Señales (de la contemplación)

Un tema recurrente en los escritos de Juan de la Cruz es el del desarrollo y evolución de la experiencia orante del hombre espiritual.  Una perspectiva privilegiada para asomarnos al mundo, mucho más amplio, de las relaciones del  hombre con Dios, y evaluar el desarrollo del itinerario espiritual hacia la  unión con Dios.

I. Encrucijada decisiva

El Santo, buen maestro espiritual y consumado pedagogo en los caminos del espíritu, es especialmente sensible a un hecho que, tarde o temprano, aparece siempre en el camino del hombre que avanza hacia la comunión con Dios: la inflexión drástica que experimenta la propia experiencia orante, llegados a un punto en el cual todo lo que antes era mediación y apoyo para la oración, se convierte, sorprendentemente, en obstáculo y dificultad para el ejercicio y desarrollo de la misma. Se trata del paso decisivo de la meditación a la contemplación.

1. Desde la meditación. La primera fase de la experiencia orante suele ir caracterizada por un mayor protagonismo activo por parte del hombre: es él quien busca a Dios, quien habla a Dios, quien se expresa a sí mismo en la oración, haciendo aflorar en presencia de Dios lo mejor de su riqueza interior. Es una forma orante más verbal, más conceptual, más imaginativa, más discursiva; en una palabra, más activa. Es lo que el Santo llama “meditación”, y define como “acto discursivo por medio de imágenes, formas y figuras, fabricadas e imaginadas por los sentidos” (S 2,12,3), ya que mediante ella “obra el alma discurriendo con las potencias sensitivas” (S 2,14,6).

Se trata de una forma de oración “necesaria” para los principiantes (S 2,12,5), cuyo fin es “sacar alguna noticia y amor de Dios” (S 2,14,2). El Santo la llama “estado y ejercicio de principiantes” que consiste en “meditar y hacer actos y ejercicios discursivos con la imaginación” (LB 3,32).

2. A la contemplación. Después de haberse ejercitado durante un tiempo conveniente en esta forma de oración discursiva o meditación, Dios da generalmente un nuevo impulso al proceso orante, “pues, como el estilo que llevan los principiantes en el camino de Dios es bajo y que frisa mucho con su propio amor y gusto”, quiere Dios “llevarlos adelante, y sacarlos de este bajo modo de amor a más alto grado de amor de Dios y librarlos del bajo ejercicio del sentido y discurso, con que tan tasadamente y con tantos inconvenientes andan buscando a Dios, y ponerlos en ejercicio de espíritu, en que más abundantemente y más libres de imperfecciones pueden comunicarse con Dios” (N 1,8,3).

Dios abre así camino a la experiencia de la contemplación, que es una forma nueva de oración donde el hombre cede protagonismo en la medida en que es Dios quien lo va asumiendo. El Santo define la contemplación como “infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios que, si la dan lugar, inflama al alma en espíritu de amor” (N 1,10,6). Es de notar que hemos pasado de una forma de oración en que el hombre busca a Dios, a otra en la que es Dios mismo quien se autocomunica al hombre. Se le “infunde”. Una forma de oración “en que en secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo” (N 2,5,1). Más adelante, describirá la contemplación como “ciencia de amor, la cual … es noticia infusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma, hasta subirla de grado hasta Dios, su Criador, porque sólo el amor es el que une y junta al alma con Dios” (N 2,18,5).

Se trata, pues, de un cambio radical de protagonismo. Ahora es Dios quien obra en el hombre. A Dios le corresponderá el verbo “hacer”, mientras que el verbo que mejor cuadra al hombre será el “padecer”. Del mismo modo, Dios será el sujeto del verbo “dar”, y el hombre el del verbo “recibir”. Ninguna reflexión nuestra puede aquí sustituir la lectura reposada, y atenta a los verbos, del texto insuperable del Santo en la Llama (LlB 3,32-41).

3. El desconcierto del paso. Cuando acontece este cambio en la propia experiencia orante, el desconcierto del hombre suele ser grande y desestabilizador, “se le ha vuelto todo al revés” (N 1,8,3), pues lo que antes le era medio y ayuda para la oración, es decir, su propia actividad discursiva, ahora no le sirve ya. Es más, se siente cada vez más incapaz de ella.

Por otro lado, al no reconocer aún el valor orante de la nueva experiencia contemplativa, le parece que no hace nada y que pierde el tiempo, pues no se ejercita como antes con sus capacidades discursivas, ni puede hacerlo (S 2,12,6-7; S 2,14,3-4; N 1,10,1-2; etc.).

II. Criterios de discernimiento

J. de la Cruz afirmaba en cierta ocasión que se decidía a escribir “por la mucha necesidad que tienen muchas almas” (S pról. 3). También, al hacerlo sobre este tema, lo que le mueve es venir en ayuda de quien necesita luz para discernir la propia experiencia y poder así acertar con la actitud más adecuada para afrentar la nueva situación en que se halla, pues “es recia y trabajosa cosa en tales sazones no entenderse una alma ni hallar quien la entienda” (S pról. 4).

1. El agravio de la inexperiencia. Y lo primero que lamenta el Santo es la inexperiencia de ciertos maestros espirituales que, sin comprender el momento de crecimiento en que se halla el orante, y sin saber cómo afrontarlo adecuadamente, lo único que hacen es crear nuevas dificultades, desorientando al alma, y haciéndole volver atrás, en vez de facilitarle el avance en su camino oracional (S pról. 5-6). Es muy oportuno aquí repasar cuanto el Santo dice acerca de los “maestros espirituales” (LlB 3,30-62): “De esta manera –escribe– muchos maestros espirituales hacen mucho daño a muchas almas, porque, no entendiendo ellos las vías y propiedades del espíritu, de ordinario hacen perder a las almas la unción de estos delicados ungüentos con que el Espíritu Santo les va ungiendo y disponiendo para sí, instruyéndolas por otros modos rateros que ellos han usado o leído por ahí, que no sirven más que para principiantes. Que, no sabiendo ellos más que para éstos, y aun eso plega a Dios, no quieren dejar las almas pasar, aunque Dios las quiera llevar, a más de aquellos principios y modos discursivos e imaginarios, para que nunca excedan y salgan de la capacidad natural, con que el alma puede hacer muy poca hacienda” (LlB 3,31).

2. “Señales” claras para discernir el paso. Frente a estos “maestros espirituales” así denostados, Juan de la Cruz, desde su experiencia de orante y de acompañante espiritual, ofrece unos indicios o señales claras y sencillas para discernir cuándo es llegado el momento en que se produce la inflexión decisiva en el proceso orante y, por tanto, es necesario renunciar al ejercicio de la meditación para dejarse introducir, cada vez más dócilmente, en la oración contemplativa. Las señales que ofrece son tres, siempre las mismas, aunque a veces varía el orden de las mismas, según el momento en que las redacte en una u otra de sus obras.

No importa tanto el orden, si tenemos en cuenta una advertencia muy importante que el mismo Santo resalta: “Estas tres señales ha de ver en sí juntas, por lo menos, el espiritual para atreverse seguramente a dejar el estado de meditación y del sentido y entrar en el de contemplación y del espíritu” (S 2,13,5). Las señales las encontramos descritas en S 2,13 y en N 1,9. En su enunciación, suenan así:

a) Primera señal: “La primera es ver en sí que ya no puede meditar ni discurrir con la imaginación, ni gustar de ello como de antes solía; antes halla ya sequedad en lo que de antes solía fijar el sentido y sacar gusto” (S 2,13,2). En Noche esta señal pasa a ser la tercera, y se describe así: “La tercera señal que hay para que se conozca esta purgación del sentido es el no poder ya meditar ni discurrir en el sentido de la imaginación, como solía, aunque más haga de su parte” (N 1,9,8).

b) Segunda señal: “La segunda es cuando ve no le da ninguna gana de poner la imaginación ni el sentido en otras cosas particulares, exteriores ni interiores” (S 2,13,3). En Noche esta señal pasa a ser la primera, y suena así: “La primera es si, como no halla gusto ni consuelo en las cosas de Dios, tampoco le halla en alguna de las cosas criadas” (N 1,9,2).

c) Tercera señal: “La tercera y más cierta es si el alma gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios, sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso y sin actos y ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad -a lo menos discursivos, que es ir de uno en otrosino sólo con la atención y noticia general amorosa, sin particular inteligencia y sin entender sobre qué” (S 2,13,4). En Noche esta señal ocupa el lugar central, siendo la segunda de las tres. El Santo la redacta así: “La segunda señal … es que ordinariamente trae la memoria en Dios con solicitud y cuidado penoso, pensando que no sirve a Dios, sino que vuelve atrás, como se ve en aquel sinsabor en las cosas de Dios. Y en esto se ve que no sale de flojedad y tibieza este sinsabor y sequedad; porque de razón de la tibieza es no se le dar mucho ni tener solicitud interior por las cosas de Dios” (N 1,9,3).

A pesar de las coincidencias, hay en las dos redacciones matices diversos, que se explican por la distinta perspectiva contextual en que se sitúa el Santo al escribir. En Subida busca directamente el discernimiento sobre el cambio en el modo oracional, el paso de la meditación a la contemplación. En Noche, en cambio, el discernimiento apunta más bien a identificar el fenómeno purificativo que se produce en la noche del sentido. Aunque, según el Santo, ambos momentos coinciden cronológicamente en la práctica, el matiz es diverso, según nos fijemos en un aspecto o dimensión de la experiencia o nos fijemos en otro. En otro lugar, encontramos un breve “aviso” del Santo sobre “las tres señales del recogimiento interior”, que tienen una estrecha cercanía y familiar con las que aquí nos ocupan (Av 2,39).

III. Finalidad pedagógica

Ya hemos indicado cómo, en todo este tema, la intención de Juan de la Cruz no es otra sino ayudar al hombre en su camino espiritual, dándole luz para comprender su propia experiencia y pautas concretas para afrontar esta coyuntura con acierto, no entorpeciendo la obra de Dios en el alma sino más bien adecuándose dócilmente a la misma.

1. Empeño personal. Una vez identificada la naturaleza del paso que se está viviendo, lo primero que le preocupa al Santo es librar al hombre del comportamiento errado que fácilmente, de forma casi instintiva, se siente tentado a asumir.

Es éste un momento en que “padecen los espirituales grandes penas … por el recelo que tienen de que van perdidos en el camino … Entonces se fatigan y procuran, como lo han habido de costumbre, arrimar con algún gusto las potencias a algún objeto de discurso, pensando ellos que, cuando no hacen esto y se sienten obrar, no se hace nada” (N 1,10,1).

Lo primero que no se debe hacer es empeñarse en continuar con la forma meditativa-discursiva de oración “porque de tal manera pone Dios al alma en este estado y en tan diferente camino la lleva, que, si ella quiere obrar con sus potencias, antes estorba la obra que Dios en ella va haciendo, que ayuda” (N 1,9,7).

2. Comportamiento adecuado. Pasando a la pedagogía más positiva, la recomendación del Santo en este caso es “confiar en Dios”, consolarse “perseverando en paciencia” (N 1,10,3), “dejar estar el alma en sosiego y quietud”, “perseverar en la oración sin hacer ellos nada”, “dejar al alma libre y desembarazada y descansada de todas las noticias y pensamientos”, “contentarse sólo con una advertencia amorosa y sosegada en Dios” (N 1,10,4). En definitiva: “súfrase y estése sosegado” (N 1,10,5).

Puede dar la impresión de que el Santo invitara a una actitud de mera pasividad, renunciando a la propia responsabilidad personal. Nada más lejos de su intención. Lo comprenderá bien quien haya captado el genuino sentido sanjuanista de la “pasividad”, que podríamos calificar de pasividad activa. Para él, en efecto, la “actividad” del hombre alcanza su plenitud y madurez cuando cede ante la “actividad” de Dios, y se transforma, no en inercia sino en acogida, en receptividad. Es lo que, de forma paradójica, el Santo llama “obrar pasivamente”: “A estos tales se les ha de decir que aprendan a estarse con atención y advertencia amorosa en Dios en aquella quietud, y que no se den nada por la imaginación ni por la obra de ella, pues aquí, como decimos, descansan las potencias y no obran activamente, sino pasivamente, recibiendo lo que Dios obra en ellas” (S 2,12,8).

Llegamos así a un verbo clave para la recta comprensión de la doctrina sanjuanista: “recibir”. La experiencia contemplativa gira en torno a estos dos verbos: “dar” y “recibir”, referidos, respectivamente, a Dios y al hombre. La contemplación es infusión de Dios en el alma, autodonación y autocomunicación de un Dios que trata con el hombre “en modo de dar”, y que configura la actitud justa del hombre ante él como acogida, receptividad, debiendo colocarse ante Dios “en modo de recibir” (LlB 3,34). La articulación de estos dos verbos, y sus correspondientes actitudes, es la urdimbre sobre la cual se va tejiendo el denso y significativo discurso del Santo en el comentario a la tercera canción de la Llama.

IV. Sintonizar con la pedagogía divina

Para el Santo lo más importante y decisivo es que lleguemos a sintonizar con la pedagogía de Dios, que es quien de verdad asume el protagonismo en nuestro camino espiritual. Como muestra, aducimos sólo dos textos. El primero dedicado a los “maestros espirituales”: “Adviertan los que guían las almas y consideren que el principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos sino el Espíritu Santo, que nunca pierde cuidado de ellas, y que ellos sólo son instrumentos para enderezarlas … según el espíritu que Dios va dando a cada una … mirando el camino y por dónde Dios las lleva” (LlB 3,46).

El segundo, enderezado directamente al interesado: “Ha de advertir el alma en esta quietud que, aunque entonces ella no se sienta caminar ni hacer nada, camina mucho más que si fuese por su pie, porque la lleva Dios en sus brazos; y así, aunque camina al paso de Dios, ella no siente el paso. Y, aunque ella misma no obra nada con las potencias de su alma, mucho más hace que si ella lo hiciese, pues Dios es el obrero. Y que ella no lo eche de ver no es maravilla, porque lo que Dios obra en el alma a este tiempo no lo alcanza el sentido, porque es en silencio … Déjese el alma en las manos de Dios y no se ponga en sus propias manos ni en las de estos dos ciegos, que, como esto sea y ella no ponga las potencias en algo, segura irá” (LlB 3,67).

En conclusión, lo que Juan de la Cruz busca, y lo único que le mueve a escribir desde su propia experiencia, es venir en ayuda de quienes necesitan luz y orientación para su caminar hacia Dios. Es su intención claramente confesada: “De todo, con el favor divino, procuraremos decir algo, para que cada alma que esto leyere, en alguna manera eche de ver el camino que lleva y el que le conviene llevar”.

Alfonso Baldeón-Santiago

Sensualidad

Partimos de la noción que ofrece el Diccionario de la R. Academia: “Cualidad de sensual”, siguiendo también la acepción segunda del adjetivo “sensual” del mismo Diccionario: “Aplícase a los gustos y deleites de los sentidos, a las cosas que los incitan o satisfacen y a las personas aficionadas a ellos”. Y puesto que se trata de presentar el pensamiento de Juan de la Cruz, es necesario tener en cuenta dos premisas: 1ª: que el Santo contempla todo a la luz de la vocación última, única de la persona: la unión con Dios; 2ª: que J., profundamente interesado por la persona, por su realización integral en plenitud, está convencido que sólo la logrará cuando toda su capacidad la “recoja” en Dios, y por él la “filtre”.

I. “Todo mi caudal”

Y J. de la Cruz explica: “Entiende aquí todo lo que pertenece a la parte sensitiva del alma” (“el cuerpo con todos sus sentidos y potencias, así interiores como exteriores, y toda la habilidad natural, conviene a saber: las cuatro pasiones, los apetitos naturales”) “como también la parte racional y espiritual” (CB 28,4). En la persona hay un dualismo nativo; es unidad diferenciada: “como estas dos partes [“la porción superior” = el “espíritu”, y “la sensualidad, que es la porción inferior”] son un supuesto, ordinariamente participan entrambas de lo que una recibe, cada una a su modo” (N 1,4,2). Porque a la esencia de la persona pertenecen estas dos partes, nunca se podrá eliminar ninguna de ellas, ni tampoco disminuir, bajo ningún pretexto, ni siquiera descuidar en cualquier propuesta antropológica, como lo es la cristiana, la que presenta el místico poeta. Para un cristiano esto adquiere una importancia mayor porque está por medio  Dios “a cuya imagen” él nos ha creado.

Escribe el Santo con seguridad: “Y es de notar que no conjura el Esposo aquí a la ira y concupiscencia, porque estas potencias nunca en el alma faltan, sino a los molestos y desordenados actos de ellas…” (CB 20-21,7). Está claro: nada de lo que por creación es la persona puede sufrir menoscabo ni sacrificarse en aras de ninguna “ideología”, tampoco religiosa. El Dios salvador no corrige la plana al Dios creador.

Pero, porque la persona es evolutiva, es de-venir, ser –llegar a ser de hecho lo que es por gracia de  creación y redención– también debe tenerse en cuenta este rasgo constitutivo del ser humano a la hora de proponerle un método de hominización, de ser persona en plenitud, siempre relativa. J. fue el primero que captó los peligros de una errónea comprensión a que podía dar lugar la lectura de sus escritos si se pierde de vista la perspectiva del autor. Así lo advierte con cierto encarecimiento en S 3,2,1-2, y, con otro tono, pero con la misma claridad y contundencia, en S 2,24,3-5.

En este nativo dualismo humano hay, además de jerarquía, “definición” de competencias o “capacidades”, “roles”. La parte sensitiva “tiene respecto a las criaturas y a lo temporal” (S 2,4,2)”, así como “la parte espiritual o racional” (S 1,1,2) “tiene respecto y comunicación con Dios” (S 3, 26,4; S 2,4,2). “La parte racional tiene capacidad para comunicar con Dios” (CB 28,7). La unión con Dios “no puede caer en sentido y habilidad humana” (S 2,4,2), “Dios no cae en sentido” (Ll B 3,73); o “el sentido de la parte inferior del hombre … no es ni puede ser capaz de conocer ni comprender a Dios como Dios es” (S 3,24,2). Poniendo frente a frente “el sentido” y “las cosas espirituales”, afirma que son “tan diferentes” “como el cuerpo y el alma y la sensualidad y la razón” (S 2,11,2). Por eso, por su propia entidad, “el sentido”, aun en su normal relación a los bienes naturales, puede causar no poco perjuicio a la persona. Escribe el Santo que, porque “son más conjuntos al hombre que los temporales, con más frecuencia y presteza hace el gozo de los tales impresión y huella en el sentido y más frecuentemente le embelesa. Y así, la razón y juicio no quedan libres, sino nublados con aquella afección de gozo muy conjunto” (S 3,22,2). El sentido “reduce”, merma la recepción del espíritu, con facilidad incide negativamente sobre la razón y el juicio, sobre el entero horizonte de la existencia de la persona (LlB 3,18; S 1,8,3).

Esto se hace más notorio cuando se trata de “demasiado ejercicio de los sentidos” (S 3, 26,2), o cuando “predomina en su operación la fuerza sensitiva que hace más sensualidad y la sustenta y cría” (ib 7). Sin duda, en nuestra situación histórica, la realidad se agrava y adquiere tintes de conflictividad, teniendo como horizonte el dominio y el vasallaje del espíritu.

II. Un “caudal” revuelto, “desordenado”

El  pecado, la caída original ha introducido la conflictividad, el desorden en la relación entre las “partes sensitiva y espiritual” de la persona. Son “contrarias” (CB 18,7). La parte sensitiva “contradice” “a la fuerza y ejercicio espiritual” (S 3,26,4). Y hay que “contradecirla” para “gozar de Dios” (LlB 2,27).

Estamos ante un hecho que nos revela con fuerza la experiencia. De este hecho parte J. de la Cruz y nos ha dejado múltiples descripciones con el fin siempre de despertar la conciencia y activar la voluntad para remediar tanto mal.

Entre  “los enemigos del alma” está  “la carne”, de la que dice J.de la Cruz que es “el más tenaz de todos” (Ca 2). Lo presenta bajo el epígrafe: “Contra sí mismo y la sagacidad de la sensualidad”. Aproxima “sensualidad” y “sentimientos” (Ca 15), con lo que abre el arco de la “sensualidad” a todo lo que es centrarse en sí mismo, como se manifiesta claramente en el texto de las tres breves cautelas. Definió bien “el sentimiento” contraponiéndolo al “amor”, cuando escribió: “Es muy distinta la operación de la voluntad (el amor) de su sentimiento: por la operación se une a Dios y se termina en él, que es amor, y no por el sentimiento … que se asienta en el alma como fin y remate” (Ct del 14.4.1589).

La persona es “un gran señor en la cárcel, sujeto a mil miserias” (CB 18,1). “Este tirano de la sensualidad” la tiene subyugada. En un determinado momento del proceso, pide al Esposo “que este reino de la sensualidad …. se acabe ya o se le sujete del todo” (Ib. 2); porque “de hecho impide y perturba tanto bien, pide a las operaciones y movimientos de esta parte inferior que se sosieguen en las potencias y sentidos de ellas y no pasen los límites de su región” (ib. 3).

Sabe muy bien el Doctor místico que el antagonismo es de dominio, de sometimiento. “Estas operaciones y movimientos de la sensualidad sabrosa procuran atraer a sí la voluntad de la parte racional, para sacarla de lo interior a que quiera lo exterior que ellos quieren y apetecen; moviendo también al entendimiento y atrayéndole a que se case y junte con ellas en su bajo modo de sentido, procurando conformar y aunar la parte racional con la sensual” (ib 4). La sensualidad tiende a “sujetar” la parte racional, a convertirse “en juez y estimador de las cosas espirituales” (S 2, 11,2). Así convierte a la persona en “espíritu sensual” (S 1,6,2) en todos los campos de su actividad. También en el del espíritu. “Es cosa cierta y ordinaria… servirse de las cosas espirituales sólo para el sentido, dejando el espíritu vacío, que apenas habrá a quien el jugo sensual no estrague buena parte del espíritu, bebiéndose el agua antes que llegue al espíritu” (S 3,33,1). Así definirá al hombre “sensual”: “es el que el ejercicio de su voluntad sólo trae en lo sensible” (S 3,26,4). Recuerda el principio de la filosofía que estudió, y al que tantas veces recurre: Es “verdad en buena filosofía que cada cosa, según el ser que tiene o vida que vive, es su operación” (S 3,26,6).

III. Reeducación de la sensualidad

Reeducación porque es componente esencial de la persona y porque su aportación es necesaria e insustituible, pues toda la persona se une a Dios y llega a ser sujeto de la vida nueva. Para esta obra rige el principio que enuncia: “Aprovecharse sólo de aquello que basta” para llevar una vida digna como persona y como creyente (N 1,3,1). El camino de ser es siempre una “salida”. En primer lugar, de la “casa de la sensualidad” (N 2,14,3; N 1,14,1): “la parte sensitiva, que es la casa de todos los apetitos … Porque hasta que los apetitos se adormezcan por la mortificación en la sensualidad, y la misma sensualidad esté ya sosegada de ellos …, no sale el alma a la verdadera libertad” (S 1,15,2).

Se apresura el Santo a decir que la reeducación necesaria para ser lo que somos por naturaleza, personas racionales, y lo que somos por  gracia, hijos de Dios, no es posible si no hay un empeño sostenido, un compromiso duro por parte de la persona. Y esto requiere un presupuesto que enuncia reiteradamente el Santo. Por ejemplo: “La sensualidad, con tantas ansias de apetito es movida y atraída a las cosas sensitivas, que, si la parte espiritual no es atraída con otras ansias mayores de lo que es espiritual, no podrá vencer el yugo sensual” (S 1,14,2). Por eso insistirá que sólo en la purificación del espíritu se hace verdaderamente la del sentido (N 2,3,1), pues es en el espíritu donde está la “raíz” del mal (ib. 2,1; 3,1). Cuando el espíritu es fuerte en la visión y en la vivencia de sus opciones hace que el sentido participe y colabore, “se una” a la parte más noble de la persona: el espíritu.

Como principio también para esta renovación hay que recordar lo que nos dice J. de la Cruz: “Va Dios perfeccionando al  hombre al modo del hombre, por lo más bajo y exterior, hasta lo más alto e interior” (S 2,17,4). Muy concretamente, Dios da “gusto” de sí, de las cosas espirituales a la parte sensible, “para que, teniendo su gusto y fuerza en éste, tuviese valor y constancia para fácilmente negar todos los otros” (S 1,14,2). El sabe muy bien que “hay almas que se mueven mucho en Dios por los objetos sensibles” (S 3,24,4). Y no titubeará al afirmar que, en tanto que por el gozo o gusto de lo sensible, “se levanta a gozar en Dios y le es motivo para eso, es muy bueno» (ib), “porque entonces sirven los sensibles al fin para que Dios los crio y dio” (ib. 5). Y, por eso, en este caso, “se pueden aprovechar … y aun deben” de todas estas mociones (ib. 4). Texto incomparable, revelador también de la rica humanidad del Santo el que escribió en S 3,39,1: “Para encaminar Dios el espíritu … conviene advertir que a los principiantes bien se les permite y aun les conviene tener algún gusto o jugo sensible… porque con este gusto dejen el otro; como al niño que, por desembarazarle la mano de una cosa, se la ocupan con otra porque no llore dejándole las manos vacías”.

La obra de reeducación es posible por la irrupción de un amor “mayor y mejor”, con su correspondiente gusto en el mismo campo de la sensualidad, que producirá en la persona un desplazamiento amoroso, de “interés” vital por un mundo en el que la misma sensualidad llegará a encontrarse muy a gusto.

Ya notamos que no se trata de extirpar, de disminuir la fuerza de la sensualidad, sino de “reducirla” a sus límites, de que sea lo que es por creación, y prepararla para que “a su modo” disfrute también de Dios. La purificación tiende a “adormecer”, “sosegar”, “amortiguar” ese amplio mundo de la sensualidad (S 1,15,2; N 1,13,15; 14,1; 2,14,2), a “mortificar” (S 3,26,6), en el sentido de “domar las pasiones castigando el cuerpo y refrenando la voluntad (DRAE), de “aniquilar” “de todo lo que no era amor” y “de todo lo viejo que antes usaba” (CB 26,17), “acerca de sus pasiones y afecciones naturales” (LlB 3,54; 4,16), de los “molestos y desordenados actos” (CB 20/21,7), de “sujetarla” a la razón (S 3,26,5), sacando al alma “de la vida sensitiva” (S 3,26,7). La reeducación, la “noche” sanjuanista “todos estos amores pone en razón” (N 1,4,8). Habla también el Santo de “acomodamiento” al espíritu y de “enfrenamiento” de la sensualidad (N 8,1.3).

IV. Sensualidad redimida

“Acabadas todas las repugnancias y contrariedades de la sensualidad” (CB 36,1), purificada y “flaca” (N 2,1,2), “la sensualidad ya no estorba” (ib. 4,1) a la persona el vivir con todo su ser cuanto entra en la esfera de su vocación humana y cristiana. No sólo, sino que participa en el festín de la comunión humano-divina, y el mismo gozo sensitivo alcanza nivel y calidad asombrosos.

La vocación humana la expresa el Santo en términos de relación amorosa con Dios: “para este fin de amor fuimos criados” (CB 29,3). Con una energía impresionante escribe: “Esta pretensión del alma es la  igualdad de amor con Dios, que siempre ella natural y sobrenaturalmente apetece (CB 38,3). Llegada a este punto, la persona “claro está que sin contradicción…, ha de ir con todo a Dios” (S 3,26,6). Al final del proceso, se reencuentra la sensualidad en su nativa y redimida verdad. Escribe el Santo, señalando el antes y el ahora de la noche oscura: antes, “como está la sensualidad imperfecta, recibe el espíritu de Dios con la misma imperfección muchas veces”; ahora que “está reformada…, ya no tiene estas flaquezas; porque no es ella la que recibe ya, mas antes está recibida ella en el espíritu, y así lo tiene todo al modo del espíritu” (N 1,4,2). Después de la purificación “Dios tiene recogidas todas las fuerzas, potencias y apetitos del alma, así espirituales como sensitivas”, y “toda esta armonía”, “sin desechar nada del hombre ni excluir cosa suya de este amor…” está íntimamente recogida en Dios (N 2,11,4). Lo destaca en la canción cuarenta del Cántico en la que canta el “ya” del encuentro profundo de Dios y la persona (“mi alma esta ya … contigo”), y la incidencia que tiene en su “parte sensitiva”: “que ya está la parte sensitiva e inferior reformada y purificada, y que está conformada con la parte espiritual; de manera que no sólo no estorbará para recibir aquellos bienes espirituales, mas antes se acomodará a ellos, porque aun de los que ahora tiene participa según su capacidad” (n. 2). Realmente “todo el caudal” de la persona “ya está empleada en el servicio de su Amado” (CB 28,4), “empleado y enderezado a Dios” (ib. 5), “toda la habilidad … se mueve por amor y en el amor” (ib. 8). Vida en fiesta (CB 39,9-10; LlB 2,36).

Lo notamos, aunque es evidente, que Dios está más interesado que la misma persona en esta reeducación de la sensualidad; que toda gracia que concede a la persona tiene una esencial dimensión purificadora y fortalecedora de la sensualidad para recibir la gracia suprema del “matrimonio espiritual”. De este modo introduce el comentario de la canción 22 del Cántico en la que presenta la culminación del proceso espiritual, “el matrimonio espiritual”: “Tanto era el deseo que el Esposo tenía de acabar de libertar y rescatar su esposa de las manos de la sensualidad”. La persona, “que vive vida espiritual, mortificada la animal, claro está que sin contradicción … ha de ir con todo a Dios” (S 3,26,6). Al fin del proceso místico, la persona toda entera gozará también de Dios (CB 40,5) participando “a su modo” de la “fiesta del espíritu” (CB 39,8-10; LlB 2,36).

BIBL. — EULOGIO PACHO, “Antropología sanjuanista”, en MteCarm 69 (1961) 47-90; F. RUIZ SALVADOR, Introducción a San Juan de la Cruz, BAC, Madrid, 1968, p. 318-321; Id. “Metodo e strutture di antropologia sanjuanista”, en AV.VV., Temi di antropologia teologica, Roma, Teresianum, 1981, p. 403-437; AV.VV., Antropología de san Juan de la Cruz, Avila, Institución Gran Duque de Alba, 1988; CIRO GARCÍA, Juan de la Cruz y el misterio del hombre, Burgos, Monte Carmelo, 1990.

Maximiliano Herráiz

Riqueza/s

Para comprender desde un primer momento el alcance de la riqueza de que habla Juan de la Cruz en sus obras, importa tener presente que no está en contraposición a la  pobreza. Es más, existen al unísono. Texto clave para entender lo que significa “riqueza” y “pobreza” es el siguiente, que parte de las palabras de David, “Yo soy pobre y en trabajos desde mi juventud” (Sal 87,16): “Llámase pobre, aunque está claro que era rico, porque no tenía en la riqueza su voluntad y así era tanto como ser pobre realmente, mas antes, si fuera realmente pobre y de la voluntad no lo fuera, no era verdaderamente pobre, pues el ánima estaba rica y llena en el apetito” (S 1,3,4).

Para él “riqueza” auténtica y verdadera sólo hay una, la de  Dios. No olvida los bienes materiales, calificados también como “riqueza” y a los cuales dedica el capítulo 18 del libro tercero de la Subida. Pero lo hace para enseñar cómo se las ha de haber el  hombre para que las riquezas de esta vida no lo tuerzan o desvíen en su camino hacia Dios. En este capítulo trata del  gozo de los bienes temporales, entendiendo por tales, riquezas, títulos, estados, oficios y otras pretensiones, e hijos, parientes, casamientos (n.1). Su punto de partida es que “todas las riquezas y gloria de todo lo criado, comparado con la riqueza que es Dios, es suma pobreza y miseria. Y así, el alma que lo ama y posee es sumamente pobre y miserable delante de Dios, y por eso no podrá llegar a la riqueza y gloria, que es el estado de la transformación en Dios” (S 1,4,7). Usa un baremo para catalogar la “riqueza” muy distinto del que emplea el mundo, porque éste se mueve siempre en un plano natural y de producción. Emplean calculadoras diversas. Precisa además cómo el hombre puede llegar a ser rico, muy rico, o quedarse en pobre, muy pobre.

A primera vista pudiera parecer que se muestra negativo y poco en consonancia con la teología de los valores. Sin embargo, su argumentación es lógica, además de clara. Todo lo que existe es en orden a Dios y el hombre alcanza su perfección sirviendo a su Señor. No condena las riquezas materiales; sólo el mal uso que el hombre pueda hacer de ellas, anteponiéndolas a Dios. Ve en ellas un peligro, el de poner en lo caduco la voluntad. Por eso avisa repetidamente (S 3,18,3,4,6) de que lo que importa es servir a Dios; nada de poner el gozo en la riqueza. “No poner el gozo en otra cosa que en lo que toca en servir a Dios, porque lo demás es vanidad y cosa sin provecho, pues el gozo que no es según Dios no le puede aprovechar [al alma]” (ib. n.6).

De unas veintisiete veces en las que alude a la pobreza en Subida 1 y 3, casi siempre lo hace para prevenir males o para indicar los daños que produce si el hombre se deja atrapar por ella. Cambia sin embargo de perspectiva y de sentido al mencionarla en Noche (2,12,6; 14,3; 20,4) y sobre todo en Cántico y Llama. Es aquí donde nos dice qué entiende por “riqueza”. No es otra cosa que la “presencia” de Dios por gracia en el alma, con todas las consecuencias que esto conlleva. La riqueza de que habla el Santo es “gracia”, gratuidad de Dios, que la convierte en hermosura y se lo descubre (CB 17,6); son “virtudes” con las que va adornando al alma el Espíritu Santo (CB 17,8); son “luces” que la hacen ver las cosas como son (CB 20,11.24); es “ciencia” de Dios que enseña sin haber estudiado, que entiende secretos e inteligencias de Dios extrañas (CB 14,4; 36,13); “capacidad” para conocerse (LlB 1,23). Son tantas que las califica de “mares” (LlB 1,30), y “si de ello se escribiesen muchos libros, quedaría lo más por decir” (N 2,20,4).

Adelantada el alma en los  caminos del espíritu, descubre dónde está la riqueza, de la que está careciendo y qué hacer para alcanzarla. Son tres experiencias distintas. Es de Dios, pero está en el alma. Recibe luces para percibir que, si mucho tiene, más le falta. Descubre la puerta de entrada para conquistarla: es la cruz (CB 36,13). Primero entiende que la riqueza por excelencia es la presencia (CB 11) de Dios en el  alma en gracia. Dentro tiene las riquezas, deleites y satisfacciones que anda buscando. Por eso se la invita a recogerse en el interior, a no buscarlas fuera. Dios-riqueza se esconde dentro y nadie lo encuentra si no se esconde a su vez (CB 1,8-12). El alma toma una resolución: No poner el corazón en las riquezas y bienes que ofrece el mundo, siguiendo el consejo de aunque le ofrezcan abundantes riquezas, no aplicar a ellas el afecto (CE 3,5). La Sabiduría comienza a enseñarla cómo en ella puede encontrar las riquezas grandes, las riquezas altas (S 1,4,8). Invita a ahondar en  Cristo, “porque es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá” (CB 37,4).

El alma se ve y se siente llena de las riquezas de Dios y por eso nada tiene que esperar (CB 20,11); se convierte en contemplativa del abismo de deleites y riquezas que Dios ha puesto en ella (Ib. n.14); sin embargo, siendo tan rica, “el alma se siente pobrísima y no tiene bien ninguno ni de qué se satisfacer” (LlB 1,23). Dios es toda su riqueza.

Evaristo Renedo

Revelación/es

Juan de la Cruz habla con frecuencia de “revelación”, “revelaciones”. De las 63 veces, 56 lo hace en Subida (S 2,27,7) y las otras 7 en Cántico (18,1). Usa el verbo “revelar” otras 45 veces, en sus diversos tiempos y con el significado de aparecer, comunicar, demostrar, descubrir, infundir, manifestar, mostrar, vislumbrar. De las 45 presencias del verbo “revelar”, 38 pertenecen a la Subida, y 7 al Cántico Espiritual. La temática por él desarrollada alude a la noción y división, a los criterios de discernimiento, a la postura ante las revelaciones y al valor que deben atribuírseles en la vida espiritual. Se puede constatar con cierta facilidad que su doctrina, sus criterios y sus posturas espirituales, ante todo lo que es excepcional en la vida del espíritu y excede la razón humana y la experiencia mística ordinaria de la gracia y de las virtudes cristianas, coinciden respecto a toda la fenomenología mística extraordinaria, ya se trate de locuciones, revelaciones, visiones, sentimientos espirituales.

I. Noción y división

Al trazar el programa de la Subida del Monte Carmelo señala J. de la Cruz las distintas “aprehensiones e inteligencias” que pueden llegar al entendimiento, distinguiendo las de proveniencia natural y las de origen  sobrenatural. Estas pueden ser corporales o espirituales según lleguen por vía de los sentidos o no (S 2,10). Entre las que no provienen de los sentidos corporales enumera “cuatro aprehensiones del entendimiento puramente espirituales … que son visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos espirituales. A las cuales llamamos puramente espirituales, porque no, como las corporales imaginarias, se comunican al entendimiento por vía de los sentidos corporales, sino, sin algún medio de algún sentido corporal exterior o interior, se ofrecen al entendimiento por vía sobrenatural pasivamente, que es sin poner el alma algún acto u obra de su parte, a lo menos activo” (S 2,23,1). Por tratarse de noticias puramente espirituales, no necesitan de los sentidos corporales, ya sean externos ya internos. Se ofrecen al entendimiento clara y distintamente, pero por vía pasiva, sin acto alguno por parte del alma. Son sobrenaturales y son pasivas. Evidentemente la doctrina escolástica del tiempo está presente. En ella había sido formado el Santo. En este cuadro coloca J. de la Cruz las “revelaciones”.

En sentido amplio revelación es para él “lo que recibe como aprehendiendo y entendiendo cosas nuevas, así como el oído oyendo cosas no oídas, llamamos revelación” (S 2,23,3). Propone una definición más descriptiva (S 2,25) al estudiar los diversos tipos de revelación (S 2, 25 y 27) adoptando la analogía entre sentidos corporales y las capacidades espirituales. Siguiendo la doctrina tomista, incluye las revelaciones en el espíritu de profecía: “las cuales propiamente pertenecen al espíritu de profecía” (S 2,25,1).

Distingue el Santo dos clases de revelaciones: “Podemos decir que hay dos maneras de revelaciones: unas, que son descubrimiento de verdades del entendimiento, que propiamente se llaman noticias intelectuales o inteligencias; otras, que son manifestación de secretos, y éstas se llaman propiamente, y más que estotras, revelaciones. Porque las primeras no se pueden llamar en rigor revelaciones, porque aquellas consisten en hacer Dios entender al alma verdades desnudas, no sólo acerca de las cosas temporales, sino también de las espirituales, mostrándoselas clara y manifiestamente. De las cuales he querido tratar debajo de nombre de revelaciones; lo uno, por tener mucha vecindad y alianza con ellas; lo otro, por no multiplicar muchos nombres de distinciones. Pues, según esto, bien podemos distinguir ahora las revelaciones en dos géneros de aprehensiones. Al uno llamaremos noticias espirituales, y al otro, manifestación de secretos y misterios ocultos de Dios” (S 2,25,2-3. cf. también S 3,7 y CB 14 y 15). Consagra sendos capítulos a cada uno de los dos géneros.

Dedica el capítulo 26 a las noticias espirituales, a las que llama de hecho “inteligencia de verdades desnudas en el entendimiento”, y el capítulo 27 a “la manifestación de secretos y misterios ocultos de Dios”, en el que habla propiamente de las que son para el Santo las que verdaderamente se pueden llamar “revelaciones”. En este capítulo 27 de S 2, ya en el título nos resume perfectamente cuál es su intención y su contenido: “En que se trata del segundo género de revelaciones, que es descubrimiento de secretos [y misterios] ocultos. Dice la manera en que pueden servir para la unión de Dios y en qué estorbar, y cómo el demonio puede engañar mucho en esta parte”. Esta manifestación de secretos y misterios ocultos “puede ser en dos maneras: La primera, acerca de lo que es Dios en sí, y en ésta se incluye la revelación del misterio de la Santísima Trinidad y unidad de Dios. La segunda es acerca de lo que es Dios en sus obras, y en ésta se incluyen los demás artículos de nuestra fe católica y las proposiciones que explícitamente acerca de ellas puede haber de verdades…” (S 2,27,1).

Estas revelaciones no sólo se dan de palabra, sino que se pueden percibir de otras muchas maneras, “porque las hace Dios de muchos modos y maneras” (S 2,27,1). Como ejemplo de esta última afirmación cita particularmente el Apocalipsis, “donde no solamente se hallan todos los géneros de revelaciones que habemos dicho, mas también los modos y maneras que aquí decimos” (ib.). Estas revelaciones, “que se incluyen en la segunda manera

[acerca de las obras de Dios]

, todavía las hace Dios en este tiempo a quien quiere” (ib.). En esta segunda manera de revelación se incluye también todo lo referente a los artículos de la fe. Pero puntualiza el Santo diciendo que “esto no se llama propiamente revelación, por cuanto ya está revelado, antes es manifestación o declaración de lo ya revelado (ib.).

En este género de revelaciones, como en toda clase de las mismas, “puede el demonio mucho meter la mano, porque, como las revelaciones de este género ordinariamente son por palabras, figuras y semejanza, etc., puede el demonio muy bien fingir otro tanto, mucho más que cuando las revelaciones [no] son en espíritu solo” (S 2,27,3). Y, si es verdad que es necesario no hacer caso de las revelaciones en torno a las verdades de fe, ¿cuánto más necesario no será cerrar los ojos a las verdades que no son de  fe? (cf. S 2,27,5-6). De ahí la urgencia de contar con criterios seguros de discernimiento.

II. Criterios de discernimiento

El Santo tiene claro que hay graves riesgos en cuanto a la apreciación de las revelaciones y de cualquier otro  fenómeno místico, pues aunque sean verdaderas, no siempre lo son en sus causas ni en el modo de entenderlas por parte de la criatura humana: “Y aquí está un grande engaño, porque las revelaciones o locuciones de Dios no siempre salen como los hombres las entienden o como ellas suenan en sí. Y, así, no se han de asegurar en ellas ni creerlas a carga cerrada, aunque sepan que son revelaciones o respuestas o dichos de Dios. Porque, aunque ellas sean ciertas y verdaderas en sí, no lo son siempre en sus causas y en nuestra manera de entender” (S 2,18,9; cf. S 2,22,13). El capítulo 19 le dedica a estudiar en detalle estas afirmaciones, aplicadas en particular a las visiones y locuciones de Dios (S 2,19), comenzando por las revelaciones (S 2,19,1). Llega a afirmar J. de la Cruz que, “como Dios es inmenso y profundo, suele llevar en sus profecías, locuciones y revelaciones, otras vías, conceptos e inteligencias muy diferentes de aquel propósito y modo a que comúnmente se pueden entender en nosotros, siendo ellas tanto más verdaderas y ciertas cuanto a nosotros nos parece que no” (S 2,19,1). En los números siguientes de este mismo capítulo explica el Santo las muchas y variadas maneras cómo puede uno engañarse “acerca de las locuciones y revelaciones de parte de Dios, por tomar la inteligencia de ellas a la letra y corteza”. Siempre es difícil entender el espíritu. Y cita a san Pablo, 2 Cor 3,6, donde se afirma que “la letra mata y el espíritu da vida” (S 2,19,5). Por lo tanto, aunque las revelaciones sean de Dios, no nos podemos asegurar en ellas (S 2,19,10).

Tampoco se ha de pensar que, aunque sean de Dios, han de acontecer infaliblemente tal y como suenan: “Y así, no hay que pensar que, porque sean los dichos y revelaciones de parte de Dios, han infaliblemente de acaecer como suenan, mayormente cuando están asidos a causas humanas, que pueden variar, o mudarse o alterarse” (S 2,20,4). La razón es porque Dios solo sabe cuándo el hombre está pendiente de estas causas. Dios hace la revelación y, unas veces calla la condición y otras, dice tal condición (S 2,20).

III. Postura sanjuanista

A la luz de estas constataciones es comprensible la postura de rechazo total postulada por el Santo: “Por tanto, el alma pura, cauta, y sencilla y humilde, con tanta fuerza y cuidado ha de resistir [y desechar] las revelaciones y otras visiones, como las muy peligrosas tentaciones; porque no hay necesidad de quererlas, sino de no quererlas para ir a la unión de amor” (S 2,27,6). La razón fundamental de todo esto es porque ninguna de las aprehensiones, sean del orden que sean, “pueden ser medio para la unión, pues que ninguna proporción tienen con Dios” (ib.). El demonio puede servirse de estos medios místicos extraordinarios para sustituir la fe, cuando se andan buscando o se van admitiendo sin más. Se sitúa el Santo en el mismo plano que los grandes maestros de la tradición espiritual cristiana, entre ellos S. Teresa de Jesús, al relacionar estos fenómenos de las revelaciones –y otros– con las comunicaciones espirituales de la vida espiritual entre Dios y la persona humana. La norma de oro sanjuanista será: “tenga cuidado de no admitir, si no fuere algo con algún raro parecer (y entonces, no con gana ninguna de ello)” (S 2,11,13). Nunca nos podemos asegurar de ellas (S 2, 19,10).

J. de la Cruz es tan receloso de todo esto que, “aunque sean por parte de Dios, no las ha el alma de querer admitir” (S 2,17,7). Ya había afirmado anteriormente: “Y así, no ha de querer el alma admitir las dichas revelaciones, para ir creciendo, aunque Dios se las ofrezca” (S 2,17,6). El demonio es muy sagaz para hacer creer muchas cosas que no son verdad. Por eso hasta Dios mismo se enoja con quien admite cualquier clase de revelación o de otro fenómeno místico extraordinario. Lo mejor es huir, para no ser engañados, y evitar cualquier peligro, presunción, curiosidad, vanagloria (S 2,21,11).

IV. Valoración teológica

El Santo es absolutamente contrario a todo lo que sea querer saber o conocer cosas de modo sobrenatural, pues hay una razón natural y una ley evangélica para regirse el  hombre suficientemente y poder solucionar las dificultades que pudieran aparecer: “Aunque querer saber cosas por vía sobrenatural, por muy peor lo tengo que querer otros gustos espirituales en el sentido. Porque yo no veo por dónde el alma que las pretende deje de pecar por lo menos venialmente, aunque más buenos fines tenga y más puesta esté en perfección, y quien se lo mandase y consintiese también. Porque no hay necesidad de nada de eso, pues hay razón natural y doctrina evangélica, por donde muy bastantemente se pueden regir, y no hay dificultad ni necesidad que no se pueda desatar y remediar por estos medios muy a gusto de Dios y provecho de las almas. Y tanto nos habremos de aprovechar de la razón y doctrina evangélica, que, aunque ahora queriendo nosotros, ahora no queriendo, se nos dijesen algunas cosas sobrenaturales, sólo habemos de recibir aquello que cae en mucha razón y ley evangélica. Y entonces recibirlo, no porque es revelación, sino porque es razón, dejando a parte todo sentido de revelación; y aun entonces conviene mirar y examinar aquella razón mucho más que si no hubiese revelación sobre ella, por cuanto el  demonio dice muchas cosas verdaderas y por venir, y conforme a razón, para engañar” (S 2,21,4).

J. de la Cruz establece distinción clara entre lo que convenía en el A. Testamento y lo que conviene en el N. Testamento respecto a preguntar a Dios determinadas cosas: Sí convenía que los profetas y sacerdotes quisieran revelaciones y demás aprehensiones sobrenaturales y que preguntasen a Dios y que Dios respondiese de muchas maneras y con muchas significaciones. Pero no así ahora, pues el que esto hiciera, “no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios” (S 2,22,5). La razón que da es hondamente teológica: “Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte, y si pones en él lo ojos, lo hallarás en todo; porque él es toda mi locución y respuesta y es toda mi visión y toda mi revelación … Y así, haría mucho agravio a mi amado Hijo, porque no sólo en aquello le faltaría en la fe, mas le obligaba otra vez a encarnar y pasar por la vida y la muerte primera. No hallarás qué pedirme ni qué desear de revelaciones o visiones de mi parte. Míralo tú bien, que ahí lo hallarás ya hecho y dado todo eso, y mucho más, en él” (S 2,22,5). “Y si también quisieses otras visiones y revelaciones divinas o corporales, mírale a él también humanado, y hallarás en eso más que piensas; porque también dice el Apóstol (Col 2,9)

… En Cristo mora corporalmente toda plenitud de divinidad” (S 2, 22,6). Todo esto ha de tenerse presente en el Santo como doctrina fundamental respecto a lo que son noticias sobrenaturales o aprehensiones místicas extraordinarias. La fe no necesita apoyarse en ellas. El creyente tiene en Cristo todo lo que necesita para su fe y para el seguimiento de Cristo. Lo más seguro y certero en todo esto es rechazarlo, pues poco va en que se tenga o no, aunque sean claras incluso (S 2, 22,16).

J. de la Cruz valora muy poco esto de las noticias sobrenaturales, aunque sean efectivamente medios para la purificación del alma y para la unión con Dios, que valen menos que un acto de  humildad (S 3, 9,4). Delante de Dios es más precioso cualquier acto de voluntad hecho en caridad, que cuantas noticias sobrenaturales se pueden tener del cielo, ya que éstas no son mérito ni demérito, pues son siempre gracias de Dios, que concede a quien quiere y cuando quiere.

V. Pautas de dirección espiritual

La primera línea de atención ha de prestarse a quienes tienen voluntad de admitir revelaciones y se inclinan a ellas. Sin excluir a los mismos confesores y directores espirituales. El demonio siente gran satisfacción ante tales circunstancias y con esas personas que así piensan y pueden por consiguiente actuar: “Y así el demonio gusta mucho cuando un alma quiere admitir revelaciones y la ve inclinada a ellas, porque tiene él entonces mucha ocasión y mano para ingerir errores y derogar en lo que pudiere a la fe; porque como he dicho, grande rudeza se pone en el alma que las quiere acerca de ella, y aun a veces hartas tentaciones e impertinencia” (S 2,11,12).

Hasta el padre espiritual, si es inclinado a estas revelaciones, podrá hacer gran daño al discípulo, si persevera con él, pues se comunican la estima por ellas, siendo peligroso: “Si el padre espiritual es inclinado a espíritu de revelaciones, de manera que le hagan algún caso, o lleno, o gusto en el alma, no podrá dejar, aunque él no lo entienda, de imprimir en el espíritu del discípulo aquel jugo y término, si el discípulo no está más adelante que él. Y, aunque lo esté, le podrá hacer harto daño si con él persevera, porque, de aquella inclinación que el padre espiritual tiene y gusto en tales visiones [en este caso equivale a revelaciones, de las que está hablando], le nace cierta manera de estimativa…” (S 2,18,6).

El Santo trata con dureza a los confesores y directores espirituales, que no cumplen debidamente su responsable y alta misión. Les atribuye un papel decisivo en la orientación que han de dar a las almas ante la presencia de fenómenos extraordinarios (S 2,19-22). El criterio a seguir es para él el siguiente: “Encamínenlas en la fe [los directores espirituales y los confesores], enseñándolas buenamente a desviar los ojos de todas aquellas cosas, dándoles doctrina en cómo han de desnudar el apetito y el espíritu de ellas para ir adelante, y dándoles a entender cómo es más preciosa delante de Dios una obra o acto de voluntad hecho en caridad, que cuantas visiones [y revelaciones] y comunicaciones pueden tener del cielo, pues éstas ni son mérito ni demérito; y cómo muchas almas, no teniendo cosas de éstas, están sin comparación mucho más adelante que otras que tienen muchas” (S 2,22,19).

Se podría muy bien decir que hace aquí el Doctor místico una síntesis de su doctrina y de sus criterios seguros y tajantes respecto a todo el proceso de  purificación del alma para llegar a la unión con Dios, sin hacer distinción entre lo activo y lo pasivo, lo sensitivo y lo espiritual, lo  natural y lo sobrenatural. Son los verdaderos efectos de las auténticas revelaciones divinas sobrenaturales, que van directamente contra aquellos soberbios de corazón que, al sentir cualquiera de estos sentimientos suaves de Dios y algunas aprehensiones devotas, ya se satisfacen y piensan que están muy cerca de Dios y que los que no los tienen están muy bajos espiritualmente y los desestiman, como hizo el fariseo con el publicano. La mejor medicina contra esto es saber que la virtud no consiste en estas aprehensiones y en estos sentimientos de Dios, y que la humildad es más valiosa que todo ello (cf. S 3,9,1-4). Son los peligros de caer en propia estimación y vana presunción.

Aplicaciones conclusivas

Entendiendo por revelación el “descubrimiento de alguna verdad oculta o manifestación de algún secreto o misterio”, J. de la Cruz distingue dos tipos: manifestación de secretos (revelaciones en sentido estricto) y noticias intelectuales, que no son propiamente revelaciones pero sí muy semejantes a ellas. La doctrina sanjuanista acerca de las revelaciones, como acerca de los demás fenómenos místicos extraordinarios, es clara en dos puntos fundamentales: en que no pueden ser medios para la purificación del alma y para la unión con Dios; en que no son necesarias para el progreso en el camino de la perfección evangélica. En lo que al discernimiento se refiere insiste el Santo en que hay que estar siempre muy en guardia, porque pueden ser falsas, engañosas y peligrosas, tanto por parte del demonio como de la propia sugestión o imaginación. Aun siendo de Dios, no siempre son interpretadas por parte del hombre correctamente, pues no siempre coincide su interpretación con la finalidad que Dios tiene y sus proyectos.

J. de la Cruz es totalmente contrario a admitir revelaciones y a quienes se inclinan a ellas. El demonio se goza en tales circunstancias. Ninguna de las aprehensiones sobrenaturales son medio necesario para la unión con Dios. Ni tampoco es más perfecto quien se ve agraciado con tales dones. Por eso, y por los riesgos que conllevan, no se han de pedir ni admitir. Nunca nos podemos asegurar de las revelaciones, como de ninguna otra aprehensión sobrenatural. Incluso aunque sean de Dios. Insiste el Santo en que no hay necesidad de nada que suene a fenómeno místico extraordinario, pues existen la razón natural y la ley evangélica, que son suficientes para solucionar cualquier tipo de problemas y para guiar en el amor a Dios y al prójimo. La fe no necesita apoyarse en ninguna de las aprehensiones o noticias sobrenaturales para su certeza y seguridad.

Los confesores y  directores espirituales juegan papel muy importante en todo este mundo de los fenómenos místicos extraordinarios y en su discernimiento. Es fundamental que ellos mismos no sean inclinados a estimar estos hechos y manifestaciones extraordinarias. Puede ser un riesgo para los discípulos de tales directores y confesores. Delante de Dios es más provechoso cualquier acto de voluntad hecho en caridad que todas las gracias místicas extraordinarias, como es más valiosa la humildad que todas las visiones, revelaciones y sentimientos del cielo.

Mauricio Martín del Blanco

Principiantes

El desarrollo en la vida espiritual, comparado con el de la vida corporal, ha permitido distinguir fases, momentos, situaciones y etapas de crecimiento en sentido parecido a la niñez, adolescencia, juventud, madurez, etc. La equiparación más clásica y tradicional ha sido la de principiantes,  aprovechados y perfectos o sus equivalentes:  vía purificativa, iluminativa y unitiva.

J. de la Cruz asumió la división tripartita como instrumento pedagógico, pero sin sentirse esclavo del mismo. Existen para él otros referentes más claros y mejor caracterizantes del progreso espiritual, como las formas oracionales y las fases catárticas o “noches”.

La importancia relativa que tienen para él las reparticiones tradicionales queda patente al comprobar que nunca las adopta como esquema básico para exponer su doctrina. Las acomoda a ésta, de tanto en tanto, para que se comprenda mejor por quienes están habituados a usar el barómetro de los tres estados o vías. Da por buena la equivalencia de los dos términos, estados y vías (CB, argumento). Lo que tradicionalmente presentan los autores como estado de perfectos, lo designa él como estado de  unión-perfección o de  matrimonio espiritual.

Pone su empeño en conducir a las almas lo más rápidamente posible a esa meta, a la que todas están llamadas. Ello le obliga a señalar un camino seguro y a recordar las etapas del mismo. Una de las mejor descritas por él es la que corresponde a la niñez espiritual, la que suele llamarse “estado de principiantes”.

En la pluma sanjuanista “principiantes” no son cristianos del montón, creyentes sin preocupación alguna por su elevación espiritual. Son profesionales de la vida espiritual con vocación y compromiso suficientemente clarificados. Los “principiantes” sanjuanistas alcanzan niveles que actualmente se consideran casi ideales. Por ello parece excesiva la dureza con que, a primera vista, los trata el Santo. No es porque los desprecie o los margine; al contrario, le merecen estima y compasión. Lamenta profundamente que hayan trabajado con denuedo y mantengan intactas ilusiones de alcanzar la perfección, pero, a la vez, se pierdan en niñerías y no ataquen de raíz sus defectos.

Su gran preocupación es precisamente desenmascarar engaños y hacer ver a los principiantes que en el camino espiritual no valen las apariencias, como ellos creen, sino la virtud sólida. Mantener las posturas y situaciones propias de principiantes significa, según él, renunciar a la santidad. Lo que el Santo pretende es ofrecer estímulos y razones para que los principiantes no queden estancados definitivamente.

No se propuso nunca un estudio sistemático y específico de ese estado espiritual, pero abundó en consideraciones sobre él y lo caracterizó con rasgos penetrantes y certeros. Sus descripciones quieren dejar patente la urgencia que tiene todo espiritual de superar la vida de sentido, si quiere ir adelante hasta la meta de la santidad. La vida del sentido es la típica de los principiantes

I. Caracterización de los principiantes

J. de la Cruz suele dibujar el primer estadio de la vida espiritual en visión retrospectiva desde el punto más alto o avanzado. Se ve, así como en contraste, a base de comparación o confrontación de situaciones. Puntos fundamentales de confrontación son precisamente los extremos del itinerario: el estado de principiantes y el de los perfectos. Al margen de esta comparación están las páginas dedicadas directamente a los defectos de los principiantes en S y N, como se verá más adelante.

Para abarcar el mundo espiritual en que coloca J. de la Cruz a los principiantes hay que tener en cuenta que ese estado espiritual se corresponde en su pluma con otras categorías. Las principales son las siguientes: vía purgativa, vía del discurso y la meditación, ejercicio de mortificación y virtudes, vida de sentido, etc. Al caracterizar este período espiritual señala los rasgos más salientes a nivel psicológico, moral y experiencial, tanto en el plano negativo de defectos, como en el positivo de logros y conquistas.

1. EL ARRANQUE: COMPUNCIÓN DEL CORAZÓN Y CONVERSIÓN. El principiante a quien J. de la Cruz toma de la mano, no es el ignorante o el despreocupado de su vida espiritual. Ha dado ya pasos muy importantes; el de mayor alcance es el de la compunción y conversión a Dios, una vez tomada conciencia de los beneficios de él recibidos y de la propia miseria (CB 1,1). El reconocimiento de las misericordias de Dios (CB 33,2) y de la deuda con él contraída (CB 1,1) provoca la compunción del corazón (CB 33,1) e impulsa la conversión con propósito y decisión de darse a Dios (CB 1,1).

Es entonces cuando comienza de veras la vida espiritual y la diferencia de “los hombres comunes” que no trabajan por “ir a Dios” (S 3,28,8). En sintonía con  S. Teresa y su “determinada determinación”, J. de la Cruz coloca el comienzo auténtico del itinerario espiritual “después que el alma determinadamente se convierte a servir a Dios” (N 1,1,2). Ahí comienza para él la etapa de los principiantes. Su duración y término están fijados en estas señales: cuando Dios los va sacando de la meditación y “comienzan a entrar en la noche oscura” (N 1,1,1). Es el recorrido que va de la meditación a la contemplación, del dominio del sentido al del espíritu.

2. RASGOS POSITIVOS. El principiante no es persona despreocupada de su vida religiosa y espiritual, ya que abriga serios deseos de virtud y pone empeño en practicarla. Pospone incluso intereses puramente humanos al ideal superior que le ofrece la fe. Su afán sincero de perfección se expresa en actos concretos y en posturas inconfundibles.

J. de la Cruz, siguiendo categorías culturales de su tiempo, señala los siguientes rasgos de los principiantes: evitar pasatiempos, placeres, ocupaciones peligrosas o contrarias al compromiso cristiano; asumir responsablemente las obligaciones del propio estado y las exigencias del mismo; practicar las obras de piedad y caridad, procurando por todos los medios mantener el fervor; fomentar el servicio divino a través de las prácticas religiosas, como el culto, los sacramentos, la lectura espiritual, las devociones y la liturgia (S 3,37-45). Traducido todo esto al lenguaje moderno podría decirse que los principiantes sanjuanistas tratan de encauzar su compromiso humano en una visión religiosa de la vida, cultivando la dimensión espiritual de manera concreta y con empeño.

Un conocido texto sanjuanista compendia esta visión positiva de los principiantes: “Su deleite es pasarse grandes ratos en oración, y por ventura las noches enteras; sus gustos son las penitencias, sus contentos los ayunos; y sus consuelos usar de los sacramentos y comunicar en las cosas divinas, de las cuales cosas, aunque con grande eficacia y porfía, asisten a ellas y las usan y tratan con grande cuidado los espirituales, hablando espiritualmente, comúnmente se han muy flaca e imperfectamente en ellas” (N 1,1,3).

Dentro de la tónica general, existen diferencias. No todos “se han flaca e imperfectamente” en las cosas espirituales. Los hay que proceden con mayor “perfección”, gracias, ante todo, a la sinceridad que los contradistingue: “Se aprovechan y edifican mucho con la humildad, no sólo teniendo a sus propias cosas en nada, más con muy poca satisfacción de sí. A todos los demás tienen por muy mejores, y les suelen tener en santa envidia, con ganas de servir a Dios como ellos … Tanto más conocen lo mucho que Dios merece y lo poco que es todo cuanto hacen por él; y así, cuanto más hacen, tanto menos se satisfacen … teniéndose en poco, tienen gana también que los demás los tengan en poco y que los deshagan y desestimen sus cosas” (N 1,2,6).

Van más allá: “Tienen gran deseo que les enseñe cualquiera que les pueda aprovechar; están muy lejos de querer ser maestros de nadie; están muy prontos de caminar y echar por otro camino del que llevan, si se lo mandaren, porque nunca piensan que aciertan en nada; de que alaben a los demás se gozan, sólo tienen pena de que no sirven a Dios como ellos” (ib. n. 7). Hasta “darán estos la sangre de su corazón a quien sirve a Dios, y ayudarán cuanto está en sí a que le sirvan” (ib. 8).

Es el nivel máximo en estado de principiantes. Son pocas las personas que “al principio caminan con esta manera de perfección”; son “las menos”. Lo corriente es que los principiantes obren, “como flacos, flacamente”, incluso en las cosas espirituales. Su vida está llena de contrastes: por un lado, empeño serio en lo espiritual; por otro, abuso de niñerías en lugar de actitudes maduras.

3. RASGOS NEGATIVOS. Aplicando el viejo proverbio de que el obrar sigue al ser, J. de la Cruz asegura que “cada uno obra conforme al hábito de perfección que tiene” (N 1,1,3). El hombre dominado por el sentido se deja arrastrar por gustos y afectos inmediatos, incluso en la práctica de las cosas espirituales, sin excluir la penitencia (N 1,6,2). Dejando a un lado defectos particulares, como los referidos a los vicios capitales (N 1,2-7), la precariedad espiritual de los principiantes se manifiesta en actitudes y situaciones generales, como las siguientes.

a) Dominio del gusto y “jugo sensible”. Es lo que caracteriza el período que precede a la purificación radical del sentido. Hasta que la noche pasiva no realiza su labor, la vida espiritual está dominada por el sabor y jugo que se experimenta en las cosas, incluidas las espirituales. Los principiantes “son movidos a estas cosas y ejercicios espirituales por el consuelo y gusto que allí hallan” (N 1,1,3). “Ordinariamente les da la fuerza para obrar el sabor sensitivo y por él se mueven” (CB 25,10). De hecho, “el estilo que llevan los principiantes en el camino de Dios es bajo y frisa mucho en su propio amor y gusto” (N 1,8,3). Hasta en la penitencia corporal, de por sí necesaria en la vida espiritual (S 2,20,2; 3,25,8), algunos principiantes proceden indiscretamente guiados por la apariencia y el gusto (N 1,1,3), no sujetándose a la obediencia, en lo que demuestran que son imperfectísimos, gente sin razón. Practican penitencia de bestias, mientras la de obediencia es “penitencia de la razón y discreción” (N 1,6,1-2).

b) Infantilismo espiritual. Es diagnóstico típicamente sanjuanista, ya que los principiantes, por lo general, proceden flaca e imperfectamente, “como flacos niños”. La figura del niño criado a los pechos de la madre es símil favorito del Santo para describir gráficamente la vida del principiante. A medida que el niño va creciendo, la madre le va quitando el regalo, poniendo el “amargo acíbar en el dulce pecho y, abajándole de los brazos le hace caminar por su pie” (N 1,1,2). Es lo que hace Dios con los principiantes: “Por cuanto aún no tienen destetado y desarrimado el paladar de las cosas del siglo”, Dios los lleva “como al niño, que desembarazándole la mano de una cosa, se la ocupan con otra, porque no llore, dejándole las manos vacías” (S 3,31,1).

c) Volubilidad e inconstancia. Es consecuencia natural de la curiosidad e insaciabilidad del sentido, siempre ansioso de novedad. Frente a la firmeza de la motivación teologal, los principiantes se dejan llevar por el fervor sensible, más aparente que real. Los trazos apuntados por el Santo son de gran realismo: “Estos son los que nunca perseveran en un lugar, ni a veces en un estado, sino que ahora los veréis en un lugar, ahora en otro; ahora tomar una ermita, ahora otra; ahora componer un oratorio, ahora otro … Y de estos son también aquellos que se les acaba la vida en mudanzas de estados y modos de vivir … y como se movieron por aquel gusto sensible, de aquí es que presto buscan otra cosa, porque el gusto sensible es inconstante, porque falta muy de presto” (S 3,41,2).

Los efectos negativos son manifiestos, como “el no acomodarse a orar en todos los lugares, sino en los que son a su gusto; y así, muchas veces falta –el principiante– a la  oración, pues, como dicen, no está hecho más que al libro de su aldea” (ib. n. 1).

d) Egoísmo sutil. Es lo que sintetiza, en el fondo, todas las demás imperfecciones y deficiencias del principiante, cuyo estilo peculiar de obrar “frisa mucho en amor propio” (N 1,8,3). El refinamiento del egoísmo lleva a convertir a veces la voluntad de Dios en el propio querer. Las pinceladas de J. de la Cruz a este propósito son magistrales. “Y muchas veces de éstos querrían que quisiese Dios lo que ellos quieren, y se entristecen de querer lo que quiere Dios, con repugnancia de acomodar su voluntad a la de Dios … midiendo a Dios consigo, y no a sí mismo con Dios, siendo muy al contrario de lo que él mismo enseñó en el Evangelio” (N 1,7,3).

El amor propio juega tan malas partidas que llega a confundir el bien con el mal y a invertir los términos: “Se engañan teniendo por mejores las cosas y obras de que ellos gustan que aquellas de que no gustan, y alaban y estiman las unas y desestiman las otras … Lo que de sus obras es malo, dicen ellos que es bueno. Lo cual les nace de poner ellos el gusto en sus obras, y no en sólo dar gusto a Dios” (S 3,28,8). Tal deformación alcanza hasta las cosas espirituales que contradicen al gusto sensible, “en no hallando sabor en ellas las fastidian … Si una vez no hallaron en la oración la satisfacción que pedía su gusto … no querrían volver a ella, o a veces la dejan, o van de mala gana” (N 1,2,7).

El amor propio, el gusto sensible y los vicios capitales explican las imperfecciones típicas de los principiantes, que siempre tienen “algún ganadillo de apetitos y gustillos y otras imperfecciones … procurando apacentarlos en seguirlos y cumplirlos” (CB 26,18). Hasta que la noche purificadora no cumple su misión, se percibe “cuán faltos van estos principiantes en las virtudes acerca de lo que con el dicho gusto con facilidad obran”; queda patente “cuán de niños es el obrar que éstos obran” (N 1,1,3).

II. Peculiaridades del estado

La actividad espiritual en la fase de principiantes está dominada por el sentido, en cuanto éste se contrapone al espíritu, tanto en el plano del conocimiento como del afecto J. de la Cruz arranca de una correspondencia sustancial entre vida del sentido-meditación y vida del espíritu-contemplación (S 2,13,5; N 1,8,3; 1,10,1, etc.). En esta óptica, la contraposición se expresa también como “vida exterior-interior”, o “inferior-superior”.

El predominio de una de las partes no se refiere, naturalmente, al plano humano y psicológico, ya que actúan siempre conjuntamente. Atañe a la dimensión espiritual, en cuanto los impulsos y las motivaciones en el obrar proceden de lo que afecta inmediatamente al sentido o del espíritu. Si el hombre se deja dominar por el primero, se vuelve “sensual”; si se ajusta al segundo, se convierte en “espiritual”.

a) Meditación discursiva. Desde esta perspectiva, el hombre, en su comunicación personal con Dios, se sirve de la meditación discursiva o de la contemplación intuitiva. El Santo distingue la vida o estado de meditación y el estado de contemplación; con otra expresión: “los que meditan” y los “contemplativos”. Señala también grados o niveles en el estado contemplativo, mientras los desconoce en el ámbito de la meditación.

Para J. de la Cruz es casi un axioma que el primer estadio de la vida espiritual comprometida se caracteriza por el ejercicio de la meditación: “Es de saber que el estado y ejercicio de principiantes es de meditar y hacer actos y ejercicios discursivos con la imaginación. En este estado es necesario al alma que se le dé materia para que medite y discurra, y le conviene que de suyo haga actos interiores y se aproveche del sabor y jugo sensitivo en las cosas espirituales” (LlB 3,32).

El advenimiento de la  “advertencia amorosa” o contemplación corresponde precisamente al paso a un estado superior, el de los  aprovechados: “En esta noche oscura –de contemplación– comienzan a entrar las almas cuando Dios las va sacando de estado de principiantes, que es de los que meditan en el camino espiritual, y las comienza a poner en el de los aprovechantes, que es ya el de los contemplativos, para que pasando de aquí, lleguen al estado de los perfectos” (N 1,1,1). Las expresiones dejan bastante claro que el paso de un estado a otro no es repentino, sino progresivo y casi imperceptible. Por este motivo, J. de la Cruz juzgó conveniente establecer criterios de discernimiento al tratar del tránsito de la meditación a la contemplación (S 2,12-15) y de principiantes a aprovechados (N 1,9). Son fundamentalmente los mismos, lo que confirma su identificación entre ejercicio de meditación y principiantes.

b) Mortificación y ejercicio de virtudes. En J. de la Cruz, lo mismo que en otros maestros de su tiempo, meditación y mortificación son los dos pilares sobre los que se asienta la vida espiritual en sus primeras etapas. Son como dos caras de la misma realidad; una implica y exige la otra. Por eso, el principiante es el que se ejercita “en los trabajos de la mortificación y en la meditación de las cosas espirituales” (CB 22,3). Es la llamada vía ascética, un camino de buscar a Dios “obrando el bien y mortificando en sí el mal” (CB 3,4).

La  mortificación tiene doble vertiente: la lucha contra los  apetitos o afectos desordenados y la práctica de las  virtudes. Ambas cosas exigen esfuerzo, por tanto, mortificación. El servir a Dios consiste precisamente en ir “ejercitándose en las virtudes y mortificaciones, en la vida activa y contemplativa” (CB 3,1). Insiste el Santo en que no se pueden adquirir las virtudes sino a través de “las mortificaciones, penitencias y ejercicios espirituales” (CB 3,4). Para buscar a Dios de día y hallarle no hay otro camino que “el ejercicio y obras de las virtudes” (ib. 3).

c) Abnegación y humildad. No abunda J. de la Cruz en recetarios penitenciales, como tantos maestros que se dan prisa en “mortificar luego a sus discípulos de cualquier apetito” (S 1,12,6). Más que la variedad y multiplicidad de las penitencias exteriores le interesa la disposición interior y la motivación teologal. Lo fundamental para él es la “mortificación viva” (N 2,24,4), que está siempre animada por la humildad y la caridad (S 2,29,5.9).

Cualquier mortificación exterior tiene que ir precedida y alimentada por la abnegación interior, que equivale a la desnudez espiritual. En caso contrario, no existe verdadera  negación de sí mismo, sino “golosina de espíritu” (S 2,7,5; 3,23,4). La verdadera mortificación ha de ordenarse al dominio de las  pasiones y a construir profunda armonía entre los sentidos y el espíritu (S 3,16-27; N 1,13.15). Lo fundamental es mortificar las inclinaciones radicales de las que proceden los apetitos desordenados: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida (S 1,13,8).

La supremacía de la abnegación interior sobre la penitencia exterior está insistentemente reiterada por J. de la Cruz con especial vigor: “Y así querría yo persuadir a los espirituales cómo este camino de Dios no consiste en multiplicidad de consideraciones, ni modos, ni maneras, ni gustos…, sino en una cosa sola necesaria, que es saberse negar de veras, según lo exterior e interior, dándose al padecer por Cristo y aniquilarse en todo, porque, ejercitándose en esto, todo esotro y más que ello se obra y se halla en ello” (S 2,7,8).

Reconoce que las consideraciones, modos y maneras apuntadas, “en su manera, son necesarias a los principiantes” (ib.), pero lamenta que se considere fundamental lo que es muy secundario: “Es harto de llorar la ignorancia de algunos que se cargan de extraordinarias penitencias y de otros muchos voluntarios ejercicios, y piensan que les bastará eso y esotro … si con diligencia ello no procuran negar sus apetitos. Los cuales si tuviesen cuidado de poner la mitad de aquel trabajo en esto, aprovecharían más en un mes que por todos los demás ejercicios en muchos años” (S 1,8,4).

d) Motivación teologal. Son necesarias la discreción y la obediencia para que las mortificaciones no se conviertan en penitencia de bestias (N 1,6,1-2). Más decisivo es que estén siempre motivadas y orientadas teologalmente, es decir, por la caridad. Es bien conocida la importancia de este punto en el magisterio sanjuanista. Entre las reiteradas afirmaciones a este propósito bastará recordar la siguiente amonestación: “Ha de advertir el cristiano que el valor de sus buenas obras, ayunos, limosnas, penitencias, oraciones, etc. que no se funda tanto en la cantidad y cualidad de ellas, sino en el amor de Dios que él lleva en ellas” (S 2,27,5; cf. S 2,7,8).

e) Imitación-ejemplaridad de Cristo. El saberse negar por Cristo no es simple ejercicio de ascesis. Es, ante todo, empeño de imitación y reproducción de actitudes básicas. Todo cuanto pueden hacerse para purificarse activamente, que es lo específico de principiantes, lo sintetiza J. de la Cruz en un par de avisos: “Lo primero, traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él. Lo segundo, para poder bien hacer esto, cualquier gusto que se le ofreciere a los sentidos, como no sea puramente para honra y gloria de Dios, renúncielo y quédese vacío de él por amor de Jesucristo, el cual en esta vida no tuvo otro gusto, ni le quiso, que hacer la voluntad de su Padre, lo cual llamaba (Jn 4,34) él su comida y manjar” (S 1,13,3-4; cf. 2,7).

III. Valoración y orientaciones pedagógicas

El diagnóstico severo sobre los principiantes no significa que J. de la Cruz considere inútil o superflua esa situación espiritual. La acepta y asume como algo natural y obligado en el camino hacia la perfección; como tal la estima y pondera. Dado que el hombre se pone en contacto con la realidad que le circunda a través del sentido, no hay posibilidad de evadirse de esa ley de vida ni siquiera en el ámbito espiritual. El sentido puede orientarse y disciplinarse, pero no destruirse (S 1,3,4). El dominio de sus tendencias no consiste en carecer de las cosas que le son naturales, sino “en la desnudez del gusto y apetito de ellas” (ib.). A este objetivo ha de tender el esfuerzo de los principiantes, por cuanto dominados por la vida del sentido. J. de la Cruz reconoce sin dificultad que “en su manera” les son necesarios los medios de que se sirve el sentido para caminar hacia Dios (S 2,7,8).

El sentido, por otra parte, es incapaz de penetrar en la sustancia y valor real de las cosas; no pasa de la corteza, de lo exterior y accidental. Hay que superarlo para alcanzar la sustancia del espíritu (S 3,20,2). En estas constataciones se apoya J. de la Cruz para valorar en su justa medida la situación de los principiantes y para impartir orientaciones pedagógicas encaminadas a superar esta etapa primeriza.

Conviene, ante todo, tomar conciencia de que no es una situación ideal, ni mucho menos una meta en la que el espiritual auténtico pueda sentirse satisfecho. Es algo transitorio que reclama superación (S 2,12,5). Aunque previa a otras etapas posteriores, la fase de principiantes dista mucho de la meta definitiva; es ciertamente indispensable, pero medio remoto para la unión, según J. de la Cruz (S 2,12,5; 1,13,1, etc.). Mientras el hombre se sienta dominado por sus apetitos y gustos sensibles, dista mucho de la verdadera vida del espíritu, sin la cual no es posible la unión con Dios. Conjugar el ineludible recurso al sentido con su transcendencia espiritual exige una pedagogía sabia y equilibrada. Entre las normas apuntadas por el Santo destacan las siguientes.

Lo primero es respetar la pedagogía divina que mueve y guía a cada alma “ordenada y suavemente y al modo de la misma alma” (S 2,17,3). Las diferencias son muchas, pero como criterio general ha de servir el siguiente: “Ordinariamente va Dios criando en espíritu y regalando al modo que la amorosa madre hace al niño” (S 2,14,3; 2,17,6-7; 3,28,8; cf. E. Pacho, Símiles de la pedagogía sanjuanista: el “niño tierno” en los brazos de Dios, en ES II, 127-140).

En consonancia con esta condescendencia divina, “a los principiantes bien se les permite, y aun les conviene, tener algún gusto y jugo sensible acerca de las imágenes, oratorios y otras cosas devotas visibles”, ya que obran como niños (S 3,39,1). El Santo va más allá con una norma general: los principiantes pueden servirse de las cosas sensibles siempre que favorezcan el verdadero espíritu: “No sólo no se han de evitar las tales mociones –sensibles– cuando causan devoción y oración, mas se pueden aprovechar de ellas, y aun deben, para tan santo ejercicio; porque hay almas que se mueven mucho en Dios por objetos sensibles” (S 3,24,4).

El gusto sensible, sea en la oración, sea en otras prácticas espirituales, tiene una finalidad muy concreta: ir enamorando y cebando al alma para que de lo sensible pase natural y progresivamente a lo espiritual, de la corteza, a la sustancia (S 2,12,4; LlB 3,32). Conseguido el objetivo y el límite de su eficacia, debe dejar paso a lo interior (ib. 2,13).

En ningún caso se ha de perder de vista el límite de las posibilidades humanas: “Por más que el principiante se ejercite en mortificar en sí todas sus acciones y pasiones, nunca del todo ni con mucho puede –purificarse– hasta que Dios lo hace pasivamente por medio de la purgación de la noche” (N 1,7,5). El esfuerzo ascético personal es insuficiente para romper todos los lazos que atan normalmente el sentido a sus tendencias naturales. Según J. de la Cruz, es imprescindible la acción divina para superar la fase de principiantes, de tal forma que Dios, “destetándolos de los pechos de estos gustos y sabores en puras sequedades y tinieblas interiores, les quita todas las impertinencias y niñerías, y hace ganar las virtudes por medios diferentes” (ib.).

El esfuerzo personal del principiante en arrancar vicios y dominar apetitos es, sin embargo, condición indispensable para la intervención divina. Debe orientarse a combatir la “propiedad de corazón y el asimiento al modo, multitud y curiosidad de las cosas”. Ha de afianzar “la pobreza de espíritu, que sólo mira en la sustancia de la devoción” (N 1,3,1). La disposición a la acción divina exige, ante todo, no oponer resistencia a la misma; dejarse llevar de la mano de Dios “sin patear como el niño”, empeñado “en ir por su pie” (S pról. 3).

Tiene importancia decisiva el discernir cuándo está superado el momento de apoyarse en el gusto de lo sensible, dando lugar a la acción del Espíritu.

J. de la Cruz invita a los principiantes a secundarla sin temor: “Dejad vuestras operaciones que si antes os ayudaban para negar el mundo y a vosotros mismos que érades principiantes, ahora que os hace Dios merced de ser obrero, os serán obstáculo grande y embarazo” (LlB 3,65).

No existe, naturalmente, regla fija y universal para determinar el cómo y el cuándo puede considerarse superada la situación de principiantes. Es algo personal y complejo, y no se produce de forma instantánea. En la visión sanjuanista, el cambio progresivo se produce cuando Dios comienza a probar la seriedad y fidelidad de quienes se han ejercitado prolongadamente como principiantes en la mortificación y en la oración. Sintetiza bien su pensamiento el texto siguiente: “Queriendo Dios llevarlos –a los principiantes– delante y sacarlos de este bajo modo de amor a más alto grado de amor y librarlos del bajo ejercicio de sentido y discurso … ya que se han ejercitado algún tiempo en el camino de la virtud, perseverando en meditación y oración, en que con el sabor del gusto que allí han hallado se han desaficionado de las cosas del mundo y cobrado algunas fuerzas espirituales en Dios, con que podrán sufrir por Dios un poco de carga y sequedad sin volver atrás, con que tienen refrenados los apetitos de las criaturas, al mejor tiempo, cuanto más a su sabor y gusto andan en estos ejercicios espirituales, y cuando más claro a su parecer les luce el sol de los divinos favores, oscuréceles Dios toda esta luz y ciérrales la puerta y manantial de la dulce agua espiritual que andan gustando en Dios todas las veces y todo el tiempo que ellos querían … y los deja a oscuras” (N 1,8,3). Esta especie de apagón señala el comienzo de la noche pasiva del sentido. Por lo regular dura mucho tiempo, hasta que consigue “reformar los apetitos” (ib. 4).

Los textos y las reflexiones que preceden dibujan con suficiente precisión la figura del principiante contemplado por J. de la Cruz. No es ningún creyente ambiguo; tampoco un descuidado o indeciso en la vida espiritual. Con ese nombre se designa a personas seriamente comprometidas con su vocación cristiana, aunque todavía apegadas a formas y expresiones poco profundas y eficaces.

BIBL. — ALFONSO TORRES, “El Doctor de la perfecta abnegación”, en Manresa 14 (1942) 193201; VENARD F. POSLUSNEY, “The Beginner in the Spiritual Life according to St. John of the Cross”, en Cross and Crown 13 (1961) 22-37; GIOVANNA DELLA CROCE, “Cristo crocefisso e l’ascesi cristiana in S. Giovanni della Croce”, en Presenza del Carmelo, n. 18 (1979) 41-50; Jordan Aumann, “Ascetical Teaching of St. John of the Cross”, en Angelicum 68 (1991) 339-350.

Eulogio Pacho

Presencia de Dios

Si para cualquier ser humano normal, como rubrica nuestra propia experiencia, la cercanía del ser amado es siempre un anhelo y su presencia un gozo, nada tiene de extraño que los espirituales y los místicos hayan hecho de la presencia de Dios el punto clave en que se encuentran la generosidad de  Dios, que se acerca y el ansia del alma que le busca. Juan de la Cruz lo ha expresado como nadie en su Cántico con una estrofa preciosa e inigualable: “Descubre tu presencia / y máteme tu vista y hermosura / mira que la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la presencia y la figura” (CB 11).

Es precisamente a la hora de glosar estos versos, cuando el Santo recuerda tres géneros distintos de presencia de Dios. La primera de todas, que comparten, por más que no sean conscientes, todas las criaturas es la presencia esencial, por la que Dios comunica y sostiene el ser o la vida, por lo que si esta presencia de Dios en nosotros faltase dejaríamos de existir, “y ésta nunca falta en el alma” (ib. 11,3). En segundo lugar, está la presencia por gracia, por la cual, dice el Santo Dios habita en el alma “agradado y satisfecho de ella”, pero advierte que ya no toda criatura por serlo la posee, pues la pierden quienes caen en pecado mortal. Más aún, ni siquiera puede saber el alma, naturalmente, si la posee. Y finalmente el Santo especifica un tercer género de presencia, que sería la presencia espiritual, que es con la que Dios se manifiesta y hace sentir a algunas almas en particular, a las que en pago a su amor y a su búsqueda ansiosa, El “recrea, deleita y alegra” (ib.). Es obvio, por lo mismo, que este género de presencia es excepcional y Dios no lo prodiga sino a las “almas devotas”, como dice el Santo. Pero por ser esta la más singular advierte reiteradamente que el gozar de ella no es signo seguro de la posesión de Dios, como no lo es tampoco –y esto es más confortante– la sequedad de su ausencia. Escribe: “Porque ni la alta comunicación ni presencia sensible es cierto testimonio de su graciosa presencia, ni la sequedad y carencia de todo eso en el alma lo es de su ausencia” (CB 1,3).

Y aunque nunca será fácil saber por qué Dios hace sentir esta presencia suya a unos y no a otros, bien cabe pensar que cuando lo hace es para asentar un bien en el alma. Como dice el Santo hablando de la Magdalena y de la aparición de  Cristo a ella. “Y aunque le vio, fue como hombre común, para acabarla de instruir en la creencia que le faltaba con el calor de su presencia” (S 3,31,8).

Advierte también J. de la Cruz que tanto una como otra, las tres especies de presencia divina en el alma son “encubiertas” y no evidentes, dándonos la razón. Y es que Dios “no se muestra en ellas como es, porque no lo sufre la condición de esta vida” (ib.). Esto sería lo que en realidad pide el alma: que la presencia encubierta de Dios en ella se haga manifiesta, pues ya está segura de gozar de su presencia (CB 11,4). Pero insiste también en que “por grandes comunicaciones y presencias, y altas y subidas noticias de Dios que un alma tenga en esta vida, no es aquello esencialmente Dios ni tiene que ver” (CB 1,3).

Ahora bien, ser conscientes de la presencia de Dios en nosotros, obliga, naturalmente, a corresponder con la conducta apropiada, sintiéndonos estimulados por ella. Como el profeta Elías que, al sentirse en la presencia de Dios, ardía en su celo (S 2,8,4) o como Abraham, que “siempre anduvo acatando a Dios” (ib. 31,1) tras escuchar de El: ‘Anda en mi presencia y serás perfecto’”.

Convencido de ello el propio Santo nos ha dejado en sus páginas estos consejos estimulantes: “Entrese en su seno y trabaje en presencia del Esposo, que siempre está presente queriéndola bien” (Av 89). “Procurar andar siempre en la presencia de Dios, o real o imaginaria o unitiva, conforme con las obras se compadeciere” (Grados de perfección, 2). “Estos días traiga empleado el interior en deseo de la venida del Espíritu Santo, y en la Pascua y después de ella, continua presencia suya” (Ct a una religiosa descalza, Pentecostés 1590).

Alfonso Ruiz

Predicación

No podemos decir que la predicación figure entre los temas socorridos de la espiritualidad sanjuanista, más bien lo toca de pasada, pero con pinceladas tan magistrales que valen por un tratado. Sitúa Juan de la Cruz en el capítulo 45 del libro 3º de la Subida la predicación y a los predicadores, entre los bienes “provocativos”, que provocan o persuaden a servir a  Dios, y en los que pueden gozarse vanamente tanto el predicador como sus oyentes, aunque acaba centrando el asunto en el predicador. Y así fijándose en el mismo establece lo primero que la predicación ha de ser un “ejercicio más espiritual que vocal” (S 3,45,2), que es como decir que vale más la unción que la elocuencia, añadiendo una razón clara: si bien se ejercita por el arte, su fuerza proviene del espíritu interior que la suscita, si bien –dirá después para no ser mal interpretado– no sólo no condena, sino que alaba el “buen estilo, retórica y buen término” que “hace mucho al caso” (ib. 5). Podríamos decir que la cuidada preparación, amén de útil, es necesaria y provechosa. Pero enseguida advierte el Santo que por más esmerada que sea la retórica y subido el estilo y la elocuencia del que predica, y aún alta la doctrina (ib. 2), el fruto que causa es proporcionado al espíritu del que predica.

Y por si no hubiera sido suficientemente clara su doctrina, sigue insistiendo el Santo en la relación directa que existe entre la vida del predicador y el fruto o provecho de lo que predica, señalando que “cuanto el predicador es de mejor vida, mayor es el fruto que hace por bajo que sea su estilo y poca su retórica y su doctrina común” (ib. 4), pues predica con el ejemplo y eso es lo estimulante. Lo dice con precisión al afirmar que “del espíritu vivo se pega el calor”. Más aún, señala el Santo, recurriendo como de costumbre a la Escritura, que Dios tiene “ojeriza” a los predicadores que predican una cosa y luego ellos no la cumplen. De donde se deduce que esa sería la primera cualidad que ha de tener el predicador: la de cumplir cuanto predica.

Queriendo remachar bien el tema insiste de nuevo todavía el Santo en la utilidad y provecho del buen estilo y buen lenguaje, que también tienen su poder persuasivo cuando se añaden al buen espíritu (ib. 4). Este es siempre lo principal, de modo que, sin ese espíritu, por más gusto que dé al sentido y al entendimiento el sermón, no queda encendida ni motivada la voluntad para obrar lo que se sugiere, quedándose más bien “tan floja y remisa” –dice el Santo– como antes de escuchar el sermón. Para mejor darse a entender, compara un sermón elocuente, en el que el predicador haya dicho “maravillosas cosas maravillosamente dichas”, pero sin espíritu, a un concierto armonioso o música de campanas, que es algo que ciertamente recrea y deleita al oído, pero no tiene ninguna influencia para provocar más allá del deleite un cambio de vida. Un sermón así, lleva al oyente a quedarse en la superficie de alabar su elocuencia, sin buscar para sí la enmienda que necesita (ib. 5).

Y dicha esta palabra substancial acerca de la predicación apenas si vuelve el Santo sobre ella en sus escritos. Sólo en la glosa a la estrofa 29 del Cántico, apunta una nueva señal de alerta, cuando dice que alcanzado el estado de unión de amor, el alma debe dejar de lado otros ejercicios aún provechosos, como el de la predicación. Es lo que hizo María Magdalena, que se retiró al desierto, a pesar del fruto que podría haber hecho su predicación en la Iglesia primitiva. A renglón seguido, con un texto que se ha hecho famoso, llama la atención de los predicadores “que piensan ceñir el mundo con sus predicaciones”, advirtiéndoles que harían más provecho a sí mismos y a la Iglesia si gastasen siquiera la mitad del tiempo en oración … pues de otra manera todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aún a veces daño” (CB 29,2-3).

Alfonso Ruíz

Poesía sanjuanista

La poesía de Juan de la Cruz es una de las más sublimes, pero también una de las más misteriosas de la literatura española. Incluso buena parte de los poemas “menores” del Santo comparten algo de esta originalísima opacidad verbal que caracteriza sus obras más importantes, cuya novedad literaria es tal que el poeta se ve precisado a comentarlas en prosa: el Cántico espiritual, la Noche oscura y la Llama de amor viva. La producción del excelso poeta se reduce a cinco poemas (estos tres, más el del Pastorcico y de la Fonte), a una serie de composiciones, llamadas “menores”, distribuidas en coplas o glosas (Vivo sin vivir, Entréme donde no supe, Tras un amoroso lance, Sin arrimo y con arrimo, Por toda la hermosura) y romances (ocho sobre los misterios de la creación, encarnación y redención, y uno sobre el salmo “Super flumina Babylonis”).

I. Valoración de la crítica

Los críticos han ido sumando sus quejas frente al radical enigma de la poesía más representativa del Santo, que le parece a Marcelino Menéndez Pelayo tan “angélica, celestial y divina” que siente “religioso terror al tocarla” (Estudios de crítica literaria, Madrid, 1915, 55-56). Lo secunda Dámaso Alonso: “Es el mismo espanto que yo … había sentido siempre … No sólo eran las palabras de Menéndez Pelayo lo que producía mi inicial terror, sino un conocimiento elemental de los problemas que entraña la poesía de san Juan de la Cruz. Hoy puedo afirmar rotundamente que son los más dificultosos de la literatura española” (La poesía de san Juan de la Cruz. Desde esta ladera, Aguilar, Madrid, 1966, 18).

Esta “protesta” de los estudiosos frente al arte inclasificable y “atemorizante” del Santo se inicia desde muy temprano. Antonio de Capmany, ya en 1787, siente que los versos a menudo ininteligibles del Reformador le resultan descuidados, y lo secunda Francisco Pi y Margall (1853), quien encuentra a san Juan “incorrecto” pero “sublime” y “completamente nuevo” (cf. Cristóbal Cuevas García, San Juan de la Cruz. Cántico espiritual, Poesías. Alhambra, México, 1985, 80). Azorín se siente perplejo frente a la “oscuridad” y las “transgresiones gramaticales” de la obra del Santo (“Juan de Yepes”, en Los clásicos redivivos. Los clásicos futuros, Espasa Calpe, Madrid, 1973, 48), de seguro porque tampoco acababa de entender estos versos delirantes. José Coll y Vehí aconseja leer a san Juan “con el corazón, más que con los ojos” (cf. C. Cuevas García, 80). Julio Cejador, por su parte, no tiene más remedio que repetir el aserto de Menéndez Pelayo casi al pie de la letra: la poesía del Santo “no parece cosa de hombres, sino de bienaventurados” (Historia de la lengua y la literatura castellana: Época de Felipe II, t. III, Impr. De Galo Sáez, Madrid, 1930, 95-96). Roger Duvivier se une al estupor general: la obra de San Juan le parece “oeuvre inclassable” (La genèse du ‘Cantique spirituel’ de Saint Jean de la Croix, Les Belles Lettres, Paris, 1971, 285). Hasta los poetas críticos (san Juan siempre ha sido poeta de poetas) Paul Valéry y Jorge Guillén han quedado hermanados en una misma queja: los misterios de la poesía del Santo parecen excesivos. Y, curiosamente, por ello mismo se identifican con los misteriosos versos sanjuanísticos, cuyos delirios poéticos parecerían de algún modo “anticipar” las novedades literarias del simbolismo y del surrealismo.

Parecería que la poesía de san Juan, cuando aún estaba manuscrita, llenó de asombro también a sus primeros destinatarios, las monjas y frailes del Carmelo descalzo, (y aún a damas laicas como  Ana de Peñalosa) pues piden al Santo les declare aquellas liras que no acababan de comprender. La edición accidentada de las obras del Santo, por otra parte, habla por sí misma de lo difícil que fue su inclusión en el corpus literario español: el “Cántico” ve la luz primero en Francia, y en versión francesa (1622), y es omitido de las primeras ediciones españolas de 1618 y 1619. No es hasta 1627 que al fin la literatura española acoge como suyo el magistral poema y se anima a editarlo en Bruselas.

Dada su extrañeza y novedad artística, los textos sanjuanísticos fueron, como era de esperar, los grandes ausentes de las poéticas y de los tratados críticos del Siglo de Oro. Ni siquiera en los círculos religiosos afines al Santo, donde la obra circulaba ampliamente, parece que encontró verdadera aceptación literaria.  Agustín Antolínez testimonia indirectamente el desconcierto que su poesía y su técnica de comentario causarían entre los espirituales del Carmelo cuando “rearregla” las enigmáticas glosas a los poemas principales de San Juan, para hacerlas más inteligibles y más “aceptables” a este público eclesiástico, que las habría de preferir en un principio a las mismas del Santo. Otro tanto sucede con los imitadores del poeta, desde Sor Cecilia del Nacimiento hasta la Madre Castillo: a nadie se le ocurre trasvasar a sus propios versos el misterio y la frecuente ilogicidad verbal que caracteriza la obra del Reformador.

San Juan ha sido considerado como un escritor al margen de las corrientes de su tiempo. Pi y Margall admite que no ha hallado en san Juan “una sola reminiscencia” de otros poetas (apud Cuevas García, op. cit., 15), mientras que el P. Silverio de santa Teresa asegura sin más que “no tiene afinidades ni huellas de autor alguno” (Obras de san Juan de la Cruz. Edición y notas del P. Silverio de Santa Teresa, El Monte Carmelo, Burgos, 1931, t. I, 170). Incluso Eulogio Pacho se hace eco de esta aureola de singularidad artística que rodea al Santo: “San Juan de la Cruz se yergue como isla solitaria en la literatura religiosa del siglo XVI. Como si fuera impermeable a las corrientes y movimientos que le rodean” (San Juan de la Cruz y sus escritos. Editorial Cristiandad, Madrid, 1969, 17).

II. Conciencia poética del autor

El propio san Juan ofrece, sin embargo, algunas de las claves –y aún de las fuentes más importantes– de su innovadora poética. Asegura que es el primero en advertir el misterio de sus versos oníricos, y que su oscuridad verbal no es casual sino inherente al sentido más profundo de su obra literaria mística. En ese breve, pero importante tratado de poética que es el prólogo al Cántico, el Santo admite que sus liras más parecen “dislates que dichos puestos en razón”, y adelanta que no podrán ser comprendidos cabalmente por él ni por sus lectores. El enigma poético de sus obras principales es pues consciente y volitivo, ya que el poeta se lanza a la aventura de comunicar una experiencia espiritual literalmente inenarrable: su encuentro con el Infinito.

El Santo sabe muy bien que “lo que Dios comunica al alma … es indecible” (CB 26,4). No sólo Dios no se puede decir, sino que ni siquiera se puede entender: “Dios, … excede al … entendimiento, … y, cuando el entendimiento va entendiendo, no se va llegando a Dios, sino antes apartando” (LlB 3,48). Lo que no se entiende a través de la razón y los sentidos, no puede, naturalmente, comunicarse a través de ellos. El lenguaje del místico, como insistiría siglos más tarde Jorge Guillén, es un lenguaje “insuficiente” (Lenguaje y poesía, Alianza Editorial, Madrid, 1969, 73111), y el Santo entiende que tiene que urdir un lenguaje poético nuevo si quiere comunicar algo de su experiencia abisal, necesariamente intransferible.

En su esfuerzo por comunicar de alguna manera su experiencia mística infinita, el Santo destruye la lengua unívoca y limitada de sus contemporáneos europeos y maneja una palabra que tiene que flexibilizar y ensanchar para capacitarla para la inmensa traducción que le exige. Como resultado, crea una poesía tan misteriosa y revolucionaria que no es comprendida ni por sus coetáneos ni por sus supuestos seguidores, para quienes permanece impenetrable su oscuridad poética.

Pero el propio Santo alivia el enigma de sus versos, admitiendo que el precedente de su misterio verbal es el Cantar de los Cantares bíblico, ese poema cuya hermosura arcana ha preocupado a los lectores desde antiguo. El exégeta Saadia ponderaba ya desde el siglo X que “el Cantar es un candado, cuya llave hemos perdido” (cf. Morris Jastrow, The Song of Songs. Being a Collection of Love Lyrics from Ancient Palestine, Philadelphia/London, 1921, 84). Y en el epitalamio bíblico fue precisamente –y por admisión propia– donde J. de la Cruz aprendió su “estética del delirio”. Imitó el “misterio” que rebosa el epitalamio, por entender que trataba precisamente de la unión inefable con Dios que se experimenta más allá de todo lenguaje.

No estamos ante una imitación superficial del ambiente bucólico o de la temática amorosa del carmen bíblico: Juan aclimata a su castellano precisamente los elementos del Cantar que son inherentes a la lengua hebrea y que otros imitadores europeos evaden. Como es natural, una poesía tan derivada de cánones estéticos desconocidos como el del epitalamio palestino habría de resultar incompatible con las poéticas al uso, que lo que tomaban en cuenta era a Aristóteles, a Píndaro, a Horacio. Existe, pues, un precedente para uno de los mayores problemas estéticos de Juan –su misterio verbal– que tanto ha preocupado a sus lectores occidentales. Sólo que el precedente literario no es occidental sino semítico.

III. Técnica poética original

Al acercarnos a la poesía sanjuanista, una de las primeras cosas que llama la atención es su frecuente ilogicidad verbal. El lector se siente perplejo ante versos como “mi Amado las montañas”; “el aire del almena”; y la extraña lira con la que cierra el Cántico: “Que nadie lo miraba / Aminadab tampoco parecía / y el cerco sosegaba / y la caballería / a vista de las aguas descendía”. La frecuente falta de ilación lógica entre muchas de las estrofas del célebre poema es palmaria, situación que se agrava si se tiene en mente que el Santo las cambió de lugar cuando redactó la segunda versión del mismo.

Los espacios del Cántico –el poema más extremadamente misterioso del Santo– giran vertiginosamente ante nuestros ojos como en rápido caleidoscopio: nos desplazamos, muy lejos de la bucólica occidental, tan consistente como espacio retórico, por un paisaje alucinado de montañas, bodegas interiores, fuentes, lechos floridos rodeados de cuevas de leones, extrañas cavernas “de la piedra”. Los espacios se disuelven súbitamente, de la misma manera que se disuelve el tiempo narrativo, que zigzaguea entre un pasado, un presente y un futuro permanentemente indeterminados. Colin Peter Thompson observa que esta técnica, “completamente foránea en el contexto del canon poético clásico y renacentista”, parecería asociable a la técnica cinematográfica moderna (The Poet and the Mystic. A Study of the “Cántico espiritual”, Oxford University Press, 1977, 86-87).

Algunas escenas de la Noche son igualmente alucinadas: la hembra enamorada sale en las tinieblas nocturnas a buscar a su Amado, pero la guía que la conduce en su camino es una “luz” que lleva ardiendo en su propio corazón. El lector comprende no sin asombro que el camino que traza la hembra enamorada es pues circular e inexistente, porque la conduce hacia ella misma. Sólo que precisamente en ese sagrado “allí” es donde encontrará a quien más ama. El extraño locus místico de la espiritualidad interior de la protagonista está oreado por un misterioso “ventalle de cedros”, mientras que “el aire del almena” le prodiga las caricias que su Amado dormido ya no puede darle.

La identidad de los protagonistas poéticos de la Llama es igualmente proteica. El poema comienza con una nota de abstracción pura, en la que el emisor de los versos se declara incendiado por el “toque delicado” de una llama y de unas inusitadas “lámparas de fuego” que iluminan las “cavernas” más profundas de su alma. Pero al final transmuta su voz poética por la de una hembra que ha quedado enamorada por el “aspirar sabroso” de su corpóreo Amado, que despierta en lo interior de su ser.

Las identidades de los protagonistas del Cántico resultan igualmente vacilantes: al principio del poema parecen personajes de carne y hueso; luego se transmutan en paloma y en ciervo; más adelante reaparecen en su antigua corporeidad humana (la amada se tiende sobre los “dulces brazos del Amado”); para finalmente adquirir ambos identidad de palomas que vuelan a su nido de amor transformante en lo alto de los acantilados ( “las cavernas de la piedra”), donde liban un enigmático y embriagante “mosto de granadas”.

En el Cántico abundan estas escenas oníricas más que en ningún otro poema del Santo: los amantes hacen guirnaldas de flores y esmeraldas que entretejen en un solo cabello de la amada; la  Esposa se desplaza, como si no tuviera cuerpo, a través de fuertes, fronteras y de ínsulas extrañas, que el lector va mirando desde un privilegiado punto de mira aéreo, exactamente como mira al Cristo del célebre grabado sanjuanístico; alguien conjura, a nombre de las “amenas liras”, a los ciervos y los  gamos saltadores, junto a los “miedos” y “ardores”, para que cesen sus “iras”, en una escena que parecería una miniatura persa delirante. La Esposa, en otro escenario de sobre tonos sonámbulos, se mira en una fuente cristalina y advierte que ha perdido su identidad: sólo ve reflejados los “ojos deseados” del Amado. Ella los mira sobre las aguas y ellos la miran desde lo hondo y resulta imposible distinguir a quién pertenece esta mirada auto-contemplativa. En el momento de la  unión extática todo se con-funde: “Mi Amado las montañas / los valles solitarios nemorosos / las ínsulas extrañas / los ríos sonorosos / el silbo de los aires amorosos”.

El Cántico se había abierto con una pregunta espacial: “¿Adónde te escondiste, Amado…?”. Y de repente, el lector advierte que el Amado ha quedado equiparado a los espacios mismos: a las montañas, valles, ínsulas, noches, en una metaforización completamente desconocida en el Siglo de Oro, que Carlos Bousoño denomina como “visionaria” o “contemporánea” (“San Juan de la Cruz, poeta ‘contemporáneo’”, en Teoría de la expresión poética, Gredos, Madrid, 1970). Lo que se asocia en la imagen son las sensaciones que producen los elementos emparentados: para la Esposa –nos dice el Santo en sus glosas– el Amado es como las montañas, porque la impresión que le producen éstas (altura, majestuosiad, buen olor) son semejantes a las que le produce el Amado. Lo mismo sucede con el misterio que sugieren las “ínsulas extrañas”, o la intimidad solitaria de los “valles nemorosos”: son las sensaciones que le va produciendo Dios al alma. Estas asociaciones metafóricas se logran, pues, por vía de sensaciones arracionales, y, por más extrañeza, se establecen mediante frases nominales, omitiendo el verbo “ser”. No dice el poeta “Mi Amado es las montañas” sino “Mi Amado las montañas”. No cabe duda de que el castellano nunca se manejó así en la Edad Aurea.

Advirtamos de paso las claves místicas inesperadas que nos da aquí el poeta visionario: la Esposa se pregunta por el espacio donde se ha perdido el Amado, para luego descubrir que Él es los espacios mismos, y que esta identidad inesperada se completa en la apreciación de ella, en ella: “Mi Amado es las montañas para mí”. Lo que ella buscaba está en ella misma, es ella misma. De ahí, en parte, la intuición de san Juan de omitir el verbo ser en todas las liras de la unión: no hay nada que separe ya la identidad transformada –“por participación”– de los misteriosos, místicos amantes.

IV. Antecedentes literarios

Pero todos estos deliquios se cantan en liras italianizantes y se encuentran entreverados de préstamos frecuentes de las tradiciones europeas más conocidas: la lírica cancioneril, la poesía italiana renacentista, el romancero, así como algunos de los antecesores inmediatos del Santo (Garcilaso,  Boscán y Herrera). Todo ello añade más misterio y más tensión poética a los poemas principales del poeta Carmelita. No es de extrañar que la belleza onírica de sus enigmas verbales haya parecido inclasificable, incluso a la crítica extranjera. Es que el Santo, a pesar de conocer bien sus clásicos y sus maestros españoles, en lo fundamental cierra filas con un poema y con una teoría poética tan foránea como exótica. Entiende su fecunda incoherencia verbal desde el modelo artístico del Cantar de los Cantares, donde admite haber aprendido su “poética del delirio”.

San Juan muestra una aguda sensibilidad justamente para ciertos elementos del Cantar que son inherentes a la lengua hebrea y que otros imitadores europeos evaden: la frecuente incoherencia verbal; el fragmentarismo borroso de un argumento que nunca acabamos de comprender; los cambios abruptos de espacio; la incongruencia de los tiempos verbales y los desplazamientos temporales injustificados; las imágenes desconcertantes; la fuerte ambientación oriental; el erotismo encendido de los amantes que se celebran mutuamente con unas libertades eróticas que hubieran dejado perplejos a los neoplatónicos Petrarca o Garcilaso. La dislocación de los versículos, que carecen de ilación lógica que los una, es típica de la poesía semítica, hasta el punto que Gustave von Grünebaum (Kritik und Dichtkunst. Studien zur arabischen Literaturgeschichte, Otto Harrassowits, Wiesbaden, 1955) y Wolfhart Heinrichs (Arabische Dichtung und grigische Poetik, Beirut, 1969) han denominado como “concepción molecular de la poesía” a este fenómeno propio de la poesía hebrea y árabe, en el que se presta atención a la belleza aislada de las estrofas a despecho del conjunto.

Acaso por entender a fondo esta estética poética particular fue que san Juan celebró en su lecho de muerte la hermosura independiente de las “preciosas margaritas” del Cantar. Hasta las misteriosas frases nominales del poeta, con su escamoteo del verbo ser, provienen del epitalamio: es usual en las lenguas semíticas, como el hebreo o el árabe, omitir este verbo. Así, cuando fray Luis de León traduce del hebreo algún pasaje del Cantar, como “nuestro lecho florido”, adjunta entre corchetes el verbo “está”, porque realmente es espúreo al texto original. J. de la Cruz, en cambio, deja la equivalencia escueta, sometiendo su castellano a una súbita, inesperada hebraización sintáctica: “nuestro lecho florido, / de cuevas de leones enlazado, / en púrpura tendido, / de paz edificado, / de mil escudos de oro coronado”.

Otro tanto sucede con la metáfora a base de sensaciones a-racionales: son las usuales en el epitalamio. Como otrora el Santo con el verso “mi Amado las montañas”, la Esposa del Cantar celebra la belleza de su Amado: “El tu semblante [como el del] Líbano” (Cant 5,15). Y es que, para ella, la sensación de altura y majestuosidad que le produce el monte Líbano, lleno de cedros olorosos, es la misma que le produce el rostro incitante de su consorte.

La metaforización novedosa de J. de la Cruz, que Bousoño llama “contemporánea”, acaso habría que llamarla, más adecuadamente, “semítica”. Como “semítica” es también su usurpación de la protagonista femenina que canta los amores en el poema: el Santo se hace eco de la venerable tradición del Cantar, de las jarchas, de la poesía árabe popular. El poeta es, sin embargo, perfectamente consciente de la tradición en la que inscribe su arte poético. El antecedente principal de su propio enigma verbal no es otro que esas “extrañas figuras y semejanzas” –la frase es del prólogo al Cántico– con las que los versículos salomónicos traducen, según entiende Juan, el misterio de la transformación en Dios.

Otro de los arcanos más importantes de la poesía sanjuanista es su particular simbología mística, que no siempre parece tener claros antecedentes europeos. El Santo parecería hacer suyas las claves secretas de la poesía mística sufí que lo antecedió por siglos: la noche oscura pero luminosa es la estación de la proximidad (al-qurb) a la vía unitiva; la azucena es la flor emblemática del dejamiento espiritual; el  “pájaro solitario” no tiene determinado color porque implica el desasimiento de toda atadura material; las lámparas de fuego que iluminan al alma extática representan los atributos de Dios; el mosto de granadas de cuyos granos rojos se exprime un licor embriagante es alegoría de la unidad de Dios que subyace a la diversidad de lo creado; las “raposas” que el místico debe cazar son la sensualidad del alma aún no pacificada; el canto del ruiseñor (la “dulce  filomena”) es alborozado himno extático del todo ajeno a la miserabile carmen de Virgilo; las esmeraldas que el contemplativo recoge en los albores de la iluminatio matutina son los heraldos de la gnosis mística iluminativa (‘ilm israqi). Miguel Asín Palacios comenzó a estudiar esta simbología hermética sanjuanística que corresponde tan de cerca al trobar clus de los místicos del Islam, y que posiblemente el Santo recibe como una tradición poética ya lexicalizada y cristianizada después de muchos siglos de uso.

Salta a la vista que el conocimiento de estas contextualidades literarias semíticas –tanto el Cantar hebreo como la lírica sufí– ayudan a aliviar algunos de los enigmas más significativos de la poesía y sobre todo de la teoría poética del Santo, tan novedosa en el contexto del Siglo de Oro español. Si bien poemas como el “Pastorcico” o el “Romance sobre el Evangelio In principio erat Verbum acerca de la Santísima Trinidad” obedecen mayormente a filiaciones renacentistas y tradicionales españolas claramente reconocibles, la obra lírica más importante, más original y más característica de J. de la Cruz –el Cántico espiritual, la Llama de amor viva y la Noche oscura– implica una riqueza extraordinaria en lo que a la diversidad de sus deudas literarias se refiere.

BIBL. — MIGUEL ASÍN PALACIOS, Huellas del Islam. Santo Tomás de Aquino, Turmeda, Pascal, San Juan de la Cruz, Espasa-Calpe, Madrid, 1941; Id. Sadilíes y alumbrados, ed. Luce López-Baralt, Hiperión, Madrid, 1990; JEAN BARUZI, Saint Jean de la Croix et le problème de l’expérience mystique, Félix Alcan, Paris, 1924; DÁMASO ALONSO, La poesía de san Juan de la Cruz (desde esta ladera), Madrid 1942, 1946, etc.; VÍCTOR G. DE LA CONCHA, “Conciencia estética y voluntad de estilo en san Juan de la Cruz”, en Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, 1970, 371-410; JORGE GUILLÉN, Lenguaje y poesía, Revista de Occidente, Madrid, 1962; FERNANDO LÁZARO CARRETER, “Poética de san Juan de la Cruz”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, vol. I, Junta de Castilla y León/Consejería de Cultura y Turismo, 25-45; LUCE LÓPEZ-BARALT, San Juan de la Cruz y el Islam, Hiperión, Madrid, 1990; Id. Asedios a lo Indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante, Trotta, Madrid, 1998; MARÍA JESÚS MANCHO DUQUE, Palabras y símbolos en san Juan de la Cruz, Fundación Universitaria Española/Universidad Pontificia de Salamanca, Madrid, 1993; JEAN ORCIBAL, St. Jean de la Croix et les mystiques rhéno-flamands, Desclée de Brouwer, Paris, 1966; EULOGIO PACHO, San Juan de la Cruz. Cántico espiritual. Primera redacción y texto retocado, Fundación Universitaria Española, Madrid, 1981; Id. Estudios sanjuanistas (2 vols.). Editorial Monte Carmelo, Burgos, 1997); AA.VV., Poesía y teología en S. Juan de la Cruz, 2 vol. Editorial Monte Carmelo, Burgos 1992.

Luce López-Baralt

Petición

La oración de petición probablemente sea la que hace con más frecuencia el hombre en su relación con  Dios. Al sentirse necesitado, instintivamente se dirige a Dios como remedio de todos sus males. En el fondo puede ser expresión de su confianza; pero también de su egoísmo, sobre todo cuando sólo se acuerda de él en los momentos de pobreza o aprieto. S. Juan de la Cruz sale al paso para enseñar al hombre cómo tiene que dirigirse a Dios pidiendo su ayuda. Siente que alguien lo haga de forma no apropiada. Sería vivir en el engaño. Sus enseñanzas son breves, pero seguras. No habla muchas veces de “petición” a Dios: no llegan a treinta. Con más frecuencia usa el verbo “pedir”. Tres son los lugares principales donde enseña cómo hacer la oración de petición: Subida 2,21; 3,44 y Llama 1,27-28,31,33-34,36.

Asienta, como punto de partida, este principio: “Para alcanzar las peticiones que tenemos en nuestro corazón, no hay mejor medio que poner la fuerza de nuestra oración en aquella cosa que es más gusto de Dios; porque entonces no sólo dará lo que le pedimos, que es la salvación, sino aún lo que él ve que nos conviene y nos es bueno, aunque no se lo pidamos” (S 3,44,2). Y como punto de llegada este otro: “Con grande conformidad de las dos partes, donde lo que tú quieres pida, pido, y lo que tú no quieres, no quiero, ni me pasa por pensamiento querer; y pues son ya delante de tus ojos más válidas y estimadas mis peticiones, pues salen de ti y tú me mueves a ellas, y con sabor y gozo en el Espíritu Santo te lo pido” (LlB 1,36).

Entre el punto de partida y el de llegada hay un tiempo para aprender a dirigirse a Dios, como se enseña en el capítulo 44 del libro tercero de la Subida. Hay que pasar de la petición egoísta, a abandonarse al querer de Dios para conseguir lo que se pide. Es todo un arte; arte cristiano, que los intereses humanos pueden falsificar. Se puede pedir e incluso hacer muchas peticiones, repetidamente, y sin embargo estar muy lejos de obtener lo que se desea. No porque Dios no quiera escuchar, sino porque el orante no se hace escuchar. Pide, sí, y mucho, pero poniendo la confianza más en sus formas de orar, en sus devociones y ceremonias, que en aquel a quien pide, y así no alcanzará de Dios lo que desea.

El Santo rechaza como inapropiado para la  oración de petición: pretender más la honra propia que la de Dios; multiplicar demasiado los ruegos; inventar ceremonias que no usa ni tiene aprobadas la  Iglesia; usar nuevas formas, “como si supiesen más que el  Espíritu Santo y su Iglesia”; preferir las ceremonias y devociones propias a las que enseñó  Cristo; empeñarse en multiplicidad de peticiones, cuando bastaría repetir, muchas veces y con fervor y con cuidado, las pocas que contiene el Padre Nuestro, oración de petición por excelencia. Hay una condena de las peticiones que van dirigidas más a uno mismo que a Dios. Aprueba sin embargo el que algunos días algunas personas se propongan a veces hacer sus devociones, como ayudar y otras semejantes; pero reprueba “el estribo que llevan en sus limitados modos y ceremonias con que las hacen” (S 3,44,5). El orante verdadero parte de la confianza en Dios; pone la fuerza de la oración en lo que más agrada a Dios; endereza a Dios las fuerzas de la voluntad y el gozo de ella en las peticiones; persevera en la oración del Padre Nuestro, que “encierra todo lo que es voluntad de Dios y todo lo que nos conviene”; su petición la manifiesta en lo escondido, en el interior o en lugares solitarios.

Los capítulos 19,20 y 21 del libro segundo de la Subida tienen particular interés, porque en ellos se expone cómo Dios, aunque responde a veces, a lo que se le pide sobrenaturalmente y de forma no apropiada, no le gusta hacerlo y se enoja. “Aunque les responde, ni es buen término ni Dios gusta de él, antes disgusta; y no sólo eso, mas muchas veces se enoja y ofende mucho” (S 2,21,1). “Dios no gusta de ello, pues de todo lo ilícito se ofende” (ib.). “Pero las que responde Dios digo que es por la flaqueza del alma que quiere ir por aquel camino, porque no desenvuelve y vuelve atrás, o porque no piense está Dios mal con ella y se sienta demasiado, o por otros fines que Dios sabe, fundados en la flaqueza de aquel alma” (ib. n. 2). “A la misma manera condesciende Dios con algunas almas, concediéndoles lo que no les está mejor, porque ellas no quieren o no saben ir sino por allí” (ib. n. 3). “Lo da con tristeza” (ib.). “De mala gana” (ib.). Se enoja “mucho contra ellos” (ib. n. 6). “Se enojó Dios mucho contra Balam” (ib.).

Principio base en el tema de la oración de petición es: “Dios es de manera que, si le llevan por bien y a su condición, harán de él cuanto quisieren; mas si va sobre interés, no hay hablarle” (S 3,44,3). Este principio vale para los que piden sin saber cómo hay que hacerlo y para los que han aprendido ya a dirigirse al Señor. Estos últimos tienen la experiencia de que a Dios es fácil ganarlo: “Cuando Dios es amado, con gran facilidad acude a las peticiones de su amante” (CB 1,13); pero siempre a su tiempo, porque una cosa es “verlo” y “oírlo” y otra “cumplirlo” (CB 2,4). Llega un momento en que el alma ya no pide; sólo sabe presentar a Dios lo que desea, porque lo que quiere es que se haga su voluntad (CB 38,5; LlB 1,28). Una última enseñanza del Santo para alcanzar las peticiones: “Sal fuera y gloríate en tu gloria; escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón” (Av: “Dichos de luz y amor”, 27).

Evaristo Renedo

Penitencia

En siglos pasados se ha presentado a Juan de la Cruz como un hombre de una gran penitencia, tanto interna como externa. En nuestro siglo, dicho planteamiento poco a poco se está cambiando y matizando. Una muestra de este cambio la encontramos en el siguiente texto de E. Allison Peers: “La austeridad de san Juan de la Cruz se manifestaba, no en su lenguaje, ni en su rostro, sino en su vida misma. Excepto por las huellas que, sin duda alguna, dejó sobre su rostro, podemos estar seguros de que su ascetismo era enteramente à l’intérieur: cualquier alarde le hubiera repugnado, hasta serle intolerable” (San Juan de la Cruz, espíritu de llama, Madrid, 1950, 96). Y más adelante añade: “Fueran cuales fueren las austeridades corporales que Juan pusiera en práctica –y siendo éste un asunto entre el Santo y su Dios no nos concierne a nosotros–, de ellas hace muy poca mención en sus escritos … su insistencia mayor no la pone en la mortificación de la carne, sino en la del deseo” (ib. 134).

I. El concepto y las expresiones

En general podemos decir que para J. de la Cruz el concepto y la palabra “penitencia” es fundamentalmente sinónimo de mortificar y mortificación: términos éstos que, por otra parte, usa con más frecuencia. De hecho, en una carta a las monjas de  Beas ambos términos aparecen unidos: “Sigan la mortificación y penitencia, queriendo que les cueste algo este Cristo” (Ct del 18.7.1589). Otras veces usa penitencia en sentido de desasimiento (Ct de 1589-1590?), o como camino y signo de conversión personal (S 2,20,2; Po 6).

Cuando habla de penitencia, por lo general, no suele detenerse a darnos grandes explicaciones. Más bien la indica simplemente entre los elementos importantes para el camino ascético cristiano. En una de las primeras estrofas o canciones de Cántico Espiritual nos dice: “Por las riberas, que son bajas, entiende (el alma) las mortificaciones, penitencias y ejercicios espirituales, por las cuales también dice que irá ejercitando en ellas la vida activa, junto con la contemplativa” (CB 3,4; cf. S 2,17,4; N 1,1,3; Av 6,34). El valor de la penitencia se aprecia sobre todo a medida que el camino espiritual va alcanzando mayores cuotas de madurez (CB 31,6). Lo que le lleva a decir en Llama que: “No hubo tribulación, ni tentación, ni penitencia, ni otro cualquier trabajo que en este camino haya pasado, a que no corresponda ciento tanto de consuelo, deleite, etc. en esta vida” (LlB 2,23).

II. Prácticas ambiguas

Pero no todo son alabanzas respecto de la penitencia. Suele señalar el fervor por las mismas como una de las características de los  principiantes. Conocidas son las críticas del Santo respecto de la forma de practicarla que en general tienen todos ellos. Lamenta “la ignorancia de algunos que (en lugar de trabajar por negar sus apetitos) se cargan de extraordinarias penitencias y otros muchos voluntarios ejercicios, y piensan que les bastará eso y esotro para venir a la unión de la divina Sabiduría” (S 1,8,4). La  gula espiritual, la indiscreción en las penitencias corporales, más allá de lo que uno puede hacer (N 1,6,1), y el anteponer éstas a cualquier otro juicio o criterio de discernimiento sería una de las principales tentaciones de determinados principiantes en la vida espiritual. “Estos son imperfectísimos, gente sin razón, que posponen la sujeción y obediencia –que es penitencia de razón y discreción–, y por eso es para Dios más acepto y gustoso sacrificio que todos los demás (cf. 1 Sam 15,22) a la penitencia corporal, que, dejada estotra parte, no es más que penitencia de bestias, a que también como bestias se mueven por el apetito y gusto que allí hallan” (N 1,6,2).

Ya en este texto se ve claro que, para nuestro místico, el verdadero valor de la penitencia tiene su raíz más en lo interior que en lo exterior, es decir, si son signo de cambio de actitud interior. En otro lugar recuerda el ejemplo de Nínive que hizo penitencia por sus pecados, y al rey Acab, quien tras la advertencia del profeta Elías, “rompió las vestiduras de dolor, y se vistió de cilicio y ayunó y durmió en saco y anduvo triste y humillado” (S 2,20,2; respecto del vestirse de cilicio, cf. LlB 2,31, en referencia a Mardoqueo).

En otro lugar aclarará, al estilo paulino, que sólo el amor da valor a la práctica de la penitencia. Hablando de los bienes morales y de cómo se ha de enderezar en ellos el gozo a Dios, comenta que “ha de advertir el cristiano que el valor de sus buenas obras, ayunos, limosnas, penitencias, (oraciones), etcétera, que no se funda tanto en la cantidad y cualidad de ellas, sino en el amor de Dios que él lleva en ellas” (S 3,27,5; cf. S 3,28,7).

III. Formas concretas y tradicionales

Es este modo de pensar lo que hace que J. de la Cruz no sea muy pródigo en sugerir prácticas penitenciales exteriores o corporales a lo largo de sus escritos. Lo cual no deja de extrañar en una época en la que se le daba tanta importancia a todo ese tipo de prácticas. No ignora, sin embargo, el valor de dichas obras tradicionalmente consideradas de penitencia, como el ayuno, la sobriedad en el comer, en el beber, en el dormir, las limosnas, etc. Un poco más arriba ya citamos un texto en el que se incluyen en la categoría de obras buenas el ayuno, las limosnas, y las penitencias (S 3,27,5).

Otras referencias más detalladas a las prácticas de penitencia tradicionales que encontramos en los escritos sanjuanistas guardan siempre una gran coherencia con todo lo que hasta aquí venimos diciendo. He aquí algunos ejemplos:

a) Ayuno. No condena el uso de algunas personas que se proponen ayunar y otras devociones en días contados, “sino el estilo que llevan en sus limitados modos y ceremonias con que las hacen” (S 3,44,5). Condena la soberbia y vanagloria en las propias obras buenas: “como el fariseo en el Evangelio, que oraba y se congraciaba con Dios con jactancia de que ayunaba y hacía otras buenas obras” (Lc 18,12: S 3,28,2; cf. S 3,28,3; N 1,2,1). Condena el uso de algunas personas que, llevadas por las propias apetencias malsanas, aunque bajo capa de bien, “se debilitan con ayunos, haciendo más de lo que su flaqueza sufre” (N 1,6,1). Establece un principio general: “Mejor es vencerse en la lengua que ayunar a pan y agua” (Av 5,12).

b) Comer y beber. El hombre sensitivo suele tener apegos a distintas personas, lugares, cosas, y a “tal manera de comida” (S 1,11,4; Av 2,42). También se indica que algunos a las fiestas van y se alegran más por ser vistos, por ver y por comer que por la fiesta religiosa en sí (S 3,38,2). “Del gozo en el sabor de los manjares derechamente nace gula y embriaguez, ira, discordia, y falta de caridad con los prójimos y pobres, como tuvo con Lázaro aquel epulón que comía cada día espléndidamente“ (Lc 16,19: S 3,25,5). Dios mueve a los principiantes a ejercitarse con buenas acciones en lo que se refiere a las cosas naturales exteriores. Así, entre otras cosas, en “mortificar el gusto en la comida” (S 2,17,4). A la luz de la enseñanza de Mt 6,25-33, sugiere ejercitarse en poner la confianza en la providencia tanto respecto de la comida como del vestido (Ca 7; Ct del 20.6.1590). Pero también recuerda con Pablo que se puede comer y beber sin apartar por ello nuestro corazón de Dios (N 2,19,2).

c) Tacto y demás sentidos. De poner el gozo en el tacto se puede derivar, entre otros daños, mengua en los ejercicios espirituales y penitencia corporal, y tibieza e indevoción acerca del uso de los sacramentos de la Penitencia y Eucaristía” (S 3,25,8; cf. S 3,24,1; 25,6; N 1,4,1). “Macerar con penitencia y santo rigor el tacto” se encuentra entre las cosas externas buenas a las que se siente impulsado el principiante (S 2,17,4). Negando en los sentidos (oído, vista, olfato, paladar, tacto) el gusto de todo lo que puede caer en ellos, éstos quedan a oscuras y sin nada (S 1,3,2). Enseñanza que, como se ve, va mucho más allá de una pura penitencia exterior, y que se completa con esa otra consigna en el uso de los sentidos que consiste en buscar siempre a través de ellos y en ellos aquello que es mayor honra y gloria de Dios (S 1,13,4).

d) Vestir y dormir/velar. Vestir y dormir de forma penitente: el rey Acab, en señal de penitencia y conversión, se vistió de cilicio y durmió en lecho de saco (S 2,20,2). El alma enamorada siempre piensa y anhela al Amado: cuando trata con la gente, cuando habla, “cuando come, cuando duerme, cuando vela” (N 2,19,2).

e) La purificación pasiva como ayuno y dieta. Después de todo lo dicho me parece muy significativo encontrarnos con que Juan de la Cruz habla de la noche pasiva como de un tiempo de “ayuno y penitencia”, en el que Dios tiene al hombre “en dieta y abstinencia de todas las cosas”, en la privación y purgación de todo aquello que puede impedirle caminar hacia la meta de la unión perfecta de amor de Dios (N 1,9,4; 1,14,5; 2,16,10; 2,23,3). Se trata de una dieta y abstinencia necesaria para curar y sanar, como bellamente se expresa en el texto siguiente: “Como está puesta aquí en cura esta alma para que consiga su salud, que es el mismo Dios, tiénela Su Majestad en dieta y abstinencia de todas las cosas, estragado el apetito para todas ellas; bien así como para que sane el enfermo que en su casa es estimado” (N 2,16,10).

BIBL. — F. JUBERIAS, “La ‘sinkatábasis’ o ‘condescendencia’ de San Juan de la Cruz”, en Teología Espiritual 24 (1980) 421-454; J. V. RODRÍGUEZ, “Juan de la Cruz. Penitencia y mortificación”, en Teresa de Jesús n. 81 (1996) 108-110.

José Damián Gaitán