenciar del ajeno sólo mediante la ligazón con diferentes cuerpos vivos, pero la verdad es que los dos son en sí diferentes. Por el camino indicado no llego al fenómeno de la vivencia ajena, sino a una vivencia propia que el gesto ajeno visto despierta en mí. La distinción entre el fenómeno que hay que explicar y el explicado es suficiente para la refutación de la «explicación».

Para dejar clara esta distinción podemos analizar un caso de la segunda clase. Es un hecho conocido que en nosotros son provocados sentimientos por los «fenómenos de expresión» vistos: si un niño ve llorar a otro, llora con él; si veo a quienes habitan mi casa dar vueltas con semblantes tristes, me pongo descontento también yo. Para desembarazarme de una cuita busco una compañía divertida. En tales casos hablamos de contagio de sentimiento o transmisión de sentimiento. Es evidente que los sentimientos actuales despertados en nosotros no tienen ninguna función cognoscitiva, que en ellos no se nos manifiesta un vivenciar ajeno como en la empatía. Podemos prescindir de si tal transmisión de sentimiento no supone el aprehender el sentimiento ajeno correspondiente, puesto que sólo fenómenos de expresión tienen tal efecto sobre nosotros. Por el contrario, el mismo cambio de cara, cuando es considerado como un tic enfermizo, acaso mueve también a imitación, pero no puede provocar ningún sentimiento en nosotros. Lo seguro es que imbuidos de tales sentimientos «transmitidos», vivimos en ellos y aun con todo en nosotros, y quedamos privados de la inmersión en el vivenciar ajeno o de la dirección a él, de la actitud característica de la empatía15Ver un análisis detallado del contagio de sentimiento en Scheler (Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], pp. 11 ss.). Con respecto a nosotros sólo es discrepante la opinión de que ningún saber sobre el vivenciar ajeno es supuesto en el contagio de sentimiento.. Si no hubiéramos aprehendido el vivenciar ajeno de otra manera no podríamos traerlo en absoluto como dado para nosotros. Como mucho podríamos colegir su existencia a partir de la existencia del sentimiento en nosotros, para lo que necesitamos una explicación a causa de su ausencia de motivo. Pero con ello lograríamos sólo un saber, no un «darse» de la vivencia ajena como en la empatía. También es posible que aquella transmisión misma sea vivenciada: siento cómo el sentimiento, que tengo ante mí como sentimiento ante todo ajeno, me inunda (éste será el caso, por ejemplo, cuando busco compañía alegre para animarme); también aquí se muestra claramente la distinción entre el aprehender y el hacerse cargo de un sentimiento. Por lo demás, la transmisión de sentimiento se diferencia en todos los casos no sólo del empatizar, sino también del cosentir y del sentir a una, que se constituyen sobre el sumergirse empático en el vivenciar ajeno16Habría que investigar cuál de los dos o hasta qué punto los dos existen donde se trata de «sugestión de masas»..

De lo dicho debería quedar suficientemente claro que la teoría de la imitación como explicación genética de la empatía es desechable.


c) La teoría de la asociación

Como competidora de la teoría de la imitación se presenta la de la asociación: la imagen óptica del gesto ajeno reproduce la imagen óptica del gesto propio, ésta lo cinestésico, y esto de nuevo el sentímiento al que antes estuvo trabado. Que ahora este sentimiento no es vivenciado como propio sino como ajeno se debe a que: 1º. está ante nosotros como objeto; 2º. no está motivado por vivencias propias precedentes; y 3º. no encuentra su expresión en un gesto.

También aquí queremos plantear de nuevo la pregunta: ¿está al final del proceso de desarrollo el fenómeno de la empatía? Y la respuesta suena de nuevo: no. Por el camino indicado arribamos a un sentimiento propio y se nos dan razones auxiliares por las que no debemos contemplarlo como propio sino como ajeno (en este lugar podemos renunciar a la refutación de estas razones). Por estas razones podríamos sacar entonces la conclusión de que ésta es la vivencia de otro. Sin embargo, al empatizar no sacamos ninguna conclusión, sino que tenemos dada la vivencia como ajena en el carácter de la experiencia. Para evidenciar el contraste hagámonos presente un caso que, según la teoría de la asociación, debería ser típico de la aprehensión de la vida psíquica ajena. Yo veo a alguien dar patadas con el pie, se me ocurre que yo mismo daba patadas con el pie una vez, al mismo tiempo se me representa la rabia que entonces me imbuía y me digo: así de rabioso está el otro ahora. Entonces no me es dada la rabia del otro a mí mismo, sino que colijo su existencia e intento aproximarla a mí mediante un representante evidente: la rabia propia17Scheler destaca que a diferencia del comprender los sentimientos de otro (nuestra empatía), que puede ser fundamento del compadecer, permanecer en vivencias propias reproducidas impide el surgir de un auténtico compadecer (Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], pp. 24 s.).. La empatía, por el contrario, como acto experiencia! pone inmediatamente al ser y alcanza su objeto directamente, sin representantes. Tampoco la teoría de la asociación da, pues, la génesis de la empatía.

Sé que bajo el tipo de explicación asociativa recién tratado (como la representa Prandtl) no se darán por aludidos todos los psicólogos de la asociación. La asociación -como dice, vg., Paul Stern- no es meramente la trabazón de representaciones singulares en virtud de la cual la una reproduce a la otra, sino la unidad de un entramado de experiencia por la que éste se nos aparece siempre ante los ojos como totalidad. Un entramado de experiencia tal es también lo exterior y lo interior de un individuo. Pero entonces se suscitan más cuestiones. La asociación tiene que significar, desde luego, algo más que la unidad descriptiva del entramado de experiencia, debe explicar cómo se llega a esta unidad; por tanto, que lo que está dado en la conciencia se traba en un todo que como tal es reproducido. ¿Pero qué distingue, por ejemplo, a la unidad de los objetos de mi campo visual (que por supuesto puede aparecer de nuevo ante mí como totalidad) de la unidad de un objeto? Desde luego que aquí no podría darse todo por hecho con la sola palabra «asociación». Más aún, para que un semejante entramado de experiencia pueda originarse, sus partes deben estar dadas juntas alguna vez. ¿Mas cuándo tengo como dados juntos lo interior y lo exterior de un hombre? Tales casos ocurren de hecho. Veo en un hombre una expresión inicialmente incomprensible para mí, vg., que coloca la mano ante los ojos. Al preguntar me entero de que en ese momento ha reflexionado intensamente sobre algo. Este reflexionar que empatizando me presentifico adviene ahora en una «conexión asociativa» con la postura percibida, y cuando noto otra vez aquella postura la veo entonces como postura «reflexiva». En este caso de la repetición, pues, la empatía se funda de hecho en la asociación; pero esta misma asociación sólo podía realizarse con la ayuda de un acto de empatía, por tanto no basta como principio de explicación para la empatía18Hay una exageración en dirección contrapuesta cuando Biese afirma: «las asociaciones se basan en nuestra capacidad y necesidad de referirlo todo a nosotros los hombres…, de adaptarnos en cuerpo y alma a los objetos» (Das Assoziationsprinzip und der Anthropomorphismus in der Asthetik [El principio de asociación y el antropomorfismo en la estética])..

Además, la asociación siempre puede transmitir sólo el saber que así aparece él cuando reflexiona; pero no la comprensión de esta postura como expresión de un estado de ánimo interno como sucede con la que obtengo al transferirme dentro de otro empatizando: él reflexiona, está entregado a un problema y quiere proteger el curso de su pensamiento de distracciones molestas, por eso cubre sus ojos y se aisla del mundo exterior19Sobre la comprensión de los fenómenos de expresión cf. en la próxima Parte III, § 7, 1 [§ 5, l. N. del T.]..

De esta teoría de la asociación debemos distinguir la teoría de la fusión como la encontramos en Volkelt. El contenido sentido no está allí trabado con la visión, sino fusionado con ella. Claro que esto no es entonces una explicación genética, sino sólo una descripción de la vivencia empática. Volveremos sobre este fenómeno en un lugar posterior y entonces veremos que a partir de aquí resulta una clarificación de la génesis de ciertas vivencias empáticas20Cf. Parte III, p. 65 [p. 77].. De esta clarificación a una «explicación exacta», como quiere darla la teoría de la asociación, hay todavía un camino más largo y aún la pregunta de si en general algún camino conduce hacia allí. Esta cuestión podrá decidirse cuando el antiguo concepto de asociación, muy discutido y todavía tan controvertido, haya conocido una clarificación suficiente. Así que damos razón a Volkelt cuando, contra Siebeck, sostiene el parecer de que la unidad de un contenido sensible con uno anímico no se deja explicar por mera asociación21Symbolbegriff … (Concepto de símbolo…], pp. 76 ss.. Por otro lado, se debe coincidir con Siebeck cuando echa de menos en Volkelt una explicación genética satisfactoria de la empatía22Die dsthetische Illusion und ihre psychologische Begründung [La ilusión estética y su fundamentación psicológica], pp. 10 ss..


d) La teoría de la inferencia por analogía

La doctrina casi en general reconocida sobre el nacimiento de la experiencia de la vida anímica ajena era, antes de su impugnación por Lipps, la teoría de la inferencia por analogía. El punto de vista de esta teoría (como es representado, vg., por J. St. Mill) es como sigue. Hay una evidencia de la percepción externa y una evidencia de la interna, y sólo podemos exceder el dominio de los hechos que estas dos nos suministran mediante inferencias. Aplicado al caso presente: conozco el cuerpo físico ajeno y sus modificaciones, conozco el cuerpo físico propio y sus modificaciones, y en el segundo caso sé que ellas son condiciones y consecuencias de mis vivencias (igualmente dadas). Entonces, puesto que en un caso la secuencia de las apariencias corpóreas sólo es posible a través de un elemento intermedio -la vivencia-, también allí donde sólo me están dadas las apariencias corpóreas supongo la presencia de semejante elemento intermedio.

Aquí también dejamos atrás todas las objeciones importunantes y planteamos sólo nuestra vieja pregunta. Y si en las otras teorías pudimos probar que no conducen al fenómeno «experiencia de la conciencia ajena», aquí vemos el hecho todavía más notable de que este fenómeno es simplemente ignorado. Según esta teoría (naturalmente, no opino que sus representantes hayan creído esto de hecho), en torno nuestro no vemos otra cosa que cuerpos físicos sin alma y sin vida.

Después de los argumentos anteriores no hace falta ninguna palabra más para refutar la doctrina de la inferencia por analogía como teoría genética23Entre las objeciones que se han suscitado contra la teoría de la inferencia por analogía está, vg., que guarda completo silencio acerca de en qué debe consistir la analogía entre el cuerpo propio y el ajeno sobre la que se funda la inferencia. Un intento serio de determinar esto sólo lo encuentro en Zur Seelenfrage [Sobre la cuestión del alma] de Fechner, pp. 49 s. y 63.. Sin embargo, quisiera permanecer todavía un poco en ella para sacarle la mala fama de perfecta absurdidad a ella adherida cuando se la contempla sólo por un lado. En cierto modo no se puede negar que en el conocimiento del vivenciar ajeno hay algo como inferencias por analogía. Es muy posible que una expresión de otro me recuerde a una propia y que yo le atribuya en el otro el mismo significado que acostumbra a tener en mí. Sólo que entonces se supone la aprehensión del otro como de otro yo, la de la expresión corporal como expresión de lo anímico. La inferencia por analogía se establece en lugar de la empatía quizá fallida y no produce experiencia, sino un conocimiento más o menos verosímil de la vivencia ajena24Sobre el sentido legítimo del discurso sobre el analogizar vid. Parte III, p. 66. [p. 78]..

Además, la intención de la teoría no es propiamente dar una explicación genética -aunque también ella se presente como tal y por eso debía ser citada aquí-, sino mostrar nuestro saber sobre la conciencia ajena como válido. Quiere indicar la forma en la que es «posible» un saber de la conciencia ajena. Sin embargo, el valor de semejante forma vacía que no está guiada en cuanto tal por la esencia del conocimiento es más que dudoso. No vamos a tratar aquí la cuestión ulterior de hasta qué punto la inferencia por analogía sería precisamente adecuada para semejante fundamentación.

El resultado de nuestro excursus crítico es, en definitiva, que ninguna de las teorías genéticas existentes es capaz de explicar la empatía. Y adivinamos bien de dónde viene esto: antes de que se quiera describir algo según su origen se debe saber lo que ello es.


§ 6. Confrontación con la teoría de Scheler sobre la aprehensión de la conciencia ajena

Todavía tenemos que medir la empatía con una teoría de la conciencia ajena que se aparta significativamente de todas las reseñadas hasta ahora.

Según Scheler25Ver especialmente el Apéndice de los Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía]., el yo ajeno con su vivenciar es percibido igual que el propio. (No necesitamos entrar aquí en su polémica contra la teoría de la empatía, dado que no se dirige contra lo que nosotros llamamos empatía.) En el origen hay una «corriente indiferenciada del vivenciar» desde la que, sólo poco a poco, cristalizan hacia fuera las vivencias «propias» y «ajenas». Como ejemplo de esto se aduce que podemos vivenciar un pensamiento como propio o como ajeno, pero incluso también como ninguna de las dos cosas; además, que originalmente no nos encontramos aislados, sino metidos en un mundo de vivenciar psíquico; que, ante todo, vivenciamos mucho menos nuestras propias vivencias que las de nuestro alrededor; en fin, que sólo percibimos de nuestras propias vivencias lo que se mueve sobre rieles prediseñados, para lo cual ya hay específicamente una expresión corriente26Cf. Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], p. 124 ss., Ido/e [Ídolos], p. 31..

Esta teoría audaz, que se enfrenta a todas las opiniones hasta ahora, tiene algo sumamente seductor. Aun así, hace falta un examen exacto de todos los conceptos aquí empleados para alcanzar alguna claridad. Preguntamos, pues, ante todo: ¿qué es percepción interna? Scheler responde a esto: percepción interna no es autopercepción (podemos percibirnos a nosotros mismos -esto es, a nuestro cuerpo vivo- también externamente), sino que es distinta de la percepción externa como dirección del acto; es el tipo de actos en los que viene a dársenas lo anímico. La distinción de estos dos tipos de percepción no pretende ser según la definición que se apoya sobre la diferencia de los objetos dados en ambas sino, al contrario, la diferencia entre lo físico y lo psíquico debería ser sólo comprensible mediante los modos, en principio diferentes, como vienen a darse27Ido/e [Ídolos], p. 52. Sin embargo, la crítica de Scheler a los intentos anteriores de deslindar mutuamente lo psíquico y lo físico mediante caracteres distintivos28Ido/e [Ídolos], pp. 42 ss. no me parece demostrar que se trate sólo de una distinción esencial del darse y no de una separación de objetos de diverso modo de ser a los que corresponde, por legítima esencia, un modo diferente del darse. En este sentido podríamos tomar «percepción interna» como un título para actos intuitivos clasificados de determinada manera (de inmediato nos ocupará lo que con más detalle ha de entenderse por eso), sin entrar por ello en conflicto con nuestra doctrina de la empatía. Dentro de aquel género de «percepción interna» se podrían diferenciar los actos en los que vendrían a darse, sea el vivenciar ajeno, sea el propio.

Pero con ello todavía no hemos alcanzado suficiente claridad. ¿Qué significan aquel «propio» y «ajeno» en el contexto en que Scheler los utiliza? Si se toma en serio su discurso de la corriente indiferenciada de vivencias no es posible entender cómo se debe llegar a una diferenciación dentro de ella. Pero aquella misma corriente de vivencias es una idea absolutamente irrealizable, pues cada vivencia es esencialmente vivencia de un yo, y fenomenalmente tampoco es separable en absoluto de él. Sólo porque Scheler no conoce ningún yo puro y por «yo» siempre entiende «individuo anímico» puede hablar de un vivenciar que está antes de la constitución de los yoes. Naturalmente que no consigue mostrar semejante vivenciar sin yo. Todos los casos que aduce suponen tanto el yo propio cuanto el ajeno, y de ninguna manera sirven como justificante de su teoría. Entonces sólo tienen buen sentido si se abandona la esfera fenomenal. «Propio» y «ajeno» significan entonces perteneciente a distintos individuos, es decir, a diferentes sujetos anímicos sustanciales cualitativamente formados. Estos individuos y sus vivencias deben ser accesibles de la misma manera a la percepción interna. Que yo no siento mis sentimientos, sino los ajenos, quiere decir según eso que los sentimientos están infundidos desde el individuo ajeno en mi individuo. Me encuentro originalmente circundado por un mundo de aconteceres anímicos, es decir, así como encuentro mi cuerpo vivo engarzado al mundo de mi experiencia externa sobre el trasfondo del mundo espacial extendido infinitamente por todas partes, así se encuentra mi individuo anímico engarzado al mundo de la experiencia interna, un mundo infinito de individuos anímicos y vida anímica. Todo lo cual es ciertamente indiscutible.

Pero aquí nos encontramos sobre un terreno completamente distinto al de nuestras consideraciones. Hemos excluido del campo de nuestras investigaciones todo este mundo de percepción interna, nuestro individuo y todos los demás, así como el mundo externo; ellos no pertenecen a la esfera del dato absoluto, de la conciencia pura, sino que son trascendentes a ella. Pero en aquella esfera tiene el «yo» otro significado, no es otra cosa que el sujeto del vivenciar viviente en el vivenciar. Así entendido, se torna carente de sentido la cuestión de si una vivencia es «mía» o de otro. Lo que yo siento -lo que siento originariamente- lo siento precisamente yo, es indiferente qué papel desempeña este sentimiento en el conjunto de mi vivenciar individual y cómo está originado (vg., si por contagio de sentimiento o no)29Cf. Ido/e [Ídolos], p. 153.. Estas vivencias propias -las vivencias puras del yo puro- me son dadas en la reflexión, en la retroversión en la que el yo, apartándose del objeto, atiende a la vivencia de ese objeto. ¿Qué diferencia entonces la reflexión de la percepción interna, dicho más exactamente, de la autopercepción interna? La reflexión es siempre versión actual a un vivenciar actual, mientras que la percepción interna misma puede ser inactual y, en principio, abarca también el séquito de inactualidades que sólo juntas con aquél constituyen mi vivenciar presente. Hay además un mirar hacia mis vivencias en las que ya no las considero como tales, sino como manifestaciones de algo trascendente, de mi individuo y de sus propiedades: en mis recuerdos se me manifiesta mi memoria, en mis actos de percepción externa la agudeza de mis sentidos (naturalmente no entendidos aquí como órganos sensoriales), en mi querer y obrar mis energías, etc. Y en estas propiedades se me manifiesta mi individuo hecho así. A este mirar podemos designarlo como autopercepción interna.

Tenemos puntos de referencia seguros para afirmar que la «percepción interna» de Scheler es la apercepción de «uno mismo» en el sentido del individuo y sus vivencias en el entramado del vivenciar individual. Él cuenta entre los objetos de la percepción interna complejos de vivencias que vienen a darse en un acto intuitivo unitario, vg., «mi in fancia»30Ressentiment [Resentimiento], pp. 42 s. (Yo no hablaría aquí, sin embargo, de percepción, sino de uno de aquellos «abrégés de recuerdo» a los que aludimos antes y cuyo análisis debe quedar reservado a una fenomenología de la conciencia presentificante.) Ello significa, además, que en la percepción interna nos está dada la «totalidad de nuestro yo», así como en el acto de la percepción externa el todo de la naturaleza y no cualidades sensibles singulares31Ido/e [Ídolos], pp. 63, 118 ss.. No podría estar más claramente caracterizada como apercepción de algo trascendente, aun cuando se acentúa la diferencia entre la unidad de lo diverso en la percepción interna y en la externa (en el «fuera» y en el «dentro »)32Ido/e [Ídolos], pp. 114 s.. Ese yo es fundamentalmente diferente del yo puro, sujeto del vivenciar actual; las unidades que se constituyen en percepción interna son diferentes de la unidad de una realización de vivencia, y la percepción interna que nos da aquellos complejos de vivencias, diferente de la reflexión en la que aprehendemos el ser absoluto de un vivenciar actual.

Scheler mismo establece una diferencia entre reflexión y percepción interna33Ido/e [Ídolos], pp. 45 ss., Philos. d. Lebens [Filosof. de la vida], pp. 173 y 215. Llevaría demasiado lejos si quisieramos debatir aquí su concepto de acto que no se corresponde, al parecer, con el concepto de acto de Husserl., a la que niega una aprehensión de actos a diferencia de la reflexión. Tanto más notable es que se le escapa la diferencia entre su concepto de «percepción interna» y el de Husserl, y que polemiza contra la preferencia que Husserl adjudica a su percepción interna frente a la externa34Idole [Ídolos], pp. 71 s (nota a pie).. Precisamente la posibilidad de interpretaciones múltiples ha motivado a Husserl a cambiar el término «percepción interna» por la expresión «reflexión»35Sobre la esencia de la reflexión vid. especialmente Ideen [Ideas], pp. 72 ss. para la designación del darse absoluto del vivenciar. A la percepción interna en el sentido de Scheler tampoco le concede ninguna ventaja de evidencia frente a la externa.

La distinción entre reflexión y percepción interna también se muestra del todo nítida cuando consideramos los engaños de la percepción interna que pone de relieve la «doctrina de los ídolos» de Scheler. Cuando me engaño en mis sentimientos por otra persona, esto no puede significar que reflexionando aprehenda un acto de amor que en verdad no existe. No hay semejante «engaño de la reflexión». Tan pronto capto un impulso actual de amor en la reflexión tengo un absoluto que no se deja interpretar de ninguna manera. Es posible que yo me engañe con el objeto de mi amor, es decir, que la persona como yo creía aprehenderla en aquel acto es en verdad distinta y que amé a un fantasma. Desde luego que entonces el amor ha sido auténtico. También es posible que el amor no dure como se esperaba, sino que se acabe muy pronto. Tampoco hay aquí ningún fundamento para decir que no era auténtico mientras duró.

Pero Scheler no tiene ante la vista tales engaños. El primer tipo de «ídolos» que cita es la dirección del engaño de que viviendo nosotros en los sentimientos de nuestro alrededor los tomamos por propios, pero sin mostrarnos en absoluto con claridad los sentimientos propios, y que tomamos por sentimientos propios los «leídos», como sucede cuando una joven muchacha, por ejemplo, cree sentir el amor de Julieta36Idole [Ídolos], pp. 112 s.. Desde luego que aquí todavía me parecen necesarias distinciones y análisis más detenidos. Si yo he hecho míos el odio y desprecio de mi alrededor contra los pertenecientes a una determinada raza o partido, por ejemplo, si he crecido como vástago de una familia conservadora en contra de los judíos y socialdemócratas, o entre ideas liberales en contra de los «señoritos»37La palabra «señorito», en su acepción andaluza, es decir, como aristócrata latifundista, nos parece la traducción más aproximada de Junker, precipitado de junger Herr (joven señor), que termina designando al noble que posee una gran hacienda, especialmente en los territorios al este del Elba. [N. del T.], entonces éste es un odio genuino y sincero, sólo que se edifica sobre una «valoración» empatizada en vez de sobre una originaria, y quizá es elevado por contagio de sentimiento a un grado que no está en relación justa con el desvalor sentido. No me engaño, pues, cuando capto mi odio. Los engaños que aquí puede haber son, por una parte, un engaño de valor (en tanto creo captar un desvalor que no existe en absoluto), por otra parte un engaño acerca de mi persona cuando me imagino nutrir aquellos sentimientos sobre el fundamento de la convicción propia y tomo por «capacidad de opinión» mi parcialidad en prejuicios transmitidos. En el segundo caso tengo realmente un engaño de la percepción interna, pero ciertamente que ningún engaño de reflexión38También tengo por inexacto el caracterizar como engaño de percepción -como Scheler hace en parte- a la falsa valoración de mis vivencias y de mí mismo que se puede construir sobre este engaño.. No puedo tener ninguna claridad refleja en caso de que falte la valoración originaria fundante, porque no puedo reflexionar sobre un acto no existente. Pero si realizo un acto tal y lo traigo a dato para mí, entonces logro claridad y con ello la posibilidad de desenmascarar el engaño anterior por comparación con este caso. No otra cosa sucede con los sentimientos «leídos». Cuando el bachiller enamorado cree sentir en sí la pasión de Romeo no es que esto signifique que cree tener un sentimiento más fuerte del que de hecho está presente, sino que siente realmente con pasión porque, mediante el ascua tomada en préstamo, ha elevado su chispita a llama que sin duda se extingue tan pronto como cesa aquel efecto. También aquí consiste la «inautenticidad» en la carencia de una valoración fundante originaria y en la desproporción de ahí resultante entre el sentimiento por una parte, su sujeto y su objeto por otra. Y el engaño del adolescente consiste en eso, en que él se adscribe la pasionalidad de Romeo, no en que crea tener un sentimiento fuerte.

Tratemos ahora la otra dirección del engaño en virtud de la cual los sentimientos realmente existentes no llegan a dársenas. Si no percibo un sentimiento fácticamente existente porque se mueve fuera de los cauces tradicionales, no veo cómo se puede hablar aquí de engaño. El dirigirse a las propias vivencias es una actitud extraña a la orientación natural. Se precisan circunstancias especiales para conducir a ello la atención, y cuando no hago caso de un sentimiento porque nadie me ha llamado la atención sobre que hay «algo así», esto es del todo natural y no puede designárselo engaño, como tampoco el no oír un ruido a mi alrededor o el no ver un objeto en mi campo visual39Con todo, aquí hay todavía diferencias. El sentimiento percibido inactualmente es desde luego, en contraste con el no percibido, ya percibido, ya objeto. En cambio, el sentimiento tiene la ventaja de que, aun cuando no es percibido, cuando no es aprehendido, es desde luego consciente en cierto modo, de que se «descubre» a su manera. Este modo especial de existir los sentimientos lo ha analizado agudamente Geiger en Bewufstsein von Gefühlen [Conciencia de sentimientos], pp. 152 ss.. De ninguna manera se puede hablar de un engaño de la reflexión, pues «reflexión» es el aprehender una vivencia, y es hasta trivial que no se me escapa una vivencia que aprehendo. De otro modo se da el caso cuando no se me escapa la vivencia en cuestión, sino que la tengo por imaginada porque no se ajusta con mi entorno. Pero aquí me parece que las cosas están así: que yo no quiero admitirla y quisiera acabar con ella por completo, pero no que la tengo por no-originaria y me engaño realmente.

Cuando nos engañamos sobre los motivos de nuestro obrar40Idole [Ídolos], pp. 137 ss. de nuevo percibimos un motivo que no existe, no reflexionando, sino que o bien no tenemos claro en absoluto ningún motivo del que resulte nuestro obrar según la vivencia, o junto al motivo que está ante nuestros ojos hay todavía otros tantos activos que no podemos traernos claramente a dato porque no son vivencias actuales, sino «vivencias de trasfondo». Para que la mirada reflexiva se pueda dirigir a éstas, cada vivencia debe adoptar la forma del «cogito» específico. Si yo, por ejemplo, creo obrar por puro patriotismo cuando entro en el ejército como voluntario de guerra y no advierto que con ello están en juego ganas de aventura, vanidad o descontento con mi situación presente, entonces aquellos motivos secundarios se sustraen a mi mirada reflexiva precisamente como todavía no o como ya no actuales. Y yo estoy bajo un engaño de percepción interna y de valor si tomo aquella acción tal como se me presenta y la comprendo como manifestación de un carácter noble. El hecho de que en general uno esté inclinado a atribuirse mejores motivos de los que de hecho tiene, y de que no se sea en absoluto consciente de muchas mociones del sentimiento41Idole [Ídolos], pp. 144 ss., se basa en que estas últimas ya son sentidas según el modo de la inactualidad como sin valor y que por eso no se les deja llegar a ser en absoluto actuales; pero con ello no dejan de existir y de actuar. En este contraste de actualidad e inactualidad se basa también el que acontecimientos pasados y futuros puedan ser sentidos como apreciados o sin valor cuando ellos mismos ya no están «presentes» o todavía no lo están42Ido/e [Ídolos], pp. 130 s.. Entonces se constituye una valoración actual sobre un recuerdo o una espera inactuales; apenas se puede sostener que tendríamos aquí una valoración pura sin actos teoréticos fundantes. No hay semejantes vivencias que contradigan la esencia de la vivencia del valor.

También se trata de «vivencias de trasfondo» cuando Scheler dice que la misma vivencia puede ser percibida más y menos exactamente43Ido/e [Ídolos], p. 75.. Una pena que «desaparece completamente de nuestra mirada o sólo está presente como pesar completamente general mientras que reímos y bromeamos» es un vivenciar inactual que persiste en el trasfondo mientras que el yo vive en otras actualidades. Sólo en virtud de los entramados de percepciones en los que entra se puede decir de una vivencia que se «reexpone» como distinta, ya que una vivencia aprehendida en la reflexión -aun dicho tan plásticamente- no tiene «lados».

Finalmente, desde el contraste mostrado entendemos también por qué Scheler establece una diferencia entre vivencias «periféricas», que se relevan una a otra en una sucesión determinada, y «centrales», que están dadas como unidad y en las cuales se manifiesta la unidad del yo. En todos los estratos tenemos un determinado sucederse en el sentido de que una vivencia actual releva a la otra. Pero hay vivencias que desaparecen tan pronto como van disminuyendo (un dolor sensible, un placer sensible, un acto de percepción), y otras que continúan en el modo de la inactualidad: ellas forman aquellas unidades en virtud de las cuales, percibiendo, podemos volver la mirada también al pasado (un amor, un odio, una amistad) y constituyen aquella compleja figura que puede venir a dársenas en un acto de intuición: mi infancia, mi época de estudios, etcétera44También Bergson se guía por esta duración de las vivencias cuando dice que lo pasado permanece conservado, todo lo que vivenciamos continúa en el presente, si bien sólo una parte de ello deviene consciente de hecho (Evolution créatrice [Evolución creadora], p. 5)..

Con esto debería quedar mostrada la diferencia entre la reflexión, en la que nos está dado el vivenciar actual absolutamente, y la percepción interna en general, así como entre las unidades complejas que se constituyen desde ella y el yo individual que se manifiesta en ellas45Sólo para la percepción interna, no para la reflexión, valen aquellos grados del notar sencillo, del notar cualitativo, del observar analítico, que Geiger consigna en el lugar citado.. El parentesco entre percepción interna y empatía lo vemos ya ahora: así como en las vivencias propias percibidas se manifiesta el yo propio, así en las empatizadas se manifiesta el individuo ajeno. Pero también vemos la diferencia: en un caso la presentación de las vivencias constituyentes es originaria, en otro caso no-originaria. Cuando vivencio un sentimiento como de otro, lo tengo dado por un lado como originario, como propio ahora, por otro lado como no­originario = que empatizo como originalmente ajeno. Y precisamente la no-originariedad de las vivencias empatizadas me induce a desestimar el título común de «percepción interna» para la aprehensión de vivencias propias y ajenas46Scheler mismo destaca el carácter de presentificación de las vivencias ajenas aprehendidas (Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], p. 5), pero no se ocupa de ello y ya no vuelve sobre ello en el lugar decisivo (en el Apéndice).. Si se quiere resaltar el carácter común de ambas, entonces se dice mejor «intuición interna». Ésta abarcaría entonces también la presentación no-originaria de las vivencias propias: recuerdo, espera, fantasía. Pero todavía tengo otra razón para protestar contra la inclusión de la empatía en la percepción interna: el paralelismo de ambas sólo subsiste propiamente para el grado de la empatía en el que tengo frente a mí el vivenciar ajeno; para el grado en el que estoy cabe el yo ajeno y hago explícito su vivenciar reviviéndolo, éste aparece más bien como paralelo del vivenciar originario mismo que de su darse en percepción interna.


§ 7. Teoría de Münsterberg sobre la experiencia de la conciencia ajena

Deshojar en Münsterberg el contenido fenomenal de su teoría de la conciencia ajena me parece todavía más difícil que en Scheler. Según él, nuestra experiencia de los sujetos ajenos debe consistir en entender los actos de voluntad ajenos. Su caracterización de estos actos de entender, en los que «el querer ajeno entra en el mío» y no obstante permanece el del otro, concuerda con nuestro análisis; pero no es comprensible por qué debe ser limitada a los actos de voluntad, pues corresponde, como vimos, a todos los tipos de actos de empatía. Sin embargo, Münsterberg toma «actos de voluntad» en un sentido lato: entiende por tales todas las «tomas de posición» en virtud del «requerimiento» que a ellas adhieren los que las aprehenden. Pero ni siquiera tan ampliada podemos aceptar su tesis. Un estado de ánimo empatizado es experiencia de conciencia ajena en el mismo sentido que una toma de posición empatizada, y encierra, como ella, una aprehensión del sujeto ajeno. Lo que distingue a las tomas de posición es que aquel requerimiento que las inhabita contiene una contraposición entre un sujeto y otro que falta en otros casos. Münsterberg cree tener aquí un inmediato descubrir los sujetos ajenos que precede a la constitución de los individuos. Pero para encontrar acceso a este orden de ideas tenemos que haber explorado la constitución del individuo. Y éste debe ser nuestro próximo cometido.

 


III La constitución del individuo psicofísico

Lo que hemos hecho hasta ahora era una descripción de la esencia de los actos de empatía y, en cuanto era posible a partir de esta descripción, una crítica de las teorías históricas sobre la conciencia ajena. La mayor tarea, con diferencia, está todavía ante nosotros: el tratamiento de la empatía como problema de constitución, o sea, la solución de la pregunta sobre cómo se constituyen en la conciencia las objetividades de las que hablan las teorías usuales de la empatía, a saber, individuo psicofísico, personalidad y semejantes. En el marco de una breve investigación no podemos esperar alcanzar completamente, y aun siquiera aproximadamente, la respuesta a esta pregunta. El objetivo de este trabajo quedaría cumplido si lograse mostrar qué caminos se han de seguir para la consecución de aquel fin, y que las investigaciones cursadas hasta ahora no pueden conducir a un resultado satisfactorio porque -prescindiendo de pocos intentos- han pasado de largo ante aquella pregunta fundamental. En Lipps -que desde luego es el que más ha hecho con mucho por nuestro problema- se presenta esto con claridad meridiana. Él está como cautivado por el fenómeno de la expresión de las vivencias y vuelve una y otra vez a ello parta de donde sea. El cúmulo de cuestiones que hay antes del tratamiento de este problema -toda la investigación sobre el portador de estos fenómenos de expresión- lo despacha en dos palabras: en virtud de una «disposición inexplicable de nuestro espíritu» o de un «instinto natural» pensamos en una vida consciente ligada a ciertos cuerpos físicos. Esto no significa otra cosa que la proclamación del milagro, la declaración de bancarrota de la investigación científica. Y si eso no está permitido a ninguna ciencia, menos aún a la filosofía, para la que -en contraste con todas las demás- ya no hay un territorio al que pudiera expulsar las cuestiones irresueltas. Esto significa que debe dar cuenta última, lograr claridad última. Mas si se cumple lo que antes establecimos como pretensión, la constitución de los objetos trascendentes en lo dado inmanentemente, en la conciencia pura, entonces tenemos claridad última y ya no queda pendiente ninguna cuestión. Este es el fin que persigue la fenomenología. Vamos, pues, a acercarnos a la constitución del individuo. Ante todo hace falta aclararse acerca de lo que hay que entender por tal.


1. El yo puro

Hasta ahora hemos hablado siempre del yo puro como del sujeto del vivenciar carente de cualidades e indescriptible de otra manera. Hemos encontrado en los distintos autores -vg., en Lipps- la concepción de que este yo no es un «yo individual», sino que sólo llega a serlo en contraste con el «tú» y el «él». ¿Qué quiere decir esta individualidad? Ante todo, sólo que él es «él mismo» y ningún otro. Esta «mismidad» está vivenciada y es fundamento de todo aquello que es «mío». Naturalmente, se produce relieve frente a otro sólo cuando otro está dado. Por lo pronto, este otro no se distingue cualitativamente de él -puesto que ambos son carentes de cualidad- sino sólo por el hecho de que él es «otro». Y esta alteridad se manifiesta en el modo de darse; él se muestra como un otro respecto a mí en tanto que me está dado de otra manera que «yo»: por eso es un «tú»; pero se vivencia tal como yo me vivencia, y por eso es el «tú» un «otro yo». De esta manera, el yo no experimenta una individualización en tanto que otro le está enfrente, sino que su individualidad o, por decirlo mejor {porque aún debemos reservar la designación «individualidad» para algo distinto), su mismidad, se resalta frente a la alteridad del otro.


2. La corriente de conciencia

Podemos tomar el yo, en un segundo sentido, como la unidad de una corriente de conciencia.

Partíamos del yo como sujeto de una vivencia actual. Pero encontramos esta vivencia, si reflexionamos sobre ella, no como aislada, sino sobre el trasfondo de una corriente de vivencias similares de mayor o menor claridad y distinción en el darse. El yo de esta vivencia no ha estado siempre en ella, sino que ha pasado o ha sido atraído a ella desde otra, y así sucesivamente. Recorriendo estas vivencias hacia atrás llego siempre, en cada paso, a una vivencia en la que una vez ha vivido este yo que vive ahora, si bien ya no puedo aferrar directamente aquella vivencia, sino que debo ponérmela a la vista mediante una presentificación que recuerda.

Precisamente este enlace de todas las vivencias de la corriente al yo puro que vive en el presente distingue a la unidad de esta corriente que no se rompe por ninguna parte. Frente a la «misma» corriente de conciencia comparecen entonces «otras» corrientes de conciencia, frente a la del «yo» las del «tú» y «él». Su mismidad y alteridad se fundan en la del sujeto al que pertenecen; pero no solamente son «otras», sino también «diferentes», porque cada una tiene su contenido vivencia! peculiar. Dado que cada vivencia singular de una corriente está caracterizada especialmente por su posición en el conjunto de la conexión de vivencias, por ello está también caraterizada así, además de su pertenencia al yo, cual vivencia de éste y de ningún otro yo, por tanto también cualitativamente. Las corrientes de conciencia, pues, están cualitativamente diferenciadas en virtud de su contenido vivencia!.

Pero tampoco con esta especificación cualitativa hemos alcanzado todavía lo que comúnmente se entiende por un yo individual o por un individuo. La corriente de conciencia que está caracterizada como «ella misma y ninguna otra» y como de condición peculiar, proporciona un sentido delimitado y bueno de individualidad. La peculiaridad cualitativa sin la mismidad no sería suficiente para la individualización, pues también se puede llegar a distinción cualitativa de la corriente de conciencia si se piensa una corriente de conciencia dada como modificada, conforme cambia cualitativa y constantemente en el progreso del vivenciar. Con ello no cesa su enlace al mismo yo, la corriente de conciencia deviene otra sólo mediante la pertenencia a otro yo. Juntas la mismidad y la distinción cualitativa -individualidad, pues, en el segundo sentido- constituyen un grado más en el progreso hacia el «yo individual» del lenguaje ordinario: éste es una unidad psicofísica de estructura peculiar.


3. El alma

Primeramente podemos considerar la unidad individual de la psique en cuanto tal, prescindiendo del cuerpo vivo y de las relaciones psicofísicas.

Nuestra corriente uniforme y aislada de conciencia no es nuestra alma. Sino que en nuestras vivencias -ya lo encontrábamos en la consideración de la percepción interna-, se nos da algo subyacente a ellas que se manifiesta y manifiesta en ellas sus propiedades constantes como su idéntico «portador»: esto es el alma sustancial. También hemos llegado a conocer ya algunas de tales propiedades anímicas: la agudeza de nuestros sentidos que se manifiesta en nuestras percepciones externas, la energía que se manifiesta en nuestro obrar. La tirantez o el relajamiento de nuestros actos de voluntad manifiestan la vivacidad y fuerza o la debilidad de nuestra voluntad, en su persistencia se muestra su tenacidad. En la intensidad de nuestros sentimientos se delata la pasionalidad; en la facilidad con la que ellos aparecen, la convulsibilidad de nuestro ánimo. Huelga proseguir con estas relaciones.

Reconocemos el alma como una unidad sustancial que se constituye -del todo análogamente a la cosa física- a partir de elementos categoriales; y la serie de las categorías, de la que sus elementos aparecen como peculiaridades individuales, constituye un paralelo de la serie de las categorías de vivencia. Entre estos elementos categoriales están también aquellos que, más allá del alma aislada, apuntan a conexiones con otras unidades, sean psíquicas o físicas, a efectos que ella ejerce y padece. También «causalidad» y «mutabilidad» se encuentran entre las categorías psíquicas. Esta unidad sustancial es «mi» alma cuando las vivencias en las que se manifiesta son «mis» vivencias, actos en los que vive mi yo puro.

La estructura peculiar de la unidad anímica depende del contenido peculiar de la corriente de vivencias y, viceversa, el contenido de la corriente de vivencias depende de la estructura del alma, como hemos de decir después de que el alma se haya constituido para nosotros. Si1mbiera corrientes de conciencia idénticas en cuanto al contenido47Ciertamente, se puede mostrar que esto está en principio excluido., también habría almas homogéneas o peculiaridades del alma idealmente-la misma. Con todo, no tenemos el fenómeno completo de lo psíquico (y del individuo anímico) cuando lo consideramos aislado.


4. El yo y el cuerpo vivo

Para lograr aquí mayor claridad debemos dar un paso para el que nos hemos demorado tanto como el curso de la investigación lo exigía: el paso de lo psíquico a lo psicofísico. La separación que hemos practicado era artificial, pues el alma siempre es necesariamente alma en un cuerpo vivo. ¿Qué es el cuerpo vivo? ¿cómo y como qué se nos da?


a) El darse del cuerpo vivo

Partimos de nuevo de la esfera que constituye los fundamentos de todas nuestras investigaciones: la conciencia pura. ¿cómo se constituye mi cuerpo vivo para mí en la conciencia? Por un lado tengo dado mi cuerpo físico en actos de percepción externa. Pero si hiciéramos por una vez la ficción de que lo tuviéramos dado sólo de esta manera, entonces se constituye para nosotros un objeto harto extraño. Una cosa real, un cuerpo físico cuyas series motivadas de apariencias muestran notables lagunas, que me retiene su cara oculta con una obstinación aún mayor que la de la Luna, que me hace burla en tanto que me invita a contemplarlo por caras siempre nuevas, y tan pronto como quiero secundar su requerimiento oculta estas caras ante mí. Es cierto que lo que se sustrae a la mirada es alcanzable para la mano que tantea; pero precisamente esta relación entre ver y palpar es aquí distinta respecto a todas las demás cosas. Toda otra cosa que veo me dice: tómame, yo soy realmente eso por lo que me hago pasar, soy aferrable, no soy ningún fantasma; y cada cosa palpada me grita: abre los ojos, entonces me verás. Sentido del tacto y sentido de la vista (entendidos así, tal como se puede hablar en la esfera de los sentidos) se llaman uno al otro como testigos, pero no se cargan mutuamente la responsabilidad. Frente a esta singular imperfección del cuerpo físico percibido exteriormente hay otra peculiaridad. Respecto de toda otra cosa me puedo acercar y me puedo alejar, puedo arrimarme a ella y apartarme de ella, después de lo cual desaparece de mi vista. Este aproximar y alejar, el movimiento de mi cuerpo físico y de las demás cosas, se atestigua en un cambio de las series de apariencias de aquellas cosas. Y no es en absoluto previsible cómo se debe llegar a una distinción entre ambos casos (entre el movimiento de las otras cosas y el de mi cuerpo físico) o, en general, a la aprehensión del movimiento del propio cuerpo físico, mientras nos atengamos a nuestra ficción de que nuestro cuerpo físico se constituye sólo en percepción externa y no propiamente como cuerpo vivo. Por tanto, hablando más precisamente debemos decir: todo otro objeto me está dado en una infinita pluralidad variable de apariencias y posiciones cambiantes respecto a mí, y también se dan casos en los que no me está dado. Pero el cuerpo vivo es un objeto dado a mí en series de apariencias que sólo son variables dentro de muy estrechos límites y, mientras mantenga los ojos abiertos, está continuamente ahí, con una insistencia inamovible, siempre en la misma aferrable proximidad como ningún otro objeto: él está siempre «aquí», mientras que todos los demás objetos están siempre «allí». Mas aquí hemos alcanzado ya el límite de nuestra ficción y nos vemos obligados a superarla. Pues incluso cuando cerramos fuerte los ojos y extendemos las manos lejos de nosotros de modo que ningún miembro toque en absoluto con el otro, de suerte que no podamos ni coger ni ver el cuerpo vivo, tampoco entonces nos desembarazamos de él, también entonces está inevitablemente ahí en plena «corporalidad propia» (de ahí la expresión) y nos encontramos indisolublemente ligados a él. Precisamente esta ligazón, la pertenencia a mí, no se podría constituir nunca en la percepción externa. Un cuerpo vivo sólo percibido externamente siempre sería sólo un cuerpo físico especialmente clasificado, singularizado, pero nunca «mi cuerpo vivo». Veamos entonces cómo llega éste a ese nuevo darse.

Entre los componentes efectivos de la conciencia, de esa región insuprimible del ser, se encuentran las sensaciones como una especificación de la categoría superior «vivencia». La sensación de presión, de dolor o de frío es algo tan absolutamente dado como la vivencia de juicio, de voluntad, de percepción, etc. Sin embargo, la sensación está peculiarmente caracterizada frente a todos estos actos: ella no emana, como aquellos, del yo puro; nunca adopta la forma del «cogito» en el que el yo se dirige a un objeto, por tanto nunca puedo -reflexionando sobre ella- encontrar al yo en ella, sino que ella está siempre en un «donde», está localizada espacialmente, apartada del yo, quizá muy próxima a él, pero nunca en él. Y este «donde» no es ningún lugar vacío en el espacio, sino un algo que llena espacio; y todos estos algos en los que tienen lugar mis sensaciones se fusionan en una unidad, la unidad de mi cuerpo vivo, son lugares mismos del cuerpo vivo. Dentro de este darse uniforme por el que el cuerpo vivo está ahí para mí en todo momento como un todo se muestran diferencias. Las distintas partes del cuerpo vivo que se constituyen para mí según la sensación están a una distancia distinta respecto de mí. Así, el tronco está más próximo a mí que las extremidades, y puedo decir con buen sentido que acerco o alejo mis manos. Cuando hablo de apartamiento de «mí», éste es un modo inexacto de expresión; no puedo propiamente constatar una distancia del «yo», que es inespacial y está fuera de localización, sino que refiero las partes de mi cuerpo vivo, y sucesivamente todo lo espacial fuera de él, a un «punto cero de la orientación» al que envuelve mi cuerpo vivo. Este punto cero no es localizable con exactitud geométrica en un lugar de mi cuerpo físico, además no es el mismo para todos los datos, sino que para los datos visuales está situado en la cabeza, en el cuerpo vivo central para los táctiles.

Por lo que concierne al yo, no guarda ninguna distancia del punto cero, y todo lo que se da apartado de éste también lo está de él. Esta distancia de las partes del cuerpo físico respecto de mí es, no obstante, fundamentalmente diferente de la distancia de otras cosas entre sí y de mí. Dos cosas en el espacio guardan una determinada distancia una de otra, pueden acercarse una a otra, finalmente pueden tocarse: entonces desaparece la distancia. Acaso también pueden llenar la misma parte del espacio si no son cosas materialmente impenetrables sino, por ejemplo, objetos de alucinación vistos por quienes alucinan. Asimismo, algo se me puede acercar, puede disminuir su distancia de mí y finalmente puede tocar, no a mí, sino a mi cuerpo físico: entonces la distancia de mi cuerpo físico, pero no de mí, ha llegado a ser = 0. Tampoco ha llegado a ser tan grande como la distancia de la parte del cuerpo físico tocada respecto del punto cero. De ninguna manera podría decir que la piedra que sostengo en la mano está igualmente lejos o «sólo un poquitín más lejos del punto cero» que la mano misma. La distancia de las partes de mi cuerpo vivo respecto a mí es completamente incomparable con la distancia del cuerpo físico ajeno respecto a mí. El cuerpo vivo como un todo está en el punto cero de la orientación, todos los demás cuerpos están fuera. El «espacio corporal» y el «espacio externo» son completamente distintos el uno del otro. Sólo percibiendo externamente no llegaría al primero, sólo «percibiendo corporalmente» no llegaría al otro. Pero en tanto que mi cuerpo vivo se constituye de doble manera -como cuerpo vivo sentiente (percibido corporalmente) y como cuerpo físico del mundo externo percibido externamente-y en esta doble presentación es vivenciado como el mismo, conserva un lugar en el espacio externo, llena una parte de ese espacio.

Todavía hay algo que decir sobre la relación entre sensación y «percepción corporal». El análisis de las sensaciones suele presentarse ordinariamente en otras correlaciones. Se las suele mirar como aquello que nos «da» el mundo externo y en este sentido se distinguen «sensación» y «sentido», o «contenido de sensación» y «sensación como función» (en el sentido de Stumpf), vg., el rojo visto y el tener ese rojo48Cf. Ósterreich, Pháenomenologie deslch [Fenomenología del yo], pp. 122 s., contra Husserl, Logische Untersuchungen [Investigaciones lógicas] 11, pp. 359 ss.. Yo no me puedo sumar a esto. El rojo del objeto está «percibido», y entre percepción y percibido sí debo distinguir. En el análisis de las percepciones soy conducido a los «datos de sensación» y puedo llegar a ver la percepción de cualidades como «objetivación de datos de sensación»; sin embargo, con ello no se convierten las cualidades en sensaciones ni las sensaciones en cualidades, mas tampoco en actos de donación. Como componentes de la percepción externa, ellas no son elementos ulteriormente analizables.

Si ahora consideramos la sensación según su lado vuelto al cuerpo vivo, entonces encontramos un estado fenomenológico de hechos completamente análogo. Puedo hablar tan poco de un cuerpo vivo «sentido» como de un objeto del mundo externo «sentido», pero también aquí es menester una concepción objetivadora. Cuando la punta de mi dedo toca la mesa tengo que distinguir, primero, el hecho de la sensación de tacto, el dato táctil que no es ulteriormente descomponible; segundo, la dureza de la mesa y el acto correlativo de percepción externa; tercero, la punta palpante del dedo y el acto correlativo de «percepción corporal». Lo que hace especialmente íntimo el enlace de sensación y percepción es el hecho de que el cuerpo vivo está dado como sentiente, y las sensaciones se dan en el cuerpo vivo. Sobrepasaríamos el marco de este trabajo si quisiéramos investigar todos los tipos de sensaciones según su significado para la percepción corporal. No obstante, todavía debemos traer un punto a colación.

Decíamos que el cuerpo vivo «percibido externamente» y el «percibido corporalmente» están dados como el mismo. Esto requiere aún una aclaración más detallada. Yo no sólo veo mi mano y percibo la misma mano corporal como sentiente, sino que «veo» también los campos de sensación de la mano que se han constituido para mí en percepción corporal, y por otro lado, en tanto que destaco partes de mi cuerpo vivo, tengo al mismo tiempo una «imagen» de la parte correspondiente del cuerpo físico: lo uno está dado con lo otro, aunque no percibido. Tenemos un análogo exacto en el área de la percepción externa. No sólo vemos la mesa y palpamos su dureza, sino que también «vemos» su dureza. Los vestidos en los cuadros de Van Dyck no sólo tienen el brillo de la seda, sino también de la seda tersa y de la seda suave.

Los psicólogos denominan a este fenómeno fusión, y la mayor parte de las veces lo reducen a «mera asociación». En el «mera» reside la tendencia psicológica a ver el explicar como un interpretar, a declarar el fenómeno explicado como un «producto subjetivo» sin «significado objetivo». No podemos hacer nuestra esta concepción. El fenómeno permanece fenómeno. Es muy hermoso que se lo pueda explicar, pero la explicación no le añade ni le quita nada. La visibilidad de las cualidades táctiles permanecería, pues, y no perdería nada de dignidad si se pudiese explicar por medio de asociaciones. Pero no creemos posible tal explicación porque contradice el «fenómeno» de la asociación. La forma típica de asociación vivenciada es «algo me recuerda a algo». Así, por ejemplo, la visión del canto de la mesa está asociada con el recuerdo de que una vez me he hecho daño con él. Pero la agudeza de este canto no está recordada, sino vista. Por poner todavía un ejemplo instructivo: veo la dureza del azúcar y sé o me acuerdo de que es dulce; no me acuerdo de que es dura (o sólo de paso) y no veo que es dulce. En cambio, el aroma de la flor es dulce realmente y no me recuerda al gusto dulce. Se abren perspectivas para una fenomenología de los sentidos y de las percepciones sensoriales que no podemos, sin embargo, proseguir aquí. En este lugar nos interesa sólo la aplicación a nuestro caso: el cuerpo vivo visto no nos recuerda que puede ser el lugar visible de múltiples sensaciones, tampoco es meramente un cuerpo físico que ocupa el mismo espacio que el cuerpo vivo dado como sentiente en la percepción corporal, sino que está dado como cuerpo vivo sentiente.

Hasta ahora hemos considerado al cuerpo vivo sólo en reposo. Ahora podemos dar un paso más. Indagamos el caso de que yo (es decir, mi cuerpo vivo como un todo) me muevo a través del espacio. En tanto que prescindíamos de la constitución del cuerpo vivo, este movimiento no era ningún fenómeno peculiarmente caracterizado, sino indiferenciado de un desplazamiento caleidoscópico del mundo externo circundante. Ahora, a la apercepción del movimiento propio edificada sobre sensaciones varias se añade, como completamente nueva, la vivencia del «yo me muevo», que es completamente diferente del movimiento corpóreo percibido desde fuera. Aquí, la aprehensión del movimiento propio y de la modificación del mundo externo se enlazan en la forma del «si… , entonces…». «Si me muevo, entonces se desplaza la imagen de mi entorno». Esto vale tanto para la percepción de la cosa singular espacial como para el entramado del mundo espacial, y lo mismo para el movimiento de partes de mi cuerpo vivo que del cuerpo vivo entero. Si mi mano toca una bola que gira, entonces se me da esa bola y su movimiento en una serie de datos táctiles cambiantes que se unen en una intención que los atraviesa y pueden ser reunidos en un «apresamiento aperceptivo», en un acto unificado de percepción externa. Tengo la misma afluencia de datos si la mano se desliza sobre la bola en reposo, pero la vivencia del «yo me muevo» se añade nueva y se corresponde con la apercepción de la bola en aquella forma del «si… , entonces… ». Con los datos visuales sucede algo análogo. Estando en reposo puedo notar las apariencias cambiantes de una bola que rueda, y puedo tener la misma afluencia de «sombreados de la bola» cuando la bola descansa y yo muevo la cabeza o tan sólo los ojos {lo que viene a dárseme, una vez más, en una «percepción corporal»). Así se constituyen las partes del cuerpo vivo como órganos móviles, y la percepción del mundo espacial como dependiente del comportamiento de dichos órganos.

Pero con esto no está todavía aclarado cómo se llega a la comprensión del movimiento corporal como movimiento corpóreo. Si muevo un miembro de mi cuerpo vivo, entonces tengo, junto al notar corporalmente el movimiento propio, una percepción externa (visual o táctil) de los movimientos corpóreos que se atestiguan en las apariencias modificadas del miembro. Y así como el miembro percibido corporalmente y percibido externamente es comprendido como el mismo, así acaece también la misma coincidencia de identificación entre el movimiento corporal y el corpóreo: el cuerpo vivo que se mueve deviene cuerpo físico movido. Y en adelante el «yo me muevo» es «co-visto» en el movimiento de una parte del cuerpo físico, el movimiento corpóreo no visto es coaprehendido en la vivencia del «yo me muevo».

La ligazón del yo al cuerpo vivo sentiente requiere todavía alguna aclaración. La imposibilidad de desembarazarse de él nos mostró el camino de su darse específico. No podemos sustraernos a este vínculo, los lazos que nos atan a él son indisolubles. Con todo, nos están permitidas ciertas libertades. Todos los objetos del mundo externo me están dados a una cierta distancia; ellos están siempre «allí», yo siempre «aquí», ellos están en torno a mí, agrupados en torno a mi «aquí». Esta agrupación no es rígida, inmutable, los objetos se acercan y se alejan de mí y entre sí. Y en mi mano está el formar una agrupación en torno cuando empujo las cosas más cerca o más lejos o dejo que cambien sus lugares, o cambio mi «aquí» al lugar de su «allí» y elijo otro «punto de vista». Con cada paso adelante se me abre un nuevo trocito de mundo o se me muestra el antiguo por un lado nuevo. En ello llevo siempre mi cuerpo vivo conmigo. No sólo yo, también él está siempre «aquí», y las diferentes «distancias» de sus partes respecto de mí son sólo variaciones dentro de este aquí. Pero entonces también puedo llevar a cabo el «cambio de agrupación» de mi alrededor, en vez de realmente, «en meros pensamientos», puedo fantasear, fantaseando puedo, por ejemplo, hacer caminar los muebles de mi habitación y «representarme» qué aspecto tendría ella entonces. Igualmente me puedo representar en la fantasía mi deambular por el mundo. «En pensamientos» me puedo levantar de mi escritorio, ir a una esquina de mi habitación y observarlo desde allí. Y si hago esto no llevo conmigo mi cuerpo vivo. El yo que está allí en la esquina tiene, quizá, un cuerpo vivo de fantasía, es decir, un cuerpo vivo visto -si me está permitido decirlo así- en «fantasía corporal»; además, él puede mirar al cuerpo corporal que ha abandonado en el escritorio como a las demás cosas en la habitación; éste también es ahora, en efecto, un objeto presentificado, es decir, algo dado en visión externa presentificante. Y al final tampoco ha desaparecido el cuerpo vivo real, sino que de hecho estoy sentado todavía en el escritorio, no separado de mi cuerpo vivo. Así se ha desdoblado mi yo49Creo que a partir de aquí hay que entender la vivencia del «sosías»: vg., en el conocido poema de Heine, donde el poeta recorre la calle hacia la casa de la amada y se divisa a sí mismo de pie ante la casa. Esta es la doble manera de tenerse dado, en el recuerdo o en la fantasía. Más tarde hablaré sobre hasta qué punto existe de hecho en ambos casos un tener-«se». Cf. Parte II de este trabajo, p. 9 [p. 26], y en la posterior p. 71 [p. 82]., y si el yo real tampoco se desprende del cuerpo vivo, entonces está claramente mostrada la posibilidad de «viajar uno fuera de su piel», al menos en la fantasía.

Queda la posibilidad de un yo sin cuerpo vivo50Naturalmente, habría de investigarse qué tipo de yo podría ser éste, y si podría estarle dado un mundo y qué tipo de mundo.. En cambio, es absolutamente imposible un cuerpo vivo sin yo. Imaginar mi cuerpo vivo abandonado por el yo ya no quiere decir imaginar mi cuerpo vivo, sino un cuerpo físico que se le asemeja rasgo a rasgo, mi cadáver. (En tanto que abandono mi cuerpo vivo deviene para mí un cuerpo físico como los demás. Y si lo pienso alejado de mí -en lugar de abandonarlo yo-, entonces este alejamiento no es ningún «moverse», sino un puro movimiento corpóreo.)

Esto último se puede mostrar todavía de otra manera. Un miembro «atrofiado», un miembro sin sensaciones, no es parte alguna de mi cuerpo vivo. El pie «dormido» me cuelga como un cuerpo físico extraño que no soy capaz de desprender y descansa fuera de la zona espacial de mi cuerpo vivo en la que es incluido de nuevo en el momento del «despertar». Cada movimiento que ejecuto con él en aquel estado tiene el carácter del «yo muevo un objeto», es decir, mediante mi movimiento vivo provoco un movimiento mecánico, y éste mismo no está dado como movimiento corporal vivo. El cuerpo vivo está por naturaleza constituido por sensaciones, las sensaciones son componentes reales de la conciencia y, como tales, pertenecientes al yo. ¿cómo habría, pues, de ser posible un cuerpo vivo que no fuese cuerpo vivo de un yo?51Todavía habría que considerar si una conciencia que mostrase sólo datos de sensación y ningún acto habría de verse como carente de yo. En este caso se podría hablar también de un cuerpo vivo «animado» pero sin yo. Mas no creo que semejante concepción se sostenga.. Otra cuestión es si sería pensable un yo sentiente sin cuerpo vivo, es decir, si podría haber sensaciones en las que no se constituyese cuerpo vivo alguno. No me parece que haya que responder sin más a la cuestión porque -como ya indiqué- las sensaciones de las diferentes regiones sensibles no están implicadas de la misma manera en la constitución del cuerpo vivo. Habría que probar, por tanto, si en las sensaciones que son claramente vivenciadas en lugares del cuerpo vivo -sensaciones de tacto, temperatura, dolor-, esta localización les pertenece necesaria e indisolublemente: en este caso sólo serían posibles para un yo corporal. Además, me parece aún necesario un análisis específico para las sensaciones de la cara y del oído. No necesitamos decidir aquí estas cuestiones. Una fenomenología de la percepción externa no podrá pasar de largo ante él. En cualquier caso, con las sensaciones ya se ha constituido para nosotros la unidad de yo y cuerpo vivo, aun cuando no todavía el perfil completo de las relaciones mutuas. También la relación causal entre lo psíquico y lo físico nos aparece ya en el terreno de las sensaciones. Procesos puramente físicos, como que un cuerpo físico extraño penetra en mi piel, que el portador de una cierta cantidad de calor toca mi superficie corpórea, devienen causas fenomenales de sensaciones (sensaciones de dolor, de temperatura), se muestran como «estímulo». Si proseguimos entonces con las conexiones entre alma y cuerpo vivo nos toparemos a menudo con tales relaciones causales fenomenales.


b) El cuerpo vivo y los sentimientos

Las sensaciones emotivas o sentimientos sensibles son inseparables de las sensaciones que las fundan. El placer de una comida sabrosa, el tormento de un dolor sensible, el agrado de un vestido suave, son sentidos allí donde la comida es degustada, donde el dolor penetra, donde el vestido se ajusta a la superficie del cuerpo físico. Pero los sentimientos sensibles no están sólo allí, sino a la vez también en mí, emanan de mi yo. Al igual que los sentimientos sensibles, los sentimientos comunes adoptan una posición híbrida similar. Vigor y languidez no sólo invaden al yo, sino que «los siento en todos los miembros». No sólo todo acto espiritual -toda alegría, toda aflicción, toda actividad de pensamiento- es lánguido y descolorido cuando «yo» me siento abatido, sino también toda acción corpórea, todo movimiento que ejecuto. Conmigo está lánguido mi cuerpo vivo y cada una de sus partes. Ahí aparece otra vez aquel fenómeno de la fusión que ya conocemos. No es sólo que vea el movimiento de mi mano y simultáneamente sienta su languidez, sino que veo el movimiento lánguido y la languidez de la mano. Los sentimientos comunes son siempre vivenciados como proviniendo del cuerpo vivo, como un influjo promovedor o paralizador que ejerce el estado del cuerpo vivo sobre la afluencia del vivenciar (incluso cuando estos sentimientos comunes se presentan en unión de un «sentimiento espiritual»).

«Sentimientos comunes» de naturaleza no corporal son los estados de ánimo, y por eso mismo los distinguimos de los sentimientos propiamente comunes como un género propio. La alegría y la melancolía no llenan el cuerpo vivo, él no está alegre o triste como está vigoroso o abatido; y un ser puramente espiritual también podría estar sometido a estados de ánimo. Pero con ello no está dicho aún que los sentimientos comunes anímicos y los corporales corran parejos sin tocarse, antes bien siento un «influjo» mutuo de ambos. Yo hago, por ejemplo, un viaje de descanso, voy a un paraje soleado, encantador, y siento cómo a la vista de este entorno se quiere apoderar de mí un estado anímico de contento, pero no es capaz de surgir porque me siento abatido y cansado. «Aquí estaré más contento en cuanto haya descansado.» Este saber puede ser el resultado de una «experiencia anterior», sin embargo siempre tiene su fundamento en el fenómeno del mutuo operar de vivencias anímicas y corporales.


c) Alma y cuerpo vivo, causalidad psicofísica

Esta dependencia de los influjos del cuerpo vivo propia de las vivencias es una característica esencial de lo anímico. Todo lo psíquico es conciencia corporalmente ligada, y en este terreno se distinguen las vivencias esencialmente psíquicas (las sensaciones corporalmente ligadas, etc.) de aquellas que llevan en sí extraesencialmente el carácter físico, las «realizaciones» de la vida espiritual52Las declaraciones de la parte próxima darán mayor claridad sobre este punto.. El alma, como la unidad sustancial que se manifiesta en las vivencias psíquicas singulares, está consolidada -como muestran el fenómeno descrito de la «causalidad psicofísica» y la esencia de las sensaciones- en el cuerpo vivo, constituye con él el individuo psicofísico.

Tenemos que considerar ahora el carácter de los, así llamados, «sentimientos espirituales». Ya la designación n s enseña que se los considera como psíquicos extraesencialmente, como no corporalmente ligados (aun cuando los psicólogos que la usan no quieran confesar esta consecuencia). Y nadie que se traiga a dato su esencia pura pretenderá que un sujeto privado de cuerpo vivo no podría vivenciar alguna alegría, alguna tristeza, algún valor estético. A ello se opone la concepción de muchos psicólogos notables que ven en los sentimientos «conjuntos de sensaciones orgánicas». Si esta definición parece absurda en tanto se considera a los sentimientos por el lado de su esencia pura, en el entramado psíquico concreto encontramos fenómenos que no la fundamentan efectivamente, pero que desde luego la pueden hacer comprensible. «Se nos paraliza el corazón» de alegría, «se convulsiona todo él» de dolor, palpita de inquietante espera y se nos corta la respiración. Se pueden acumular ejemplos cualesquiera, mas siempre se trata de casos de causalidad psicofísica, de efectos que ejerce la vivencia en su realización psíquica sobre las funciones del cuerpo vivo. En el instante en que se aparta el pensamiento del cuerpo vivo desaparecen esos fenómenos, pero permanece el acto espiritual. Habrá que conceder que Dios se alegra por el arrepentimiento de un pecador sin probar latidos u otras «sensaciones orgánicas». (Una consideración que es posible como independiente de la fe en la existencia de Dios.) Se puede tener la convicción de que ningún sentimiento es realmente posible sin tales sensaciones y de que no existe ningún ser que los vivencie en su pureza; sin embargo, son concebibles en su pureza, y aquellos síntomas concomitantes son vivenciados precisamente como tales y no como sentimientos ni como componentes de sentimiento. Lo mismo se puede mostrar también en los casos de causalidad psíquica pura. «Se me bloquea el entendimiento» del susto, es decir, pruebo un efecto paralizador sobre mis actos de pensamiento; o estoy «enloquecido» de alegría, no sé lo que hago, ejecuto acciones sin finalidad alguna. Un espíritu puro también se puede asustar, pero su entendimiento no se bloquea. Siente alegría y pena en toda su profundidad, pero ellas no ejecutan ningún efecto.

Puedo llevar más allá estas consideraciones. «Observándome» a mí mismo también descubro relaciones causales entre mis vivencias y las capacidades y propiedades del alma que se manifiestan en ellas. Las capacidades pueden ser perfeccionadas y agudizadas mediante su acción, pero también desgastadas y enromadas. Así, mi «don de observación» crece si trabajo en las ciencias naturales, mi «capacidad de distinción», vg., para colores, si me ocupo de clasificar hilos de finos matices graduados, mi «capacidad de disfrute» si oriento mi vida a los placeres: cada capacidad puede ser aumentada mediante «training». Por otra parte hay un cierto grado de «acostumbramiento» donde se pasa al efecto contrario: un «objeto de placer» que me es ofrecido una y otra vez deviene para mí «demasiado», finalmente provoca hastío y náuseas y cosas por el estilo. En todos estos casos se da fenomenalmente un actuar de lo psíquico sobre lo psíquico. Pero la cuestión es qué tipo de «actuar» se da aquí y si queda una posibilidad de llegar desde este fenómeno de la causalidad al exacto concepto de causalidad de la física y a la legalidad causal en general. Sobre este concepto se construye la física exacta, mientras que la descriptiva sólo tiene que ver con el concepto causal fenomenal. Sin embargo, el concepto causal exacto y la certeza causal sin lagunas es también supuesto de una psicología genético-causal tal como se la pretende adhiriéndose al prototipo de la moderna ciencia física. En nuestro contexto debemos contentarnos con aludir a estos problemas sin poder acercarnos a su solución53Más sobre la causalidad, cf. infra p. 80 [p. 89)..


d) El fenómeno de la expresión

La consideración del efecto causal de los sentimientos nos ha conducido más lejos de lo que preveíamos. Con todo, no hemos agotado todavía lo que el estudio de los sentimientos nos enseña. Junto a los síntomas concomitantes de los sentimientos de los que nos hemos ocupado aparece la expresión de los sentimientos como un nuevo fenómeno. Yo me ruborizo de vergüenza, aprieto colérico el puño, frunzo el ceño enfadado, gimo de dolor, exulto de alegría. La relación entre sentimiento y expresión es completamente distinta a la que hay entre sentimiento y síntoma físico concomitante. Ahora no advierto un provenir causal de las vivencias físicas desde las psíquicas, ni mucho menos una mera simultaneidad de ambas, sino que siento, en tanto que experimento sentimiento, cómo él termina en una expresión o la libera desde sí54Para evitar malentendidos acentúo que tomo «expresión» en el sentido usado arriba, y expresión verbal por algo fundamentalmente diferente. No puedo indicar la distinción en este lugar, pero desde ahora quisiera llamar la atención al respecto para tornar inocuo el equívoco..

Según su esencia pura, el sentimiento es algo no cerrado en sí, está en cierto modo cargado con una energía que debe llegar a descargar. Esta descarga es posible de diversas maneras. Un tipo de descarga nos resulta bien conocido: los sentimientos liberan desde sí o -como se dice- motivan actos de voluntad y acciones. Exactamente la misma relación hay entre sentimiento y fenómeno expresivo. El mismo sentimiento que motiva un acto de voluntad puede también motivar un fenómeno expresivo. Y el sentimiento prescribe según su sentido cuál expresión y qué acto de voluntad puede motivar55No necesitamos entrar aquí en la cuestión de si los movimientos de expresión son de por sí acciones (originalmente conformes a un fin, como quiere Darwin, o involuntarias y no conformes a un fin, como pretende Klages) (Die Ausdrucksbewegung und ihre diagnostische Verwertung [El movimiento de expresión y su uso diagnóstico], p. 293). En cualquier caso, también Klages acentúa la estrecha afinidad entre fenómeno de expresión y acción. Según él, todo actuar y obrar espontáneos proceden del vivenciar con la misma facilidad y espontaneidad que el movimiento de expresión, y esta forma instintiva del actuar es para él la original, que sólo poco a poco es desplazada por la acción de la voluntad (p. 336). Darwin, en su famoso tratado Über den Ausdruck der Gemütsbewegungen [Sobre la expresión de las emociones], ofrece una descripción, basada en fina observación, de los fenómenos corpóreos que corresponden a ciertos afectos, e intenta poner de relieve el mecanismo psicofísico por el que estos procesos corpóreos se realizan. Ni considera la diferencia descriptiva entre expresión y síntoma concomitante, ni se plantea seriamente la cuestión de qué convierte a aquellos procesos en expresión de los afectos que ellos provocan.: por esencia tiene que motivar siempre algo, debe llegar siempre a la «expresión»; sólo que son posibles diversas formas de expresión. No anda lejos la objeción de que, muy a menudo en la vida, aparecen sentimientos sin que motiven un acto de voluntad o una expresión corporal. Como ya se sabe, nosotros, «personas civilizadas», tenemos que «dominarnos», reprimir la expresión corporal de nuestros sentimientos; estamos asimismo limitados en nuestras acciones y con ello, a la vez, en nuestros actos de voluntad. Pero entonces queda todavía la escapatoria de «desahogarse» con un deseo. El empleado que no puede mostrar a su jefe mediante una mirada de desprecio que lo tiene por un canalla o un asno, ni puede tomar la resolución de quitárselo de en medio, puede en cambio desear en secreto que se lo lleve el diablo. O se pueden realizar en la fantasía las acciones para las que uno está impedido en la realidad. La ambición de gloria del criado en estrecheces, que no se puede satisfacer realmente, goza de vida mientras en la imaginación libra combates y realiza el milagro de la intrepidez. La creación de otro mundo en el que puedo hacer lo que aquí me está negado representa ya una forma de expresión. Así, en el desierto el sediento ve ante sí -como narra Gebsattel56Op. cit., pp. 57 s. [La obra aludida de Gebsattel estaba citada en la desaparecida Parte l. N. del T.] oasis con manantiales borboteantes o lagos que lo refrescan. La alegría que nos invade no se queda en la devoción contemplativa del objeto que satisface, sino que se exterioriza, entre otras cosas, en que nos rodeamos por completo de lo satisfactorio buscándolo en nuestro ambiente real o allegándolo mediante presentificación que recuerda o que imagina libremente, prescindiendo de todo lo demás que no le es apropiado, hasta que nuestra disposición de ánimo armoniza perfectamente con nuestro ambiente. Este tipo peculiar de expresión precisaría una clarificación amplia; no es suficiente comprobar -como sucede la mayoría de las veces desde el lado psicológico- que los sentimientos influyen en la «reproducción de las representaciones» y con qué frecuencia sucede esto.

Pero todavía queda otra posibilidad de la expresión, o del sucedáneo de una expresión, y es aquella a la que recurre el hombre «controlado», el que aparenta un semblante comedido por consideraciones sociales, o éticas, o estéticas: el sentimiento puede liberar desde sí un acto de la reflexión que lo convierte a él mismo en objeto. La vivencia «termina» en este acto de la reflexión como en un acto de voluntad o expresión corporal. Se suele decir que la reflexión debilita el sentimiento y que el hombre reflexivo no es capaz de ningún sentimiento intenso. Esta secuencia es enteramente infundada. En la expresión «pasional» de sentimiento «termina» el sentimiento igual que en la reflexión «fría»; el modo de expresión no dice nada sobre la intensidad del sentimiento expresado. El resultado de nuestra consideración hasta ahora es que el sentimiento pide, según su esencia, una expresión, y los distintos tipos de expresión son distintas posibilidades esenciales57J. Cohn utiliza el término «expresión» en un sentido diferente y más amplio (Ásthetik [Estética], p. 56), a saber, para todo lo «externo» en lo que notamos una vida interna. Pero aquí falta lo que tenemos por específico de la expresión: su estar motivada..

Entre sentimiento y expresión hay una conexión esencial y de sentido, no una conexión causal. Y, como las otras formas posibles, también la expresión corporal está vivenciada como procedente del sentimiento y conforme a su sentido, y por medio de él está determinada. Pero entonces no sólo siento cómo afluye el sentimiento a la expresión y se «descarga» en ella, sino que a la vez tengo dada esta expresión en una percepción corporal. La sonrisa en la que mi alegría se exterioriza según la vivencia me está dada, a la vez, como una distorsión de mis labios. Al vivir en la alegría también está vivenciada su expresión según el modo de la actualidad; la percepción corporal simultánea se realiza según el modo de la inactualidad, no soy -como se suele decir- consciente de ella. Si luego dirijo mi atención al cambio percibido de mi cuerpo vivo, me aparece como efectuado por el sentimiento. Junto a la unidad de sentido vivenciada se constituye, pues, una conexión causal entre sentimiento y expresión. La expresión se vale de la causalidad psicofísica para realizarse en un individuo psicofísico. En la percepción corporal se desmonta la unidad vivenciada de vivencia y expresión, la expresión es separada como un fenómeno relativamente autónomo. Con ello se hace, a la vez, producible por sí. Puedo producir una deformación de la boca que es similar «por confusión» a la sonrisa, pero que desde luego no es ninguna sonrisa. Incluso independientemente de la voluntad, fenómenos de expresión distintos se muestran como fenómenos de percepción iguales. Enrojezco de cólera, de vergüenza y de esfuerzo; en todos los casos tengo la misma percepción de que «me sube la sangre a la cara». Pero una vez vivencio dicho proceso como expresión de la cólera, otra como expresión de la vergüenza y otra de ningún modo como expresión, sino como consecuencia causal del esfuerzo.

Hemos dicho que haría falta una mirada atenta para hacer de la expresión percibida corporalmente objeto intencional en sentido riguroso. También la expresión sentida, si bien vivenciada según el modo de la actualidad, requiere todavía una mirada especial para convertirse en objeto aprehendido, una mirada que no es tránsito de la inactualidad a la actualidad. Esta es una particularidad de todos los actos no-teoréticos y de sus correlatos58Cf. las Ideen [Ideas] de Husserl, p. 66.. Que yo pueda objetivar los fenómenos de expresión vivenciados y aprehenderlos como expresión es una condición de posibilidad más para producirlos arbitrariamente. Aun así, la modificación corporal que se parece a una expresión no se da como ella misma. El fruncir el ceño por enfado y el fruncir el ceño para simular enfado son claramente diferenciables en sí, incluso cuando paso de la percepción corporal a la percepción externa. En tanto que los fenómenos de expresión aparecen como afluencia de los sentimientos son, a la vez, expresión de las propiedades anímicas que en ellos se manifiestan: la mirada rabiosa, por ejemplo, delata un temperamento fuerte. Una consideración de las vivencias de la voluntad debe cerrar esta investigación.


c) Voluntad y cuerpo vivo

También las vivencias de la voluntad tienen un alto significado para la constitución de la unidad psicofísica. Por un lado, en virtud de los síntomas físicos concomitantes (sensaciones de tensión y otras por el estilo) que no consideramos más en detalle porque ya son conocidos a partir los sentimientos. Los demás fenómenos corporales de expresión que se toman en consideración no me parecen ser expresión del acto de voluntad mismo, sino de los componentes de sentimiento contenidos en la compleja vivencia de voluntad. Estoy sentado ahí en silencio ponderando, una frente a otra, dos posibilidades prácticas; ahora he realizado la elección, he tomado la resolución, levanto la cabeza enérgicamente y me pongo en pie de un salto. Estos movimientos son una expresión del sentimiento resultante de la resolución, de la actividad, de la inquietud que me embarga, y no de la resolución de la voluntad. La voluntad misma no tiene una expresión en este sentido. Pero, como el sentimiento, tampoco la voluntad está cerrada en sí, sino que requiere una repercusión. Así como el sentimiento libera desde sí o motiva el acto de voluntad (u otra posible «expresión» en un sentido amplio), así se exterioriza la voluntad en la acción. Obrar es siempre producción de algo no presente. Al «ifiat!» de la resolución de la voluntad corresponde el «fieri» de lo querido y el «facere» del sujeto de la voluntad en la acción. Esta acción puede ser física: me determino a subir una montaña y llevo a cabo la resolución; la acción aparece como completamente provocada por la voluntad y como cumplimiento del querer, pero es querida la acción como totalidad, no cada paso. Lo que quiero es subir la montaña. Lo que sea «necesario» para ello se resuelve, en cierto modo, «por sí mismo».

La voluntad se sirve del mecanismo psicofísico para ejercerse, para realizar lo querido, como el sentimiento lo utiliza para realizar su expresión. Sin embargo, al mismo tiempo está vivenciado el dominio sobre el mecanismo, al menos sobre el «encendido de la máquina». Este dominio es vivenciado quizá paso a paso si a la sazón se trata de la superación de una tendencia contraria. Si me canso a medio camino, el cansancio deviene fuente de una tendencia contra el movimiento, ésta se adueña de mis pies y ellos deniegan el servicio a mi voluntad. Querer y tender actúan en contra y luchan por el señorío sobre el organismo. Si la voluntad se hace dueña, entonces tal vez es querido cada paso singular y la ejecución del movimiento es vivenciada en la superación del efecto contrario. Lo mismo sucede en el terreno puramente psíquico. Me determino a hacer un examen final y dispongo la preparación necesaria como obvia. O bien desfallecen mis fuerzas ante el fin y cada actividad de pensamiento requerible debe ser entonces llamada a la vida por un acto de voluntad mediante superación de una fuerte tendencia contraria. Así, la voluntad reina sobre el alma y sobre el cuerpo vivo, aun cuando no absolutamente ni sin experimentar denegación de la obediencia. Un límite le está puesto por el mundo de objetos que se abre en el vivenciar; el volverse hacia el objeto (dado en la percepción, en el sentimiento o como quiera que esté presente) está en el dominio del querer, pero no la aprehensión de un objeto no existente. Esto no quiere decir que el mundo de objetos mismo esté sustraído al dominio de mi voluntad. Yo puedo producir una modificación en el mundo de objetos, pero no puedo producir voluntariamente su percepción si él mismo no existe. La voluntad sufre una limitación más por el poder de tendencias que se contrarrestan y que en parte están corporalmente ligadas (cuando tienen por fuente sentimientos sensibles) y en parte no.

¿Es este actuar del querer y del tender sobre el alma y el cuerpo vivo causalidad psicofísica o tenemos aquí la muy discutida causalidad desde la libertad, la ruptura de la cadena causal «sin lagunas»? Acción es siempre creación de algo que no es. Este proceso se puede realizar en sucesión causal, pero la introducción del proceso, la intervención propia de la voluntad, no es vivenciada como un actuar causal, sino de una especie propia. Con ello no está dicho que la voluntad no tenga nada que ver con la causalidad. En tanto que sentimos cómo un cansancio de origen corporal impide que surja un acto de voluntad, lo consideramos como condicionado causalmente. En tanto que sentimos cómo una voluntad victoriosa supera el cansancio e incluso lo hace desaparecer, la encontramos como eficazmente causal. En tanto que ella lleva a cabo todas sus obras por medio de un instrumento causalmente regulado, también está su ejecución trabada a condiciones causales. Pero lo propiamente creativo del acto de voluntad no es ningún actuar causal; todas aquellas relaciones causales son extraesenciales a la voluntad, ésta se deshace de ellas tan pronto como deja de ser voluntad de un individuo psicofísico y, sin embargo, sigue siendo voluntad. También la tendencia muestra semejante estructura, y tampoco el nacer de una acción a partir de una tendencia aparece como sucesión causal. La diferencia estriba en que en la tendencia viene comprometido el yo en la acción, encaminado hacia ella, de manera no libre, y en que ninguna fuerza creativa goza allí de vida. Todo acto creativo en sentido propio es acción de la voluntad. Es común a ambos, al querer y al tender, la capacidad de valerse de la causalidad psicofísica; sin embargo, sólo del yo volente se puede decir que es señor del cuerpo vivo.


5. Transición al individuo ajeno

A grandes rasgos nos hemos dado cuenta de lo que, como mínimo, hay que entender por un yo individual o individuo: un objeto unitario en el que la unidad de conciencia de un yo y un cuerpo físico se ayuntan inseparablemente, por lo que cada uno de ellos adquiere un nuevo carácter; el cuerpo aparece como cuerpo vivo; la conciencia, como alma del individuo unitario. La unidad se atestigua en que ciertos procesos se dan como pertenecientes al alma y al cuerpo vivo a la vez (sensaciones, sentimientos comunes); además, en el enlace causal de procesos físicos y psíquicos y de la relación causal mediada por ellos entre el alma y el mundo externo real. El individuo psicofísico como totalidad es un miembro en el entramado de la naturaleza. El cuerpo vivo está caracterizado frente al cuerpo físico por el hecho de que es portador de campos de sensación, se encuentra en el punto cero de la orientación del mundo espacial, es capaz de movimiento libre y está constituido con órganos móviles, es campo de expresión de las vivencias del yo que le pertenece e instrumento de su voluntad59Puede parecer llamativo que no hemos recurrido en absoluto al concepto que suele figurar en primer lugar en las definiciones ordinarias del individuo y del organismo: el concepto de fin. No lo he hecho para no cargar más todavía la descripción con la discusión del concepto de fin, pero también por razones objetivas: no creo que se pueda hablar de una subordinación inmediatamente vivenciada del acontecer psicofísico a un fin unitario. Pero entonces tampoco se toma en consideración el concepto de fin para la aprehensión empática de un individuo ajeno.. Hemos obtenido todas estas características a partir de la consideración del individuo propio. Ahora hay que mostrar cómo se constituye para nosotros el ajeno.


a) Los campos de sensación del cuerpo vivo ajeno

Comenzamos con la consideración de lo que permite comprender el cuerpo vivo ajeno como cuerpo vivo, lo que lo distingue frente a otros cuerpos físicos. Ante todo, pues, ¿cómo nos están dados los campos de sensación? De los propios tenemos -como vimos- un darse originario en la «percepción corporal»60Vid. supra pp. 46 ss. [p. 60].. Además los tenemos «codados» en la percepción externa de nuestro cuerpo físico de aquella manera completamente peculiar en la que lo no percibido mismo puede existir junto con lo percibido. Y de la misma manera existen los campos de sensación del otro para mí, el cuerpo vivo ajeno es «visto» como cuerpo vivo. Hemos tratado este tipo de presentación, que vamos a llamar «cooriginariedad», al ocuparnos de la percepción de la cosa61Cf. Parte II de este trabajo, p. 5 [p. 22].. Con el lado visto de una cosa espacial están dados los lados ocultos y lo interno; dicho brevemente: está «vista» toda la cosa. Pero (como ya dijimos también) aquel darse de un lado implica tendencias a proseguir hacia nuevos modos de darse y, en tanto que las secundamos, los lados antes apartados son percibidos en sentido riguroso, lo que antes era cooriginario es dado originariamente. Semejante cumplimiento de lo pretendido y anticipado es también posible por «covisión» de los campos de sensación propios, sólo que no en percepción externa progresiva, sino en el paso de la percepción externa a la percepción corporal. También la covisión de los campos de sensación ajenos implica tendencias, pero su cumplimiento originario está en principio excluido aquí; ni en percepción progresiva externa, ni en el paso a la percepción corporal, puedo traérmelas a dato originario. El único cumplimiento que es aquí posible es la presentificación empatizante. Todavía puedo traerme a dato aquellos campos de sensación de una manera distinta al modo de la representación vacía, de la cooriginariedad; puedo hacerlos intuitivos para mí, mas no precisamente con el carácter de la percepción, sino sólo presentificando, tal como hemos expuesto en la descripción de los actos de empatía. El carácter del «ahí mismo» lo deben al cuerpo físico dado aquí y ahora con el que ellos vienen dados. Esto es todavía más claro cuando en vez de los campos de sensación consideramos las sensaciones actuales mismas. La mano que descansa sobre la mesa no está ahí como el libro a su vera, ella «presiona» contra la mesa (y, por cierto, más o menos fuerte), descansa distendida o estirada, y yo «veo» esa sensación de presión o de tensión según el modo de la cooriginariedad; en tanto sigo las tendencias de cumplimiento que hay en este «coaprehender», se desplaza mi mano (no realmente, sino «en cierto modo») al lugar de la ajena, entra en ella, adopta su posición y su postura y siente entonces sus sensaciones. No originariamente y no como propias, sino «con», exactamente en el modo de la empatía, cuya esencia hemos acotado antes frente al vivenciar propio y a todo otro tipo de presentificación. Durante este transferirse dentro de lo otro, la mano ajena está permanentemente percibida como miembro del cuerpo físico ajeno, la propia está dada como miembro del cuerpo vivo propio. Así que las sensaciones empatizadas, en contraste con las propias, se destacan permanentemente como ajenas (incluso si no estoy dirigido a este contraste en el modo de la atención).


b) Las condiciones de la posibilidad de la empatía de sensación

La posibilidad de la empatía de sensación (con precisión debería decirse «endosensación») está garantizada por la comprensión del cuerpo vivo propio como cuerpo físico, y del cuerpo físico propio como cuerpo vivo, en virtud de la fusión de percepción externa y percepción corporal62Tal vez es posible llegar a una explicación genética de la empatía desde el fenómeno de la fusión. Sólo que hay que remitirse al vivenciar propio y no hablar sin más de fusión entre lo ajeno externo y el vivenciar propio. Cf. Parte 11, p. 28 [p. 42].; también por el posible cambio de lugar de este cuerpo físico en el espacio; por la posibilidad, en fin, de modificar su condición real en la fantasía permaneciendo firme su tipo.

Si la magnitud de mi mano (longitud, anchura, proporción, etc.) me estuviera dada como constante inmutable, entonces tendría que fracasar el intento de empatía con toda mano de otra condición por la oposición de ambas; pero de hecho también resulta muy bien la empatía con manos de varones y de niños que son muy diferentes de la mía. Mi cuerpo físico y sus miembros no están precisamente dados como tipo fijo, sino como realización fortuita de un tipo variable dentro de límites fijos. Este tipo, por otra parte, ha de permanecer conservado. Sólo con cuerpos físicos de este tipo puedo empatizar, sólo a ellos puedo considerar como cuerpos vivos.

Con ello no está dada todavía una delimitación clara. Hay tipos de distinto grado de generalidad, y a ellos corresponden distintos grados de posibilidad de empatía. El typos «cuerpo humano» no delimita el dominio de mis objetos de empatía, dicho con más exactitud, de lo que me puede estar dado como cuerpo vivo, pero delimita bien un dominio dentro del cual es posible un grado completamente determinado de cumplimiento empatizante. En el caso de la empatía con la mano ajena existe la posibilidad de un cumplimiento, aun cuando no «adecuado», sí amplio sin embargo: lo que yo siento como no-originario se puede corresponder punto por punto con el sentir originario del otro. Si en comparación con ello considero la pata de un perro, entonces tampoco tengo una cosa meramente física, sino un miembro sentiente de un cuerpo vivo. Y también aquí es posible todavía un cierto transferirse dentro de otro, vg., la endosensación de un dolor cuando el animal es herido, pero otras cosas – acaso ciertas conductas y movimientos- sólo nos están dadas como representaciones vacías, sin la posibilidad de un cumplimiento. Y cuanto más nos alejamos del typos «hombre», más disminuye el número de posibilidades de cumplimiento.

En la comprensión de los cuerpos vivos ajenos como del mismo tipo que el perteneciente a mí se nos ofrece un buen sentido del discurso sobre el «analogizar» que se da en la aprehensión de otro. Este analogizar tiene en verdad poco que ver con «inferencias por analogía». También la «asociación por semejanza» que Volkelt63System der Ásthetik [Sistema de la estética], I, pp. 241 ss. , entre otros, destaca como importante para la empatía, se presenta como aprehensión de un caso aislado de tipo conocido. Para comprender un ·movimiento (vg., un ademán de orgullo) tengo que «trabarlo» primero con otros movimientos similares que me resultan conocidos. Según nuestra concepción, esto significa que tengo que encontrar en él un tipo conocido64Como se mencionó en anterior ocasión, Fechner se ha ocupado (Zur Seelenfrage [Sobre la cuestión del alma], pp. 49 s., 63) de resaltar el typos general que constituye el fundamento de todos los supuestos de animación (en él no podemos hablar de empatía). Aquí no se puede seguir el examen de las determinaciones particulares que él da. Si se me permite, tampoco voy a decidir aquí si él incluye el reino vegetal en este typos. . Aquí hay temas para grandes investigaciones. Nos tenemos que contentar con lo dicho como alusión a las «trascendentales» cuestiones que se suscitan sin poder aventurarnos en una discusión más detallada.


c) El resultado de la empatía de sensación y su manquedad en la bibliografía existente sobre la empatía

Al final del proceso de la empatía hay en nuestro caso, así como de ordinario, una nueva objetivación en virtud de la cual encontramos frente a nosotros la «mano sentiente» como al principio (ella está efectivamente presente todo el tiempo, a diferencia del progresar en percepción externa, sólo que no en el modo de la atención), pero ahora con una nueva dignidad, porque lo representado como vacío ha encontrado su henchimiento. Con la constitución del estrato de sensación del cuerpo físico ajeno (que ahora ya no podemos permitirnos denominar «cuerpo físico» en sentido estricto), está ya dado, gracias a la pertenencia esencial de las sensaciones al yo, un yo ajeno, aun cuando no necesariamente «despierto», que puede llegar a ser consciente de sí mismo. Este estrato fundamental de la constitución siempre ha sido dejado de lado, como ya observábamos, hasta ahora. Volkelt trata repetidas veces la «endosensación», pero la caracteriza lacónicamente como reproducción de sensaciones, sin investigar su esencia propia, y no tiene en cuenta su significado para la constitución del individuo, sino que la considera sólo como un medio auxiliar para la realización de lo único que designa como empatía, la empatía de sentimientos y especialmente de estados de ánimo. Él no quiere designar a la endosensación como empatía porque la empatía sería «algo francamente mezquino y mísero» si tuviera que detenerse en las sensaciones.

De ninguna manera la vamos a reducir nosotros a esto; por otra parte, en modo alguno podemos apreciar tan escasamente las sensaciones después de las indicaciones precedentes; y finalmente, ningún móvil sentimental debe motivarnos para separar lo que esencialmente se copertenece. La aprehensión de vivencias ajenas -sean sensaciones, sentimientos o lo que sea- es una modificación de conciencia unitaria, típica (aunque diferenciada de varias maneras) y requiere un nombre unitario; para ella hemos elegido el término «empatía», ya usual para una parte de los fenómenos pertenecientes a ella; si se lo quiere mantener para el terreno más restringido se debería acuñar una nueva expresión para el más amplio.

Lipps enfrenta alguna vez las sensaciones a los sentimientos cuando dice que en el hombre que tiene frío no veo la sensación-frío, sino el malestar que él siente. Que este malestar sea despertado por sensaciones es sólo el resultado de la reflexión. Entendemos muy bien cómo Lipps llega a esta afirmación: es la consecuencia de su enfoque unilateral del «símbolo», del fenómeno de la «expresión». Para él sólo son visibles, intuitivamente dadas, las vivencias expresadas mediante un semblante, un gesto u otras semejantes. Y las sensaciones no están de hecho expresadas. Pero que por eso no nos deban estar dadas directamente en absoluto, sino como soporte fundante de estados del sentimiento, es desde luego una afirmación fuerte. Quien no ve en la «carne de gallina» de otro o en su nariz azulada que tiene frío, sino que primero tiene que poner en marcha la reflexión de que el malestar que él siente bien puede ser una «tiritera», ese tal debe sufrir de notables anomalías de comprensión. Por lo demás, este malestar de tiritera no necesita constituirse en absoluto sobre sensaciones de frío, sino que también puede aparecer, por ejemplo, como síntoma psíquico concomitante de un estado de excitación. Por otra parte, puedo muy bien «tener frío sin pasar frío», es decir, tener sensaciones de frío sin sentirme en modo alguno incómodo. Estaría, pues, mal planteado nuestro conocimiento de las sensaciones ajenas si sólo pudiéramos llegar a ellas por el rodeo sobre los estados de sentimiento constituidos sobre ellas.


d) El cuerpo vivo ajeno como centro de orientación del mundo espacial

Llegamos al segundo constituens del cuerpo vivo, a su posición en el punto cero de la orientación. Esto no es separable del darse del mundo externo espacial. El cuerpo del otro individuo, como mero cuerpo físico, es una cosa espacial como otras y está dado en un lugar determinado del espacio, a una determinada distancia de mí, centro de la orientación espacial, y en determinadas relaciones espaciales con el mundo espacial restante. Entonces, en la medida en que comprendiéndolo como cuerpo vivo sensible me transfiero a él empatizando, obtengo una nueva imagen65La designación «imagen» da una mala imagen de la comprensión del mundo espacial, pues nosotros no tenemos ninguna imagen que nos lo represente, sino él mismo visto por un lado. del mundo espacial y un nuevo punto cero de la orientación. No es que traslade mi punto cero hasta allí, pues yo conservo mi punto cero «originario» y mi orientación «originaria», mientras que empatizando obtengo los demás nooriginariamente. Por otra parte, lo que obtengo no es una orientación de fantasía, una imagen fantástica del mundo espacial, sino que a ello corresponde cooriginariedad como a las sensaciones empatizadas, porque el cuerpo vivo al que la orientación está referida es al mismo tiempo cuerpo físico percibido y porque ella está dada como originaria para el otro yo, aunque no-originaria para mí.

Con la orientación hemos avanzado un enorme tramo en la constitución del individuo ajeno, pues con ella está empatizada, para el yo que pertenece al cuerpo vivo que siente, la plena totalidad de las percepciones externas conforme a cuya esencia se constituye el mundo espacial. De un sujeto que tiene sensaciones se ha llegado a uno que ejecuta actos. Y con ello obtienen aplicación todas las determinaciones que resultan de la consideración esencial inmanente de la conciencia de percepción66Cf. los análisis en las Ideen [Ideas] de Husserl, pp. 48 s, 60 ss. . Por tanto, también son válidos para ello los asertos sobre las diferentes modalidades de ejecución esencialmente posibles de los actos, sobre la actualidad e inactualidad de los actos de percepción y de lo percibido. El yo que percibe externamente puede, en principio, percibir según el modo del «cogito», esto es, según el modo del específico «estar dirigido» a un objeto, y con ello está dada al mismo tiempo la posibilidad de la reflexión sobre el acto ejecutado. Naturalmente que con la empatía propia de una conciencia que percibe no está señalada todavía cuál es la forma respectiva de ejecución, sino que para ello hacen falta puntos de referencia especiales caso por caso. Pero están fijadas a priori las posibilidades esenciales que hay en los casos concretos.


e) La imagen ajena del mundo como modificación de la propia

La imagen del mundo que yo empatizo como del otro no sólo es una modificación de la mía a causa de la distinta orientación, sino que varía según se conciba la condición de su cuerpo vivo. Para un hombre sin ojos está descartado el darse óptico completo del mundo. Hay, efectivamente, una imagen del mundo que corresponde a su orientación, pero si la atribuyo a él sucumbo a un burdo engaño de empatía. El mundo se constituye para él sólo a través de los restantes sentidos, y quizá me resultará realmente imposible, debido a mis hábitos fácticos de intuición y pensamiento ejercidos a lo largo de la vida, procurarme el cumplimiento empatizante con su mundo dado en representaciones vacías. Pero me están dadas estas representaciones vacías y la falta de cumplimiento intuitivo. Esto valdrá todavía en mayor medida para la empatía del disminuido sensorial hacia el provisto de todos los sentidos. Aquí se muestra la posibilidad del enriquecimiento de la propia imagen del mundo a través de la de otros, la relevancia de la empatía para la experiencia del mundo externo real. Esta relevancia aún se torna notable desde otro respecto.


f) Empatía como condición de la posibilidad de la constitución del individuo propio

A partir del punto cero de la orientación obtenido en la empatía tengo que considerar mi propio punto cero como un punto del espacio entre muchos, no ya como punto cero. Y a la vez, con ello -y sólo por ello- aprendo a ver mi cuerpo vivo a la manera de un cuerpo físico como los demás, mientras que en experiencia originaria me está dado sólo como cuerpo vivo y por lo demás -en la percepción externa- como un cuerpo físico imperfecto diferente de todos los otros67Vid. supra pp. 44 ss. [pp. 59 ss.]. En «empatía reiterada»68Vid. Parte 11, pp. 18 s. [pp. 34 s.]. comprendo de nuevo aquel cuerpo físico como cuerpo vivo, y sólo así me estoy dado a mí mismo en sentido pleno como individuo psicofísico para el que es constitutivo el estar fundado en un cuerpo físico. Esta empatía reiterada es a la vez la condición de posibilidad de aquel darse de mí mismo a modo de imagen especular en el recuerdo y la fantasía con el que ya topamos más veces69Vid. supra, p. 9. [p. 26]. (presumiblemente, también de la comprensión misma de la imagen especular, sobre lo cual no vamos a entrar más en detalle). En tanto que sólo me está dado un punto cero y mi cuerpo físico en este punto cero, existe ciertamente la posibilidad del desplazamiento de mi punto cero junto con mi cuerpo físico, y también la posibilidad de un desplazamiento en la fantasía que discrepa entonces del punto cero real y de la orientación que le pertenece (y esta posibilidad es, como vimos, condición de posibilidad de la empatía); pero no la posibilidad de una mirada libre sobre mí como sobre otro cuerpo físico. Cuando yo me diviso en la copa de un árbol en un recuerdo de infancia o, fantaseando, a la orilla del Bósforo, entonces me veo como otro, o como otro me ve. Y esto me lo posibilita la empatía. Pero su relevancia se extiende todavía más.


g) La constitución del mundo externo real- en experiencia intersubjetiva

El mundo que veo al fantasear es, en razón de su discrepancia con mi orientación originaria, un mundo que no existe (sin que yo, al vivir en la fantasía, necesite traerme a dato esta no-existencia); el mundo que veo empáticamente es mundo existente, tal que está puesto como aquel percibido originariamente. El mundo percibido y el mundo dado según la empatía son el mismo visto diversamente. Pero no sólo el mismo visto por distintos lados, como cuando yo, al percibir originariamente, paso de un punto de vista a otro recorriendo continuadamente la variedad de apariencias de las cuales toda anterior motiva la posterior, toda subsiguiente se desprende de la precedente. Cabalmente, el pasar de mi punto de vista al del otro se cumple también de la misma manera, pero el nuevo no reemplaza al antiguo, los retengo a ambos a la vez. El mismo mundo no se representa ahora meramente así y después de otra manera, sino de las dos maneras al mismo tiempo. Y se representa distinto no sólo dependiendo del respectivo punto de vista, sino también dependiendo de la condición del observador. Con ello, la apariencia del mundo se muestra como dependiente de la conciencia individual, pero el mundo que aparece -que permanece el mismo como quiera y a quien quiera se le aparece- se muestra como independiente de la conciencia. Encerrado en los límites de mi individualidad no podría salir del «mundo tal como se me aparece», siempre sería pensable que la posibilidad de su existencia independiente, que como posibilidad todavía podría darse, permaneciera indemostrada. Pero tan pronto como traspaso aquellos límites con ayuda de la empatía y llego a una segunda y tercera apariencia del mismo mundo con independencia de mi percepción, queda acreditada aquella posibilidad. Así deviene la empatía, como fundamento de la experiencia intersubjetiva, condición de posibilidad de un conocimiento del mundo externo existente, tal como es expuesto por Husserl[1] 70Cf. Ideen [Ideas], pp. 279 y 317. y de modo parecido por Roycemfn]Cf. Selfconsciusness, social conciusness and nature [Autoconciencia, conciencia social y naturaleza]. [/mfn].

Ahora podemos también tomar posición respecto a otros intentos de una constitución del individuo que nos encontramos en la bibliografía sobre la empatía. Ahora vemos que Lipps afirma con toda razón que el individuo propio, como la multiplicidad de los yoes, se constituye sobre la base de la percepción de cuerpos físicos ajenos en los que encontramos (por medio de la empatía) una vida consciente. De hecho sólo nos consideramos como individuo, como «un yo entre muchos», cuando hemos aprendido a considerarnos por «analogía» con otro. La carencia de su teoría estriba en que se contenta con tales breves referencias, en que teniendo en una mano el cuerpo físico del individuo ajeno y en la otra sus vivencias particulares (además con la restricción a las dadas en «relación simbólica»), se detuvo sin mostrar cómo se junta lo uno con lo otro, sin mostrar la aportación de la empatía para la constitución del individuo.

También podemos confrontarnos con la concepción de Münsterberg71Cf. Parte 11, pp. 39 s. [pp. 52 s.]. a la que antes no encontrábamos acceso adecuado alguno. Sus argumentos, antes reproducidos, vienen a parar (si le entendemos rectamente) en que nosotros tenemos separados, por una parte, los actos de los otros sujetos dados en covivenciar, por otra los cuerpos físicos ajenos y el mundo espacial dado a ellos en una determinada constelación («representaciones» llama a esto Münsterberg, una concepción cuya refutación nos llevaría aquí demasiado lejos). Sólo en tanto que el contenido de las afirmaciones con las que los otros sujetos se dirigen a mí se muestra dependiente de la posición de sus cuerpos físicos en el mundo espacio-temporal, se llega a un vínculo de los sujetos y de sus actos con los cuerpos físicos. Sobre la base de nuestras sencillas demostraciones tenemos que rechazar esta sagaz teoría como construcción insostenible. Un cuerpo físico considerado meramente como tal no podría nunca ser comprendido como «principio de orden» de los otros objetos. Por otra parte, las afirmaciones de los otros sujetos sobre su mundo fenomenal tendrían que permanecer siempre incomprensibles (al menos en el sentido de un entender que se realiza por completo, a diferencia de la mera comprensión verbal vacía) si no existiera la posibilidad de la empatía, del transferirse a su orientación. Las afirmaciones pueden suplir completando allí donde la empatía falla, y entonces servir tal vez como puntos de referencia para una empatía ulterior, pero en principio no pueden reemplazarla, sino que su aportación debe suponer la de la empatía. En fin, si además fuera pensable llegar sobre la base de meras afirmaciones a la representación de una agrupación del mundo espacial en torno a un cuerpo físico determinado, y practicar una coordinación del sujeto de aquellas afirmaciones con este cuerpo físico, desde luego que es del todo imprevisible cómo a partir de aquí se debería llegar al fenómeno del individuo psicofísico unitario que, por lo demás, tenemos ahora como indiscutible. Y naturalmente que es asimismo poco pensable concebir el cuerpo vivo propio como un cuerpo físico de cuya «situación» depende el «contenido de nuestras representaciones».


h) El cuerpo vivo ajeno como portador de libre movimiento

Hemos llegado a conocer al cuerpo vivo ajeno como portador de campos de sensación y como centro de orientación del mundo espacial, y ahora encontramos un constituens más en su libre movilidad. Los movimientos de un individuo no nos están dados como movimientos meramente mecánicos. También hay efectivamente casos de este tipo, al igual que en los movimientos propios. Si con una mano agarro la otra y la levanto, el movimiento de la mano levantada me está dado entonces como mecánico, igual que el de un cuerpo físico que yo alzo. Las sensaciones que transcurren al mismo tiempo constituyen la conciencia del cambio de lugar de una parte de mi cuerpo vivo, pero no la vivencia del «yo muevo». Por el contrario, tengo esa vivencia en la mano que se mueve y, por cierto, tanto la del movimiento propio como la de su comunicación a la otra mano. En tanto que este movimiento propio es a la vez percibido desde el exterior como movimiento mecánico y ambos son comprendidos como el mismo movimiento (como ya declaramos antes), también es «visto» como movimiento propio. La diferencia entre movimiento «vivo» y «mecánico» se entrecruza aquí con la que hay entre movimiento «propio» y «comovimiento»; no es que se reduzca una a otra, lo cual se empieza a mostrar en que cada movimiento «vivo» es también a la vez movimiento mecánico. Por otra parte, el movimiento propio no es algo así como movimiento propio vivo, puesto que también hay movimiento propio mecánico: si una bola que rueda da con otra en su movimiento y la «lleva consigo», entonces tenemos el fenómeno del movimiento propio y del comovimiento mecánicos. Hay que preguntar entonces si también hay comovimiento vivo. Creo que esto se debe negar. Si viajo en un tren por un paraje o me dejo empujar sobre la pista de hielo sin ejecutar movimientos deslizantes, entonces me es dado el movimiento (si prescindimos de todo lo que no es comovimiento) sólo en el cambio de las apariencias del entorno espacial, y puede ser comprendido igualmente como movimiento del paisaje o como movimiento de mi cuerpo físico. De ahí las conocidas «ilusiones ópticas»: los árboles y postes de telégrafos que vuelan ante mí, el truco escénico que simula para nosotros el recorrer un camino por el movimiento de los bastidores, etc. Por tanto, el comovimiento sólo es comprensible como mecánico, no como vivo. Todo movimiento vivo parece ser, según eso, movimiento propio.

Además, aún hay que distinguir del comovimiento el movimiento «comunicado». Si una bola que rueda no se «lleva consigo» a la que está en reposo, sino que por el empuje le «otorga» un movimiento propio (acaso permaneciendo ella misma en reposo), entonces tenemos el fenómeno de un movimiento mecánico comunicado. Ahora bien, semejante movimiento comunicado puede ser no sólo percibido como mecánico, sino también vivenciado como vivo. Además, no como un «yo muevo», sino como un «ser movido». Si recibo un empujón y me caigo o soy deslizado cuesta abajo vivencio el movimiento como vivo, pero no como «activo», procedente de un «impulso», sino como «pasivo», comunicado. Las diferencias análogas se encuentran tanto en los movimientos propios como en los ajenos. Si veo a alguien pasar en un carruaje, en principio su movimiento no me parece distinto al de las partes «fijas» del carruaje: es comovimiento mecánico que yo percibo -no empatizo externamente. Por supuesto que de esto hay que distinguir enteramente su comprensión de este movimiento, que yo me presentifico al empatizar en tanto que me transfiero a su orientación. Las cosas ocurren de modo completamente distinto con el movimiento que él ejecuta cuando, por ejemplo, se pone de pie en el carruaje. Yo «veo» un movimiento del tipo de mi movimiento propio y lo comprendo como movimiento propio; sigo la tendencia al cumplimiento del movimiento propio «copercibido» en tanto que lo coejecuto empatizándolo de la manera ya suficientemente conocida y, concluyendo, realizo la objetivación en la que me hace frente como movimiento del otro individuo.

Así se me da el cuerpo vivo ajeno con sus órganos como móvil. Y la libre movilidad está estrechamente trabada con los otros constituyentes del individuo. Debemos comprender ese cuerpo físico ya como cuerpo vivo para empatizar en él movimiento vivo; nunca comprenderemos el movimiento propio de un cuerpo físico como movimiento vivo (aun cuando acaso nos hacemos evidente su diferencia de un movimiento comunicado o de un comovimiento a través de una cuasi-empatía cuando, por ejemplo, «participamos internamente» del movimiento de la bola empujada y de la que empuja). El restante carácter de la bola prohíbe atribuirle los movimientos vivos presentificados72Puesto que cada cuerpo vivo es a la vez cuerpo físico, y cada movimiento vivo es a la vez mecánico, es posible considerar los cuerpos físicos y sus movimientos «como si» fueran cuerpos vivos, y en la bibliografía sobre la empatía estética desempeña un gran papel la empatía del movimiento en los cuerpos físicos. Por otra parte, la rígida inmovilidad contraviene el fenómeno del cuerpo vivo sentiente y del organismo vivo en general73Si las plantas tampoco tienen el libre movimiento de los sujetos animales, desde luego que a ellas les pertenece esencialmente el fenómeno del crecimiento, y en él está incluido un movimiento que no es mero movimiento mecánico. A ello se añade la torsión hacia la luz y otros movimientos que ellas ejecutan. . La idea de un ser vivo completamente inmóvil es irrealizable; estar firmemente inmóvil en un lugar significa a la vez «volverse de piedra». Ya la orientación espacial no es por completo separable del libre movimiento. Por lo pronto, con la supresión del movimiento propio estarían tan limitadas las variedades de percepción que la constitución de un mundo espacial (incluso del individual) estaría puesta en cuestión. Además se suprimiría la posibilidad de una transferencia al cuerpo vivo ajeno y con ello la de la realización de una empatía y la obtención de su orientación. A la estructura del individuo pertenece pues, inamisiblemente, el libre movimiento.


i) Los fenómenos vitales

Tenemos que considerar ahora un grupo de fenómenos que están implicados de manera especial en la estructura del individuo en la medida en que se presentan como apariencia en el cuerpo vivo y también como vivencias psíquicas. Quiero denominarlos fenómenos vitales específicos. Crecimiento, desarrollo y envejecimiento, salud y enfermedad, vigor y debilidad (los sentimientos comunes, como dijimos, o el modo y manera de «sentirse uno en su cuerpo vivo», como Scheler acostumbra a decir), el vivir y el morir.

Scheler ha protestado tanto contra la teoría de la empatía en general como en especial contra la «explicación» de los fenómenos vitales a través de la empatía74Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], p. 121. . Esto estaría completamente justificado si la empatía fuera un proceso genético y en la explicación residiera aquella tendencia a soslayar lo que hay que explicar de la que hablamos antes. Por lo demás, no veo ninguna posibilidad de desligar los fenómenos vitales de los restantes constituyentes del individuo ni de mostrar para ellos otro aprehender que el empatizante. En la consideración de los sentimientos comunes como vivenciar propio hemos visto cómo ellos «llenan» cuerpo vivo y alma y confieren a cada acto espiritual, así como a cada proceso corporal, una coloración determinada; cómo luego, de la misma manera que los campos de sensación, son «covistos» en el cuerpo vivo. Así, también «vemos» en el paso y porte, en cada movimiento de una persona, la «manera como se siente», vigor, debilidad y similares, y llevamos a cumplimiento este vivenciar ajeno coentendido en tanto que lo correalizamos empatizando. Ahora bien, vemos tal vigor y debilidad no sólo en hombres y animales, sino también en las plantas. Y también aquí tenemos la posibilidad de cumplimiento empatizante. En verdad, es una considerable modificación respecto de mi propia vida la que aquí aprehendo. El sentimiento común de una planta no aparece como coloración de sus actos, pues no hay el más mínimo indicio de una existencia de tales actos, por lo cual tampoco tengo derecho alguno a atribuir a la planta un yo «despierto» y conciencia refleja de sus sentimientos vitales. Además, faltan los constituyentes que de ordinario conocemos en los seres animales. Si la planta tiene sensaciones, esto es cuando menos dudoso75Ciertos fenómenos sugieren que se les reconozca sensibilidad a la luz y, tal vez, cierta sensibilidad al tacto, aunque no quisiera tomar ninguna decisión sobre esto. , y por eso es infundada la empatía cuando creemos infligir dolor a un árbol que talamos con el hacha. La planta tampoco es centro de orientación del mundo espacial, y tampoco es libremente móvil, aunque es capaz -en contraste con todo lo inorgánico- de movimiento vivo. Por otra parte, la falta de estos constituyentes no nos autoriza a dar otra interpretación de los existentes ni a distinguir los fenómenos vitales vegetales de los nuestros.

Si debemos mirar los fenómenos vitales como esencialmente psíquicos o sólo como fundamento esencial del existir psíquico, esto voy a dejarlo sólo planteado76Entonces ellos serían pensables como seres no psíquicos, las plantas como seres vivos sin alma. . Apenas si se permitirá poner en discusión que a ellos corresponde, en contexto psíquico, carácter de vivencia. Quizá alguien encuentre que he escogido en el sentimiento común un ejemplo bien cómodo de la naturaleza anímica de los fenómenos vitales. Sin embargo, ésta debe poderse mostrar también en los otros. Scheler mismo nos ha remitido a la «vivencia de la vida»77Philosophie des Lebens [Filosofía de la vida], pp. 172 ss. ; cuando él quiere llamar «psíquicas» sólo a las vivencias «vividas», concluidas, acabadas, esto me parece ser una definición que no está hecha desde la esencia de lo psíquico. Lo psíquico actual (lo originario, como dijimos) es deviniente, es un vivenciar. Lo devenido, vivido, acabado, recae en la corriente de lo pasado, lo dejamos detrás de nosotros en tanto que entramos en nuevo vivenciar; pierde su originariedad, pero permanece «la misma vivencia», está ahora vivo, después muerto, pero no es ahora no-psíquico -no hay de manera señalada una expresión positiva- y luego psíquico; así como la cera que se solidifica es primero líquida y luego sólida, pero desde luego que esta cera permanece como el mismo cuerpo físico. No hay un vivenciar individual no-psíquico, el alma no se puede separar de la vida (el vivenciar puro con el que tenemos que habérnoslas en la reducción es no-psíquico, tanto como deviniente cuanto como devenido). Scheler ha acentuado que hay un vivenciar del ascenso y del decaer vita78Philosophie des Lebens [Filosofía de la vida]. . Un vivenciar, no un tener objetivo, no una constatación de grados de desarrollo distinguibles. El continuum de la vida nos está dado de por sí como tal, no como compositum de líneas de enlace entre puntos sobresalientes. Y también el ascender a estos puntos nos está dado por sí; el desarrollo, no sólo sus resultados. (Ciertamente, nos solemos «hacer conscientes» de este desarrollo, es decir, lo hacemos objeto, sólo cuando percibimos su resultado; vg., de una disminución de nuestras fuerzas cuando advertimos que estamos débiles; y en la «vida psíquica superior», del ir disminuyendo una propensión cuando encontramos que ya no existe, y cosas por el estilo.) Y no es una mera imagen si comparamos nuestro desarrollo con el de una planta, sino una auténtica analogía en el sentido antes definido, como aprehensión de la pertenencia al mismo tipo. No de otra cosa se trata en el «encontrarse» corporal: «sentirse enfermo» tiene poco que ver con «dolores»; uno se puede sentir completamente sano, vg., con lesiones corporales dolorosas, con una complicada fractura de brazo, etc., y muy indispuesto sin dolor alguno. Y este «encontrarse» lo veo en el otro y me lo traigo a dato transfiriéndome dentro de él al empatizar. En el cuadro de conjunto de la enfermedad, al observador atento se le revela una variedad de rasgos singulares que permanecen ocultos a la mirada fugaz. Esto es lo que tiene de ventaja la «mirada entrenada» del médico frente a la del lego. Que él, sobre la base de este cuadro, establezca su diagnóstico y crea «ver» el carcinoma en las mejillas caídas, amarillentas, la tuberculosis en las manchas héticas y el brillo innatural de los ojos, esto ya no lo debe a la empatía, sino a su saber que aquel «cuadro clínico» es provocado por la actividad de los agentes patógenos correspondientes. Pero el cuadro clínico mismo, la distinción de los múltiples tipos de enfermedad que constituye el fundamento de todo diagnóstico, se lo proporciona su don de empatía cultivado por adaptación a este grupo de fenómenos y por largo ejercicio en orden a una amplia diferenciación; don que, francamente, la mayoría de las veces se queda aquí en el primer grado de la empatía y no progresa hacia la transferencia dentro del estado patológico. Y no algo distinto de la relación del médico con el paciente, cuyo bien le está confiado, es la del jardinero con las plantas, cuyo crecimiento cuida. Él las ve llenas de fuerza fresca o enfermizas, recuperándose o marchitándose. Al empatizar se procura explicación sobre cómo se encuentran, en consideración causal investiga las causas de ese encontrarse y logra medios para influir sobre él.


k) Causalidad79«Causalidad» significa aquí la relación de dependencia intuitivamente aprehendida, no la relación física exactamente determinable. en la estructura del individuo

La posibilidad de semejante consideración causal está fundada de nuevo en la empatía. El cuerpo físico del individuo ajeno, como tal, está dado como un miembro de la naturaleza física en relaciones causales con otros objetos físicos: si se lo empuja se le confiere un movimiento; percutiéndolo y por presión se puede cambiar su forma; si se lo ilumina de diferente manera se cambia su coloración, etc. Pero con estas relaciones causales no está todo concluido. El cuerpo físico ajeno es visto, como sabemos, no como cuerpo físico, sino como cuerpo vivo; vemos que padece y ejerce otros efectos además de los físicos. Si pinchamos en una mano con un alfiler no es lo mismo que si clavamos un clavo en la pared aunque sea lo mismo como procedimiento mecánico, a saber, la perforación de una cuña. La mano siente el dolor cuando es pinchada y vemos que se requiere un prescindir artificial del mismo, tenemos que reducir primero el fenómeno, para ver lo que tiene en común con el otro. Nosotros «vemos» este efecto porque vemos la mano como sentiente, porque empatizando nos transferimos dentro de ella y comprendemos cada acción física sobre ella como «excitación» que provoca un efecto psíquico.

Además de estos efectos por causas externas aprehendemos efectos dentro del individuo mismo. Vemos, por ejemplo, a un niño revolviéndolo todo con vehemencia y luego quedarse cansado e irritable. Entonces comprendemos cansancio y malhumor como efectos del movimiento. Ya hemos visto cómo vienen a dársenas los movimientos como movimientos vivos y el cansancio. También el «malhumor» lo aprehendemos empatizando (como pronto veremos). Y entonces no desarrollamos la sucesión causal como a partir de los datos obtenidos, sino que también ella es vivenciada empatizando.

Asimismo aprehendemos empatizando la causalidad interpsíquica cuando, a modo de ejemplo, inmunes al material infeccioso observamos el proceso del contagio de sentimientos entre otros individuos: cómo con ocasión de las palabras del actor «sólo se escuchan sollozos y las mujeres lloran», oímos en seguida un sollozo comprimido desde todas las esquinas y confines del patio de butacas. Al transferirnos dentro de estos sentimentales ánimos, cosentimos el llegar a conmoverse de la atmósfera descrita y obtenemos así una imagen del proceso causal que allí ocurre.

Finalmente, notamos también un efecto del individuo sobre el mundo externo en cada acción que produce un cambio de la naturaleza física, sea en la acción instintiva o en la voluntaria. Si observo la «reacción» a una excitación, por ejemplo cómo una piedra que se acerca volando es conducida fuera de su trayectoria por un movimiento «mecánico» de rechazo, veo un proceso causal en el que están implicados miembros psíquicos intermedios. Al transferirme dentro de la otra persona comprendo aquel objeto como excitación y vivencia el desenlace del movimiento en contra (tales procesos pueden pasar inadvertidos, pero es enteramente infundado caracterizarlos como «inconscientes» o «puramente fisiológicos»), y vivencia el desvío de la piedra de su trayectoria como efecto de la acción de reacción. Si veo cómo alguien procede motivado por una resolución de la voluntad, por ejemplo levanta y acarrea una pesada carga por una apuesta, empatizando aprehendo el proceder de la acción a partir del acto de voluntad que aquí aparece como primum movens del proceso causal, no como miembro intermedio en la serie de las causas físicas. Tenemos dado fenomenalmente el efecto de lo psíquico sobre lo físico y también de lo psíquico sobre lo psíquico sin mediación de un miembro físico intermedio (vg., en el caso de un contagio de sentimientos que no actúa por la expresión corporal, aun cuando está mediado por una forma de expresión como condición de comprensión de la vivencia)80Sobre la cuestión de la causalidad, cf. en la precedente p. 22 [p. 37]. . Pero, sea mediado físicamente o sea puramente psíquico, aquí tenemos desde luego un actuar de la misma estructura que las relaciones causales en la naturaleza física.

Ahora bien, en Scheler encontramos (coincidiendo con Bergson) el parecer de que nosotros hallamos en lo psíquico un tipo completamente nuevo de causalidad que no existe en el terreno físico81Cf. Ido/e [Ídolos], pp. 124 s., Philosophie des Lebens [Filosofía de la vida], pp. 218 ss., Rentenhysterie [Histeria de la jubilación], pp. 236 s.; cf. en la precedente Parte II, p. 37 [p. 50]. . Esta eficacia nueva debe consistir en que cada vivencia pasada puede actuar en principio sobre cada futura sin que tercie un intermediario (por tanto, también sin ser reproducida), en que igualmente es posible un efecto de un acontecimiento futuro sobre el vivenciar actual; a la larga, que la causalidad psíquica no depende de un condicionamiento de cada vivencia por la precedente, sino que en su dependencia de la totalidad del vivenciar, depende del todo de la vida individual. Si nos atenemos por lo pronto a la última formulación, entonces es enteramente aceptable que cada vivencia está condicionada por la serie total de las vivencias precedentes, pero también cada proceso físico por toda la cadena causal precedente. Una diferencia de principio consiste en que en el terreno físico tienen «iguales causas iguales efectos», mientras que en el terreno psíquico se echa de ver que la aparición de «causas iguales» está excluida por naturaleza. Mas si se atiende puramente a la relación de vivencia ocasionante y ocasionada, entonces apenas si se dejará ver un nuevo tipo de efección. Intentemos aclararnos con ejemplos sobre lo que aquí sucede82En lo sucesivo dejamos sin considerar si la «eficacia» aparece según la forma de causalidad o de motivación. . Una resolución de la voluntad, una tarea a mí asignada, conduce la afluencia de mi obrar incluso mucho tiempo después de la ejecución actual, sin que ella me sea «consciente», figurada en la acción presente. ¿Significa esto que una vivencia concluida del pasado determina mi vivencia presente a partir de aquel punto? De ninguna manera. Aquel acto de la voluntad que quedó sin realizar largo tiempo no ha caído en este tiempo «en el olvido», no se ha sumergido en la corriente del pasado, no ha devenido, para decirlo con Scheler, «vida vivida». Sólo ha pasado del modo de la actualidad al de la inactualidad, desde la actividad a la pasividad. Pertenece a la esencia de la conciencia que en cada momento del vivenciar, el cogito, el acto en el que vive el yo, está circundado por un séquito de vivencias de trasfondo, de inactualidades que ya no o todavía no son cogito y por eso tampoco son accesibles a la reflexión, sino que primero requieren el paso por la forma del cogito (que ellas pueden adoptar en todo momento) para ser aprehendidas. Si bien no actuales, desde luego que ellas son presentes, originarias y, en virtud de ello, activas. El acto de la voluntad sin realizar no está muerto, sino que sigue viviendo en el trasfondo de la conciencia hasta que le llega su hora y puede realizarse. Entonces pone en marcha su efección. Por tanto, no es que un pasado actúe sobre lo presente, sino que algo está penetrando hasta el fondo el presente.

Según esto, estamos completamente de acuerdo en que ninguna reproducción del acto de voluntad pone en curso la acción; vamos incluso más allá y decimos: no sería en absoluto capaz de eso. Un acto de voluntad olvidado no puede actuar, y un acto de voluntad «reproducido» tampoco está vivo, sino presentificado y, como tal, es incapaz de provocar un obrar (así como, en una habitación a oscuras, la fant sía de una lámpara encendida no puede procurarme la iluminación necesaria para leer); debe primero ser revivido, ser vivido otra vez desde el principio para poder actuar.

No sucede otra cosa con los acontecimientos futuros que «proyectan sus sombras». Scheler aduce el ejemplo de James83Psychologie [Psicología], p. 224. , quien bajo la influencia del desagradable curso de lógica que tenía que dictar a primera hora de la tarde se dedicaba todo el día anterior a acciones puramente superficiales sólo a fin de no encontrar tiempo para la pesada preparación, aunque desde luego sin «pensar en ello». Toda espera de un acontecimiento amenazador representa este tipo. Se dirige la atención sobre otro objeto para escapar del miedo, pero éste no desaparece, sino que se mantiene «en el trasfondo» e influye en todo nuestro comportamiento; como vivencia inactual que no es un específico estar dirigido a algo, el miedo no tiene su objeto -el acontecimiento esperado- completamente presente, pero tiende constantemente a convertirse en vivencia actual, a involucrar consigo al yo; siempre queda en el yo una oposición a entregarse a ese cogito, se refugia en otras vivencias actuales que ciertamente son entorpecidas en su puro transcurso por aquella vivencia de trasfondo. También aquí, por tanto, es activo no lo que es futuro, sino lo que es presente.

Y por lo que toca, finalmente, a la efectividad del todo de la vida sobre cada momento de la existencia tenemos que decir: todo lo que se vive dentro del presente puede ser efectivo, es indiferente a qué distancia del «ahora» se encuentra el punto de partida de la vivencia que actúa. También las tempranas vivencias de la infancia pueden perdurar dentro de mi presente, aunque empujadas hacia el trasfondo por la abundancia de acontecimientos más tardíos. Esto se ve claramente en las actitudes hacia otras personas. No «olvido» a mis amigos cuando no pienso en ellos, pues ellos pertenecen al inadvertido horizonte de presente de mi mundo, y mi amor por ellos vive incluso cuando yo no vivo en él e influye en mi sentir y obrar actuales. Puedo, por amor a una persona, omitir acciones que le desagradarían sin «ser consciente» de ello. Así, el rencor que me fue inculcado en mi infancia contra una persona puede pesar como una presión sobre mi vida posterior, aunque esté empujado completamente hacia el trasfondo y yo ya no piense en absoluto en aquella persona. Éste puede entonces, si yo me la encuentro otra vez, convertirse en actualidad y descargarse en una acción, o ser llevado a claridad refleja y con ello ser hecho ineficaz.

En cambio, lo que pertenece a mi pasado, lo que es temporal o está olvidado para siempre y sólo puede venir a dárseme con el carácter de la presentificación (mediante reminiscencia o relato de otros) no ejerce ningún efecto sobre mí. Un amor recordado no es un sentir originario y no puede ejercer ninguna influencia sobre mí; cuando hago algo a alguien por amor, por beneficio de una inclinación pasada, el querer se constituye sobre una toma de posición positiva hacia esta inclinación pasada, no sobre el sentir presentificado.

Todo lo dicho muestra que los casos aducidos por Scheler no ponen en evidencia ninguna diferencia en la estructura fenomenal del actuar en el terreno físico y en el psíquico. En el terreno de lo psíquico no hemos conocido ningún «efecto a distancia», y también en el terreno de la causalidad mecánica tenemos un desatarse y un actuar de fuerzas latentes y escondidas tal y como hemos conocido aquí. La cantidad de energía eléctrica acumulada, vg., «actúa» sólo en el momento de la descarga. También nos encontramos, en fin, con situaciones análogas en los procesos corporales: a la aparición de síntomas de enfermedad precede un «tiempo de incubación» del agente patógeno en el cual no muestra ningún efecto de su existencia; por otra parte hay que constatar múltiples cambios de un organismo mucho antes de que se pueda descubrir su causa. No se debe negar, a pesar de la paridad de los fenómenos causales aquí acentuada, que subsiste la gran diferencia entre causalidad física y psíquica. Sin embargo, se requeriría un estudio exacto de la heterogénea constitución de la realidad psíquica y física para ponerlo en evidencia.


l) El cuerpo vivo ajeno como portador de fenómenos de expresión

Hemos llegado a conocer el cuerpo vivo ajeno como portador de una vida anímica que en él «observamos» de determinada manera. Todavía falta un grupo de fenómenos que nos abren otra región de la psique de manera peculiarmente caracterizada.

Cuando «veo» la vergüenza «en» el ruborizarse, el disgusto en el fruncir el ceño, la cólera en el puño apretado, entonces se trata de un fenómeno distinto de cuando observo en el cuerpo vivo ajeno su estrato sensible o copercibo las sensaciones y los sentimientos vitales del otro individuo. Allí aprehendo lo uno con lo otro, aquí veo lo uno a través de lo otro. En el nuevo fenómeno está lo anímico no sólo copercibido con lo corporal, sino expresado a través de ello, la vivencia y su expresión están en una conexión que encontramos descrita en Fr. Th. Vischer y muy especialmente en Lipps como conexión simbólica84Si el «copercibir» no caracteriza completamente el fenómeno de la expresión, tampoco deja de tener importancia para él. Las vivencias que aprehendemos en los fenómenos de expresión están fusionadas con ellos. Esto lo ha acentuado especialmente Volkelt (System der Ásthetik [Sistema de la estética] I, pp. 254 s., 307). Los miembros del cuerpo vivo, los semblantes mismos, parecen animados, y lo anímico parece ser visible, vg., la serenidad en el sonreír, la alegría en los ojos brillantes. La unidad de vivencia y expresión es tan íntima que el lenguaje designa frecuentemente la una mediante la otra: estar arrebatado, oprimido, crecido (cf. Klages, Die Ausdrucksbewegung und ihre diagnostische Verwertung [El movimiento de expresión y su uso diagnóstico], pp. 284 s.). .

Las diferentes posturas que Lipps adoptó respecto a este problema en momentos diferentes pueden aclarárnoslo. Todavía en la primera edición de las Cuestiones éticas fundamentales (1899) se dice que las manifestaciones vitales son signos que serían interpretados en tanto que evocan en nosotros el recuerdo de vivencias propias85Op. cit., p. 13. . En los escritos a partir de 1903 -en los dos volúmenes de la estética, en el Manual ya desde la primera edición, en la nueva edición de las cuestiones fundamentales de la ética y en otros escritos breves- es fuertemente combatida esta idea y rechazada enérgicamente la concepción de las manifestaciones vitales como «signos». En el intervalo acaece la aparición de las Investigaciones lógicas de Husserl. La primera investigación había puesto en evidencia, respecto a la relación entre palabra y significado, que hay unidades fenoménicas que en modo alguno se pueden tornar comprensibles en lo más mínimo mediante la referencia a una asociación. Estas declaraciones pueden haber estimulado a Lipps para una revisión de sus opiniones. Él distingue de ahora en adelante entre «signo» y «expresión» o «símbolo». Que algo es un signo significa: algo percibido me dice que otra cosa existe. Así, el humo es signo del fuego. Símbolo significa que en algo percibido hay algo distinto, y precisamente algo anímico, que es coaprehendido con ello (en atención a su teoría, también aquí dice «covivenciado»). Un ejemplo de «relación simbólica» que a Lipps le gusta aducir puede aclarar la diferencia: ¿cómo se relacionan tristeza y semblante triste por una parte, fuego y humo por otra? Ambos casos86Los termini «signo» y «expresión» no están aquí —-como se mostrará más tarde- en el lugar justo. De ahí que se debería hablar de «indicio» y «símbolo». Las discusiones siguientes sobre los conceptos de «indicio», «signo», «expresión», se adhieren estrechamente a declaraciones de Husserl en sus ejercicios de seminario del semestre de invierno de 1913/1914. tienen algo en común: un objeto de percepción externa conduce a algo que no es percibido de la misma manera. Sin embargo, el modo de darse es distinto. El humo que me anuncia el fuego es mi «tema», objeto de mi dedicación actual, y despierta en mí tendencias a progresar hacia una conexión ulterior, una afluencia del interés en determinada dirección. El paso de un tema al otro se realiza en la forma típica de la motivación: si se da lo uno, entonces también se da lo otro. (Aquí ya hay algo más que mera asociación -«el humo me recuerda al fuego»-, por más que también aquí podemos ser llevados a asociaciones.) El hecho de que la tristeza «está dada con» el semblante triste es distinto: el semblante triste, propiamente, no es en absoluto un tema que hace de transición a otro, sino que es uno con la tristeza, pero de suerte que ella misma puede relegarse por completo al trasfondo. El semblante es el lado externo de la tristeza, ambos constituyen una unidad natural.

La diferencia quedará más clara por el hecho de que en determinados casos se dan realmente vivencias conforme al tipo del anuncio. Yo advierto en alguien a quien conozco bien una expresión de la cara que me resulta familiar y constato: si tiene ese aspecto es que está de mal genio. Pero tales casos aparecen como excepción del caso normal, del darse del símbolo, y además suponen ya un cierto darse del símbolo87En él piensa Lipps cuando admite la «experiencia» como complemento de la empatía. . Es común al indicio y al símbolo que ambos remiten más allá de sí sin quererlo o deberlo (esto los distingue, como veremos, del auténtico signo). Sin embargo, existen diferencias. Cuando permanezco vuelto hacia el humo y observo cómo sube a lo alto y se disipa, esto no es menos «natural» que si paso al fuego. Si prescindo de las tendencias que me quieren conducir en aquella dirección, entonces ya no tengo ciertamente el objeto de percepción completo, pero sí el mismo objeto, un objeto de la misma clase. En cambio, si considero el semblante triste como mera deformación de la cara, entonces ya no tengo en absoluto el mismo objeto, y ni siquiera un objeto del mismo tipo. Esto va unido a la distinción de las posibilidades de cumplimiento en ambos casos: en un caso se colma lo representado como vacío en progresiva percepción externa, en el otro mediante una (aquí necesaria) μετάβασις εις άλλο γένος el paso al transferirse dentro de otro empatizando.

La conexión entre lo percibido y lo representado como vacío se muestra como algo vivenciable, comprensible. También puede ser que el símbolo no indique todavía en una dirección determinada, permaneciendo entonces como una referencia al vacío: lo que veo está incompleto, aún le pertenece algo, sólo que no sé todavía qué. Lo que Lipps entiende por símbolo podría quedar claro tras estas declaraciones. Pero no está dicho aún que todo lo que él concibe como símbolo sea realmente símbolo y que sea ya suficiente la distinción entre «indicio» y «símbolo». Símbolos son para él gestos, movimientos, formas fijas, sonidos naturales y palabras. Dado que aquí utiliza «gestos» obviamente para expresiones involuntarias, procede la denominación. Para las expresiones de finalidad no basta ya la descripción, entramos entonces en la esfera de los signos. Quiero prescindir por ahora de las «formas fijas» (rasgos de la cara, conformación de la mano y otras por el estilo), de la «expresión de la personalidad», y limitarme a la expresión de las vivencias actuales.

En cuanto a los movimientos en los que debe darse una «especie de actividad interna» o una «manera de sentirse», pueden mentarse aquí cosas diferentes. En todo el habitus externo de una persona, en el modo y manera de moverse y en el porte, puede residir algo de su personalidad: esto habría de tratarse junto con las «formas fijas» y se puede suprimir aquí. Lipps piensa, además, que un movimiento puede aparecer como ligero, libre y elástico o torpe e inhibido. Esto forma parte de la serie de los fenómenos vitales cuyo darse ya hemos considerado. Finalmente, con los movimientos también pueden ser coaprehendidos otros sentimientos no como sentimientos comunes: puedo, vg., reconocer en el paso y en el porte de una persona que está triste. Entonces no hay sólo relación simbólica, sino anuncio. La tristeza no pertenece tanto al movimiento como al semblante triste, no está expresada en el movimiento. Por el contrario, los sonidos emocionales están enteramente al mismo nivel que los movimientos visibles de expresión; el miedo es uno con el grito de miedo, como la tristeza con el semblante, y en su darse se diferencia del darse del carruaje que se me anuncia por el rodar de sus ruedas, tal como se diferencia el darse de la tristeza en el semblante del darse del fuego mediante el humo. Y el material que entra a formar parte del sonido de la palabra está próximo a los sonidos emocionales: en el timbre de la voz puede haber alegría o aflicción, tranquilidad o agitación, afabilidad o rechazo. También aquí existe relación simbólica, aunque la relación está recubierta por lo que corresponde a la palabra como tal. Mas designar a la palabra misma como símbolo, afirmar que en ella reside un acto del comprender, que en la frase está el acto judicativo del hablante como la tristeza en su semblante, y que en esto se basa la comprensión lingüística88Cf. Asthetik [Estética] 11, p. 2; Psychologische Untersuchungen [Investigaciones psicológicas] 11, p. 448. , esto es una completa equivocación. Para mostrarlo se requiere una investigación más detallada del darse de la palabra (oída y comprendida). A la sazón puede discutirse la esencia del signo en general del que se ha tratado repetidas veces. Signos son, por ejemplo, las señales de los navegantes o la bandera que anuncia que el rey está en palacio. Sonido de palabra y señal no son tema en sí mismos, sino sólo punto de paso hacia el tema, o sea, hacia lo que designan. Despiertan una tendencia de tránsito que aparece paralizada cuando ellos mismos se convierten en tema. En el caso normal del comprender (especialmente con la palabra), el tránsito es tan momentáneo que apenas se puede hablar de una tendencia; pero ésta se hace visible cuando uno se atiene a la palabra de una lengua extranjera que al pronto no se entiende, sino que sólo contiene la referencia al significado. La completa posposición de lo «sensiblemente percibido» distingue al signo del indicio, el cual deviene «tema» con todo su contenido fáctico. Por otra parte, no hay que poner el indicio al mismo nivel que el símbolo, ya que lo designado no es copercibido como lo aprehendido en el símbolo.

A esto se añade todavía otra cosa. La señal tiene en sí un momento de deber, de exigencia, que encuentra finalmente su cumplimiento en la representación de quien la ha determinado como signo. Toda señal es fijada por convención y determinada por alguien para alguien. Esto se suprime en el símbolo puro: el semblante triste no «tiene que» significar tristeza, como tampoco el ruborizarse vergüenza. Carácter de símbolo y carácter de señal se unen de una determinada manera en la expresión de finalidad, que usa el símbolo como signo: en el fruncir el ceño aprehendo ahora no sólo la desaprobación, sino que éste quiere y debe manifestarla. La intención aprehendida da a todo el fenómeno un nuevo carácter; con todo, ella misma puede estar dada aún en relación simbólica (acaso en la mirada), o puede derivarse a partir del conjunto de la situación.

¿Cómo están las cosas con respecto a la palabra? ¿se encuentra también aquí aquel momento del deber como en la señal? Evidentemente, la palabra puede estar ahí como comunicada, y además como comunicada a mí o a otro, o bien como meramente «pensada en voz alta». Puede quedar en suspenso por ahora cómo se adhieren a la palabra estos caracteres, en cualquier caso son irrelevantes para la comprensión de las palabras: las palabras «eso arde» significan para mí lo mismo si están sólo exclamadas, si están dirigidas a mí o a otro; no hace falta que esté dado algo de estas diferencias. Que alguien pronuncie las palabras forma parte de su darse, pero la persona hablante no es aprehendida en las palabras, sino con ellas al mismo tiempo. Y esto tampoco desempeña por lo pronto ningún papel para el significado de las palabras, sino sólo como señalizador de su plenitud intuitiva: para colmar el sentido de un enunciado de percepción debo, vg., transferirme a la orientación de la persona hablante. Las palabras, pues, pueden ser consideradas enteramente en sí mismas sin atención al hablante y a todo lo que pasa en él.

¿Cuál es entonces la diferencia entre palabra y señal? Por una parte tenemos el cuerpo físico de la señal, el estado de cosas o el suceso, y el puente que la convención ha tendido entre ambos y que se manifiesta como aquel «deber anunciar». El estado de cosas mismo, por el hecho de que la señal lo designe, permanece completamente intacto. Por otra parte, al cuerpo físico de la señal no corresponde ya un cuerpo físico de la palabra, sino un cuerpo vivo de la palabra. El sonido de la palabra pronunciada no es nada que pudiera subsistir por sí de suerte que a lo que es se le haya añadido desde fuera la función de un signo, sino que es siempre portador de significado y, por cierto, de igual manera si es oído realmente que si es fingido. En cambio, a la señal pertenece la realidad. Si es fingida, entonces también su función de signo es sólo fingida, mientras que no hay un significado fingido de la palabra.

El cuerpo vivo y el alma de la palabra constituyen una unidad viva que, no obstante, permite un desarrollo relativamente independiente a ambos89Un cambio de sonido con significado constante, un cambio de significado con fonación constante. . Una señal no puede desarrollarse; después de que ha recibido su determinación la continúa llevando sin modificar, y la función que un acto de albedrío le ha fijado se la puede quitar de nuevo un acto de albedrío. Más aún, sólo existe en virtud del acto creativo realizado en ella, pero tan pronto como existe lo hace separada e independientemente de éste como cualquier producto de la habilidad artística humana. Ella puede estropearse y con eso cesar en su función sin que el «creador» en cuestión esté en modo alguno implicado en esto. Si un temporal barre todas las señalizaciones en Riesengebirgemfn]«Sierra Gigante». Esta serranía debe su nombre a la comparación con otras formaciones montañosas adyacentes de menor tamaño, como la Altvater. La «Sierra Gigante», no lejana de Breslau -ciudad natal de Edith Stein-, fue destino de algunas excursiones de la autora en los años de juventud. Figura varias veces en sus escritos filosóficos. También en su obra se cita al personaje mitológico que la habita, llamado Rübezahl. [N. del T.] [/mfn] entonces se extraviarán los excursionistas sin que la federación de Riesengebirge que ha creado ese sistema de señalizaciones, y que las imagina todavía en perfecto orden, sea hecha responsable por ello. Con la palabra no es posible lo mismo, sino que ella está siempre llevada por una conciencia (que naturalmente no es la del hablante hic et nunc); vive «por gracia» de un espíritu (esto es, no sólo merced a su acto creativo, sino en dependencia viva de él), cuyo portador puede ser un sujeto individual, pero también una sociedad de sujetos tal vez cambiantes que están vinculados en una unidad por una continuidad de vivencia.

Finalmente, la diferencia capital: las palabras remiten al objeto a través del medium del significado, mientras que la señal no tiene ningún significado en absoluto, sino sólo la función del significar. Y las palabras no remiten simplemente al estado de cosas como la señal; lo que forma parte de ellas no es el estado de cosas, sino su modelado lógico-categorial. Las palabras no designan, sino que expresan, y lo expresado ya no es lo que antes había90Podemos dejar aquí sin discutir los casos en los que las señales funcionan como palabras o las palabras son usadas como señales. . Desde luego que esto también es verdad cuando lo expresado es algo psíquico. Si alguien me dice que está triste entiendo el sentido de las palabras. La tristeza de la que ahora sé no está «viva» ante mí como dato de percepción. Se parece tan poco a la tristeza aprehendida en el símbolo como, aproximadamente, la mesa de la que oigo hablar a la parte posterior de la mesa que veo. En un caso me encuentro en la esfera apofántica -en la región de las proposiciones y los significados-, en el otro caso en contacto intuitivo inmediato con la esfera de los objetos. El significado es siempre universal; para entender qué objeto está mentado hic et nunc hace falta siempre que se dé el fundamento intuitivo sobre el cual se constituyen las vivencias de significado. En el símbolo no hay semejante estrato intermedio entre vivencia expresada y modificación corporal expresiva. Pero en ambos casos hay algo común en virtud de lo cual se impone siempre de nuevo la designación de «expresión» para los dos. Justamente esto, que lo uno constituye como lo otro la unidad de un objeto, pues la expresión desligada de la conexión con lo expresado ya no es el mismo objeto (a diferencia del cuerpo físico de la señal), ya que la expresión procede de la vivenciamfn]Klages acentúa el carácter «expresivo» del lenguaje y su prevalencia original frente a la función de comunicación (op. cit., p. 342). [/mfn] y se ajusta al material expresado. Estas relaciones son simples en la expresión corporal, en cierto sentido están duplicadas en la expresión verbal (palabra-significado-objeto, y correlativamente: tenencia del objeto, mentar o significar lógico y designación lingüística).

La función de expresar en virtud de la cual aprehendo en la expresión la vivencia expresada se realiza siempre en la vivencia de la procedencia de la expresión desde lo expresado, como ya hemos descrito en un lugar precedente (usando también allí «expresión» en un sentido ya ampliado). En el caso del comprender, este vivenciar no es originario sino empatizado. Sin embargo, hay que distinguir aquí entre la expresión verbal y la expresión corporal. La comprensión de la expresión corporal se constituye sobre la aprehensión del cuerpo vivo ajeno, que ya está comprendido como cuerpo vivo de un yo. Yo me transfiero dentro del cuerpo vivo ajeno, realizo la vivencia que con el semblante correspondiente me estaba dada ya como vacía y vivencia cómo ella termina en aquella expresión. Con la palabra es posible, como vimos, un prescindir del individuo hablante. Yo mismo tengo una aprehensión originaria del significado, de ese objeto ideal, en la transición comprensiva de la palabra al significado, y mientras permanezco en esta esfera no tengo necesidad del individuo ajeno y no necesito coejecutar sus vivencias empatizando. Y también es posible mediante vivencia originaria un cumplimiento intuitivo de lo mentado; puedo hacer que venga a dárseme a mí mismo el estado de cosas sobre el que la proposición afirma algo: cuando oigo la palabra «llueve» la entiendo sin tener en cuenta que me la dice alguien, y llevo esta comprensión a plenitud intuitiva en tanto que miro por la ventana hacia afuera. Sólo si quiero tener la intuición en la que el hablante apoya su afirmación y tener completa su vivencia de expresión tengo necesidad de la empatía.

Según esto debería quedar claro que no se llega a la vivencia en la dirección que conduce inmediatamente del sonido de la palabra al significado; que la palabra, en cuanto que tiene un significado ideal, no es símbolo. Pero, ¿qué pasa si de la palabra partieran todavía otros caminos? La puerta hacia el significado es el tipo puro de la palabra; pero éste siempre se nos presenta (salvo, acaso, en la vida espiritual solitaria) en una envoltura terrena, en habla, en escritura o impreso. Este vestido puede pasar inobservado, pero también puede anteponerse (vg., cuando no reproduce nítidamente los contornos de la palabra). Entonces atrae el interés hacia sí y con esto, a la vez, hacia la persona hablante 91Por simplicidad debe prescindirse de palabras escritas e impresas. . Ella aparece como exteriorizando o comunicando las palabras, quizá como comunicando a mí. En el último caso, las palabras «deben» referirme a algo. Entonces ya no son mera expresión de algo objetual, sino al mismo tiempo exteriorización o manifestación de los actos de la persona que confieren sentido, así como de las vivencias que están en la base, por ejemplo, de una percepción.

El tránsito a la persona hablante y sus actos también puede arrancar del sentido de la palabra antes que del sonido de la palabra pronunciada: una pregunta, una súplica, una orden, siempre están dirigidas a alguien y de ahí que remitan a la relación de hablante y oyente; lo mismo todas las expresiones ocasionales. Aquí también sirven realmente las intenciones del hablante para la comprensión de las palabras: a partir de ellas es aprehendido, no precisamente lo que significan las palabras en general, sino lo que con ellas se entiende hic et nunc. Sin embargo, tampoco en su función manifestativa pueden ser designadas las palabras como símbolos; primero, porque ellas no constituyen el fundamento único ni tampoco el principal para la aprehensión de las vivencias correspondientes; segundo, porque estas vivencias son aprehendidas no en ellas, sino a partir de ellas, y además se reexponen de una manera totalmente distinta de lo dado simbólicamente. Como mucho se podría decir que al hablar se manifiesta el expresarse con la misma vivacidad que un afecto en su movimiento expresivo, pero no las vivencias mismas manifestadas.

Todavía merece observarse que también cadencia y acentuación conciernen a la palabra como expresión (el énfasis que se pone en las partes esenciales del discurso, el ir subiendo la voz en la frase interrogativa y cosas por el estilo), y sólo en segundo término pueden tener función manifestativa. Naturalmente que estas relaciones habría que investigarlas aún más de cerca92En contraste con Lipps, el tratado de Dohrn sobre la representación artística vinculado a él ha destacado agudamente la diferencia entre el lenguaje como expresión de un contenido de significado y como exteriorización o manifestación de un contenido de vivencia (op. cit., p. 55 ss). En relación con ello ha caracterizado los géneros poéticos como diferentes formas de expresión. [La obra de Dohrn estaba citada en la Parte l. N. del T.] .

Si después de esta caracterización del darse del símbolo nos queda claro una vez más lo que lo distingue del mero «estar coofrecido» lo psíquico considerado hasta ahora, entonces vemos que en el nivel del transferirse dentro de otro empatizando es vivenciado aquel proceder de lo externamente percibido desde lo «copercibido» en el primer nivel, lo cual faltaba en los casos anteriormente considerados. El aspecto de una mano que siente no procede del sentir como la risa de la alegría. Por otra parte, este proceder es específicamente distinto de la secuencia causal. Es otra la relación que hay -como dijimos antes- entre vergüenza y rubor que entre fatiga y rubor. Mientras que la relación causal se manifiesta siempre sólo en la forma del «si… , entonces…», de manera que el darse un suceso (sea psíquico o físico) motiva un progresar hacia el darse del otro, aquí el proceder de una vivencia desde otra es vivenciado en la más pura inmanencia sin el rodeo por la esfera del objeto. Llamaremos a este proceder vivenciado «motivación». Todo lo que se acostumbra a designar como «motivación» se presenta como un caso especial de esta motivación: la motivación del obrar mediante el querer, del querer mediante un sentir sentimiento; pero también del mismo modo el proceder de la expresión desde la vivencia. También hay que comprender así la motivación en la percepción de la que Husserl habla93Ideen [Ideas], p. 89. , el deslizarse de un darse a otro darse el objeto. A menudo se ha intentado establecer la motivación como la causalidad de lo psíquico. Esta concepción no se sostiene, pues hay también, como vimos, causalidad psíquica, y ella se diferencia claramente de la motivación. Ésta, por el contrario, pertenece esencialmente a la esfera de la vivencia, en ninguna otra parte hay semejante conexión. Solemos designar la relación de motivación, en contraste con la causal, como comprensible o plena de sentido. Comprender no significa otra cosa que vivenciar el paso de una parte a otra dentro de una totalidad de vivencia (no significa tener como objeto), y todo lo objetivo, todo sentido del objeto, se constituye sólo en vivencias de esta clase. Una acción es unidad de comprensión o de sentido porque las vivencias parciales que la constituyen están en una conexión vivenciable. Y en el mismo sentido constituyen vivencia y expresión una totalidad de comprensión. Una expresión la entiendo, mientras que una sensación sólo puedo traérmela a dato. Así, mediante el fenómeno de la expresión, soy introducido en los entramados de sentido de lo psíquico y con ello adquiero, a la vez, un medio importante para la corrección de los actos de empatía.


m) La corrección de los actos de empatía

Aquello que aboliera la unidad de un sentido debe basarse en el engaño. Cuando a la vista de una herida empatizo con el dolor del herido, suelo mirarlo a la cara para dejar que se confirme mi experiencia a través de la expresión del sufrimiento. Si en lugar de ésta noto un semblante alegre o ecuánime me digo que, desde luego, él no debe tener dolor alguno, pues con arreglo a su sentido los dolores motivan sentimientos de malestar que son visibles en una expresión. Un examen ulterior (formado por nuevos actos de empatía y quizá inferencias construidas sobre ellos) me puede conducir además a otra corrección: que ciertamente existe el sentimiento sensible, pero su expresión está reprimida voluntariamente, o que el aludido siente el dolor con normalidad, pero a consecuencia de una perversión de su sentir no sufre por él sino que lo disfruta.

Por lo demás, la penetración en los entramados de sentido me permite comprender correctamente expresiones «equívocas». Si un ruborizarse significa vergüenza, o cólera, o es una consecuencia de fatiga física, esto se dirime según las circunstancias ordinarias, que me inducen a empatizar una u otra. Cuando el interesado ha dicho antes una tontería, entonces la conexión de motivaciones me resulta empatizada inmediatamente así: apercibimiento de su necedad-vergüenza-rubor; si al mismo tiempo aprieta el puño o profiere un juramento, entonces veo que está colérico; si se ha agachado antes o ha caminado rápidamente, entonces empatizo una conexión causal en vez de una de motivaciones. Todo esto inmediatamente, sin que en el caso en cuestión fuera menester un «diagnóstico diferencial». Recurro tan poco a comparación con los otros casos como en la comprensión de una frase necesito reflexionar cuál de los posibles significados de una palabra equívoca corresponde en el respectivo contexto. Mediante la corrección de los actos de empatía se explica también aquel comprender lo que se oculta detrás de un semblante del que hablamos antes. Por un lado, se distingue en sí la expresión «auténtica» de la «falsa», la sonrisa convencional, vg., de la verdaderamente amable y también la viva de la que está en cierto modo helada, que todavía es retenida cuando ya está extinguido el impulso actual que a ella corresponde. Pero también puedo calar la expresión fingida «engañosa». Si alguien me asegura su condolencia con el tono más cordial y a la par me escudriña frío e indiferente o con impertinente curiosidad, entonces no le doy crédito.

La concordancia de la empatía en la unidad de un sentido posibilita también la comprensión de síntomas de expresión que me resultan desconocidos desde el vivenciar propio, y tal vez de todo punto inaprehensibles en él. Un estallido de cólera es una totalidad de sentido comprensible dentro de la cual todos los momentos singulares me son comprensibles, incluso los hasta entonces desconocidos, vg., una risa rabiosa. Así también me resulta expresión comprensible de alegría que el perro menee la cola si su mirada y su comportamiento ordinario delatan tales sentimientos y su situación los justifica.


n) La constitución del individuo anímico y su relevancia para la corrección de la empatía

Pero la posibilidad de corrección va más allá. No sólo comprendo las vivencias singulares y los entramados de sentido singulares, sino que los tomo –como mis propias vivencias en la percepción interna como manifestaciones de cualidades individuales y de su portador. En la mirada alegre aprehendo no sólo una emoción actual, sino afabilidad como cualidad habitual, en el estallido de cólera se me manifiesta un «temperamento fuerte», en la comprensión de una secuencia complicada la agudeza, etc. Estas cualidades se constituyen para mí tal vez en toda una serie de actos de empatía que se confirman y se corrigen. Pero tan pronto como he adquirido de tal manera una imagen del «carácter» ajeno (como unidad de estas cualidades), me sirve a mí mismo como referencia para la valoración de actos de empatía ulteriores. Si se me cuenta una conducta deshonrosa de una persona que he conocido como recta, entonces no daré crédito alguno. Y así como entre las vivencias singulares, también entre las cualidades personales hay nexos de sentido, hay cualidades esencialmente conciliables y esencialmente inconciliables: un hombre bondadoso de verdad no puede ser vengativo, ni cruel uno compasivo, ni «diplomático» uno franco, etc. Así aprehendemos en cada cualidad la unidad del carácter, como en cada propiedad de una cosa la unidad de la cosa, y ahí poseemos una motivación de futuras experiencias. De esta manera, en actos de empatía se constituye para nosotros el individuo según todos sus elementos.


o) Los engaños de empatía

Como en cualquier experiencia, también aquí son posibles los engaños, pero, como en todas partes, también aquí los engaños sólo se pueden desenmascarar por medio de actos experienciales del mismo tipo o por medio de inferencias que en último término se reducen a tales actos como a sus fundamentos.

De qué fuentes puedan surgir tales engaños, esto lo hemos visto ya repetidas veces: cuando, al empatizar, ponemos como base nuestra condición individual en vez de nuestro typus, entonces llegamos a falsos resultados94Sobre esta clase de engaño de empatía (y precisamente como caso de engaño en el terreno de una experiencia por lo demás fidedigna) también llama la atención Roettecken (Poetik [Poética], p. 22). . Así, cuando atribuimos al daltónico nuestras impresiones de color, al niño nuestra capacidad de juicio, al salvaje nuestra sensibilidad estética. Si con la empatía sólo se aludiese a esta clase de comprensión de la vida anímica ajena, se la debería rechazar con razón como hace Scheler. Pero aquí se le detecta lo que él ha reprochado a otras teorías: que tomó el caso del engaño por caso normal. Sin embargo, aquel engaño -como decíamos- sólo es eliminable de nuevo a través de la empatía. Si empatizando asigno mi fruición de una sinfonía beethoveniana al que carece de gusto musical, este engaño desaparecerá tan pronto como le mire a la cara y encuentre allí la expresión del más mortal aburrimiento. En principio, en la inferencia por analogía reside la misma fuente de error: también aquí la propia condición fáctica (no típica) constituye el punto de partida; puesto que en lo demás yo procedo lógicamente, no llego a un engaño (esto es, a un supuesto darse originario de algo de hecho no existente), sino a una conclusión incorrecta sobre la base de la premisa falsa; el resultado es en ambos casos el mismo: un no encontrar lo realmente existente. Ya el «sano entendimiento humano» considera el «sacar conclusiones sobre los demás a partir de uno mismo» como un medio no utilizable para alcanzar el conocimiento de la vida anímica ajena.

Para prevenir tales errores y engaños se requiere una conducción permanente de la empatía por la percepción externa, la constitución del individuo ajeno está enteramente fundada en la constitución del cuerpo físico. El darse de un cuerpo físico de determinada condición en la percepción externa es, por tanto, requisito para el darse de un individuo psicofísico; por otra parte no damos siquiera un paso más allá del cuerpo físico mediante la sola percepción externa, sino que el individuo como tal se constituye en su totalidad, como vimos, en actos de empatía. Gracias a esta fundamentación del alma en el cuerpo vivo, la empatía en individuos psicofísicos es posible sólo para un sujeto del mismo tipo. Un yo puro, por ejemplo, para el que no se constituye originariamente un cuerpo vivo propio y una relación psicofísica, quizá podría tener dados objetos varios, pero no podría percibir cuerpos vivos, individuos vivientes. Lo que aquí sea facticidad y lo que sea necesidad esencial resulta muy difícil de decidir y requeriría una investigación propia.


p) Relevancia de la constitución del individuo ajeno para la del individuo anímico propio

Como vimos en un grado inferior (en la consideración del cuerpo vivo como centro de orientación), la constitución del individuo ajeno era condición de la constitución completa del propio; algo semejante se encuentra también en los estratos superiores.

Contemplarnos en percepción interna, esto es, contemplar nuestro yo anímico y sus cualidades, significa vernos como vemos a otro y como otro nos ve. La actitud ingenua original del sujeto es el quedar absorbido por su vivenciar sin hacerlo objeto. Amamos y odiamos, queremos y actuamos, nos alegramos y entristecemos y lo expresamos, y todo esto es en cierto sentido consciente para nosotros sin ser aprehendido, sin ser objeto; no hacemos ninguna consideración sobre ello, no lo hacemos objeto de atención ni de observación ni ulterior valoración, y consiguientemente no vemos qué clase de «carácter» manifiesta. En cambio, todo esto lo hacemos con la vida anímica ajena, que está ante los ojos desde un principio como objeto gracias a su ligazón con el cuerpo físico percibido. En tanto que la comprendo entonces como «mi semejante», llego a considerarme a mí mismo como un objeto semejante a ella. Alguna vez en «simpatía reflexiva», aprehendiendo empáticamente los actos en los que mi individuo se constituye para ella. Desde su «punto de vista» miro a través de mi expresión corporal aquella «vida anímica superior» que allí se manifiesta y las cualidades anímicas que allí se delatan. Obtengo así la «imagen» que el otro tiene de mí; mejor dicho, las apariencias en las que yo me represento a él. Así como el mismo objeto natural está dado en tantas variedades de apariencia cuantos sujetos percipientes hay, así puedo yo tener otras tantas «comprensiones» de mi individuo anímico cuantos sujetos comprensores95Por tanto, no es en absoluto tan desatinado lo que dice James de que el hombre tiene tantos «sí mismos sociales» cuantos individuos hay que lo conocen (Psychologie [Psicología], p. 178); sólo que no vamos a aceptar la designación «sí mismo social»..

Ciertamente, tan pronto como se llega a cumplimiento empatizante, los actos de empatía reiterada en los que aprehendo mi vivenciar pueden entrar en conflicto con el vivenciar originario y destacar así aquella «comprensión» como engaño. Y en principio es posible que todas las comprensiones de mí mismo que llego a conocer estén tergiversadas. Pero por suerte tengo entonces la posibilidad de traerme a dato mi vivenciar no sólo en empatía reiterada, sino originariamente en percepción interna. Entonces la tengo inmediatamente, no dada por medio de su expresión o en apariencias corpóreas. Ahora aprehendo también mis cualidades originariamente, no empáticamente. Esta conducta es, como dijimos, extraña a la actitud natural, y es la empatía la que nos induce a ella. Pero esto no es una necesidad esencial, la posibilidad de la percepción interna existe también independientemente de ella, y así la empatía no aparece en este contexto como un constituens, sino sólo como un importante medio auxiliar para la aprehensión del individuo propio (a diferencia de la comprensión del cuerpo vivo propio como de un cuerpo físico como otros, que no sería posible sin empatía}. Y como semejante medio auxiliar se muestra también desde otro lado. Como Scheler nos muestra, la percepción interna abriga en sí la posibilidad del engaño. Ahora se nos ofrece la empatía como un correctivo de tales engaños junto a ulteriores corroboraciones o actos de percepción divergentes. Es posible que otro me «juzgue mejor» que yo mismo y me proporcione mayor claridad sobre mí mismo. Él nota, vg., que yo miro en torno a mí buscando aprobación cuando hago el bien, mientras que yo mismo creo obrar por pura misericordia. Así trabajan mano a mano empatía y percepción interna para darme yo a mí mismo.


IV La empatía como comprensión de personas espirituales


1. Concepto del espíritu y de las ciencias del espíritu

Al yo individual cuya constitución nos ocupó hasta ahora lo considerábamos como miembro de la naturaleza, al cuerpo vivo como un cuerpo físico entre otros, al alma fundada en él como padeciendo y ejerciendo efectos, incorporada a la conexión causal, a todo lo psíquico como un acontecer natural, a la conciencia como una realidad. Pero esta concepción no se puede sostener consecuentemente por sí sola; ya cuando hablamos de la constitución del individuo psicofísico se traslucía en varios lugares algo que va más allá de este marco. La conciencia se nos mostraba no sólo como acontecer causalmente condicionado, sino a la vez como constituyendo un objeto, con lo que sale del entramado de la naturaleza y se la coloca enfrente: la conciencia como correlato del mundo de objetos no es naturaleza, sino espíritu.

No pretendemos abordar el cúmulo de problemas nuevos que surgen con esto, ni mucho menos resolverlos. Pero tampoco podemos pasar de largo si queremos tomar posición respecto a las cuestiones que nos hacen frente en la historia de la bibliografía sobre la empatía, las cuestiones acerca de la comprensión de las personalidades ajenas. Más tarde veremos cómo encaja esto. Por el momento vamos a comprobar hasta qué punto se ha deslizado ya el espíritu en nuestra constitución del individuo psicofísico.

Ya cuando concebíamos el cuerpo vivo ajeno como centro de orientación del mundo espacial hemos tomado el yo perteneciente a él como un sujeto espiritual, pues con ello le hemos adscrito una conciencia que constituye objeto, hemos considerado el mundo externo como su correlato; toda percepción externa se ejerce en actos espirituales. Asimismo, con cada acto de empatía en sentido literal, esto es, con cada aprehensión de un acto sentimental, ya hemos penetrado en el reino del espíritu. Pues así como en los actos de percepción se constituye la naturaleza física, así se constituye un nuevo reino de objetos en el sentimiento: el mundo de los valores. En la alegría tiene el sujeto frente a sí algo gozoso, en el temor algo temible, en el miedo algo amenazador. Los mismos estados de ánimo tienen su correlato objetivo: para los serenos, el mundo está inmerso en rosados resplandores, para los afligidos es gris sobre gris. Y todo esto nos es dado concomitantemente con los actos sentimentales, como pertenecientes a ellos. El acceso a estas vivencias nos lo otorgaron en primer término las apariencias de la expresión. Puesto que las considerábamos como provenientes de las vivencias, tenemos aquí a la sazón una incursión del espíritu en el mundo físico, un «hacerse visible» el espíritu en el cuerpo vivo, posibilitado por la realidad psíquica que corresponde a los actos como vivencias de un individuo psicofísico y que encierra en sí la efectividad sobre la naturaleza física. Esto se manifiesta más llamativamente aún en el terreno de la voluntad. El acto de voluntad no tiene sólo un correlato objetivo frente a sí -lo querido-, sino que en tanto que libera desde sí la acción le confiere realidad, deviene creativo. Todo nuestro «mundo cultural», todo aquello que ha modelado la «mano del hombre», todos los objetos de uso, todas las obras de la artesanía, de la técnica, del arte, son correlato hecho realidad del espíritu.

La ciencia de la naturaleza (física, química, biología en el más amplio sentido de ciencia de los seres vivos que incluye también la psicología empírica) describe los objetos de la naturaleza e intenta explicar causalmente su procedencia real. La ontología de la naturaleza intenta descubrir la esencia y la estructura categorial de estos objetos96Sobre la relación entre hecho y esencia, ciencia de hechos y ciencia de esencias, cf. Ideen [Ideas] de Husserl, capítulo l. . Y la «filosofía de la naturaleza» o -para evitar este término sospechoso- la fenomenología de la naturaleza, muestra cómo se constituyen en la conciencia tales objetos y con ello da una clave esclarecedora sobre el proceder de aquellas ciencias «dogmáticas» que no rinden ni necesitan rendir cuenta de sus métodos a sí mismas. Las ciencias del espíritu (ciencias de la cultura) describen las obras del espíritu, pero no se contentan con ello, sino que -casi siempre indisociado de ello- como «historia» en el más amplio sentido que comprende historia de la literatura, de la lengua, del arte, etc., persiguen su origen, su nacimiento desde el espíritu. Hacen esto no explicando causalmente, sino en comprensión reviviscente. (Si los estudiosos de las ciencias del espíritu proceden de la primera manera se sirven del método de las ciencias naturales, y esto sólo es admisible para el proceso de formación de productos culturales en la medida en que es un acontecer natural. Así, hay una fisiología del lenguaje y una psicología del lenguaje que, vg., indagan qué órganos están implicados en la producción de los sonidos y qué procesos psíquicos conducen a que una palabra sea sustituida por otra de sonido similar. Estas investigaciones tienen su valor, sólo que no se debe creer que éstos sean cometidos propios de la ciencia del lenguaje o de la historia del lenguaje.) En el seguimiento del proceso de originación de obras espirituales se encuentra el espíritu mismo manos a la obra, dicho más exactamente: un sujeto espiritual aprehende empáticamente a otro y se trae a dato su obrar.

La clarificación del método de las ciencias del espíritu ha sido acometida sólo en la época más reciente. Cierto es que los grandes cultivadores de las ciencias del espíritu han andado el camino correcto y (como muestran algunas expresiones, vg., de Ranke y Jacob Burckhardt) han sido -aun cuando no con clara penetración comprensiva- «bien conscientes del camino correcto». Pero si es posible avanzar correctamente sin penetración comprensiva en su proceder, una concepción mal entendida de los cometidos propios no puede sino conducir necesariamente a malas consecuencias en la gestión misma de la ciencia. Antaño se han puesto exigencias injustas a la ciencia natural; ella debía hacer «comprensible» el acontecer natural (como mostrar la naturaleza cual creación del espíritu divino), y mientras no se defendió de ello no pudo desarrollarse correctamente. Hoy existe el peligro contrario. No sólo se está satisfecho con explicar causalmente, sino que se declara la explicación causal como el ideal científico por antonomasia. Esto sería inocuo si esta concepción permaneciera limitada a los cultivadores de la ciencia de la naturaleza. Tranquilamente se podría no envidiarles su satisfacción de mirar con desprecio a la «acientífica» (por no «exacta») ciencia del espíritu si el entusiasmo por el método de la ciencia natural no se hubiera adueñado de los mismos cultivadores de las ciencias del espíritu. No se quiere estar atrás en exactitud, y así las ciencias del espíritu han llegado a ser a menudo siervas y han perdido de vista sus propios fines. En los manuales que enseñan el método histórico encontramos expuesta la concepción de que la psicología97Si aquí se alza protesta en contra, naturalmente que siempre se entiende por «psicología» la psicología hoy dominante de la ciencia natural. es el fundamento de la historia, y su estudio es recomendado con vehemencia a los jóvenes historiadores (vg., por Bernheim, que es tenido por autoridad en el terreno de la metodología). Bien entendido, no debe sostenerse que los conocimientos psicológicos no puedan aprovechar en nada al historiador. Pero ellos le ayudan al conocimiento de lo que está fuera de su dominio y no le suministran sus objetos propios. Debo explicar psicológicamente dondequiera que no pueda ya entender98Esta es una concepción que sostiene muy enérgicamente Scheler. . Pero siempre que haga eso procedo como cultivador de las ciencias de la naturaleza y no como historiador. Si averiguo que un personaje histórico mostró ciertos trastornos psíquicos -vg., un fallo de la memoria- a consecuencia de una enfermedad, constato un evento natural del pasado que tiene tan poco de acontecer histórico como la erupción del Vesubio que destruyó Pompeya. A partir de leyes puedo explicar este evento natural (supuesto que tenga tales leyes), pero por ello no deviene comprensible en lo más mínimo. Lo que hay que «entender» es sólo cómo tales eventos naturales, cuando hacen su aparición, motivan el obrar de las personas en cuestión, y como «motivadores» reciben también ellos un significado histórico. Pero entonces ya no son concebidos como hechos naturales que hay que explicar a partir de leyes naturales. Si yo «explicase» la totalidad de la vida en el pasado habría proporcionado una buena porción de trabajo de ciencia de la naturaleza, pero habría erradicado del pasado el espíritu y no habría ganado ni un granito de conocimiento histórico. Si los historiadores tienen por tarea suya comprobar y explicar hechos psicológicos del pasado, entonces ya no hay ciencia alguna de la historia. Dilthey nombra las obras históricas de Taine como un ejemplo aleccionador de las consecuencias de esta concepción. El objetivo vital de Wilhelm Dilthey ha sido el de dar a las ciencias del espíritu su verdadero fundamento. Acentuó que la psicología explicativa no es capaz de eso y quiso poner en su lugar una «psicología descriptiva y analítica»99Ideen über eine beschreibende und zergliedernde Psychologie [Ideas sobre una psicología descriptiva y analítica]. . Creemos que con ello no está encontrada la palabra correcta, pues también la psicología descriptiva es ciencia del alma como naturaleza. Tan escasamente puede ella dar la clave sobre el proceder de las ciencias del espíritu como sobre el de las ciencias de la naturaleza. Claridad sobre el método de las ciencias del espíritu y de las ciencias de la naturaleza la proporciona la indagación reflexiva de la conciencia científica respectiva como la pretende la fenomenología. Dilthey no ha llegado aquí a una claridad completa. Cabalmente, él también ve en el «autoconocimiento» el camino hacia una fundamentación epistemológica100Einleitung in die Geisteswissenschaften [Introducción a las ciencias del espíritu], p. 117. . Y en la aplicación reflexiva de la mirada sobre el proceder de las ciencias del espíritu lo reconoció como comprensión reviviscente (o, como ya podemos decir, como aprehensión empática) de la vida espiritual del pasado101Op. cit., pp. 136 s. . Pero encuentra como sujeto de esta comprensión al hombre como naturaleza, a la totalidad vital del individuo psico físico102Op. cit., p. 47. . Por eso la ciencia que se ocupa de él -la psicología descriptiva- es por una parte supuesto de las ciencias del espíritu, por otra lo que les da unidad, pues ellas se ocupan de las ramificaciones singulares en las que se despliega vitalmente aquella totalidad: arte, costumbre, derecho, etc. Mas con ello queda abolida la diferencia de principio entre naturaleza y espíritu.

Las ciencias exactas de la naturaleza se presentan también como una unidad: cada una de ellas tiene por objeto suyo una parte abstracta del «objeto natural» concreto. Objeto natural son también el alma y el individuo psicofísico. Para la constitución de este objeto era requerible la empatía y con ello estaba presupuesto hasta un cierto grado el individuo propio. Pero de esta empatía hay que distinguir la comprensión espiritual que caracterizaremos todavía más de cerca103Geiger ya ha acentuado en su redacción colectiva antes nombrada que hay que distinguir entre comprensión reviviscente y empatizar como mera presencia de algo anímico (cf. p. 48), sin que naturalmente podamos acometer en este lugar un análisis más pormenorizado. . De las ambiguas declaraciones de Dilthey aprendemos, empero, que junto a la clarificación del método debe haber un fundamento objetivo de las ciencias del espíritu, una ontología del espíritu correlativa a una ontología de la naturaleza. Así como las cosas naturales tienen una estructura sujeta a leyes esenciales, vg., así como las formas espaciales empíricas representan realizaciones de formas geométricas ideales, así también hay una estructura esencial del espíritu y tipos ideales de los que los personajes históricos aparecen como realizaciones empíricas. Si empatía es la conciencia experiencia! en la que vienen a dársenos personas ajenas, entonces es al mismo tiempo la base ejemplar para la obtención de estos tipos ideales, como la experiencia de la naturaleza lo es para el conocimiento eidético de la naturaleza. Desde nuestras consideraciones debemos, pues, encontrar también un acceso a estos problemas.


2. El sujeto espiritual

Tratemos de comprobar primero lo que ya hemos ganado para el conocimiento del sujeto espiritual con la constitución del individuo psicofísico. Lo encontrábamos como un yo en cuyos actos se constituye un mundo de objetos y que crea objetos él mismo en virtud de su voluntad.

Si tenemos en cuenta que no todo sujeto ve el mundo por el mismo «lado» ni lo tiene dado en la misma afluencia de apariencias, sino que a cada uno corresponde su peculiar «visión del mundo», entonces ya está obtenida con esto una caracterización individual de los sujetos espirituales. Sin embargo, algo se opone en nosotros a reconocer este curioso «sujeto espiritual» sin sustrato como aquello que comúnmente se denomina persona. No obstante, podemos completar su caracterización sobre la base de nuestras declaraciones anteriores.

Los actos espirituales no están uno junto a otro sin relación -semejantes a un haz de rayos con el yo puro como punto de intersección-, sino que hay un provenir vivenciado de uno a partir de otro, un deslizarse del yo de uno al otro: lo que antes hemos denominado «motivación». Este «entramado de sentido» de las vivencias, que tan raro efecto producía en medio de las relaciones causales psíquicas y psicofísicas y no tenía paralelo alguno en la naturaleza física, ha de cargarse íntegramente a la cuenta del espíritu. La motivación es la legalidad de la vida espiritual, el entramado de vivencias de los sujetos espirituales es una totalidad de sentido vivenciada (originariamente o a la manera de la empatía) y como tal comprensible. Justamente este provenir pleno de sentido distingue a la motivación de la causalidad psíquica, y a la comprensión empatizante de entramados espirituales de la aprehensión empatizante de los psíquicos. Un sentimiento motiva una expresión según su sentido, y este sentido delimita un dominio de posibilidades de expresión, así como el sentido de una parte de la frase diseña las posibles compleciones (formales y materiales). Esto no quiere decir otra cosa sino que los actos espirituales están subordinados a una legalidad racional general. Tanto como para el pensar, así también para el sentir sentimiento, el querer y el obrar hay leyes racionales que encuentran su expresión en ciencias aprióricas: junto a la lógica caminan la axiología, la ética y la práctica.

Hay que distinguir esta legalidad racional de la legalidad esencial. Reside en la esencia del querer el que sea motivado por un sentimiento. De ahí que un querer inmotivado es un absurdo, no es pensable un sujeto de la índole que sea que quisiera algo que no le estuviera ante los ojos como valioso. En el sentido del querer (el establecer que algo está por realizar) reside el que se dirige a lo posible (esto es, realizable), razonablemente sólo se puede querer lo posible. Pero hay gente irrazonable que no se cuida de si lo que ha reconocido como valioso es realizable o no, que lo quiere sólo en virtud de su valor y se fatiga por hacer posible lo imposible. La vida anímica patológica muestra que para muchos es realmente posible lo que contradice las leyes racionales. Hablamos entonces de enajenación mental. Pero la legalidad psíquica puede estar ahí perfectamente intacta. Por otra parte, hay males psíquicos en los que las leyes racionales del espíritu permanecen perfectamente en vigor, vg., anestesia, afasia y semejantes. Reconocemos una diferencia radical entre las anomalías espirituales y las psíquicas. En los casos de la segunda clase no está del todo perturbada la comprensión de la vida anímica ajena, sólo que se empatizarán relaciones causales modificadas, mientras que en los males del espíritu la comprensión está suprimida, puesto que sólo puede empatizarse todavía una sucesión causal, no el provenir pleno de sentido de unas vivencias desde otras. Finalmente, hay aún una serie de casos patológicos en los que ni el mecanismo psíquico ni la legalidad racional parecen infringidos, sino que se presentan como modificaciones del vivenciar en el marco de las leyes racionales, vg., una depresión a consecuencia de un acontecimiento demoledor. Aquí no sólo es comprensible la parte de la vida anímica respetada por la enfermedad, sino la aparición misma de la enfermedad104Semejantes distinciones han sido confeccionadas por la psicopatología moderna. Cf. Jaspers, Über kausale und verstiindliche Zusammenhiinge… [Sobre conexiones causales y de comprensión…]. . De estas consideraciones extraemos que el sujeto espiritual está sometido por esencia a leyes racionales y que sus vivencias están en entramados comprensibles.


3. La constitución de la persona en las vivencias de sentimiento

Pero tampoco podemos contentarnos con esto; tampoco con esto hemos llegado aún a lo que se denomina persona. Más bien conviene reconocer que en los actos del espíritu se constituye todavía algo diferente del mundo de objetos hasta ahora considerado. Es antigua tradición psicológica que el «yo» está constituido en sentimientos105Se ven justificaciones de este parecer desde los escritos de renombrados psicólogos en la Phanomenologie des Ich [Fenomenología del yo] de Ósterreich, pp. 8 ss., cf. también Natorp, Allgemeine Psychologie [Psicología general], p. 52. . Vamos a ver qué puede entenderse por este «yo» y si podemos aducir una justificación en favor de esta afirmación.

En el lenguaje de la psicología al uso se distinguen sensaciones, en las que yo siento «algo» (una concepción con la que no nos declaramos solidarios), y sentimientos, en los que yo «me» siento o bien siento actos y disposiciones del yo. ¿Qué sentido puede tener esta distinción? Hemos visto que todos los actos son vivencias del yo en tanto que, al reflexionar, uno se topa con el yo puro en cada uno. Además, el sentimiento es también sentimiento de algo, es un acto donante, y por otro lado hay que considerar también todo acto como disposición del yo anímico una vez que éste se ha constituido.

No obstante, subsiste una diferencia muy incisiva en la esfera de la vivencia. En los «actos teoréticos», actos de la percepción, de la representación, del pensamiento asociativo o inferencia!, etc., estoy dirigido hacia un objeto de tal manera que el yo y los actos no están ahí en absoluto. En todo momento existe la posibilidad de echar una mirada reflexiva sobre ellos, dado que en la ejecución están permanentemente dispuestos para ser percibidos. Pero existe igualmente la posibilidad de que esto no suceda, de que el yo quede completamente absorbido en la consideración del objeto. Sería pensable que un sujeto que viviera sólo en actos teoréticos tuviera ante sí un mundo de objetos sin descubrir jamás su sí mismo y su conciencia, sin «estar ahí» para sí mismo. Mas desde el momento en que este _sujeto no sólo percibe, piensa, etc., sino que también tiene sentimientos, ya no es esto posible. Pues al tener sentimiento no sólo vivencia objetos, sino a sí mismo, vivencia los sentimientos como provenientes del «fondo de su yo». Con ello queda dicho a la vez que este yo que «se» vivencia no es el yo puro, pues el yo puro no tiene fondo alguno. En cambio, el yo que es vivenciado en el sentimiento tiene estratos de diferente profundidad que se descubren al nacer los sentimientos de ellos.

Se ha querido distinguir entre «sentir» sentimientos y el «sentimiento». Yo no creo que con estas dos designaciones toquemos dos clases diferentes de vivencias, sino sólo las diferentes «direcciones» de la misma vivencia. El sentir sentimientos es la vivencia en cuanto que nos da un objeto o algo del objeto. El sentimiento es el mismo acto en cuanto que aparece como proveniente del yo o que descubre un estrato del yo. En ello todavía es menester un viraje especial de la mirada para convertir en objeto en sentido estricto a los sentimientos, a su brotar desde el yo y a este mismo yo. Un volverse que es específicamente diferente de la reflexión, porque no me trae ante los ojos algo que antes no existiera en absoluto para mí. Por otra parte, es específicamente diferente del paso desde una «vivencia de trasfondo», desde un acto en el que un objeto está ante mí pero no es el objeto preferencial de mi dedicación, al cogito específico, al acto en el que estoy dirigido al objeto en sentido propio; pues volverse al sentimiento, etc., no es el paso desde un dato de objeto a otro, sino objetivación de algo subjetivo106Por lo demás, se requiere también la misma dirección de la mirada para «objetivar» el correlato de un acto sentimental (cf. Ideen [Ideas] de Husserl, p. 66). Ella tiene lugar, vg., en el paso de la captación de un valor, del originario sentir un valor, a un juicio de valor. . Además, en los sentimientos nos vivenciamos no sólo como existentes, sino como hechos así o asá; ellos nos manifiestan cualidades personales. Ya hablamos antes de propiedades constantes del alma que se manifiestan en las vivencias. Adujimos ejemplos de tales propiedades constantes, entre otros la memoria que se manifiesta en nuestros recuerdos, y la pasionalidad que se manifiesta en nuestros sentimientos. Una consideración más detallada muestra este agrupamiento como altamente superficial, dado que no se trata en modo alguno de propiedades al mismo nivel, tanto ontológicamente (según su posición en la estructura esencial del alma), como fenomenológicamente (según su constitución en la conciencia). Viviendo en el recuerdo y vueltos hacia el objeto recordado nunca llegaríamos a algo así como la «memoria». Sólo en la percepción interna, en nuevos actos en los que el recuerdo no existente antes para nosotros está «dado», se da ella también como manifestación del alma y de su propiedad (o «capacidad»). En la «alegría bulliciosa», en el «dolor convulsivo», advierto en su misma realización, sin que me estuvieran «dadas» en nuevos actos, mi pasionalidad y la posición que ella ocupa en el yo. No las percibo, sino que las vivencio. En cambio, es posible una objetivación de estas propiedades vivenciadas, así como de los sentimientos, y ésta es incondicionalmente requerible, vg., cuando algo debe afirmarse de ellos. Estos actos objetivadores son de nuevo donantes (que perciben o meramente indican, mientan) y en ellos tiene lugar la correspondencia del yo vivenciado y del percibido.

Tendríamos que recorrer todos los géneros de vivencia para obtener un cuadro completo. Esto sólo puede hacerse aquí a modo de indicación. Las sensaciones no revierten en una vivencia del yo: la presión, el calor, el estímulo de la luz que yo siento, no son nada en lo que yo me vivencie, no surgen en modo alguno de mi yo. En cambio, una vez objetivados, me «manifiestan» la «sensibilidad» como propiedad anímica constante. Las denominadas «sensaciones sentimentales» o «sentimientos sensibles», el gusto por una impresión táctil, el dolor sensorial, penetran ya en la esfera del yo; yo vivencio el gusto y el dolor en la superficie de mi yo, en ello vivencio a la vez mi «receptividad sensorial» como estrato superior o más externo de mi yo107No puedo coincidir totalmente con Geiger cuando niega toda «implicación del yo» a los sentimientos sensibles (Phiinomenologie des iisthetischen Genusses [Fenomenología del gusto estético], pp. 613 s.). Si se distinguen (como debe hacerse) la sensación, lo placentero de ella y el gusto que me da, entonces no veo cómo se puede eliminar de este gusto el momento del yo. Francamente, con ello cae también para mí la distinción que hace Geiger entre gusto y gozo, por cuanto se apoya en la implicación del yo. Tampoco puedo admitir que no haya una contrapartida negativa para el gozar (como el disgusto para el gusto, el desagrado para el agrado): me parece que un análisis más detallado debería poder resaltar el sufrir como la contraimagen negativa del gozar. .

Hay luego una especie de sentimientos que son, en un sentido especial, «vivenciar-se»: los sentimientos comunes y los estados de ánimo. Distingo los sentimientos comunes de los estados de ánimo en atención a su «ligazón corporal», que sin embargo no tiene que ocuparnos aquí. Sentimientos comunes y estados de ánimo adoptan una posición especial en el reino de la conciencia, pues ellos no son actos donantes, sino que sólo son visibles como «coloraciones» en actos donantes. Al mismo tiempo se distinguen por el hecho de que no tienen ningún lugar determinado en el yo, no son vivenciados en la superficie o en la profundidad del yo, y no descubren ningún estrato del yo, sino que lo impregnan completamente y lo llenan, y penetran todos los estratos o pueden al menos penetrarlos. Tienen algo de la omnipresencia de la luz y, por ejemplo, ni siquiera la serenidad de carácter como propiedad vivida está localizada en modo alguno en el yo, sino que está difusa por encima como un claro resplandor. Y toda vivencia actual tiene en sí algo de esta «iluminación de conjunto», está sumergida en ella.

Llegamos ahora a los sentimientos en sentido estricto. Estos sentimientos -como dijimos antes- son siempre sentimiento de algo. En todo sentimiento estoy dirigido a un objeto, me está dado algo sobre el objeto, se me constituye un estrato del objeto. Pero para que se pueda constituir este estrato del objeto debo tenerlo antes, me debe estar dado, y esto sucede en los actos teoréticos: todo sentimiento precisa de actos teoréticos para su constitución. Así, en la alegría por una buena acción me está delante la bondad de esta acción, su valor positivo; pero para alegrarme por esta acción debo ante todo saber de ella, el saber es fundante para la alegría. Este saber, que está en la base del sentir el valor y que también puede ser reemplazado por una aprehensión intuitiva percipiente o representativa, pertenece al terreno de los actos sólo aprehensibles por reflexión y carece de profundidad de yo. En cambio, el sentimiento constituido sobre él, aun en caso de inmersión completa en el valor sentido, descansa siempre en la existencia del yo y es vivenciado como proviniendo de él. El enfado por la pérdida de una joya penetra menos profundamente o viene de un estrato más superficial que el dolor por la pérdida del mismo objeto como recordatorio de una persona amada o, más aún, que el dolor por la pérdida de esta persona misma. Aquí se manifiestan las conexiones esenciales entre el orden de rango de los valores108Para el orden de rango de los valores, cf. Scheler, Der Formalismus in der Ethik … [El formalismo en la ética…] , pp. 488 ss. , el orden en profundidad de los sentimientos de valor y el orden de los estratos de la persona que ahí se descubren. Así, pues, todo avance en el reino de los valores es al mismo tiempo un acto de conquista en el reino de la propia personalidad. Esta correlación posibilita una legalidad racional de los sentimientos y su anclaje en el yo, y una decisión sobre lo «correcto» y lo «equivocado» en este terreno. A quien le «derrota» la pérdida de su patrimonio, esto es, le toca en el punto nuclear de su yo, ése siente «irracionalmente», invierte el orden de rango de los valores o le falta en general la penetración sentimental de los valores superiores y le faltan los estratos personales correlativos.

A los actos sentimentales en los que se descubren los estratos personales pertenecen también los sentimientos del amor y del odio, de la gratitud, de la venganza, del rencor, etc., sentimientos que tienen por objeto a otras personas. También estos sentimientos están anclados en diferentes estratos del yo (el amor, vg., en uno más profundo que el afecto). Por otra parte, tienen como correlato valores personales. Cuando estos valores no son valores derivados -que conciernen a la persona como a quien realiza o aprehende otros valores-, sino valías propias, vienen a darse en actos que radican en otras profundidades que el sentimiento de los valores no personales, y si con ello desvelan estratos que no pueden ser vivenciados de ninguna manera, entonces es constitutivo para la persona propia la aprehensión de personas ajenas. En el acto de amor, pues, tenemos un asir o bien un tender a la valía personal que no es un valorar a causa de otro valor; no amamos a una persona porque hace el bien, su valía no consiste en que haga el bien (aun cuando en eso quizá se evidencia el valor), sino que ella misma es valiosa y la amamos «por ella misma». Y la capacidad de amar que se exterioriza en nuestro amor radica en otra profundidad que la capacidad del valorar moral, la cual es vivenciada en el valorar una acción.

Entre sentir un valor y el sentimiento del valor de su realidad (pues la realidad de un valor es ella misma un valor) y su profundidad de yo, hay conexiones esenciales. La profundidad de un sentimiento de valor determina la profundidad de un sentir que se constituye sobre la aprehensión de la existencia de ese valor, existencia que no tiene la misma profundidad. El dolor por la pérdida de una persona amada no es tan profundo como el amor a esa persona cuando la pérdida significa que esa persona deja de existir; así como la valía personal sobrevive a su existencia, y el amor a la alegría por la existencia del amado, así también es la valía personal superior al valor de su realidad, y el correspondiente sentimiento del valor radica más profundamente109Sobre la relación entre altura y duración de los valores, cf. Scheler, op. cit., pp. 492 ss.. Pero si «pérdida de la persona» significa derogación de la persona y de la valía personal (tal vez continuando la existencia de la persona empírica en cuestión, en el caso de que «uno se haya engañado a sí mismo sobre una persona»), entonces el dolor por la pérdida es equivalente a la supresión del amor y radica en la misma profundidad.

La misma aprehensión de valores es un valor positivo. Pero para descubrir ese valor es preciso dirigirse a esa aprehensión. El sentir el valor se presenta precisamente en el volverse al valor, mas éste no es objeto y debe primero ser objetivado para que su valor pueda ser sentido. En semejante sentir el valor del sentir el valor (alegría por mi alegría) me descubro a mí mismo de una doble manera: como sujeto y como objeto. El sentimiento original del valor y el reflejo prenderán de nuevo en profundidades diferentes. Así, puedo gozar de una obra de arte y a la vez de mi gozar la obra de arte; «razonablemente» será el gozo de la obra de arte el más profundo. La «inversión» de esta relación es para nosotros tanto como una «perversión». Con lo cual no está dicho que el sentir irreflejo deba ser en cada caso el más profundo. Yo puedo sentir una leve complacencia por la desgracia de otro y sufrir profundamente, y con razón, por esta leve complacencia. El orden de profundidad no depende directamente de la contraposición reflejo-no reflejo, sino, una vez más, del orden de rango de los valores sentidos: la valoración positiva de un valor positivo es menos valiosa que el valor positivo mismo. La valoración positiva de un valor negativo es menos valiosa que el valor negativo mismo. La preferencia de una valoración positiva antes que del valor positivo es, pues, axiológicamente irracional; la posposición del valor positivo (no fundado) al negativo es axiológicamente racional. Según lo dicho parece que el valor de la persona propia se constituye sólo reflejamente, no en la dirección inmediata de la vivencia. Pero para decidir esto se requieren todavía otras indagaciones.

No sólo el aprehender, sino que también el realizar un valor es un valor. Vamos a considerar algo más de cerca este realizar y, por cierto, no por su lado del querer y del actuar, sino sólo desde sus componentes sentimentales. En el realizar un valor me está ante los ojos este valor a realizar, y este sentir el valor tiene el papel ya indicado para la constitución de la personalidad. Pero a la vez que con este sentir el valor se da una alegría completamente ingenua e irrefleja en el «crear», en la cual este crear está sentido como valor. En este crear vivencio simultáneamente mi fuerza creativa y a mí mismo como provisto de esta fuerza, y los vivencio como valiosos en sí. La fuerza que vivencia en el crear y el poder que vivencio a una con ella, o aun por sí mismo en el poder crear, son valores personales autónomos y, por cierto, completamente independientes del valor a realizar. El ingenuo «sentir el valor propio» de esta fuerza creativa también se muestra además en el realizar y en la vivencia del poder realizar un valor negativo. Entonces se presenta evidentemente un conflicto de valores, y el valor positivo propio de la fuerza puede ser succionado por el valor medio negativo que le está adherido. En cualquier caso tenemos aquí un ejemplo de «sentimientos de sí» irreflejos en los que la persona se vivencia como valiosa.

Pero antes de que pasemos al terreno de las vivencias de la voluntad, cuyo umbral ya hemos pisado, debemos indagar todavía desde otra «dimensión» los sentimientos en su significado para la constitución de la personalidad. Ellos no sólo tienen la peculiaridad de radicar en cierta profundidad del yo, sino también de llenarlo en mayor o menor grado. Lo que con esto se entiende ya lo hemos conocido al tratar los estados de ánimo. Podemos decir que a todo sentimiento lo habita un cierto componente de estado de ánimo en virtud del cual se propaga por el yo desde su posición original y lo llena. Un rencor relativamente leve, partiendo de un estrato periférico, puede llenarme «punto por punto», pero también puede dar con una alegría profunda que le impida un avance ulterior hacia el centro y que entonces, progresando a su vez victoriosamente desde el centro hacia la periferia, llena todos los estratos superpuestos. Los sentimientos aparecen -por permanecer en la vieja imagen- como diversas luminarias de cuya posición y fuerza lumínica depende la iluminación resultante. La imagen de la luz y del color puede hacernos evidente, todavía desde otro lado, la relación entre sentimiento y estado de ánimo. Los componentes del estado de ánimo pueden habitar los sentimientos de manera esencial y ocasional, tal como a los colores conviene una claridad específica más allá de sus grados de mayor o menor claridad. Así, hay una alegría grave y una serena; pero al margen de eso, la alegría es un carácter específicamente «luminoso».

Por otra parte, de estas relaciones entre estado de ánimo y sentimiento se puede obtener todavía una explanación ulterior sobre la esencia de los estados de ánimo. No sólo puedo vivenciar un estado de ánimo y a mí en él, sino también su penetrar en mí, vg., puedo vivenciarlo como proveniente de una determinada vivencia: yo vivencio cómo algo me pone de malhumor; este «algo» es siempre correlato de un acto sentimental, la privación de una noticia por la que me enfado, el sonido chirriante de un violín que me desagrada, la mala acción por la que me indigno. De la profundidad de yo del acto sentimental -correlativo a la altura del valor sentido- depende entonces el «radio de acción» del estado de ánimo suscitado; el estrato hasta el que «razonablemente» puedo dejarlo penetrar está predeterminado.

A la profundidad y al radio de acción de los sentimientos se añade como una tercera dimensión su duración; ellos no sólo llenan el yo según su profundidad y amplitud, sino también según su «longitud» en su tiempo vivenciado, mientras persisten en él. Y también aquí hay algo así como una duración sentimental específica dependiente de la profundidad. Asimismo, cuánto tiempo pueda «persistir» en mí un sentimiento (o un estado de ánimo), llenarme o dominarme, esto también está sometido a leyes racionales. Ahora bien, de esta dependencia de la estructura personal respecto de las leyes racionales mostrada repetidas veces se destaca una clara distinción en el alma que no está subordinada a leyes racionales, sino naturales. De la profundidad, del radio de acción y de la duración de los sentimientos hay que distinguir su intensidad. Un ligero malhumor puede perdurar largo tiempo y me puede llenar más o menos. Además, puedo sentir un valor elevado menos intensamente que uno inferior y ser por ello inducido a realizar el inferior en lugar del superior. «Inducido»: en esto consiste el que aquí resulte vulnerada la legalidad racional. En puridad, al valor más grande conviene también el sentimiento más fuerte que luego también pone en movimiento a la voluntad. Pero de facto no siempre es así. El más pequeño incidente a nuestro alrededor nos suele excitar más fuertemente -como ya ha sido notado a menudo- que una catástrofe en otra parte de la Tierra sin que desconozcamos a qué acontecimiento corresponde mayor importancia. ¿se debe eso a que en un caso no tenemos los fundamentos intuitivos para una valoración originaria o a que en el otro actúa un contagio de sentimiento? En cualquier caso, parece que aquí se trata de un efecto de la organización psicofísica. Es razonable que a todo sentimiento conviene una determinada intensidad, e incluso es aún comprensible que el sentimiento más fuerte dirige la voluntad. Pero el grado fáctico del sentimiento no se puede ya entender, sino meramente explicar causalmente. Tal vez se podría mostrar que a cada individuo corresponde un acopio de fuerza psíquica, y que conforme a él se determina la intensidad de que puede disponer cada vivencia singular. Así, la duración que corresponde a un sentimiento según la legalidad racional puede superar a la «fuerza psíquica» de un individuo y entonces el sentimiento, o bien expirará antes de tiempo, o bien conducirá a un «colapso psíquico». (En el primer caso se hablará de una predisposición «normal», en el segundo de una «anormal» o patológica. La «norma» de la que aquí hablamos es la de la utilidad biológica, no la de la legislación racional. Lo patológico no es el sentimiento, sino el sucumbir ante él.) Sin embargo, no es este el lugar para tratar esta cuestión en pormenor.

Nos queda aún por tratar el análisis de las vivencias de la voluntad. También debemos examinar las tendencias, con ellas emparentadas, por su posible relevancia para la constitución de la personalidad. Según Pfander, a ellas parece convenirles tal relevancia. «Las tendencias y contratendencias que se originan en el yo -así argumenta él109Motiv und Motivation [Motivo y motivación], p. 169.
– no tienen desde luego la misma situación en este yo. Es decir, que este yo posee una peculiar estructura: el centro propio del yo o el núcleo del yo está circundado por el cuerpo vivo del yo. Y entonces, las tendencias pueden ciertamente originarse en el yo, pero en el cuerpo vivo del yo, fuera del centro del yo; por tanto, en este sentido, pueden ser vivenciadas como tendencias excéntricas.» La distinción entre núcleo del yo y cuerpo vivo del yo parece corresponder a nuestra distinción entre estratos personales centrales y periféricos.

Tendencias centrales y excéntricas prorrumpirían, según eso, desde estratos diferentes, tendrían diferente profundidad de yo. Sin embargo, esta descripción no me parece correcta; el verdadero sentido de la referida distinción entre tendencias centrales y excéntricas parece ser otro completamente distinto. Por cuanto veo, hay diversas modalidades de ejecución del acto de tender. El tender central es un tender según la forma del cogito; las tendencias excéntricas son las correspondientes «vivencias de trasfondo». Con ello no se ha mostrado que al tender en general no corresponda ninguna profundidad de yo. Si un ruido oído despierta en mí la tendencia a volverme hacia él, en la acción no encuentro que, de manera irrefleja, yo vivencie en esta tendencia otra cosa que el yo puro sobre el que viene ejercido el «impulso», o que ella ascienda desde profundidad alguna. En cambio, de vez en cuando hay «fuentes» del tender que son vivenciadas y de las cuales procede éste110Pfander, op. cit., p. 168. : un malestar, un descontento o similares; y gracias a su origen desde esta fuente, al tender le convienen secundariamente una profundidad y una relevancia constitutivos para la personalidad (o sea, tan sólo si en el tender se hace visible su fuente). Más aún, también la impetuosidad y la tenacidad de una tendencia se muestran después como dependientes de la profundidad de yo de su fuente y, con ello, como accesibles a una legalidad racional, mientras que el tender puro que no surge como vivencia de un sentimiento no es racional ni irracional.

Según Pfander, el querer está siempre en el centro del yo en contraste con el tender111Pfander, op. cit., p. 174. . Asentimos a esto en tanto que lo traducimos a nuestra concepción: la resolución de la voluntad se realiza siempre en la forma del «cogito». Como ya sabemos, con ello no se ha dicho todavía nada sobre la voluntad como «vivenciar-se». «Si se trata de un auténtico acto volitivo, el propio yo -dice Pfünder- no debe ser meramente pensado, sino él mismo aprehendido inmediatamente y hecho objeto-sujeto de los propósitos prácticos. Al querer, pero no al tender, pertenece entonces la autoconciencia inmediata. El acto volitivo es, por tanto, un acto propositivo práctico imbuido de un determinado mentar volitivo, acto que procede del centro del yo y, avanzando por el mismo yo, determina a este mismo a un preciso comportamiento futuro. Es un acto de autodeterminación en el sentido de que el yo es tanto el sujeto como el objeto del acto.»

Tampoco podemos declararnos completamente de acuerdo con este análisis. Objeto del acto volitivo es lo querido o pensado volitivamente. Una autodeterminación para el comportamiento futuro consiste sólo (conforme a la vivencia) en el querer un obrar futuro y no en el simple querer un comportamiento a realizar. Por tanto, el yo no es objeto en el simple querer, por el contrario está permanentemente vivenciado desde el lado del sujeto: «yo» donaré el ser a lo que no es. Tal es sólo, por lo pronto, el yo puro. Pero en tanto que todo querer se edifica sobre un sentir sentimiento, en tanto que también con aquel querer está ligado aquel sentimiento del «poder realizar» -en todo «yo quiero» libre e indubitable reside un «yo puedo»; con un «yo no puedo» sólo se lleva bien un tímido «ya querría yo»; «yo quiero pero no puedo» es un nonsense-, todo querer interviene de doble manera en la estructura personal y descubre sus profundidades. La posición de los actos teoréticos requiere todavía un examen más detenido. Primero nos parecieron completamente irrelevantes para la constitución de la personalidad, no radicados en absoluto en ella, pero ahora nos los hemos encontrado repetidas veces y podemos sospechar que deben ser involucrados de múltiples maneras. Todo acto sentimental (y también, naturalmente, todo acto volitivo), se basa sobre uno teorético, por tanto es imposible un sujeto sentimental puro; sin embargo, por este lado aparecen los actos teoréticos sólo como condiciones, no como constituyentes de la personalidad, y tampoco creo que corresponda, por ejemplo, a los simples actos de percepción, un significado más elevado. Las cosas son diferentes con respecto a los actos específicos de conocimiento. El conocer mismo es un valor, y precisamente un valor graduado según su objeto. El acto reflejo en el que viene a darse el conocer siempre puede llegar a ser, pues, soporte de una captación de valor, y el conocer, así como aquel valor sentido, deviene con ello relevante para la constitución de la personalidad. Verdad es que este dominio del valor no sólo se abre a la mirada refleja. No sólo el conocimiento obtenido, sino (acaso en mayor proporción) el conocimiento todavía no realizado está sentido como valor, y este sentir el valor es la fuente de todo esfuerzo cognoscitivo, el «resorte» de todo querer conocer. Un objeto se me ofrece como oscuro, encubierto, no claro. Está ahí como algo que está por descubrir, pide esclarecimiento. Este esclarecer, descubrir, y su resultado, el conocimiento claro y distinto, están ante mí como valor incisivamente sentido y que me arrastra irresistiblemente hacia sí. Es un dominio axiológico propio el que aquí se abre, y un estrato de la personalidad propio el que le corresponde. Un estrato muy profundo que con frecuencia es tenido por nuclear, y para un determinado tipo de personas, las que poseen «temple científico» específico, es de hecho su núcleo esencial. Pero del análisis del conocimiento se puede extraer todavía más: hemos hablado de esfuerzo cognoscitivo y de querer conocer; el proceso cognoscitivo mismo es acción, es acto. No sólo siento el valor del conocimiento que está por realizarse y la alegría por el realizado, sino que en la realización siento también aquella fuerza y poder que encontrábamos en otro querer y obrar.

Con esto hemos esbozado a grandes rasgos la constitución de la personalidad. En ella encontramos una unidad de sentido que se constituye plenamente en el vivenciar, que además se distingue por el hecho de que está subordinada a las leyes racionales. Encontrábamos una correlación general entre persona y mundo o, dicho con más exactitud, mundo de los valores. Para nuestros objetivos es suficiente el haber mostrado esta correlación. De ahí resulta que no es posible llevar a cabo una doctrina de la persona (sobre la que, naturalmente, no albergamos aquí ninguna pretensión) sin una precedente doctrina de los valores, y que ella puede ser obtenida a partir de semejante doctrina de los valores. A la jerarquía completa de los valores correspondería la persona ideal que siente todos los valores adecuadamente y según su orden de rango. La supresión de ciertos dominios axiológicos o las modificaciones en el orden de rango de los valores, además de las diferencias en la intensidad con que vivenciamos un valor y en la preferencia de una de las posibles formas de expresión (expresión corporal, del querer y del obrar, etc.), darían por resultado otros tantos tipos personales. Una cumplida doctrina de los tipos sería tal vez aquel fundamento ontológico de las ciencias del espíritu que le valió tantos esfuerzos a Dilthey.


4. El darse de la persona ajena

Tenemos que consignar ahora cómo se destaca la constitución de la persona ajena respecto de la propia y además cómo se diferencia la persona respecto del individuo psicofísico de cuya constitución nos ocupamos anteriormente.

El primer cometido, después de las investigaciones precedentes, ya no parece ocasionar una gran dificultad. Así como en los propios actos espirituales originarios se constituye la persona propia, así la ajena se constituye en los actos vivenciados empáticamente. Toda acción de otro la vivencio como procedente de un querer, y éste a su vez de un sentir sentimiento; con ello me está dado al mismo tiempo un estrato de su persona y un dominio de valores aprehensibles en principio para él, el cual motiva además con pleno sentido la espera de posibles actos volitivos y acciones futuros. Una acción singular, e igualmente una expresión corporal singular -una mirada o una sonrisa-, me pueden brindar una mirada al núcleo de la persona. Ulteriores cuestiones que se plantean podrán responderse cuando hayamos discutido la relación entre «alma» y «persona».


5. Alma y persona

En ambas nos han salido al paso propiedades constantes, pero las propiedades anímicas se constituyen para la percepción interna y para la empatía en cuanto que éstas tienen por objeto las vivencias, mientras que las propiedades personales se descubren en el vivenciar original y correlativamente en el transferirse dentro de otro empatizando, si bien es menester todavía -igual que con las vivencias en cuestión- un viraje especial de la mirada para hacer del «descubrir» un aprehender.

Hay cualidades (o «disposiciones»), que en principio sólo son perceptibles, no vivenciables: así es la memoria, que se manifiesta a la mirada aprehensora en mis recuerdos. Estas cualidades son, pues, anímicas en sentido específico. Naturalmente que también las propiedades personales -la bondad, el espíritu de sacrificio, la energía que vivencio en mis acciones- se traducen en propiedades anímicas cuando son percibidas en un individuo psicofísico. Pero son pensables además como propiedades de un sujeto espiritual puro y conservan su esencia propia también en el entramado de la organización psicofísica. Su posición especial se manifiesta en el hecho de que están fuera de la conexión causal.

Encontrábamos el alma, sus vivencias y todas sus disposiciones, como dependientes de toda clase de circunstancias, influenciables por doquier, así como por los estados y la índole del cuerpo vivo, engarzadas, en fin, a todo el entramado de la realidad física y psíquica. Bajo la acción permanente de tales influjos se desarrolla el individuo con todas sus disposiciones. Este hombre está hecho así porque estuvo expuesto a estos y a aquellos influjos; en otras circunstancias se habría desarrollado de otra manera, su «naturaleza» tiene algo de empíricamente fortuito, se la puede pensar transformada de muchas maneras. Pero esta variabilidad no es indefinida, en ella topamos con límites. No sólo es que la estructura categorial del alma como alma debe permanecer conservada; también dentro de su forma individual damos con un núcleo inmutable: la estructura personal. Me puedo figurar a César en una aldea en vez de en Roma y lo puedo trasladar al siglo veinte; ciertamente que su individualidad históricamente determinada experimentaría entonces algunos cambios, pero es igualmente seguro que seguirá siendo César. La estructura personal delimita un dominio de posibilidades de variación dentro del cual se puede desarrollar su expresión real «según las circunstancias».

Las capacidades del alma -así lo dijimos antes- pueden ser perfeccionadas y también enromadas por el uso. Mediante la práctica puedo ser «educado» para gustar de las obras de arte y, por otra parte, el gusto me puede resultar empalagoso por la repetición frecuente. Pero estoy sometido a la «fuerza de la costumbre» sólo en virtud de mi organización psicofísica. Un sujeto puramente espiritual siente un valor y vivencia en ello el estrato correlativo de su ser. Este sentimiento no puede llegar a ser ni más ni menos profundo. Un valor que le es inaccesible a la fuerza de la costumbre permanece también como un valor que ella siente, no queda perdido para ella. Y un individuo psicofísico tampoco puede ser conducido nunca mediante costumbre a un valor para el que le falta el estrato personal correlativo. Los estratos de la persona no pueden «desarrollarse» o «deteriorarse», sino sólo llegar o no a descubrirse en el curso del desarrollo psíquico. Esto vale para la causalidad «intersubjetiva» tanto como para la «intrasubjetiva». La persona como tal no está sometida al contagio de sentimientos, éste sirve más bien para velar el verdadero contenido de la personalidad. Las condiciones de vida en las que un individuo crece pueden engendrar en él una aversión contra ciertas acciones (ieducación moral autoritaria!) que no corresponde a ninguna propiedad personal original y que puede ser vencida por otros «influjos». El educado conforme a «principios morales» y que obra según ellos, cuando vuelve la mirada «hacia sí» percibirá con satisfacción a una persona «virtuosa»; hasta que un día, en una acción que prorrumpe desde lo hondo de su interioridad, se vivencia como de una clase totalmente distinta de la que creía ser hasta entonces.

De un desarrollo de la persona bajo el influjo de las condiciones de vida -de una «significación del ambiente para el carácter», como admite también Dilthey112Beitriige zum Studium der Individualitiit [Contribuciones al estudio de la individualidad], pp. 327 ss. – sólo se puede hablar en cuanto que el mundo real circundante es objeto de su vivencia de los valores y determina qué estratos llegan a descubrirse y qué acciones posibles devienen reales. Así puede la persona psicofísica empírica ser una realización más o menos perfecta de la persona espiritual. Se puede pensar que la vida de un hombre es un proceso acabado de despliegue de su personalidad; pero también es posible que el desarrollo psicofísico no permita un despliegue completo, y esto de distintas maneras: quien muere en edad infantil o es víctima de una parálisis no puede desplegarse del todo, un hecho empírico fortuito -la debilidad del organismo- frustra el sentido de la vida (si es que lo vemos en ese despliegue de la persona), como por otra parte un organismo más fuerte conserva la vida más tiempo cuando su sentido ya se ha cumplido y la persona se ha desarrollado del todo. La incompleción semeja aquí al carácter fragmentario de una obra de arte de la que una parte está ya elaborada y de lo restante sólo ha quedado materia bruta. Sin embargo, también es posible un desarrollo deficiente en un organismo resistente; quien nunca encuentra a una persona digna de amor o de odio nunca puede vivenciar la profundidad en la que radican amor y odio. Quien nunca ha visto una obra de arte, quien nunca ha salido de los muros de la gran ciudad, a éste se le cierran, tal vez para siempre, el gusto por la naturaleza y el arte y la receptividad para ello. La persona de esta manera «incompleta» semeja un esbozo inacabado. Finalmente, también se puede pensar que no se llegue en absoluto a un despliegue de la personalidad. Quien no siente él mismo los valores, sino que adquiere todos los sentimientos sólo por contagio de otros, no «se» puede vivenciar ni llegar a una personalidad, sino a lo sumo a una imagen fraudulenta de la misma.

Sólo en el último caso podemos decir que la persona espiritual no existe. En todos los demás casos no podemos poner en pie de igualdad el no-despliegue de la persona con la no-existencia; más bien existe la persona espiritual aun cuando no esté desplegada. Podemos denominar «persona empírica» al individuo psicofísico en cuanto realización de la persona espiritual. En cuanto «naturaleza», está sometida a las leyes de la causalidad; en cuanto «espíritu», a las del sentido. Incluso aquella conexión plena de sentido de las propiedades anímicas de la que hablamos antes, en virtud de la cual la aprehensión de una motiva racionalmente el paso a la otra, le conviene a ellas sólo en cuanto personales. La receptividad más fina para los valores éticos y una voluntad que los deja completamente inadvertidos y sólo se deja guiar por estímulos sensibles no congenian en la unidad de un sentido, son incomprensibles. Y así, entender una acción quiere decir no sólo darle cumplimiento empático como vivencia singular, sino vivenciarla plenamente como procedente de la estructura total de la persona113Sobre la «necesidad» que conviene a la reviviscencia llama la atención también Meyer (Stilgesetz der Poetik [Ley de estilo de la poética], pp. 29 ss.), pero sin mantener separadas legalidad causal y de sentido. .


6. La existencia del espíritu

Simmel ha dicho que la inteligibilidad de los caracteres garantizaría su objetividad, que ella constituye la «verdad histórica». Francamente, esta verdad no se distinguiría en nada de la verdad poética. También una criatura de la libre imaginación puede ser una persona inteligible. Los objetos históricos deben tener, además de eso, realidad. Me debe estar dado algún punto de referencia, un rasgo del carácter histórico, para mostrar como hecho histórico el entramado de sentido que él abre para mí. Pero si me he apropiado de él de alguna manera, entonces tengo algo que existe, no sólo un producto de la fantasía.

En la comprensión empatizante del individuo espiritual ajeno también tengo la posibilidad de traerme a dato su comportamiento en ciertas circunstancias, comportamiento que no está atestiguado. Este actuar está reclamado por la estructura de su persona que tengo la certeza de conocer. Si de hecho él actúa de otra manera, entonces es que influjos perturbadores de la organización psicofísica han impedido una libre expresividad de su persona. Sin embargo, el que tales influjos perturbadores sean posibles quita a aquella constatación el carácter de un enunciado sobre la existencia empírica y no puedo tomarla por mera constatación de hechos.

Pero mucho menos todavía es «históricamente verdadera» la mera constatación de hechos por sí sola. La constatación más exacta de todo aquello que ha hecho Federico el Grande desde el día de su nacimiento al de su último suspiro no nos da ni una chispa del espíritu que interviene en los destinos de Europa transformándolos, mientras que la mirada inteligente se apodera de él en una observación lanzada sobre una breve carta. El mero elenco de los hechos hace del acontecer significativo un acontecer ciego causalmente regulado, descuida el mundo del espíritu que no es menos real ni menos cognoscible que el mundo natural. Puesto que el hombre pertenece a ambos reinos, la historia de la humanidad debe considerarlos a los dos. Ella debe entender las configuraciones del espíritu y la vida espiritual, y constatar lo que de eso ha llegado a ser realidad. Y puede llamar en ayuda a la ciencia de la naturaleza para explicar lo que no ha llegado a ser y lo que ha llegado a ser de otra manera de como lo requerían las leyes del espíritu114De manera semejante a como nosotros intentábamos mostrarlo aquí, E. von Hartmann ha caracterizado en su estética la relación entre individuo psicofísico y espiritual (II, pp. 190 ss., 200 ss.). Todo individuo es, para él, una realización empírica de una «idea individual»..


§ 7. Confrontación con Dilthey


a) Ser y valor de la persona

Ya hemos destacado antes cómo nuestra concepción está próxima a la de Dilthey, aunque él no ha consumado la distinción de principio entre naturaleza y espíritu. También él reconoce la legalidad racional de la vida espiritual. Lo expresa diciendo que en las ciencias del espíritu, ser y deber, hecho y norma, están inseparablemente trabados115Beitriige zum Studium der lndividualitdt [Contribuciones al estudio de la individualidad], p. 300. , los entramados vitales son unidades axiológicas que llevan en sí la regla de su enjuiciamiento.

Pero aún hay que distinguir entre legalidad racional y valor. Los actos espirituales se enlazan vivencialmente en entramados de una determinada forma general. Uno puede traerse a dato estas formas en actitud reflexiva y enunciarlas en proposiciones teoréticas que se dejan también transformar en las proposiciones normativas equivalentes. Gracias a esta legalidad formal están sometidos los actos espirituales al dictamen de «verdaderos» y «falsos». Por ejemplo, la unidad vivenciada de una acción consiste en que una captación de valor motiva un acto volitivo que se pone en práctica tan pronto como está dada la posibilidad de realización. Formulado en una proposición teorética, esto da por resultado esta ley racional general: quien siente un valor y lo puede hacer real, lo hace. Dicho normativamente: si sientes un valor y lo puedes realizar, hazlo116No necesitamos entrar aquí en la legalidad óntica respectiva a la que están sometidos los correlatos de aquellos actos, en la relación de valor y deber (lo que es válido debe ser). . Toda acción que se corresponda con esta ley es racional o correcta. Mas con ello no se ha establecido todavía nada sobre el valor material de la acción. Sólo se cumplen las condiciones formales de una acción valiosa. Sobre qué valor material le concierne, acerca de ello nada dicen las leyes racionales. Así, las estructuras vivenciales inteligibles son también objetos de una posible valoración, pero no están constituidas ya como objetos de valor en la aprehensión empatizante (prescindimos de aquella clase especial de vivencias irreflejas del propio valor sobre las que hemos llamado la atención)117Vid. supra pp. 115 s. [p. 121]. .


b) Los tipos personales y las condiciones de la empatía con personas

Dilthey ve además, como veíamos, estructuras vivenciales de carácter típico en las personalidades. También en esto coincidimos con él. Gracias a la correlación entre valorar, vivencia de los valores y estratos de la persona, a partir de un conocimiento universal de valores podemos construir a priori todos los tipos posibles de personas de cuya realización dan cuenta las personas empíricas. Por otra parte, toda aprehensión empatizante de una personalidad significa obtención de un tipo así118No está en contradicción con la tipicidad de la estructura personal el que cada individuo y cada una de sus vivencias concretas son únicos por excelencia, porque el contenido de las múltiples corrientes de conciencia no puede ser en principio igual. .

Ahora bien, en Dilthey y en otros hemos hallado la concepción de que la comprensión de la individualidad ajena está ligada a la propia, que la estructura de nuestra vivencia delimita el dominio de lo inteligible para nosotros. Esto es, en un grado más elevado, la repetición de lo que al hablar de la constitución del individuo psicofísico hemos mostrado como posible engaño de empatía aunque no perteneciente a la esencia de la empatía: que la condición personal sea puesta como base de la experiencia de otros individuos. En efecto, allí ya hicimos notar que la condición típica, en lugar de la individual, es base del «analogizar». ¿cómo nos las arreglamos aquí, donde cada persona singular misma es ya un tipo? En el reino del espíritu, como en el de la naturaleza, hay tipos de diferente grado de generalidad. Allí, el tipo más general «organismo viviente» delimitaba el dominio de las posibilidades de empatía; cuanto más abajo descendíamos mayor resultaba ser el número de los fenómenos típicos comunes. Las cosas no son muy distintas aquí; la estructura vivencia! individual es «singularidad eidética», la ínfima diferencia de los tipos generales supraordinados: edad, sexo, profesión, posición social, nación, época, son estructuras vivenciales generales de esa clase, a las cuales está subordinada la estructura individual. Así, el tipo Gretchen119Diminutivo alemán del personaje Margarita que interviene en el Fausto de Goethe. [N. del T.] representa para nosotros, entre otras cosas, el tipo de la muchacha burguesa alemana del siglo XVI, es decir, que el tipo individual está constituido a través de su «participación» en otros más generales. Y el tipo más elevado mediante el cual es delimitado el dominio de lo inteligible es el de la persona espiritual o el sujeto que vivencia valores en general.

A todo sujeto en el que aprehendo empáticamente una captación de valor lo considero como una persona cuyas vivencias se asocian en una totalidad inteligible de sentido. Todo cuanto de su estructura vivencia! me pueda traer a intuición plenaria depende de la mía propia. En principio es susceptible de tal plenitud toda vivencia ajena que se pueda derivar de mi propia estructura personal, aun cuando ésta no haya llegado todavía a un despliegue real. Al empatizar puedo vivenciar valores y descubrir estratos correlativos de mi persona para cuyo desvelamiento mi vivencia originaria no ha ofrecido todavía ocasión. Aquel que nunca ha arrostrado un peligro puede, sin embargo, vivenciarse como valiente o cobarde en la presentificación empatizante de la situación de otro. En cambio, lo que se opone a mi propia estructura vivencia! no me lo puedo traer a plenitud, pero aún lo puedo tener dado a modo de representación vacía. Yo mismo puedo ser increyente y entender, sin embargo, que otro sacrifique por su fe todo lo que posee en bienes terrenos. Veo que él obra así y empatizo una captación de valor, cuyo correlato no me es accesible, como motivo de su obrar, y le adscribo a él un estrato personal que yo mismo no poseo. Así es como obtengo empáticamente el tipo del «horno religiosus» que es extraño a mi naturaleza, y lo entiendo, si bien lo que allí me aparece como nuevo ha de quedar irrealizado. Si, por otra parte, otros aplican totalmente su vida a la adquisición de bienes materiales que yo estimo en poco y dejan posponer todo lo demás, entonces veo que para ellos están cerrados los dominios axiológicos superiores de los que yo tengo experiencia, y también les entiendo a ellos aunque pertenezcan a otro tipo.

Ahora vemos con qué derecho puede decir Dilthey que «la facultad comprensiva que opera en las ciencias del espíritu es el hombre entero». Sólo quien se vivencia a sí mismo como persona, como totalidad de sentido, puede entender a otras personas. E igualmente bien entendemos por qué Ranke quiere «extinguir» su sí mismo para ver las cosas «como han sido>>. El «sí mismo» es la estructura vivencia! individual; el gran maestro del comprender reconoce en ella la fuente de engaño cuyo peligro nos amenaza. Si la tomamos como medida, entonces nos encerramos en la prisión de nuestra singularidad; los demás se convierten en enigmas para nosotros o, lo que es todavía peor, los modelamos a nuestra imagen y falseamos así la verdad histórica120Ciertamente, tampoco Dilthey concibe el concepto de tipo primariamente como espiritual, sino como psíquico. Esto se destaca claramente en su descripción del tipo poético, que en gran parte consiste en una determinada particularidad de la organización psicofísica: agudeza y vivacidad de las percepciones y recuerdos, intensidad de la vivencia y similares (Die Einbildungskraft des Dichters [La imaginación del poeta], pp. 344 ss.). En cambio, otros rasgos que él realza muestran la peculiaridad de una típica estructura personal: así, la expresión del vivenciar en el acto creativo de la fantasía (Über die Einbildungskraft der Dichter [Sobre la imaginación de los poetas], pp. 66 s.). .


8. Relevancia de la empatía para la constitución de la persona propia

De lo dicho se desprende también qué relevancia tiene el conocimiento de la personalidad ajena para nuestro «autoconocimiento». Como antes vimos, no sólo nos enseña a hacernos a nosotros mismos objeto, sino que lleva a desarrollo, como empatía con «naturalezas semejantes», es decir, con personas de nuestro tipo, lo que «dormita» en nosotros, y como empatía con estructuras personales formadas de otra manera nos ilustra sobre lo que nosotros no somos, sobre lo que somos de más o de menos respecto a los demás. Con ello viene dado, a la par que el autoconocimiento, un importante medio auxiliar para la autovaloración. Puesto que la vivencia del valor es fundante de la valía propia, con los nuevos valores obtenidos en empatía se abre simultáneamente la mirada a valores desconocidos en la persona propia. En tanto que al empatizar damos con dominios axiológicos clausurados para nosotros, llegamos a ser conscientes de una propia carencia o desvalor. Toda aprehensión de personas de otra clase puede llegar a ser fundamento de una comparación de valores. Y dado que en el acto de preferir o postergar vienen a dársenas con frecuencia valores que de suyo permanecen inadvertidos, aprendemos a veces a apreciarnos a nosotros mismos de manera correcta, por lo que nos vivenciamos como más o menos valiosos en comparación con otros.


9. La cuestión de la fundación del espíritu en el cuerpo físico

Todavía tenemos que discutir una importante cuestión. Hemos llegado a la persona espiritual a través del individuo psicofísico, al hablar de su constitución topábamos con el espíritu. En el contexto de la vida espiritual nos movimos libremente, sin recurrir a la corporalidad. Una vez introducidos en este laberinto nos orientábamos por el hilo conductor del «sentido», pero hasta ahora no hemos llegado a conocer ningún otro acceso más que el utilizado por nosotros, la expresión sensiblemente perceptible en el semblante y similares, o bien las acciones. ¿Habría de ser una necesidad esencial que el espíritu sólo pueda entrar en mutua relación con el espíritu por el medio de la corporalidad? De hecho, yo, como individuo psicofísico, no puedo tener noticia de la vida espiritual de otros individuos por ninguna otra vía. Cierto es que sé de muchos, vivos y muertos, a los que nunca he visto. Pero lo sé por otros a los que veo, o por la mediación de sus obras que yo percibo sensiblemente y que ellos han producido en virtud de su organización psicofísica. De muy variadas formas nos sale al encuentro el espíritu del pasado, pero siempre ligado a un cuerpo físico: la palabra escrita, o impresa, o labrada en piedra, piedra o metal que han llegado a ser configuración espacial.

¿Mas no me une acaso una comunidad viva con los espíritus del presente, la tradición inmediatamente con los del pasado, sin mediación corporal? Es cierto que yo me siento uno con otros y dejo que sus sentimientos se conviertan en motivos de mi querer, pero no es esto lo que me da a los demás, sino que ya tiene como presupuesto su darse. (Y lo que de otros -de vivos o muertos- penetra en mí sin que yo lo sepa, eso lo considero como mi propiedad y no funda relación alguna entre los espíritus.)

¿Pero cómo están entonces las cosas respecto a las personas espirituales puras cuya representación no encierra contradicción alguna? ¿No es pensable ninguna relación entre ellas? Ha habido hombres que creyeron experimentar la acción de la gracia divina en un cambio repentino de su persona, otros que se sintieron guiados en el obrar por un espíritu protector (no es necesario pensar precisamente en el óat.µóvwv de Sócrates, que no ha de entenderse tan literalmente). ¿Quién va a decidir si aquí hay experiencia auténtica o aquella falta de claridad sobre los motivos propios que encontrábamos en la consideración de los Ídolos del autoconocimiento?121La autora se refiere al escrito de Max Scheler Ido/e der Selbsterkenntnis [Ídolos del autoconocimiento], que ha venido citando como Ido/e. [N. del T.] ¿Mas no está también dada ya con las imágenes ilusorias de tal experiencia la posibilidad esencial de experiencia auténtica en este terreno? En cualquier caso, el estudio de la conciencia religiosa me parece el medio más adecuado para la respuesta a nuestra cuestión, como por otro lado es su respuesta del más alto interés para el terreno religioso. Mientras tanto, cedo a investigaciones ulteriores la respuesta de la pregunta planteada y me conformo aquí con un «non liquet»122«No está claro». [N. del T.] .


Curriculum vitae

Yo, Edith Stein, hija del fallecido comerciante Siegfried Stein y de su esposa Auguste, de nacimiento Courant, nací el 12 de octubre de 1891 en Breslau. Soy ciudadana prusiana y judía. Desde octubre de 1897 hasta Pascua de 1906 fui a la Escuela Victoria (liceo municipal) en Breslau, y desde Pascua de 1908 hasta Pascua de 1911 a su instituto agregado de estudios orientado conforme al Bachillerato Real, en el que luego superé la prueba de madurez. En octubre de 1915 obtuve, mediante realización de un examen complementario de griego en el Instituto San Juan de Breslau, el certificado de madurez de un bachillerato humanístico. Estudié filosofía, psicología, historia y germánicas desde Pascua de 1911 a Pascua de 1913 en la Universidad de Breslau, y luego otros cuatro semestres en la Universidad de Gotinga. En enero de 1915 superé en Gotinga el Examen de Estado pro facultate docendi en propedéutica filosófica, historia y alemán. Al final de ese semestre interrumpí mis estudios y trabajé algún tiempo al servicio de la Cruz Roja. Desde febrero hasta octubre de 1916 suplí a un profesor enfermo en el instituto de Breslau arriba citado. Luego me trasladé a Friburgo de Brisgovia para trabajar como asistente del señor profesor Husserl.

En este lugar quisiera expresar mi agradecimiento cordial a todos aquellos que durante mi tiempo de estudios me transmitieron estímulo y apoyo, pero sobre todo a aquellos de mis profesores y compañeros de estudios gracias a los cuales se me abrió el acceso a la filosofía fenomenológica: al señor profesor Husserl, al señor Dr. Reinach y a la Sociedad Filosófica de Gotinga.

El Castillo interior de Santa Teresa

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz, El Castillo interior de Santa Teresa

El Castillo interior.
I. Análisis de la obra de santa Teresa
II. «Las Moradas» a la luz de la filosofía moderna

 

 

 


El Castillo interior.
1. Análisis de la obra de santa Teresa

[l] Ya que he usado el término «Castillo interior» refiriéndome a la principal obra mística ele nuestra madre Santa Teresa de Jesús, ahora quisiera decir cómo mis explicaciones sobre la estructura del alma humana conectan con esa obra ele la Santa. El objetivo fundamental es netamente diverso. En nuestro contexto tenernos que afrontar el intento puramente teórico de indagar en la constitución graduada ele los seres las notas específicas del ser humano, en el cual entra la definición del alma como centro de todo ese edificio físico-psíquico-espiritual que llamamos «hombre». Pero no es posible ofrecer un cuadro preciso del alma -ni tan siquiera ele forma somera y deficiente- sin llegar a hablar de lo que compone su vida íntima. Para ello, las experiencias fundamentales sobre las que hemos de basarnos son [2] los testimonios de los grandes místicos ele la vida ele oración. Y en tal calidad, el «Castillo interior» es insuperable: ya sea por la riqueza de la experiencia interior de la Autora, que cuando escribe ha llegado al más alto grado de vicia mística; ya sea por su extraordinaria capacidad de expresar en términos inteligibles sus vivencias interiores, hasta hacer claro y evidente lo inefable, y dejarlo marcado con el sello ele la más alta veracidad; ya sea por la fuerza que hace comprender su conexión interior y presenta el conjunto en una acabada obra de arte.

El objetivo de la Santa es religioso-práctico. Ella recibió de sus confesores el encargo [3] de escribir sus experiencias de oración. Lo cumple pensando que el escrito serviría únicamente a sus hijas las carmelitas. Escribe, por tanto, con el deseo ele ayudarlas en la oración y animarlas en el camino de la perfección. También con la esperanza ele hacerles comprensible lo que muchas de ellas, quizás, ya habían experimentado -pues la Santa sabía que en sus conventos no eran raras las gracias místicas-, y de ese modo quiere librarlas de las ansias y confusiones que ella misma había tenido que combatir por falta de un buen guía espiritual.

Habla con plena libertad, corno una madre a sus hijas. Intercala exhortaciones. Las incita a alabar a Dios por las maravillas [4] que El obra en las almas. Con frecuencia introduce reflexiones ocasionales, para prevenirlas contra ciertos peligros. Todo eso corresponde a su principal objetivo. Pero al lector que se acerca a la obra con la intención de estudiar lo profundo del alma le parecerán florituras. Y, sin embargo, también él se aprovechará de ello.

Para la Santa, no era posible dar a entender los sucesos que acaecen en el interior del hombre, sin antes aclararse a sí misma en qué consiste exactamente ese mundo interior. Para ello se le ocurrió la feliz imagen de un castillo con muchas moradas y aposentos. Al cuerpo lo describe como el muro que cerca el castillo. A los sentidos y potencias espirituales (memoria, entendimiento y voluntad), a veces como vasallos, a veces como centinelas, o bien simplemente como moradores del castillo. El alma, con sus numerosos [5] aposentos, se asemeja al cielo, en el cual «hay muchas moradas» (Cf. Jn 14, 2). Y «que si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice El tiene sus deleites»(1M 1 ,1). Las moradas no hay que imaginarlas en fila, una detrás de otra, … «sino poned lo ojos en el centro, que es la pieza adonde está el rey, y considerad como un palmito, que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas que todo lo sabroso cercan. Así acá, en rededor ele esta pieza están muchas, y encima, lo mismo. Porque las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza, pues no le levantan nada, que capaz es de mucho más que podremos considerar…»(1M 2,8).

[6] Fuera del mundo de las murallas que rodean el castillo, se extiende el mundo exterior; en la estancia más interior habita Dios. Entre estos dos (que, como es obvio, no han de entenderse espacialmente), se hallan las seis moradas que circundan la más interior (la séptima), Pero los moradores que andan por fuera o que se quedan junto al muro de cerca, no saben nada del interior del castillo. Cosa ésta realmente extraña; es una situación patológica, que uno no conozca su propia casa. Pero, de hecho, hay muchas almas así, «…tan enfermas y mostradas a estarse en cosas exteriores, que no ha remedio ni parece que pueden entrar dentro de sí; porque ya la costumbre la tiene tal de haber siempre tratado con las sabandijas y bestias que están en el cerco del castillo, que ya casi está hecha como ellas…»(1M 1,6). Así estas almas han desaprendido a rezar. Y, sin embargo, «la puerta para entrar en este castillo [7] es la oración y consideración»(1M 1,7). Pues para que la oración merezca tal nombre, uno ha de advertir «con quién habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién»(1M 1,7).

Por eso la primera morada, a la que se entra a través de la puerta, es el conocimiento de sí misma. No se pueden levantar los ojos a Dios sin ser conscientes de la propia bajeza. El conocimiento de Dios y el conocimiento propio se sostienen mutuamente . Mediante el propio conocimiento nos acercamos a Dios. Por eso nunca es superfluo, ni siquiera cuando se ha llegado a las moradas internas.

Por otro lado, » …jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza; y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; [8] considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes»(1M 2,9). Y como en esta primera estancia el alma está todavía muy lejos de Dios, ocurre que «en estas moradas primeras aún no llega casi nada la luz que sale del palacio donde está el Rey»(1M 2,14). O más bien: el alma no puede ver la luz por «tantas cosas malas de culebras y víboras y cosas emponzoñosas que entraron con él»(1M 2,14). El alma está aún tan enredada en las cosas de este mundo que no puede reflexionar sobre sí misma, sin pensar a la vez en las cosas que la tienen sujeta. Por eso la luz se oscurece para ella. No nota la presencia de Dios, ni siquiera cuando habla con El, y rápidamente es empujada hacia afuera.

A diferencia de la primera, la segunda morada se caracteriza porque aquí el alma ya percibe ciertas llamadas de Dios. No se trata [9] de voces interiores, que se hagan sentir en el alma misma, sino de reclamos que le vienen desde fuera y que ella percibe como un mensaje de Dios: como las palabras de un sermón, o pasajes de un libro que parecerían dichos o escritos precisamente para ella, enfermedades y otros casos providenciales. El alma vive todavía en y con el mundo; pero estas llamadas penetran en su interior y la invitan a entrar dentro de sí. (Surge la pregunta: ¿qué cosa puede mover a ese hombre totalmente «exteriorizado», a entrar por la puerta de la oración, cuando aún no percibe tales llamadas? La Santa no nos lo explica. Sospecho que ella lo encuentra obvio para el hombre que, por su educación religiosa, está ya habituado a orar en ciertos momentos, y por otro lado está suficientemente instruido en las [10] verdades de la fe para pensar en Dios cuando reza).

En las terceras moradas se encuentran las almas que han acogido de corazón las llamadas de Dios, y se esfuerzan constantemente, por ordenar su propia vida conforme a la voluntad divina: se guardan con cuidado de todo pecado incluso de los veniales; se dedican con regularidad a la oración, a las prácticas de penitencia, y a las obras buenas. Cuando son probadas con duras pruebas, éstas sirven para demostrarles que todavía están fuertemente apegadas a los bienes de la tierra. Y si por su buena voluntad son frecuentemente agraciadas con consolaciones, éstas consisten todavía en sentimientos totalmente naturales: como lágrimas de arrepentimiento, devociones sensibles en la oración, satisfacción por las obras buenas realizadas.

Lo expuesto hasta aquí indica [11] el camino «natural» y «normal» del alma hacia sí misma y hacia Dios . Con ello no se quiere decir que hasta este punto no entre en juego lo sobrenatural. Al contrario, cualquier impulso que mueva al hombre a entrar en sí mismo y lo encamine hacia Dios, debe ser visto como efecto de la gracia, aun cuando proceda de hechos y motivos naturales . Pero lo que hasta este punto el alma conoce de Dios y de las propias relaciones con El, procede de la fe, y la fe viene «del oído». Hasta aquí el alma no ha experimentado nada de la presencia de Dios en su interior. Sólo cuando suceda esto se podrá hablar de gracia «extraordinaria” o «mística». Esto comienza en las cuartas moradas.

En vez de los contentos que «comienzan de nuestro natural mismo [12] y acaban en Dios”(4M 1,4) -sentimientos que sustancialmente no se diferencian de los que nos deparan las cosas terrenas-, sobrevienen gustos que «comienzan de Dios y siéntelos el natural y goza tanto de ellos como goza los que tengo dichos y mucho más»(4M 1,4). La Santa los llama también oración de quietud, porque brotan sin ningún esfuerzo propio.

Los contentos los procuramos «con los pensamientos, ayudándonos de las criaturas en la meditación y cansando el entendimiento»(4M 2,3). Se los ilustra con el símil del agua que «por muchos arcaduces y artificio» y con gran ruido es llevado hasta un pilón. Hay otra fuente (el alma en la oración de quietud) a la que «viene el agua ele su mismo nacimiento, que es Dios, y así cuando Su Majestad quiere hacer al alma alguna merced sobrenatural, produce con grandísima paz y quietud y suavidad de lo muy interior [13] ele nosotros mismos, yo no sé hacia donde ni cómo … ni aquel contento y deleite se siente como los terrenos en el corazón – digo en su principio, que después todo lo hinche-, vase revertiendo esta agua por todas las moradas y potencias hasta llegar al cuerpo; que por eso dije que comienza de Dios y acaba en nosotros; que cierto, como verá quien lo hubiere probado, todo el hombre exterior goza de este gusto y suavidad»(4M 2,4). Es agua que brota de una arcana profundidad, «del centro del alma»(4M 2,5). El alma siente «una fragancia … como si en aquel hondón interior estuviese un brasero adonde se echasen olorosos perfumes: ni se ve la lumbre, ni adonde está; mas el calor y humo oloroso penetra toda el alma…»(4M 2,6).

«Calor» y «fragancia» son sólo imágenes para reflejar una «más delicada cosa». «No es esto [14] cosa que se pueda antojar, porque por diligencias que hagamos no lo podemos adquirir, y en ello mismo se ve no ser de nuestro metal, sino de aquel purísimo oro de la sabiduría divina. Aquí no están las potencias unidas (con Dios), a mi parecer, sino embebidas (en El) y mirando como espantadas qué es aquello»(4M 2,6).

La preparación para la oración de quietud, es «un recogimiento que también me parece sobrenatural, porque no es estar en oscuro ni cerrar los ojos, ni consiste en cosa exterior, puesto que, sin quererlo, se hace esto ele cerrar los ojos y desear soledad; y sin artificio» (4M 3,1) «…los sentidos y cosas exteriores parece [15] que van perdiendo cada vez más de su derecho, porque el alma vaya cobrando el suyo, que tenía perdido. Dicen que ‘el alma se entra dentro de sí’ y otras veces que ‘sube sobre sí’ …» (4M 3,1-2). Los sentidos y potencias del alma «que son la gente de este castillo…» se habían ido fuera pasándose a un pueblo extraño, enemigo del bien de este castillo (4M 3,2).

Transcurren días y años, hasta que por fin, viendo su perdición, se han ido acercando al castillo sin lograr entrar dentro; ya no son traidores, y merodean alrededor, pues es recia cosa y difícil de vencer esa su costumbre de vagar fuera de casa.

«Visto ya el gran Rey, que está en la morada de este castillo, su buena voluntad, por su gran misericordia [16] quiérelos tomar a El y como buen pastor, con un silbo tan suave que aún casi ellos mismos no lo entienden, hace que conozcan su voz y que no anden tan perdidos, sino que se tomen a su morada, y tiene tanta fuerza este silbo del pastor, que desamparan las cosas exteriores en que estaban enajenados, y métense en el castillo … Porque para buscar a Dios en lo interior (que se halla mejor y más a nuestro provecho que en las criaturas …), es gran ayuda cuando Dios hace esta merced» (4M 3,2-3).

No se piense que este interiorizarse se adquiere con el entendimiento «procurando pensar dentro de sí a Dios, ni por la imaginación, [17] imaginándole en sí … ; lo que digo es en diferente manera, y … algunas veces, antes que se comience a pensar en Dios, ya esta gente está en el castillo, que no sé por dónde ni cómo oyó el silbo del pastor, que no fue por los oídos -que no se oye nada-; mas siéntese notablemente un encogimiento suave a lo interior, como verá quien pasa por ello…» (4M 3,3).

Como depende solamente de Dios el poner a un alma en esta quietud cuando él quiere y como quiere, la Santa avisa insistentemente que no se ataje arbitrariamente la actividad del entendimiento y de la imaginación. Las potencias deben emplearse en Dios, con su propio [18] esfuerzo, mientras puedan actuar libremente. Lo contrario serviría sólo para procurar sequedad al alma, que se dañaría a sí misma con sus propios forcejeos, sumergiría en la agitación a la imaginación y entendimiento, descuidando «lo más sustancial y agradable a Dios», es decir, «que nos acordemos de su honra y gloria y nos olvidemos de nosotros mismos y de nuestro provecho y regalo y gusto. Pues ¿cómo está olvidado de sí el que con mucho gusto y cuidado está, que no se osa bullir, ni aun deja a su entendimiento y deseos que se bullan a desear la mayor gloria de Dios, ni que se huelguen de la que tiene?» (4M 3,6).

[19] «Cuando Su Majestad quiere que el entendimiento cese, ocúpale por otra manera y da una luz en el conocimiento tan sobre la que podemos alcanzar (con nuestro conocimiento natural), que le hace quedar absorto, y entonces, sin saber cómo, queda muy mejor enseñado que no con todas nuestras diligencias para echarle más a perder…» (4M 3,6) «Lo que entiendo que más conviene que ha de hacer el alma que ha querido el Señor meter a esta morada es … que sin ninguna fuerza ni ruido procure atajar el discurrir del entendimiento, mas no el suspenderle ni el pensamiento…»(4M 3,7).

El efecto de esta oración es «un dilatamiento o ensanchamiento del alma a manera de como si el agua que mana de una fuente no tuviese corriente, sino que la misma fuente [20] estuviese labrada de una cosa que mientras más agua manase más grande se hiciese el edificio» (4M 3,9).

Mientras que el alma en la oración de quietud está «como en sueños», «porque así parece está el alma como adormecida, que ni bien parece está dormida ni se siente despierta» (5M 1,3) no sucede lo mismo en las moradas quintas al entrar en la oración de unión: está «aquí, con estar todas dormidas, y bien dormidas, a las cosas del mundo y a nosotras mismas (porque en hecho de verdad se queda como sin sentido aquello poco que dura1Cf. 5M 2,7, dice la Santa que nunca dura media hora., que no hay poder pensar, aunque quieran), aquí no es menester con artificio suspender el pensamiento hasta el amar -si lo hace- no entiende cómo, ni qué es lo que ama ni qué querría; en fin, como quien de todo punto ha muerto al mundo para vivir más en Dios» (5M 1,3-4). El cuerpo está como sin vida; las potencias del alma en reposo. «Todo su entendimiento se querría [21] emplear en entender algo de lo que siente y, como no llegan sus fuerzas a esto, quédase espantado de manera que, si no se pierde del todo, no menea pie ni mano, como acá decimos de una persona que está tan desmayada que nos parece está muerta»(5M 1,4). «Aquí … ni hay imaginación ni memoria ni entendimiento que pueda impedir este bien» (5M 1,5).

Ni siquiera el demonio puede entrar para hacer daño. «Porque está Su Majestad tan junto y unido con la esencia del alma, que no osará llegar ni aun debe de entender este secreto. Y está claro: pues dicen que no entiende nuestro pensamiento, [22] menos entenderá cosa tan secreta que aún no la fía Dios de nuestro pensamiento Así queda el alma con tan grandes ganancias, por obrar Dios en ella sin que nadie le estorbe, ni nosotros mismos» (5M 1,5).

Durante el breve espacio de la unión, el alma no comprende lo que le ocurre, pero «fija Dios a sí mismo en lo interior de aquel alma de manera que cuando torna en sí en ninguna manera pueda dudar que estuvo en Dios y Dios en ella. Con tanta firmeza le queda esta verdad, que aunque pase años sin tomarle Dios a hacer aquella merced, ni se le olvida ni puede dudar que estuvo» (5M 1,9). El alma jamás ve este secreto misterio mientras se realiza en ella, pero «lo ve después claro; y no porque es [23] visión, sino una certidumbre que queda en el alma, que sólo Dios la puede poner» (5M 1,10). La Santa llegó así, por el camino de la propia experiencia interior, a descubrir una verdad de fe que ignoraba hasta ese momento: «que Dios está en todas las cosas por presencia y potencia y esencia»2Cf. Relación 54, y que esto es algo bien diverso de la inhabitación divina por medio de la gracia.

Imposible querer entrar en esta «bodega»3Cf. Cant 2, 4. por el propio esfuerzo. «Su Majestad nos ha de meter y entrar El en el centro de nuestra alma» (5M 1,13). Pero el alma es capaz de realizar, con sus propias fuerzas, un trabajo preparativo.

Esto será explicado mediante la graciosa imagen del gusano de seda: como el óvulo pequeño y yerto, con el calor adquiere vida y comienza a alimentarse con las hojas [24] de la morera, y lo mismo que el gusano se hace mayor y fuerte, y de sí va sacando la seda y construyendo la casa en que muere para transformarse en una linda y blanca mariposa, así se realiza la vida del alma, «cuando con la calor del Espíritu Santo se comienza a aprovechar del auxilio general que a todos nos da Dios, y cuando comienza a aprovecharse de los remedios que dejó en su Iglesia» (5M 2,3).

Esos medios son tanto «las confesiones como … las buenas lecciones y sermones, que es el remedio que un alma que está muerta en su descuido y pecados y metida en ocasiones puede tener. Entonces comienza a vivir y vase sustentando en esto y en buenas meditaciones, hasta que está crecida” (5M 2,3). Después comienza [25) el alma a construir la casa en que debe morir. «Esta casa querría dar a entender aquí que es Cristo» (5M 2,4) según la palabra del Apóstol: «vosotros estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, aparezca, apareceréis también vosotros con él en la Gloria» (Col 3,3-4).

Parecerá extraño que Dios mismo sea nuestra morada, y que nosotros seamos capaces de edificarla. Pero esto no debemos entenderlo como si pudiéramos nosotros «quitar de Dios ni poner». Nosotros «podemos, no quitar de Dios ni poner, (5M 2,5) sino quitar de nosotros y poner, como hacen estos gusanitos» (5M 2,5) «quitando nuestro amor propio y nuestra voluntad, el estar asidas a ninguna cosa de la tierra, poniendo obras de penitencia, oración, [26) mortificación, obediencia, todo lo demás que sabéis» (5M 2,6); «que no habremos acabado de hacer en esto todo lo que podemos, cuando este trabajillo, que no es nada, junte Dios con su grandeza y le dé tan gran valor que el mismo Señor sea el premio de esta obra. Y así como ha sido el que ha puesto la mayor costa, así quiere juntar nuestros trabajillos con los grandes que padeció Su Majestad y que todo sea una cosa” (5M 2, 5).

Y como del capullo del gusano de seda sale la pequeña mariposa, así ocurre con nuestra alma: «cuando está en esta oración bien muerto está al mundo … y cuál sale de aquí, de haber estado un poquito metida en la grandeza de Dios y tan junta con El … Yo os digo de verdad que la misma alma no se conoce a sí» (5M 2,7).

Se despierta en ella un irresistible deseo de alabar a Dios [27] y de sufrir por El. Tiene ansias de penitencias y soledad. Le brotan «deseos grandísimos … de que todos conociesen a Dios; y de aquí le viene una pena grande de ver que es ofendido» (5M 2,7). Y si bien «con no haber estado más quieta y sosegada en (toda) su vida», vive ahora un extraño desasosiego. Porque una vez que ha gustado de tal paz, -especialmente si esta gracia se le concede con frecuencia , todo lo que ve en la tierra le descontenta. «Todo se le hace poco cuanto puede hacer por Dios, según son sus deseos …; el atamiento con deudos, u amigos, u hacienda (que ni le bastaban actos ni determinaciones ni quererse apartar …) ya se ve de manera que le pesa estar obligada …: Todo [28] le cansa, porque ha probado ya que el verdadero descanso no le pueden dar las criaturas» (5M 2,8).

En la unión, Dios la ha marcado con su sello. Y «para que esta alma ya se conozca por suya, Dios Je da lo que tiene, que es lo que tuvo su Hijo en esta vida» (5M 2,12-13). Esto es, el deseo de partir de esta vida, por nadie sentido tan intensamente como por el Hijo de Dios. Y a la vez, el amor a las almas, y el deseo de salvarlas, que a El le ocasionaron sufrimientos tan insoportables que en su comparación la muerte y las penas que la precedieron le parecieron cosa de nada.

Este deseo de hacer la voluntad de Dios y trabajar por la salvación de las almas, incluso por la propia, es el mejor fruto de la unión. Y esta [29] es también asequible a aquellos «a los que el Señor no da cosas tan sobrenaturales» (5M 3,3); la Santa lo asegura para consuelo de los mismos: «pues la verdadera unión se puede muy bien alcanzar, con el favor de nuestro Señor, si nosotros nos esforzamos a procurarla, con no tener voluntad sino alada con lo que puede la voluntad de Dios» (5M 3,3). Lo más valioso de «la otra unión regalada» es «por proceder de ésta que ahora digo y por no poder llegar a ella, si no es muy cierta la unión de estar resignada nuestra voluntad en la de Dios» (5M 3,3).

Para esta unión de la voluntad con la de Dios, no es necesario «la suspensión de las potencias». Pero también aquí «os es necesario que muera el gusano, y más [30] a nuestra costa. Porque acullá ayuda mucho para morir el verse en vida tan nueva; acá es menester que viviendo en ésta, le matemos nosotras» (5M 3,5). Estar del todo unidos con la voluntad de Dios, significa «ser perfectos», y para esto «solas estas dos cosas nos pide el Señor: amor de Su Majestad y del prójimo: es en lo que debemos trabajar. Guardándolas con perfección, hacemos su voluntad, y así estaremos unidos con El» (5M 4,7). La más cierta señal que hay de que amamos a Dios es el amor del prójimo; «porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos al prójimo hará que crezca el que tenemos a Su Majestad por mil maneras» (5M 4,8). Además, [31] «según es malo nuestro natural, si no es naciendo de raíz del amor de Dios, no llegaremos a tener con perfección el del prójimo» (5M 4,9).

Así, existen claramente dos caminos para la unión con Dios, y a la vez para la perfección del amor: una vida fatigosa con el propio esfuerzo, cierto no sin la ayuda de la gracia; y el ser llevados hacia lo alto, con gran ahorro de trabajo personal, pero en cuya preparación y realización se le exige muchísimo a la voluntad.

Para las almas que Dios conduce por el camino de las gracias místicas, la oración de unión es sólo preparación para un grado más alto: el desposorio espiritual, que tiene lugar en las sextas moradas. Hasta aquí, «la unión aún no llega a desposorio espiritual, sino como por acá cuando se [32] han de desposar dos» (5M 4,4). Ambos buscan el modo de conocerse y mostrarse el amor que se tienen. «Así acá, (en la oración de unión), presupuesto que el concierto está ya hecho y que esta alma está muy bien informada cuán bien le está y determinada a hacer en todo la voluntad de su esposo de todas cuantas maneras ella viere que le ha de dar contento, y Su Majestad, como quien bien entenderá si es así, lo está de ella, y así hace esta misericordia, que quiere que le entienda más y que -como dicen- vengan a vistas y juntarla consigo … Más como es tal el este Esposo, de sola aquella vista [33] la deja más digna de que se vengan a dar las manos, como dicen; porque queda el alma tan enamorada, que hace de su parte lo que puede para que no se desconcierte ese divino desposorio» (5M 4,4).

Pero tampoco la sexta morada es lugar de reposo para el alma. Su anhelo mira a la unión estable y duradera que se le concederá sólo en la morada séptima, y todavía el alma es probada con los más inmensos sufrimientos, externos e internos. Sobrevienen pues violentas tormentas interiores, que podrían compararse únicamente con las pruebas de los condenados y a los que sólo Dios puede poner fin. Esto ocurre ciertamente: porque «a deshora, con una palabra sola suya o una ocasión que acaso sucedió, lo quita todo tan de presto, que parece no hubo nublado en aquel alma … [34] Y como quien se ha escapado de una batalla peligrosa con haber ganado la victoria queda alabando a nuestro Señor, que fue el que peleó … y así conoce claramente su miseria y lo poquísimo que podemos de nosotros si nos desamparase el Señor» (6M 1,10).

Verdaderamente el alma «parece que ya no ha menester consideración para entender esto, porque la experiencia de pasar por ello, habiéndose visto del todo inhabilitada, le hacía entender nuestra nonada, y cuán miserable cosa somos» (6M 1,11). Entre los sufrimientos de esta etapa se halla también la incapacidad de hacer oración. El alma no encuentra consuelo ni en Dios ni en las criaturas. Lo único que hace soportable esta situación, «es entender en obras de caridad exteriores, y esperar en la misericordia de Dios, que nunca falta [35] a los que en El esperan» (6M 1,13).

En medio de todos estos sufrimientos al alma no se le oculta cuán cercana está del Señor. El se hace sentir mediante «unos impulsos tan delicados y sutiles que procede de lo muy interior del alma … Va bien diferente de todo lo que acá podemos procurar y aun de los gustos que quedan dichos, que muchas veces estando la misma persona descuidada y sin tener la memoria en Dios, Su Majestad la despierta, a manera de una cometa que pasa de presto, o un trueno, aunque no se oye ruido; mas entiende muy bien el alma que fue llamada de Dios, y tan entendido, que algunas veces, en especial a los principios, la hace estremecer y aun quejar, sin ser cosa que le duela. Siente [36] ser herida sabrosísimamente, mas no atina cómo ni quién le hirió; mas bien conoce ser cosa preciosa y jamás querría ser sana de aquella herida»(6M 2,2). Aunque entiende que «su Esposo está presente», él «no quiere manifestarse de manera que deje gozarse, y es de harta pena, aunque sabrosa y dulce». Pena de la que no querría verse libre jamás: «mucho más le satisface que el embebecimiento sabroso, que carece de pena, de la oración de quietud» (6M 2,2). Dios le da a entender su presencia «con una señal tan cierta que no se puede dudar, y un silbo tan penetrativo para entenderle el alma que no le puede dejar de oír … Porque en hablando el Esposo, que está en la séptima morada, por esta manera (que [37] no es habla formada), toda la gente que está en las otras no se osan bullir, ni sentidos, ni imaginación, ni potencias» (6M 2,3). «Aquí están todos los sentidos y potencias sin ningún embebecimiento» -libres- «mirando qué podrá ser, sin estorbar nada ni poder acrecentar aquella pena deleitosa ni quitarla, a mi parecer» (6M 2,5).

«También suele nuestro Señor tener otras maneras de despertar el alma: que a deshora, estando rezando vocalmente y con descuido de cosa interior, parece viene una inflamación deleitosa, como si de presto viniese un olor tan grande que se comunicase por todos los sentidos»(6M 2,8). [38] Olor es una simple imagen. Sirve «sólo para dar a sentir que está allí el Esposo» (6M 2,8).

Un tercer modo «que tiene Dios de despertar el alma» son ciertas hablas «de muchas maneras: unas parece que vienen de fuera, otras de lo muy interior del alma, otras de lo superior de ella» (6M 3,1). En todas estas hablas es posible engañarse, porque «pueden ser de Dios, y también del demonio, y de la propia imaginación (6M 3,4). La primera y más verdadera señal de que son de Dios «es el poderío y señorío que traen consigo, que es hablando y obrando» (6M 3,5). Así por ejemplo, «está un alma en toda la tribulación y alboroto interior … [39] y oscuridad del entendimiento y sequedad», y «con una palabra de éstas que diga solamente ‘no tengas pena’, queda sosegada y sin ninguna, y con gran luz».

La segunda señal para discernir el origen divino de estas palabras es «una gran quietud que queda en el alma, y recogimiento devoto y pacífico, y dispuesta para alabanzas de Dios» (6M 3,6). La tercera, «es no pasarse estas palabras de la memoria en muy mucho tiempo y algunas jamás» (6M 3,7). De ahí que si esas hablas se refieren a cosas futuras, deriva de ellas una «certidumbre grandísima» de que se cumplirán aun cuando su cumplimiento tarde años o llegue a parecer imposible.

El alma tiene plena seguridad de que provienen de Dios las hablas no percibidas con los sentidos o con la imaginación, sino con solo el entendimiento. Estas [40] vienen acompañadas de una claridad tal «que una sílaba que falte de lo que entendió, se acuerda…» (6M 3,12). Y en segundo lugar, porque «no pensaba muchas veces en lo que se entendió-digo que es a deshora y aun algunas estando en conversación- (6M 3,13). En tercer lugar, «porque lo uno es como quien oye, y lo de la imaginación es como quien va componiendo lo que él mismo quiere que le digan, poco a poco» (6M 3,14).

En cuarto lugar, «porque las palabras son muy diferentes, y con una se comprende mucho, lo que nuestro entendimiento no podría componer tan de presto» (6M 3,15). En quinto lugar, «porque junto con las palabras muchas veces, por un modo que yo no sabré decir, se da a entender mucho más de [41] lo que ellas suenan sin palabras» (6M 3,16). Todas estas palabras interiores, de que aquí se trata, no pueden menos de ser escuchadas por el alma, «porque el mismo Espíritu que habla hace parar todos los otros pensamientos y advertir a lo que se dice“ (6M 3,18).

A veces el alma es «tocada» en forma tal por una palabra de Dios, que cae en éxtasis: «parece que Su Majestad desde lo interior del alma hace crecer la centella que dijimos ya, movido de piedad de haberla visto padecer tanto tiempo por su deseo, que abrasada toda ella como una ave fénix queda renovada y, piadosamente se puede creer, perdonadas sus culpas; [42] y así limpia, la junta consigo, sin entender aún aquí nadie sino ellos dos, ni aun la misma alma entiende de manera que lo pueda después decir, aunque no está sin sentido interior» (6M 4,3).

A esto se suma una especialísima iluminación, tal «que el alma nunca estuvo tan despierta para las cosas de Dios ni con tan gran luz y conocimiento de Su Majestad» (6M 4,3). Y eso, pese a que «las potencias están tan absortas que podemos decir que están muertas, y los sentidos lo mismo. ¿Cómo se puede entender que entiende este secreto? Yo no lo sé, ni quizá ninguna criatura, sino el mismo Creador» (6M 4,4).

A pesar de que, después, no se sepa decir nada de estas gracias, «de tal manera queda imprimido en la memoria [43] que nunca jamás se olvidan», y «quedan unas verdades en esta alma tan fijas de la grandeza de Dios, que cuando no tuviera fe que le dice quién es y que está obligada a creerle por Dios, le adorara desde aquel punto por tal, como hizo Jacob cuando vio la escala» (6M 4,6).

Al mismo tiempo, en el éxtasis ve el alma algo de las maravillas de esa especie de «aposento de cielo empíreo que debemos tener en lo interior de nuestra alma» (6M 4,8). Esto, sin embargo, pasa sólo en una asomada fugaz, porque el alma «está tan embebida en gozar de Dios, que le basta tan gran bien», y le ocurre que cuando «torna en sí, con aquel representársele las grandezas que vio … , no puede decir ninguna» (6M 4,8). Y ya que puede ella, absolutamente imperturbada, engolfarse en la [44] meditación del Señor y del Reino que ha ganado como esposa suya, sin que El consienta «estorbo de nadie, ni de potencias ni sentidos, sino de presto manda cerrar las puertas de las moradas» (6M 4,9) «y aun las del castillo y cerca» (6M 4,13), dejando abierta sólo la morada en que El está para introducir en ella el alma (6M 4,9).

De hecho, las dos últimas moradas no están rigurosamente separadas la una de la otra. Con todo «hay cosas en la postrera» que sólo a los que entran en ella se les dan a conocer (6M 4,4). El gran éxtasis en que queda suspendida la actividad natural de los sentidos exteriores e interiores, al igual que la de las potencias, por lo general dura poco. Pero aún cuando ha pasado del todo, «queda la voluntad tan embebida y el entendimiento tan enajenado …, que parece [46] no es capaz para en tender una cosa que no sea para despertar la voluntad a amar, y ella se está harto despierta para esto y dormida para arrostrar a asirse a ninguna criatura». «Y durar así día y aun días» (6M 4,14).

Sustancialmente es uno con el éxtasis, aunque «en el interior [del alma] se siente muy diferente», es lo que la Santa llama vuelo del espíritu, en que «muy de presto algunas veces se siente un movimiento tan acelerado del alma, que parece es arrebatado el espíritu con una velocidad que pone harto temor, en especial a los principios» (6M 5,1). «Este apresurado arrebatar el espíritu es de tal manera que verdaderamente parece sale del cuerpo, y por otra parte claro está que no queda [47] esta persona muerta; al menos ella no puede decir si está en el cuerpo o sí no, por algunos instantes. Parécele que toda junta ha estado en otra región muy diferente de en esta que vivimos» (6M 5,7). Y allí «acaece que en un instante le enseñan tantas cosas juntas que en muchos años que trabajara en ordenarlas con su imaginación y pensamiento no pudiera de mil partes la una» (6M 5,7).

La Santa intenta explicar lo que aquí ocurre al alma: «muchas veces he pensado si, como el sol estándose en el cielo, que sus rayos tienen tanta fuerza que no mudándose él de ahí, de presto llegan acá, si el alma y el espíritu, que son una misma cosa como lo es el sol y sus rayos, pueden, quedándose ella en su puesto, con la fuerza del calor que le viene del verdadero Sol de Justicia, alguna parte superior salir sobre sí misma (6M 5,9). El vuelo del espíritu [48] pasa rápidamente, pero al alma le queda una grande ganancia: «conocimiento de la grandeza de Dios …, propio conocimiento y humildad de ver cómo cosa tan baja en comparación del Criador de tantas grandezas, la ha osado ofender ni osa mirarle …; tener en muy poco todas las cosas de la tierra, si no fueren las que puede aplicar para servicio de tan gran Dios» (6M 5,10). Como efecto le nace un vivo anhelo de morir y el deseo de guardarse de la más pequeña imperfección.

De buena gana querrían estas almas evitar todo trato con los hombres. «Por otra parte se querría meter en mitad del mundo, por ver si pudiese ser parte para que una alma alabase más a Dios» (6M 6,3). Además le «da [49] nuestro Señor unos júbilos y oración extraña, que no sabe entender qué es … Es, a mi parecer, una unión grande de las potencias, sino que las deja nuestro Señor con libertad para que gocen de este gozo, y a los sentidos lo mismo, sin entender qué es lo que gozan y cómo lo gozan … Es un gozo tan excesivo del alma que no querría gozarle a solas sino decirlo a todos para que la ayudasen a alabar a nuestro Señor, que aquí va todo su movimiento» (6M 6,10).

A almas elevadas a tan alto grado de contemplación, se les hace después difícil discurrir normalmente sobre la vida y pasión de Cristo. Pero la Santa advierte insistentemente que este tipo de meditación [50] no debe considerarse definitivamente superado, porque será necesaria la ayuda del entendimiento para encender la voluntad (6M 7,7).

Todas las gracias que se reciben en la sexta morada, sirven sólo para avivar en el alma su deseo de sufrir, «porque como va conociendo más y más las grandezas de su Dios y se ve estar tan ausente y apartada de gozarle, crece mucho más el deseo; porque también crece el amar mientras más se le descubre lo que merece ser amado este gran Dios y Señor» (6M 11,1). Con frecuencia, pensando en la tardanza de la muerte, se siente como traspasada por «una saeta de fuego … en lo muy hondo e íntimo del alma, adonde este rayo que de presto pasa, todo cuanto haya de esta tierra de nuestro natural y lo deja hecho polvos» (6M 11,2). [51] La pena de este deseo lleva realmente al alma hasta el borde de la muerte. E igualmente incurre «en peligro de muerte … del muy excesivo gozo y deleite que es en tan grandísimo extremo, que verdaderamente parece que desfallece el alma de suerte que no le falta tantito para acabar de salir del cuerpo» (6M 11,11). Es ésta su preparación inmediata para llegar al más alto grado de la vida de gracia que puede alcanzarse en la tierra.

«Cuando nuestro Señor es servido haber piedad de lo que padece y ha padecido por su deseo esta alma que ya espiritualmente ha tomado por esposa, primero que se consuma el matrimonio espiritual métela en su morada, que es ésta séptima” (7M 1,3).

Sucede esto en una visión intelectual, en la que «se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima [52] claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria. Aquí se Je comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos (7M 1,6).

Esta «divina Compañía» ya jamás abandona el alma; pero ella no siempre la ve con la misma [53] claridad que la primera vez; solo Dios puede renovar esa claridad. El alma no debe estar constantemente sumergida en esta contemplación, sino que ha de atender a sus obligaciones. Sí, atiende a ellas «mucho más que antes, en todo lo que es servicio de Dios, y en faltando las ocupaciones, se queda con aquella agradable compañía» (7M 1,9). Es como si Jo esencial del alma «por trabajos y necesidades que tuviese, jamás se moviera de aquel aposento» (7M 1,0), y como sí el alma misma estuviese dividida en dos, como en Marta y María a la par. Y se hace patente que «hay diferencia en alguna manera -y muy conocida- del alma al espíritu, aunque más sea todo uno. Conócese una división tan delicada, que algunas veces parece obra de diferente manera lo uno de lo otro, como el sabor [o bien el conocimiento]4Es un añadido, entre paréntesis, de Edith a la cita de santa Teresa. que les quiere dar el Señor. También me parece que el alma es diferente cosa de las potencias…» (7M 1,11).

[54] En la Santa, el matrimonio estuvo precedido por una visión imaginaria: «se le representó el Señor acabando de comulgar, con forma de gran resplandor y hermosura y majestad, como después de resucitado, y le dijo que ya era tiempo que sus cosas tomase ella por suyas, y El tendría cuidado de las suyas» (7M 2,1). El matrimonio mismo tiene lugar «en el centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mismo Dios … en todo lo que se ha dicho basta aquí, parece que va por medio de los sentidos y potencias, y este aparecimiento de la Humanidad del Señor así debía ser; mas lo que pasa en la unión del matrimonio espiritual es muy diferente: aparece el Señor en este [55] centro del alma sin visión imaginaria, sino intelectual, aunque más delicada que las dichas, como se apareció a los Apóstoles sin entrar por la puerta, cuando les dijo: Pax vobis (Lc 24,36). Es un secreto tan grande y una merced tan subida lo que comunica Dios allí al alma en un instante, y el grandísimo deleite que siente el alma, que no sé a qué comparar, sino a que quiere el Señor manifestarle por aquel momento la gloria que hay en el cielo, por más subida manera que por ninguna visión ni gusto espiritual. No se puede decir más de que -a cuanto se puede entender- queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios; que, como es también espíritu, ha querido Su Majestad mostrar el amor que nos tiene, en dar a entender a algunas [56] personas hasta dónde llega, para que alabemos su grandeza, porque de tal manera ha querido juntarse con la criatura, que así como los que ya no se pueden apartar, no se quiere apartar El de ella» (7M 2,3).

La corriente que se comunica al alma, se desborda desde lo más íntimo de sí a las potencias. «Se entiende claro que hay en lo interior … un sol de donde procede una gran luz que se envía a las potencias, de lo interior del alma. Ella … no se muda de aquel centro ni se le pierde la paz» (7M 2,6).

Con todo, esta paz no ha de entenderse como si el alma estuviese ya «segura de su salvación y de [no]5Edith añadió entre paréntesis este no para más claridad del texto. tomar a caer»(7M 2,9). Ella misma no se tiene por segura, sino que anda «con mucho más temor que antes» y se guarda «de cualquier pequeña [57] ofensa de Dios» (7M 2,9).

El primer efecto del matrimonio es «un olvido de sí, que verdaderamente parece ya no es … ; porque toda está de tal manera que no se conoce ni se acuerda que para ella ha de haber cielo ni vida ni honra, porque toda está empleada en procurar la de Dios, que parece que las palabras que le dijo Su Majestad hicieron efecto de obra, que fue que mirase por sus cosas, que El miraría por las suyas» (7M 3,2).

El segundo efecto es “un deseo de padecer grande, mas no de manera que la inquiete como solía; porque es en tanto extremo el deseo que queda en estas almas de que se haga la voluntad de Dios en ellas, que todo lo que Su Majestad hace tienen por bueno» (7M 3,4). Y si antes deseaba la muerte, «ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle y que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, [58] que no sólo no desean morirse, mas vivir muy muchos años padeciendo grandísimos trabajos, por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos» (7M 3,6).

Ya no tienen deseos «de regalos ni de gustos» espirituales. Viven en «un desasimiento grande en todo y deseo de estar siempre a solas u ocupadas en cosa que sea provecho de algún alma. No sequedades ni trabajos interiores, sino con una memoria y ternura con nuestro Señor, que nunca querrían estar sino dándoles alabanzas. Y cuando se descuidan, el mismo Señor las despierta … , que se ve clarísimamente que procede de aquel impulso … de lo interior del alma» (7M 3,8). Es algo que «ni procede del pensamiento, ni de la memoria, ni cosa que se pueda entender que el alma [59] hizo nada de su parte» (7M 3,8). «Pasa con tanta quietud y tan sin ruido todo lo que el Señor aprovecha aquí al alma y la enseña, que me parece es como en la edificación del templo de Salomón, adonde no se había de oír ningún ruido» (7M 3,11). «No hay para qué bullir ni buscar nada el entendimiento, que el Señor que le crió le quiere sosegar aquí, y que por una resquicia pequeña mire lo que pasa» (7M 3,11).

En este punto los éxtasis cesan casi del todo. Esto es lo que se deja quizás entender, de lo que la Santa ve como fin de todo ese camino de gracia: un fin que no consiste sólo en la «divinización de las almas», sino que todas las gracias deben servir «para fortalecer nuestra flaqueza … para poder imitar a Cristo en el mucho padecer» (7M 4,4), y trabajar sin descanso por el Reino de Dios. «Para esto es la oración … ; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras» (7M 4,6).

* * *


2. «Las Moradas» a la luz de la filosofía moderna

[60] El reino del alma y el camino por ella recorrido desde el «muro de cerca» hasta el centro interior ha sido descrito, en lo posible, con las mismas palabras de la Santa, porque difícilmente se podrían encontrar otras mejores.

Será necesario ahora poner de relieve qué es lo que esta imagen del alma tiene en común con la que antes nosotros mismos hemos descrito (con criterios filosóficos), y qué es lo que tiene de diverso. Ante todo, es común la concepción del alma como un amplísimo reino, a cuya posesión debe llegar el propietario, porque precisamente es propio de la naturaleza humana (mejor dicho, de la naturaleza caída) el perderse en el mundo exterior. Pero en este perderse debemos distinguir la entrega objetiva, como lo hace el niño o el artista en un gesto que llega hasta el «olvido de sí», [61] pero que no excluye en un determinado momento un real retorno a la propia interioridad, y -por otro lado- el enredarse en las cosas del mundo, que hace brotar del deseo pecaminoso y que frena el «recogimiento», o puede convertirse en origen de una actividad errónea consigo mismo.

Esto nos lleva discretamente a la diferencia fundamental de las dos concepciones, que residen en la diversidad de los puntos de vista. Para la Santa es claro su objetivo: diseñar el castillo interior -casa de Dios y hacer comprensible lo que ella misma ha experimentado: cómo el Señor mismo llama al alma de su extravío en el mundo exterior, cómo le atrae más y más a sí misma, hasta que finalmente Él pueda unirla aquí en el centro interior de ella misma.

Quedaba absolutamente fuera del punto de mira de la Santa indagar si la estructura del alma [62] tenía además sentido, prescindiendo de este ser habitación de Dios, y si quizás habría otra «puerta», diversa de la oración. A las dos preguntas nosotros tenemos que responder, evidentemente, en sentido afirmativo. El alma humana, en cuanto espíritu e imagen del Espíritu de Dios, tiene la misión de aprehender todas las cosas creadas conociéndolas y amándolas y así comprender la propia vocación y obrar en consecuencia. A los grados del mundo creado corresponden las moradas del alma: pero esto hay que entenderlo desde una profundidad diversa. Y si la morada más interior está reservada para el Señor de la Creación, también es cierto que sólo a partir de la última profundidad del alma, -punto céntrico del Creador-, puede recabarse una imagen realmente adecuada de la Creación: no será una imagen que abarque todo, como corresponde a [63] Dios, pero sí una imagen sin deformaciones. Queda así absolutamente en firme lo que la Santa expresó tan netamente: que entrar en sí mismo significa acercarse gradualmente a Dios.

Pero a la vez significa la progresiva adquisición de una posición cada vez más nítida y objetiva frente al mundo. Si para poder llegar a Dios, es necesario liberarse plenamente de las ataduras pecaminosas que nos ligan a las cosas del mundo, ese sustraerse no es meta sino camino. La conclusión viene a demostrar que, al fin, se restituyen al alma todas sus fuerzas naturales para que pueda trabajar en el servicio del Señor.

Como espíritu y como imagen del Espíritu divino, el alma no sólo tiene conocimiento del mundo externo sino también de sí misma: es consciente de toda su vida espiritual, [64] y es capaz de reflexionar sobre sí misma, incluso sin entrar por la puerta de la oración. Ciertamente hay que pensar con qué tipo de «yo» viene a encontrarse el alma y, consecuentemente, por qué otra puerta puede entrar. Una posibilidad de entrada en su interior, se la ofrece el trato con otros hombres. La experiencia natural nos da una imagen de ello y nos dice que también ellos tienen una imagen de nosotros. Y así llegamos, en cierto modo, a vemos a nosotros desde fuera. Es posible en ello constatar algunas apreciaciones correctas, pero rara vez penetraremos más en lo hondo de nuestro interior; y a ese conocimiento van vinculadas ronchas causas de error, que permanecen ocultas a nuestra mirada, [65] hasta que Dios, con una neta sacudida interior -con una llamada interior- nos quita de los ojos la venda que a todo hombre le esconde en gran parte so propio mundo interior.

Otro impulso a reentrar en sí mismo se da, por pura experiencia, en el crecimiento de la persona durante el período de maduración que va desde la infancia a la juventud. Las sensibles transformaciones interiores impulsan por sí mismas a esta autobservación. Pero con ese genuino y sano anhelo de conocerse, suscitado por el descubrimiento del «mundo interior», se mezcla de ordinario un impulso excesivo a la «autoafirmación». Y esto se convierte en una nueva fuente de ilusión que origina una falsa «imagen» del propio yo. A esto se añade el que en este período comienza la meditación [66] de sí mismo basada en la imagen que los otros ven desde fuera, y por tanto una formación del alma desde lo exterior, que conlleva el encubrimiento del propio ser.

Finalmente pensemos en la investigación científica del «mundo interior», que se ha interesado por este tema del ser como de cualquier otro: resulta sorprendente qué es lo que ha quedado del reino del alma, desde que la «psicología» de nuestro tiempo ha comenzado a seguir un camino independientemente de toda consideración religiosa o teológica del alma: se llegó así, en el siglo XIX a una «psicología sin alma». Tanto la «esencia» del alma como sus «potencias» fueron descartadas como «conceptos mitológicos», y se quiso tomar en cuenta únicamente los «fenómenos psicológicos». [67] ¿Pero qué tipos de «fenómenos» eran esos?

No es posible reducir a un cuadro sencillo y único la psicología de las últimos tres siglos, pues se han simultaneado constantemente orientaciones diversas. Con todo, la corriente principal, que surge del empirismo inglés, se ha ido configurando cada vez más como ciencia natural, llegando a hacer de todos los sentimientos del alma el producto de simples sensaciones, como una cosa espacial y material está hecha de átomos: no sólo se le ha negado toda realidad permanente y durable, fundamento de los fenómenos mudables, o sea de la vida que fluye, sino que se han desconectado del fluir de la vida anímica el espíritu, el sentido y la vida. Es como si [68] del «castillo interior» se conservasen sólo restos de muralla que apenas nos revelan la forma original, a la manera que un cuerpo sin alma ya no es un verdadero cuerpo.

Ante este campo de ruinas, uno se siente tentado de preguntar si, a fin de cuentas, la puerta de la oración no será el único ingreso al interior del alma. Realmente, la psicología naturalística del siglo XIX, en sus concepciones de fondo, hoy está ya superada. El redescubrimiento del espíritu y el interés por una auténtica «ciencia del espíritu» se cuentan ciertamente entre los más grandes cambios logrados en el campo científico durante las últimas décadas. Y no sólo han recuperado sus derechos la espiritualidad y el pleno sentido [69] de la vida anímica, sino que también se ha descubierto su fundamento real, aun cuando haya todavía psicólogos -e incluso, extrañamente, psicólogos católicos-, que sostienen no poder hablarse del alma en términos científicos.

Si volvemos la mirada a los pioneros de la nueva ciencia del espíritu y del alma (me refiero ante todo a Dilthey, Brentano, Husserl y a sus escuelas) no tenemos ciertamente la impresión de que sus obras más importantes sean escritos religiosos y que sus autores hayan «entrado por la puerta de la oración». Pero recordemos que Dilthey estaba familiarizado con los problemas de la teología protestante, como lo demuestra por ejemplo su Jugendgeschichte Hegels; [70] -que Brentano era sacerdote católico, y que aun después de su rotura con la Iglesia, hasta los últimos días de su vida, se ocupó apasionadamente de los problemas de Dios y de la fe; -que Husserl, en cuanto discípulo de Brentano, sin haber estudiado directamente la teología y filosofía medieval, conservaba una cierta vinculación viva con la gran tradición de la philosophia perennis; -que él, además, en su lucha filosófica era consciente de tener una misión y que en el círculo de personas cercanas, tanto en el plano científico como en el humano, promovió un fuerte movimiento hacia la Iglesia; entonces hemos de pensar que no se trata de una mera yuxtaposición de estos hombres, sino de una profunda e íntima conexión.

[70a] Especial mención merece en este punto la obra -tantas veces citada- del fenomenólogo de Munich, Pfänder: El alma del hombre. Ensayo de una psicología inteligible, cuya concepción del alma concuerda ampliamente con la nuestra. Partiendo de una descripción de los movimientos del alma, Pfänder trata de comprender la vida del alma misma, descubriendo los impulsos fundamentales que la dominan. Y esos impulsos fundamentales, intenta él reconducirlos a un impulso originario: a la tendencia del alma al autodesarrollo, tendencia basada en la esencia misma del alma. El ve en el alma un núcleo de vida que partiendo de ese germen debe desarrollarse hasta tener forma plena. Pertenece a la propia esencia del alma humana el que, para su propio desarrollo, sea necesaria la libre actividad de la persona. Sin embargo, el alma es «esencialmente creatura y no creadora de sí. No se genera a sí misma, sino que únicamente puede desarrollarse. En el punto más profundo de sí misma, (cara atrás), está ligada [70b] a su perenne principio creativo. A partir de él puede procrear en plenitud, únicamente manteniéndose estable en contacto con ese perenne principio creador». La esencia del alma se presenta a sí misma como la clave para entender su propia vida. Apenas cabe imaginar una negación más categórica de la «psicología sin alma».

La obra de Pfänder acerca del alma es evidentemente la conclusión de un continuado trabajo de su vida, y el resultado de un serio enfrentamiento con las últimas preguntas. Por eso resultan algunas cosas oscuras, precisamente en los puntos más decisivos. Queda en plena sombra la relación entre alma y cuerpo. A lo sumo se habla de ello como si se tratase de dos sustancias unidas entre sí; sólo en un pasaje se dice expresamente que permanece incierto si el «germen del cuerpo» y el «germen del alma» son distintos, o si en el fondo son un germen solo. El concepto de espíritu se deja de lado por lo poco claro que resulta, y por ello no se hace intento alguno por indagar las relaciones entre alma y espíritu. [70c] Por eso mismo, resulta más extraño poder llegar a una completa comprensión del alma, de su esencia y su vida, del alma humana en cuanto tal, y en cuanto individual. Nos encontramos ante los residuos del viejo racionalismo, que no admitía ningún misterio, ni quiere saber nada de la fragmentación del saber humano y en cambio cree poder desvelar por completo el misterio de las relaciones del alma con Dios. Ignora cuánto debe a la doctrina y a la vida de la fe, precisamente en lo mismo que él cree resultado de su conocimiento natural.

[71] No es posible, en este lugar, rebasar estos pocos apuntes e insinuaciones. Sería necesario un trabajo específico, para estudiar la historia de la psicología con esta perspectiva: descubrir en cada estudioso y en su época respectiva, cómo se correlacionan sus posturas en cuanto a vida de fe y en cuanto a la concepción del alma.

Cuando se observa una ceguera tan incomprensible respecto de la realidad del alma, como la que encontrarnos en la historia de la psicología naturalística del siglo XIX, cabe pensar que la causa de esa ceguera y de la incapacidad de llegar a Jo profundo del alma no reside simplemente en una obsesión en relación a algunos prejuicios metafísicos, sino en un inconsciente miedo a encontrarse con Dios. [72] Por otra parte, ahí está el hecho de que nadie ha penetrado tanto en lo hondo del alma como los hombres que con ardiente corazón han abarcado el mundo, y que por la fuerte mano de Dios han sido liberados de todas las ataduras e introducido dentro de sí en lo más íntimo de su interioridad. Al lado de nuestra santa Madre Teresa encontramos aquí en primera línea a san Agustín, tan profundamente afín a ella, como ella misma lo sentía. Para estos maestros del propio conocimiento y de la descripción de sí mismos, las misteriosas profundidades del alma resultan claras: no sólo los fenómenos, la superficie movediza de la vida del alma, son para ellos innegables· hechos de experiencia, sino también las potencias que actúan sin mediaciones en la vida consciente del alma, e incluso la misma esencia del [73] alma.

Pero también éste es un punto en el que hemos constatado una concordancia entre nuestra exposición y el testimonio de la Santa: precisamente porque el alma es una realidad espiritual-personal, su ser más íntimo y específico, su esencia de la que brotan sus potencias y el despliegue de su vida, no son sólo una desconocida x que nosotros admitamos para esclarecer los hechos espirituales que experimentamos, sino algo que puede iluminamos y dejar sentir aun cuando permanezca siempre misterioso.

El extraño camino que, según la descripción de la Santa, recorre el alma en su interiorización -desde el muro de cerca hasta el centro más íntimo- puede, quizás, hacérsenos más comprensible mediante nuestra distinción [74] entre el alma y el Yo. El Yo aparece como un «punto» móvil dentro del «espacio» del alma; allá donde quiera que toma posición, allí se enciende la luz de la conciencia e ilumina un cierto entorno: tanto en el interior del alma, como en el mundo exterior objetivo hacia el cual el. Yo está dirigido. A pesar de su movilidad, el Yo está siempre ligado a aquel inmóvil punto central del alma en el cual se siente en su propia casa. Hacia ese punto se sentirá llamado siempre (nuevamente se trata de un punto que hemos tenido que llevar más allá de cuanto nos dice al respecto el Castillo interior), no sólo es convocado ahí a las más altas gracias místicas del desposorio espiritual con Dios, sino que desde aquí puede tomar las decisiones últimas a que es llamado el hombre como persona libre.

[75] El centro del alma es el Jugar desde donde se hace oír la voz de la conciencia, y el lugar de la libre decisión personal. Por eso y porque la libre decisión de la persona es condición requerida para la unión amorosa con Dios, ese lugar de las libres opciones debe ser también el lugar de la libre unión con Dios. Esto explica por qué Santa Teresa (al igual que otros maestros espirituales) veía la entrega a la voluntad de Dios como lo más esencial en la unión: la entrega de nuestra voluntad es lo que Dios nos pide a todos y todos podemos realizar. Ella es la medida de nuestra santidad, y a la vez la condición para la unión mística que no está en nuestro poder, sino que es libre regalo de Dios. Pero de aquí resulta también [76] la posibilidad de vivir desde el centro del alma y de realizarse a sí mismo y la propia vida, sin ser agraciados con gracias místicas.

Todavía la Santa, como algo que rebasa su competencia, trata de explicar el hecho que ella cree ver con plena claridad: que el espíritu y alma son una sola cosa, y, sin embargo, se distinguen entre sí. Por nuestra parte, hemos intentado resolver este enigma distinguiendo: por un lado, la diversidad de contenido entre espíritu y materia (que llena el espacio), considerados como diferentes categorías del ser (donde el alma pertenece al lado del espíritu, pero en cuanto a la configuración espiritual, que a la manera de las formas materiales median entre espíritu y materia); y por otro lado, la formal diversidad del ser entre cuerpo, alma y espíritu: el alma es lo oculto e informe, y el espíritu es lo libre que fluye de dentro, la vida que se manifiesta.

En correspondencia con esas diferencias hemos encontrado en el alma humana diversos [77] modos de ser: como forma del cuerpo el alma toma forma en una materia que le es extraña y con ello sufre el obscurecimiento y el gravamen que consigo trae la vinculación a la materia pesada (la materia en el estado de caída). Pero el alma a la vez se realiza y se manifiesta como ser personal-espiritual en cuanto fluye en vida libre y consciente y se eleva al reino luminoso del espíritu, sin que cese de ser fuente secreta de la vida. Esta fuente secreta es una realidad espiritual, en el sentido de la distinción entre materia y espíritu, y cuanto más hondamente el alma se sumerge en el espíritu y más firmemente se instala en su centro, tanto más libremente puede elevarse sobre sí misma y liberarse de las ataduras materiales: hasta romper los lazos que unen el alma y el cuerpo terreno -como sucede en [78] la muerte, y en cierto sentido también en el éxtasis-, y hasta la transformación del «alma viviente» en el «espíritu que da la vida», que es capaz desde sí mismo de formar un «cuerpo espiritual».

Una maestra en la educación y en la formación: Teresa de Jesús

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Una maestra en la educación y en la formación: Teresa de Jesús

Nota introductoria
Una maestra en la educación y en la formación: Teresa de Jesús
1. Liderazgo natural
2. Profesional de la educación
3. Maestra en la formación del hombre



 

 

Una maestra en la educación y en la formación: Teresa de Jesús.
Por Hna. Teresia Benedicta a Cruce, O.C.D.

 


Nota introductoria
1)
Momento histórico y contenido.

Edith había entrado en el Carmelo de Colonia el 14 de octubre de 1933, víspera de Santa Teresa, y había tomado el hábito carmelitano el 21 de abril del año siguiente. Teresa de Ávila, la que había impulsado su entrada en la Iglesia Católica, será también la personalidad sobre la que Edith escribirá sus primeros trabajos en el Carmelo: en enero de 1934, Amor con Amor. Vida y obra de santa Teresa de Jesús; y, probablemente a finales de este mismo año el presente escrito: Una maestra en la educación y en la formación; Teresa de Jesús (Eine Meisterin der Erziehungs – und Bildungsarbeit: Teresia von Jesus).

Este artículo, dividido en una introducción y tres capítulos ( 1. Liderazgo natural. 2. Profesional de la educación. 3. Maestra en la formación del hombre) está dirigido preferentemente a las mujeres, ya que la revista en la que se publicó estaba dedicada a la formación católica de las mujeres en Alemania. Edith Stein ofrece a la mujer católica alemana el ejemplo de santa Teresa de Jesús, como modelo en el arte de la educación.

2) Manuscrito y ediciones.

Existe el texto autógrafo de Edith en las Carmelitas de Colonia (PJD-l-4): 69 hojas numeradas (211 x 150 mm) escritas por una cara, más una hoja en blanco al final: hay un pliego en el que se guarda el ms. y en la cara de ese pliego se halla el título del escrito y la firma de la autora.

Además, hay otro manuscrito original de Edith (ACC, D-1-4, carpeta), texto mecanografiado (21 folios, 275 x 210 mm) en cuyo primer folio ella puso de su mano su nombre, corrigiendo el que estaba escrito a máquina.

Se publicó por vez primera en el número de febrero de la revista Katholische Frauenbildung in deutschen Volk 48 (1935) 114-133. Posteriormente apareció en la colección Edith Steins Werke Xll, 1990, 164-187. El artículo lleva 25 notas de la misma Edith.

En español ha sido publicado en Obras selectas. Monte Carmelo, Burgos 1997, 57-86.

3) La presente edición.

Nuestro texto se basa en el manuscrito autógrafo, también tenemos en cuenta las dos publicaciones alemanas.

 


[l] El 22 de julio de 1627 el Papa Urbano VIII confirmó la resolución de las Cortes de Castilla y León de nombrar Patrona de España, juntamente con el apóstol Santiago, a santa Teresa de Jesús1El patronato de santa Teresa en España tiene dos momentos: en el siglo XVII y en el XIX: Después de la beatificación de la madre Teresa (24-lV-1614), las Cortes de Madrid la proclamaron Patrona de España el 30 de noviembre de 1617; para evitar problemas se decía «Patrona y abogada después del Apóstol Santiago para invocar y valerse de su intercesión en todas las necesidades»; hubo gran oposición, especialmente de parte del arzobispo y del cabildo de Santiago. Esta oposición tuvo éxito porque un real decreto anulaba el patronato teresiano. Sin embargo, en las Cortes de 1626, con Felipe IV, se obtuvo de nuevo el patronato, que quedaba refrendado por Urbano VIII el 21 de julio de 1627. El cabildo compos1elano acudió a Roma, quien el 2 de diciembre rescindió el breve anterior; y Felipe IV lo aceptó. El 27 de julio de 1812 se revalidó en las Cortes la proclamación de patrona hecha en 1617 y 1627; pero en 1814 se volvió a la situación anterior a 1812: el patronato quedaba suspendido. Hubo otro intento en 1820.. Era el agradecimiento del pueblo español a la mujer, que más perfectamente había encarnado el espíritu del Siglo de Oro, y que dejó una tan clara y sencilla huella, que a través de tres siglos seguiría impresionando. Este influjo se trasmite no sólo a través de sus escritos, sino también mediante la tradición oral en una parte amplia de la población. «Existen todavía testigos, castellanos de nacimiento, que por boca de sus madres, reciben los principios fundamentales religiosos de santa Teresa como parte esencial de su educación cristiana que ellas les transmiten. Y lo hacen a través de sus dichos, al estilo de Séneca2Lucio Anneo Séneca (4 a.C.- 65), filósofo, (hijo de Lucio Anneo Séneca, el retórico), además de numerosas obras filosóficas y morales, escribió, tal como aquí parece aludir Edith, tragedias en verso: Medea; Troades, Phaedra, Agamemnon, etc., llenos de profundo sentido, ele optimismo y popular encanto. [2] La cultura y los conocimientos teológicos…, que el pueblo español conserva todavía, este pueblo alimentado con leche castellana de la que recibe su fuerza, vienen de ahí: no es exagerado decir que única y exclusivamente se lo deben a santa Teresa. Realmente, ella, la flor de su época, ha hecho propio, de la manera más perfecta, el pensamiento teológico de su tiempo; le ha dado la forma, el color y la vida, que se expresan en su típico modo de hablar y que se comunican a las almas de nuestro tiempo»3Berrueta y Chevalier, Sainte Thérese et la vie mystique, Denoël et Steele. París 1934, p. 20s.. Esta breve descripción nos muestra a la gran madre que ha criado a su pueblo.

El 4 de marzo de 1922 el claustro de profesores de la Universidad de Salamanca acordó unánimemente conceder el título de Doctora Honoris Causa a la santa Patrona de la Nación, con motivo del 300 aniversario de su canonización4La canonización de sama Teresa fue realizada por Gregorio XV el 12 de marzo de 1622 con la bula «Omnipotens sermo Dei» (Bullarium Carmelitanum,, 2 pp. 387-394).. Propiamente no ha sido declarada Doctora de la Iglesia5La bula de la canonización sin reconocer a la Santa oficialmente Doctora, pero en el contenido parecía refrendar este título. Ella cumplía con todos los requisitos para la declaración de doctora de la Iglesia. Se trabajó en este sentido en el tercer centenario (1882). Hacia 1922 resultaba claro que ella era Maestra y Doctora; y se sometió la cuestión al Papa; el l de febrero de 1923 venía la respuesta: » obstat sexus·. Mientras tanto la universidad de Salamanca. como nos cuenta Edith, la declaró Doctora en presencia de los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia, era el 6 de octubre de 1922 en el paraninfo de la Universidad; era repetición de la decisión tomada ese mismo año por los catedráticos. Pero finalmente llegó la declaración oficial con Pablo VI el 27 de septiembre de l970: Teresa era ya Doctora de la Iglesia.. (ella misma, que frecuentemente se decía [3] «ignorante mujer»6La expresión “mujer ignorante» como tal no aparece, pero sí otras expresiones casi idénticas en significado; » y soy tan ignorante» (V 28, 6), «yo como ruin» (V 5, .1; 5 , 5; l0, 6 , etc. ), » mujer y ruin» (Y 10, 8; 18, 4), «mujercilla ruin y flaca como yo» (V·28, 18)., hubiese sido la primera en levantarse contra tan honroso título; sin embargo, con ocasión del tercer centenario de su beatificación (1914) el papa Pío X declaraba: «Con razón la Iglesia le ha reconocido el honor que se concede a los Doctores, pues en su liturgia pide a Dios: concédenos alimentamos siempre de su celestial doctrina y enciende en nosotros el deseo de la verdadera santidad»7Así se lee en la oración del oficio de su fiesta del l5 de octubre. [Cf. AAS 6 (1914) p. 144; Oficios propios del Carmelo Teresiano, Vitoria 1975, p. 238].. Como maestra de Teología Mística ha logrado un gran prestigio en toda la Iglesia.

Fray Luis de León8Fray Luis de León (Belmonte 1527 – 1591 Madrigal); poeta, filósofo y teólogo. Profesó en el convento salmantino de los Agustinos en 1544. En 1591 fue elegido vicario general y provincial de Castilla. Escribió numerosas obras: bíblicas, teológicas, espirituales, literarias, etc. Participó en la primera edición de los escritos de santa Teresa, que aparecieron en Salamanca en 1588. sabio agustino coetáneo de nuestra Santa Madre y primer editor de sus obras9Salamanca, 1588. escribe en la introducción a esta edición: «Yo no conocí, ni vi, a la madre Teresa de Jesús mientras estuvo en la tierra, mas ahora que vive en el cielo la conozco y veo casi siempre en dos imágenes [4] vivas que nos dexó de sí, que son sus hijas, y sus libros, que a mi juicio son también testigos fieles, y mejores de toda excepción de la grande virtud».

La Reformadora de la Orden de la Bienaventurada Virgen del Monte Carmelo era una maestra de las artes plásticas: de tas más elevadas, cuyo material no es madera ni piedra, sino que son las vivas almas de los hombres.

En mi exposición he adelantado algunos testimonios altamente expresivos, que nos ponen ante los ojos a la Santa Madre Teresa de Jesús como educadora, maestra, formadora de personas. Aquí no hablaremos acerca de la Maestra en Mística Teología. Sobre ello hay ya muchos libros escritos; por otra parte no sería posible describir su imagen en unas pocas páginas. Vamos a hablar de la educadora y de la formadora.

Antes de nada, quiero [5] fijar los diversos significados de los conceptos de enseñar, dirigir, educar, formar que aquí se han de emplear. Quien trabaja en el campo de la educación sabe que a la necesaria distinción mental no corresponde una estricta separación en la realidad de la vida. Por enseñar entiendo yo cuando el entendimiento es conducido a nuevos contenidos, o cuando alguna otra facultad humana está formada mediante el ejercicio. Dirigir y educar dependen estrechamente uno de otro, en cuanto en ambos la voluntad es orientada hacia un objetivo. Se trata, con todo, en el primer caso, más bien de ir adelante hacia una meta consabida; no se trata todavía de una instrucción planificada y de una elaboración de la voluntad, para hacer posible la consecución del objetivo, como sucede en la educación. Más profundamente que todos los demás nos interpela la formación en el sentido [6] que yo quiero darle aquí a esta palabra: mientras que las otras actividades se dirigen a las capacidades del hombre, esta llega al alma misma, a su sustancia, para formarla a ella y, en consecuencia, a toda la persona10Este primer concepto de formación, algo sorpresivo, se explica en la tercera parte..


1. Liderazgo natural

Podrá llegar a ser maestro en el arte de la educación sólo aquel que es un líder natural nato. Tal es el caso de Teresa. Poseía la clarividencia del espíritu, que capta rápida y agudamente altos objetivos; el ardor del corazón, que vivamente la conmueve y se apropia de ella en su profunda interioridad; voluntad dispuesta a actuar, que inmediatamente se empeña en llevar a cabo lo conocido como digno de aspiración; espíritu de grupo, que lo que considera para sí como bueno a lo que aspirar o poseer, inmediatamente desea comunicarlo a los demás; y poder de encamo sobre las almas, [7] que irresistiblemente arrastra consigo.

Todo ello ya lo demuestra la conocida narración de su deseo infantil por el martirio. Cuando tenía 7 años de edad leía con su hermano Rodrigo, algo más pequeño que ella, las historias de la vida de los santos: «Como veía los martirios que por Dios las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba yo mucho morir así, no por amor que yo entendiese tenerle, sino por gozar tan en breve de los grandes bienes que leía haber en el cielo, [8] y juntábame con este mi hermano a tratar qué medio habría para esto. Concertábamos irnos a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen. … El tener padres nos parecía el mayor embarazo»11V 1, 4.

Más allá de estas reflexiones su pensamiento se centraba en la eternidad de la gloria: «Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto y gustábamos de decir muchas veces: ¡para siempre, siempre, siempre!». Y los dos pequeños de hecho se pusieron en camino. Ciertamente no llegaron lejos. Su tío D. Francisco12Francisco Sánchez de Cepeda encontró a Teresa y Rodrigo en la puerta del puente del Adaja, que era la salida de la ciudad. los encuentra y, con gran contrariedad para los niños, los lleva de nuevo a la casa de sus padres13V 1, 4..

Esta infantil estratagema nos recuerda el suceso que acompaña la entrada de la joven muchacha en el convento. Había estado pasando algunos días con su piadoso tío Pedro [9] Sánchez de Cepeda14 Pedro Sánchez de Cepeda, hermano del padre de Teresa; ésta fue adonde su tío, que vivía en la aldea de Hortigosa, cercana a Ávila, y estuvo varios días{«Quiso que me estuviese con él unos días»: V 3,4). Esta estancia hizo mucho bien a Teresa, pues se hizo «amiga de buenos libros» (V 3,7). Pedro (viudo de doña Catalina del Águila) hombre espiritual vivía dado a la oración en su casa; murió monje en el monasterio de los jerónimos de Guisando. para leerle sus libros espirituales: ».Aunque fueron los días que estuve pocos, con la fuerza que hacían en mi corazón ]as palabras de Dios, así leídas como oídas, y la buena compañía, vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña, de que no era todo nada, y la vanidad del mundo y cómo acababa en breve, y a temer, si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno. Y aunque no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja, vi era el mejor y más seguro estado, y así poco a poco me determiné a [10] forzarme para tomarle»15V3, 5.. «En esta batalla estuve tres meses, forzándome a mí misma … Leía en las Epístolas de San Jerónimo, que me animaban de suerte que me animé a decirlo a mi padre … Era tanto lo que me queda que en ninguna manera lo pude acabar con él … Lo que más se pudo acabar con él fue que después de sus días haría lo que quisiese. Yo ya me temía a mí y a mi flaqueza no tornase atrás, y así no me pareció me convenía esto, y procurélo por otra vía»16V 3, 6-7.. «En estos días que andaba con estas determinaciones, había persuadido a un hermano mío a que se metiese fraile17Antonio de Ahumada. Este acompañó a su hermana Teresa al convento de la Encamación de Ávila el 2 de noviembre de 1536. El pidió la admisión en los dominicos de Santo Tomás pero le fue denegada., diciéndole la vanidad del mundo, [11] y concertamos entrambos de irnos un día muy de mañana al monasterio. Acuérdaseme, a todo mi parecer y con verdad, que cuando salí de casa de mi padre no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí, que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande que, si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí de manera que lo puse por obra»18V 4. l..

Aunque el influjo de Teresa no fue siempre tan profundo como [12] en los dos casos señalados, se extendió ampliamente más allá del círculo familiar. La ya crecida muchacha, mediante el atractivo de su amor, mediante su vivo y animoso espíritu, mediante su voluntad de disponibilidad, llegaba a las otras personas, y de cualquier modo posible las alegraba, y era el centro de un grupo de jóvenes familiares y amigas. La religiosa era requerida al locutorio por muchos visitantes, y era invitada por señoras distinguidas a sus casas. (Las dos cosas estaban permitidas por la regla mitigada que regía en la Encarnación).

Su natural liderazgo fue elevado mediante la gracia. Aunque el motivo fundamental de su entrada en el convento fue el temor, muy pronto se fue transformando en un ardiente amor a Dios con la experiencia de una alegría interior que el Señor la regalaba por su sacrificio. La joven religiosa será llevada por el camino de la oración interior. Descubre en el interior de su alma [13] un mundo, de cuya riqueza hasta ahora no había ni sospechado. Aprende a descubrir a Dios en lo más íntimo de su alma y a entablar con él un trato confiado. Por propia experiencia descubre las palabras de san Agustín: «Noli foras ire, intra in te ipsum; in interiore hominis habitat Veritas» («No vayas fuera; entra en ti mismo; en el interior del hombre habita la Verdad»).

Muchos años luchó Teresa entre la tendencia hacia la total entrega a Dios en la oración personal y la costumbre de cultivar el amistoso trato con los hombres. A pesar de todo, tan pronto como dio los primeros pasos en el camino de la oración interior, se esforzó en animar a los otros a lo mismo. Su piadoso padre, que rápidamente se había conformado con la definitiva entrada en el convento, fue pronto su más querido discípulo. Tan eficaz fue en él la [14] obra de su enseñanza, que se mantuvo firme en el camino iniciado, cuando su hija, confundida por algunas contrariedades, por largo tiempo permaneció infiel a ese camino.

Por influjo de la oración, la práctica de las virtudes que crecieron de manera asombrosa en el alma de la joven religiosa. También en ello debían seguirle las personas que la rodeaban. Se propuso como algo fundamental nunca hablar mal de nadie que estuviese ausente, y lo enseñó así a sus parientes y conocidos. Pronto fue comúnmente sabido que nadie había de temer nada de ella ni de sus amigas.

Desde que su amistad con Dios estuvo afianzada, no podía haber un mayor sufrimiento para ella, que saber que un hombre se encontraba en pecado grave. Cuando ella misma, no mucho tiempo después [15] de su entrada en el convento, enfermó gravemente, y fue necesario trasladarla a otro lugar, el sacerdote del lugar, con quien se confesaba, conmovió la pureza de su alma, al comunicarle que él mismo desde hacía mucho tiempo se encontraba en pecado grave. Entonces no descansó hasta que consiguió que se apartase de esas relaciones pecaminosas. Al año siguiente de haberla conocido murió. y fue para él la preparación para una buena muerte19V5,6..


2. Profesional en la educación

Sólo por los pocos liderazgos llevados a cabo de modo instintivo u ocasionalmente, se convierte la Santa en una profesional de la educación cuando comienza su obra de Reforma. Después de haber interrumpido su vida de oración vuelve de nuevo a ella, [16] y ahora, aún en las más duras pruebas, se mantiene fiel a lo largo de toda su vida. Paso a paso el Señor la había elevado; estaba totalmente unida con él y había hecho propios los problemas del Señor. Ahora era apremiada por el amor para hacer algo por Dios y por su Reino. Este deseo aumenta fuertemente mediante una visión en la que se le muestra el infierno con todos sus tormentos. «De aquí también gané la grandísima pena que me da las muchas almas que se condenan …, y los ímpetus grandes de aprovechar almas, que me parece, cierto, a mí que, por librar una sola de tan gravísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana»20V32,6..

[17] «Andando yo (después de haber visto esto y otras grandes cosas y secretos del Señor, por quien es, me quiso mostrar de la gloria que se dará a los buenos y pena a los malos) deseando modo y manera en que pudiese hacer penitencia de tanto mal y merecer algo para ganar tanto bien, deseaba huir de gentes y acabar ya de en todo en todo apartarme del mundo…. Pensaba qué podría hacer por Dios. Y pensé que lo primero era seguir el llamamiento que Su Majestad me había hecho a religión, guardando mi regla con la mayor perfección que pudiese»21V 32, 8-9..

Para ello le pareció que no le bastaban las condiciones del convento de la Encarnación: «me parecía a mí tenía mucho regalo, por ser la casa grande y deleitosa»22V 32, 9.. [18] El mayor mal estaba, sin embargo, en la falta de clausura. Como el convento era pobre y el número de religiosas grande, frecuentemente se las permitía que durante semanas enteras permanecieran con familiares o conocidos. Especialmente la Santa recibió frecuentes invitaciones de casas extrañas y las superioras le mandaban que aceptase la invitación para no herir a sus distinguidos protectores. Por ello le vino, finalmente, el pensamiento de fundar un convento con algunas compañeras, según la regla primitiva conforme a la que habían vivido los ermitaños en el Monte Carmelo. Después de haber recibido por parte del Señor la confirmación de que ese plan le agradaba, y el mandato de emplearse con todas sus fuerzas, puso [19] manos a la obra. Tras indecibles luchas y dificultades, fue fundado el convento de San José de Ávila, y finalmente la Santa misma recibe el permiso para trasladarse a él.

Con ello recibe la tarea de educar a una generación de religiosas. Las primeras moradoras del nuevo conventico eran cuatro novicias que la Santa había recibido. Además vino ella misma con algunas hermanas del convento de la Encarnación a las que, igual que a ella, el Provincial había concedido permiso de pasar a la Reforma. Más tarde, cuando el General de la Orden le da permiso para fundar nuevos conventos de la Regla Primitiva, y no sólo conventos de religiosas23Esto acontece a partir de 1567. El primer convento que fundó después de San José de Ávila será el de Medina del Campo (1567)., sino también de religiosos24En Duruelo (Ávila) en 1568. y cuando finalmente una muy extensa familia de la Orden la considera como la propia madre, entonces su trabajo se hace inabarcable y mucho más difícil El objetivo de la educación lo tenía claro delante de los ojos: [20] era un ideal de vida que ella traía en su corazón, sin haberlo prácticamente comprobado, y un tipo de personas en consonancia con ese ideal.

El ideal de vida era aquel que le atraía desde que experimentó lo que significaba el trato interior del alma con Dios. Un estilo de vida que pone a la oración en el centro, y aparta de su camino todos los obstáculos contra los que había tenido que luchar en los 26 años de su vida conventual. Este ideal de vida lo encuentra en la Regla Primitiva de nuestra Orden. tal como el Santo Patriarca Alberto de Jerusalén había plasmado en el año 1200 para los hermanos ermitaños del Carmelo25Alberto fue patriarca de Jerusalén en los años 1206-1214, fecha en la que necesariamente se escribió la regla (probablemente hacia 1209). Véase la regla en: ASV, Reg. Vat. 21, 465v-466r Se trata de un registro para la cancillería pontificia. No se conserva el original. Sobre la regla, cf. Carlo CJCO)NETTI, La regola del Carmelo. Origine, natura, significa.to. Roma, 1973. Un proyecto de vida, la Regla del Carmelo. Madrid, 1985. Silvano Giordano (Dir.), El Carmelo en Tierra Santa desde los orígenes hasta nuestros días. Arenzano, 1994. Elias Friedman,»El Monte Carmelo y los primeros carmelitas, Burgos, 1989. Bede Edwards, The Rule of Saint Albert. Aylesford -. Kensington, 1973. Nilo Geagea, María Madre y Decoro del Carmelo. La devoción a la Virgen en el Carmelo durante los tres primeros siglos de su historia. Burgos, 1989.. En ella está expresado, en pocas palabras, lo que era tradición viva desde nuestro Padre en la Orden, el profeta Elías, que había llevado una vida solitaria de oración en el Carmelo, y así lo había enseñado a sus discípulos. «Permanezca cada uno en su celda, o en las proximidades, [21] meditando día y noche la ley del Señor y velando en oración, a no ser que se halle justificadamente ocupado en otros quehaceres»26[Constituciones y Normas aplicativas de los hermanos descalzos de la Orden de la B. V. María del Monte Carmelo, Roma 1986, p. 19.[Edith citaba aquí la edición alemana de 1928]..

Este es el núcleo central de nuestra Regla Primitiva. Los hermanos vivían como ermitaños en sus celdas. Solamente tenían en común un oratorio en el que se juntaban para el rezo del oficio27Cf. Regla, párrafos 8 y 9, y un refectorio para tomar la comida en común. Además debían juntarse una vez a la semana, para hablar de temas de la vida espiritual, y para ser corregidos de sus faltas con amor fraterno. El sabio legislador sabía que cierta vida común es necesaria para la perfección cristiana: para ejercitarse en el amor al prójimo, y mutuamente [22] animarse en el tender a la santidad, y para ayudar a levantarse de las caídas. También sabía que la naturaleza humana necesita, junto a la oración, el trabajo, y prescribe que el hermano debe ganar el pan mediante el trabajo de sus manos. Ello debla hacerse en silencio, porque el silencio ayuda a cuidar la justicia28Cf. Is 32. 17. y en el mucho hablar no faltará pecado29Cf. Pr 10, 19.. Debían de elegir de entre ellos a uno como Prior, a quien con humildad obedecieran en todo, y honraran como representante de Cristo. El Prior por su parte debía con humildad pensar en la palabra de Dios y ponerla en práctica: «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo»30Cf. Regla. párrafo 19 (cf. Mt 20, 26-27).. La santa pobreza debía ser observada rigurosamente. También el modo de vivir debía ser austero: el comer carne, exceptuando los casos de necesidad, [23] estaba totalmente prohibido. El período de ayuno en la Orden comenzaba con la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz y terminaba en Pascua.

Esta era la ley bajo la cual la Santa se puso a sí misma y a sus compañeras. ¿Cómo debían ser moldeadas las almas, para que mediante ella y por ese camino pudiesen alcanzar la cima de la perfección? La Santa Madre lo ha dicho brevemente en las palabras:»…para vivir siempre en él las que a solas quisieren gozar de su esposo Cristo»31V36,29.. Y después de la fundación del convento era para ella «grandísimo consuelo de verme aquí metida con almas tan desasidas. Su trato es entender cómo irán adelante en el servicio de Dios. La soledad es su consuelo, y pensar de ver a nadie que no sea para ayudarlas a encender más el [24] amor de su Esposo, les es trabajo, aunque sean muy deudos»32V36, 26..

Cada vez que la Santa fundaba un nuevo convento con indecibles esfuerzos y sacrificios, su mayor premio era ver cómo florecía un jardín de recreo para el Rey celestial: un pequeño grupo de almas fieles, que se habían entregado totalmente a él, y con su amor le querían ofrecer reparación por aquello que en cualquier otro lugar le estaba siendo quitado. Cuál era el ideal de persona que ella se había figurado como objetivo de la educación, se deduce acaso más claramente de una descripción concreta, que ella nos ha ofrecido acerca de una de sus hijas en el libro de las Fundaciones33F 12.. Allí se ve claramente el modelo de una carmelita, la hermana Beatriz del convento de Valladolid: «Afirman las monjas y priora, que en todo cuanto vivió jamás entendieron en ella cosa que se pudiese tener por imperfección, ni jamás por cosa la vieron [25] de diferente semblante, sino con una alegría modesta, que daba bien a entender el gozo interior que traía su alma. Un callar sin pesadumbre, que con tener gran silencio, era de manera que no se le podía notar por cosa particular. No se halla haber jamás hablado palabra que hubiese en ella que reprender, ni en ella se vio porfía ni una disculpa, aunque la priora, por probarla, la quisiese culpar de lo que no había hecho, como en estas cosas se acostumbra para mortificar. Nunca jamás se quejó de cosa ni de ninguna hermana, ni por semblante ni palabra dio disgusto a ninguna con oficio que tuviese … En todas las cosas era extraño su concierto interior y exteriormente; esto nacía de traer muy presente la eternidad y para lo que Dios nos había criado…. [26] En fin, una perpetua oración.

En lo que de la obediencia jamás tuvo falta, sino con una prontitud y perfección y alegría a todo lo que se le mandaba. Grandísima candad con los prójimos, de manera que decía que por cada uno se dejaría hacer mil pedazos a trueco de que no perdiesen el alma y gozasen de su «hermano Jesucristo», que así llamaba a nuestro Señor. En sus trabajos, los cuales con ser grandísimos de terribles enfermedades … y de gravísimos dolores los padecía con tan grandísima voluntad y contento, como si fueran grandes regalos y deleites….

Con la Priora trataba ella todas las cosas interiores y se consolaba en esto. En toda la enfermedad jamás dio la menor pesadumbre del mundo, ni hacía más de lo que quería la enfermera, [27] aunque fuese beber un poco de agua. Desear trabajos almas que tienen oración es muy ordinario, estando sin ellos; mas, estando en los mismos trabajos, alegrarse de padecerlos no es de muchas…. Estaban allí algunas de las hermanas, y dijo a la priora (cómo la debía consolar y animar a llevar tanto mal), que ninguna pena tenía, ni se trocaría por ninguna de las hermanas que estaban muy buenas. Tenía tan presente al Señor por quien padecía, que todo lo más que ella podía rodear para que no entendiese lo mucho que padecía…. Parecíale que no había en la tierra cosa más ruin que ella, y así, en todo lo que se podía entender, era grande su humildad.

En tratando de virtudes [28] de otras personas, se alegraba muy mucho; en cosas de mortificación era extremada. Con una disimulación se apartaba de cualquier cosa que fuese de recreación, que, si no era quien andaba sobre aviso, no lo entendían. No parecía que vivía m trataba con las criaturas según se le daba poco de todo …

Todo lo que hacía de labor y de oficios era con un fin que no dejaba perder el mérito, y así decía a las hermanas: «No tiene precio la cosa más pequeña que se hace, si va por amor de Dios; y por agradarte». Jamás se entremetía en cosas que no estuviesen a su cargo; así no veía falta de nadie, sino de sí. [29] Sentía tanto que de ella se dijese ningún bien, que así traía cuenta con no le decir de nadie en su presencia, por no las dar pena. Nunca procuraba consuelo, ni en irse a la huerta ni en cosa criada, porque, según ella dijo, grosería sería buscar alivio de los dolores que nuestro Señor le daba; y así nunca pedía cosa, sino lo que le daban con eso pasaba …

Pues venido el tiempo en que nuestro Señor la quiso llevar de esta vida, crecieron los dolores y tantos males juntos, que para alabar a nuestro Señor de ver el comento cómo lo llevaba, la iban a ver algunas veces. Un poco antes de las nueve, estando todas con ella y el confesor lo mismo, como un cuarto de hora antes que muriese, [30] se le quitaron todos los dolores; y con una paz muy grande, levantó los ojos y se le puso una alegría de manera en el rostro, que pareció como un resplandor … Y con esta alegría que digo, los ojos en el cielo, expiró, quedando como un ángel»34F 12, l.2.5.6.7..

Esta cita textual sobre la vida y muerte de una carmelita, tal como ella debe ser, nos muestra claramente en qué valores ponía la Santa Madre su mayor atención. Como columnas fundamentales de todo el edificio, la humildad radical y la obediencia incondicional. Sólo el que a sí mismo se tiene por nada, el que en sí mismo no encuentra nada que merezca la pena de ser defendido y a lo que agarrarse, sólo en ése hay un espacio para el absoluto señorío de Dios. Puede estar seguro de que sigue la voluntad de Dios, sólo aquel que ha renunciado totalmente a su propia voluntad, [31] para sujetarla a una voluntad ajena. AJ que ha conseguido el más difícil de los desasimientos, que es el de sí mismo, no le resultará demasiado difícil el desprenderse de todas las demás criaturas, ni renunciar a todos los placeres naturales. El amor de Dios es la raíz y la corona de todo. El desprendimiento de todo lo creado tiene el único sentido de liberar totalmente a la persona para que pueda entregarse al Señor. La entrega sin reservas a El, es la fuente de la paz interior y de la felicidad, cuyo reflejo exterior es una permanente, estable serenidad y silenciosa alegría. Del amor al Salvador , de la siempre creciente unión con El, se sigue el ardiente amor a las almas: el amor tierno [32] y fraternal al prójimo en la familia conventual, e) celo apostólico por los pecadores y por los no creyentes, el ansia de ayudar mediante el sufrimiento a la obra de la salvación.

Este rasgo apostólico estaba fuertemente marcad o en nuestra Santa Madre Teresa. Al principio, él ya la había impulsado a la realización de la obra de la Reforma, y como consecuencia dejó marcada su huella. Ella misma dice sobre esto35C 1.: «Al principio que se comenzó este monasterio a fundar …, no era mi intención hubiera tanta aspereza en lo exterior … En es te tiempo vinieron a mi noticia los daños de Francia y el estrago que habían hecho estos luteranos y cuánto iba en crecimiento esta desventurada secta. Diome gran fatiga, y como si [33] yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Y como me vi mujer y ruin e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor, y toda mi ansia era, y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos fuesen buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo … y que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío…»36C 1,1-2..

«…Procuremos [34] ser tales que valgan nuestras oraciones para ayudar a estos siervos de Dios … Han de vivir entre los hombres y tratar con los hombres …; que más hará uno perfecto que muchos que no lo estén»37C 3, 21.s..

La Santa Madre, con su profundo conocimiento del hombre, sabía muy bien cómo la meta a la que aspiraba, estaba por encima de la naturaleza humana y con qué dificultades contaría. Para alcanzarlo debería emplearse a fondo en la educación y no dudó en poner manos a la obra. Ciertamente, lo más esencial lo llevó a cabo en medio de la convivencia personal, a través del influjo en cada una de las almas. [35] Acerca de ello encontramos muchos datos en sus escritos y en sus primeras hijas. Yo aquí quiero detenerme, ante todo, en las principales directrices en las que la Santa Madre expuso su saber educativo: sus Constituciones y el Camino de Perfección, libro que escribió como guía para sus hijas.

Podemos entender las Constituciones como ampliaciones de lo que está muy resumido en la Regla primitiva. Son el depósito de las experiencias que Teresa recogió en los primeros años de la vida comunitaria en San José de Ávila. Las determinaciones regulan la vida conventual hasta en los últimos detalles, y era voluntad expresa de la santa Fundadora que en el tiempo futuro no se debía alterar. Ella sabía por qué. [36] Había experimentado demasiado claramente lo distante que uno se puede alejar del primitivo ideal de la Orden, si se abre una puerta al libre albedrío.

Primera condición previa en la consecución del objetivo de la educación es la precaución en la admisión de las candidatas: sí no son «personas de oración», y «que pretendan toda perfección y menosprecio del mundo», no hay esperanza de que consigan el objetivo. Además de esto, se necesita «salud y entendimiento». El tiempo de noviciado da ocasión para probar si verdaderamente se dan esas cualidades, especialmente «sí estos (sus santos deseos) no fueren grandes, que se entienda la llama el Señor a este estado»38Const. 6, l.. Si no cumplen estas condiciones, no se les debe permitir profesar39Const. 6, l..

A diferencia de algunas [37) otras Órdenes, que prohíben totalmente a sus novicias el trato con el mundo exterior, pueden las novicias del Carmelo ser visitadas por sus padres y por otros familiares, «porque si tuvieren algún descontento, se entienda; que no se pretende sino que estén muy de su voluntad, y darles lugar que la manifiesten, si no la tuvieren de quedar»40Const. 5, 4..

El número de hermanas debe ser pequeño: en un principio quiso la Santa tomar sólo 13; más tarde [38] elevó el número a 21 (18 coristas y 3 legas). Durante mucho tiempo había experimentado los peligros que trae consigo la vida comunitaria de un gran número de mujeres, y pensó que, sólo con esa limitación, podía alcanzar el objetivo. Las profesoras que tienen que explicar en una clase numerosa han de estar de acuerdo sin más en esto.

El viejo ideal del ermitaño debe ser asegurado por una estricta clausura: altos muros que rodean el convento y la huerta; la doble reja que en el locutorio las separa de los visitantes41Cf. Santa Teresa, Modo de visitar los conventos, 15; F 10, 4; Carta 54, 4 (2- VUI-1573); Cm1a 454, 7 (25-VI-1582)., y en el coro que da al interior de la iglesia; el velo que cubre su rostro apartándolas de todo lo extraño. Todo ello recuerda continuamente a la religiosa que ha dejado el mundo y que libremente vive encerrada [39] como el Señor en el tabernáculo en «una dulce situación de la prisión de Dios»42Esta expresión no aparece en Santa Teresa; algo parecido puede verse en la Poesía 30: «Pues que nuestro Esposo / nos quiere en prisión»; que no debe esperar nada de fuera, sino todo de aquel que está escondido dentro de los muros. El único contacto con el mundo se realiza en el locutorio (o por carta). De ellos deben usar sólo cuando «puedan dar remedio o remediar a los que las dicen, y ponerlos en la verdad, o consolarlos en algún trabajo. Y si no se pretende sacar fruto, concluyan presto»43Const, 5, 5..

Como quiera que el trato con el mundo exterior se ha de reducir al mínimo, la Santa Madre se ha preocupado de que, en hermandad, de forma más expresa que La Regla primitiva, se desarrolle en el interior de la casa un cordial ambiente de familia. [40] De buena gana deben las hermanas, en el tiempo no señalado para ejercicios comunes, estar solas en sus celdas, trabajando o rezando, y aún en el trabajo en común estar en silencio. Sin embargo, todos los días después de la comida y de la cena pueden estar durante una hora en común, hablando entre sí de aquello que más les plazca. Mientras tanto se pueden ocupar en trabajos manuales. No les están permitidos los juegos, pues «el Señor dará gracia a unas para que den recreación a otras. Fundadas en esto, todo es tiempo bien gastado»44Const, 9,7..

No debe haber entre ellas «amistades en particular, sino todas se amen en general, como lo manda Cristo a sus apóstoles muchas veces45Cf. Jn 15, 12.. Pues [siendo] tan pocas, fácil [41] será de hacer; procuren imitar a su esposo, que dio la vida por nosotros»46Const, 9, 9..

El horario del día está regulado al detalle: las horas para la oración en común y en silencio, para el trabajo y para las comidas. También hay indicaciones sobre el modo de alimentación, de vestido, de construcción del edificio y de objetos necesarios para asegurar el espíritu de pobreza evangélica y eliminar el amor propio y la vanidad.

Igual que la Regla primitiva, la Santa Madre ve en la unión entre el trabajo y la oración contemplativa la más alta perfección. Marta y María deben estar juntas para preparar al Señor un recibimiento hospitalario477M4.. [42] Deben ser, sin embargo, trabajos que no «ocupen el pensamiento para no le tener en nuestro Señor»48Const, 3, 2.. La misma Santa se ocupaba preferentemente en hilar, aunque sabía también hacer punto muy primoroso. Llevaba consigo la hiladera, incluso al locutorio, y se aplicaba tanto, que ninguna hermana hubiese estado ociosa en su presencia. Por otra parte, la cantidad de trabajo no debía intranquilizar a nadie: «Tarea no se dé jamás a las hermanas. Cada una procure trabajar para que coman las demás … Y si alguna vez por su voluntad quisiere tomar labor tasada para acabarla cada día, que lo pueda hacer, [43] mas no se les dé penitencia aunque no la acaben»49Const, 9, l..

Con espíritu de humildad deben todas las hermanas, comenzando por la madre Priora, repartirse y cambiarse los trabajos de la casa, incluso los más humildes. Todas deben ser cuidadas con el mismo amor; habrá diferencias sólo según las necesidades, pero no por el rango o la edad. Las hermanas no deben llevar ningún título honorífico. Sólo la priora y la subpriora serán llamadas «Madre».

Cada una de las hermanas, mediante un profundo examen de conciencia, debe crecer más y más en la humildad. «Humildad es andar en verdad» , era el principio fundamental de la Santa Madre506M 10, 7.. Ella, que era tan implacablemente sincera consigo misma, no podía pensar en otra cosa que en examinarse cotidianamente, para llegar a un conocimiento, cada vez [44] más profundo, de la propia nada. En este sentido, la vida conventual tiene la ventaja de que las otras nos ayudan en el conocimiento de las propias faltas. En una estrecha convivencia apenas pueden pasar ocultas. Sin embargo, no es el caso, en modo alguno, de que uno esté vigilante sobre el otro. Para ello está «la celadora» señalada. Por lo tanto «descuídense y den pasada a las que vieren. y tengan cuenta con las suyas»51Const, 9, 10.. Si se le acusa a una de una falta, deberá poner cuidado en no disculparse. Hasta las falsas acusaciones deben aceptarse en silencio, pensando en los otros muchos puntos en los que podía haber sido censurada, y en recuerdo de todo lo que nuestro Señor silenciosamente [45] aguantó. Ellas mismas se deben acusar en el Capítulo de culpas delante de la comunidad, y aceptar con agradecimiento la corrección y la pena que con el mayor amor le imponga la madre Priora.

El pedagogo moderno, especialmente si lo mira desde un punto de vista puramente natural, habrá de mover la cabeza ante muchas de estas medidas de la educación. ¿Dónde está aquí la autonomía, la propia actividad y la sana consciencia de sí mismo? Se ha de conceder tranquilamente que no se trata de una educación para cualquiera. Aquel que parte de un punto puramente natural, el que no ha aprendido a verse a sí mismo y al mundo a la luz de la eternidad , para ése, ese modo de vivir sería altamente peligroso. Sí, nosotros podemos seguir adelante: solamente aquel que tiene una verdadera vocación al Carmelo [46] se realizará en tales circunstancias. Las medidas son las apropiadas para un determinado fin y no para otro.

Acerca de todas estas cosas las Constituciones no dan una imagen completa. Nos dicen poco sobre aquello que la Santa Madre realizó por sus hijas en un trabajo constructivo. Cuando ella las sacó del mundo exterior, y desde dentro les exigió la renuncia a todas las alegrías terrenas, abrió para ellas otro mundo distinto, de cuya riqueza y hermosura no puede sospechar el que está fuera. El horario prevé una hora de oración por la mañana y otra por la tarde: dos horas al día, en las que las hermanas, en silencio, arrodilladas en el coro, ponen su alma en las manos del Señor y reciben los tesoros de su gracia. En los días de oración (y [47] tales son las grandes fiestas de la Iglesia y de la Orden) el tiempo de oración se puede alargar a todas aquellas horas que no están previstas para actos en común. También en los días de labor hay algo de tiempo en el que se pueden dedicar a la oración silenciosa en la celda. La auténtica Carmelita no tiene duda de lo que debe acometer en estas horas de solitario diálogo con Dios: éstas son el punto central de su vida; desde aquí se fundamenta todo para ella; aquí encuentra ella descanso, claridad y paz; aquí se solucionan todas las preguntas y dudas; aquí se conoce ella a así misma, y conoce aquello que Dios quiere de ella; aquí puede ella presentar sus intenciones y recibir los tesoros de gracia, de los que de buena gana podrá hacer partícipes a los demás.

[48] A pesar de todo, la Santa no nos deja sin ninguna advertencia. En los muchos años de sufrimientos interiores profundos, ella misma había experimentado la importancia que para la vida interior tiene una dirección segura. Ella misma ha hecho el descubrimiento del interior del Castillo con sus muchas moradas, sin haber sabido antes nada de él. De lo que ella misma había vivido y sufrido sacó la sabiduría que ha expuesto en sus escritos.

Las principales obras sobre la vida mística de gracia, su Vida y el Castillo interior52Edith cita el cuarto tomo de la edición alemana, donde se hallaban estos dos escritos de santa Teresa de Jesús. las escribió por mandato del confesor53Es lo que Teresa fina y retóricamente da a entender; pero hoy la crítica literaria percibe que, en gran medida, es un uso lingüístico para proteger su obra, su experiencia y su doctrina de las acechanzas de la Inquisición.. En principio, no habían sido destinadas para las hermanas del convento, aunque actualmente son para nosotras un inagotable pozo de descubrimientos. Por el contrario compuso el Camino de [49] Perfección por ruegos de sus hijas espirituales para poner en sus manos un camino seguro. Este libro contiene el fundamento de las pocas determinaciones que se dan en las Constituciones. Enseña a las hermanas qué significado tiene la separación del mundo, el desprendimiento, la mortificación y el alegre padecimiento de las humillaciones. Ha dejado insistentemente claro que no todas están destinadas a los más altos grados de oración, y consuela a las que deben conformarse con los grados inferiores, pues la santidad no se ha de medir por el grado de la contemplación, sino por el grado de las virtudes. Pero todas son llamadas al cultivo de la oración interior, y [50] encarecidamente las amonesta para que insistentemente avancen en este camino y por nada se dejen apartar de él. Señala claramente la diferencia de los grados y modos de oración y, desde su rica experiencia y conocimiento de las almas, manifiesta cómo uno debe comportarse según la índole personal y la respectiva situación. Tampoco se conforma con aclaraciones teóricas sobre la oración, sino que en los inabarcables significados del Padrenuestro les muestra un ejemplo de meditación54C 27ss..

A esa doctrina general pertenece también, como la parte más importante del trabajo de la educación, la dirección personal de las almas. Regularmente recibe la Santa [51] cuentas de conciencia de sus hijas, de cómo va su vida interior y su modo de oración. Así tiene la posibilidad de apartarlas de los caminos equivocados y de ayudarlas a progresar. En las Constituciones puso como oficio de la Priora y de la Maestra de novicias ayudar de este modo a las hermanas55El nuevo Derecho canónico prohíbe al Superior de la Orden exigir una cuenta de conciencia, pero el religioso queda libre de hacerlo voluntariamente.. Además advierte continuamente que estén con una total apertura y obediencia al confesor, y procuró, según lo posible, »sabios y piadosos»56«Sabios y letrados» (C 22, 4). confesores que fuesen experimentados en la vida interior.

La vida interior es la más profunda y rica fuente de felicidad para la Carmelita. No obstante, la Santa Madre ha regalado a sus hijas otras alegrías. Su amor al [52] Salvador era un amor al Dios-Hombre, y la devoción a la Santa Humanidad la ha realizado de muy diversas maneras y la ha hecho familiar en el Carmelo. En ninguna parte puede ser más hermosa y más alegre la Nochebuena y todo el tiempo de Navidad. Con la devoción al Niño Jesús está inseparablemente unido el amor a la Madre de Dios y la confianza en San José, siempre dispuesto a ayudar. El domingo de Ramos pensaba la Santa, con dolor, que en ese día nadie en Jerusalén había hospedado al Señor. Como reparación por ello, en ese día procuraba recibir la Sagrada Comunión. Pero fuera de eso, era [53] costumbre en los conventos de la Orden, y hoy todavía lo es, en el Domingo de Ramos, preparar en el refectorio un lugar junto a la madre priora para el Señor, y ofrecerle algo de todo lo que hay en la casa.

Así el año litúrgico es en el Carmelo un rosario de hermosas fiestas, celebradas no sólo en sentido litúrgico, sino también como fiestas familiares que se viven en cordial alegría y estrechan el lazo del amor fraterno. Del mismo modo que la Santa Madre en tales ocasiones entonaba desde su corazón desbordante los cánticos espirituales, e incluso en el coro de las hermanas tocaba el tamboril y bailaba, así ha permanecido en el Carmelo la alegre costumbre de hacer poesías y de cantar. En éste, como en todos los demás campos, el ejemplo de la Madre se ha convertido en el más eficaz medio de educación. Santa alegría, infantil jovialidad, junto a [54] una ferviente disciplina, insistente negación de sí mismo, las dos mutuamente unidas y apoyadas. Tal es el estilo de vida del Carmelo: el mundo que un grande y ardoroso corazón de madre ha creado; el jardín en el que tantas flores de santidad han florecido.


III. Maestra en la formación del hombre

En el fondo, con las últimas explicaciones hemos sobrepasado la frontera de lo que se puede llamar «educación». Santidad, perfección y la especial formación de la personalidad, que se corresponden con determinadas funciones en el Reino de Dios, son fines que están mucho más allá del alcance de las manos humanas. Es posible y necesario orientar la voluntad hacia allí, y dirigirla conforme a un determinado plan, orientar cómo pueda ascender hasta la altura y cómo quitar del camino los impedimentos. Santidad, sin embargo, es una forma del alma que debe salir de lo más interior, de una profundidad, que ni se alcanza desde fuera, ni es alcanzable por el esfuerzo de la propia voluntad.

Santificación [55] y preparación para una determinada llamada son una nueva forma del alma, un trabajo de formación que, en definitiva, sólo puede ser rea]izado por Dios. Ciertamente los hombres pueden ayudar como instrumentos, y como quiera que no son instrumentos muertos, sino vivos y que libremente sigue n el influjo de la gracia, por ello se les puede llamar con un cierto derecho formadores de hombres. Su influencia se logra de distintos modos. Se les ha concedido el don de ver en el interior de las almas, de conocer con claridad su situación y aquello que necesitan, y lo que Dios tiene preparado para que lo alcancen. A veces las ayudas humanas no pueden hacer directamente nada para llevar el alma a su fin. Lo único que pueden hacer es, mediante la fuerza de la oración, pedir la ayuda de la gracia de Dios. La última forma de su eficacia es comparable a la de] Sacramento. [56] Las almas santas son vasijas de la gracia y santifican y forman mediante el simple contacto.

Se podrían aducir muchos ejemplos de todas estas formas de influencia en la Santa Madre. Aquí quiero ceñirme a solo dos casos especiales muy significativos. Debe decirse, ciertamente, antes de nada, que en este terreno no se dan pruebas estrictas. Lo que en un alma sucede y lo que un alma influye en otra, son secretos que no se ven con los ojos, pues no salen a la luz del día y tampoco se dejan calcular como hechos naturales con exactitud matemática. Sin embargo, se manifiestan mediante señales, a través de las cuales nosotros creemos entender lo que sucede detrás de ese velo.

En principio, la Santa Madre no tenía otra intención que la de fundar un pequeño convento, en el que algunas almas, amantes de Dios, pudieran servir al Señor con toda perfección. Sin embargo, [57] una vez que la reforma había comenzado, fue necesario que en ella se despertase el deseo de extenderla también a la rama masculina de la Orden. En ella había florecido ya el espíritu de la antigua Orden; conventos de monjas había por primera vez desde el siglo XV, y desde entonces habían sido fundados bajo la Regla Mitigada57En el origen de las primeras comunidades de monjas Carmelitas se hallan los beaterios, esto es a partir de la bula «Cum nulla Fidelium» de Nicolás V con fecha de 7 de octubre de 1452. (Cf. Balbino Velasco, Historia del Carmelo Español, t. 1., Roma 1990, 405-438). Para estas fechas ciertamente la Regla había sido acomodada a la nueva situación en Europa con alguna modificaciones en 1247.. También la exigencia de la Santa hacia una actividad apostólica podría ser cumplida de otra manera, si hubiese padres de la Reforma que, mediante la predicación y la dirección de las almas, pudiesen llevar el espíritu de la Orden al pueblo. finalmente podían mejor que nadie asegurar también la Reforma en los conventos de monjas, pues podía haber confesores y directores de almas de la propia Orden, hombres de espíritu, que estuviesen impuestos en la vida interior por la propia experiencia y tos estudios teológicos.

[58] El primer paso hacia la meta deseada fue la autorización del P. Rubeo, General la Orden, para fundar conventos masculinos. Ahora era necesario encontrar los hombres apropiados para ello. La Santa le había pedido insistentemente a Dios que se los envíe. En el verano de 1567 se encontraba en Medina del Campo para fundar el segundo convento de monjas. Allí estaba también el P. Antonio de Heredia, prior de los Carmelitas Calzados, que, cuando la oyó hablar de sus planes, le pidió que le tomase como el primero de la Reforma. Como quiera que él tenía ya 69 años y no estaba acostumbrado a una vida tan dura, ella no creyó que su decisión la hubiese tornado totalmente en serio. Por el contrario reconoció en seguida el dedo de Dios, cuando al poco tiempo fue informada acerca de un joven religioso de la Orden, cuya vida santa era la admiración de todos. Pidió insistentemente poder conocerle, [59] y después de que estaba ya fijada la visita se pasó toda la noche en oración y pidió al cielo: «Señor, necesitamos al P. Juan».

Juan de Yepes, que después se llamó Juan de la Cruz58San Juan de la. Cruz (Fontiveros/Ávila 1542 -1591 Úbeda/Jaén), teólogo español, místico y doctor de la Iglesia; poeta y escritor. Fue, junto con el P. Antonio de Jesús, el iniciador del Carmelo Teresiano entre los varones. Edith Stein leyó los escritos de san Juan de la Cruz: en la nueva edición alemana preparada por Aloysius ab Imrnaculata Conceptione y Ambrosius a S. Theresia: Des Heiligen Johannes vom Kreu sämtliche Werke in fün Bänden. Münche,’Theatiner Verlag, 1924-1929. tenía entonces 25 años. Había entrado en la Orden de la Santísima Virgen María del Monte Carmelo como especial protegido y devoto de la Madre de Dios. Sin embargo, no le bastaba el modo mitigado de vida, por lo que pidió y recibió el permiso de los superiores para vivir personalmente según la Regla Primitiva59Probablemente se refiere al Breve pontificio que consiguió y que lleva la fecha de 7-II-1562; véase también Santa Teresa, Pensamientos. Apuntes y memoriales, 10; F 2; respecto a los Padres Carmelitas, cf. F 3.. No obstante, como tampoco esto le satisfacía, tenía pensado pasarse a la Orden de los Cartujos. En el primer encuentro ron la Santa, ésta percibió sus extraordinarias cualidades y quedó cautivada por él. Cuando él le habló de su plan, ella animadamente le contestó: «Padre mío, [69] hijo mío, tenga paciencia, le ruego muy encarecidamente que espere un poco… Precisamente ahora estamos ocupados en hacer una reforma en nuestra propia Orden, que ha de satisfacer sus deseos. Si quiere ayudar en la realización de esos proyectos, le puedo asegurar que no sólo ha de alcanzar muchas gracias, sino, más aún, hará un gran servicio a nuestra Madre Celestial, la Santísima Virgen»60P. Stanislaus a S. Theresia, OCD, Der heilige Johannes vom Kreuz, S. Pfeiffer, München 1928, p. 36., Estas palabras causaron tal impresión en el joven religioso, que se declaró dispuesto a comenzar, juntamente con el P. Antonio, la reforma del primer convento de frailes. Una vez que la Santa Madre hubo encontrado una casita para este fin, llevó consigo al P. Juan a la fundación de Valladolid para instruirle a fondo en nuestra santa Regla y nuestras costumbres, [61] e introducirle en el auténtico espíritu de la Reforma.

Ciertamente, no es demasiado decir que el encuentro con la Santa fue para San Juan de la Cruz de decisiva importancia, y que él en su escuela se hizo distinto de lo que hasta entonces era. Con esto no se puede decir que se deba a ella la santidad de fray Juan. Gusta decirse que nuestro Padre Juan nació para ser santo. Seguramente para cuando se encontró con la Santa ya había alcanzado un alto grado de perfección y vivía en el espíritu más genuino del Carmelo. Para su estricta penitencia no sólo satisfacía la antigua Regla, sino que iba más allá. Su deseo era olvidarse totalmente de sí mismo y entregarse totalmente a Dios. [62] Entonces no era para eso que la Santa le quería formar. Pero para un padre de la Reforma se requería algo más. No era un líder por naturaleza, como lo era Teresa. Era un ermitaño que buscaba una vida solitaria y oculta.

Si ahora observamos: cómo después de separarse de la Santa Madre, desde la misérrima casa de Duruelo (la cuna de la Reforma) predicaba a la gente de sus alrededores; cómo en el primer noviciado de Pastrana formó a los jóvenes novicios según su modelo; cómo dirigió los estudios en el primer colegio de la Orden en Alcalá; cómo estuvo junto a la Santa Madre en el convento de la Encarnación de Ávila, como confesor de las monjas, para renovar el espíritu decaído61La Santa reconoce el «gran provecho” que Fray Juan de la Cruz hacía en la Encarnación; cf. Carta del 27-IX-1572. de su antiguo convento; [63] y si leemos sus cartas en las que se muestra un extraordinario, lucidísimo e inequívocamente seguro director de almas; si en sus escritos místicos somos capaces de conocer al gran doctor de la Iglesia: entonces creemos ver una obra maestra realizada por la mano de la Santa Madre, dirigida por el Espíritu Santo. Parece ser que también él descubrió algo de esto, cuando, antes de su marcha para Duruelo, en la despedida, se arrodilló delante de ella, para pedirla su bendición.

Pero aún más profundamente formó la Santa a otro extraordinario instrumento de la Reforma: Ana de Jesús62Ana de Jesús: Ana (Lobera) era natural de Medina del Campo (1545); entra en el Carmelo de San José de Ávila; pero profesará en Salamanca el 22 de octubre de 1571. En febrero de 1575 va con la Santa a Beas de Segura donde se funda el 24 de ese mes; ella quedaría como priora. En enero de 1581 funda en Granada. En septiembre de 1586 funda en Madrid. En 1596 vuelve a Salamanca para ser priora. En octubre de 1604 fundará con sus cinco compañeras el Carmelo de París. En septiembre de 1605 saldrá a la fundación en Dijón. A comienzos de enero de 1607 pasará a Flandes donde fundará los Carmelos de Bruselas (1607), Lovaina (1607) y Mons (1608). Moriría en Bruselas el 4 de marzo de 1621 después de una larga y dolorosa enfermedad. Cf. Ana de Jesús, Escritos y documentos, (edición preparada por Antonio Forres y Restituto Palmero), Burgos, 1966, 500 pp. (Biblioteca mística carmelitana, 29). Citamos también la primera biografía: Ángel Manrique, La venerable madre Ana de Jesús, discípula, y compañera de la S. M. Teresa de Jesús, y principal aumento de su orden, Fundadora de Francia y Flandes, Bruselas (Lucas de Moerbeeck) 1632, XXXII+376+208+[14l pp., a quien llamó su hija y su corona63«Hija mía y corona mía», se halla e n una carta (hacia mayo de 1579), de autenticidad incierta, y que fue: transmitida en la biografía de Ana de Jesús, escrita por A. Manrique (Bruselas, 1632), libro 3, cap. 14.. Lo mismo que San Juan de la Cruz, Ana había llevado desde su juventud una vida de oración y dura penitencia. Cuando buscó una Orden [64] en consonancia con ello, su confesor le indicó el recientemente fundado convento de Carmelitas de Toledo. Como quiera que él había oído hablar de su espíritu y de su modo de vivir, se despertó en él inmediatamente el convencimiento de que Ana estaba llamada al Carmelo de la Reforma. La Santa fundadora fue advertida por el mismo Señor que procurase recibirla. La carta en la que lo hace contiene un giro no normal: «yo la tomo, mi querida hija, no como súbdita o novicia, sino como mi ayudante»64P. Cyprian a Passione Domini, Leben der ehrwürdigen Anna von Jesu, Regensburg 1896, p. 32..

Según su deseo entró Ana en el convento de San José de Ávila cuando la Santa era priora. Ella misma, al día siguiente de su entrada, le dio el santo hábito, la eligió, cuando aún era novicia, para la nueva fundación de Salamanca, y allí le confió el oficio de maestra de novicias, antes de que ella hubiese hecho la profesión. Para con ella no dejó Teresa que le faltasen medidas de educación, [65] a las que ella también se aplicó. Su humildad y su obediencia fueron sometidas a duras pruebas. No Obstante, más que por medidas, buscó influir en ella por el amor y la confianza, en una medida tal, cual no había hecho con ninguna otra de sus hijas espirituales. Durante todo un año vivió con ella en la misma celda; la miraba frecuentemente con un profundo amor, le hizo una pequeña cruz en la frente, le participó todo lo que se refería a la Reforma y le hizo confidente de su vida interior65Edith fe coge datos tradicionales y bien conocidos respecto a Ana de Jesús, per o que no corresponden del todo a la realidad histórica; por ejemplo que estuvo «‘ durante todo un año vivió con ella en la misma celda»; contando todo el tiempo que pudieron con vivir ambas en diferentes comunidades (Ávila, Salamanca, Beas) desde que se conocieron (1570) hasta la muerte de la Santa (1582) pudieron ser algo más de un año; y en la misma celda pudieron estar sólo esporádicamente… Se trataba de meses pasados en uno y otro lugar en medio de intensa actividad teresiana de negocios, fundaciones y viajes….

No puede haber la menor duda de que se trataba de una inclinación humana. La Santa sabía que esta alma extraordinaria había sido elegida para seguir adelante su obra en España y de ahí extenderla más, y quería emplear el tiempo de su vida en común, que se le había dado disfrutar, para llenarla de su espíritu. A la Santa [66] la movía claramente la misma relación que a nuestro Santo Padre Elías hacia Elíseo, su seguidor en el profetismo. Cuando en mayo de 1575 en Beas se despidió de Ana, y la dejó como priora del mismo convento, que con su ayuda había fundado, le dijo: «Mi hija, cambiemos nuestras capas; tome la mía que es completamente nueva y va bien con su edad; por el contrario, a mí la suya que está usada y es vieja, me viene excelente»66P. Cyprian, ib. p.95.. Ciertamente debemos ver en ello un trato simbólico, que debía ser expresión de su deseo, de que su espíritu descansase doblado en su seguidora, lo mismo que Eliseo había pedido como regalo de despedida al gran profeta.

Realmente fue Ana, durante la vida de la Santa Fundadora, su más fiel y fuerte apoyo en las duras luchas que amenazaban con echar abajo la obra de la Reforma. En la hora en que la Santa [67] moría en el convento de Alba de Tormes67El 4 de octubre de 1582., también Ana de Jesús yacía gravemente enferma en el convento de Granada. Se le apareció allí la Santa Madre, rodeada de luz celestial, le dio elevadas iluminaciones sobre la vida de la Orden, le indicó el consolidamiento de la Reforma y Je prometió asistirla desde el cielo. Al instante se curó de su enfermedad. Más tarde Ana experimentó realmente su frecuente ayuda. Por su parte ella empleó todas sus fuerzas en conducir adelante la obra de la Santa. Después de unas cuantas fundaciones en España, extendió el Carmelo en Francia y en Bélgica. A ella, en definitiva, tenemos que agradecer la conservación de los escritos de la Santa. Ella consiguió que la Inquisición le entregase el libro de La Vida, cuyo manuscrito, desde hacía doce años, estaba allí para su examen, Ella [68] reunió los demás manuscritos y movió a los superiores de la Orden para su primera impresión, de Ja que se ocupó el agustino fray Luis de León68Fray Luis de León (1527-159l) llevó a cabo la edición príncipe de la «Vida» de santa Teresa, y lleva el título: «La Vida de la Madre Teresa de Jesús» (p. 25); la portada del libro pone:« Los libros de la Madre Teresa de Jesús fundadora de los monasterios de monjas y frailes Carmelitas descalzos de la primera regla.. P, Salamanca, 1588. Esta » Vida» tuvo otras dos ediciones este mismo año..

Las virtudes y santidad que advirtió en las hijas de la Santa, las señala este editor de sus obras, como inconfundible prueba de la santidad de la misma: «Porque por la virtud que en todas resplandece se conoce sin engaño la mucha gracia que puso Dios en la que hizo para madre de este nuevo milagro, que por tal debe ser tenido, lo que en ellas Dios ahora hace, y por ellas. Que si es milagro lo que aviene fuera de lo que por orden natural acontece, hay en este hecho tantas cosas extraordinarias y nuevas que llamarle milagro es poco, porque es un ayuntamiento de muchos milagros»69Prólogo de fray Luis de León a las obras de santa Teresa., Salamanca, 1588..

[69] El maravilloso trabajo de formación d e nuestra Santa Madre no ha terminado con su muerte. Su influjo llega más allá de las fronteras de su pueblo y de su Orden; tampoco permanece limitado a la Iglesia , sino que influye también en los que están fuera. La fuerza de su lenguaje, la veracidad y naturalidad de su estilo abren los corazones y los introducen en la vida divina. El número de aquellos que le deben el camino hacia la luz, se conocerá sólo en el día final70Aquí termina tanto el texto autógrafo como el original de Edith, sin embargo en la publicación de la revista, en 1935, después de una estrellita se añade una cita textual de cinco renglones de Mechtilde de Magdenburg..