El término
“participación de Dios”, unido a otras expresiones afines (“transformación
divina”, “obrar divino”, “divinizar”, “divinidad”) tiene un peso específico en
los escritos sanjuanistas. Sirve para calificar el proceso espiritual y la unión mística. Esta
es, desde el punto de vista teológico, la plena participación de la naturaleza
divina, la comunicación sustancial de la divinidad, la total transformación del
obrar humano en el obrar divino. Aparece, en definitiva, como una participación
tanto del ser como del obrar divinos, en un proceso de transformación progresiva, que
culmina en la unión mística. El tema pertenece al substrato más profundo de
la vida cristiana, definida en la revelación como “participación de la
naturaleza divina” (2 Pe 1,4). Es el pasaje bíblico, que está siempre en el
fondo de todas las afirmaciones sanjuanistas, aunque sólo lo cite explícitamente
un par de veces (CB 32,4; 39,6).
I. Participación
del “ser” divino
El “consortes
divinae naturae” define desde los tiempos apostólicos la novedad de la vida
cristiana (2 Pe 1,34). Es la participación en la naturaleza divina por medio de
Cristo y el don del Espíritu Santo.
Los Padres griegos la interpretaron como una “divinización” del
hombre, a través de su incorporación a Cristo. Representa el vértice de la
salvación. Dios, mediante la encarnación, descendió al hombre para que
éste se transformase en Dios: “El Verbo, por su infinita caridad, se convirtió
en lo que somos nosotros, a fin de que nosotros nos convirtiésemos en lo que él
es” (san Ireneo). “Dios se hizo hombre, para que el hombre sea hecho Dios” (san
Agustín). Santo Tomás, en cuyas fuentes bebe J. de la Cruz, profundizará en el
sentido teológico de esta participación, que ha marcado el desarrollo de la
teología de la gracia. El Concilio Vaticano II presenta la voluntad eterna del
Padre acerca de la salvación de todos los hombres como una llamada “a
participar de la vida divina” (LG 2; DV 2) y como uno de los rasgos
definitorios del nuevo pueblo de Dios (LG 9).
Sobre este trasfondo
teológico se comprende mejor el pensamiento de J. de la Cruz, que se resume en
esta expresión: “Dios por participación”. La expresión aparece invariablemente
repetida en cuatro pasajes de sus obras, relacionados todos con la unión (S
2,5,7; N 2,20,5; CB 22,3; LlB 2,34).
Pero el contexto
es profundamente teológico.
1) Su primera formulación
aparece en Subida, a propósito de su definición sobre la unión del alma con Dios. Es una
“unión total y permanente según la sustancia del alma” (S 2,5,2), que presupone
la presencia natural de Dios, que en cualquier alma “mora y asiste
sustancialmente”. Pero no se trata de esta unión sustancial, “sino de la unión
y transformación del alma con Dios”; es “unión de semejanza” y “sobrenatural”
(ib. 3). Aunque “está Dios siempre en el alma dándole y conservándole el ser
natural de ella con su asistencia, no, empero, siempre la comunica el ser
sobrenatural. Porque éste no se comunica sino por amor y gracia, en la cual no
todas las almas están; y las que están, no en igual grado, porque unas están en
más, otras en menos grados de amor” (ib. 4).
Se trata, pues, de
una comunicación de Dios sobrenatural por gracia, que tiene
su fuente y raíz en la regeneración bautismal que nos hace hijos de Dios. El
Santo fundamenta su exposición en dos textos joaneos sobre la filiación, a los
que hace un comentario rigurosamente teológico. El primero es sobre el prólogo
de san Juan: “Esto es lo que quiso dar a entender san Juan (1, 13) cuando dijo:
‘Qui non ex sanguinibus, neque ex voluntate carnis, neque ex voluntate viri,
sed ex Deo nati sunt’; como si dijera: Dio poder para que puedan ser hijos de
Dios, esto es, se puedan transformar en Dios, solamente aquellos que no de las
sangres, esto es, que no de las complexiones y composiciones naturales son
nacidos, ni tampoco de la voluntad de la carne, esto es, del albedrío de la
habilidad y capacidad natural, ni menos de la voluntad del varón; en lo cual se
incluye todo modo y manera de arbitrar y comprehender con el entendimiento. No
dio poder a ninguno de éstos para poder ser hijos de Dios, sino a los que son
nacidos de Dios, esto es, a los que, renaciendo por gracia, muriendo primero a
todo lo que es hombre viejo (cf. Ef 4,22), se levantan sobre sí a lo
sobrenatural, recibiendo de Dios la tal renacencia y filiación, que es sobre
todo lo que se puede pensar” (ib. 5).
El segundo
comentario es sobre el diálogo entre Jesús y Nicodemo, acerca de la necesidad
de renacer de lo alto y del Espíritu para entrar en el reino de Dios: “Como el
mismo san Juan (3,5) dice en otra parte: ‘Nisi quis renatus fuerit ex aqua, et
Spiritu Sancto, non potest videre regnum Dei’; quiere decir: El que no
renaciere en el Espíritu Santo, no podrá ver este reino de Dios, que es el estado
de perfección. Y renacer en el Espíritu Santo en esta vida, es tener un alma
simílima a Dios en pureza, sin tener en sí alguna mezcla de imperfección, y así
se puede hacer pura transformación por participación de unión, aunque no
esencialmente” (ib.).
Es importante subrayar
que esta “transformación por participación de unión”, de que habla
el Santo, tiene un carácter existencial y dinámico. No se refiere sólo a la
transformación ontológica, que se lleva a cabo por la gracia, sino también a su dinamismo interior, que
comporta una disposición que dé “lugar a Dios para que la transforme en lo
sobrenatural” (ib. 4). “De manera que el alma no ha menester más que desnudarse
de estas contrariedades y disimilitúdines naturales, para que Dios, que se le
está comunicando naturalmente por naturaleza, se le comunique sobrenaturalmente
por gracia” (ib. 4). “En dando lugar el alma (que es quitar de sí todo velo y
mancha de criatura…) luego queda esclarecida y transformada en Dios, y le
comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y
tiene lo que tiene el mismo Dios” (ib. 7).
La fuerza
transformadora de Dios es como “el rayo del sol dando en una vidriera”. Esta
vidriera es el alma, “en la cual siempre está embistiendo” el sol divino, hasta
transformarla en ascua incandescente (ib. 6). Es entonces cuando se produce la
unión transformante por participación de Dios: “Y se hace tal unión cuando Dios
hace al alma esta sobrenatural merced, que todas las cosas de Dios y el alma
son unas en transformación participante. Y el alma más parece Dios que alma, y
aun es Dios por participación; aunque es verdad que su ser naturalmente tan
distinto se le tiene del de Dios como antes, aunque está transformada, como
también la vidriera le tiene distinto del rayo, estando de él clarificada” (ib.
7).
De aquí saca el
Doctor místico algunas conclusiones prácticas sobre “la pureza y amor, que es
desnudez y resignación perfecta”, como la mejor disposición, y sobre los grados
y diferencias de unión según la capacidad y disposición.
2) La segunda formulación más
importante sobre la participación de Dios se encuentra en la Noche. Aparece después de
haber descrito la transformación por la noche oscura del espíritu, que culmina en la unión
con Dios (N 2,4-10). Entre los frutos o propiedades de esta noche señala el
amor de la secreta escala según Santo Tomás y San Bernardo (N 2,11-19). Y entre
los diez grados de amor de esta secreta escala, destaca el último grado, que
“hace el alma asimilarse totalmente a Dios, por razón de la clara visión de
Dios que luego posee inmediatamente el alma, que, habiendo llegado en esta vida
al nono grado, sale de la carne” (N 2,20,5).
Esta transformación
es un anticipo de “la clara visión de Dios”. Supone una purgación tal que pocos
llegan a ella. Pero “la causa de la similitud total del alma con Dios”, que
aquí se apunta, es la visión de Dios: “De donde san Mateo (5,8) dice: ‘Beati
mundo corde, quoniam ipsi Deum videbunt’, etc. Y, como decimos, esta visión es
la causa de la similitud total del alma con Dios, porque así lo dice san Juan
(1 Jn 3,2), diciendo: ‘Sabemos que seremos semejantes a él’, no porque el alma
se hará tan capaz como Dios, porque eso es imposible, sino porque todo lo que
ella es se hará semejante a Dios; por lo cual se llamará, y lo será, Dios por
participación” (N 2,20,5).
3) Esta semejanza plena con Dios, que se alcanzará en la
visión beatífica, se anticipa ya aquí por el amor, que alcanza su máxima
expresión en el matrimonio espiritual, descrito en Cántico. Es la tercera formulación de la participación de Dios.
Después de haber descrito los primeros encuentros de amor, coincidiendo con el
desposorio espiritual (CB 13-21), se propone describir la unión plena del
matrimonio espiritual (CB 22-35).
También este
estado, como los anteriores, requiere las debidas disposiciones: “Primero se
ejercita en los trabajos y amarguras de la mortificación, y en la meditación de
las cosas espirituales… Y después entra en la vía contemplativa, en que pasa
por las vías y estrechos de amor… Y demás de esto, va por la vía unitiva, en
que recibe muchas y grandes comunicaciones y visitas y dones y joyas del Esposo, bien así
como desposada, se va enterando y perfeccionando en el amor de él” (CB 22,3).
Entonces tiene
lugar el matrimonio espiritual, por una “transformación total en el Amado”, que
hace al alma “Dios por participación”: “Es mucho más sin comparación que el
desposorio espiritual, porque es una transformación total en el Amado, en que
se entregan ambas las partes por total posesión de la una a la otra, con cierta
consumación de unión de amor, en que está el alma hecha divina y Dios por
participación, cuanto se puede en esta vida” (CB 22,3).
Esta
transformación es como una confirmación en gracia. Se da por la unión de las
dos naturalezas en un solo espíritu y amor, porque, como dice san Pablo, el que
se junta con Dios un solo espíritu se hace con él: “Y así, pienso que este
estado nunca acaece sin que esté el alma en él confirmada en gracia, porque se
confirma la fe de ambas partes, confirmándose aquí la de Dios en el alma. De
donde éste es el más alto estado a que en esta vida se puede llegar. Porque,
así como en la consumación del matrimonio carnal son dos en una carne, como
dice la divina Escritura (Gn 2,24), así también, consumado este matrimonio
espiritual entre Dios y el alma, son dos naturalezas en un espíritu y amor,
según dice san Pablo trayendo esta misma comparación (1 Cor 6,17), diciendo:
‘El que se junta al Señor, un espíritu se hace con él’. Bien así como cuando la
luz de la estrella o de la candela se junta y une con la del sol, que ya el que
luce ni es la estrella ni la candela, sino el sol, teniendo en sí difundidas
las otras luces” (CB 22,3).
También de aquí
saca el Doctor místico unas conclusiones prácticas, que es la transformación de
todo el psiquismo humano: “Todas las afecciones y modos y maneras espirituales,
dejadas aparte y olvidadas todas las tentaciones, turbaciones, penas, solicitud
y cuidados, transformada en este alto abrazo” (ib. 4). En este estado “goza en
seguridad y quietud la participación de Dios” (CB 24,5). Es una comunión cada
vez más íntima, que aspira a la meta final, que es “la consumación y perfección
de este estado, por lo cual nunca descansa el alma hasta llegar a él” (CB
22,6).
4. Esta perspectiva escatológica de la participación de
Dios aparece, de forma más explícita, en la cuarta de sus formulaciones, en Llama. Después de haber explicado la
necesidad de la purificación para la unión (LlB 2,25-31), comentando el verso que
canta la paga del Padre de “toda deuda”, por todas las tribulaciones y
trabajos, habla del trueque de la muerte en vida: “Matando, muerte en vida la
has trocado” (ib. 3235). Esta vida es la visión beatífica y la vida espiritual
perfecta. Pero la primera no puede darse si no se vive la segunda. Ahora bien,
la vida espiritual perfecta requiere la muerte al hombre viejo. Esto ocurre
cuando “todos los apetitos del alma y sus potencias según sus inclinaciones y
operaciones, que de suyo eran operación de muerte y privación de la vida
espiritual, se truecan en divinas” (ib. 33).
Así se produce el
trueque de muerte en vida: “Teniendo el alma sus operaciones en Dios por la
unión que tiene con Dios, vive vida de Dios, y así se ha trocado su muerte en
vida, que es su vida animal en vida espiritual”. Esta vida espiritual comprende
la transformación de las operaciones de las potencias espirituales
–entendimiento, voluntad y memoria– en conocimiento y vida de amor divinos.
Asimismo, el apetito natural “está ahora trocado en gusto y sabor divino”.
Igualmente, los movimientos y operaciones naturales del alma están “trocados en
movimientos divinos, muertos a su operación e inclinación y vivos en Dios.
Porque el alma, como ya verdadera hija de Dios, en todo es movida por el
espíritu de Dios, como enseña san Pablo (Rom 8,14), diciendo que los que ‘son
movidos por el espíritu de Dios, son hijos de Dios’” (ib. 34).
Pero esta
transformación no sólo afecta a las potencias espirituales, sino a la misma
sustancia del alma: “La sustancia de esta alma aunque no es sustancia de Dios,
porque no puede sustancialmente convertirse en él, pero, estando unida, como
está aquí con él y absorta en él, es por participación Dios, lo cual acaece en
este estado perfecto de vida espiritual, aunque no tan perfectamente como en la
otra” (ib.). Este ser “Dios por participación” es la vida del alma. Por eso
“puede muy bien decir aquí aquello de san Pablo (Gál 2, 20): ‘Vivo yo, ya no
yo, mas vive en mí Cristo’. De esta manera está trocada la muerte de esta alma
en vida de Dios, y le cuadra también el dicho del Apóstol (1 Cor 15,54), que
dice: ‘Absorta est mors in victoria’, con el que dice también el profeta Oseas
(13,14) en persona de Dios, diciendo: ‘¡Oh muerte! yo seré tu muerte’, que es
como si dijera: Yo, que soy la vida, siendo muerte de la muerte, la muerte
quedará absorta en vida” (ib. 34).
La participación
de Dios comprende la comunión en los atributos divinos, que J. de la Cruz
explica en el comentario al verso “¡Oh lámparas de fuego!” (LlB 3,2-8). Se
lleva a cabo por la comunicación del Espíritu divino, del que habla el profeta
Ezequiel (Ez 36,25-26). Es como fuego vivo, que alumbra y da calor (LlB 3,2-3);
o como agua suave y deleitable, que inflama al alma y la pone “en ejercicio de
amar, en acto de amor” (ib. 8). Esta “transformación del alma en Dios es
indecible: todo se dice en esta palabra: que el alma está hecha Dios de Dios,
por participación de él y de sus atributos, que son los que aquí llama lámparas de fuego”
(ib.).
Completa esta
perspectiva el comentario al verso “Con extraños primores/calor y luz dan junto
a su Querido” (LlB 3,77-85). Estando “las profundas cavernas del sentido”
iluminadas por los resplandores de los atributos divinos, se produce un amor
entrega recíproca, “dando al Amado la misma luz y calor de amor que reciben”
(LlB 3,77). Estos son los “extraños primores”, “ajenos de todo común pensar y
de todo encarecimiento y de todo modo y manera”, que infunden la sabiduría
divina al entendimiento y la bondad divina a la voluntad: “Y conforme al primor
con que la voluntad está unida en la bondad, es el primor con que ella da a
Dios en Dios la misma bondad, porque no lo recibe sino para darlo. Y, ni más ni
menos, según el primor con que en la grandeza de Dios conoce, estando unida en
ella, luce y da calor de amor. Y según los primores de los atributos divinos
que comunica allí él al alma de fortaleza, hermosura, justicia, etc., son los
primores con que el sentido, gozando, está dando en su Querido esa misma luz y
calor que está recibiendo de su Querido” (ib.). Así llega el alma en este
estado a ser Dios por participación: “Porque, estando ella aquí hecha una misma
cosa en él, en cierta manera es ella Dios por participación; que, aunque no tan
perfectamente como en la otra vida, es, como dijimos, como sombra de Dios”
(ib.).
Pero no hay que
entender esta participación de Dios en sus atributos como una simple
participación del obrar divino, sino como la comunicación personal de Dios. No
hay que entenderla tampoco como una participación física de parte de su ser, la
physis, sino como una koinonia. Es la comunión plena con Dios,
tal como es personalmente en su misterio trinitario. Esta perspectiva personal
y trinitaria es la que desarrolla la estrofa 39 de Cántico, entroncando así con la perspectiva patrística de la
divinización.
El Doctor místico
la describe como una “aspiración de Dios al alma y del alma a Dios”, semejante
a la aspiración con que el Padre y el Hijo “aspiran” al Espíritu Santo: “No hay
que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta que el alma aspire
en Dios como Dios aspira en ella por modo participado; porque dado que Dios le
haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme
y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra
de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la
Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad, pero por modo comunicado y
participado, obrándolo Dios en la misma alma? Porque esto es estar transformada
en las tres Personas en potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el
alma a Dios, y para que pudiese venir a esto ‘la crió a su imagen y semejanza’”
(Gn 1,26: CB 39,4).
El fundamento
teológico de esta misteriosa participación del misterio trinitario lo halla J.
de la Cruz en los textos bíblicos relativos a la filiación (Gál 4,6; Jn 1,12) y
en la oración sacerdotal de Jesús, que pide para los suyos la misma comunión
que existe entre él y el Padre (Jn 17,20-23). “Y cómo esto sea, no hay más
saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos
alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de
Dios, como dice san Juan (1, 12); y así lo pidió al Padre por el mismo san Juan
(17, 24), diciendo: ‘Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy,
también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste’; es a
saber: que hagan por participación en nosotros la misma obra que yo por
naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo” (CB 39,5).
Y concluye el
Santo citando ampliamente el texto petrino del “consortes divinae naturae”: “De
donde las almas esos mismos bienes poseen por participación que él por
naturaleza; por lo cual verdaderamente son dioses por participación, iguales y
compañeros suyos de Dios… En las cuales [palabras de san Pedro] da claramente
a entender que el alma participará al mismo Dios, que será obrando en él
acompañadamente con él la obra de la Santísima
Trinidad, de la manera que habemos dicho, por causa de la unión sustancial
entre el alma y Dios” (CB 39,6).
II. Participación
del “obrar” divino
La participación
en el “ser” va unida a la participación en el “obrar”: “operari sequitur esse”.
Es un principio filosófico, que J. de la Cruz aplica a la vida espiritual. En
él se funda la nueva vida del cristiano, que tiene su origen en el nuevo ser
adquirido en la divinización. Este es también el fundamento de la moral
cristiana, urgido por Juan Pablo II en la “Veritatis Splendor”; es “la altísima
vocación que los fieles han recibido en Cristo” (VS 7).
Pero J. de la Cruz
no se limita a la proclamación de este principio, sino que muestra cómo el
obrar humano se va transformando progresivamente en divino, hasta alcanzar el
estado de unión (S 1,5,7). Comienza este proceso con la noche de la fe: “Va
Dios ilustrando al alma sobrenaturalmente con el rayo de su divina luz” (S
2,2,1). Como quiera que este proceso se produce en la oscuridad de la noche,
esto es, “cegándose y poniendo en tiniebla” (S 2,8,5), “quedándose en la pura desnudez y pobreza de espíritu”, Dios le va infundiendo su
sabiduría: “porque faltando lo natural al alma enamorada, luego se infunde de
lo divino, natural y sobrenaturalmente, porque no se dé vacío en la naturaleza”
(S 2,15,4).
Alcanzada la
unión, las operaciones de las potencias “en este estado todas son divinas” (S
3,2,8), “pues están transformadas en ser divino” (ib. 9). Así, pues, en la
unión “podemos decir que de sensual se hace espiritual, de animal se hace
racional y aún que de hombre camina a porción angelical, y que de temporal y
humano se hace divino y celestial” (S 3,26,3).
J. de la Cruz
explica esta transformación divina en Noche por la acción del “divino rayo de contemplación en el
alma, que, embistiendo en ella con su lumbre divina, excede la natural del
alma” (N 2,8,4). Por esta luz o noche de contemplación, Dios va limpiando y
purgando al alma “de todas las afecciones y hábitos imperfectos que en sí tenía
acerca de lo temporal y de lo natural…, haciéndola Dios desfallecer en esta
manera a todo lo que no es Dios naturalmente, para irla vistiendo de nuevo,
desnuda y desollada ya ella de su antiguo pellejo. Y así, ‘se le renueva, como
al águila, su juventud’ (Sal 102,5), quedando vestida del nuevo hombre, que es
criado, como dice el Apóstol (Ef 4,24), según Dios. Lo cual no es otra cosa
sino alumbrarle el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que de
entendimiento humano se haga divino unido con el divino; y, ni más ni menos,
informarle la voluntad de amor divino, de manera que ya no sea voluntad menos
que divina, no amando menos que divinamente, hecha y unida en uno con la divina
voluntad y amor; y la memoria, ni más ni menos: y también las afecciones y apetitos
todos mudados y vueltos según Dios divinamente. Y así, esta alma será ya alma
del cielo, celestial, y más divina que humana” (N 2,13,11). Es la culminación
del proceso propuesto anteriormente (N 2,3,3) e ilustrado con la imagen del
madero transformado por el fuego (N 2,10,1-2). Pero, “aunque el alma más alta
vaya, le queda algo encubierto, y tanto cuanto le falta para la asimilación
total con la divina esencia” (N 2,20,6).
Cántico y Llama ahondan en esta transformación, como ya hemos visto,
hablando del alma “hecha divina y Dios por participación”, en una “tal junta de
las dos naturalezas y tal comunicación de la divina a la humana, que no mudando
alguna de ellas su ser, cada una parece Dios” (CB 22,3-4). Por eso, en esta
junta, “todos los actos de ella son divinos, pues es hecha y movida por Dios”
(LlB 1,4). “Y así, todos los movimientos de tal alma son divinos; y aunque son
suyos, de ella lo son, porque los hace Dios en ella con ella, que da su
voluntad y consentimiento” (ib. 9). Dios, por el “embestimiento interior del
Espíritu”, “penetra, endiosando la sustancia del alma, haciéndola divina, en lo
cual absorbe al alma sobre todo ser a ser de Dios” (LlB 2,35).
III. El toque de
la Divinidad
Con esta
expresión, que bajo diversas variantes aparece en los escritos sanjuanistas
unas 200 veces, queremos referirnos al grado máximo de participación de Dios.
Se da en la unión mística, como comunicación sustancial de la divinidad o como toque
divino en la sustancia del alma. El tema es propio de Cántico y Llama, pero
aparece enunciado en los demás escritos.
En Subida, al hablar de la
fe como “el próximo y proporcionado medio” de unión, la describe como “la
divina luz, la cual acabada y quebrada por la quiebra de esta vida mortal,
luego aparecerá la gloria y luz de la Divinidad que en sí contenía” (S 2,9,3).
Es la visión “cara a cara en la gloria”, que aparecerá al quebrarse “los vasos
de esta vida” (ib. 4). Pero ya en esta vida se nos da en Cristo una
participación, pues en él, como dice el Apóstol (Col 2,9), “mora corporalmente
toda plenitud de divinidad” (S 2,22,6).
Además, a través
de la purificación de la noche pasiva del espíritu, tiene el hombre acceso a
esta divinidad, pues, “aunque le empobrece y vacía de esta posesión y afección
natural, no es sino para que divinamente pueda extender a gozar y gustar de
todas las cosas de arriba y de abajo, siendo con libertad de espíritu general
en todo” (N 2,9,1). Así, el entendimiento, “purgado y aniquilado en su lumbre
natural”, es ilustrado con esta luz divina. Igualmente, la voluntad, “purgada y
aniquilada en todas sus afecciones y sentimientos”, se halla dispuesta para
sentir “los subidos y peregrinos toques del divino amor en que se verá
tansformada divinamente” (ib. 3).
Estos toques
divinos han sido ya anunciados en Subida (S
2,24; 2,26; 2,30-32), como prolongación de la acción purificativa, que en la
íntima purgación de la noche tiene lugar en la sustancia del
alma: “Es cierto toque en la Divinidad y ya principios de la perfección de la
unión de amor que espera” (N 2,12,6). Son “divinos toques en la sustancia del
alma en la amorosa sustancia de Dios” (N 2,23,12), “toques sustanciales de unión”
(N 2,24,3). Y “estima y codicia un toque de esta Divinidad más que todas las
mercedes que Dios le hace” (N 2,23,12).
Con estos toques
divinos se aviva el deseo de morir de amor, que “se causa en el alma mediante
un toque de noticia suma de la Divinidad” (CB 7,4). Entiende y siente “ser tan
inmensa la Divinidad, que no se puede entender acabadamente; es muy subido
entender” (CB 7,9). Por eso pide que “le descubra y muestre su hermosura, que
es su divina esencia” (CB 11,2) y que le muestre sus “divinos ojos, que
significan la Divinidad”, recibiendo entonces “del Amado interiormente tal
comunicación y noticia de Dios”, que no lo puede sufrir (CB 13,3). Pero al
mismo tiempo le pide “que embista e informe sus potencias con la gloria y
excelencia de su Divinidad” (CB 19,2). Lo cual se da por “comunicación esencial
de la divinidad, sin otro algún medio en el alma, por cierto contacto de ella
en la Divinidad” (ib. 4). De manera que “con verdad se podrá decir que esta
alma está aquí vestida de Dios y bañada en divinidad” (CB 26,1).
Así culmina el
proceso de divinización, iniciado con los primeros toques divinos. Dios
“imprime e infunde en el alma su amor y gracia, con que la hermosea y levanta
tanto, que la hace ‘consorte de la misma Divinidad’” (2 Pe 1,4: CB 32,4). Pero
el alma no se siente satisfecha, y pide al Esposo que le dé “en aquella
beatífica transformación… pura y clara contemplación de la esencia divina”
(CB 39,2).
Finalmente, en Llama matiza los toques
divinos con nuevas expresiones. Una de ellas es “toque delicado”, refiriéndose
al Verbo, Hijo de Dios, quien lo hace: “Este toque…, por cuanto es
sustancial, es a saber, de la divina sustancia, es inefable” (LlB 2,20). Es toque
“que a vida eterna sabe”: “Es toque de sustancia, es a saber, de sustancia de
Dios en sustancia del alma, al cual en esta vida han llegado muchos santos”
(ib. 21). Es una donación recíproca de amor, obra del Espíritu Santo, “en que
los bienes de entrambos, que son la divina esencia…, los poseen entrambos
juntos” (LlB 3,79).
Así, pues, el
toque de la Divinidad es el encuentro con las divinas personas, que se da en el
más profundo centro del alma. Es la inhabitación trinitaria, que el Hijo ha
prometido a los que le amen (Jn 14,23), “conviene a saber: que ‘si alguno le
amase, vendría la Santísima Trinidad en él y moraría de asiento en él’; lo cual
es ilustrándole el entendimiento divinamente en la sabiduría del Hijo, y deleitándole
la voluntad en el Espíritu Santo, y absorbiéndola el Padre poderosa y
fuertemente en el abrazo abismal de su dulzura” (LlB 1,15). En el estado de
unión alcanza su plenitud la inhabitación trinitaria: “El alma se hace deiforme
y Dios por participación” (CB 39,4).
Tal es la culminación
de la participación de la naturaleza divina. Esta aparece, en los escritos
sanjuanistas, en toda su riqueza y amplitud de perspectivas: teológica y
mística, ambas estrechamente unidas y en progresivo desarrollo hasta el
encuentro cara a cara con la Divinidad. Pues, “estando la voluntad de Divinidad
tocada, no puede quedar pagada sino con Divinidad” (Po 12,5).
BIBL. — FERNANDO URBINA, La persona humana en san Juan de la Cruz, Madrid 1956, p. 340345; GEORGES MOREL, Le sens de l’existence selon S. Jean de la Croix t. II, Paris 1960, p. 229-261; MAXIMILIANO HERRÁIZ,
“Dios, engrandecedor del hombre. Palabra del místico Juan de la Cruz”, en Teología Espiritual 35 (1991) 419-435.
Ciro García