Pecado

Pecar es “faltar a Dios”. Así define Juan de la Cruz el pecado en general (S 3,18,1). Y falta a Dios no sólo quien destruye su obra, porque la convierte de hermosa en fea, abominable, sucia, oscura (S 1,9,3), sino también quien se aficiona a riquezas que no son  Dios, apropiándose de la obra de Dios, impidiendo a éste que actúe con libertad para convertir al alma en una obra perfecta (S 1,11). El pecado repercute negativamente en la vida espiritual, aunque de forma diversa, por razón de los males que en el alma produce. Tiene delante todo lo que al pecado se refiere, tanto al mortal como al venial o pecados que califica de “mundo” (S 2,21,10). Le interesa uno y otro, aunque de distinta manera. Los distingue por razón de la fealdad que ocasionan. El mortal “es total fealdad del alma” (S 1,9,7). Al venial se le distingue porque la fealdad que produce, no es completa, sin embargo, su variedad es mucha y siempre “mayor que la de las imperfecciones” (ib.). Para comprender su importancia, basta con recordar que a Dios le obligó a morir (Ct 2.1589) para armonizar lo que el pecado original había desordenado.

Causas del pecado. La naturaleza humana quedó viciada, desordenada por el pecado original. De aquí nacen todos los males en el camino del  hombre. La espiritualidad sanjuanista resalta el origen del pecado, una vez que ha sido dañado el origen de la vida. Los apetitos influyen de modo particular (S libro primero). Pero, además, los bienes materiales son también causa, entendiendo por tales, las riquezas, títulos, estados, oficios y otras cosas semejantes (S 3,18,1). Todo porque llevan al hombre a faltar a Dios.

Consecuencias del pecado. Como contraste, está Dios que nunca falta al alma. Y eso, aunque esté en pecado mortal. “Cuánto menos de la que está en gracia” (CB 1,8). Trabaja con su omnipresencia y con su  gracia. El hombre, en el camino hacia Dios, encuentra serios peligros que dificultan la consecución del objetivo para el cual Dios lo ha creado. Enemigo permanente es el pecado, porque la afea y ensucia. La fealdad total se da por la pérdida de la gracia. Pero produce además otras consecuencias, según los estados del alma: hacer una vida de tibieza (N 1,9,2), estorbar para ir adelante (N 1,10,2), distraerse (N 2,2,2), vivir hacia fuera (ib.), vivir en la ignorancia (CB 26,14), pero, sobre todo, cegar, estar en tinieblas. Por la pérdida de la gracia, se llega a la “muerte”: “Que hasta aquí llega la miseria de los que viven o, por mejor decir, están muertos en pecado” (CB 32,9), que es la peor consecuencia del pecado. “Cuando [el alma] está en pecado o emplea el apetito en otra cosa, entonces está ciega; y aunque entonces la embiste la luz de Dios, como está ciega, no la ve la oscuridad del alma” (LlB 3,70).

Castigo y mirada de Dios. Pero el hecho de que Dios nunca falte al alma, no significa que Dios no castigue el pecado. También se siente “enojado” ante los comportamientos humanos, cuando se honra a otros más que a él (S 2,20,4) o se “indigna” con los que no cumplen con su obligación en Israel (LlB 3,60). “Tales pecados han de causar tales castigos de Dios, que es justísimo …. En aquello o por aquello que cada uno peca, es castigado” (S 2,21,9). Sin embargo, cuando el alma no se resiste a la mirada de Dios, éste la calienta, hermosea y resplandece. Y en este caso “nunca más se acuerda de la fealdad y pecado que antes tenía”, porque una vez quitado el pecado y fealdad, “nunca más le da en cara con ella, ni por eso le deja de hacer mercedes” (CB 33,1). Al alma, con todo, no le conviene olvidar sus pecados: para no presumir, para más agradecer, para que le sirva de más confiar para más recibir (ib.).

Remedios. Al alma siempre le queda un remedio: orar. El Doctor místico le enseña que debe hacerlo con confianza. Es la oración que nace espontánea en el alma enamorada (Av 26), pidiendo al Señor que haga con los pecados lo que mejor le plazca. Pero nadie se debe alegrar vanamente, pues no sabe cuántos pecados ha hecho y desconoce cómo Dios está con ella; temer sí, pero con confianza (Av 76). Recomienda además dos posturas: “No hacer un pecado por cuanto hay en el mundo, ni hacer ningún venial a sabiendas, ni imperfección conocida” (Av, “Grados de Perfección” 1). “Dios nos dé recta intención en todas las cosas y no admitir pecado a sabiendas” (Ct 22.8.1591).

Evaristo Renedo

Pasividad

El término sustantivo “pasividad” y el adjetivo “pasivo” designan normalmente en la vida espiritual la actitud cristiana frente al don sobrenatural de  Dios, que se comunica al  hombre por su  gracia. Se trata de una actitud pasiva, de recepción y de acogida de este don personal de Dios, que comunica por medio de su Hijo la filiación. Así lo destaca J. de la Cruz, citando las palabras del prólogo de San Juan: “A cuantos le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12). “Estos son los nacidos de Dios –comenta el Santo– los que renaciendo por la gracia… se levantan sobre sí a lo sobrenatural, recibiendo de Dios la tal renascencia y filiación” (S 2,5,5). Esta actitud está relacionada con el  sobrenatural teológico. Es la comunicación de Dios al hombre, que pide ser recibido. De ahí que toda vida cristiana, en sus raíces más profundas, tenga un componente pasivo, que es acoger el don de Dios en sí. A partir de esta acogida, tiene lugar la colaboración y actividad humanas.

Cuando se habla de “pasividad” en la vida mística, se entiende ésta en relación con las gracias de purificación, de contemplación y de unión. Está relacionada primordialmente con el sobrenatural místico. Estrictamente es la infusión de Dios, su comunicación sobrenatural, en la cumbre de la unión mística. Esta comunicación se da en el amor, porque el amor es el lugar propio de la comunicación de Dios. Juan de la Cruz habla de la “noticia sobrenatural amorosa” de Dios (LlB 3,33-34). Pero esta infusión del amor de Dios exige unas disposiciones previas, fruto de la colaboración humana y de la ayuda divina de la gracia. Es la etapa ascética de la vida espiritual, en la que prevalece la acción humana sobre la de Dios. En la medida en que la acción divina se hace más intensa, va remitiendo la actividad espiritual del alma, hasta que ésta queda absorbida por la primera. Más aún, llega un momento en la vida mística en que la acción natural estorba a la sobrenatural, para que Dios pueda comunicarse totalmente al alma (N 2,16,4). Entonces debe cesar toda actividad natural. Es el grado máximo de pasividad. El principal referente de este proceso activo-pasivo, según el Doctor místico, es el paso de la  meditación a la  contemplación infusa (S 2,13,5). Pero en todo este proceso hay una graduación, que tratamos de reseñar en los siguientes puntos.

I. Activo y pasivo

Para precisar la relación entre actividad y pasividad del alma en el proceso espiritual, hay que tener presente el modo de conocer aristotélico-tomista, en el que se funda J. de la Cruz. En la terminología sanjuanista existen dos clases de operaciones: activas y pasivas. Es clarificadora la descripción que da Crisógono de Jesús Sacramentado (San Juan de la Cruz: su obra científica I, 229-238).

Las operaciones activas dicen relación a las potencias cuya función es buscar, inquirir, obrar. Para el Santo obrar significa “discurrir de una cosa en otra, buscar, salir la potencia a actuarse en el objeto”. Las operaciones pasivas designan “aquellas que se actúan en virtud del objeto recibido en sí mismas”. Esto es lo que él llama no obrar: “recibir el objeto y actuarse en virtud del objeto recibido”.

“Cuanto el alma se pone más en espíritu, más cesa en obra de las potencias en actos particulares, porque se pone ella más en un acto general y puro; y así, cesan de obrar las potencias que caminaban para aquello donde el alma llegó, así como cesan y paran los pies acabando su jornada” (S 2,12,6). “Muchas veces se hallará el alma en esta amorosa o pacífica asistencia sin obrar nada con las potencias, esto es, acerca de actos particulares, no obrando activamente, sino sólo recibiendo; y muchas habrá menester ayudarse blanda y moderadamente del discurso para ponerse en ella. Pero, puesta el alma en ella, ya habemos dicho que el alma no obra nada con las potencias… En lo cual pasivamente se le comunica Dios, así como al que tiene los ojos abiertos, que pasivamente sin hacer él más que tenerlos abiertos, se le comunica la luz. Y este recibir la luz que sobrenaturalmente se le infunde, es entender pasivamente, pero dícese que no obra, no porque no entienda, sino porque entiende lo que no le cuesta su industria, sino sólo recibir lo que le dan, como acaece en las iluminaciones e ilustraciones o inspiraciones de Dios” (S 2,15,2).

A la luz de estos textos, aparecen más claramente definidas las operaciones activas y pasivas del alma. Ambas dicen relación al entendimiento, bajo su doble aspecto discursivo (activas) e intelectivo (pasivas). La función discursiva va unida a las potencias sensitivas interiores. Por eso llama al discurrir obra de estas potencias: “Mediante las potencias sensitivas puede ella discurrir y buscar y obrar las noticias de los objetos; y mediante las potencias espirituales puede gozar las noticias ya recibidas en estas dichas potencias, sin que obren ya las potencias. Y así, la diferencia que hay del ejercicio que el alma hace acerca de las unas y de las otras potencias, es la que hay entre ir obrando y gozar ya de la obra hecha, o la que hay entre el trabajo de ir caminando y el descanso y quietud que hay en el término; que es también como estar guisando la comida, o estar comiéndola y gustándola ya guisada y masticada, sin alguna manera de ejercicio de obra” (S 2,14, 6-7).

Según esto, el Santo llama activo al acto de  discurrir, expresado en la meditación; y pasivo, al acto de pura intelección, manifestado en la contemplación. La primera es obra de las potencias sensitivas interiores ( fantasía, imaginación) y espirituales (entendimiento, memoria y voluntad); la segunda es obra de las potencias espirituales, despojadas en su operación de todo lo sensible. Es fruto de la inteligencia en cuanto tal: “Si el alma entonces no tuviese esta noticia o asistencia en Dios, seguirse hía que ni haría nada ni tendría nada el alma; porque, dejando la meditación, mediante la cual obra el alma discurriendo con las potencias sensitivas y faltándole también la contemplación, que es la noticia general que decimos, en la cual tiene el alma actuadas las potencias espirituales, que son memoria, entendimiento y voluntad, unidas ya en esta noticia obrada ya y recibida en ellas, faltarle hía necesariamente al alma todo ejercicio acerca de Dios, como quiera que el alma no pueda obrar ni recibir lo obrado, si no es por vía de estas dos maneras de potencias sensitivas y espirituales” (S 2,14,6).

Así llegamos a una concepción de la pasividad, que no coincide con el estado místico y que es propia del místico doctor. Se fundamenta en el llamado entendimiento pasivo o posible (CB 14,14). Siguiendo la terminología de  santo Tomás, J. de la Cruz distingue entre entendimiento agente y posible. El primero es una potencia activa, y el segundo una potencia pasiva (De Veritate, q. XVI, a. 1). El entender, la penetración de la verdad, el acto de pura inteligencia, es algo pasivo, pero no infuso. Crisógono lo describe así: “Obrar es, en su terminología, buscar, inquirir, discurrir con el entendimiento unido a los sentidos sensitivos interiores, caminar hacia la verdad con el raciocinio; no obrar, haberse pasivamente, es decansar en lo hallado por la razón, deleitarse en la simple percepción de la verdad inquirida, es el acto de pura inteligencia. Activo es todo lo que supone esfuerzo y trabajo; pasivo es toda operación sosegada, simple deleitosa. Activo es el obrar de la razón y del discurso; pasivo es el actuarse del puro entendimiento” (ib. 233).

Este actuar el puro entendimiento, habiéndose pasivamente, es semejante a lo que en la filosofía moderna se describe como conocimiento intuitivo de una verdad, mirando concentradamente al objeto.

II. Pasivo e infuso

Lo “infuso” en el lenguaje sanjuanista más corriente es sinónimo de “místico”. Coincide con el significado de  “mística teología”, que explica como “una influencia de Dios en el alma…, que llaman contemplación infusa” (N 2,5,1). Es lo mismo que  contemplación infusa: “Contemplación no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios” (N 1,10,6). Es también “sabiduría de Dios secreta y escondida” (CB 39,12) o “noticia sobrenatural amorosa” (LlB 3,49). Infuso es equivalente al sobrenatural infuso.

Pero esta identificación entre lo infuso y lo místico, según Crisógono no se da siempre. Y aduce el siguiente texto: “Estas visiones imaginarias, el bien que pueden hacer al alma… es comunicarle inteligencia, o amor, o suavidad; pero para que causen este efecto en ella, no es menester que ella las quiera admitir, porque, como también queda dicho arriba, en ese mismo punto que en la imaginación hacen presencia, la hacen en el alma e infunden a la inteligencia y amor, o suavidad, o lo que Dios quiere que causen” (S 2,16,10).

Sin entrar en el sentido de este texto y otros similares (S 2,15,4) –si es infuso o místico–, lo que realmente interesa destacar aquí es el proceso espiritual que lleva de lo activo a lo pasivo y de lo pasivo a lo infuso (con el que ordinariamente se identifica lo místico), en el camino hacia la unión. Es el mismo proceso que lleva del obrar natural al obrar sobrenatural. J. de la Cruz plantea el principio general, a propósito de las aprehensiones sobrenaturales de la memoria. Estas no se han de procurar activamente, sino que “pasivamente se ha de haber en ellas el alma”, porque “si el alma entonces quiere obrar con sus potencias, antes con su operación baja natural impediría la sobrenatural que por medio de estas aprehensiones obra Dios entonces en ella”. Transcribimos el texto íntegro por su importancia:

“El bien que redunda en el alma de las aprehensiones sobrenaturales, cuando son de buena parte, pasivamente se obra en el alma en aquel mismo instante que se representan al sentido, sin que las potencias de suyo hagan alguna operación. De donde no es menester que la voluntad haga acto de admitirlas, porque, como también habemos dicho, si el alma entonces quiere obrar con sus potencias, antes con su operación baja natural impediría la sobrenatural que por medio de estas aprehensiones obra Dios entonces en ella, que sacase algún provecho de su ejercicio de obra, sino que, así como se le da al alma pasivamente el espíritu de aquellas aprehensiones imaginarias, así pasivamente se ha de haber en ellas el alma sin poner sus acciones interiores o exteriores en nada. Y esto es guardar los sentimientos

de Dios, porque de esta manera no los pierde por su manera baja de obrar. Y esto es también no apagar el espíritu, porque apagarle hía si el alma se quisiese haber de otra manera que Dios la lleva. Lo cual haría si, dándole Dios el espíritu pasivamente, como hace en estas aprehensiones, ella entonces se quisiese haber en ellas activamente, obrando con el entendimiento o queriendo algo en ellas. Y esto está claro, porque si el alma entonces quiere obrar por fuerza, no ha de ser su obra más que natural, porque de suyo no puede más; porque a la sobrenatural no se mueve ella ni se puede mover, sino muévela Dios y pónela en ella. Y así, si entonces el alma quiere obrar de fuerza, en cuanto en sí es, ha de impedir con su obra activa la pasiva que Dios le está comunicando, que [es] el espíritu, porque se pone en su propia obra, que es de otro género y más baja que la que Dios la comunica; porque la de Dios es pasiva y sobrenatural y la del alma, activa y natural. Y esto sería apagar el espíritu.

Que sea más baja, también está claro; porque las potencias del alma no pueden de suyo hacer reflexión y operación, sino sobre alguna forma, figura e imagen; y ésta es la corteza y accidente de la sustancia y espíritu que hay debajo de la tal corteza y accidente. La cual sustancia y espíritu no se une con las potencias del alma en verdadera inteligencia y amor, si no es cuando ya cesa la operación de las potencias; porque la pretensión y fin de la tal operación no es sino venir a recibir en el alma la sustancia entendida y amada de aquellas formas. De donde la diferencia que hay entre la operación activa y pasiva, y la ventaja, es la que hay entre lo que se está haciendo y está ya hecho, que es como entre lo que se pretende conseguir y alcanzar y entre lo que está ya conseguido y alcanzado. De donde también se saca que, si el alma quiere emplear activamente sus potencias en las tales aprehensiones sobrenaturales (en que, como habemos dicho, le da Dios el espíritu de ellas pasivamente), no sería menos que dejar lo hecho para volverlo a hacer, y ni gozaría lo hecho ni con sus acciones haría nada sino impedir a lo hecho, porque, como decimos, no pueden llegar de suyo al espíritu que Dios daba al alma sin el ejercicio de ellas. Y así, derechamente sería apagar el espíritu que de las dichas aprehensiones imaginarias Dios infunde, si el alma hiciese caudal de ellas. Y así las ha de dejar habiéndose en ellas pasiva y negativamente; porque entonces Dios mueve al alma a más que ella pudiera ni supiera” (S 3,13,3-4).

Así, pues, el alma ha de haberse “pasiva y negativamente” respecto al bien sobrenatural que Dios quiere obrar en ella, para no “apagar el espíritu”. La aplicación de este principio general al proceso espiritual lo hace J. de la Cruz desde dos perspectivas convergentes: la contemplación y las aprehensiones sobrenaturales.

La contemplación en el Doctor místico comprende variedad de experiencias o de comunicaciones. Es el ejercicio calificado de fe, amor, esperanza. La contrapone a la meditación o ejercicio discursivo, del que hay que ir desprendiéndose, para centrarse en esa “noticia amorosa general” (S 2,14,6-11), hasta llegar a través de los “toques sustanciales” (CB 14,14; 25,5), a la “noticia sobrenatural amorosa” (LlB 3,49), infundida en la contemplación, que es “infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios” (N 1,10,6) o “ciencia de amor” (N 2,18,5).

Las aprehensiones o noticias sobrenaturales siguen un proceso similar. Estas se dan todas en relación con el conocimiento de la fe (S 3,10), aunque hable de ellas también en relación con la memoria (S 3,7-15) y con la voluntad (S 3,30-32). Son noticias distintas y particulares en los sentidos internos o en los externos y también en el espíritu ( visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos espirituales). A ellas se contrapone la contemplación, que es noticia confusa y adhesión de  fe. También a éstas se ha de renunciar en el camino del espíritu, “contentándonos de saber los misterios y verdades con la sencillez y verdad que nos propone la Iglesia” (S 2,29,12).

Así, pues, la vía de comunicación que propone el Santo es la comunicación en el puro espíritu, que se da en la contemplación mística. En ella Dios infunde su “noticia amorosa” e “inflama al alma en espíritu de amor” (N 1,10,6). Es la infusión de Dios o el pati divino, de que habla santo Tomás (STh I, q. 79). Aquí alcanzan su verdadero sentido los términos “pasivo” e “infuso” tan frecuentemente usados por el Doctor místico. Se identifican con el sentido “místico”, que es para J. de la Cruz la noticia y el amor provocados en el hombre por Dios que se manifiesta.

BIBL. — CRISÓGONO DE JESÚS SACRAMENTADO, San Juan de la Cruz: su obra científica, I, Madrid 1929, p. 229-238 (“Lo pasivo, lo infuso y lo sobrenatural en las obras de san Juan de la Cruz”); FRANCIS KELLY NEMECK, Receptividad. De San Juan de la Cruz a Teilhard de Chardin, Madrid 1985, p. 57-92; CHARLES ANDRÉ BERNARD, “Attività e passività nella vita spirituale”, en AA.VV., La antropologia dei maestri spirituali, Torino 1991, p. 351-365; Id., “Azione divina e azione umana: ‘disponerse’ in San Giovanni della Croce e in Sant’Ignazio”, en AA. VV., Dottore mistico. San Giovanni della Croce, Roma 1992, p. 283-292.

Ciro García

Participación divina

El término “participación de Dios”, unido a otras expresiones afines (“transformación divina”, “obrar divino”, “divinizar”, “divinidad”) tiene un peso específico en los escritos sanjuanistas. Sirve para calificar el proceso espiritual y la  unión mística. Esta es, desde el punto de vista teológico, la plena participación de la naturaleza divina, la comunicación sustancial de la divinidad, la total transformación del obrar humano en el obrar divino. Aparece, en definitiva, como una participación tanto del ser como del obrar divinos, en un proceso de transformación progresiva, que culmina en la unión mística. El tema pertenece al substrato más profundo de la vida cristiana, definida en la revelación como “participación de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4). Es el pasaje bíblico, que está siempre en el fondo de todas las afirmaciones sanjuanistas, aunque sólo lo cite explícitamente un par de veces (CB 32,4; 39,6).

I. Participación del “ser” divino

El “consortes divinae naturae” define desde los tiempos apostólicos la novedad de la vida cristiana (2 Pe 1,34). Es la participación en la naturaleza divina por medio de  Cristo y el don del  Espíritu Santo. Los Padres griegos la interpretaron como una  “divinización” del hombre, a través de su incorporación a Cristo. Representa el vértice de la salvación. Dios, mediante la encarnación, descendió al  hombre para que éste se transformase en Dios: “El Verbo, por su infinita caridad, se convirtió en lo que somos nosotros, a fin de que nosotros nos convirtiésemos en lo que él es” (san Ireneo). “Dios se hizo hombre, para que el hombre sea hecho Dios” (san Agustín). Santo Tomás, en cuyas fuentes bebe J. de la Cruz, profundizará en el sentido teológico de esta participación, que ha marcado el desarrollo de la teología de la gracia. El Concilio Vaticano II presenta la voluntad eterna del Padre acerca de la salvación de todos los hombres como una llamada “a participar de la vida divina” (LG 2; DV 2) y como uno de los rasgos definitorios del nuevo pueblo de Dios (LG 9).

Sobre este trasfondo teológico se comprende mejor el pensamiento de J. de la Cruz, que se resume en esta expresión: “Dios por participación”. La expresión aparece invariablemente repetida en cuatro pasajes de sus obras, relacionados todos con la unión (S 2,5,7; N 2,20,5; CB 22,3; LlB 2,34).

Pero el contexto es profundamente teológico.

1) Su primera formulación aparece en Subida, a propósito de su definición sobre la unión del alma con Dios. Es una “unión total y permanente según la sustancia del alma” (S 2,5,2), que presupone la presencia natural de Dios, que en cualquier alma “mora y asiste sustancialmente”. Pero no se trata de esta unión sustancial, “sino de la unión y transformación del alma con Dios”; es “unión de semejanza” y “sobrenatural” (ib. 3). Aunque “está Dios siempre en el alma dándole y conservándole el ser natural de ella con su asistencia, no, empero, siempre la comunica el ser sobrenatural. Porque éste no se comunica sino por amor y gracia, en la cual no todas las almas están; y las que están, no en igual grado, porque unas están en más, otras en menos grados de amor” (ib. 4).

Se trata, pues, de una comunicación de Dios  sobrenatural por  gracia, que tiene su fuente y raíz en la regeneración bautismal que nos hace hijos de Dios. El Santo fundamenta su exposición en dos textos joaneos sobre la filiación, a los que hace un comentario rigurosamente teológico. El primero es sobre el prólogo de san Juan: “Esto es lo que quiso dar a entender san Juan (1, 13) cuando dijo: ‘Qui non ex sanguinibus, neque ex voluntate carnis, neque ex voluntate viri, sed ex Deo nati sunt’; como si dijera: Dio poder para que puedan ser hijos de Dios, esto es, se puedan transformar en Dios, solamente aquellos que no de las sangres, esto es, que no de las complexiones y composiciones naturales son nacidos, ni tampoco de la voluntad de la carne, esto es, del albedrío de la habilidad y capacidad natural, ni menos de la voluntad del varón; en lo cual se incluye todo modo y manera de arbitrar y comprehender con el entendimiento. No dio poder a ninguno de éstos para poder ser hijos de Dios, sino a los que son nacidos de Dios, esto es, a los que, renaciendo por gracia, muriendo primero a todo lo que es hombre viejo (cf. Ef 4,22), se levantan sobre sí a lo sobrenatural, recibiendo de Dios la tal renacencia y filiación, que es sobre todo lo que se puede pensar” (ib. 5).

El segundo comentario es sobre el diálogo entre Jesús y Nicodemo, acerca de la necesidad de renacer de lo alto y del Espíritu para entrar en el reino de Dios: “Como el mismo san Juan (3,5) dice en otra parte: ‘Nisi quis renatus fuerit ex aqua, et Spiritu Sancto, non potest videre regnum Dei’; quiere decir: El que no renaciere en el Espíritu Santo, no podrá ver este reino de Dios, que es el estado de perfección. Y renacer en el Espíritu Santo en esta vida, es tener un alma simílima a Dios en pureza, sin tener en sí alguna mezcla de imperfección, y así se puede hacer pura transformación por participación de unión, aunque no esencialmente” (ib.).

Es importante subrayar que esta  “transformación por participación de unión”, de que habla el Santo, tiene un carácter existencial y dinámico. No se refiere sólo a la transformación ontológica, que se lleva a cabo por la gracia, sino también a su dinamismo interior, que comporta una disposición que dé “lugar a Dios para que la transforme en lo sobrenatural” (ib. 4). “De manera que el alma no ha menester más que desnudarse de estas contrariedades y disimilitúdines naturales, para que Dios, que se le está comunicando naturalmente por naturaleza, se le comunique sobrenaturalmente por gracia” (ib. 4). “En dando lugar el alma (que es quitar de sí todo velo y mancha de criatura…) luego queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios” (ib. 7).

La fuerza transformadora de Dios es como “el rayo del sol dando en una vidriera”. Esta vidriera es el alma, “en la cual siempre está embistiendo” el sol divino, hasta transformarla en ascua incandescente (ib. 6). Es entonces cuando se produce la unión transformante por participación de Dios: “Y se hace tal unión cuando Dios hace al alma esta sobrenatural merced, que todas las cosas de Dios y el alma son unas en transformación participante. Y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación; aunque es verdad que su ser naturalmente tan distinto se le tiene del de Dios como antes, aunque está transformada, como también la vidriera le tiene distinto del rayo, estando de él clarificada” (ib. 7).

De aquí saca el Doctor místico algunas conclusiones prácticas sobre “la pureza y amor, que es desnudez y resignación perfecta”, como la mejor disposición, y sobre los grados y diferencias de unión según la capacidad y disposición.

2) La segunda formulación más importante sobre la participación de Dios se encuentra en la Noche. Aparece después de haber descrito la transformación por la  noche oscura del espíritu, que culmina en la unión con Dios (N 2,4-10). Entre los frutos o propiedades de esta noche señala el amor de la secreta escala según Santo Tomás y San Bernardo (N 2,11-19). Y entre los diez grados de amor de esta secreta escala, destaca el último grado, que “hace el alma asimilarse totalmente a Dios, por razón de la clara visión de Dios que luego posee inmediatamente el alma, que, habiendo llegado en esta vida al nono grado, sale de la carne” (N 2,20,5).

Esta transformación es un anticipo de “la clara visión de Dios”. Supone una purgación tal que pocos llegan a ella. Pero “la causa de la similitud total del alma con Dios”, que aquí se apunta, es la visión de Dios: “De donde san Mateo (5,8) dice: ‘Beati mundo corde, quoniam ipsi Deum videbunt’, etc. Y, como decimos, esta visión es la causa de la similitud total del alma con Dios, porque así lo dice san Juan (1 Jn 3,2), diciendo: ‘Sabemos que seremos semejantes a él’, no porque el alma se hará tan capaz como Dios, porque eso es imposible, sino porque todo lo que ella es se hará semejante a Dios; por lo cual se llamará, y lo será, Dios por participación” (N 2,20,5).

3) Esta semejanza plena con Dios, que se alcanzará en la visión beatífica, se anticipa ya aquí por el amor, que alcanza su máxima expresión en el matrimonio espiritual, descrito en Cántico. Es la tercera formulación de la participación de Dios. Después de haber descrito los primeros encuentros de amor, coincidiendo con el desposorio espiritual (CB 13-21), se propone describir la unión plena del matrimonio espiritual (CB 22-35).

También este estado, como los anteriores, requiere las debidas disposiciones: “Primero se ejercita en los trabajos y amarguras de la mortificación, y en la meditación de las cosas espirituales… Y después entra en la vía contemplativa, en que pasa por las vías y estrechos de amor… Y demás de esto, va por la  vía unitiva, en que recibe muchas y grandes comunicaciones y visitas y dones y joyas del  Esposo, bien así como desposada, se va enterando y perfeccionando en el amor de él” (CB 22,3).

Entonces tiene lugar el matrimonio espiritual, por una “transformación total en el Amado”, que hace al alma “Dios por participación”: “Es mucho más sin comparación que el desposorio espiritual, porque es una transformación total en el Amado, en que se entregan ambas las partes por total posesión de la una a la otra, con cierta consumación de unión de amor, en que está el alma hecha divina y Dios por participación, cuanto se puede en esta vida” (CB 22,3).

Esta transformación es como una confirmación en gracia. Se da por la unión de las dos naturalezas en un solo espíritu y amor, porque, como dice san Pablo, el que se junta con Dios un solo espíritu se hace con él: “Y así, pienso que este estado nunca acaece sin que esté el alma en él confirmada en gracia, porque se confirma la fe de ambas partes, confirmándose aquí la de Dios en el alma. De donde éste es el más alto estado a que en esta vida se puede llegar. Porque, así como en la consumación del matrimonio carnal son dos en una carne, como dice la divina Escritura (Gn 2,24), así también, consumado este matrimonio espiritual entre Dios y el alma, son dos naturalezas en un espíritu y amor, según dice san Pablo trayendo esta misma comparación (1 Cor 6,17), diciendo: ‘El que se junta al Señor, un espíritu se hace con él’. Bien así como cuando la luz de la estrella o de la candela se junta y une con la del sol, que ya el que luce ni es la estrella ni la candela, sino el sol, teniendo en sí difundidas las otras luces” (CB 22,3).

También de aquí saca el Doctor místico unas conclusiones prácticas, que es la transformación de todo el psiquismo humano: “Todas las afecciones y modos y maneras espirituales, dejadas aparte y olvidadas todas las tentaciones, turbaciones, penas, solicitud y cuidados, transformada en este alto abrazo” (ib. 4). En este estado “goza en seguridad y quietud la participación de Dios” (CB 24,5). Es una comunión cada vez más íntima, que aspira a la meta final, que es “la consumación y perfección de este estado, por lo cual nunca descansa el alma hasta llegar a él” (CB 22,6).

4. Esta perspectiva escatológica de la participación de Dios aparece, de forma más explícita, en la cuarta de sus formulaciones, en Llama. Después de haber explicado la necesidad de la purificación para la unión (LlB 2,25-31), comentando el verso que canta la paga del Padre de “toda deuda”, por todas las tribulaciones y trabajos, habla del trueque de la muerte en vida: “Matando, muerte en vida la has trocado” (ib. 3235). Esta vida es la visión beatífica y la vida espiritual perfecta. Pero la primera no puede darse si no se vive la segunda. Ahora bien, la vida espiritual perfecta requiere la muerte al hombre viejo. Esto ocurre cuando “todos los apetitos del alma y sus potencias según sus inclinaciones y operaciones, que de suyo eran operación de muerte y privación de la vida espiritual, se truecan en divinas” (ib. 33).

Así se produce el trueque de muerte en vida: “Teniendo el alma sus operaciones en Dios por la unión que tiene con Dios, vive vida de Dios, y así se ha trocado su muerte en vida, que es su vida animal en vida espiritual”. Esta vida espiritual comprende la transformación de las operaciones de las potencias espirituales –entendimiento, voluntad y memoria– en conocimiento y vida de amor divinos. Asimismo, el apetito natural “está ahora trocado en gusto y sabor divino”. Igualmente, los movimientos y operaciones naturales del alma están “trocados en movimientos divinos, muertos a su operación e inclinación y vivos en Dios. Porque el alma, como ya verdadera hija de Dios, en todo es movida por el espíritu de Dios, como enseña san Pablo (Rom 8,14), diciendo que los que ‘son movidos por el espíritu de Dios, son hijos de Dios’” (ib. 34).

Pero esta transformación no sólo afecta a las potencias espirituales, sino a la misma sustancia del alma: “La sustancia de esta alma aunque no es sustancia de Dios, porque no puede sustancialmente convertirse en él, pero, estando unida, como está aquí con él y absorta en él, es por participación Dios, lo cual acaece en este estado perfecto de vida espiritual, aunque no tan perfectamente como en la otra” (ib.). Este ser “Dios por participación” es la vida del alma. Por eso “puede muy bien decir aquí aquello de san Pablo (Gál 2, 20): ‘Vivo yo, ya no yo, mas vive en mí Cristo’. De esta manera está trocada la muerte de esta alma en vida de Dios, y le cuadra también el dicho del Apóstol (1 Cor 15,54), que dice: ‘Absorta est mors in victoria’, con el que dice también el profeta Oseas (13,14) en persona de Dios, diciendo: ‘¡Oh muerte! yo seré tu muerte’, que es como si dijera: Yo, que soy la vida, siendo muerte de la muerte, la muerte quedará absorta en vida” (ib. 34).

La participación de Dios comprende la comunión en los atributos divinos, que J. de la Cruz explica en el comentario al verso “¡Oh lámparas de fuego!” (LlB 3,2-8). Se lleva a cabo por la comunicación del Espíritu divino, del que habla el profeta Ezequiel (Ez 36,25-26). Es como fuego vivo, que alumbra y da calor (LlB 3,2-3); o como agua suave y deleitable, que inflama al alma y la pone “en ejercicio de amar, en acto de amor” (ib. 8). Esta “transformación del alma en Dios es indecible: todo se dice en esta palabra: que el alma está hecha Dios de Dios, por participación de él y de sus atributos, que son los que aquí llama  lámparas de fuego” (ib.).

Completa esta perspectiva el comentario al verso “Con extraños primores/calor y luz dan junto a su Querido” (LlB 3,77-85). Estando “las profundas cavernas del sentido” iluminadas por los resplandores de los atributos divinos, se produce un amor entrega recíproca, “dando al Amado la misma luz y calor de amor que reciben” (LlB 3,77). Estos son los “extraños primores”, “ajenos de todo común pensar y de todo encarecimiento y de todo modo y manera”, que infunden la sabiduría divina al entendimiento y la bondad divina a la voluntad: “Y conforme al primor con que la voluntad está unida en la bondad, es el primor con que ella da a Dios en Dios la misma bondad, porque no lo recibe sino para darlo. Y, ni más ni menos, según el primor con que en la grandeza de Dios conoce, estando unida en ella, luce y da calor de amor. Y según los primores de los atributos divinos que comunica allí él al alma de fortaleza, hermosura, justicia, etc., son los primores con que el sentido, gozando, está dando en su Querido esa misma luz y calor que está recibiendo de su Querido” (ib.). Así llega el  alma en este estado a ser Dios por participación: “Porque, estando ella aquí hecha una misma cosa en él, en cierta manera es ella Dios por participación; que, aunque no tan perfectamente como en la otra vida, es, como dijimos, como sombra de Dios” (ib.).

Pero no hay que entender esta participación de Dios en sus atributos como una simple participación del obrar divino, sino como la comunicación personal de Dios. No hay que entenderla tampoco como una participación física de parte de su ser, la physis, sino como una koinonia. Es la comunión plena con Dios, tal como es personalmente en su misterio trinitario. Esta perspectiva personal y trinitaria es la que desarrolla la estrofa 39 de Cántico, entroncando así con la perspectiva patrística de la divinización.

El Doctor místico la describe como una “aspiración de Dios al alma y del alma a Dios”, semejante a la aspiración con que el Padre y el Hijo “aspiran” al Espíritu Santo: “No hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado; porque dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad, pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma? Porque esto es estar transformada en las tres Personas en potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto ‘la crió a su imagen y semejanza’” (Gn 1,26: CB 39,4).

El fundamento teológico de esta misteriosa participación del misterio trinitario lo halla J. de la Cruz en los textos bíblicos relativos a la filiación (Gál 4,6; Jn 1,12) y en la oración sacerdotal de Jesús, que pide para los suyos la misma comunión que existe entre él y el Padre (Jn 17,20-23). “Y cómo esto sea, no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice san Juan (1, 12); y así lo pidió al Padre por el mismo san Juan (17, 24), diciendo: ‘Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste’; es a saber: que hagan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo” (CB 39,5).

Y concluye el Santo citando ampliamente el texto petrino del “consortes divinae naturae”: “De donde las almas esos mismos bienes poseen por participación que él por naturaleza; por lo cual verdaderamente son dioses por participación, iguales y compañeros suyos de Dios… En las cuales [palabras de san Pedro] da claramente a entender que el alma participará al mismo Dios, que será obrando en él acompañadamente con él la obra de la  Santísima Trinidad, de la manera que habemos dicho, por causa de la unión sustancial entre el alma y Dios” (CB 39,6).

II. Participación del “obrar” divino

La participación en el “ser” va unida a la participación en el “obrar”: “operari sequitur esse”. Es un principio filosófico, que J. de la Cruz aplica a la vida espiritual. En él se funda la nueva vida del cristiano, que tiene su origen en el nuevo ser adquirido en la divinización. Este es también el fundamento de la moral cristiana, urgido por Juan Pablo II en la “Veritatis Splendor”; es “la altísima vocación que los fieles han recibido en Cristo” (VS 7).

Pero J. de la Cruz no se limita a la proclamación de este principio, sino que muestra cómo el obrar humano se va transformando progresivamente en divino, hasta alcanzar el estado de unión (S 1,5,7). Comienza este proceso con la noche de la fe: “Va Dios ilustrando al alma sobrenaturalmente con el rayo de su divina luz” (S 2,2,1). Como quiera que este proceso se produce en la oscuridad de la noche, esto es, “cegándose y poniendo en tiniebla” (S 2,8,5), “quedándose en la pura desnudez y pobreza de espíritu”, Dios le va infundiendo su sabiduría: “porque faltando lo natural al alma enamorada, luego se infunde de lo divino, natural y sobrenaturalmente, porque no se dé vacío en la naturaleza” (S 2,15,4).

Alcanzada la unión, las operaciones de las potencias “en este estado todas son divinas” (S 3,2,8), “pues están transformadas en ser divino” (ib. 9). Así, pues, en la unión “podemos decir que de sensual se hace espiritual, de animal se hace racional y aún que de hombre camina a porción angelical, y que de temporal y humano se hace divino y celestial” (S 3,26,3).

J. de la Cruz explica esta transformación divina en Noche por la acción del “divino rayo de contemplación en el alma, que, embistiendo en ella con su lumbre divina, excede la natural del alma” (N 2,8,4). Por esta luz o noche de contemplación, Dios va limpiando y purgando al alma “de todas las afecciones y hábitos imperfectos que en sí tenía acerca de lo temporal y de lo natural…, haciéndola Dios desfallecer en esta manera a todo lo que no es Dios naturalmente, para irla vistiendo de nuevo, desnuda y desollada ya ella de su antiguo pellejo. Y así, ‘se le renueva, como al águila, su juventud’ (Sal 102,5), quedando vestida del nuevo hombre, que es criado, como dice el Apóstol (Ef 4,24), según Dios. Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino unido con el divino; y, ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de manera que ya no sea voluntad menos que divina, no amando menos que divinamente, hecha y unida en uno con la divina voluntad y amor; y la memoria, ni más ni menos: y también las afecciones y apetitos todos mudados y vueltos según Dios divinamente. Y así, esta alma será ya alma del cielo, celestial, y más divina que humana” (N 2,13,11). Es la culminación del proceso propuesto anteriormente (N 2,3,3) e ilustrado con la imagen del madero transformado por el fuego (N 2,10,1-2). Pero, “aunque el alma más alta vaya, le queda algo encubierto, y tanto cuanto le falta para la asimilación total con la divina esencia” (N 2,20,6).

Cántico y Llama ahondan en esta transformación, como ya hemos visto, hablando del alma “hecha divina y Dios por participación”, en una “tal junta de las dos naturalezas y tal comunicación de la divina a la humana, que no mudando alguna de ellas su ser, cada una parece Dios” (CB 22,3-4). Por eso, en esta junta, “todos los actos de ella son divinos, pues es hecha y movida por Dios” (LlB 1,4). “Y así, todos los movimientos de tal alma son divinos; y aunque son suyos, de ella lo son, porque los hace Dios en ella con ella, que da su voluntad y consentimiento” (ib. 9). Dios, por el “embestimiento interior del Espíritu”, “penetra, endiosando la sustancia del alma, haciéndola divina, en lo cual absorbe al alma sobre todo ser a ser de Dios” (LlB 2,35).

III. El toque de la Divinidad

Con esta expresión, que bajo diversas variantes aparece en los escritos sanjuanistas unas 200 veces, queremos referirnos al grado máximo de participación de Dios. Se da en la unión mística, como comunicación sustancial de la divinidad o como toque divino en la sustancia del alma. El tema es propio de Cántico y Llama, pero aparece enunciado en los demás escritos.

En Subida, al hablar de la fe como “el próximo y proporcionado medio” de unión, la describe como “la divina luz, la cual acabada y quebrada por la quiebra de esta vida mortal, luego aparecerá la gloria y luz de la Divinidad que en sí contenía” (S 2,9,3). Es la visión “cara a cara en la gloria”, que aparecerá al quebrarse “los vasos de esta vida” (ib. 4). Pero ya en esta vida se nos da en Cristo una participación, pues en él, como dice el Apóstol (Col 2,9), “mora corporalmente toda plenitud de divinidad” (S 2,22,6).

Además, a través de la purificación de la noche pasiva del espíritu, tiene el hombre acceso a esta divinidad, pues, “aunque le empobrece y vacía de esta posesión y afección natural, no es sino para que divinamente pueda extender a gozar y gustar de todas las cosas de arriba y de abajo, siendo con libertad de espíritu general en todo” (N 2,9,1). Así, el entendimiento, “purgado y aniquilado en su lumbre natural”, es ilustrado con esta luz divina. Igualmente, la voluntad, “purgada y aniquilada en todas sus afecciones y sentimientos”, se halla dispuesta para sentir “los subidos y peregrinos toques del divino amor en que se verá tansformada divinamente” (ib. 3).

Estos toques divinos han sido ya anunciados en Subida (S 2,24; 2,26; 2,30-32), como prolongación de la acción purificativa, que en la íntima  purgación de la noche tiene lugar en la sustancia del alma: “Es cierto toque en la Divinidad y ya principios de la perfección de la unión de amor que espera” (N 2,12,6). Son “divinos toques en la sustancia del alma en la amorosa sustancia de Dios” (N 2,23,12), “toques sustanciales de unión” (N 2,24,3). Y “estima y codicia un toque de esta Divinidad más que todas las mercedes que Dios le hace” (N 2,23,12).

Con estos toques divinos se aviva el deseo de morir de amor, que “se causa en el alma mediante un toque de noticia suma de la Divinidad” (CB 7,4). Entiende y siente “ser tan inmensa la Divinidad, que no se puede entender acabadamente; es muy subido entender” (CB 7,9). Por eso pide que “le descubra y muestre su hermosura, que es su divina esencia” (CB 11,2) y que le muestre sus “divinos ojos, que significan la Divinidad”, recibiendo entonces “del Amado interiormente tal comunicación y noticia de Dios”, que no lo puede sufrir (CB 13,3). Pero al mismo tiempo le pide “que embista e informe sus potencias con la gloria y excelencia de su Divinidad” (CB 19,2). Lo cual se da por “comunicación esencial de la divinidad, sin otro algún medio en el alma, por cierto contacto de ella en la Divinidad” (ib. 4). De manera que “con verdad se podrá decir que esta alma está aquí vestida de Dios y bañada en divinidad” (CB 26,1).

Así culmina el proceso de divinización, iniciado con los primeros toques divinos. Dios “imprime e infunde en el alma su amor y gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace ‘consorte de la misma Divinidad’” (2 Pe 1,4: CB 32,4). Pero el alma no se siente satisfecha, y pide al Esposo que le dé “en aquella beatífica transformación… pura y clara contemplación de la esencia divina” (CB 39,2).

Finalmente, en Llama matiza los toques divinos con nuevas expresiones. Una de ellas es “toque delicado”, refiriéndose al Verbo, Hijo de Dios, quien lo hace: “Este toque…, por cuanto es sustancial, es a saber, de la divina sustancia, es inefable” (LlB 2,20). Es toque “que a vida eterna sabe”: “Es toque de sustancia, es a saber, de sustancia de Dios en sustancia del alma, al cual en esta vida han llegado muchos santos” (ib. 21). Es una donación recíproca de amor, obra del Espíritu Santo, “en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia…, los poseen entrambos juntos” (LlB 3,79).

Así, pues, el toque de la Divinidad es el encuentro con las divinas personas, que se da en el más profundo centro del alma. Es la inhabitación trinitaria, que el Hijo ha prometido a los que le amen (Jn 14,23), “conviene a saber: que ‘si alguno le amase, vendría la Santísima Trinidad en él y moraría de asiento en él’; lo cual es ilustrándole el entendimiento divinamente en la sabiduría del Hijo, y deleitándole la voluntad en el Espíritu Santo, y absorbiéndola el Padre poderosa y fuertemente en el abrazo abismal de su dulzura” (LlB 1,15). En el estado de unión alcanza su plenitud la inhabitación trinitaria: “El alma se hace deiforme y Dios por participación” (CB 39,4).

Tal es la culminación de la participación de la naturaleza divina. Esta aparece, en los escritos sanjuanistas, en toda su riqueza y amplitud de perspectivas: teológica y mística, ambas estrechamente unidas y en progresivo desarrollo hasta el encuentro cara a cara con la Divinidad. Pues, “estando la voluntad de Divinidad tocada, no puede quedar pagada sino con Divinidad” (Po 12,5).

BIBL. — FERNANDO URBINA, La persona humana en san Juan de la Cruz, Madrid 1956, p. 340345; GEORGES MOREL, Le sens de l’existence selon S. Jean de la Croix t. II, Paris 1960, p. 229-261; MAXIMILIANO HERRÁIZ, “Dios, engrandecedor del hombre. Palabra del místico Juan de la Cruz”, en Teología Espiritual 35 (1991) 419-435.

Ciro García

Pájaro solitario

Probablemente es la alegoría sanjuanista que más ha preocupado a los estudiosos. No tanto por su importancia doctrinal o literaria cuanto por su singularidad y extrañeza. Hasta el presente no se ha individuado con absoluta certeza el enigmático pájaro al que alude J. de la Cruz ni tampoco la fuente precisa de su inspiración, aunque existen precedentes literarios que se remontan hasta el siglo IX en la literatura persa (Luce López-Baralt). No hace al caso recordar aquí las diversas propuestas de los investigadores. Bastará destacar la aplicación espiritual ofrecida por el Santo. Sorprende, con todo, que los estudiosos no hayan advertido la coincidencia del Santo con  S. Teresa (Vida 20,10), lo que sugiere procedencia común.

Se halla en el CE en ambas redacciones. El texto que se lee en la serie de  avisos conocida como Puntos de amor (n. 4) es simple adaptación posterior de lo escrito en el CE. No se trata de un texto original del Santo. Tampoco parece que compusiese realmente una obra sobre las propiedades del pájaro solitario, según testimonio de algún discípulo suyo. Aludía probablemente al breve texto del CE (cf. Escritos, 422-425).

La idea sanjuanista de comparar la contemplación con el pájaro solitario arranca seguramente del texto bíblico: “Recordé y halléme hecho como el pájaro solitario en el tejado” (Sal 101,8) citado en latín y brevemente comentado en la Subida (2,14,11), precisamente a propósito de la  contemplación o “noticia amorosa”, que eleva al alma sobre “todas las formas y figuras y de la  memoria de ellas.

El paralelismo doctrinal con el texto del CE es manifiesto. No hace falta para descubrirlo la constatación de que repite la misma cita bíblica en latín y en versión castellana, exactamente igual que en la obra anterior. A este propósito conviene recordar dos cosas: en primer lugar, que S y CA son cronológicamente muy próximos, coetáneos; luego, que el sistema de alegación bíblica es idéntico en ambos escritos. No deja de ser interesante que el mismo argumento suscite en el Santo la misma referencia bíblica e idéntica aplicación espiritual.

Las cinco propiedades atribuidas al enigmático pájaro solitario le sirven en el CE para enumerar otras tantas propiedades del alma que ha llegado a gozar de la  advertencia amorosa en Dios, es decir, tiene: altísima contemplación, su afecto en el amor de Dios,  soledad de todas las cosas, sabrosísimas alabanzas a Dios y ausencia de afecto sensual y de amor propio, sin “particular consideración en lo superior ni inferior” (CB 14-15,24). Estos rasgos coinciden con los expresados de otra manera en la Subida y sin numeración: levantamiento de mente a inteligencia sustancial, enajenación y abstracción de todas las cosas, formas y figuras, soledad y abstracción de las cosas, elevación de la mente en lo alto, “saber solamente a Dios sin saber cómo” (2,14,11). Son secundarios el orden y el número de rasgos y propiedades; lo decisivo es la apropiación alegórica del pájaro solitario para describir la situación del alma en el sosiego y  silencio de la  noticia general y amorosa de Dios (CB 1415,25). Eso es lo que le interesa destacar a J. de la Cruz.

BIBL. — LUCE LÓPEZ-BARALT, “Para la génesis del ‘pájaro solitario’ de san Juan de la Cruz”, en Huellas del Islam en la literatura española, 2ª ed. Madrid, Hiperión, 1990, p. 59-72; DOMINGO YNDURÁIN, “El pájaro solitario”, en ACIS I, p.143-161; ARMANDO LÓPEZ CASTRO, “El motivo poético del pájaro solitario sanjuanista”, en SJC 14 (1998) 95-105.

Eulogio Pacho

Padecer / mientos

Juan de la Cruz no es masoquista, ni tiene nada de sombrío. Es el místico enamorado de Dios que, madurado en el amor teologal, quiere compartir su experiencia luminosa de  Dios para acompañar a otros por el camino espiritual. Pero es un hombre realista, y sabe bien que el camino del amor conlleva también su dosis de  cruz, tanto para Dios como para el  hombre. Y el amor no se reduce al mero gozar, sino que incluye también, siempre, el padecer. Anverso y reverso de una experiencia y una realidad que él nos invita a vivir plenamente, en todas sus facetas.

En el Santo “padecer” tiene dos connotaciones diversas, aunque generalmente unidas: por un lado “padecer” se opone a “gozar”, y tiene ahí su connotación dolorosa; por otro, “padecer” se opone a “hacer”, y ahí manifiesta una connotación más cercana a la pasividad. Juan está seguro de que, en esto de ir a Dios, “el camino de padecer es más seguro y aun más provechoso que el de gozar y hacer” (N 2,16,9). Dos son las razones: se le añaden al hombre fuerzas de Dios sobre la propia debilidad, y, además, se va purificando, adquiriendo virtudes y sabiduría.

El “padecer” es la experiencia sensible más intensa del largo y trabajoso proceso de la  “noche oscura” que, necesariamente, ha de atravesar el hombre para llegar a la plena comunión con Dios. Y al hablar de la experiencia de la “noche” es cuando el Santo más echa mano del verbo “padecer” para expresar la vivencia espiritual (N 1,10,1; 1,11,2; 2,3,2; 2,5,4; 2,6,1-5; 2,2,9; 2,10,7; 2,11,6-7; CB 14,19; 14,30; 16,6; LlB 1,19-23; 3,3.68, etc.). Alguna vez explicita el Santo cómo “la causa de padecer el alma tanto a este tiempo por él es que como se va juntando más a Dios, siente en sí más el vacío de Dios y gravísimas tinieblas en su alma, con fuego espiritual que la seca y purga” (CB 13,1). En medio de la “noche” el más intenso padecer quizá le venga de la sospecha de si ha perdido a Dios para siempre, o si está ya dejada de Dios (N 1,10,1; 2,13,5; LlB 1,20). En el Cántico espiritual esto mismo se traduce, desde la intensidad creciente del amor, en un vivo padecer por la “ausencia” del Amado (CB 1,2; 1,16; 2,6; 17,1).

Con todo, para J. de la Cruz uno de los signos más evidentes de la autenticidad de la propia experiencia de Dios es si el alma no rehuye los padecimientos, sino que más bien queda como “animada” a padecer por aquel a quien ama de veras (S 2,26,7; CB 2,5; 11,7; 25,7). Pero el padecer no es condición permanente para el alma, ya que terminada la purificación cesan los padecimientos: “purificada, no padece” (LlB 2,24). Aunque durante el  “desposorio espiritual”, los padecimientos pueden ser aún abundantes (cf. CB 14,30; 16,6; 17,1; 18,1-2; 19,1; 20,10; etc.), concluida la fase catártica, el sufrimiento, incluso físico, tiene otra dimensión diferente: se vuelve oblativo y redentor. Las canciones 36 y 37 del Cántico describen cómo el camino que conduce a la gozosa experiencia de Dios, llena de sabiduría e inteligencia espirituales, pasa necesariamente por “la espesura” del padecer, donde el alma se aquilata y se capacita para esta gracia, de manera que conforme a lo que padece así también goza (cf. también N 2,23,10; LlB 3,18; Av 6,5; Ct a Catalina de Jesús: 6.7.1581). El comentario al verso “y toda deuda paga” constituye el elogio más cabal al fruto espiritual del padecer por Dios. Este nunca queda en deuda; todo lo recompensa con creces, aun en esta vida (LlB 1,23-31).

Arranca de esta visión el Santo al recomendar sin titubeos el “gozo en el padecer” (Av 3,6). Recordará en su dirección espiritual que el padecer es la mejor forma de imitar a  Cristo (cf. S 2,7,5; S 2,29,9; Av 1,14; Ct a las Carmelitas de Beas: 18.11.1586; Ct a María de Jesús: 18.7.1589; Ct a Ana de Jesús: 6.7.1591). Detrás de todo podemos vislumbrar una profunda comprensión de la dinámica pascual (muerte/ vida) de la vida cristiana que, expresada de una forma o de otra, reaparece siempre en toda la historia de la espiritualidad como eje fundamental que debe articular el proceso espiritual y el desarrollo pleno de la vida de la gracia en nosotros.  Cruz, dolor, pena, sufrimiento.

Alfonso Baldeón-Santiago

Oración

“Doctor de la oración” llamó el papa Pío XI a Juan de la Cruz en el breve declaratorio de su doctorado. Es el motivo central de su doctorado. Y sin embargo este maestro no habla de la oración directa y expresamente, no se plantea sistemáticamente la descripción, definición, división y problemática que surge en la oración cristiana; y a cualquier lector, sin perjuicio de lo dicho, le parece que no deja de hablar de oración.

El mensaje sanjuanista sobre la práctica cristiana de la oración es por eso de gran hondura, amplitud y originalidad. Hondura porque coloca la cuestión más allá de la mera descripción y didáctica de un ejercicio concreto o de una práctica devocional; amplitud, porque traslada la cuestión sobre la dificultad o sobre el ejercicio de la oración a la pregunta por su autenticidad, es decir, desplaza la cuestión sobre la oración, su qué, su cómo, su cuándo y dónde a la cuestión sobre quién es el que ora y en qué condiciones se puede decir que un hombre ora. Le importa hacer orantes no hacer ni enseñar oraciones; de ahí la originalidad de su mensaje.

Quedan las preguntas sobre la oración desplazadas hacia el campo de cómo es Dios y cómo es el hombre que se buscan y encuentran en la cancha y lucha de la oración; y por tanto todas sus relaciones, cifradas sanjuanistamente como “unión de amor y como vida teologal en Cristo”, se interpretan o pueden ser tomadas como vida de oración. Todas esas relaciones complejas como la vida van a ser por tanto observadas, descritas, analizadas en cuanto se reflejan en el campo de la oración. Por condicionamientos culturales de su tiempo y de los instrumentos conceptuales y de vocabulario en curso en su época la apariencia es de un exceso de oración: parece que no haya otros elementos en la vida cristiana, pero la verdad es que en ella refluyen todos los frutos y situaciones de la vida creyente, en ella se observa como en la pantalla de la conciencia, la gracia de la vida divina en cuanto le es dado alcanzarla al protagonista humano.

Para estudiar el tema y respetar esta amplitud, originalidad y profundidad es preciso abordarlo, primero como experiencia personal; como clave de lectura del conjunto de su doctrina y como mensaje explícito sobre la práctica concreta de la oración. En sentido amplio podría el tema abarcar el entero sistema y el completo proceso sanjuanista, en sentido estricto habríamos de partir de los textos cuyo fin es expresamente enseñar, criticar, recomendar o describir formas del acto concreto y singular de la oración tomada como práctica particular de diálogo expreso con Dios.

I. La oración vivida

Esta realidad permanente de la vida cristiana tiene en J. de la Cruz un dato biográfico previo indisociable de su mensaje: su propia experiencia. Dedicó a ella su vida entera. La aprendió en la infancia. Le penetró por los poros con todas las riquezas e impurezas y poluciones con que la vive el pueblo pobre en que vivió. La encontró en la atmósfera cultural e ilustrada de aquella época y sociedad sacralizada; llegó a ella cuando la oración era el último “descubrimiento” de los albores de la modernidad: conquista y cultivo del continente de la interioridad, la subjetividad moderna. Se vio entre dos filos: el formalismo tentado de fariseísmo y de superstición del catolicismo popular y el iluminismo subjetivista de los grupos espirituales más fervientes. La oración era el gran ejercicio espiritual de la época, la moda intelectual por excelencia. En cierto modo es la palanca que hace girar y cambiar la época medieval en moderna: de una religiosidad exterior, social y formal a una espiritualidad de devociones, personal, interior y a veces “de interior”; del primado de la objetividad, al primado del sujeto en la experiencia humana y religiosa.

Cuando J. de la Cruz alcanza a encontrarse con esta corriente cultural, ya la práctica y la pedagogía de la oración ha llegado a sus cumbres: ‘devotio moderna’, franciscanos, Luis de Granada, Teresa de Jesús. En esta corriente se nutre y con ella ha de encontrarse y definirse J. de la Cruz. Oración y piedad infantil en su familia; oración en su juventud ligada al trabajo y al estudio; oración en la cárcel, lóbrego oratorio y seco reclinatorio. Oración busca cuando se declara su crisis de vocación; y su opción por el Carmelo y por iniciar un Carmelo reformado, siguiendo el apenas esbozado modelo Teresiano, indica que es hombre que de su talante radicalmente contemplativo quiere hacer su centro y columna vertebral.  Duruelo será la cifra de su intento: la sabiduría mística alcanzada por la sobriedad y el desierto, por la oración y el silencio: “Supe que después que acaban maitines hasta prima no se tornaban a ir, sino allí se quedaban en oración, que la tenían tan grande que les acaecía irse con harta nieve los hábitos cuando iban a prima y no lo haber sentido” (F 14, 7). Santa Teresa destaca esa componente como privilegiada en su proyecto vital desde el arranque mismo.

Los testigos se esfuerzan en vano en hacernos saber lo que es evidente: fue “un hombre de altísima oración”, que “trataba cara a cara con Dios”, que “supo y sintió altamente de Dios”. Hablan admirados y ciertamente condicionados por las preguntas de sus preferencias en cuanto a lugares (coro, templo, celda y montes y campos, a la orilla del río “donde los pececillos se entrecruzan bajo el agua”, de camino, en ventas y posadas), tiempos (días y noches enteras, vigilias y madrugadas), momentos (antes de cualquier empresa o determinación, “tengo oración para todo lo que tengo que tratar y aunque haya mudanzas no me mudo de lo que Dios me dijo en la oración”), duración (muchos o largas horas, noches enteras), posturas (de rodillas, con las manos puestas) y de su modalidades (con la Biblia, a solas en lo secreto, en una cuevecica, en los riscos altos de la huerta, en una ermita, entre los árboles, entre unos mimbres, junto a una acequia, “se salía por aquel desierto: BMC 14, 107) y estilos: ante el santísimo Sacramento, la ordinaria presencia de Dios que traía era traer su alma dentro de la Santísima Trinidad” (BMC 14, 196), “siempre andaba en oración” (BMC 14, 37, 51, 182), “parecía que de continuo le tiraban el corazón del cielo” (BMC 14, 293). Baste el testimonio no condicionado por pregunta de tribunal alguno de santa Teresa. “Mucho me ha animado el espíritu que el Señor le ha dado y la virtud, entre tantas ocasiones, para pensar llevamos buen principio. Tiene harta oración y buen entendimiento” (Ct del 6.7.1568). La observación de  S. Teresa es más interesante por cuanto proviene de la primera hora de fray Juan cuando aún sólo se propone ser descalzo. La oración ya era casi consubstancial a él. La biografía efectivamente vivida no hará sino confirmar este primer rasgo de su estilo y vida personal. Todo es oración en la vida de fray Juan. Su diálogo con Dios es constante y fluido, del mismo tono que su existencia entera. Si el estilo es el hombre, la oración es el creyente.

II. Experiencia

No sólo los testigos de vista de su aventura interior son buenos para hablar de su modo de orar; ha orado escribiendo, y por tanto ha dejado pasar algo de su modo, de su secreto e íntimo estilo a los libros. Podemos rastrear su experiencia de oración en las oraciones que han quedado sembradas por sus páginas. No son tantas como en el caso teresiano, pero sus obras además de enseñanzas, glosas, cautelas, preceptos y consignas sobre el camino de la oración, guardan piezas de oración, escritas en estilo directo como verdaderas plegarias dirigidas espontáneamente a Dios. El acto de escribir, limita de por sí la espontaneidad en el acto de orar, pero algo de su estilo y su modo de orar se alcanza observando oraciones compuestas y escritas.

La más frecuente oración es quizá la de servirse de la Escritura, para escuchar y responder a la palabra de Dios. Un acercamiento vivencial que hace que la Palabra de Dios sea alimento y expresión de su misma oración: palabra recibida y palabra ofrecida.

La oración litúrgica era parte de su tiempo y su vocación; tanto la misa como la del Oficio divino. De su sensibilidad litúrgica y su práctica de acomodar la propia oración al tiempo que la iglesia vive es buen exponente este texto: “Estos días traiga empleado el interior en deseo de la venida del Espíritu Santo, y en la Pascua y después de ella continua presencia suya; y tanto sea el cuidado y estima de esto, que no le haga el caso otra cosa ni mire en ella, ahora sea de pena, ahora de otras memorias de molestia; y todos estos días, aunque haya faltas en cada, pasar por ellas por amor del Espíritu Santo y por lo que se debe a la paz y quietud del alma en que él se agrada morar” (Ct a una Descalza, por Pentecostés de 1590). José Vicente Rodríguez ha observado que esta famosa oración tiene estructura, tono y sabor de colecta litúrgica: “¡Recuérdanos tú y alúmbranos, Señor mío, para que conozcamos y amemos los bienes que siempre nos tienes propuestos, y conoceremos que te moviste a hacernos mercedes y que te acordaste de nosotros” (LlB 4,9).

De su cuidado y aprecio por la oración de la Iglesia hay testimonio escrito también por él y muchos testimonios de su exquisito respeto y atención por la sobria manera de rezar de la Iglesia: “De esta manera, pues, se han de enderezar a Dios las fuerzas de la voluntad y el gozo de ella en las peticiones, no curando de estribar en las invenciones de ceremonias que no usa ni tiene aprobadas la Iglesia católica, dejando el modo y manera de decir la misa al sacerdote, que allí la Iglesia tiene en su lugar, que él tiene orden de ella cómo lo ha de hacer. Y no quieran ellos usar nuevos modos, como si supiesen más que el Espíritu Santo y su Iglesia. Que si por esa sencillez no los oyere Dios, crean que no lo oirá aunque más invenciones hagan. Porque Dios es de manera que, si le llevan por bien y a su condición, harán de él cuanto quisieren; mas si va sobre interés, no hay hablarle (S 3,44,3).

Aunque su crítica a la religiosidad popular es seria y radical, no cae en ningún exceso erasmista ni iconoclasta luterano, deja la oración y el uso de imágenes, fórmulas, expresiones externas en su punto: ni la hueca o farisaica oración formalista y externa, popular y supersticiosa, hechiza y mágica; ni la mera oración de interior, iluminada y sin mediaciones ni recursos devocionales, sin expresión pública o común, sin encarnación ni sacramentos. Se ha servido de las imágenes, del agua bendita, de las procesiones y demás rituales y gestos de la religiosidad del tiempo; se ha interesado por el adorno y la estética religiosa; ha pintado para expresar su sentimiento (dibujo con el Cristo), ha usado sobria pero constantemente de la imaginación y, purificada su sensibilidad, ha exigido adecuación estética de los medios al nobilísimo fin del encuentro con Dios. Es conocido su diálogo con un cuadro de Cristo con la Cruz. Una imagen ha preferido ciertamente a todas las demás: la cruz.

Ha usado la música y el canto en su oración, en los caminos, en las fiestas conventuales, en la declamación de sus poemas. Ha orado en la salud y en la enfermedad, ha orado pidiendo y obteniendo favores, para sí y para otros que los testigos han interpretado como extraordinarios y como fruto de su oración. Ha usado con sencillez de la oración de petición y su aparente ineficacia está bien explicada en Cántico (2,14).

Allí se habla de la necesidad de paciencia y de tiempo para que la petición se vea cumplida “que, aunque Dios no acuda luego a su necesidad y ruego que no por eso dejará de acudir en el tiempo oportuno el que es ayudador … en las oportunidades y la tribulación, si ella no desmayare y cesare” (ib.).

Ha muerto orando con salmos, con una imagen en la mano siguiendo los preceptos de la buena muerte y el arte de bien morir.

III. Así oraba

Una antología de oraciones sanjuanistas (A. Ruiz, San Juan de la Cruz, maestro de oración, Burgos, 1991) muestra la abundancia de textos y la riqueza y peculiaridad de estas oraciones, tan tocadas por sus versos y tan entrelazadas en su contexto vital y doctrinal, tan suyas en fin, que es imposible rezarlas a quien ande desprovisto de su experiencia. Siempre nos quedan grandes por su ardor o por su calidad poética; y aunque a cada uno la ayudan a descubrir su propia gracia, esta sustitución y pretendido vicariato de nuestra propia oración nunca es total ni adecuada, nos queda holgada su oración. No llenamos ni alcanzamos su sentido.

Además de los versos que hablan al tú divino, abundan en sus páginas los soliloquios, los idilios, las elevaciones (LlB 2, 15-19) y exclamaciones, las admiradas glorificaciones o doxologías. Habría que completar el elenco con las muchas veces en que el orante Juan se disfraza y disimula su voz citando la  Escritura: para las quejas más amargas ante la ausencia, silencio o fuego amargo de Dios y para los delirios más atrevidos del idilio se remite y disimula bajo la voz de Jeremías o de la Esposa del Cantar. Las oraciones con cita escriturística completan la manifestación del alma orante y completan el repertorio. Habla el místico por boca del profeta. Los coloquios versificados del  Esposo y Esposa disfrazan su voz y dan salida a su peculiar modo de orar y de hablar con el Amado.

No podemos citar todas las ocurrencias de una oración, basta que el lector busque la función apelativa del lenguaje presente en el relieve del texto: allí donde se reclama, se pide o se invoca a un tú divino hay una oración evidente o disfrazada. Muchas de ellas, nacidas en la ardiente estrella de los versos, pasan al planeta de la prosa frías y aguadas, llenas de incisos y comentarios; queda siempre un rastro de oración, aunque prosaica por acomodarse a los modos del glosador.

Este disfraz femenino de la esposa, o el que recubre el alma del místico con las palabras y sentimientos del salmista, de los profetas, dolientes o videntes, es un recurso que habla de su discreción, de su renuencia a presentarse en primera persona, de su pudor y de su humildad retórica o sincera que evita la presencia del yo. Oración poética, disfrazada bajo la palabra de salmistas y de profetas, o bajo la palabra de las mujeres apasionadas buscadoras del amor y de una concreta y personal presencia. En todo caso oración sanjuanista.

Por este recurso al disfraz y por tener su primera versión en los poemas las oraciones que pasan a sus escritos son tan personales y vivas que con dificultad pueden usarse como fórmulas de pauta. Tan ligadas están mediante sus poemas a su experiencia vital que su colección no sirve de devocionario.

Podemos en ellos escuchar su viva palabra, pero no imitarla. Interesa ahora que a pesar de su cuidado y de su natural pudor, a pesar de estar escondidas entre sus páginas calculadamente serenas y anónimas, su voz se escucha en la oración.

Todo el sistema sanjuanista ha tenido versiones en verso, ha sido fuego de amor, se ha cocido antes en la fragua del diálogo amoroso. Los poemas son oraciones en algunos tramos, algunos por entero: La fonte es una oración confesante, el Vivo sin vivir en mí, un poema escatológico; el Cántico es oración en sus partes dialogadas, cuando el sujeto de la enunciación es evidentemente el protagonista mismo del poema; la Llama de amor viva y la quinta estrofa de la Noche en cuanto exclamaciones que se prolongan en los comentarios.

En los avisos espirituales está el primer manojo de oraciones nacidas de su pluma. (Av pról, 2, 16, 26, 27, 31, 33, 34, 47, 48, 50, 53), pero es la oración de alma enamorada su mejor exponente de oración escrita. Es un prototipo de oración cristiana: Se dirige al Padre, se alcanza en Cristo y por Cristo, surge nacida de la pobreza y el pecado (si todavía te acuerdas de mis pecados), reclama sólo la voluntad de Dios (haz en ellos tu voluntad), apela a la misericordia (ejercita tu bondad y misericordia) y expone nuestra radical impotencia (si esperas a mis obras… dámelas tú… ¿quién se podrá librar… si no lo levantas tú…? ¿Cómo se levantará el hombre…?) La oración pasa por un reflujo de pausa y silencio hasta que nace en la conciencia creyente la certeza de que en este tiempo de gracia “en tu único Hijo Jesucristo me diste todo lo que quiero”. Ya no hay pobreza, la oración se convierte en exultación por lo conseguido ya en Cristo: “Míos son los cielos y mía es la tierra…”. Vuelve al soliloquio (Tuyo es todo y todo para ti no te pongas en menos…) y termina enigmáticamente señalando el camino de la consecución de las peticiones: conciencia y gozo actual incompleto, pero cierto, de la gloria iniciada y anticipada en Cristo.

Las oraciones personales del Santo son su primer paso en el camino de mistagogía espiritual que propone. Por esa puerta se ha de entrar en su pensamiento y mensaje.

IV. Doctrina

La oración como ejercicio teologal queda por supuesto en la enseñanza y en la vida de fe que el Doctor Místico enseña. Importa decir que el Santo desde el inicio se remite a lo ya dicho, escrito y enseñado. Es muy posible que en su concreta pedagogía de la oración siguiese otra presentación que la que pasó a sus obras mayores. De eso no va a hablar, ni “de cosas morales y sabrosas”, ni de grados y formas de oración. Desde el principio hay que avisar que Juan de la Cruz no es maestro de oración en cuanto que presente un buen sistema pedagógico, un completo elenco de temas, un orden de formas y concretas maneras de proceder.

Quien busque este tipo de enseñanza se lleva gran decepción. Busque más bien la formación de un orante y de sus actitudes teologales y aprenda eso que es orar, poner en acto la vida teologal de la fe y la esperanza y el amor en ejercicio. Y de eso sí es maestro y experto guía J. Ahí sus exigencias se ridiculizan, su doctrina se simplifica, su magisterio se amplía a todo creyente y sus consignas se aclaran.

Como todos los elementos del organismo espiritual, la oración se transforma al ritmo del progreso espiritual. Marca su crecimiento el ritmo de la vida teologal. Por ello J. comienza su exposición por la formación del orante en sus actitudes fundamentales para orar: libertad y purificación de la mente, el recuerdo y el corazón para poder orar en espíritu y verdad. Ese aprendizaje de la fe, de la pobreza y desnudez espiritual y del amor fuerte es el núcleo duro de su pedagogía para orar (y para vivir).

1. ES NECESARIO ORAR PARA NO CAER. Comienza el Santo su enseñanza por una descripción en aguafuerte de la miseria del hombre sin oración (S 1,610). Pondera su esclavitud, su debilidad, su enorme ceguera e ignorancia, la miseria en fin del hombre sometido bajo la férula de lo sensual, de lo más bajo de sí mismo. La oración en el pensamiento sanjuanista no es sólo un recurso de nuestras necesidades. La oración es un instrumento de unión con Dios, y que, por tanto, previamente ha de remover los obstáculos, los apetitos y apegos que esclavizan e impiden toda lucidez para conocer y escuchar la voz de Dios. La oración delata ante el hombre su existencia miserable y le muestra su altísima dignidad y vocación. Con “la inflamación mayor de otro amor mejor” (S 1,14,2) puede el hombre iniciar su camino de oración.

2. CRÍTICA Y EDUCACIÓN DE LA MISMA ORACIÓN (S 3,35-45). Es significativo destacar que el mensaje más directo sobre la oración Juan de la Cruz lo ha enmarcado en la educación de la voluntad por el amor o la caridad sobrenatural. Orar para él y orar bien no es cuestión sino de saber amar con libertad y con fortaleza. Es cuestión de voluntad purificada y determinada. En ese contexto repasa las formas, mediaciones y métodos que su tiempo y sociedad usaba para orar. Su doctrina de la purificación activa del espíritu le sirve para denunciar la insuficiencia de todo ejercicio meramente exterior de la religión en general y de la oración en particular. Denuncia el desvío de la fuerza afectiva del amor, de la energía psíquica del hombre, hacia las mediaciones que ciertamente favorecen, pero no ejecutan verdadera comunión con Dios. Declara frustrada la oración sin contacto con Dios en espíritu y en verdad; es falsa aquella oración que privilegia las mediaciones, así sean las más santas realidades, los mismos sacramentos o las imágenes, sobre el compromiso personal y la fuerza de la voluntad entregada y personalmente dada y efectivamente sacrificada en su centro de deseo, de afecto, de deliberación y opción en libertad. Ése vivo centro es lo que compone la respuesta oracional autentica. Ni imágenes ni retratos (S 3,35) pueden llevarse “la honesta y grave devoción del alma”; clama el santo por la purificación de la religión, por la evangelización de la oración, siempre en riesgo de paganizarse. Acusa de idolatría a su tiempo y sociedad. “La viva imagen que motiva para orar ha de buscarse dentro de sí…, es Cristo crucificado” (35,5). Recomienda por extenso sobriedad, sencillez y despego en el uso de estas motivaciones y fervores artificiales o exteriores. Reclama desnudez y pobreza de espíritu en el modo de orar. Una fuerte purificación de la oración, una serena evangelización, pide ante todo retener y seguir las consignas del Señor: buscar primero lo importante, la voluntad de Dios; lo demás es añadidura, (S 3,44,2); confiar en el modo de orar de la iglesia más que en el propio gusto (ib. 3); ser despegados y orar en gratuidad, no tratar de forzar a Dios “que Dios es de tal manera que si le llevan por bien y a su condición, harán de él cuanto quisieren; mas si va sobre interés no hay hablarle” (ib.); no multiplicar experiencias y modas, que “no enseñó variedad de peticiones, sino que éstas se repitiesen muchas veces y con fervor y con cuidado; y sin otras ceremonias que el silencio y la soledad “con entero y puro corazón” (ib. 4) en el desierto o en la noche.

Está J. de la Cruz siempre repitiendo las críticas del evangelio contra el peligro farisaico de los hombres de oración. Sobre los rosarios (ib. 7-8) dice: “no importa más para que Dios oiga mejor lo que se reza sino la oración que va con sencillo y verdadero corazón no mirando más que agradar a Dios. Todo asimiento a los medios va contra oración verdadera. Sobre las imágenes y las romerías (ib. 36) aplica el mismo criterio: “Purificar el gozo de la voluntad en ellas y enderezar por ellas el alma a Dios…, no haciendo caso de nada de estos accidentes, no repare más en ella, sino luego levante de ahí la mente a lo que representa, poniendo el jugo y gozo de la voluntad en Dios con la oración y devoción de su espíritu” (ib. 37,2). Hace en estos capítulos un precioso reportaje y cuadro de costumbres de época, distanciándose irónicamente de lo que observa. Para los oratorios y lugares de oración también establece criterios; después de describir los ridículos modos y preferencias en que gasta lo que a Dios se debe, promueve el arte y a la estética, pero ligada a la sobriedad.

No olvidemos que está apuntando el barroco, ¡qué habría de decir si le hubiese tocado el siglo siguiente! Fiestas, ceremonias, fórmulas de oración u “oraciones ceremoniáticas” (S 3,43,3), rezos, misas de encargo, sufragios, ofrendas y rogativas, procesiones, peregrinaciones, todo es mirado con distancia y leve sonrisa, todo lo quiere ver reducido a lo que es: una mediación; y por tanto deja toda ayuda y forma de oración sometida al mismo riguroso criterio teologal de buscar el encuentro personal con Dios por encima de y a través de todo artificio orante.

Sencillez de fe, desprendimiento, confianza en Dios y no en nuestras obras y palabras, recogimiento afectivo. Además de un general criterio estético de buen gusto ajeno a todo exceso, pide sobriedad en la participación emocional y especialidad en la búsqueda y parsimonia de palabras, gestos y expresiones. “Sepan, pues, éstos que cuanta más fiducia hacen de estas cosas y ceremonias, tanta menor confianza tienen en Dios, y no alcanzarán de Dios lo que desean. Hay algunos que más oran por su pretensión que por la honra de Dios; que, aunque ellos suponen que, si Dios se ha de servir, se haga, y si no, no, todavía por la propiedad y vano gozo que en ello llevan, multiplican demasiados ruegos por aquello, que sería mejor mudarlos en cosas de más importancia para ellos, como es el limpiar de veras sus conciencias y entender de hecho en cosas de su salvación, posponiendo muy atrás todas esotras peticiones suyas que no son esto. Y de esta manera, alcanzando esto que más les importa, alcanzarían también todo lo que de esotro les estuviere bien, aunque no se lo pidiesen, mucho mejor y antes que si toda la fuerza pusiesen en aquello” (S 344,1). El padrenuestro le parece suficiente fórmula y recurso bastante.

3. PURIFICACIÓN PASIVA DEL SENTIDO. La otra gran crítica de la oración la expone J. de la Cruz en la sección de la Noche oscura dedicada a justificar la necesidad de la primera noche del espíritu (N 1,2-7). Argumenta mostrando los defectos de los aprovechados o de los espirituales. Una crítica de fondo penetra toda su relectura o extrapolación de los pecados capitales en el contexto de la vida espiritual avanzada. Dos defectos radicales encuentra: infantilismo y fariseísmo de la oración o de los estilos de relación con Dios. Muchas observaciones son del campo de la oración, pero pueden manifestarse en otras expresiones de la vida espiritual de contemplativos y “aprovechados”. La oración al fin es intérprete del omnipotente deseo humano y éste no nos da la unión con Dios, sino la apertura a la pura gracia que se ha de recibir con humildad y en fe desnuda. No es la afirmación en la calidad o cantidad de los ejercicios de oración lo que funda el valor de la oración cristiana, sino la limpia disposición a la gracia gratuitamente recibida. A denunciar los “ramos de soberbia oculta”, de vanidad sutil, de avaricia y gula espiritual, etc., dedica espléndidos capítulos llenos otra vez de ironía y agudísimos en su penetración y denuncia de la espesa trama de nuestros mecanismos de defensa y autojustificación. Una de las piezas maestras sobre las trampas de la oración, sobre su ambigüedad e incluso sobre su miseria en cuanto gesto humano, también inapropiado para cumplir su pretensión de unirnos con Dios. Moldeado este gesto humano por la vida teologal de fe, esperanza y amor, purificado y sencillo dará maduros frutos de gracia y belleza que regenera al hombre (N 2,12-13).

4. LA MEDITACIÓN. Entrar en la vida de oración es entrar en la  meditación de los misterios: “Lo primero traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él” (S 1,13,3) Naturalmente nunca la oración es solo meditación. Es compromiso de ejercitar lo allí aprendido y recibido. La oración tiende a cambiar al hombre para la comunión con Dios, no a cambiar a Dios. Considerar, conocer, discurrir, imaginar son actos del entendimiento que ha de ser elevado por la fe para que den de sí su valor teologal. Es lo que enseña el Santo en Subida 2,12,3; 2,15, verdadero tratado de la meditación. Alabanza de contemplación y menosprecio de la meditación habría que titularlo. Sin embargo, hay que entender que “a los principiantes son necesarias estas consideraciones y formas y modos de meditación para ir enamorando y cebando el alma por el sentido… y así le sirven de medios remotos para unirse con Dios, pero ha de ser de manera que pasen por ellos y no se estén siempre en ellos” (S 2,12,5). Esta es la sustancia del pensamiento sanjuanista. La meditación no es una forma de oración perenne, más bien es un estilo de relación de trato con Dios para siempre, pues comporta reducción de Dios imágenes y pensamientos a ideas y proyectos nuestros. Como forma de oración mental o vocal puede permanecer, pero cambiando sus estilos y modos de darse pues no es medio adecuado para la unión con Dios. Su mejor servicio es que habitúe al trato humilde con Dios, que vaya enamorando, que vaya disponiendo para la aparición de otro modo de comunicación teologal.

5. LA CONTEMPLACIÓN. Es la forma por excelencia de oración sanjuanista. Es en ella el maestro por excelencia. Ésta es la que considera realidad permanente en toda autentica oración, éste es el estilo respetuoso con el modo de darse la verdadera experiencia religiosa. Sabe que hay muchos orantes que ni sospechan que lo son y muchos que creen tener oración carecen de ella (S pról. 6), por eso, busca ante todo enseñar este modo de orar que es válido para ejercerlo sobre todas las mediaciones y bajo todas las demás formas de oración: vocal, mental, litúrgica, personal, “lectio divina”, rito corporal, etc.

La oración contemplativa se compone ante todo de ejercicio de fe, esperanza y amor. Se educa con aprendizaje del recogimiento y de los actos anagógicos de la fe; se aprende y adquiere inicialmente mediante el ejercicio perseverante de la meditación. De hecho, es el fruto (sobre)natural y esperado de la meditación y de cualquier otra forma inicial de oración. Es la meta y es la sabia de todos los actos religiosos. “Ya el alma en este tiempo tiene el espíritu de la meditación en sustancia y hábito. Porque es de saber que el fin de la meditación y discurso en las cosas de Dios es sacar alguna noticia y amor de Dios … y vienen por el uso a continuarse tanto, que se hace hábito en ella… por el uso se ha hecho y vuelto en ella en hábito y sustancia de una noticia amorosa general, no distinta ni particular como antes. Por lo cual, en poniéndose en oración, ya, como quien tiene allegada el agua, bebe sin trabajo en suavidad, sin ser necesario sacarla por los arcaduces de las pesadas consideraciones y formas y figuras. De manera que, luego en poniéndose delante de Dios, se pone en acto de noticia confusa, amorosa, pacífica y sosegada, en que está el alma bebiendo sabiduría y amor y sabor” (S 2,14,2). La descripción es completa y suficiente para entender de qué habla el Santo. Aunque contemplación es una noción de tal magnitud y porte que desborda su consideración ceñida al estrecho margen de las formas de oración podemos decir que ante todo contemplación es el modo de toda gracia verdadera. Es noticia amorosa y en la noche, es decir, sin participación discursiva y sensitiva.

En el conjunto de la pedagogía sanjuanista esta gracia y la disposición necesaria para ella que a veces toma el mismo nombre ocupa el más alto rango en su escala de valores y por tanto su más alto aprecio. Funciona como el ideal que asintóticamente busca incesantemente el orante.

6. LAS SEÑALES. El inicio de esta nueva comunicación de Dios es un tópico que le ha preocupado por tres veces al menos y hasta parece por el prólogo de la Subida que es la razón práctica de sus libros. S 2,12-15, N 1,910 y LlB 3,31-67 se ocupan de esta etapa sumamente delicada y desconocida por los guías espirituales de su tiempo. No hay que repetir aquí las señales de aparición de la contemplación purgativa o de la contemplación serena: básicamente se resumen: la primera, no poder meditar, cesa la concentración y aparece una extraña sensación de no avanzar; la segunda, no encontrar gusto en las cosas de Dios, pero tampoco en las profanas, sequedad y la tercera en medio de todo una fuerte solicitud por entregarse a Dios con fidelidad. Si éstas se dan juntas, el autor recomienda confiar y esperar en que Dios está al fondo de estas sensaciones. La contemplación purgativa e infusa hace su aparición. Dios prepara su morada.

La esencia está definida así: en la contemplación “de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella entender cómo es esta contemplación infusa; por cuanto es sabiduría de Dios amorosa” (N 2,5,1). “Contemplación no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios que si le dan lugar inflama al alma en espíritu de amor” (N 1,10,6). Se trata de la buena forma de oración si así se puede llamar a esta comunicación general, honda, sencilla, eficaz y pasiva. Se trata de la actuación divina de la vida teologal.

Un resumen de las prácticas recomendadas y actualizadas: “Con las varias indicaciones que da el autor, podemos sugerir algunas orientaciones prácticas para actuar esta forma de oración contemplativa a quien se encuentran en ella o en condiciones de entrar.

a) Contenidos y conocimientos del misterio, asimilados por vía de lectura, reflexión, celebración, experiencias de vida.

b) Una cierta madurez en el recogimiento teologal habitual, que alcance a todas las actuaciones de la existencia, y no solamente a la práctica de la oración.

c) Capacidad espiritual de entrar en comunión interpersonal profunda, a niveles de actuación psíquica relativamente independientes de la imaginación. d) Contacto prolongado, mental y afectivo, con las mismas realidades vivas: Dios, Cristo, los misterios, ciertas verdades; y no variar a cada momento, como si fueran temas de meditación. e) Gradualidad en la transición del discurso a la mirada silenciosa; incluso, abandonar del todo el discurso, ya que éste puede servir de soporte permanente a la advertencia amorosa, manteniéndolo con moderación. f) No inquietarse por los movimientos de los sentidos y de la imaginación; pero tampoco valorar la experiencia nueva según el criterio de la gratificación sensible. g) Saber esperar en la más completa gratuidad”. (F. Ruiz Salvador, Místico y maestro. Madrid 1986, p. 219).

Esta es la cumbre de la oración sanjuanista y es también la medida de la verdadera vida teologal. Su crecimiento en calidad se expresa en este estilo de oración que penetra todos los demás espacios de la relación religiosa. En la noche oscura la oración también sufre el mismo oscurecimiento que todos los demás elementos de la relación con Dios. La purgación a que se ve sometido el hombre llega hasta el extremo de sofocar la misma posibilidad de orar. No es tiempo ni de eso. Sólo la fuerte y silenciosa fidelidad cabe entonces. Describe así: “Ni puede levantar afecto ni mente a Dios, ni le puede rogar pareciéndole … que ha puesto Dios una nube delante porque no pase la oración

… Y si algunas veces ruega, es tan sin fuerza y sin jugo, que le parece que ni lo oye Dios ni hace caso de ello… A la verdad no es este tiempo de hablar con Dios, sino de poner, como dice Jeremías (Lm. 3,29), su boca en el polvo, si por ventura le viniese alguna actual esperanza, sufriendo con paciencia su purgación. Dios es el que anda aquí haciendo pasivamente la obra en el alma; por eso ella no puede nada. De donde ni rezar ni asistir con advertencia a las cosas divinas puede, ni menos en las demás cosas y tratos temporales” (N 2,8,1).

Pasada la purificación pasiva la oración entra en un riquísimo despliegue de matices y valores. Las canciones finales del Cántico y la Llama hacen referencia a que la vida espiritual se resuelve en ejercicio de amor y las fronteras de la vida y la oración se pierden. La alabanza, el agradecimiento y la adoración componen la meta final de este proceso de disposición del hombre para orar e indican la última respuesta del hombre en estado de unión con Dios: “Los amigables regalos que el Esposo hace al alma en este estado son inestimables, y las alabanzas y requiebros de divino amor que con gran frecuencia pasan entre los dos son inefables. Ella se emplea en alabar y regraciar a él; él, en engrandecer, alabar y regraciar a ella” (CB 34,1).

BIBL. — F. RUIZ, Místico y maestro, Madrid, EDE, 1986, p. 207-232; A. RUIZ San Juan de la Cruz, maestro de oración, Burgos, Monte Cramelo, 1989; C. TONNELIER, Prier 15 jours avec Jean de la Croix, Paris, Nouvelle Cité, 1990; A. BELLENA, “Orazione e contemplazione in S. Giovannie della Croce, en Palestra del Clero 70 (1991) 515-524; M. HERRAIZ, La oración, palabra de un maestro: san Juan de la Cruz, Madrid, EDE, 1991, 138 p. Id. “La oración experiencia teologal”, en Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, Madrid, 1990, 195-223. AA. VV. Carmel 62 (1991); E. LARKIN, “The prayer Journey of John of the Cross, en Juan de la Cruz, espíritu de llama, p. 705-717; S. PAYNE, “The tradition of Prayer in Teresa and John of the Cross, en Spiritual Tradition for the cotemporary Church, Nashville, Abingdon Press, 1990, p. 235-258; D. POIROT, “Jean de la Croix, guide pour la vie. Prière et demarche spituelle”, en Mystique et pédagogie spirituelle. Ignace, Thérèse, Jean de la Croix. Colloque public du Centre Sèvres, Paris, Mèdiasèvres, 1992, p. 29-43.

Gabriel Castro

Olvido

“Olvido de lo criado, Memoria del Criador, Atención a lo interior, Y estarse amando al Amado”.

En esta breve letrilla, queda resumido el sentido hondo y radical del olvido sanjuanista, el sentido místico del olvido. El olvido no es sólo la negación de una potencia espiritual –la memoria–, ni el olvidar un medio entre otros, para llegar al fin de la unión con Dios; el olvido es mucho más, es un modo de estar, contrapunto del recuerdo amoroso de Llama. El alma que ha llegado a su ser en Dios, su verdadero ser, es toda olvido. Contrariamente al alma como ser en el mundo, que se vive como cuidado, pues el cuidado y la preocupación son constitutivos de nuestra existencia finita en el tiempo, según ha puesto de manifiesto la filosofía de este siglo (Heidegger en Ser y Tiempo).

El verbo olvidar aparece, sobre todo, y con gran frecuencia en el libro 3 de la Subida, esto es lo lógico, puesto que en dicho libro se trata de la purificación de la memoria. Su actividad natural de aprehensión de los objetos se ve suspendida y como contravenida: “En todas las cosas que oyere, viere, oliere, gustare o tocare, no haga archivo ni presa de ellas en la memoria, sino que las deje luego olvidar, y lo procure con la eficacia, si es menester, que otros acordarse” (S 3,2,14). En este sentido hay una psicología implícita de la memoria y el olvido, que presupone un esquema de conocimiento clásico, de tipo tomista, pero que lo sobrepasa.

El hombre capta el mundo por los sentidos exteriores, la imaginación y la memoria, a modo de sentidos internos, hacen presa y archivo de lo percibido, y, en último término, el entendimiento abstrae y conoce. Pero ciertamente, si el esquema fuera tan simple, no tendría sentido que J. de la Cruz se ocupara tan ampliamente, no ya de la memoria, sino del olvido, cuyas referencias desbordan, con mucho, los capítulos de la purificación de esta potencia. Referencias diseminadas en Llama, en Cántico, en los poemas o en las Cautelas y Cartas, que a renglón seguido trataremos de unificar e interpretar.

El olvido, en los momentos clave de la experiencia mística, por tanto, en aquellos textos que se refieren no ya a procesos, sino a estados culminantes que corresponden a la unión, el olvido es sinónimo de  soledad y  recogimiento. Es el modo de existencia teologal del alma enamorada, que no pertenece al mundo, aunque esté en el mundo y en la carne, ni se define por su temporalidad, pues en el tiempo vive ya entregada al sabor de los años eternos: “Y la memoria que de suyo percibía sólo las figuras y los fantasmas de las criaturas, es trocada por medio de esta unión a tener en la mente los años eternos” (LlB 2, 34). El tiempo mismo es para ella pasión de amor, es decir paciencia y ofrenda, según queda expresado a partir del  extásis amoroso de la canción 13 de Cántico. Con esta doble perspectiva de Cántico y Llama en el horizonte han de leerse los consejos y advertencias de Subida: “Por tanto, estando en tal lugar, olvidados del lugar, han de procurar estar en su interior con Dios, como si no estuviesen en el tal lugar” (S 3,43,2).

Desde que se expone en Subida el tema de la  purificación de la memoria, explicando los daños que de la fijación en la potencia rememorante se derivan: engaño, turbación del ánimo, tristeza, etc., hay una intensidad creciente en la vivencia del olvido. Esta intensidad es correlativa de la profundización de la conciencia mística que se va produciendo, a medida que, tras la purificación del  apetito y las potencias, se apartan de la vista espiritual los objetos de aprehensión exterior, y al mismo tiempo, los espacios interiores, psíquicos, desde los que esas aprehensiones se realizan, se van despejando. Por esto, para distinguir con más claridad el alcance y sentido de esta realidad antropológica y espiritual que es el olvido, en la obra sanjuanista, vamos a analizarlo por partes.

I. Olvido como purificación

El olvido como purgación o transposición de la memoria se entiende como actividad contraria al movimiento natural de recordar: “Se vacía y purga la memoria … y queda olvidada y a veces olvidadísima, que ha menester hacerse gran fuerza y trabajar para acordarse de algo” (S 3,2,5). Este movimiento inicial se presenta como extremadamente violento, y no lo podríamos aceptar, si no fuera por el esquema lineal de la exposición que nos ha anunciado que esta situación paradójicamente es la de “la memoria embebida en un sumo bien” y se debe a que “aquella divina unión la vacía la fantasía y la barre de todas las formas y noticias, y la sube a lo sobrenatural” (S 3,2,4).

Frente a tal colapso de olvido, lo primero que surge es la objeción, el propio autor así lo siente, y sale al paso de ella, pensando en el posible lector de su obra: “Dirá alguno que bueno parece esto, pero que de aquí se sigue la destrucción del uso natural y curso de las potencias, y que quede el hombre como bestia, olvidado, y aun peor, sin discurrir ni acordarse de las necesidades y operaciones naturales” (S 3,2,7). Inmediatamente responde: “A lo cual respondo que es así, que cuanto más va uniéndose la memoria con Dios, más va perfeccionando las noticias distintas hasta perderlas del todo, que es cuando en perfección llega al grado de unión. Y así, al principio, cuando ésta se va haciendo, no puede dejar de traer grande olvido acerca de todas las cosas, pues se le van rayendo las formas y noticias” (S 3,2,8).

El olvido psicológico (no acordarse) es un estado de transición en el cambio radical de orientación que tiene lugar en la noche; conversión de la tensión natural (posesiva) de la memoria, sacándola de sus quicios naturales y subiéndola sobre sí– hacia su próximo despliegue sobrenatural “en suma esperanza de Dios incomprehensible” (S 3,2,2). El olvido es la noche real de la potencia rememorante, como el “nescivi” lo es del entendimiento, y la aridez y sequedad afectivas lo son de la voluntad. En este primer momento, que podríamos llamar negativo, el olvido se presenta, pues, como cese brusco de la actividad de la memoria, por su “absorbimiento” en Dios.

El contacto, que empieza a ser sustancial, entre el polo divino y el humano ha de ser necesariamente violento en su fase de adaptación, puesto que la parte más frágil, la criatura, no está aún bien dispuesta, de aquí el sacudimiento que sufre la memoria en estos toques: “Y como Dios no tiene forma ni imagen que puede ser comprehendida de la memoria, de aquí es que cuando está unida con Dios … se queda sin forma ni figura, perdida la imaginación y embebida la memoria en sumo bien, en grande olvido, sin acuerdo de nada … Y así es cosa notable lo que a veces pasa en esto, porque algunas veces cuando Dios hace estos toques de unión en la memoria, súbitamente le da un vuelco en el cerebro (que es donde ella tiene su asiento) tan sensible, que le parece que se desvanece toda la cabeza y que se pierde el juicio y el sentido” (S 3,2,4-5). Después se queda en suspensión, como “en olvido y sin tiempo”, esta situación ya se había descrito con menos violencia en (S 2,14,10-11). Incluso la memoria actual automática, sobre la que se asienta la continuidad habitual del tiempo vivido, parece alterarse, como ya hemos señalado, hasta el punto que “ha menester hacerse gran fuerza y trabajar para acordarse de algo” (S 3,2,5). Estos trastornos psicofísicos ocurren al principio, porque después “que llega a tener el habito de la unión, que es un sumo bien, ya no tiene esos olvidos en esa manera en lo que es razón moral y natural; antes en las operaciones convenientes y necesarias tiene mucha mayor perfección” (S 3,2,8).

Lo que aparece a primera vista como una paradoja de destrucción, queda esclarecido si hacemos la distinción, con Marcel de Corte, entre los planos psicológico y ontológico del ser humano, y, por tanto, de la incidencia que las distintas actividades mentales, con su consiguiente suspensión en la ascesis, tienen en esos planos (L’ expérience mystique chez Plotin et chez Saint Jean de la Croix). El olvido, como actividad negadora, no ataca a la memoria profunda del ser espiritual, sino a la memoria empírica o psicológica, por lo que justamente despeja la capacidad del ser espiritual profundo y unitario, –el de “las profundas cavernas del sentido”–, más allá de su diversificación en potencias.

II. Dimensión moral del olvido

Tomando la metáfora de la socavación entrañal –ahondamiento espiritual sugerido en la imagen de las cavernas–, en el desarrollo procesual de la experiencia mística nos adentramos ya en un segundo nivel, más profundo, y por tanto más significativo existencialmente hablando; nos encontramos en la dimensión moral del olvido: en relación con el mundo, o sea con el objeto. Antes hablamos de la actividad (psicológica) de olvidar, ahora tratamos de un estado, o actitud interna, un estado que significa una opción de libertad del sujeto moral, que se autodetermina como tal sujeto al relacionarse, desear y decidir sobre los objetos del mundo. Esta distinción se entiende a la luz de la demarcación existencial de la memoria que hicimos en otro lugar (M. S. Rollán, Demarcación existencial de la memoria sanjuanista), en la que podemos distinguir planos: en primer lugar, tenemos la memoria de las cosas como objetos que configuran un mundo, una vez configurado este mundo significativo para un sujeto; hablamos, en segundo lugar, de la memoria de sí misma, sujeto del rememorar, y finalmente, en cuanto nos referimos al horizonte espiritual y místico en que esta potencia cobra su verdadero sentido, al modo agustiniano, a la vez que se despliega, liberándose del mundo, hablamos de memoria de Dios.

Así, en el tratamiento del olvido, el segundo momento se distingue por la prosecución de un bien moral, que consiste en el dominio de las pasiones: “Esta rienda y freno no la puede tener de veras el alma no olvidando y apartando cosas de sí, de donde le nacen las afecciones. Y nunca le nacen al alma turbaciones si no es de las aprehensiones de la memoria; porque olvidadas todas las cosas, no hay cosa que perturbe la paz ni que mueva los apetitos” (S 3,5,1). Se persigue, pues, no como finalidad moral en sí, sino como vía de despejamiento y acceso a otros estratos más profundos, la tranquilidad de ánimo, la serenidad, una cierta apatheia, en el estilo de la sabiduría filosófica clásica. “Pero aunque otro provecho no se siguiese al hombre que las penas y turbaciones de que se libra por este olvido y vacío de la memoria, era grande ganancia y bien para él” (S 3,6,3). Coincidencia pasajera la de este talante de impasibilidad moral, en un espíritu apasionado como el sanjuanista, que expresará su culminación en la pasión desbordante de Llama con el símbolo del fuego.

Pero ciertamente, antes de que el olvido se torne “como un río de paz, en que le quitará todos los recelos y sospechas, turbación y tinieblas que le hacían temer que estaba o que iba perdida” (S 3,3,6), antes de que este caudal de contemplación fluya por los cauces de lo eterno, libre de vuelcos y convulsiones, ha de sufrir todavía el alma “en aflicción y angustia acerca de la memoria” (N 2,4,1). Entre la enajenación y doloroso absorbimiento de la memoria en Dios, y la expansión teologal de la conciencia en el vuelo libre de la esperanza, se extienden diversas capas de olvido. Se trata de un olvido que, si en el primer momento tiene sabor a muerte, más adentro tiene la forma de una espera. Una vez desamarrada la presencia tensa del yo a sí mismo, la angustia se disolverá en un olvido de carácter positivo, aquel en cuyo fondo, no ya sombrío, sino iluminado, germina la esperanza. De modo que el olvido es, en este su significado moral, como una forma de desenganche respecto a sí mismo, “saliendo de sí misma por olvido de sí, lo cual se hace por el amor de Dios” (CB 1,20), nos encontramos en los inicios de Cántico en un punto de arranque de un movimiento de expansión amorosa, y de acogida del otro, según la bella intuición de Ballestero. La tensión rememorante que era incurvación sobre sí y autocompasión narcisista acompañada de miedos y recelos de perderse, se suelta, se liberan así los fondos morbosos de la nostalgia que colorea ese afán obsesivo y escrupuloso de discernimiento imposible; siguiendo el alma la consigna que se le proponía de “no querer aplicar su juicio para saber que sea lo que en sí tiene y siente” (S 3,8,5), logrará que “la memoria se quede callada y muda y sólo el oído del espíritu en silencio a Dios” (S 3,3,5).

El olvido se tornará descanso y quietud, acceso a un fondo de estabilidad moral y espiritual, clausura de la extraversión indeterminada de los apetitos, “convendrá que … olvidadas todas las tuyas cosas y alejándote de todas las criaturas, te escondas en tu retrete interior” (CB 1,9), escondimiento y recogimiento de la dispersión en la que se ejercitaban las potencias. Con ello se viene a instaurar, sin embargo, un nuevo modo de apertura: al ser de Dios en quien el alma tiene su más profundo centro, “memoria del Criador”, espera de Aquel que vendrá, estando las puertas cerradas, y se extenderá sobre ella como río de paz, sin que el obrar o discurrir de las potencias sepa cómo (S3,3,6). La angostura se torna amorosa acogida, pues “el tiempo y caudal del alma que había de gastar en esto y entender con ello”, lo va a emplear desde ahora “en otro mejor y más provechoso ejercicio, que es el de la voluntad para con Dios” (S 3,13,1).

III. Olvido como salvación

Llegamos así al verdadero sentido –espiritual– del olvido: el olvido es salvación, pues el cuidado de la memoria hacía de la condición humana una condición enferma, que es sanada en la experiencia mística, por la purificación de la noche, entendida como olvido. Por el olvido adviene el perdón o restauración de la propia vida, que estaba dañada, según se expresó más arriba, por ponerse en las aprehensiones de la memoria. Esta sanación es la que experimentaban los enfermos o pecadores que se encontraban verdaderamente con Jesús. A este propósito es ilustrador el texto de Llama que se refiere a la Samaritana: “Y la Samaritana olvidó el agua y el cántaro por la dulzura de las palabras de Dios” (LlB 1,6). Este olvido se presenta como una enorme fuerza de crecimiento y de gracia, una fuerza realmente liberadora y sanadora. El apego al recuerdo se oponía a esta libertad. Es la superación de las últimas formas de resistencia (servidumbre del pecado en la que se encuentra el hombre viejo) de un alma desasida, de un deseo –metaforizado en la sed– en vías de transfiguración, de una conciencia purificada y abierta a la memoria del origen, que es aspiración del Espíritu: “Tiene en sí el alma, mediante este olvido y recogimiento de todas las cosas, disposición para ser movida del  Espíritu Santo y enseñada por él” (S 3,6,3).

Nos hallamos ante una memoria ingrávida que no se revuelve ya sobre sí, que no hace acopio de recuerdos, ni sentimientos, que no mistifica la nostalgia, que no se apesadumbra sobre el pasado irreversible, y tampoco se refugia en él, flaquezas sobre las que insisten los Dichos, las Cautelas y Cartas, y aún algunos consejos de Subida. El olvido místico ha trastocado la potencia espiritual y la ha devuelto a su ser como “memoria de predestinación y radicación en la eternidad amorosa de Dios”, como señala O. González de Cardedal (Misterio, memoria y mística).

Este aspecto del olvido parece estar menos desarrollado en un discurso racional y lógico, como era el de la purificación de la memoria en Subida. Como suele ocurrir, al adentrarse más en la dimensión del misterio, el místico abandona las explicaciones y se entrega al lenguaje poético. El olvido como sinónimo de soledad, sueño amoroso y recogimiento, que es, como apuntábamos al comienzo de estas líneas, el estar en su ser del místico, con el cesamiento de los cuidados del mundo que parece desdibujarse, lo encontramos sobre todo poetizado, en unos pocos versos de gran densidad espiritual:

“Quedéme y olvidéme, / el rostro recliné sobre el Amado cesó todo y dejéme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”.

Vienen a coincidir el final del poema de Noche –sin explicar, como sabemos– y el final de Llama, “recuerdo amoroso” de una alma donde “secretísimamente mora el Amado, con tanto más íntimo e interior y estrecho abrazo cuanto ella está más pura y sola de otra cosa que Dios” (LlB 4,14). Paradójicamente el recuerdo y el olvido se encuentran. Incluso el final de Cántico, después de entrarse la Esposa en “el huerto deseado”, “ya cosa no sabía”. “La razón es porque aquella bebida de altísima sabiduría de Dios que allí bebió le hace olvidar todas las cosas del mundo” (CB 26,13). El olvido del alma enamorada es una forma sublime de  pobreza, y de gracia a la vez, pues “andando enamorada / me hice perdidiza y fui ganada” (CB 30,9). El olvido es descanso y quietud. Por eso J. de la Cruz puede cantar, después de tantas peripecias entre la ausencia doliente del Amado y la presencia deseada: “¡Oh dulcísimo amor de Dios mal conocido! El que halló sus venas descansó” (Av 16).

En último lugar, con otro sentido diferente, en realidad completamente opuesto al que hemos expuesto, J. de la Cruz se refiere al olvido para hablar del alma que olvida a Dios, esto equivale al olvido o renunciamiento de su propio ser. Es como el alma vuelta del revés o desfondada, que queda recogida tan dramáticamente en la imagen de Ezequiel al exponer el místico la purificación de los apetitos: “Y los varones que estaban en el tercer aposento, son las imágenes y representaciones de las criaturas, que guarda y revuelve en sí la tercera parte del alma que es la memoria. Las cuales se dice que están vueltas las espaldas contra el templo porque, cuando ya, según estas tres potencias, abraza el alma alguna cosa de la tierra acabada y perfectamente, se puede decir que tiene las espaldas contra el templo de Dios, que es la recta razón del alma, la cual no admite en sí cosa de criatura” (S 1,9,6). En el libro 3º de Subida se encuentran algunas alusiones a este estado, en concreto del alma, perdida por la avaricia, que ha hecho del dinero su dios (S 3,19,8). Pero sobre todo queda bellamente recogida esta idea, del olvido de Dios, no exenta de un eco de dolor y arrepentimiento en los Dichos: “Secado se ha mi espíritu porque se olvida de apacentarse en ti” (Av 38).

También en el Romance sobre el salmo “super flumina Babylonis”, la fuente del amor, es la fuente de vida, que no ha de ser olvidada en tierras de exilio, bajo pena de callar en una mudez de muerte, “con mi paladar se junte / la lengua con que hablaba, / si de ti yo me olvidare / en la tierra do moraba”; mudez contraria, ésta, al silencio en medio de la gloria que festeja y recrea el alma en el recuerdo de Dios, del final de Llama: “En la cual aspiración llena de bien y gloria y delicado amor de Dios, yo no querría hablar ni aún quiero, porque veo claro que no lo tengo de saber decir” (LlB 4, 17).

BIBL. — MANUEL BALLESTERO, Juan de la Cruz: de la angustia al olvido, Península, Barcelona 1977; JEAN BARUZI, Saint Jean de la Croix et le problème de l’ expérience mystique, 2ª ed. Alcan, Paris 1931; PEDRO CEREZO GALÁN, “La antropología del espíritu en Juan de la Cruz”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, Pensamiento III (1993) 127-154; MARCEL DE CORTE, “L’expérience mystique chez Plotin et chez saint Jean de la Croix”, en EtCarm 20, (1935) 164-215; OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL, “Misterio, Memoria, Mística”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, Pensamiento III (1993) 429-453; HENRI SANSON, L’esprit humain selon saint Jean de la Croix, PUF, Paris 1953; MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN, Extasis y purificación del deseo, Avila, 1991; Id. “El tiempo vivido en san Juan de la Cruz”, en Cuadernos Salmantinos de Filosofía, XV (1988); Id. “El vaciamiento del yo: una aproximación a la introspección sanjuanista”, en Antropología de san Juan de la Cruz, Avila 1988; Id. “Demarcación existencial de la memoria sanjuanista”, en SJC 10 (1994) 173-188; ANTOINE VERGOTE, Dette et désir; deux axes chrétiens et la dérive pathologique, Seuil, Paris 1978.

María del Sagrario Rollán

Niño tierno – en los brazos de Dios

JC aparece siempre sintonizado con los fenómenos naturales, con los gestos ingenuos, con las escenas de intimidad familiar. Hieren su delgada sensibilidad como toque delicado, como regalada llaga, como cauterio suave de “una mano blanda”. Le penetran hasta lo más profundo del ser enamorándole delicadamente y produciendo en él gloriosos vibramientos.

Cuanto ha contemplado con amoroso deleite en la naturaleza acude trasfigurado a su pluma al momento de la escritura; lo revive en clave figurativa, convirtiéndolo en símiles y símbolos. Abundan en la pluma sanjuanista símiles de procedencia familiar y ambiental. Entre los preferidos pueden contarse el del  “lazarillo”, o mozo de ciego, y el del “niño tierno”.

Contemplando la vida espiritual como crecimiento y desarrollo progresivo, a partir del nacimiento en el bautismo, nada más natural compararla con el proceso biológico de la persona humana. Así lo ha hecho la tradición cristiana arrancando de la misma Escritura. Son bien conocidas las innumerables referencias de Jesús a la niñez, así como las frecuentes y plásticas aplicaciones de san Pablo, tanto a su propia vida espiritual como a la de las primitivas comunidades cristianas.

El reclamo de la infancia, como estadio inicial de la vida o como situación peculiar en lo espiritual, es constante e inevitable en todos los maestros de espíritu. Sabido es que  Teresa de Lisieux hizo de la “infancia espiritual” el gozne de su existencia religiosa y de su mensaje eclesial. No es idéntico el caso de fray Juan de Cruz, pero en su temática y en su exposición adquiere relieve muy notable.

Bajo dos consideraciones fundamentales aparece lo infantil en sus páginas. Responden a dos visiones diferentes: risueña una, acongojada la otra. Acaso la más llamativa y conocida es esta segunda. Cualquier lector asiduo ha constatado que JC vuelve con frecuencia sobre una situación espiritual pintada al claroscuro, pero dominada por las sombras. Un diagnóstico severo y preocupante la describe como “infantilismo espiritual”, propio de muchas almas que llevan años en la brega, pero avanzado poco. Personas muy entradas en años, pero espiritualmente inmaduras, con caprichos y gustos de niños. Se creen a veces “por de muy allá”, pero en realidad son “principiantes”. Es corriente en el Santo la equiparación entre “principiantes” e “infantilismo espiritual”.

Sabe perfectamente que la naturaleza no da saltos; que un crecimiento normal y seguro tiene sus comienzos en la niñez, en lo pequeño. Reconoce también con toda claridad que en el orden espiritual se mantienen las mismas leyes de crecimiento y desarrollo propias de la naturaleza humana, porque Dios, en su sabia pedagogía, se acomoda y respeta el dinamismo natural del proceso vital humano (S 2, 17, 2). Existe, por tanto, y tiene que existir, una fase de la vida espiritual propia de los comienzos, de los primeros movimientos, de los pasos titubeantes, del “balbucir más que del hablar”. Todo ello existe y es bueno; necesario para un desarrollo normal y corriente. Es una etapa querida por Dios y a él agradable (S 2, 24, 4; Ll 3, 65).

Cuando JC la emprende contra el infantilismo y amonesta de sus peligros es precisamente porque denota que se ha producido o se produce un estancamiento en el crecimiento espiritual. Estancarse en situaciones propias de principiantes es poner freno a la evolución normal de la vida de la gracia. Como en el crecimiento natural se dan personas llegadas a la madurez biológica que demuestran actitudes psicológicas propias de la infancia, lo mismo sucede en el proceso espiritual. Los principiantes pueden ser personas mayores, aferradas a sus gustos y caprichos espirituales. Niños grandes que por falta del adecuado desarrollo sufren de infantilismo. A esos sujetos es a quienes insta el Santo para que se decidan de una vez a romper amarras, a que en “esto de aprovechar no tengan tanta paciencia, que no querría Dios ver en ellos tanta” (N 1, 5, 3)

Al denunciar el Santo la preocupante sintomatogía del infantilismo espiritual sabe que diagnostica una enfermedad peligrosa: el raquitismo espiritual. Pero no se sirve habitualmente del símil del niño tierno, del “pequeñue1o”. Es el que le agrada y encanta cuando tiene que aludir a la otra vertiente de la infancia: la risueña y feliz de la niñez; la actitud que luego caracteriza permanentemente la vida como postura ante esa “madre” que es Dios.

1. Dios, “padre inmenso y madre tierna”

Aludir al niño pequeño implica referencia primaria y obligada a sus padres. Hablar de la paternidad o maternidad, referidas a Dios en el orden de la gracia, equivale a pensar en categorías humanas que tienen poco que ver con la realidad divina. Los antropomorfismos son obligados, y de ellos se sirve la revelación para manifestarnos las relaciones de Dios con el hombre. En ese marco se colocan las descripciones sanjuanistas cuando trata de explicar el comportamiento de Dios, padre, con el hombre, hijo. Apoyado en la Escritura, JC comprueba cómo es el trato de Dios con el “hijo tierno”, con el “pequeñuelo”, se ilustra y se figura perfectamente en lo que su experiencia y observación le enseñan sobre la ternura de la madre hacia el hijo.

JC se presenta como buen “lazarillo” para encaminar por esa senda de tanta actualidad cuando indaga sobre el rostro femenino y materno de Dios, y que ha recibido solemne espaldarazo en la encíclica de Juan Pablo II (Mulieris dignitatem). Entre las cualidades masculinas y femeninas de Dios recordadas por la Biblia, al Santo le complacen de manera especial las que dicen relación a la paternidad y maternidad. Y esas referencias son dominantes al hablar de la niñez o de la edad tierna del hijo. En el orden de la gracia, Dios da la vida, engendra, alimenta, cuida y conduce. Realiza, pues, funciones paternales y maternales.

Por eso JC lo presenta conjuntamente como padre y madre. Padre con entrañas maternales; madre con poder y dominio de padre. Siempre y en cualquier trance Dios está al servicio del hombre con la servidumbre y el amor de la madre tierna y del padre generoso: “No hay afición de madre que con tanta ternura acaricie a su hijo, ni amor de hermano ni amistad de amigo que se le compare. Porque aún llega a tanto la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma … que se sujeta a ella verdaderamente para la engrandecer, como si él fuese su siervo y ella fuese su señor. Y está tan solícito en la regalar como si él fuese su esclavo y ella fuese su Dios. ¡Tan profunda es la humildad y dulzura de Dios!… Y así, aquí está empleado en regalar y acariciar al alma como la madre en servir y regalar a su niño, criándole a sus pechos. En cual conoce el alma la verdad del dicho de Isaías (66, 12), que dice: A los pechos de Dios seréis llevados y sobre sus rodillas seréis regalados” (CB 27, 16).

Verdadero el oráculo de Isaías, piensa el Santo, porque responde a esa postura maternal de Dios “que tiene los pechos abiertos con tan soberano y largo amor”, como la madre que amamanta a su hijo. En ese gesto amoroso es en el que fray Juan contempla principalmente la condición maternal de Dios. No es el único, ni tampoco es exclusivo el rostro femenino y maternal. Alterna naturalmente con el recuerdo paternal.

En cualquier tramo de la vida y en toda eventualidad Dios se muestra padre amoroso y providente para el hombre. Y hace sin acepción de personas. Es siempre el “Padre de las lumbres, cuya mano no es abreviada” (Is 59, 1). Por ello, “con abundancia se infunde sin acepción de personas do quiera que halla lugar, como el rayo de sol, mostrándose también él a ellos –los hombres– en los caminos y vías alegremente; no duda ni tiene en poco tener sus deleites con los hijos de los hombres de mancomún en la redondez de las tierras” (Ll 1, 15).

Lo que promete y hace con todos, tiene acogida especialísima en quienes saben dar respuesta a su solicitud paternal. Llega a tanto que parece no tiene otra cosa que hacer que cuidar y mimar a las almas generosamente confiadas. Se muestra tan solícito en regalarlas “con tan preciosas y delicadas y encarecidas palabras, y de engrandecerlas con unas y otras mercedes, que les parece –a las almas agraciadas– que no tiene él otras en el mundo a quien regalar, ni otra cosa en qué se emplear, sino que todo es para ellas solas” (Ll 2, 36).

Como padre piadoso y omnipotente alarga sin cesar su mano blanda sin medida. Esa mano divina es tan “generosa y dadivosa, cuanto poderosa y rica”. Por eso dispensa constantemente “ricas y poderosas dádivas al alma cuando se abre para hacerle mercedes”. Hasta cuando se muestra “dura y rigurosa, tocando un tantico ásperamente”, es mano “amigable y suave”, que “llaga para sanar y castiga para regalar”. Es siempre “mano misericordiosa de Padre” (Ll 2, 26).

Padre de bondad y largueza que sienta a todos los hombres a la mesa de sus dones como a hijos queridos, “porque a los hijos les es dado comer con su Padre a la mesa y de su plato” (S 1, 6, 2). Cuida atentamente y con sabia pedagogía del alimento que les conviene según las circunstancias, condescendiendo incluso “con tristeza” a los caprichos.

2. Solicitud materna de Dios

De Dios procede la vida de la gracia (amén de la natural) al igual que el crecimiento y desarrollo de la misma. Él es el “principal agente y el mozo de ciego” en el camino” (Ll 3,29; 3, 65). Y “hace más en limpiar y purgar un alma que en criarla de nonada” (S 1, 6, 4). Sale siempre al encuentro de quien le busca, y más busca él a las almas que éstas a él (Ll 3, 28). Y lo hace con cada una como si no tuviera otra cosa que hacer (Ll 2, 36).

Aunque “es condición de Dios llevar antes de tiempo consigo a las almas que mucho ama, perfeccionando en ellas en breve tiempo … lo que en todo suceso por su paso pudieran ir ganando” (Ll 1, 34), respeta el curso normal y las leyes del desarrollo. Por él se acomoda al paso de cada alma, sin forzar a nadie (CB 23, 6). Va “perfeccionando al hombre al modo del hombre, por lo más bajo y exterior, hasta lo más alto e interior” (S 2, 17, 4). Sólo que “tiene por condición de ir dando más a quien más tiene, y que le va dando es multiplicadamente según la proporción de que antes el alma tiene” (CB 33, 8). Todo se reduce a “dar más gracia por la gracia que ha dado” (CB 32, 5; can 32-33).

Dentro de esa pedagogía divina, resulta claro para JC que Dios sigue la ley del amor maternal y trata con mayor cuidado y atención al “niño tierno” que al “pequeñuelo” o al ya crecido y robusto en la vida del espíritu. Crianza y educación siguen los pasos habituales en el plano humano.

JC siente predilección por la escena encantadora de la madre amamantando a su hijo. Ninguna otra representa más al vivo el rostro humano y la obra materna de Dios que ésta. Dios da al alma su pecho y ésta deja su rostro reclinado sobre el seno del Amado (CB 27; N can. 6-8). Al hablar de los pechos que alimentan al alma, el Santo distingue constantemente los que dan vida, que son los de Dios, y los que engordan únicamente apetitos y sentidos, que son los “pechos de la madre Eva”, es decir, de la concupiscencia natural (CE 23). Según que el alimento proceda de unos o de otros, habrá crecimiento o anemia espiritual.

De una consideración aséptica y genérica JC pasa a una descripción plástica, llena de encanto y belleza. “Dar el pecho uno a otro –dice– es darle su amor y amistad y descubrirle sus secretos como a amigo”. Afirmar que Dios da al alma su pecho es decir que le comunica “su amor y sus secretos” (CB 27, 4). La comparación entonces se limita a ver a Dios como amigo; que se indica habitualmente con la expresión “abrir a uno el pecho”, es lo mismo que decir: confidenciarse con él. Nadie hace más y mejor que la madre. Pero eso no se corresponde con sus funciones más propias y específicas: dar la vida y el alimento para desarrollarla.

Es lo que realiza Dios con las almas, según la descripción gráfica de fray Juan: “La amorosa madre de la gracia de Dios, luego que por nuevo calor y hervor de servir a Dios reengendra al alma … la hace hallar dulce y sabrosa la leche espiritual sin algún trabajo suyo en todas las cosas de Dios, y en los ejercicios espirituales gran gusto, porque le da Dios aquí su pecho de amor tierno, bien así como a niño tierno”.

El cuidado amoroso de Dios con el alma sigue esta conducta: “Ordinariamente la va Dios criando en espíritu y regalando, al modo que la amorosa madre hace al niño tierno, al cual al calor de sus pechos lo calienta, y con leche sabrosa y manjar blando y dulce le cría, y en sus brazos le trae y regala. Pero, a la medida que va creciendo, le va la madre quitando el regalo y, escondiendo el tierno amor, pone el amargo acíbar en el dulce pecho, y, abajándole de los brazos, le hace andar por su pie, porque, perdiendo las propiedades de niño, se dé a cosas más grandes y sustanciales” (N 1, 1, 2).

Tiene aplicación notablemente diferente en la pluma sanjuanista otra descripción frecuente del niño a los pechos de la madre. El no tener que esforzarse para recibir el alimento no indica impotencia o incapacidad. Equivale espiritualmente a una situación en que el alma ha superado el aprendizaje y las primeras dificultades en la oración y recibe pacíficamente la comunicación divina en el sosiego de la contemplación amorosa. “Porque le acaece -escribe fray Juancomo a niño que, estando recibiendo la leche, que ya tiene en el pecho allegada y junta, le quitan el pecho y le hacen que con la diligencia de su estrujar y manosear la vuelva a sacar y juntar” (S 2, 14, 3).

Aunque en contexto diverso y con diferente aplicación, el símil de la madre que amamanta a su pequeñuelo le sirve al Santo para recordar la ternura maternal de Dios con las almas. En cada momento de la vida las nutre y ofrece el alimento adecuado. No siempre ellas saben aprovecharse oportunamente. Prefieren a veces otros manjares menos nutritivos, incluso peligrosos. No saben corresponder a la delicadeza divina.

3. Patear y llorar, resistencia infantil del hombre

En el camino de gracia y de la santidad la iniciativa corresponde siempre a Dios. Todo lo que el hombre puede hacer, según piensa JC, es secundar la obra de Dios, dejarse llevar de él, que es guía seguro. El hombre lo único de que es capaz es de disponerse a la acción divina y acogerla con plena docilidad. No es frecuentemente así. Sus resistencias y pinitos demoran la marcha y entorpecen el camino.

Con frecuencia el hombre se comporta como niño rebelde y gruñón, que se empeña en caminar cuando aún no sabe hacer o no es tiempo de el. También JC ha captado la escena en muchas ocasiones y la ha plastificado en la aplicación espiritual: “Porque hay almas que, en vez de dejarse a Dios y ayudarse, antes estorban a Dios por su indiscreto obrar o repugnan, hechas semejantes a los niños que, queriendo sus madres llevarlos en brazos, ellos van pateando y llorando, porfiando por se ir ellos por su pie, para que no se pueda andar y, si se anduviere, sea al paso del niño” (S pról. 3; Ll 3, 66).

También a este respecto, lo que sirve de referencia no es la edad ni el nivel espiritual del alma. Lo decisivo es el comportamiento. Siempre que el espiritual se empecina en sus criterios, en sus modos y esfuerzos, al margen de lo que inspira y quiere Dios, imita el gesto del niño travieso. “En lo cual es como el muchacho que, queriéndole llevar su madre en brazos, él va gritando y pateando por irse por su pie, y así ni anda él ni deja andar a la madre” (Lla 3, 66).

Esas resistencias se hacen más pertinaces cuando llega la hora de valerse la criatura por sí misma. Cuando Dios quiere efectivamente que el hombre camine por su pie, como cuando la madre aparta al niño del pecho y le enseña los primeros pasos. Los espirituales todavía tiernos y principiantes se aferran a sus “niñerías” y a sus caprichos. A veces, en lugar del alimento que entonces se les brinda, se apegan al jugo de los gustos sensibles: “a los apetitos y pasiones que son los pechos y la leche de la madre Eva en nuestra carne” (CB 22, 8).

Mientras no se “atajare aquel principio de gusto y apetito sensitivo”, no habrá crecimiento en la virtud ni se superarán las niñerías. No se contará con fuerzas suficientes para caminar mientras no se “vayan enjugando los pechos de la sensualidad” con que se crean y sustentan los apetitos (N 1,13,13). Todo que ata y detiene no “es más que un hilo y que un pelo”, pero por no “desasirse de una niñería”, que dijo Dios que había que vencer por él, no “solamente no van adelante, sino que, por aquel asimiento, vuelven atrás, perdiendo lo que en tanto tiempo y con tanto trabajo han caminado y ganado, porque ya se sabe que, en este camino, el no ir adelante es volver atrás, y el no ir ganando es ir perdiendo” (S 1,11,5).

4. Pedagogía materna de Dios

Para fray JC esa conducta pueril de gustos y niñerías es la distintiva de los “principiantes” en el camino espiritual. Normalmente tardan muchos años en llegar a la adolescencia o fase de “aprovechados”. Van progresando acompañados siempre maternalmente por la mano blanda del “inmenso Dios”. Cuida de ellos y los educa como la más tierna y amorosa de las madres. Usa de todos los recursos de la más exquisita pedagogía. Son siempre hijos tiernos que necesitan comprensión y paciencia. Hay que guiarlos paso a paso según edad y necesidades.

Enseñando a andar

Prosiguiendo la comparación del niño pequeño con los “principiantes”, razona JC: ‘’Así como el niño es menester que quiera tomar el pecho para sustentarse, hasta que sea mayor para poderle dejar, así ha menester dejar el pecho, para hacer su paladar a manjar más sustancial y fuerte”. Y continúa el raciocinio: las cosas del sentido y que de ellas se puede sacar “son ejercicio de pequeñuelo”, por tanto, ha de superarse, porque si el alma se quisiese siempre asir a ellas y no desarrimarse de ellas, nunca dejaría de ser pequeñuelo niño, y siempre hablaría de Dios como pequeñuelo, y sabría de Dios como pequeñuelo, y pensaría de Dios como pequeñuelo; porque asiéndose a la corteza del sentido, que es el pequeñuelo, nunca vendría a la sustancia del espíritu, que es el varón perfecto” (S 2,17,6 ss.).

Para que no se produzca semejante estancamiento ni se deteriore el crecimiento interviene la amorosa madre quitándole al “pequeñuelo” los pañales. Dado que “el estilo que llevan los principiantes en el camino de Dios es bajo y frisa mucho en su propio amor y gusto… queriendo Dios llevarlos adelante” procede del modo siguiente: “Sintiéndolos ya algo crecidillos, para que se fortalezcan y salgan de mantillas los desarrima del dulce pecho y, abajándolos de sus brazos, los beza a andar por sus pies; en lo cual sienten ellos gran novedad porque todo se les ha vuelto al revés” (N 1, 8,3).

La novedad se debe a que acontece a los espirituales “como al niño cuando le apartan del pecho de que estaba gustando a su sabor”. Como “se les acaba aquel gusto y sabor, naturalmente queda el natural desabrido y desganado” (N 1,5.2; cf. N 2,16,4; Ll 3,32.37).

Es un día de fiesta en la historia del alma. Algo parecido, cuenta el Santo, a la que hizo Abraham “cuando quitó la leche a su hijo Isaac” (Gn 21, 8), porque, añade: “Se gozan en el cielo de que ya saque Dios a esta alma de pañales, de que la baje de los brazos, de que la haga andar por su pie, de que también, quitándola el pecho de la leche y blando y dulce manjar de niños, la haga comer pan con corteza, y que comience a gustar el manjar de robustos” (N 1,12,1).

“Pan con corteza”, exigencia de crecimiento espiritual

En la visual sanjuanista el quitar Dios el pecho al alma equivale a superar la etapa de “principiante” y pasar a la de aprovechado. Se contradistingue por el paso de la meditación a la contemplación y por el dominio de la espiritualidad sobre la sensualidad (S 2,16,4; N 1, 910; Ll 3,32.37). Aunque el símil usado pudiera sugerir un tránsito repentino o muy breve, las explicaciones añadidas en el contexto describen como proceso largo y a veces penoso. Se supera felizmente gracias a la asistencia maternal de Dios, que sigue cuidando de las almas aún tiernas con sabia pedagogía.

En el proceso formativo o educativo JC sigue dando referencias comparativas al niño y a su comportamiento. Lo hace volviendo sobre los manjares y los caprichos más frecuentes y comunes. Por contraste resalta la atención bondadosa de Dios, siempre padre bueno y madre tierna.

Mientras los espirituales se mantienen asidos al “gusto y consuelo en el obrar”, no van adelante en el camino de la perfección si no se acomodan al trato que Dios les propone. Es precisamente cuando “en sus obras y ejercicios no hallan gusto y consuelo”, cuando Dios los quiere llevar adelante. Lo hace “dándoles el pan duro, que es el de los perfectos, y quitándoles la leche de niños, probándolos el apetito tierno para que puedan gustar el manjar de grandes”. Sucede que “comúnmente ellos desmayan y pierden la perseverancia de que no hallan el dicho sabor en sus obras” (S 3,28,7).

Por desgracia, son pocos los espirituales que se percatan de los bienes que pierden y de la abundancia de espíritu que desprecian, “por no querer ellos acabar de levantar el apetito de niñerías”. Se repite el caso de quienes no supieron saborear todos los gustos que contenía el maná (S 1,5,4).

Ante esa falta de perseverancia y de confianza, Dios vuelve a mostrar su interminable paciencia y su trato delicadamente materno. Se preocupa de buscar el alimento apetecido, aunque no sea el más adecuado y conveniente. No hace otra cosa que condescender con el niño que aún necesita comprensión y caprichitos para no desanimarse.

La descripción sanjuanista, aunque larga, no tiene desperdicio por su oportunidad y belleza: “Está un niño pidiéndole -al padre de familia de un plato, no del mejor, sino del primero que encuentra; y pídele de aquél porque él sabe comer de aquél más que de otro. Y como el padre ve que aunque le dé del mejor manjar no ha de tomar, sino aquel que pide, y que no tiene gusto sino en aquél, porque no se quede sin su comida y desconsolado, dale de aquél con tristeza …

A la misma manera condesciende Dios con algunas almas, concediéndoles que no les está mejor, porque ellas no quieran o no saben ir sino por allí. Y así, también algunas alcanzan ternuras y suavidad de espíritu o sentido, y dáselo Dios porque no son para comer el manjar más fuerte y sólido de los trabajos de la cruz de su Hijo, a que él querría que echasen mano más que a otra alguna cosa” (S 2,21,3).

Feliz y sugerente es otra comparación sanjuanista para destacar la pedagogía divina con las almas frágiles, a semejanza de lo que usan las madres con los pequeños para educarlos convenientemente. Como los “niños de dijes”, así andan los imperfectos o principiantes que se cargan de imágenes, rosarios bien curiosos, reliquias, nóminas y otros objetos. Ponen en ellos toda su devoción y santidad, de modo que no alcanzan la “sustancia de la devoción” ni la pobreza de espíritu necesaria para crecer (N 1,3,1).

Es absolutamente necesario para ir adelante desnudarse de todos esos gustos y apetitos; “porque el puro espíritu muy poco se ata a nada de esos objetos”. Lo que resultaría contraproducente sería proceder sin la debida prudencia y precipitando las cosas. Al niño no se le puede tratar como al adulto; no es capaz de superar sus gustos pueriles de un golpe. La madre sabe comprender y se adapta a sus exigencias cuando son positivas para la formación. Es lo que hace Dios con las almas, según asegura JC: “Conviene advertir que a los principiantes bien se les permite, y aun les conviene, tener algún gusto y jugo sensible acerca de las imágenes, oratorios y otras cosas devotas visibles, por cuanto aún no tienen destetado y desarrimado el paladar de las cosas del siglo, porque con este gusto dejen el otro; como al niño que, por desembarazarle la mano de una cosa, se la ocupan con otra porque no llore, dejándole las manos vacías” (S 3,39,1).

Dura y de cruel penuria fue la infancia de Juan de Yepes, pero la naturaleza fue pródiga con él en dotes de observación y penetración. Si en el hogar faltó el holgado bienestar de la riqueza, abundó el cariño y el amor. Juan aprendió a poner cada cosa en su sitio: en el primer puesto el valor supremo: el amor que se entrega sin reservas, como el amor de la madre.

Las muestras más cautivadoras por él vistas y experimentadas de ese amor maternal le sirvieron luego para recordar a las almas que es el amor infinito de Dios, vuelto padre inmenso y madre tierna. Frente a su conducta siempre paternal, el hombre se comporta con frecuencia como niño llorón y recalcitrante. Dios tiene que alimentarle, guiarle, sacarle de pañales y mantillas, avezarle a caminar y darle manjar fuerte y sólido.

Cuando las almas generosas superan el infantilismo espiritual o su actuar de principiantes, se van dando cuenta de la paciencia divina en esperarles y acompañarles cual madre complaciente y cuidadosa. No les abandona cuando se sienten mayorcitos o aprovechados, pues “todavía entienden de Dios como pequeñuelos, y hablan de Dios como pequeñuelos, y saben y sienten de Dios como pequeñuelos” (N 2,3,3). Cuando él les vea fuertes y robustos adoptará otra pedagogía: la de la prueba de la noche. No son ya niños tiernos ni pequeñuelos espiritualmente. Necesitan otro trato.

E. Pacho

Negocios

Si bien no es escasa la referencia a los negocios en los escritos sanjuanistas, pronto se advierte por el contexto que el sentido de la palabra anda lejos del que ahora nos resulta usual, y de toda referencia comercial o económica. Más bien aparece como sinónimo de “asunto”, y no tanto retórico, de reflexión, como de ocupación y preocupación vital. “De su negocio yo no me olvido, –dirá en el epistolario– mas ahora no se puede más, que harta voluntad tengo” (Ct de febrero 1589). Pero aún acerca de estos asuntos tiene J. de la Cruz opinión propia: “El negocio que pudiere tratar por tercera persona no lo haga por sí mismo, porque le conviene mucho” (Av 4,8). También en ocasiones los negocios hacen referencia simplemente a la materia de que escribe o reflexiona: “para concluir, pues, con este negocio de la  memoria” (S 2,15,1).

Partiendo de esta clarificación, a cualquier lector se le hace evidente que los negocios que importan al Santo, los asuntos y ocupaciones vitales para él esenciales son los del alma, de ahí su primera recomendación: “Porque las almas no las ha de tratar cualquiera, pues es cosa de tanta importancia errar o acertar en tan grave negocio” (S 2,30,5). Y por añadidura, todo lo que hace referencia a la misma. Por eso hablará del “negocio de la fe” (S 2,27,1), o como bien matiza: el negocio sobrenatural de  la fe (S 3,31,7), el negocio del trato con Dios o de la  oración, que requiere elegir el lugar que menos ocupe y lleve tras de sí el sentido (S 3,39,2), y especialmente el “negocio de amor” (CB 7,2) que no es otro que el de la búsqueda constante del Amado que lleva al alma a penar por sus ausencias: “Que en todas las cosas busca al Amado, en todo cuanto piensa, luego piensa en el Amado, en cuanto habla, en cuantos negocios se ofrecen, luego es hablar y tratar del Amado” (N 2,19,2). Búsqueda y ansias que tienden a la  unión con Dios, que aparece en los escritos sanjuanistas como el “gran negocio”, que podría tener en este caso el doble sentido de gran ocupación y gran beneficio. Por eso es “grande negocio para el alma ejercitar en esta vida los actos de amor, porque consumándose en breve no se detenga mucho acá o allá, sin ver a Dios” (LlB 1,34), sin verle “cara a cara”, dirá en la otra redacción de la obra (LlA 1,28).

Es verdad que bien puede ayudar a conseguir ese gran negocio de la unión la determinación con que el alma se lanza a su  búsqueda, según dice el Santo en el Cántico: “renunciando a todas las cosas, dando de mano a todos los negocios, sin dilatar un día ni una hora” (CB 1,1), pero advierte, no obstante, que no es propio de la capacidad humana, ni de sus potencias, “llegar a negocio tan alto (la unión con Dios), antes estorba si no se pierden de vista” (S 3,2). Lo que se requiere más bien para lograrla, dice el Santo, en coherencia con toda su doctrina, es purificar todos los apetitos y la voluntad misma hasta que renunciando a su propio querer se funda en el de Dios; “porque todo el negocio para venir a la unión con Dios está en purgar la voluntad de sus afecciones o apetitos, porque así de voluntad humana y baja, venga a ser voluntad divina, hecha una misma cosa con la voluntad de Dios” (S 3,16,3). Y es que  Dios es el principal agente y “mozo de ciego” que lleva al alma donde ella no sabría ir (LlB 3,29).

Alfonso Ruiz

Negación

La recta comprensión del tema de la negación en el conjunto del sistema sanjuanista es de tal importancia que le lleva a afirmar a F. Ruiz que “la experiencia repetida demuestra que la negación es seguramente el mejor criterio para comprobar si un lector ha llegado a la comprensión auténtica de san Juan de la Cruz” (Místico y maestro. San Juan de la Cruz, Madrid, 1986, p. 84). Dicho autor, por otra parte, denuncia también la existencia, en el presente al igual que en el pasado, de ciertas interpretaciones restrictivas al respecto, cuando escribe: “La negación sanjuanista sufrió en siglos anteriores, al ser reducida a prácticas austeras de renuncia y privación. Nuestro siglo la ha librado de la estrechez puramente ascética. Pero la hemos degradado nuevamente, reduciéndola a una intelectualidad sin amor. La mayoría de los estudios recientes sobre la negación sanjuanista parecen análisis de laboratorio … Las palabras de Juan de la Cruz en materia de negación son también dichos de luz y amor” (“Ruptura y comunión”, en Teresianum 41, 1990, 346-347).

Los términos negar y negación aparecen casi exclusivamente en Subida y Noche, pero la realidad de la negación en la doctrina sanjuanista va mucho más allá de lo que es el mero uso de los mismos. No tener esto en cuenta puede dar pie no sólo a una comprensión inadecuada por incompleta de lo que es la negación sanjuanista, sino también a ahondar en la fácil oposición entre las dos obras antes citadas y las otras dos grandes obras –Cántico y Llama–, que, en la opinión de algunos, nos darían un san Juan de la Cruz más amable y más cristiano. En este sentido E. Pacho, refiriéndose al tema de la doble perspectiva de los escritos sanjuanistas, que algunos creen casi irreconciliables, reafirma la integración total que se da entre ellos, aunque reconociendo que cada texto tiene su propia perspectiva. Dentro de la lógica de este discurso, resalta el peligro de una lectura del Santo en la que se subrayen de forma “unilateral los aspectos negativos de la vida espiritual”, sin tener en cuenta el conjunto de los mismos (“La otra cara del sanjuanismo: El amor, razón de fin en Cántico y Llama”, AA.VV., Introducción a San Juan de la Cruz, Avila, 1987, 63-76). Y añade: “Son mayoría los que piensan que fray Juan de la Cruz enseña un evangelio identificado exclusivamente con la abnegación y la Cruz, la renuncia y la purificación, la oscuridad y la noche, la negación y el vacío. No hay duda: son referencias básicas del único Evangelio. Juan de la Cruz las asume y las destaca debidamente, pero insertándolas en una síntesis armónica con otros valores trascendentales de la vida y de la revelación divina” (ib. 64).

Las palabras negar y negación a veces aparecen acompañadas de otras que dan, en cada caso, un tono o matiz significativo y concreto al hecho de la negación. Así se habla de: carencia y negación (S 1,2,1), mortificación y negación (S 1,4,1), negación y  desnudez (S 2,7,5), negación y vacío (S 3,2,13), negación y purgación (S 3,20,2), negación y  mortificación (S 3,23,4), negación y  aniquilación (S 3,24,7), negación y  pobreza espiritual (S 3,40,1; LlB 3,46), negación y  silencio (LlB 3,44). También: “Negado y despedido de sí” (S 1,3,2), “desecha y niega” (S 1,3,4), “negándolos y arrepintiéndose” (S 1,5,7), desnudar y negar el alma (S 2,7,5).

I. Negación evangélica

Para comprender de una forma adecuada la idea de negación sanjuanista, hay que tener en cuenta, en primer lugar, una serie de referencias evangélicas aportadas por J. de la Cruz en sus escritos, a partir de las cuales hay que interpretar todo su discurso sobre la negación. Me hace afirmar esto, no sólo el valor dado por el Santo a ciertos textos evangélicos que hablan de la negación, sino también el modo como suele expresar siempre el tema de la negación.

En el contexto de S 2,7, y junto con otros textos bíblicos que hacen referencia al camino del seguimiento evangélico (Mt 7,14; 10,39; Jn 12,25, en S 2, 7,2-3 y 6), se encuentra citado el texto Mc 8,34-35: “Si alguno quiere seguir mi camino, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame. Porque el que quisiere salvar su alma, perderla ha; pero el que por mí la perdiere, ganarla ha” (S 2,7,4; cf. Mt 16,24, citado en S 3,23,2, o la interpretación que hace en sentido de negación de Mc 10,30: S 3,26,5).

Es éste un texto clásico de lo que se ha dado en llamar la abnegación evangélica. No estamos ante una referencia sólo de paso. Influye de forma importantísima y directa en el desarrollo del entero capítulo. Y, por dos veces, el Santo manifiesta su deseo de ser capaz de hacer comprender la transcendencia de estas palabras de Jesús. “¡Oh, quién pudiera aquí ahora dar a entender y a ejercitar y gustar qué cosa sea este consejo que nos da aquí nuestro Salvador de negarnos a nosotros mismos, para que vieran los espirituales cuán diferente es el modo que en este camino deben llevar del que muchos de ellos piensan!” (S 2,7,5). Tanto o más expresivo es el otro texto. Entre otras cosas por los términos paralelos que se usan en él de forma conjunta: “¡Oh, quién pudiese dar a entender hasta dónde quiere nuestro Señor que llegue esta negación! Ella, cierto, ha de ser como una muerte y aniquilación temporal y natural y espiritual en todo, en la estimación de la voluntad, en la cual se halla toda negación” (S 2,7,6). Es éste un texto que podríamos considerar de técnica inclusiva. Comienza y termina con una referencia a la negación. Negación que, entre medias se explica como “muerte y aniquilación temporal y natural y espiritual en todo, en la estimación de la voluntad” (S 2,7,6). Hay que observar, por otra parte, la relación entre los términos “negación” y “todo”, que subraya la radicalidad de la negación (también S 1,2,1; 4,1; 13,12; 14,2; 2,1,2; 6,7; 24,8-9, etc.).

En la negación sanjuanista, como en el caso de la negación evangélica, se trata principalmente de una negación radical y total de la voluntad, de una negación de sí mismo y de los propios gustos e intereses. “El camino de perfección –dirá en otro texto– es el de la negación de su voluntad” (N 1,7,2; cf. S, 1,7,3; S 3,41,2; Av 1,72). Todo esto se matiza unas líneas más adelante del texto antes citado de S 2,7,6, comentando Jn 12,25: “El que quiere salvar su alma, ése la perderá, y el que perdiere su alma por mí, ése la ganará” Escribe: “El que renunciare por Cristo todo lo que puede apetecer y gustar, escogiendo lo que más se parece a la  cruz (lo cual el mismo Señor por san Juan lo llama aborrecer su alma), ése la ganará” (S 2,7,6).

El camino de la negación se convierte así en camino de encuentro verdadero de sí mismo, de las cosas y de Dios. En este contexto se entiende cómo y por qué se establece una correlación divergente entre negarse a sí mismo, buscando a Dios, por una parte, y buscarse egoísticamente a sí mismo en Dios, por otra (S 2,7,5-7; S 3,18,3; N 1,7,2-3; CB 29,11; Av 1,79). Un buen resumen de todo lo que venimos diciendo sería el texto siguiente: “Si quieres ser perfecto, vende tu voluntad y dala a los pobres de espíritu, y ven a  Cristo por la mansedumbre y humildad y síguelo hasta el Calvario y sepulcro” (Av 5,7).

Hay textos en los que puede parecer que J. de la Cruz pone el acento en la negación de las cosas. Por ejemplo, refiriéndose a la purificación activa de la voluntad, escribe: “Muy poco caso hace Dios de tus oratorios y lugares acomodados si, por tener el apetito y gusto asido a ellos, tienes algo menos de desnudez interior, que es la pobreza espiritual en negación de todas las cosas que puedes poseer” (S 3,40,1). En esos casos la negación de las cosas es presentada como un medio de vivir la pobreza espiritual, y los términos negar o negación pueden tener entonces fundamentalmente el sentido de renunciar, también al estilo evangélico, porque la abnegación evangélica de la renuncia a sí mismo se encarna en la negación o renuncia a todo aquello que puede uno poseer con la voluntad. El mismo Santo así lo interpreta traduciendo, y en parte parafraseando, Lc 14,33: “El que no renuncia a todas las cosas que con la voluntad posee, no puede ser mi discípulo” (S 1,5,2; 2,6,4; cf. LlB 1,29; 3,32.46).

Desde este punto de vista sí podemos decir que el Santo extiende este negarse a sí mismo a la negación de todas las cosas, tanto materiales como espirituales. Así habla, por ejemplo, de negar los apetitos y gustos, y negar el gozo de la voluntad, pero también de negar (“dejar”, “renunciar”, “olvidar”) las aprehensiones de Dios, para poderle conocer en la verdad de su propia realidad y no según el límite de los propios  gustos, apegos, comprensión o experiencia.

Volviendo ahora de nuevo a S 2,7, tenemos que recordar cómo J. de la Cruz allí dice que él quiere explicar hasta dónde ha de llegar ese negarse a sí mismo que enseña nuestro Salvador. En este contexto afirma que no basta con cualquier tipo de negación, o negarse sólo en lo temporal, sino que en todo hay que escoger, sin más, el camino de Cristo pobre y la desnudez de la cruz de Cristo, único camino para llegar al Padre, para lograr la meta de la unión con Dios (S 2,7,5-12).

Si el concepto de renuncia está unido con fuerza a la idea de seguimiento (renuncia para ser discípulo), el concepto de negación, sin salirse de la idea de seguimiento, avanza algo más y recuerda que, este seguir a Jesús, sólo será verdadero en la medida que sea un seguirle reviviendo el misterio de la cruz: “El camino de la cruz del  Esposo Cristo”, como dirá en CB 3,5. Este sería el único apetito que tendría que haber en el corazón del creyente, junto con el deseo de guardar perfectamente la ley del Señor (cf. S 1,5,8). O, como dice en otro sitio, en este camino angosto que lleva a la vida “no cabe más que la negación (como da a entender el Salvador), y la cruz, que es el báculo para poder arribar” (S 2,7,7).

II. Negación y unión

El texto de S 2,7,5-12 abre una nueva vertiente en el tema que estamos tratando: el de la relación entre negación y  unión con Dios. El hecho de que J. de la Cruz emplee fundamentalmente las palabras “negar” y “negación” en contextos más bien activos, –el libro Subida del Monte Carmelo es el que registra más presencias de esas palabras– indica que el  camino espiritual sanjuanista empieza con el aprender a saber negarse, y que no es sólo cosa de etapas posteriores de madurez. Pero habría que huir de la conclusión contraria: que la negación de sí mismo es algo sólo de  principiantes (“la negación inicial” de que hablaba J. Baruzi). Dice nuestro místico: “Aunque obres muchas cosas, si no aprendes a negar tu voluntad y sujetarte, perdiendo cuidado de ti y de tus cosas, no aprovecharás en la perfección” (Av 1,72; cf. N 1,6,8).

Para J. de la Cruz, sin negación no sólo no hay verdadera renuncia evangélica, sino que tampoco hay un salir y caminar hacia la comunión-unión con Dios. Sin seguimiento de Jesús pobre y crucificado no hay verdadera  búsqueda de Dios. En todo caso, y lo repite varias veces en el cap. 7 de S 2, lo que se da con mucha frecuencia es una búsqueda de sí mismo en Dios. Actitud que lleva fuera del evangelio de Jesús, y, por lo tanto, fuera del camino evangélico de la comunión-unión con Dios. Según esto, nadie encontrará la vida nueva si no está dispuesto a caminar en la negación de sí mismo. Pero, si se va por el camino de negar y perder la propia vida, siguiendo a Jesús, entonces encontrará la vida verdadera de Dios y en Dios. A lo que se une toda una serie de otros beneficios y provechos incluso a nivel más personal y estrictamente antropológico. Algo que nuestro místico en ocasiones pone también delante del lector, cuando habla de los muchos provechos que se sacan de la negación: paz interior, pobreza de espíritu, y el ciento por uno de posesión verdadera de Dios y de todo cuanto se ha negado anteriormente (cf. S 3,23 y 26; sobre el tema evangélico del ciento por uno de aquello que se renuncia o niega: Mt 19,29/Mc 10,30, cf. S 3,20,4; 26,5; LlB 2,23).

Con una gran lógica, el Santo habla, en el capítulo 7 de S 2, de cómo la negación de sí mismo, vivida hasta las últimas consecuencias por el hombre, le va llevando hasta las metas más altas de comunión y unión con Cristo y con el Padre. En el culmen de la negación más pura se hallaría el culmen de la mayor unión. “Para que entienda el buen espiritual el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios, y sepa que cuanto más se aniquilare por Dios, según estas dos partes, sensitiva y espiritual, tanto más se une con Dios y tanto mayor obra hace. Y cuando viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios, que es el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar. No consiste, pues, en recreaciones y gustos, y sentimientos espirituales, sino en una viva muerte de cruz sensitiva y espiritual, esto es interior y exterior” (S 2,7,11).

Como se puede comprobar en este texto, nuestro místico identifica el culmen de la unión con el culmen de la máxima negación de sí mismo para abrirse a la comunión con el otro: en este caso Dios. En este mismo sentido son varios los textos que, en Llama, hacen referencia a la importancia de la negación pura para vivir la unión perfecta de amor con Dios. En texto dirigido a los confesores para que no impidan el que Dios sea quien cada vez más guíe a las personas, dice: “Procuren ellos desembarazar el alma y ponerla en soledad y ociosidad … de manera que esté vacía en negación pura de toda criatura, puesta en pobreza espiritual. Y esto es lo que el alma ha de hacer de su parte, como lo aconseja el Hijo de Dios (Lc 14, 33), diciendo: ‘El que no renunciare a todas las cosas que posee, no puede ser mi discípulo’” (LlB 3,46; cf. LlB 1, 29; 3, 32.44.65).

De gran importancia es el hecho de que este mensaje sobre la negación pura como  camino de unión se remita, una vez más, a la doctrina de Jesús y su enseñanza esencial sobre la pobreza de espíritu. Idéntico mensaje, aunque dicho con otras palabras y sin la referencia bíblica, es el siguiente: “No es posible que esta altísima sabiduría y lenguaje de Dios, cual es la contemplación, se pueda recibir menos que en espíritu callado y desarrimado” (LlB 3,37).

De la conjunción de todos estos textos de Subida y Llama, y de todo el texto y contexto de ambas obras, se deduce que la negación no siempre se identifica, en el pensamiento sanjuanista, con proceso de purificación, aunque sí con persona purificada (LlB 1,18-26). Como hemos ido diciendo a lo largo de esta exposición, la negación es necesaria en el camino evangélico de  purificación y transformación del hombre. Sin ella no hay purificación. Pero, por otra parte, el estado de negación, a su vez, es el principal fruto del proceso de purificación. Según eso, pueden darse situaciones –el caso de  Jesucristo sería el ideal a tener en cuenta– en que no haya nada o ya casi nada que purificar, y, sin embargo, la negación de sí mismo como actitud sea más intensa y pura que en etapas anteriores: en el total olvido de sí, que permite la comunión más perfecta y plena (CB 40,1.5). Lo cual me parece obvio, porque lo contrario sería volver atrás, a etapas anteriores de inmadurez en el proceso de transformación. Al mismo  Espíritu Santo se le atribuyen en Llama dos etapas claramente distintas en su acción transformadora en el hombre: una de purificación y otra de glorificación (LlB 1,19; 3,34). Sin embargo, al menos mientras se vive en esta vida, el amor puro en el hombre siempre puede aquilatarse más, por obra del Espíritu. En ese sentido, se puede decir también que, para crecer en el amor y en la comunión plena, siempre se necesitarán momentos de purificación (LlB pról. 3; 1,35; también S 1,11,6).

Concluyendo este punto, me parece importante subrayar que la negación sanjuanista no sólo tiene estrechas vinculaciones con el tema del camino de la purificación, como medio de irse quedando progresivamente vacíos de todo y sin nada (cf. entre otros S 1,3,1; 13), sino que negación y purificación, a su vez, guardan una total vinculación con camino positivo de seguimiento e identificación con el misterio y enseñanzas de Jesús (S 1,13,4.6). Un camino en el que juegan, en esta vida, un papel determinante las virtudes teologales. “Porque … el alma no se une a Dios en esta vida … sino sólo por la fe según el entendimiento, y por la esperanza según la memoria, y por el amor según la voluntad (S 2,6,1 y todo el capítulo; N 2,21).

III. Otros datos

En el lenguaje sanjuanista encontramos también otras palabras o expresiones que tienen mucho que ver con negar y negación. Por ejemplo, “no querer”. Se encuentra en dos párrafos distintos de un mismo capítulo (S 1,13,4 y 11). Los textos son muy conocidos y complementarios entre sí. En el primer caso estamos ante una invitación a vivir como Jesús, no queriendo gustar, oír, mirar, etc. nada que no sea para mayor honra y gloria de Dios, o que no sirva para amar más a Dios (S 1,13,4). En el segundo, se trata de los famosos versillos del Monte, transcritos también en Subida. Sin referencias bíblicas explícitas, pero con igual mensaje que el texto antes indicado, encontramos una invitación a no querer tener, poseer, saber, y gustar, como camino necesario para llegar precisamente a esas mismas metas de tener, poseer, saber y gustar (S 1,13,11). Leyendo ambos textos de forma conjunta, se puede ver claramente que no se trata de una invitación a dejar muerta la voluntad, como podría pensarse leyendo a J. de la Cruz desde otras claves, sino de una invitación a una opción clara, que pasa por el camino de la negación, considerada ésta, a su vez, como un acto decidido de voluntad.

Otros términos a tener en cuenta son “negativo” y “negativamente”. Estos se usan en un doble sentido activo-pasivo. Por una parte, para indicar la actitud de negación, es decir, de desprendimiento y renuncia, que ha de tener el hombre, desde lo más profundo del ser, incluso frente a ciertos dones y gracias especiales y místicas, para abrirse a la verdadera comunión con Dios. Por otra, para referirse a la actitud pasiva, de apertura sencilla a Dios, que se ha de tener en todo este camino, sobre todo en determinados momentos o etapas del vivir cristiano (S 2, 16,10; 24,8; 26,10; 30,5; 3, 13,4).

Por último, J. de la Cruz también habla en alguna ocasión de un Dios que niega amorosamente determinados dones al hombre para ayudarlo a saber negarse a sí mismo (N 1,6,6). Desde esta perspectiva se comprende algo del sentido y la necesidad de las purificaciones pasivas. Estas son uno de los principales dones y gracias que Dios hace al hombre. En ellas, ante la experiencia de que Dios se niega a manifestarse al hombre como en otros tiempos, éste se prepara y dispone a aceptar y acoger a un Dios que le transciende. Es así como las purificaciones pasivas abren la posibilidad de acoger la gracia transformadora de Dios, que él da a los humildes, pero niega a los soberbios, es decir, a aquellos que, replegados sobre sí mismos, se niegan a dejarse guiar por Dios (N 1,2,7; cf. F. Ruiz, Ruptura y comunión, p. 335-336).

BIBL. — J. L. MEIS, The Experience of Nothigness in the Mystical Theology of John of the Cross, An Arbor (Michigan), 1980, 130; E. MEIER, Struktur und Wesen der Negation in den mystischen Schriften des Johannes vom Kreuz, CIS, Altenberge, 1982, 188; J. P. VADIER, L’abnegation absolue proposée par S. Jean de la Croix ne dépasse pas l’exigence d’amour demandé par Jésus dans l’évangile, Fribourg, 1983, 25; ALFONSO BALDEÓN, “El camino de la Cruz del Esposo Cristo. La otra cara del Cántico Espiritual”, en MteCarm 97 (1989) 17-37; FEDERICO RUIZ, “Ruptura y comunión”, en Teresianum 41 (1990) 323-347; D. CHOWNING, “Free to Love: Negation in the Doctrine of John of the Cross”, AA.VV., Carmelite Studies, vol. 6, Washington, 1992, 29-47; H. LAUX, “L’expérience de négation chez Saint Jean de la Croix” en Recherches de Science Religieuse 80 (1992), 203226; CIRO GARCIA, “La cruz del seguimiento. S. Juan de la Cruz: Subida, 2,7”, en MteCarm, 100 (1992) 125-137; JOSÉ DAMIÁN GAITÁN, Negación y plenitud en San Juan de la Cruz, Madrid, EDE, 1995, 316.

José Damián Gaitán