Puro

La pureza, concepción común a las religiones antiguas, es la disposición requerida para acercarse a las cosas sagradas; aunque en forma accesoria puede implicar la virtud opuesta a la lujuria, se procura no con actos morales, sino mediante ritos. Ordinariamente tiende a profundizarse esta concepción primitiva, pero lo hace diversamente según los diferentes climas de pensamiento. Según la perspectiva dualista el alma, pura por esencia, debe desentenderse del cuerpo, en el que está aprisionada, y de las cosas materiales en cuyo contacto vive. Según la fe bíblica, que cree buena a la creación entera, la noción de pureza tiende a hacerse interior y moral, hasta que Cristo muestra su, fuente única en su palabra y en su sacrificio.

AT. 1. LA PUREZA CULTUAL. 1. En la vida de la comunidad santa. La pureza, sin relación directa con la moralidad, proporciona la aptitud legal para participar en el culto o incluso en la vida ordinaria de la comunidad santa. Esta noción compleja, desarrollada particularmente en Lev 11-16, aparece a través de todo el AT.

Incluye la limpieza física: alejamiento de todo lo que no es limpio (inmundicias Dt 23,13ss), de lo que está enfermo (lepra Lev 13-14; 2 Re 7,3) o corrompido (cadáveres Núm 19,11-14; 2Re 23,13s). Sin embargo, la discriminación de los animales puros e impuros (Lev 11), tomada con frecuencia de tabúes primitivos, no puede explicarse por el solo motivo de la higiene.

La pureza constituye una protección contra el paganismo: como Canaán estaba contaminada por la presencia de los paganos, los botines de guerra son condenados a la destrucción (Jos 6,24ss) y los frutos mismos de esta tierra están prohibidos durante los tres primeros años de cosecha (Lev 19,23ss). Determinados animales, como el puerco, son impuros (Lev 11,7), sin duda porque los paganos los asociaban a su culto (cf. Is 66,3).

La pureza reglamenta el uso de todo lo que es santo. Todo lo que atañe al culto debe ser eminentemente puto (Ex 25,31; Lev 21; 22), y sin embargo las cosas sagradas mismas pueden contaminar al hombre si se acerca a ellas indebidamente (Núm 19,7ss; lSa 21,5; 2,Sa 6,6a).

Las fuerzas vitales, fuente de bendición, son consideradas como sagradas, por lo cual se contraen impurezas sexuales aun con su uso moralmente bueno (Lev 12 y 15).

Ritos de purificación. La mayor parte de las impurezas, si no desaparecen por sí mismas (Lev 11,24s), se borran con el lavado del cuerpo o de los vestidos (Éx 19,10; Lev I7, 15s), con sacrificios expiatorios (Lev 12,6s) y, el día de las expiaciones, fiesta de la purificación por excelencia, por el envío al desierto, de un macho cabrío simbólicamente cargado con las impurezas del pueblo entero (Lev 16).

Respeto de la comunidad santa. En esta noción, todavía bastante material, de la pureza está latente la idea de que el hombre es una realidad tal que no se puede disociar el cuerpo y el alma, y de que sus actos religiosos, por espirituales que sean, no dejan de estar encarnados. En una comunidad consagrada a Dios y deseosa de rebasar el estado natural de su existencia, no se come cualquier cosa, no se echa mano a todo, no se usa de cualquier manera de los poderes generadores de la vida. Estas múltiples restricciones, quizás arbitrarias en los orígenes, produjeron un efecto doble. Preservaban a la fe monoteísta contra toda contaminación por parte del medio pagano circundante; además, adoptadas por obediencia para con Dios, constituían una verdadera disciplina moral. Así debían revelarse las exigencias de Dic., que son espirituales.

II. HACIA LA NOCIÓN DE PUREZA MORAL. 1. Los profetas proclaman constantemente que ni las abluciones, ni los sacrificios tienen valor en sí si no comportan una purificación interior (Is 1,15ss; 29,13; cf. Os 6,6; Am 4,1-5; Jer 7,21ss). No por eso desaparece el aspecto cultual (Is 52, 11), pero la verdadera impureza que contamina al hombre se revela en su fuente misma, en el pecado; las impurezas legales sólo son una imagen exterior de la misma (Ez 36, 17s). Hay una impureza esencial al hombre, de la que sólo Dios puede purificarlo (Is 6,5ss). La purificación radical de los labios, del corazón, de todo el ser forma parte de las promesas mesiánicas: «Derramaré sobre vosotros un agua pura y seréis purificados de todas vuestras impurezas» (Ez 36,25s; cf. Sof 3,9; Is 35,8; 52,2).

Los sabios caracterizan la condición requerida para agradar a Dios, por la pureza de las manos, del corazón, de la frente, de la oración (Job 11,4.14s; 16,17; 22,30), por tanto por una conducta moral irreprochable. Los sabios, no obstante, tienen conciencia de una impureza radical del hombre delante de Dios (Pros 20,9; Job 9,30s); es una presunción creerse uno puro (Job 4,17). Sin embargo, el sabio se esfuerza en profundizar moralmente la pureza, cuyo aspecto sexual comienza a acentuarse; Sara se conservó pura (Tob 3,14), al paso que los paganos están entregados a una impureza degradante (Sab 14,25).

En los salmistas se ve afirmarse más y más, en un marco cultual, la preocupación por la pureza moral. El amor de Dios se vuelve hacia los corazones puros (Sal 73,1). El acceso al santuario se reserva al hombre de manos inocentes, de corazón puro (Sal 24.4), y Dios retribuye las manos puras del que practica la justicia (Sal 18,21.25). Pero como sólo él puede dar esta pureza, se le suplica que purifique los corazones. El Miserere manifiesta el efecto moral de la purificación que espera de Dios solo. «Lávame de toda malicia…, purifícame con el hisopo y seré puro.» Más aún: recogiendo la herencia de Ezequiel (36,25s) y coronando la tradición del AT, exclama: «¡Oh Dios! crea en mí un corazón puro» (Sal 51,12), oración tan espiritual que el creyente del NT puede adoptarla literalmente.

NT. I. LA PUREZA SEGÚN LOS EVANGELIOS. 1. La tendencia legalista subsiste todavía en la época de Jesús y remacha la ley acentuando las condiciones materiales de la pureza: abluciones repetidas (Mc 7,3s), lavados minuciosos (Mt 23,25), huida de los pecadores que propagan la impureza (Mc 2,15ss), señales puestas en las tumbas para evitar las contaminaciones por inadvertencia (Mt 23,27).

Jesús hace observar ciertas reglas de pureza legal (Mc 1,43s) y en un principio parece condenar solamente los excesos de las observancias sobreañadidas a la ley (Mc 7,6-13). Sin embargo, acaba por proclamar que la única pureza es la interior (Mc 7,14-23 p): «Nada de lo que entra de fuera en el hombre puede mancharlo…, porque de dentro, del corazón del hombre proceden los malos deseos.» En este sentido también los demonios pueden llamarse «espíritus impuros» (Mc 1,23; Lc 9,42). Esta enseñanza liberadora de Jesús era tan nueva que los discípulos tardarán bastante en comprenderla.

Jesús otorga su intimidad a los que se dan a él en la simplicidad de la fe y del amor, a dos «corazones puros» (Mt 5,8). Para ver a Dios, para presentarse a él, no ya en su templo de Jerusalén, sino en su reino, no basta la misma pureza moral. Precisa la presencia activa del Señor en la existencia; sólo entonces es el hombre radicalmente puro. Jesús dice así a sus Apóstoles: «Dios os ha purificado gracias a da palabra que yo os he anunciado» (Jn 15,3). Y todavía más claramente: «El que se ha bañado no necesita lavarse, está todo limpio; vosotros también estáis limpios» (Jn 13,10).

II. LA DOCTRINA APOSTÓLICA. 1. Más allá de la división entre puro e impuro. Fue necesaria una intervención sobrenatural para que de la palabra de Cristo sacara Pedro esta triple conclusión: ya no hay alimento impuro (Act 10,15; 11,9); los mismos incircuncisos no están mancillados (Act 10,28); ahora ya Dios purifica por la fe los corazones de los paganos (Act 15,9). Por su parte Pablo, armado con la enseñanza de Jesús (cf. Mc 7), declara osadamente que para el cristiano «nada es en sí impuro» (Rom 14,14). Habiendo ya pasado el régimen de la antigua ley, las observancias de pureza se convierten en «elementos sin fuerza», de los que Cristo nos ha liberado (Gál 4,3.9; Col 2,16-23). «La realidad está en el cuerpo de Cristo» (Col 2,17), pues su cuerpo resucitado es germen de un nuevo universo.

2. Los ritos incapaces de purificar el ser interior los sustituyó Cristo por su sacrificio plenamente eficaz (Heb 9; 10); purificados del pecado por la sangre de Jesús (1Jn 1, 7.9), esperamos tener un puesto entre los que «blanquearon sus vestiduras en la sangre del cordero» (Ap 7,14). Esta purificación radical se actualiza por el rito del bautismo que deriva su eficacia de la cruz: «Cristo se entregó por la Iglesia a fin de santificarla purificándola por el baño de agua» (Ef 5,26). Mientras las antiguas observancias no obtenían sino una purificación completamente exterior, las aguas del bautismo nos limpian de toda mancha asociándonos a Jesucristo resucitado (1Pe 3, 21s). Ciertamente somos purificados por la, esperanza en Dios, quien por Cristo nos ha hecho sus hijos (1Jn 3,3).

3. La transposición del plano ritual al plano de la salud espiritual se expresa particularmente en la 1a. epístola a los Corintios, en la que Pablo invita a los cristianos a expulsar de su vida la «levadura vieja» y a reemplazarla por «los ázimos de pureza y de verdad» (1Cor 5,8; cf. Sant 4,8). El cristiano debe purificarse de toda impureza de cuerpo y de espíritu para acabar así la obra de su santificación (2Cor 7,1). El aspecto moral de esta pureza está más desarrollado en las epístolas pastorales. «Todo es puro para los puros» (Tit 1,15), pues ahora ya nada cuenta delante de Dios sino la disposición profunda de los corazones regenerados (cf. 1Tim 4, 4). La caridad cristiana brota de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe sincera (1Tim 1,5; cf. 5,22). Pablo mismo da gracias a Dios por servirle con una conciencia pura (2Tim 1,3), como también pide a sus discípulos un corazón puro del que broten la justicia, la fe, la caridad, la paz (2Tim 2,22; cf. 1Tim 3,9).

Finalmente, lo que permite al cristiano practicar una conducta moral irreprochable es el hecho de estar consagrado al culto nuevo en el Espíritu: lo contrario de la impureza es la santidad (1Tes, 4,7s; Rom 6, 19). La pureza moral que preconizaba ya el AT se requiere siempre (Flp 4,8), pero su valor depende sólo de que conduce al encuentro de Cristo el día último de su retorno (Flp 1,10).

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Prueba, tentación

La palabra prueba evoca dos series de realidades. Una, orientada hacia la acción: un examen, un concurso: otra, replegada en la aflicción; una enfermedad, un luto, un fracaso. Y si la palabra ha pasado del primer sentido al segundo, ha sido sin duda porque, según una sabiduría ya religiosa, el sufrimiento se experimenta como un «test» revelador del hombre.

El sentido activo es primero en la Biblia: nsh, bhn, hqr. peiradsein, diakrinein, para limitarnos a las raíces principales, significan «poner a prueba», tratar de conocer la realidad profunda más allá de las apariencias inciertas. Como una aleación, como un adolescente, el hombre debe «dar prueba de sí». De suyo, no hay aquí nada de aflictivo.

Tentar es también «ensayar», experimentar. Pero si la tentativa se convierte en tentación y el experimento o la prueba pasa al estado crítico, entonces el hombre debe revelar en ella su verdadera orientación profunda. Así, Dios tienta al hombre.

Si la Biblia distingue la prueba particular que es la tentación, es porque parece torcerse oscuramente hacia el mal. Aquí interviene un tercer personaje, el tentador. Ya no es Dios quien tienta. Así en Gén 2,17 se trata de una prueba, en Gén 3, de una tentación (cf. Sant 1,1-12 y 1,13ss).

La experiencia de la prueba-tentación no es sencillamente de orden moral; se encuadra en un drama religioso e histórico; hace entrar en juego nuestra libertad en el tiempo frente a Dios y a Satán. En las diversas etapas del designio de Dios es interrogado el hombre: su vida teologal se pone a prueba en todos sus aspectos, pudiendo a veces cargarse el acento sobre uno o sobre otro de ellos.

AT. I. LA PRUEBA DEL PUEBLO DE DIOS. En la conciencia de Israel, el drama comenzó con su elección, en la promesa de llegar a ser por alianza el pueblo de Dios. Pero la esperanza así suscitada va a tener que purificarse.

En un primer estadio se llama al hombre a tomar partido frente a la promesa. Es la prueba de su fe. Es la de Abraham, de José, de Moisés, de Josué (Heb 11,1-40: Eclo 44,20; 1Mac 2,52). El hecho típico es sin duda el sacrificio de Isaac (Gén 22): para que Dios lleve a término la promesa, la fe del hombre debe aceptar libremente que se traduzca en la obediencia que ajusta dos voluntades.

La tentación vivida en los cuarenta años del desierto (Dt 8,2) consiste en no creer en el Dios pascual y preferir a él las cebollas de Egipto. Lleva consigo un juicio; y la pascua sólo se consuma para la generación fiel: sólo ella obtiene la tierra prometida.

La experiencia del desierto ayuda a dar su valor teológico a la expresión «tentar a Dios». O bien el hombre quiere salir de la prueba intimando a Dios a ponerle fin (cf. la antítesis Éx 15,25 y 17,1-7); o bien se pone en una situación sin salida «para ver si» Dios es capaz de sacarlo de ella; o también se obstina, a pesar de los signos evidentes, en pedir otras «pruebas» de la voluntad divina (Sal 95,9; Mt 4,7; Act 15,10; 1Cor 10,9).

Dios concluye una alianza con el aglomerado del que ha sacado un pueblo. En esta segunda etapa, la prueba versa sobre la fidelidad a la alianza. Se la puede llamar la prueba del amor. El pueblo ha escogido, sí, servir a su Dios (Jos 24,18); pero su corazón es falso; la prueba obliga al amor a declararse y a probarse: purifica el corazón. Es una obra de grandes alientos, en la que Dios pone la mano (imagen del fuego y del fundidor: Is 1,25s). Lentamente se elaboran los códigos (alianza, santidad, sacerdotal), en los que se oye el llamamiento a la santidad que Dios dirige a su pueblo (Lev, passim). Un nuevo juicio corresponde a esta nueva prueba; el exilio, el retorno al desierto sanciona la idolatría, que es un adulterio (Os 2).

2. Sólo un pequeño resto saldrá probado de la cautividad: el comportamiento divino es el mismo en la prueba de Israel frente a Yahveh (1Re 19,18) y frente a Jesús (Rom 11,1-5); en todos estos casos, si la prueba da por resultado un resto, es por pura gracia. La cautividad y el largo período que la sigue muestran, en efecto, hasta qué punto la promesa es humanamente irrealizable. Dilaciones interminables, contradicciones, persecuciones, las debilidades mismas del pueblo, vuelven a plantear no tanto la cuestión de la fe en la palabra de Yahveh o de la fidelidad a su alianza, cuanto la del cumplimiento mismo de la promesa. Así, desde el exilio hasta el Mesías, la prueba del pequeño resto es principalmente una prueba de la esperanza. El reino parece retroceder indefinidamente en el tiempo. La tentación es la del momento presente, de «este siglo», la tentación del mundo. El pueblo de Dios, en trance de secularizarse, adquiere más conciencia de la acción de Satán, «príncipe de este mundo» (Job 1-2). Esta prueba de la esperanza es la más íntima. la más purificadora. Cuanto más próximo está Dios, tanto más prueba (Jdt 8,25ss). La prueba acabará en un último juicio: el advenimiento del reino, la entrada del siglo venidero en este mundo mismo.

II. LA PRUEBA DE LA CONDICIÓN HUMANA. El AT tiene todavía que transmitirnos un doble mensaje. 1. En el plano de la persona. La reflexión de los sabios, transponiendo al plano personal las pruebas del pueblo, insiste en otro aspecto de la prueba: el sufrimiento, en particular el del justo. Aquí alcanza la prueba el máximum de agudeza, y la presencia de Dios el máximum de proximidad, pues el hombre se ve abocado, no ya a lo imposible, sino a lo absurdo. A este grado de agudeza la tentación no consiste ya en dudar del poder de Dios, en serle infiel o en preferir el mundo a Dios, sino que es la tentación del insulto, de esa blasfemia que es la forma como Satán da testimonio a Dios.

El libro de Job abre el debate y lo entierra en el misterio de la sabiduría de Dios, no desentendiéndose del tema, sino en un reconocimiento confuso de que la prueba hace que el hombre se ajuste progresivamente al misterio de Dios (cf. Gén 22). Líneas más definidas de respuesta se presentan en el poema del siervo (Is 52,13-33,12), y sobre todo en los libros salidos de la gran tribulación (Dan 9,24- 27; 12,1-4; Sab passim). La prueba aparece en ellos insoluble en el plano individual; su fuente está fuera del hombre (Sab 1,13; 2,24), es un hecho de índole concerniente al género humano. Pero sólo una persona podrá hacerla desembocar en la vida, alguien sobre quien no tendrá ventaja Satán y que será solidario de la «multitud», aun poniéndose en su lugar. El juicio estará en la venida del siervo.

2. En el plano, de la naturaleza humana. Estas conclusiones, en que se percibe la impronta de la reflexión sacerdotal, convergen con las que en los relatos del Génesis, que describen los orígenes, nos hacen llegar al fondo de la condición humana. La elección es finalmente la revelación más expresiva del amor gratuito de Dios, su libertad. Con ello reclama en el hombre el máximum de libertad en su respuesta.

La prueba es precisamente el campo dejado a esta respuesta. Gén 2 manifiesta por medio de imágenes esta solicitud gratuita por el soberano de la creación, que es el hombre. Tal amor de elección no se impone, se escoge: de ahí la prueba, a través del árbol del conocimiento (Gén 2,17). La condición humana fundamental se revela así: el hombre sólo es tal por su posibilidad constante de elegir por vocación a Dios, a cuya «imagen» es.

Ahora bien, Adán se escogió a sí mismo como Dios (Gén 3,5). Es que entre la prueba y la elección intervino la crisis, !a tentación, cuyo autor personal aparece finalmente: Satán (Gén 3; cf. Job 1-2). Como se ve, la tentación es más que la prueba, incluso en su paroxismo. Han hecho entrada elementos nuevos: el maligno, que es también el mentiroso, aparece como seductor. El hombre sólo escoge su soledad porque en ella cree hallar la vida; si sólo halla en ella la desnudez y la muerte, es que lo han engañado. Su prueba implica, pues, fundamentalmente un combate contra la mentira, una lucha para escoger según la verdad, en que se vive solamente la experiencia de la libertad (Jn 8,32-44). He aquí la última respuesta a la reflexión de los sabios.

La humanidad está empeñada en una prueba que la rebasa y que no superará sino por efecto de una promesa, efecto que es gracia (Gén 3,15), por la venida de la descendencia, que pondrá fin a la prueba.

NT. 1. LA PRUEBA DE CRISTO. Cristo se ve puesto por Satán en las situaciones en que Adán y el pueblo habían sucumbido y en que los pobres parecían abrumados. En él, prueba y tentación coinciden y son superadas, pues al pasar por ellas hace Jesús que se logre el amor de elección que las había suscitado.

Cristo es «la» descendencia según la promesa, el primogénito del nuevo pueblo. En el desierto (Lc 4,1s) triunfa Jesús del tentador en su propio terreno (Lc 11,24). Es a la vez el hombre que se nutre por fin, y sustancialmente, de la palabra de Dios, y «Yahveh salvador», al que su pueblo sigue tentando (Mt 16,1; 19,3; 22,18).

Jesús es el rey fiel, buen pastor, que ama a los suyos hasta el fin. La cruz es la gran prueba (Jn 12, 27s) en que Dios «da prueba» de su amor (3,14ss). Jesús es el pequeño resto, en el que el Padre concentra su amor de elección: en esta seguridad filial es a la vez odiado por el mundo y vencedor del mundo (Jn 15,18; 16,33).

Jesús es servidor, cordero de Dios. Llevando en la cruz el pecado de los hombres, transforma la tentación de blasfemia en queja filial y la muerte absurda en resurrección (Mt 27, 46; Lc 23,46; Flp 2,8s).

Como nuevo Adán e imagen del Padre que es, su tentación es la tentación del jefe: se intercala entre la teofanía de su misión y el ejercicio de esta misión (Mc 1,11-14). A todo lo largo de ésta la encontrará, como antagonista de la voluntad del Padre: sus padres (Mc 3,33ss), Pedro (Mc 8,33), los signos espectaculares (Mc 8,12), el mesianismo temporal (Jn 6,15). Finalmente, la última etapa de su misión deberá abrirse con la última tentación, la de la agonía(Le 22,40.46). Así Cristo, vencedor del tentador desde el principio hasta el fin de su misión (Lc 4,13), empeña por fin la nueva humanidad en su verdadera condición: la vocación filial (Hab 2,10-18).

LA PRUEBA DE LA IGLESIA. De la prueba de Cristo sale la Iglesia, como la multitud justificada por el siervo (Is 53,11). Y su misión sigue el mismo rumbo que el de Cristo (2Tim 2,9ss; Lc 22.28ss); el bautismo, en el que la pascua de Cristo viene a ser la de la Iglesia, es una prueba (Mc 10,38s) y anuncia pruebas tras él (Heb 10,32-39).

Aquí el vocabulario de la prueba se mezcla con el del sufrimiento (thlipsis- tribulación, diogmos-persecución) y de la paciencia (sobre todo hypomone-constancia). En el NT su resonancia es primero escatológica antes de ser psicológica. La proximidad del retorno del Señor lleva a su paroxismo la oposición de la luz y de las tinieblas. La Iglesia es el lugar de la prueba, el lugar en que la persecución debe consolidar la fidelidad (Lc 8,13ss; 21,12-19; Mt 24,7,13) y en que el hombre sale «probado» de la tribulación.

Esta prueba de la Iglesia es apocalíptica; revela realidades ocultas al hombre carnal, y el grado de responsabilidad encomendada a cada uno en la gran misión que viene del Padre: Cristo (Heb 2,14-28), Pedro (Lc 22,31s), los discípulos (Le 21, 12s), toda iglesia fiel (Ap 2,10). En este sentido prueba y misión culminan en el martirio. Pero el gran combate escatológico, que es la prueba propia de la Iglesia, revela también al verdadero autor de la tentación: Dios prueba a los suyos, sólo Satán los tienta (Lc 22,31; Ap 2,10; 12,9s); la Iglesia probada desenmascara al seductor, al acusador, al mismo tiempo que da testimonio por su Paráclito, el Espíritu victorioso que la conduce al término de la pascua (Ap 2-3; Lc 12,11s; In 16, 1-15). Por esta razón aparece en los apocalipsis a la vez perseguida y salvada (Dan 12,1; Ap 3,10; 2Pe 2,9). La prueba es, pues, la condición de la Iglesia, todavía por probar y ya pura, todavía por reformar y ya gloriosa. Las tentaciones propiamente eclesiales vienen las más de las veces del descuido de uno de estos dos componentes.

LA PRUEBA DEL. CRISTIANO. El anuncio del Evangelio está inscrito dentro de la tribulación escatológica (Mt 24,14). La prueba es, pues, particularmente necesaria a los que reciben el ministerio de la palabra (1Tes 2,4; 2Tim 2,15); de lo contrario, son traficantes (2Cor 2,17). La prueba es el signo de la misión (1Tim 3,10; Flp 2,22). De ahí el discernimiento de los falsos enviados (Ap2,2; Jn 4,1).

En el plano psicológico sondea Dios los corazones y los pone a prueba (1Tes 2,4). Únicamente permite la tentación (1Cor 10,13). Ésta viene del tentador (Act 5,3; 1Cor 7,5; 1Tes 3,5) a través del mundo (1Jn 5,19) y sobre todo del dinero (1Tim 6,9). Por esto hay que pedir que no «entremos» en la tentación (Mt 6,13; 26, 41), pues conduce a la muerte (Sant 1,14s). Esta actitud de oración filial es el extremo opuesto de la que tienta a Dios (Lc 11,1-11).

La prueba, sí, y la tentación en que no se entra es una prueba, está ordenada a la vida. Es un dato de la vida en Jesucristo: «sí, todos los que quieren vivir con piedad en Jesucristo, serán perseguidos» (2Tim 3, 12). La prueba es una condición indispensable de crecimiento (cf. Lc 8,13ss), de robustez (1Pe 1,6s con miras al juicio), de verdad manifestada (1Cor 11,19: razón de ser de las divisiones cristianas), de humildad (1Cor 10,12), en una palabra, es el camino mismo de la pascua interior, el del amor que espera (Rom 5,3ss).

Siendo ello así, es una misma cosa ser un cristiano «probado» y experimentar el Espíritu. La prueba dispone para un don mayor del Espíritu, pues este opera ya en ella su trabajo de liberación. El cristiano probado, así liberado sabe discernir, verificar, «probar» todas las cosas (Rom 12,2; Ef 5,10). Este nuevo sentido de discreción es el Espíritu (1Jn 2,20.27). Aquí tenemos la fuente teologal del examen de conciencia, que ya no es aritmética espiritual, sino discernimiento dinámico, en el que cada uno se prueba a la luz del Espíritu (2Cor 13,5; Gál 6,1).

La Biblia invita a dar un sentido teologal a la prueba. La prueba es paso «hacia Dios» a través de su designio. Los diversos aspectos de la prueba (fe, fidelidad, esperanza, libertad) confluyen en la gran prueba de Cristo, continuada en la Iglesia y en cada cristiano y que termina en un parto cósmico (Rom 8,18-25). La aflicción. de la prueba adquiere su verdadero sentido en la lucha escatológica.

En el designio de Dios, que intenta divinizar al hombre en Cristo, la prueba„ y su explotación satánica, la tentación, son ineluctables: hacen pasar de la libertad ofrecida a la libertad vivida, de la elección a la alianza. La prueba ajusta al hombre con el misterio de Dios, y al hombre herido le es tanto más dolorosa la proximidad de Dios cuanto más íntima es. El Espíritu hace discernir en el misterio de la cruz el paso de la primera a la segunda creación, el paso del egoísmo al amor. La prueba tiene carácter pascual.

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Prójimo

AT. La palabra «prójimo», que traduce con bastante exactitud el término griego plesion, corresponde imperfectamente a la palabra hebrea rea, que es subyacente a este último. No debe confundirse con la palabra «hermano», aunque con frecuencia le corresponde. Etimológicamente expresa la idea de asociarse con alguno, de entrar en su compañía. El prójimo, contrariamente al hermano, con el que está uno ligado por la relación natural, no pertenece a la casa paterna; si mi hermano es otro yo. mi prójimo es otro que yo, otro que para mí puede ser realmente «otro», pero que puede también llegar a ser un hermano. Así pues, puede crearse un vínculo entre dos seres, ya en forma pasajera (Lev 19, 13.16.18), ya en forma durable y personal, en virtud de la amistad (Dt 13,7) o del amor (Jer 3,1.20; Cant 1,9.15) o del compañerismo (Job 30, 29).

En los antiguos códigos no se habla de «hermanos», sino de «otros» (p.e. Éx 20,16s): a pesar de esta abertura virtual hacia el universalismo, el horizonte de la ley apenas si rebasó los límites del pueblo de Israel. Luego, el Deuteronomio y la ley de santidad, con su conciencia más viva de la elección, confunden «otro» y «hermano» (Lev 19,16ss) entendiendo así a los solos israelitas (17,3). No es esto un estrechamiento del amor del «prójimo» restringido a solos los «hermanos»; por el contrario, se esfuerzan por extender el mandamiento del amor asimilando al israelita el extranjero residente (17,8.10.13; 19,34).

Después del exilio se abre camino una doble tendencia. Por un lado, el deber de amar no concierne más que al israelita o al prosélito circunciso: el círculo de los «prójimos» se estrecha. Pero por otro lado cuando los Setenta traducen el hebreo reo por el griego plesion separan «otro» de «hermano». El prójimo al que hay que amar es otro, sea o no hermano. Tan luego se encuentran dos hombres, son «prójimo» el uno para el otro, independientemente de sus relaciones de parentesco o de lo que el uno pueda pensar del otro.

NT. Cuando el escriba preguntaba a Jesús: «¡,Quién es mi prójimo?» (Lc 10,29), es probable que todavía asimilara a este prójimo con su «hermano», miembro del pueblo de Israel. Jesús va a transformar definitivamente la noción de prójimo.

Por lo pronto, consagra el mandamiento del amor: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» No sólo concentra en él los otros mandamientos, sino que lo enlazó indisolublemente con el mandamiento del amor de Dios (Mt 22,34-40 p). Después de Jesús, Pablo declara solemnemente que este mandamiento «cumple toda la ley» (Gál 5,14), que es la «suma» de los otros (Rom 13,8ss), y Santiago lo califica de «ley regia» (Sant 2,8).

Luego, Jesús universaliza este mandamiento: uno debe amar a sus adversarios, no sólo a sus amigos (Mt 5,43-48); esto supone que se ha derribado en el corazón toda barrera. tanto que el amor puede alcanzar al mismo enemigo.

Finalmente, en la parábola del buen samaritano pasa Jesús a las aplicaciones prácticas (Lc 10,29.37). No me toca a mí decidir quién es mi prójimo. El hombre que se halla en apuros, aunque sea mi enemigo, puede convertirse en mi prójimo. El amor universal conserva así un carácter concreto: se manifiesta para con cualquier hombre al que Dios ponga en mi camino.

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Presencia de Dios

El Dios de la Biblia no es sólo el altísimo: es también el muy próximo (Sal 119,151); no es un ser supremo cuya perfección lo aísle del mundo, pero tampoco una realidad que se haya de confundir con el mundo. Es el Dios creador presente a su obra (Sab 11,25; Rom 1,20), el Dios salvador presente a su pueblo (Éx 19,4ss), el Dios Padre presente a su Hijo (Jn 8,29) y a todos los vivificados por el Espíritu de su Hijo y que le aman filialmente (Rom 8,14.28). La presencia de Dios no es material por el hecho de ser real; si bien se manifiesta por signos sensibles, es la presencia de un ser espiritual cuyo amor envuelve a su criatura (Sab 11,24; Sal 139) y la vivifica (Act 17,25-28) quiere comunicarse al hombre y hacer de él un testigo luminoso de su presencia (Jn 17,21).

AT. Dios, que ha creado al hombre, quiere estarle presente; si por el pecado huye el hombre esta presencia, el llamamiento divino no deja de perseguirle a través de la historia: «Adán, ¿dónde estás?» (Gén 3, 8s).

LA PROMESA DE LA PRESENCIA DE DIOS. Dios se manifiesta primero a algunos privilegiados, a los que ase-gura su presencia: a los padres con quienes hace alianza (Gén 17,7; 26, 24; 28,15) y a Moisés que tiene la misión de liberar a su pueblo (Éx 3,12). A este pueblo revela su nombre y el sentido de este nombre; le garantiza también que el Dios de sus padres estará con él como ha estado con ellos. Dios, en efecto, se denomina Yahveh y se define así: «Yo soy el que soy», es decir, yo soy el eterno, el inmutable y ell fiel; o también: «Yo soy el que es», que es, y está, siempre, en todas partes, marchando con su pueblo (3,13ss; 33,16). La promesa de esta presencia omnipotente (poder) hecha en el momento de la alianza (34,9s) se renueva a los enviados por los que conduce Dios a su pueblo: Josué y los jueces (Jos 1,5; Jue 6,16; 1Sa 3.19). los reyes y los profetas (2Sa 7,9; 2Re 18.7; Jer 1,8.19). Igualmente significativo es el nombre del niño cuyo nacimiento anuncia Isaías y del que depende la salvación del pueblo: Emmanuel, es decir, «Dios con nosotros» (]s 7,14; cf. Sal 46,8).

Incluso cuando debe Dios castigar a su pueblo con el exilio, tampoco le abandona; es este pueblo que sigue siendo su servidor y su testigo (Is 41,8ss; 43,10ss), no deja de ser el pastor (Ez 34.15s.31; Is 40,10s), el rey (Is 52,7), el esposo y el redentor (Is 54,5s; 60,16); anuncia por tanto que va a salvarlo gratuitamente por fidelidad a sus promesas (Is 52.3.6), que su gloria regresará a la ciudad santa cuyo nombre será en adelante «Yahveh está aquí» (Ez 48,35), y que así manifestará su presencia a todas las naciones (Is 45,14s) y las reunirá en Jerusalén a su luz (Is 60); finalmente, el último día estará presente como juez y rey universal (Mal 3,1; Zac 14,5.9).

LOS SIGNOS DE LA PRESENCIA DE DIOS. Dios se manifiesta por signos diversos. La teofanía del Sinaí suscita el temor sagrado por la tormenta, el trueno, el fuego y el viento (Éx 20,18ss) que se vuelve a hallar en otras intervenciones divinas (Sal 29; 18,8-16; Is 66,15; Act 2, 1ss; 2Pe 3.10; Ap 11,19). Pero Dios aparece también en un clima muy diferente, el de la paz del Edén, donde sopla una brisa ligera (Gén 3,8), cuando conversa con sus amigos, Abraham (Gén 18,23-33), Moisés (Ex 33,11) y Elías (1Re 19,11ss).

Por lo demás, por muy luminosos que sean los signos de la presencia divina, Dios se envuelve en misterio (Sal 104,2); guía a su pueblo en una columna de nube y de fuego (Ex 13,21) y así permanece en medio de él. llenando con su gloria la tienda donde se halla el arca de la alianza (Éx 40,34) y más tarde el Santo de los Santos (1Re 8,10ss).

LAS CONDICIONES DE LA PRESENCIA DE DIOS. Para tener acceso a esta misteriosa y santa presencia hay que aprender de Dios las condiciones.

1. La búsqueda de Dios. El hombre debe responder a los signos que Dios le hace; por eso le tributa culto en lugares en que se conserva el recuerdo de alguna manifestación divina, como Bersabé o Betel (Gén 26, 23ss; 28,16-19). Pero Dios no está ligado a ningún lugar, a ninguna morada material. Su presencia, de la que es signo el arca de la alianza, acompaña al pueblo al que guía a través del desierto y del que quiere hacer su morada viva y santa (Éx 19.5; 2Sa 7,5s.11-16). Dios quiere habitar con la descendencia de David, en su casa. Y si acepta que Salomón le construya un templo, lo hace afirmando que este templo es incapaz de contenerle (1Re 8,27; cf. Is 66,1); se le hallará allí en la medida en que se invoque su nombre en verdad (1Re 8,29s.41ss; Sal 145,18), es decir, en cuanto se bus-que su presencia mediante un culto verdadero, el de un corazón fiel.

Para obtener tal culto, eliminando el de los lugares altos y su corrupción, la reforma deuteronómica prescribió que se subiera tres veces al año a Jerusalén y que no se sacrificara en otra parte (Dt 12,5; 16, 16). Esto no significa que baste subir al templo para hallar al Señor; es preciso además que el culto que en él se celebra exprese el respeto debido al Dios que nos ve y la fidelidad debida al Dios que nos habla (Sal 15; 24). De lo contrario se está lejos de él con el corazón (Jer 12, 2), y Dios abandona el templo cuya destrucción anuncia porque los hombres lo han convertido en una cueva de ladrones (Jer 7,1-5; Ez 10-11).

Por el contrario, Dios está cerca de los que caminan con él como los patriarcas (Gén 5,22; 6,9; 48,15) y están delante de él como Elías (1Re 17,1); que viven con confianza bajo su mirada (Sal 16,8; 23,4; 119,168) y le invocan en sus angustias (Sal 34,18ss); que buscan el bien (Am 5.4.14) con un corazón humilde y contrito (Is 57,15) y socorren a los desgraciados (Is 58,9); tales son los fieles que vivirán incorruptibles, cerca de Dios (Sab 3,9; 6,19).

2. El don de Dios. Ahora bien, tal fidelidad ¿está en poder del hombre? En presencia del Dios santo el hombre adquiere conciencia de su pecado (Is 6,1-5), de una corrupción que sólo Dios puede curar (Jer 17,1.14). ¡Venga, pues, Dios a cambiar el corazón del hombre, ponga en él su ley y su Espíritu (Jer 31, 33; Ez 36,26ss)! Los profetas anuncian esta renovación, fruto de una nueva alianza que hará del pueblo santificado la habitación de Dios (Ez 37,26ss). También los sabios anuncian que Dios enviará a los hombres su sabiduría y su Espíritu Santo, a fin de que conozcan su voluntad y se hagan sus amigos recibiendo en ellos mismos esta sabiduría que se goza en habitar entre ellos (Prov 8,31; Sap 9,17ss; 7,27s).

NT. I. EL DON DE LA PRESENCIA EN JESÚS. Por su venida a la Virgen María realiza el Espíritu Santo el don prometido a Israel: el Señor está con ella y Dios está con nosotros (Lc 1,28.35; Mt 1,21ss). En efecto, Jesús, hijo de David, es también el Señor (Mt 22,43s p), el Hijo del Dios vivo (Mt 16,16), cuya presencia se revela a los pequeños (Mt 11,25ss); es el Verbo de Dios, venido en la carne a habitar entre nosotros (Jn 1,14) y hacer presente la gloria de su Padre, del que su cuerpo es el verdadero templo (Jn 2.21). Como su Padre, que está siempre con él, se llama «Yo soy» (Jn 8,28s; 16,32) y da cumplimiento a la promesa de presencia implicada por este nombre; en él, en efecto, se halla la plenitud de la divinidad (Col 2,9). Una vez acabada su misión, asegura a sus discípulos que está para siempre con ellos (Mt 28 20; cf. Lc 22,30; 23,42s).

EL MISTERIO DE LA PRESENCIA EN EL ESPÍRITU. Cuando Jesús priva de su presencia corporal a sus discípulos, todavía pueden hallarle entre ellos si su fe lo busca donde está, según su promesa: está en todos los desgraciados, en los cuales quiere ser servido (Mt 25,40); está en los que llevan su palabra, en los cuales quiere ser escuchado (Lc 10,16); está en medio de los que se unen para orar en su nombre (Mt 18,20).

Pero Cristo no está sólo entre los creyentes: está en ellos, como lo reveló a Pablo al mismo tiempo que su gloria: «Yo soy Jesús al que tú persigues» (Act 9,5); en efecto, vive en los que lo han recibido por la fe (Gál 2,20; Ef 3,17) y a los que alimenta con su cuerpo (1Cor 10,16s). Su Espíritu los habita, los anima (Rom 8,9.14) y hace de ellos el templo de Dios (1Cor 3,16s; 6,19; Ef 2,21s) y los miembros de Cristo (1Cor 12,12s.27).

Por este mismo Espíritu vive Jesús en los que comen su carne y beben su sangre (Jn 6,56s.63); está en ellos, como su Padre está en él (Jn 14,19s). Esta comunión supone que Jesús ha retornado al Padre y ha enviado su Espíritu (Jn 16,28; 14,16ss); por esto es mejor que esté ausente corporalmente (Jn 16,7); esta ausencia es la condición de una presencia interior realizada por el don del Espíritu. Gracias a este don, los discípulos tienen en sí mismos el amor que une al Padre y al Hijo (Jn 17,26): por eso mora Dios en ellos (1Jn 4,12).

LA PLENITUD DE LA PRESENCIA EN LA GLORIA DEL PADRE. Esta presencia del Señor que Pablo desea a todos (2Tes 3,16; 2Cor 13,11) no será perfecta sino después de la liberación de nuestros cuerpos mortales (2Cor 5,8). Entonces, resucitados por el Espíritu que está en nosotros (Rom 8, 11), veremos a Dios, que será todo en todos (1Cor 13,12; 15,28). Entonces en el supuesto que Jesús nos ha preparado cerca de él veremos su gloria (Jn 14,2s; 17,24), luz de la nueva Jerusalén, morada de Dios con los hombres (Ap 21,2s.22s). Entonces será perfecta la presencia en nosotros del Padre y del Hijo por el don del Espíritu (1Jn 1,3; 3,24).

Tal es la presencia que ofrece el Señor a todo creyente. «Estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20). No es una presencia accesible a la carne (Mt 16,17), ni reservada a un pueblo (Col 3,1i), ni ligada a un lugar (Jn 4,21); es el don del Espíritu (Rom 5,5; Jn 6,63), ofrecido a todos en el cuerpo de Cristo, donde está en plenitud (Col 2,9), e interior al creyente que entra en esta plenitud (Ef 3,17ss). El Señor hace este don a quien le responde con la esposa y por el Espíritu: «¡Ven!» (Ap 22, 17).

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Piedad

Para los modernos es la piedad la fidelidad a los deberes religiosos, reducidos con frecuencia a los ejercicios de piedad. En la Biblia tiene la piedad mayor irradiación: engloba también las relaciones del hombre con los otros hombres.

AT. 1. La piedad en las relaciones humanas. En hebreo la piedad (hesed) designa en primer lugar la relación mutua que une a parientes (Gén 47,29), amigos (1Sa 20,8), aliados (Gén 21,23); es una adhesión que implica una ayuda mutua, eficaz y fiel. La expresión hacer hesed indica que la piedad se manifiesta en actos. En la pareja hesed/emet, «piedad/fidelidad» (Gén 24,49; Prov 20,28; Sal 25,10), los dos términos se compenetran: el segundo designa una actitud del alma sin la cual no sería perfecta la bondad designada por el primero. Para los LXX que traducen hesed por eleos (= piedad, compasión), le esencial de la piedad es la bondad compasiva.

2. La piedad en las relaciones con Dios. Este lazo humano tan fuerte, que es la hesed, permite comprender el que establece Dios con la alianza, entre él y su pueblo. A la piedad de Dios, es decir, a su amor miser1Cordioso a Israel, su primogénito (Éx 34,6; cf. 4,22; Jer 31,3; Is 54, 10), debe responder otra piedad, es decir, la adhesión filial que se traducirá en obediencia fiel y en culto amante (cf. Dt 10,12s). Por lo demás, de este amor practicado para con Dios debe fluir un amor fraterno entre los hombres, imitación de la bondad de Dios y de su solicitud por los pobres. Así, para definir la verdadera piedad la asocia Miqueas con la justicia, el amor y la humanidad (Miq 6,8).

Esta definición es la de los profetas y de los sabios. Para Oseas no está la piedad en los ritos, sino en el amor que los anima (Os 6,6 = Mt 9,13), inseparable de la justicia (Os 12,7) y de la fidelidad a la ley (Os 2,21s; 4,1s). En cuanto a Jeremías, Dios se nos da como modelo de piedad y de justicia (Jer 9,23). En otras partes vemos que la piedad queda comprometida cuando son oprimidos los pobres y se viola la justicia (Miq 7,2; Is 57,1: Sal 12,2-6). En los Salmos e! culto del hombre piadoso (heb. hasid, gr. hosios o eusebes) se expresa en una alabanza amante, confiada, gozosa (Sal 31,24; 149), que magnifica la piedad de Dios (Sal 103). Sin embargo, este culto no es acepto sino cuando va unido con la fidelidad (Sal 50). Dios otorga la sabiduría (Eclo 43,33) a los hombres piadosos que no separan culto y caridad (Eclo 35,1-10) y sacan provecho de todos los bienes creados por Dios (Eclo 39,27).

Esta piedad integral anima en la época macabea a los asideos (de hasidim: «piadosos»; l Mac 2,42), que luchan por su fe hasta la muerte: la piedad que los hace fuertes está segura de la resurrección (2Mac 12, 45). Tal es también «la piedad más poderosa que todo», cuya victoria en el juicio final canta la Sabiduría (Sab 10,12; cf. la oposición justo! impío en Sab 2-5). De esta piedad estará dotado el Mesías que establecerá acá en la tierra el reinado de Dios (Is 11,2; LXX eusebeia).

NT. 1. La piedad de Cristo. La espera de los que desean «servir a Dios en la piedad (hosiotes) y en la justicia» es colmada por la piedad (eleos) de Dios que envía a Cristo (Lc 1,75.78). Cristo es el «piadoso» (Act 2,27; 13.35: hosios = Sal 16,10: Parid) por excelencia. Su piedad filial le lleva a cumplir en todo la voluntad de Dios, su Padre (Jn 8. 29; 9,31); la misma le induce a ofrecer un edito perfecto (Heb 10. 5-10), le inspira la ardiente oración de su agonía y la ofrenda del doloroso sacrificio por el que nos santifica (Mc 14,35s p); siendo así el sumo sacerdote piadoso que necesitábamos (Heb 7,26), es escuchado por Dios «a causa de su piedad» (5,7). Por eso el misterio de Cristo se llama «el misterio de la piedad» (1Tim 3,16: eusebeia): en él la piedad de Dios realiza su designio de salvación; en él tiene la piedad del cristiano su fuente y su modelo.

2. La piedad del cristiano. Dios consideraba ya agradables a los hombres de toda nación que con sus oraciones y sus limosnas animadas del temor de Dios participaban de la piedad judía en sus dos elementos, el culto divino y la práctica de la justicia; tales son el judío Simeón (Lc 2,25), los hombres llegados a Jerusalén para pentecostés (Act 2,5), el centurión Cornelio (Act 10,2.4.22. 34s). Esta piedad es renovada por Jesús y por el don del Espíritu. En los Hechos aparecen algunos ele esos hombres piadosos (adiabas), como Ananías (Act 22,12) o como los cristianos que van a dar sepultura a Esteban (Act 8,2). Conforme al lenguaje paulino, su culto está animado ahora por un espíritu filial para con Dios (cf. Gál 4,6), y su justicia es la de la fe que obra por la caridad (Gál 5,6). Tal es la piedad (hosiotes) del hombre nuevo, la verdadera piedad cristiana (Ef 4,24), que Pablo opone a las prácticas vanas de una piedad falsa y completamente humana (Col 2,16-23); por ella damos a Dios un culto agradable, con religión (eulabeia) y temor (Heb 12,28).

En las epístolas pastorales y en la segunda ep. de Pedro la piedad (eusebeia) cuenta entre las virtudes fundamentales del pastor, del hombre de Dios (1Tim 6,11; Tit 1,8); es necesaria también a todo cristiano (Tit 2,12; 2Pe 1,6s). Se subrayan dos de sus caracteres. En primer lugar la piedad libra del amor del dinero; contrariamente a la falsa piedad ávida de ganancias, se contenta con lo necesario y su ganancia está en esta misma libertad (1Tim 6,5-10). En segundo lugar, da fuerza para soportar las persecuciones, que es el destino de los que tienen por modelo la piedad de Cristo (2Tim 3,10ss). Sin este desasimiento y esta constancia sólo se tiene apariencias de piedad (3,5). A la verdadera piedad está prometido el auxilio de Dios en las pruebas de esta vida, y además la vida eterna (2Pe 2.9; 1Tim 4,7s). La piedad así comprendida designa finalmente la vida cristiana con todas sus exigencias (cf. 1Tim 6.3: Tit1,1): para responder al amor del que es «el único piadoso» (Ap 15,4: hosios), el cristiano debe imitarlo y revelar así a sus hermanos el rostro de su Padre celestial.

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Perfección

Una frase del Evangelio da a Dios como modelo de perfección que imitar: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Este sorprendente precepto ocupa en el NT el lugar que en el AT ocupaba el del Levítico «Sed santos como yo soy santo» (Lev 11,45; 19,2). Del uno al otro se manifiesta claramente un cambio de punto de vista.

AT. 1. Santidad de Dios y perfección. Más que de perfección, el AT habla de santidad. Dios es santo, es decir. es de un orden muy distinto que los seres de este mundo: es grande, poderoso, terrible (Dt 10, 17: Sal 76); se muestra también maravillosamente bueno y fiel (Ex 34; Sal 136): interviene en la historia con justicia soberana (Sal 99). No se le califica de «perfecto»: en hebreo no se aplica bien la palabra sino a seres limitados (como «completo» en nuestras lenguas). Pero se habla de perfección acerca de sus obras (Dt 32. 4). de su ley (Sal 19.8). de sus caminos (2Sa 22,31).

Exigencia de perfección. Cuando el Dios de santidad se escoge un pueblo, este pueblo resulta santo a su vez, es decir, separado de lo profano y consagrado. Por razón de esto se le impone una exigencia de perfección: lo que está consagrado debe ser intacto y sin defecto.

En primer lugar, integridad física: ésta se requiere en los animales ofrecidos en sacrificio: «No ofreceréis a Yahveh animal ciego. cojo o mutilado…» (Lev 22,22). La misma ley se aplica a los sacerdotes (Lev 21,17-23) y en cierto grado a todo el pueblo: las reglas sobre lo puro y lo impuro precisan sus modalidades (Lev 11-15). Cuando se trata de personas, a la integridad física debe añadirse la integridad moral. Israel sabe que hay que servir a Yahveh «con corazón perfecto», con toda sinceridad y fidelidad (I Re 8,61; cf. Dt 6,5; 10, 12). y que este servicio comprende la obediencia a los mandamientos y la lucha contra el mal: «Has de extirpar el mal de en medio de ti» (Dt 17.7.12). Las desviaciones del sentido religioso fueron ásperamente combatidas por los profetas (.Am 4, 4..,: Is 1.10-17; 29.13): hay que buscar la verdadera justicia, desterrando la violencia y el egoísmo, viviendo en la fe en Dios, en el respeto del derecho y en la beneficencia (Is 58). La orden de Dios a Abraham: «Camina en mi presencia y sé perfecto» (Gén 17.1), reiterada en Dt 18,13, manifiesta así más y más la riqueza de su contenido.

Práctica de la perfección. Los judíos piadosos, meditando los ejemplos de los antepasados (Sab 10: Eclo 44-49) buscaban la perfección en la observancia de la ley; «Dichosos, perfectos en su camino, los que marchan en la ley de Yahveh» (Sal 119). Pero su misma adhesión al ideal hacía más acuciantes ciertos problemas. Job es modelo de perfección, «hombre íntegro y recto, que teme a Dios y se aleja del mal» (Job 1,1); ¿por qué no le perdona la desgracia? Esta dolorosa pregunta mantenía a las almas abiertas y en espera.

NT. 1. Perfección de la ley. El Evangelio tributa homenaje a esta perfección abierta hacia una espera, como la de los padres de Juan Bautista, «irreprochables» en su fidelidad a la ley (Lc 1,6), o la de Simeón y de Ana. Pero si la práctica de la ley pretende recluirse con complacencia en sí misma, no es ya sino una falsa perfección que suscita la irreductible oposición de Jesús (p.e. Le 18,9-14; Jn 5,44), continuada por la de Pablo (cf. Rom 10,3s; Gál 3,10).

2. Jesús y la perfección. En efecto, la ley debe lograr su cumplimiento y remate en forma muy distinta. Revelando Jesús plenamente que el Dios muy santo es un Dios de amor, da nueva orientación a la exigencia de perfección que suscita la relación con Dios. No se trata ya de una integridad que preservar, sino de los dones de Dios: se trata del amor de Dios que se ha de recibir y propagar.

Jesús no se sitúa entre los «justos» que huyen el contacto con los pecadores: ha venido precisamente por los pecadores (Mt 9,12s). Cierto que es el «cordero sin mancha» (1Pe 1,19), prefigurado por las prescripciones del Levítico, pero toma sobre sí nuestros pecados, por cuya remisión derrama su sangre; así viene a ser nuestro sacerdote «perfecto» (Heb 5, 9s; 7,26ss), capaz de perfeccionarnos también a nosotros (Heb 10,14).

Perfección en la humildad. Por tanto, quien quiera participar de la salvación que él aporta debe reconocerse pecador (Jn 1,8) y renunciar a enorgullecerse de éxito alguno personal, para confiar únicamente en su gracia (Flp 3,7-11; 2Cor 12,9). Sin humildad y desasimiento no se puede seguir a Jesús (Lc 9,23 p; 22, 26s). No todos son llamados a las mismas formas de renuncia efectiva (cf. Mt 19,11s; Act 5,4), pero quien quiera avanzar en la perfección debe caminar generosamente por este camino; la palabra dirigida al joven rico se impone a su atención: «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes… y ven y sígueme» (Mt 21; cf. Act 4,36s).

Perfección del amor. La perfección a que son llamados los hijos de Dios, es la del amor. En el pasaje de Lucas paralelo a Mt 5,48, eh lugar de «perfecto» se lee «miser1Cordioso» (Lc 6,36), y el mismo contexto de Mateo habla también de caridad universal, de amor, extendido incluso al enemigo y al perseguidor. El cristiano debe, sí, guardarse del mal (Mt 5,29s; 1Pe 1,14ss); pero para asemejarse a su Padre (Mt 5,45; Ef 5,1s) debe al mismo tiempo preocuparse por el malo (cf. Rom 5,8), amarlo y, por mucho que le cueste, «vencer el mal a fuerza de bien» (Rom 12,21; 1Pe 3,9).

Perfección y progreso. Esta generosidad conquistadora no se da nunca por satisfecha con el resultado obtenido. La idea de progreso está ahora ya ligada a la de perfección. Los discípulos de Cristo tienen siempre que progresar, que crecer en el amor (Flp 1,9), incluso cuando forman parte de la categoría de los cristianos formados (en griego «los perfectos»; comp. F1p 3,15 y 3,12).

Perfección en la parusía. No cesan de prepararse para el advenimiento de su Señor, esperando que Dios les conceda ser hallados sin reproche cuando llegue ese día (1Tes 3,12s). Tienen empeño en responder al deseo de Cristo, que es el deseo de que entonces se le presente una Iglesia «totalmente resplandeciente…» (Ef 5,27); olvidando lo que ya se ha realizado se dirigen, por tanto, hacia adelante (cf. Flp 3,13), hasta «llegar todos juntos… a constituir el hombre perfecto, en el vigor de la edad, que realiza la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).

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Pentecostés

La palabra griega pentecostés significa que la fiesta celebrada ese día tiene lugar cincuenta días después de pascua. El objeto de esta fiesta evolucionó: en un principio fiesta agraria, conmemora en lo sucesivo el hecho histórico de la alianza, para convertirse al fin en la fiesta del don del Espíritu, que inaugura en la tierra la nueva alianza.

AT Y JUDAÍSMO. Pentecostés es – con pascua y los tabernáculos – una de las tres fiestas en que Israel debe presentarse delante de Yahveh en el lugar escogido por él para que habite en él su nombre (Dt 16,16).

En los orígenes es la fiesta de la recolección (siega), día de regocijo y de acción de gracias (Éx 23,16 Núm 28,26; Lev 23,16ss); ese día se ofrecen las primicias de lo que ha producido la tierra (Éx 34,22, donde se da a la fiesta el nombre de fiesta de las semanas, apelación que la sitúa siete semanas después de pascua y de la ofrenda de la primera gavilla: cf. Lev 23,15).

Luego la fiesta es un aniversario. La alianza se había concluido unos cincuenta días (Éx 19,1-6) después de la salida de Egipto, que se celebraba con la pascua; pentecostés vino a ser naturalmente el aniversario de la alianza, sin duda ya el siglo n a. de J.C., pues como tal aparece generalizada a principios de nuestra era según los escritos rabínicos y los manuscritos de Qumrán.

EL PENTECOSTÉS CRISTIANO. 1. La teofanía. El don del Espíritu, con los signos que lo acompañan, el viento, el fuego, se sitúa en la prolongación de las teofanías del AT. Un doble milagro subraya el sentido del acontecimiento: en primer lugar, los apóstoles se expresan en «lenguas» para cantar las maravillas de Dios (Act 2,3); el hablar en lengua es una forma carismática de oración que se registra en las comunidades cristianas primitivas. Este hablar en lengua, aunque de por sí ininteligible (cf. 1Cor 14,1-25), este día es comprendido por las gentes que se hallan presentes; este milagro de audición es un signo de la vocación universal de la Iglesia, puesto que estos oyentes vienen de las regiones más diversas (Act 2,5-11).

Sentido del acontecimiento.

Efusión escatológica del Espíritu. Pedro, citando al profeta Joel, muestra que pentecostés realiza las promesas de Dios: en los últimos tiempos el Espíritu será dado a todos (cf. Ez 36,27). El Precursor había anunciado que estaba presente el que debía bautizar en el Espíritu Santo (Mc 1,8). Y Jesús, después de su resurrección, había confirmado estas promesas: «Dentro de pocos días seréis bautizados en el Espíritu Santo» (Act 1,5).

Coronamiento de la pascua de Cristo. Según la catequesis primitiva. Cristo muerto, resucitado y exaltado a la diestra del Padre acaba su obra derramando el Espíritu sobre la comunidad apostólica (Act 2,23-33). Pentecostés es la plenitud de pascua.

Reunión de la comunidad mesiánica. Los profetas anunciaban que los dispersos serían reunidos en la montaña de Sión y que así la asamblea de Israel estaría unida en torno a Yahveh; pentecostés realiza en Jerusalén la unidad espiritual de los judíos y de los prosélitos de todas las naciones; dóciles a la enseñanza de los apóstoles, comulgan en el amor fraterno en la mesa eucarística (Act 2,42ss).

Comunidad abierta a todos los pueblos. El Espíritu se da con vistas a un testimonio que se ha de llevar hasta los confines de la tierra (Act 1,8); el milagro de audición subraya que la comunidad mesiánica se extenderá a todos los pueblos (Act 2, 5-11). El pentecostés de los paganos (Act 10,44ss) acaba de hacerlo patente. La división operada en Babel (Gén 11,1-9) halla aquí su antítesis y su término.

Partida en misión. El pentecostés que reúne a la comunidad mesiánica es también el punto de partida de su misión: el discurso de Pedro, «de pie con los Once», es el primer acto de la misión dada por Jesús: «Recibiréis una fuerza, el Espíritu Santo… Entonces me seréis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y en Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Act 1,8).

Los Padres compararon este «bautismo en el Espíritu Santo», una como investidura apostólica de la Iglesia, con el bautismo de Jesús, teofanía solemne al comienzo de su ministerio público. Muestran en pentecostés el don de la nueva ley a la Iglesia (cf. Jer 31,33; Ez 36,27) y la nueva creación (cf. Gén 1,2): estos ternas no se expresan en Act 2, pero se basan en la realidad (la acción interior del Espíritu y la recreación que él efectúa).

Pentecostés, misterio de salvación. Si fue pasajero el aspecto exterior de la teofanía, el don hecho a la Iglesia es definitivo. Pentecostés inaugura el tiempo de la Iglesia, que en su peregrinación al encuentro del Señor recibe constantemente de él el Espíritu que la reúne en la fe y en la caridad, la santifica y la envía en misión. Los Hechos, «evangelio del Espíritu Santo», revelan la actualidad permanente de este don, el carisma por excelencia tanto por el lugar que ocupa el Espíritu en la dirección y en la actividad misionera de la Iglesia (Act 4,8; 13,2; 15,28; 16,6) como por sus manifestaciones más visibles (4,31; 10,44ss). El don del Espíritu califica los « último tiempos», período que comienza en la ascensión y hallará su consumación el último día, cuando retorne el Señor.

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Penitencia, conversión

Dios llama a los hombres a entrar en comunión con él. Ahora bien, se trata de hombres pecadores. Pecadores de nacimiento (Sal 51,7): por la falta del primer padre entró el pecado en el mundo (Rom 5.12) y desde entonces habita en lo más íntimo de su «yo» (7,20). Pecadores por culpabilidad personal, pues cada uno de ellos, «vendido al poder del pecado» (7,14), ha aceptado voluntariamente este yugo de las pasiones pecadoras (cf. 7,5). La respuesta al llamamiento de Dios les exigirá por tanto en el punto de partida una conversión, y luego, a todo lo largo de la vida, una actitud penitente. Por esto la conversión y la penitencia ocupan un lugar considerable en la revelación bíblica..

Sin embargo, el vocabulario que las expresa adquirió sólo lentamente su plenitud de sentido a medida que se iba profundizando la noción del pecado. Algunas fórmulas evocan la actitud del hombre que se ordena deliberadamente a Dios: «buscar a Yahveh» (Am 5,4; Os 10,12), «buscar su rostro» (Os 5,15; Sal 24,6; 27, 8), «humillarse delante de él» (1Re 21,29; 2Re 22,19), «fijar su corazón en él» (1Sa 7,3)… Pero el término más empleado, el verbo silb, traduce la idea de cambiar de rumbo, de volver, de hacer marcha atrás, de volver uno sobre sus pasos. En contexto religioso significa que uno se desvía de lo que es malo y se vuelve a Dios. Esto define lo esencial de la conversión, que implica un cambio de conducta, una nueva orientación de todo el comportamiento. En época tardía se distinguió más entre el aspecto interior de la penitencia y los actos exteriores que determina. Así la Biblia griega emplea conjuntamente el verbo epistrephein, que connota cambio de la conducta práctica, y el verbo metanoein, que atiende más a la vuelta interior (la metanoia es el arrepentimiento, la penitencia). Analizando los textos bíblicos hay que considerar estos dos aspectos distintos, pero estrechamente complementarios.

AT. I. EN LOS ORÍGENES DE LAS LITURGIAS DE PENITENCIA. 1 Ya en la época antigua, en la perspectiva de la doctrina de la alianza, se sabe que el vínculo de la comunidad con Dios puede romperse por culpa de los hombres, ya se trate de pecados colectivos o de pecados individuales que comprometen en cierto modo a la colectividad entera. Así las calamidades públicas son ocasión para una toma de conciencia de las faltas cometidas (Jos 7; 1Sa 5-6). Es cierto que la idea del pecado es con frecuencia bastante burda, como si toda falta material a una exigencia divina fuera capaz de irritar a Yahveh. Para restablecer el vínculo con él y recobrar su favor debe la comunidad en primer lugar castigar a los responsables, lo cual puede llegar hasta la pena de muerte (Éx 32,25-28; Núm 25,7ss; Jos 7,24ss), al menos que haya «rescate» del culpable (1Sa 14,36-45). Por lo demás éste mismo puede ofrecerse a los castigos divinos para que sea salva la comunidad (2Sa 24,17). Además, mientras dura una plaga (o bien para impedir que sobrevenga), se implora el perdón divino con prácticas ascéticas y liturgias penitenciales: se ayuna (Jue 20,26; 1Re 21,8ss), se rasgan los vestidos o se visten las gentes de saco (1Re 20,31s; 2Re 6,30; 19,1s; Is 22,12; cf. Jon 3,5-8), se extienden sobre la ceniza (Is 58,5; cf. 2Sa 12,16). En las reuniones cultuales se dejan oír gemidos y clamores de duelo (Jue 2,4; Jl 1,13; 2,17). Existen formularios de lamentación y de súplica, de los que nuestro salterio conserva más de un ejemplo (cf. Sal 60; 74; 79; 83; Lam 5; etc.). Se recurre a ritos y a sacrificios expiatorios (Núm 16,6-15). Sobre todo, se hace una confesión colectiva del pecado (Jue 10,10; 1Sa 7,6) y eventualmente se recurre a la intercesión de un jefe o de un profeta, por ejemplo, Moisés (Éx 32,30ss).

Las prácticas de este género están atestiguadas en todas las épocas. El profeta Jeremías en persona se verá mezclado en una liturgia penitencial en calidad de intercesor (Jer 14,1-15,4). Después del exilio alcanzarán un desarrollo considerable. El peligro está en que pueden limitarse a algo puramente exterior, sin que el hombre ponga en ello todo su corazón y traduzca luego su penitencia en actos. A este peligro de ritualismo superficial van a oponer los profetas su mensaje de conversión.

EL MENSAJE DE CONVERSIÓN DE LOS PROFETAS. Ya en la época de David la intervención de Natán cerca del rey adúltero anuncia la doctrina profética de la penitencia: David se ve movido a confesar su falta (2Sa 12,13), luego hace penitencia conforme a las reglas y finalmente acepta el castigo divino (12,14-23). Pero el mensaje de conversión de los profetas, sobre todo a partir del siglo viii, se dirigirá al pueblo entero. Israel ha violado la alianza, ha «abandonado a Yahveh y despreciado al Santo de Israel» (Is 1,4); Yahveh tendría derecho a abandonarlo, a menos que se convierta. Así el llamamiento a la penitencia será un aspecto esencial de la predicación profética (cf. Jer 25,3-6).

Amós, profeta de la justicia, no se contenta con denunciar los pecados de sus contemporáneos. Cuando dice que hay que «buscar a Dios» (Am 5,4.6), la fórmula no es solamente cultual. Significa: buscar el bien y no el mal, odiar el mal y amar el bien (5,14s); esto implica una rectificación de la conducta y una práctica leal de la justicia: sólo tal reversión podrá inducir a Dios a «tener piedad del resto de José» (5,15).

Oseas exige igualmente un despego real de la iniquidad y especialmente de la idolatría; promete que a cambio desviará Dios su ira (Os 14,2-9). Estigmatizando las conversiones superficiales que no pueden producir fruto alguno, insiste en el carácter interior de la verdadera conversión, inspirada por el amor (hesed) y el conocimiento de Dios (6, 1-6).

Isaías denuncia en los hombres de Judá pecados de todo género: violaciones de la justicia y desviaciones cultuales, recurso a la política humana, etc. Sólo una verdadera conversión podrá aportar la salvación, pues el culto no es nada (Is 1.11-15: cf. Am 5,21-25) cuando no hay una sumisión práctica a las voluntades divinas: «¡Lavaos! ¡Purificaos! ¡Quitad de mi vista vuestra maldad! ¡Cesad de hacer el mal, aprended a hacer el bien! ¡Buscad lo que es justo, socorred al oprimido, haced justicia al huérfano! (Is 1,16s). Entonces vuestros pecados. de color escarlata, se blanquearán como nieve; purpúreos. se pondrán como lana» (1,18s). Desgraciadamente sabe Isaías que su mensaje topará con el endurecimiento de los corazones (6,10): «Con la conversión y la calma hubierais podido salvaros…, pero no habéis querido» (30.15). El drama de Israel se encaminará por tanto hacia un desenlace catastrófico. Pero Isaías conserva la certidumbre de que «un resto volverá… al Dios fuerte» (10,21; cf. 7.3). El pueblo que sea finalmente beneficiario de la salvación estará formado sólo de convertidos.

3. La insistencia en las disposiciones interiores que se deben ofrecer a Dios se convierte rápidamente en un tópico de la predicación profética: justicia, piedad y humildad, dice Miqueas (Miq 6,8); humildad y sinceridad. resuena el eco de Sofonías (Sof 2,3; 3.12s). Pero es sobre todo Jeremías quien desarrolla ampliamente el tema de la conversión. Si el profeta anuncia las calamidades que amenazan a Judá, es «para que cada uno vuelva de su mal camino y Yahveh pueda perdonar» (Jer 36,3). Efectivamente, los llamamientos al «retorno» jalonan todo el libro; pero siguen precisando las condiciones de este retorno. Israel la rebelde debe «reconocer su falta» si quiere que Dios no tenga ya para ella un rostro severo (3,11s; cf. 2,23). Los hijos rebeldes no deben contentarse con llorar y suplicar confesando sus pecados (3,21-25); deben cambiar de conducta y circuncidar su corazón (4,1-4). Las consecuencias prácticas de un cambio de conducta no se le escapan al profeta (cf. 7,3-11). Por ello llega a dudar que sea posible una conversión real. Los que él llama a tal conversión prefieren seguir el endurecimiento de su mal corazón (18, las; cf. 2,23ss). Lejos de deplorar su maldad se sumergen en ella (8, 4-7). Por eso el profeta no puede menos de anunciar el castigo a Jerusalén inconvertible (13,20-27). Pero no por eso deja de estar cargada de esperanza su perspectiva de porvenir. Día vendrá en que el pueblo abatido acepte el castigo e implore como una gracia la conversión del corazón: « ¡ Hazme volver para que vuelva!» (31,18s). Y Yahveh responderá a esta humilde petición, pues en la nueva alianza «inscribirá su ley en los corazones» (31,33): «Yo les daré un corazón para que conozcan que yo soy Yahveh; ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios, pues volverán a mí con todo su corazón» (24,7).

4. Ezequiel, fiel a la misma tradición profética, centra su mensaje, en el momento en que se cumplían las amenazas de Dios, en la conversión necesaria: «Arrojad lejos de vosotros las transgresiones que habéis cometido y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué habríais de morir, casa de Israel? Yo no deseo la muerte de nadie. Convertíos y viviréis» (Ez 18,31s). Cuando precisa el profeta las exigencias divinas, reserva sin duda a las prescripciones cultuales más lugar que sus predecesores (22,1-31), pero también insiste más que ellos en el carácter estrictamente personal de la conversión: nadie puede responder más que por sí mismo, cada cual será retribuido según su propia conducta (3, 16-21; 18; 33,10-20). Sin duda Israel es «una casta de rebeldes» (2, 4-8), pero a estos hombres de corazón duro puede dar Dios como gracia lo que les exige tan imperiosamente: en el tiempo de la nueva alianza les dará un corazón nuevo y pondrá en ellos su espíritu, de modo que se aplicarán a su ley y lamentarán su mala conducta (36,26-31; cf. 11,19s).

5. De Amós a Ezequiel se fue, pues, profundizando en forma constante la doctrina de la conversión paralelamente a la inteligencia del pecado. Al fin del exilio el mensaje de consolación toma nota de la conversión efectiva de Israel, o por lo menos de su resto. La salvación que anuncia es «para los que tienen ansias de justicia, que buscan a Yahveh» (Is 51,1), que «tienen la ley en el corazón» (51,7). A éstos les puede asegurar que «se acabó la servidumbre y está expiado el pecado» (40,2). Dice Yahveh a Israel, su servidor: «He disipado tus pecados como una nube… Vuelve a mí, pues te he rescatado» (44,22). En esta nueva perspectiva, que supone al pueblo de Dios consolidado en la fidelidad, enfoca el profeta una ampliación increíble de las promesas de salvación. Después de Israel se convertirán a su vez las naciones: abandonando sus ídolos se volverán todas hacia el Dios viviente (45,14s.23s; cf. Jer 16,19ss).

La idea seguirá adelante. No sólo el judaísmo postexílico se abrirá a los prosélitos convertidos del paganismo (Is 56,3.6). Los mismos cuadros escatológicos no dejarán ya de mencionar este universalismo religioso (cf. Sal 22,28). El libro de Jonás mostrará incluso la predicación profética dirigida expresa y directamente a los paganos «a fin de que se conviertan y vivan». En el término de tal desarrollo doctrinal se ve cómo se ha profundizado la noción de penitencia; estamos lejos del puro ritualismo que ocupaba todavía demasiado lugar en el antiguo Israel.

LITURGIA DE PENITENCIA Y CONVERSIÓN DEL CORAZÓN. 1. La conversión nacional de Israel fue el doble fruto de la predicación profética y de la prueba del exilio. El exilio fue la ocasión providencial de una toma de conciencia del pecado y de una confesión sincera, como lo registran de común acuerdo los textos tardíos de la literatura deuteronómica (1Re 8,46-51) y de la liturgia sacerdotal (Lev 26,39s). Ahora bien, después del exilio está tan grabada en los espíritus la penitencia que llega a colorar toda la espiritualidad judía. Las antiguas liturgias de penitencia sobreviven (cf. Jl 1-2), pero la doctrina profética ha renovado su contenido. Los libros de la época conservan formularios estereotipados en que se ve a la comunidad «confesar todos los pecados nacionales cometidos desde los orígenes e implorar a cambio el perdón de Dios y el advenimiento de su salvación» (Is 63, 7-64,11; Esd 9,5-15; Neh 9; Dan 9,4-19; Bar 1,15-3,8). Las lamentaciones colectivas del salterio están construidas conforme a este patrón (Sal 79; 106) y todavía es más frecuente el recuerdo de las impenitencias (cf. Sal 95,8-11). Se siente cómo Israel está en tensión en un esfuerzo continuamente renovado, de conversión profunda. Es la época en que las liturgias de expiación adquieren también gran extensión: tan grande es la obsesión del pecado.

2. No menor es el esfuerzo en el plano individual, pues se ha comprendido la lección de Ezequiel. Los salmos de los enfermos y de los perseguidos se orientan más de tina vez a la confesión del pecado (Sal 6,2; 32; 38; 103,3s; 143,1s) y el poeta de Job muestra un sentido muy profundo de la radical impureza del hombre (Job 9,30s; 14,4). La expresión más perfecta de estos sentimientos es el Miserere (Sal 51), en el que la doctrina de la conversión se traduce totalmente en oración: reconocimiento de las faltas (v. 5ss), demanda de purificación interior (v. 3s.9), recurso a la gracia, única que puede cambiar el corazón (v. l2ss), orientación hacia una vida ferviente (v. 15-19). La liturgia de penitencia tiene ahora por centro el sacrificio del «corazón contrito» (v. 18s). Se comprende que los sectarios de Qumrán, formados en la escuela de tal texto y herederos de toda la tradición que le precedía, tuvieran la idea de retirarse al desierto para convertirse sinceramente a la ley de Dios y «prepararle el camino». Si bien su empeño tiene cierta marca de legalismo, no está muy lejos del que vamos a descubrir en el NT.

NT. I. EL ÚLTIMO DE LOS PROFETAS. En el umbral del NT el mensaje de conversión de los profetas reaparece en toda su pureza en la predicación de Juan Bautista, el último de ellos. Lucas resume así su misión: «reducirá numerosos hijos de Israel al Señor su Dios» (Lc 1,16s; cf. Mal 3,24). Una frase condensa su mensaje: Convertíos, pues el reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2). La venida del reino abre una perspectiva de esperanza; pero Juan subraya sobre todo el juicio que debe precederla. Nadie podrá sustraerse a la ira que se manifestará el día de Yahveh (Mt 3,7.10.12). De nada servirá pertenecer a la raza de Abraham (Mt 3,9). Todos los hombres deben reconocerse pecadores, producir un fruto que sea digno del arrepentimiento (Mt 3,8), adoptar un comportamiento nuevo apropiado a su estado (Lc 3,10-14). Como signo de esta conversión da Juan un bautismo de agua, que debe preparar a los penitentes para el bautismo de fuego y del Espíritu Santo que dará el Mesías (Mt 3,11 p).

CONVERSIÓN Y ENTRADA EN EL REINO DE DIOS. 1. Jesús no se contenta con anunciar la proximidad del reino de Dios. Comienza por realizarla con poder: con él se inaugura el reino, si bien está todavía orientado hacia misteriosas realizaciones. Pero el llamamiento a la conversión lanzado por el Bautista no pierde por esto nada de su actualidad: Jesús lo reasume en propios términos al comienzo de su ministerio (Mc 1,15; Mt 4,17). Si ha venido, ha sido para «llamar a los pecadores a la conversión» (Lc 5,32); éste es un aspecto esencial del Evangelio del reino. Por lo demás, el hombre que toma conciencia de su estado de pecador, puede volverse a Jesús con confianza, pues «el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados» (Mt 9,6 p). Pero el mensaje de conversión tropieza con la suficiencia humana bajo todas sus formas, desde el apego a las riquezas (Mc 10,21-25) hasta la soberbia seguridad de los fariseos (Lc 18,9). Jesús se alza como el «signo de Jonás» en medio de una generación mala, con disposiciones menos buenas para con Dios que en otro tiempo Nínive (Lc 11, 29-32 p). Así eleva contra ella una requisitoria llena de amenazas; los hombres de Nínive la condenarán el día del juicio (Lc 11,32); Tiro y Sidón tendrán una suerte menos rigurosa que las ciudades del Lago (Lc 10,13ss p). La impenitencia actual de Israel es, en efecto, señal del endurecimiento de su corazón (Mt 13, 15 p; cf. Is 6,10). Si los oyentes impenitentes de Jesús no cambian de conducta, perecerán (Lc 13,1-5) a semejanza de la higuera estéril (Lc 13,6-9; cf. Mt 21,18-22 p).

2. Cuando Jesús reclama la conversión no hace alusión alguna a las liturgias penitenciales. Hasta desconfía de los signos demasiado vistosos (Mt 6,16ss). Lo que cuenta es la conversión del corazón que hace que uno vuelva a ser como un niño pequeño (Mt 18,3 p). Luego, el esfuerzo continuo por «buscar el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). es decir, por regular la propia vida según la nueva ley. El acto mismo de la conversión se evoca con palabras muy expresivas. Si bien Implica una voluntad de transformación moral, es, sobre todo, llamamiento humilde, acto de confianza: «Dios mío, tened piedad de mí, que soy pecador» (Lc 18,13). La conversión es una gracia preparada siempre por la iniciativa divina, por el pastor que sale en busca de la oveja perdida (Lc 15,4ss; cf. 15,8). La respuesta humana a esta gracia se analiza concretamente en la parábola del hijo pródigo, que pone en estupendo relieve la misericordia del Padre (Lc 15,11-32). En efecto, el Evangelio del reino implica esta revelación desconcertante: «Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencian (Lc 15,7.10). Así también Jesús manifiesta a los pecadores una actitud acogedora que escandaliza a los fariseos (Mt 9,10-13 p; Lc 15,2), pero provoca conversiones; y el Evangelio de Lucas se complace en referir en detalle algunas de estas vueltas a Dios, como la de la pecadora (Lc 7,36-50) y la de Zaqueo (19,5-9).

CONVERSIÓN Y BAUTISMO, Mientras vivía Jesús había ya enviado a sus apóstoles a predicar la conversión anunciando el Evangelio del reino (Mc 6,12). Después de su resurrección les renueva esta misión: irán a proclamar en su nombre el arrepentimiento a todas las naciones con miras a la remisión de los pecados (Lc 24,47), pues los pecados serán remitidos a los que ellos los remitan (Jn 20,23). Los Hechos y las Epístolas nos hacen asistir al cumplimiento de esta orden. Pero, con todo, la conversión adopta diferente cariz según se trate de judíos o de paganos. 1. Lo que se exige a los judíos es ante todo la conversión moral, a la que los había llamado ya Jesús. A este arrepentimiento (metanoia) responderá Dios otorgando el perdón de los pecadores (Act 2,38; 3,19: 5,31); la misma quedará sellada con la recepción del bautismo y el don del Espíritu Santo (Act 2,38). Sin embargo, la conversión debe incluir, al mismo tiempo que una transformación moral, un acto positivo de fe en Cristo: los judíos se volverán (epistrephein) hacia el Señor (Act 3. 19; 9,35). Ahora bien, como lo experimenta bien san Pablo, tal adhesión a Cristo es la cosa más difícil de obtener. Los judíos tienen un vela sobre el corazón. Si se convirtieran. caería el velo (2Cor 3,16). Pero, conforme al texto de Isaías Os 6,9s), su endurecimiento los clava en la incredulidad (Act 28,24-27). Pecadores al igual que los paganos, amenazados como ellos por la ira divina, no comprenden que Dios da prueba de paciencia para inducirlos al arrepentimiento (Rom 2,4). Sólo un resto responde a la predicación apostólica (Rom 11,1-5).

2. El Evangelio halla mejor acogida en las naciones paganas. Desde el bautismo del centurión Cornelio los cristianos de origen judío comprueban con sorpresa que «el arrepentimiento que conduce a la vida se ofrece a los paganos lo mismo que a ellos» (Ate 11,18; cf. 17,30). En realidad se anuncia con éxito en Antioquía y en otras partes (Act 11. 21; 15,3.19); hasta es ése el objeto especial de la misión de Pablo (Act 26.18.20). Pero en este caso, la conversión exige, al mismo tiempo que el arrepentimiento moral (rnetanoia), abandono de los ídolos para volverse (epistrephein) hacia el Dios vivo (Act 14,15; 26,18; 1Tes 1,9), según un tipo de conversión que contemplaba ya el segundo Isaías. Una vez dado este primer paso, los paganos como los judíos son inducidos a «volverse a Cristo, pastor y guardián de sus almas» (1Pe 2,25).

PECADO Y PENITENCIA EN LA IGLESIA. 1. El acto de conversión sellado con el bautismo se cumple de una vez para siempre; su gracia no se puede renovar (Heb 6,6). Ahora bien, los bautizados pueden todavía recaer en el pecado: la comunidad apostólica no tardó en experimentarlo. En este caso el arrepentimiento es todavía necesario si, a pesar de todo, se quiere tener parte en la salvación. Pedro invita a ello a Simón mago (Act 822), Santiago apremia a los cristianos fervientes para que hagan volver a los pecadores de su extravío (Sant 5,19s). Pablo se regocija de que se hayan arrepentido los corintios (2Cor 7,9s), al mismo tiempo que teme que no lo hayan hecho ciertos pecadores (12,21). Urge a Timoteo para que corrija a lis recalcitrantes, esperando que Dios les otorgue la gracia del arrepentimiento (2Tim 2,25). En fin, en los mensajes a las siete Iglesias que abren el Apocalipsis se leen claras invitaciones al arrepentimiento, que suponen destinatarios decaídos del primitivo fervor (Ap 2,5.16.21s; 3;3.19). Sin hablar explícitamente del sacramento de penitencia muestran estos textos que la virtud de penitencia debe tener un lugar en la vida cristiana como prolongación de la conversión bautismal. 2. En efecto, sólo la penitencia prepara al hombre para afrontar el juicio de Dios (cf. Act 17,30s). Ahora bien, la historia está en marcha hacia este juicio. Si su llegada parece tardar, es únicamente porque Dios «usa de paciencia. queriendo que no perezca nadie y que todos, si es posible, lleguen al arrepentimiento» (2Pe 3,9). Pero así como Israel se endureció en la impenitencia en tiempo de Cristo y frente a la predicación apostólica, así también, según el Apocalipsis, los hombres se obstinarán en no comprender el significado de las calamidades que atraviesa su historia y que anuncian el día de la ira: también ellos se endurecerán en la impenitencia (Ap 9,20s), blasfemando el nombre de Dios en lugar de arrepentirse y de darle gloria (16,9.11). No se trata de los miembros de la Iglesia, sino únicamente de los paganos y de los renegados (cf. 21,8). Sombría perspectiva, que el juicio de Dios vendrá a cerrar. Así también urge que los cristianos, por la penitencia, «se salven de esta generación extraviada» (Act 2,40).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Pecado

Casi en cada página habla la Biblia de esta realidad a la que llamamos comúnmente pecado. Los términos con que lo designa el AT son múltiples y están tomados de ordinario de las relaciones humanas: falta, iniquidad, rebelión, injusticias, etc.; el judaísmo añadirá el de deuda, del que también usará el NT; pero todavía más generalmente se presenta al pecador como «quien hace el mal a los ojos de Dios», y «al justo» (saddiq) se opone normalmente el «malvado» (rasa`). Pero la verdadera naturaleza del pecado, su malicia y sus dimensiones aparece, sobre todo, a través de la historia bíblica; en ella aprendemos también que esta revelación sobre el hombre es a la vez una revelación acerca de Dios, de su amor, al que se opone el pecado, y de su misericordia, a cuyo ejercicio da lugar; en efecto, la historia de la salvación no es otra que la de las tentativas de arrancar al hombre de su pecado, repetidas infatigablemente por el Dios creador.

EL PECADO DE LOS ORÍGENES. Entre todos los relatos del AT, el de la caída, con que se abre la historia de la humanidad, ofrece ya una enseñanza de extraordinaria riqueza. Para comprender lo que es el pecado hay que partir de aquí, aun cuando no se pronuncie la palabra pecado.

1. El pecado de Adán se manifiesta aquí como una desobediencia, un acto por el que el hombre se opone consciente y deliberadamente a Dios violando uno de sus preceptos (Gén 3,3); pero más allá de este acto exterior de rebeldía, la Escritura menciona un acto interior del que éste procede: Adán y Eva desobedecieron porque cediendo a la sugestión de la serpiente quisieron «ser como dioses que conocen el bien y el mal» (3.5), es decir, según la interpretación más común, ponerse en lugar de Dios para decidir del bien y del mal: tomándose a sí mismos por medida, pretenden ser dueños únicos de su destino y disponer de sí mismos a su talante; se niegan a depender del que los ha creado, trastornando así la relación que unía al hombre con Dios.

Ahora bien, según Gén 2, esta relación no era únicamente de dependencia, sino también de amistad. El Dios de la Biblia no había negado nada al hombre creado «a su imagen y semejanza» (Gén 1,26s); no se había reservado nada para sí, ni siquiera la vida (cf. Sab 2,23), a diferencia de los dioses evocados por los mitos antiguos. Pero he aquí que por instigación de la serpiente, Eva y luego Adán se ponen a dudar de este Dios infinitamente generoso: el precepto dado para el bien del hombre (cf. Rom 7,10) no sería sino una estratagema inventada por Dios para salvaguardar sus privilegios, y la amenaza añadida al precepto sería sencillamente una mentira: «¡No! ¡no moriréis! Pero Dios sabe que el día en que comáis de este fruto seréis como dioses que conocen el. bien y el mal» (Gén 3,4s). El hombre desconfía de Dios que ha venido a ser su rival. La noción misma de Dios queda trastornada: a la noción del Dios soberanamente desinteresado, como soberanamente perfecto que es, sin que le falte nada, y que sólo puede dar, se opone la de un ser indigente, interesado, totalmente ocupado en protegerse contra su criatura. El pecado, ates de provocar el gesto del hombre, ha corrompido su espíritu; y como lo afecta en su relación misma con Dios, cuya imagen es, no es posible concebir perversión ni trastorno más radical ni extrañarse de que acarree consecuencias tan graves.

2. Las consecuencias del pecado. Todo ha cambiado entre el hombre y Dios. Aun antes de que intervenga el castigo propiamente dicho (Gén 3. 23), Adán y Eva, que hasta entonces gozaban de la familiaridad divina (cf. 2,25), «se esconden de Yahveh Dios entre los árboles» (3,8). La iniciativa vino del hombre; él es quien no quiere ya nada con Dios; la expulsión del paraíso ratificará esta voluntad del hombre; pero éste comprobará entonces que la amenaza no era mentira: lejos de Dios no hay acceso posible al árbol de vida (3,22); no hay más que la muerte, definitiva. El pecado, ruptura entre el hombre y Dios, introduce igualmente una ruptura entre los miembros de la sociedad humana, ya en el paraíso, en el seno mismo de la pareja primordial. Apenas cometido el pecado, Adán se desolidariza, acusándola, de la que Dios le había dado como auxiliar (2,18), «hueso de sus huesos y carne de su carne» (2,23), y el castigo consagra esta ruptura: «La pasión te llevará hacia tu marido y él te dominará» (3,16). En lo sucesivo esta ruptura se extenderá a los hijos de Adán: ahí está el homicidio de Abel (4,8), luego el reinado de la violencia y de la ley del más fuerte que celebra el salvaje canto de Lamec (4,24). Pero no es todo. El misterio del pecado desborda el mundo humano. Entre Dios y el hombre entra en escena un tercer personaje, del que se guardará de hablar el AT, sin duda para evitar que se haga de él un segundo Dios, pero que la sabiduría identificará con el diablo o Satán, y que reaparecerá en el NT.

Finalmente, el relato de este primer pecado no se concluye sin dar al hombre una esperanza. Cierto que la servidumbre a que él se ha condenado creyendo adquirir la independencia, es en sí definitiva; el pecado, una vez entrado en el mundo, no puede menos de proliferar, y a medida que se vaya multiplicando irá realmente disminuyendo la vida hasta cesar completamente con el diluvio (Gén 6,13ss). La iniciativa de la ruptura ha venido del hombre; es evidente que la iniciativa de la reconciliación sólo puede venir de Dios. Pero precisamente desde este primer relato deja Dios entrever que un día tomará esta iniciativa (3,15). La bondad de Dios que el hombre ha despreciado acabará por imponerse;«vencerá al mal con el bien» (Rom 12,21). La Sabiduría precisa que Adán «fue liberado de su falta» (Sab 10. 1). En todo caso el Génesis muestra ya esta bondad en acción: preserva a Noé y a su familia de la universal corrupción y de su castigo (Gén 6, 5-8), a fin de crear con él, por decirlo así, un universo nuevo (8,17.21s, comparados con 1,22.28; 3,17); sobre todo, cuando «las naciones, unánimes en su perversidad, fueron confundidas» (Sab 10,5), la bondad de Dios escogió a Abraham y lo retiró del mundo pecador (Gén 12, 1; cf. Jos 24,2s.14), a fin de que «por él sean benditas todas las naciones de la tierra» (Gén 12,2s, que responde visiblemente a las maldiciones de Gén 3,14ss).

EL PECADO DE ISRAEL. Como el pecado marcó los orígenes de la historia de la humanidad, marca también el de la historia de Israel. Desde su nacimiento revive éste el drama de Adán. A su vez aprende por su propia experiencia y nos enseña lo que es el pecado. Dos episodios parecen particularmente instructivos.

1. La adoración del becerro de oro. Como Adán, y aun más gratuitamente si es posible, Israel fue colmado de los beneficios de Dios. Sin mérito alguno por su parte (Dt 7,7; 9,4ss; Ez 16,2-5), en virtud del solo amor de Dios (Dt 7,8) – pues Israel no era ni más ni menos «pecador» que las otras naciones (cf. Jos 24,2.14; Ez 20,7s.18) -, fue escogido para ser el pueblo particular, privilegiado entre todos los pueblos de la tierra (Éx 19,5), constituido «hijo primogénito de Dios» (4,22). Para liberarlo de la servidumbre de Faraón y de la tierra del pecado (la tierra en la que no se puede servir a Yahveh, según 5,1), Dios multiplicó los prodigios. Ahora bien, en el momento preciso en que Dios «entra en alianzas con su pueblo, se compromete con él entregando a Moisés «las tablas del testimonio» (31,18), el pueblo pide a Aarón: «Haznos un dios que vaya a nuestra cabeza» (32,1). No obstante las pruebas que Dios ha dado de su «fidelidad», Israel lo halla demasiado lejano, demasiado «invisible». No tiene fe en él; prefiere a un diosa su alcance, cuya ira pueda aplacar con «sacrificios», en todo caso un dios al que pueda transportar a su guisa, en lugar de verse obligado a seguirlo y a obedecer a sus mandamientos (cf. 40, 36ss). En lugar de «caminar con Dios», querría que Dios caminara con él. Pecado «original» de Israel, negativa a obedecer, que más profundamente es una negativa a creer en Dios y a abandonarse a él, la primera que menciona Dt 9,7 y que se renovará en realidad con cada una de las innumerables rebeliones del «pueblo de dura cerviz». En particular, cuando más tarde Israel se vea tentado a ofrecer un culto a los «baales» al lado del que tributaba a Yahveh, será siempre porque se negará a ver en Yahveh al único «suficiente», el Dios del que ha recibido la existencia, y a no servir más que a él (Dt 6,13; cf. Mt 4,10). Y cuando san Pablo describa la malicia propia del pecado de idolatría aun entre los paganos, no vacilará en referirse a este primer pecado de Israel (Rom 1,23 = Sal 106,20).

2. Los «sepulcros de la concupiscencia». Inmediatamente después del episodio del becerro de oro recuerda Dt 9,22 otro pecado de Israel que san Pablo evocará también presentándolo como el tipo de los «pecados del desierto» (1Cor 10,6). El sentido del episodio es bastante claro. Al alimento escogido por Dios y distribuido milagrosamente prefiere Israel un manjar de su elección: «¿,Quién nos dará a comer carne?…

Ahora perecemos privados de todo: nuestros ojos no ven más que el maná» (Núm 11,4ss). Israel se niega a dejarse guiar por Dios, a abandonarse a él, a aceptar lo que en la mente de Dios debía constituir la experiencia espiritual del desierto (Dt 8,3; cf. Mt 4,4). Su «concupiscencia» será satisfecha, pero, como Adán, sabrá lo que cuesta al hombre sustituir por sus caminos los caminos de Dios (Núm 11,33).

LA ENSEÑANZA DE LOS PROFETAS. Tal es precisamente la lección que Dios no cesará de repetirle por sus profetas. Al igual que el hombre que pretende construirse él mismo no puede acabar sino en su ruina, así el pueblo de Dios se destruye tan luego se desvía de los caminos que Dios le ha trazado: así aparece el pecado como el obstáculo por excelencia, en realidad el único, para la realización del plan de Dios sobre Israel, para su reinado, para su «gloria», concretamente identificada con la gloria de Israel, pueblo de Dios. El pecado del hombre adquiere una nueva dimensión: afecta no sólo al que peca, sino al pueblo entero. Cierto que en este sentido el pecado del jefe, del rey, del sacerdote reviste una responsabilidad particular y se comprende que sea mencionado con preferencia; pero no exclusivamente. Ya el pecado de Akán había detenido el ejército de todo Israel delante de Ai (Jos 7), y muy a menudo son los pecados del pueblo en su conjunto, a los que los profetas hacen responsables de las desgracias de la nación: «No, la mano de Dios no es demasiado corta para salvar, ni su oído demasiado duro para oír. Pero vuestras iniquidades han zanjado un abismo entre vosotros y Dios» (Is 59,1s).

La denuncia del pecado. Así la predicación de los profetas consistirá en gran parte en denunciar el pecado, el de los jefes (p.e. 1Sa 3,11; 13,13s; 2Sa 12,1-15; Jer 22,13) y el del pueblo: de ahí las enumeraciones de pecados, tan frecuentes en la literatura profética, de ordinario con referencia más o menos directa al Decálogo, y que se multiplican con la literatura sapiencial (p.e. Dt 27, 15-26; Ez 18,5-9; 33,25s; Sal 15; Prov 6,16-19; 30,11-14). El pecado viene a ser una realidad sumamente concreta, y así nos enteramos de lo que es engendrado por el abandono de Yahveh: violencias, rapiñas, juicios inicuos, mentiras, adulterios, perjurios, homicidios, usura, derechos atropellados, en una palabra, toda clase de desórdenes sociales. La «confesión» inserta en Is 59 revela cuáles son concretamente estas «iniquidades» que «han cavado un abismo entre el pueblo y Dios» (59,2): «Nuestros pecados nos están presentes y conocemos nuestros yerros: rebelarse contra Yahveh y renegar de él, desviarse lejos de nuestro Dios, hablar con mala fe y rebeldía y mascullar en el corazón palabras mentirosas. Se deja al lado el juicio y se relega a la justicia, pues la buena fe tropieza en la plaza pública y la rectitud no puede presentarse» (59,13s). Mucho antes hablaba Oseas de la misma manera: «No hay sinceridad, ni amor, ni conocimiento de Dios en el país, sino perjurio y mentira, asesinato y robo, adulterio y violencia, homicidio sobre homicidio» (Os 4,2; cf. Is 1,17; 5,8; 65,6s; Am 4,1; 5,7-15; Miq 2,1s).

La lección es capital: quien pretenda construirse a sí mismo, independientemente de Dios, lo hará ordinariamente a expensas de otros, particularmente de los pequeños y de los débiles. El salmista lo pro-clama: «El hombre que no ha puesto en Dios su fortaleza» (Sal 52,9) «medita el crimen sin cesar» (v. 4), mientras que «el justo se fía del amor de Dios constantemente y para siempre» (v. 10). ¿Y no era ya esto lo que sugería el adulterio de David (2Sa 12)? Pero de este episodio, que se sabe el lugar que ocupaba en la concepción judía del pecado (cf. el Miserere), se desprende otra verdad no menos importante: el pecado del hombre no sólo atenta contra los derechos de Dios, sino que, por decirlo así, le hiere en el corazón.

El pecado, ofensa de Dios. Cierto que el pecador no puede herir a Dios en sí mismo; la Biblia tiene más que suficiente preocupación por la trascendencia divina para recordarlo cuando llega el caso: «Se hacen libaciones a dioses extranjeros para herirme. Pero ¿es acaso a mí a quien hieren? Oráculo de Yahveh. ¿No es más bien a sí mismos para su propia confusión?» (Jer 7,19). «Si pecas, ¿qué le haces? Si multiplicas tus ofensas, ¿le haces algún daño?» (Job 35,6). Pecando contra Dios no logra el hombre sino destruirse a sí mismo. Si Dios nos prescribe leyes, no es en su interés, sino en el nuestro, «a fin de que seamos todos felices y vivamos» (Dt 6,24). Pero el Dios de la Biblia no es el de Aristóteles, indiferente al hombre y al mundo.

Si el pecado no «hiere» a Dios en sí mismo, le hiere primero en la medida en que afecta a los que Dios ama. Así David, «hiriendo con la espada a Urías el hitita y quitándole su mujer», se imaginaba seguramente no haber ofendido más que a un hombre, y éste ni siquiera israelita: había olvidado que Dios se había constituido garante de los derechos de toda persona humana. En nombre de Dios le hace comprender Natán que ha «despreciado a Yahveh» en persona y que será castigado como corresponde (2Sa 12,9s).

Hay más. El pecado, «cavando un abismo entre Dios y su pueblo» (Is 59,2), por eso mismo alcanza a Dios en su designio de amor: «Mi pueblo ha cambiado su gloria por la Impotencia… Me ha abandonado a mí, fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas que no conservan el agua» (Jer 2,11ss),

A medida que la revelación bíblica vaya descubriendo las profundidades de este amor se podrá comprender en qué sentido real puede el pecado «ofender» a Dios: ingratitud del hijo para con un padre amantísimo (p.e. Is 64,7), y hasta para con una madre que no puede «olvidar el fruto de sus entrañas, aun cuando las madres lo olvidaran» (Is 49,15), sobre todo infidelidad de la esposa, que se prostituye al primero que se presenta, indiferente al amor constantemente fiel de su esposo: «¿Has visto lo que ha hecho Israel, la rebelde?… Yo pensaba: «Después de haber hecho todo esto volverá a mí»; pero no ha vuelto… ¡Vuelve, rebelde Israel!… Ya no tendré para ti un rostro severo, pues soy miser1Cordioso» (Jer 3,7.12; cf. Ez 16; 23).

A este nivel de la revelación el pecado aparece esencialmente como violación de relaciones personales, como la negativa del hombre a dejarse amar por un Dios que sufre de no ser amado, al que el amor ha hecho, por decirlo así, «vulnerable»: misterio de un amor que sólo hallará su explicación en el NT.

El remedio del pecado. Los profetas denuncian el pecado y hacen notar su gravedad sólo para invitar más eficazmente a la conversión. En efecto, si el hombre es infiel, Dios, en cambio, es siempre fiel; el hombre desdeña el amor de Dios, pero Dios no cesa de ofrecerle este amor; todo el tiempo que el hombre es todavía capaz de retorno, le apremia Dios para que vuelva. Como en la parábola del hijo pródigo, todo está ordenado a este retorno deseado, que se daba por supuesto: «Por eso voy a cerrar su camino con espinas, obstruiré su ruta para que no halle ya sus senderos; ella perseguirá a sus amantes y no los alcanzará, los buscará y no los hallará. Entonces dirá: Quiero volver a mi primer marido, pues entonces era más feliz que ahora» (Os 2,8s; cf. Ez 14,11; etc.).

En efecto, si el pecado consiste en rechazar el amor, es claro que no se borrará, no se suprimirá, no se perdonará sino en la medida en que el hombre consienta en amar de nuevo; suponer un «perdón» que pueda dispensar al hombre de volver a Dios, equivaldría a querer que el hombre ame dispensándole a la vez de amar…. El amor mismo de Dios le impide por tanto no exigir este retorno. Si se proclama un «Dios celoso» (Éx 20,5; Dt 5,9; etc.), es que sus celos son efecto de su amor (cf. Is 63,15; Zac 1,14); si pretende procurar él solo la felicidad del hombre creado a su imagen, es que sólo él puede hacerlo. Las condiciones de este retorno se hallarán indicadas bajo las rúbricas expiación, fe, perdón, penitencia- conversión. redención.

La primera condición por parte del hombre consiste evidentemente en que renuncie a su voluntad de independencia, que consienta en dejarse guiar por Dios, en dejarse amar, con otras palabras, que renuncie a lo que constituye el fondo mismo de su pecado. Ahora bien, el hombre se hace cargo de que precisamente esto se halla fuera de su poder. Para que se perdone al hombre no basta con que Dios se digne no rechazar a la esposa infiel; hace falta más: «Haznos volver y volveremos» (Lam 5,21). Dios mismo irá, pues, en busca de las ovejas dispersas (Ez 34); dará al hombre un «corazón nuevo», un «espíritu nuevo», «su propio Espíritu» (Ez 36,26s). Será «la nueva alianza», en que la ley no estará ya inscrita en tablas de piedra, sino en el corazón de los hombres (Jet 31,31ss; cf. 2Cor 3,3). Dios no se contentará con ofrecer su amor y con exigir el nuestro: «Yahveh, tu Dios, circuncidará tu corazón y el corazón de tu posteridad, de modo que ames a Yahveh tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas» (Dt 30,6). Por eso el salmista, confesando su pecado, suplica a Dios mismo que le «lave», le «purifique», «cree en él un corazón puro» (Sal 51), persuadido de que la justificación del pecado reclama un acto estrictamente divino, análogo al acto creador. Finalmente, el AT anuncia que esta transformación interior del hombre que lo arranca a su pecado se efectuará gracias a la oblación sacrificial de un siervo misterioso, cuya verdadera identidad no habría podido sospechar nadie antes de la realización de la profecía.

LA ENSEÑANZA DEL NT. El NT revela que este siervo venido para «librar al hombre del pecado» no es otro que el propio Hijo de Dios. No debe, pues, sorprender que el pecado no ocupe aquí menos lugar que en el AT, y sobre todo que la revelación plena de lo que ha hecho el amor de Dios para acabar con el

pecado, permita descubrir su verdadera dimensión y a la vez su papel en el plan de la Sabiduría divina.

1. Jesús y los pecadores.

a) Desde el comienzo de la catequesis sinóptica vemos a Jesús en medio de los pecadores. En efecto, para ellos había venido, no para los justos (Mc 2,17). Utilizando el vocabulario judío de la época les anuncia que sus pecados les son «remitidos», condonados. No ya que asimilando así el pecado a una «deuda» y hasta empleando a veces el término (Mt 6,12; 18,23ss), entienda sugerir que pueda ser perdonado por un acto de Dios que no exija en absoluto transformación del espíritu y del corazón del hombre. Jesús, como los profetas y como Juan Bautista (Mc 1,4), predica la conversión, un cambio radical del espíritu que ponga al hombre en la disposición de acoger el favor divino, de dejarse mover por Dios: «El reino de Dios está próximo: arrepentíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15). En cambio, delante de quien rechaza la luz (Mc 3,29 p) o se imagina no tener necesidad de perdón, como el fariseo de la parábola (Lc I8,9ss), Jesús se siente impotente.

Por eso, también como los profetas, denuncia el pecado dondequiera que se halle, aun en los que se creen justos porque observan las prescripciones de una ley exterior. Porque el pecado está en el interior del corazón, de donde «salen los pensamientos malos, las fornicaciones, los hurtos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las maldades, el fraude, la impureza, la envidia, la blasfemia, la altivez, la insensatez: cosas todas que salen de dentro y manchan al hombre» (Mc 7,21ss p). Es que Jesús vino a «cumplir la ley» en su plenitud, muy lejos de abolirla (Mt 5,17); el discípulo de Jesús no puede contentarse con «la justicia de los escribas y de los fariseos» (5, 20); cierto que la justicia de Jesús se reduce finalmente al solo precepto del amor (7,12); pero el discípulo, viendo obrar a su maestro aprenderá poco a poco lo que significa «amar» y correlativamente lo que es el pecado, negativa al amor.

Y en particular lo aprenderá oyendo a Jesús revelarle la inconcebible misericordia de Dios para con el pecador. Pocos pasajes del NT manifiestan mejor que la parábola del hijo pródigo – por lo demás tan afina la enseñanza profética – en qué sentido el pecado es una ofensa de Dios y cuán absurdo sería concebir un perdón de Dios que no implicara el retorno del pecador. Más allá del acto de desobediencia que se puede suponer – aun cuando el hermano mayor sólo hace alusión a ella para oponerla a su propia obediencia -, lo que «contrista» al padre es la partida de su hijo, esa voluntad de no ser ya hijo, de no permitir ya que su padre le ame eficazmente: ha «ofendido» a su padre privándole de su presencia de hijo. ¿Cómo podría «reparar» esta ofensa si no es con su retorno, aceptando de nuevo que se le trate como a hijo? Por eso la parábola subraya el gozo del padre. Fuera de tal retorno no se puede concebir perdón alguno; o más bien el padre había ya perdonado desde el principio, pero el perdón no afecta eficazmente al pecado del hijo sino en el retorno y por el retorno de éste.

Ahora bien, esta actitud de Dios frente al pecado todavía la revela más Jesús con sus actos que con sus palabras. No sólo acoge a los pecadores con el mismo amor y con la misma delicadeza que el padre de la parábola (p.e. Lc 7,36ss; 19,5; Mc 2,15ss; Jn 8,10s), exponiéndose a escandalizar a los testigos de tal misericordia, tan incapaces de comprenderla como lo había sido el hijo mayor (Le 15,28ss). Además de esto actúa directamente contra el pecado: él el primero triunfa de Satán en la ocasión de la tentación; durante su vida pública arranca ya a los hombres a este influjo del diablo y del pecado que constituyen la enfermedad de la posesión (cf. Mc • 1,23), inaugurando así el papel del siervo (Mt 8,16s) antes de «entregar su vida como rescate» (Mc 10,45) y «derramar su sangre, la sangre de la alianza, por una multitud para remisión de los pecados» (Mt 26,28).

El pecado del mundo. San Juan, aunque conoce la expresión tradicional de «remisión de los pecados» (Jn 20,23; 1Jn 2,12), habla más bien de Cristo que viene a «quitar el pecado del mundo» (Jn 1,29). Más allá de los actos singulares percibe la realidad misteriosa que los engendra: un poder de hostilidad a Dios y a su reinado con el que se ve enfrentado Cristo.

Esta hostilidad se manifiesta primero concretamente en el repudio voluntario de la luz. El pecado tiene la opacidad de las tinieblas: «La luz vino al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas» (Jn 3,19). El pecador se opone a la luz porque la teme, «por temor de que se descubran sus obras». La odia: «Todo el que hace el mal odia la luz» (3,20). Ceguera voluntaria, ceguera amada, porque no se reconoce como tal: «Si fuerais ciegos, estaríais sin pecado. Pero vosotros decís: Nosotros vemos. Vuestro pecado permanece» (9,40).

Una ceguera tan obstinada no se explica sino por el influjo perverso de Satán. En efecto, el pecado hace esclavos de Satán: «Todo el que comete el pecado es esclavo» (Jn 8,34). Como el cristiano es hijo de Dios, el pecador es «hijo del diablo, pecador desde el principio» y «hace sus obras» (1Jn 3, 8-10). Ahora bien, entre estas obras señala Juan dos, el homicidio y la mentira: «Desde el principio es homicida y no estaba establecido en la verdad porque en él no hay verdad; cuando dice sus mentiras las saca de su propio fondo porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44). Homicida lo fue infligiendo la muerte al hombre (cf. Sab 2,24) y también inspirando a Caín que matara a su hermano (1Jn 3,12-15); lo es actualmente inspirando a los judíos que den muerte al que les dice la verdad: «Vosotros queréis matarme a mí, que os digo la verdad que he oído a Dios… Vosotros hacéis las obras de vuestro padre y queréis realizar los deseos de vuestro padre» (Jn 8,39-44).

Homicidio y mentira, por su parte, no se explican sino por el odio. A propósito del diablo 1a Escritura hablaba de envidia (Sab 2, 24); Juan no vacila en nombrar al odio: al igual que el incrédulo obstinado «odia la luz» (Jn 3,20), así los judíos odian a Cristo y a Dios, su padre (15,22s): los judíos, es decir, el mundo esclavizado por Satán, todo el que se niega a reconocer a Cristo. Y este odio acabará de hecho en el homicidio del Hijo de Dios (8,37).

Tal es la dimensión de este pecado del mundo de que triunfa Jesús. Puede hacerlo porque él mismo no tiene pecado (Jn 8,46; cf. 1Jn 3. 5), es «uno» con Dios su Padre (Jn 10,30), pura «luz» «en quien no hay tinieblas» (1,5; 8,12), verdad sin huella alguna de mentira o de falsedad (1,14; 8,40), finalmente, y sobre todo quizás, «amor», pues «Dios es amor» (Jn 4,8), y si durante su vida no cesó de amar, su muerte será un acto de amor tal que no se pueda concebir otro mayor, la «consumación» del amor (Jn 15,13; cf. 13,1; 19,30). Así esta muerte fue una victoria sobre «el príncipe de este mundo». Éste cree dirigir el juego; pero contra Jesús no puede nada (14,30) y él es quien «es derrocado» (12,31). Jesús venció al mundo (Jn 16,33).

Lo que lo prueba, no es sólo el que Jesús pueda «volver a tomar la vida que ha dado» (Jn 10,17); quizá lo es todavía más el que haga partícipes de su victoria a sus discípulos: el cristiano, hecho «hijo de Dios» por haber acogido a Jesús (1,12), «no comete el pecado porque ha nacido de Dios» (1Jn 3,9); más aún: en tanto permanece en él la «semilla divina», es decir, probablemente, como se expresa san Pablo, «en tanto se deja mover por el Espíritu de Dios» (Rom 8,14s; cf. Gál 5,16) «no puede pecar». En efecto, Jesús «quita el pecado del mundo» precisamente comunicándole el Espíritu, simbolizado por el agua misteriosa que brotó del costado abierto del crucificado como la fuente de que hablaba Zacarías, «abierta a la casa de David para el pecado y la impureza » (Jn 19,30-37; cf. Zac 12,10; 13,1). Cierto que el cristiano, aun nacido de Dios, puede recaer en el pecado (1Jn 2,1); pero «Jesús se hizo propiciación por nuestros pecados» (Un 2,2) y comunicó el Espíritu a los apóstoles a fin de que pudieran «remitir los pecados» (Jn 20,22s).

La teología del pecado según san Pablo. Merced a un vocabulario más rico puede Pablo distinguir todavía más netamente el «pecado» (gr. hamartía, en singular), y los «actos pecaminosos», llamados con preferencia, fuera de las fórmulas tradicionales, «faltas» (liter. «caídas», gr. paraptó ma) o «transgresiones (gr. parabasis), sin querer por eso disminuir lo más mínimo la gravedad de estos últimos. Así el pecado cometido por Adán en el paraíso, del que se sabe la importancia que le da san Pablo, es denominado sucesivamente «transgresión», «falta», «desobediencia» (Rom 5,14.17.19).

En todo caso, en su moral el acto pecaminoso no ocupa ciertamente un puesto menor que en los Sinópticos, como lo muestran las listas de pecados, tan frecuentes en sus epístolas: 1Cor 5,10s; 6,9s; 2Cor 12,20; Gál 5,19-21; Rom 1,29- 31; Col 3,5-8; Ef 5,3; 1Tim 1,9; Tit 3,3; 2Tim 3, 2-5. Todos estos pecados excluyen del reino de Dios, como se dice a veces explícitamente (1Cor 6,9; Gál 5,21). Ahora bien, aquí se puede observar, exactamente como en las listas análogas del AT, la relación en que se ponen los desórdenes sexuales, la idolatría y las injusticias sociales (cf. Rom 1,21-32 y las listas de 1Cor, Gál, Col, Ef). Nótese igualmente la gravedad atribuida por Pablo a la «codicia» (gr. pleonexía), ese pecado que consiste en querer «poseer siempre más», vicio que los antiguos latinos llamaban avaricia y que se asemeja mucho a lo que el Decálogo (Éx 20,17) prohibía bajo el mismo nombre de «codicia» (cf. Rom 7,7): Pablo no se contenta con relacionar este pecado con la idolatría, sino que lo identifica: «esta codicia que es idolatría» (Col 3,5; cf. Ef 5,5).

Más allá de los actos pecaminosos se remonta Pablo a su principio: en el hombre pecador son la expresión y la exteriorización de la fuerza hostil a Dios y a su reinado de que hablaba san Juan. El mero hecho de que Pablo le reserve prácticamente el término de pecado (en singular) le da ya un relieve especial. Pero el Apóstol se aplica sobre toda a describir ya su origen en cada uno de nosotros, ya sus efectos, con la suficiente precisión para ofrecer un esbozo de una verdadera teología del pecado.

El pecado, presentado como un poder personificado, hasta el punto de parecer a veces confundirse con el personaje de Satán, el «Dios de este mundo» (2Cor 4,4), se distingue, sin embargo, de él: pertenece al hombre pecador, es algo interior a él. Introducido en el género humano por la desobediencia de Adán (Rom 5,12-19) y como por repercusión, en el mismo universo material (Rom 8, 20; cf. Gén 3,17), el pecado pasó a todos los hombres sin excepción, arrastrándolos a todos a la muerte eterna separación de Dios, tal como la sufren los condenados en el infierno; independientemente de la redención forman todos según el dicho de san Agustín – exacto con tal que se comprenda bien- una massa damnata. Y Pablo se complace en describir por extenso esta situación del hombre «vendido al poder del pecado» (Rom 7,14), capaz todavía de «simpatizar» con el bien (7,16.22) y hasta de «desearlo» (7, 15.21), lo que prueba que no todo está en él corrompido, pero absolutamente incapaz de realizarlo (7,18) y por tanto necesariamente destinado a la muerte eterna (7,24), «salario», o mejor todavía, «desemboque», «remate» del pecado (6,21-23).

Tales afirmaciones hacen que a veces se acuse al Apóstol de exageración y de pesimismo. Esto es olvidar que Pablo, al formularlas, hace abstracción de la gracia de Cristo: su argumentación misma le fuerza a ello, dado que subraya la universalidad del pecado y su tiranía con el solo fin de establecer la impotencia de la ley y de encarecer la absoluta necesidad de la obra liberadora de Cristo. Más aún: Pablo sólo recuerda la solidaridad de la humanidad entera con Adán para revelar otra solidaridad muy superior, la de la humanidad entera con Jesucristo; en la mente de Dios Jesucristo, el antitipo, es primero (Rom 5,14); esto equivale a decir que el pecado de Adán y sus consecuencias sólo fueron permitidos porque Jesucristo debía triunfar de ellos y con tal sobreabundancia que aun antes de exponer las semejanzas entre el papel del primer Adán y el del segundo (5, 17ss), tiene Pablo empeño en marcar las diferencias (5,15s).

En efecto, la victoria de Cristo sobre el pecado no es para Pablo menos esplendente que para Juan. El cristiano justificado por la fe y el bautismo (Gál 3,26ss; cf. Rom 3, 21ss; 6,2ss) ha roto totalmente con el pecado; muerto al pecado, ha venido a ser, con Cristo muerto y resucitado, un ser nuevo (Rom 6,5), una «nueva criatura» (2Cor 5,17); no está ya «en la carne», sino «en el Espíritu» (Rom 7,5; 8,9), si bien puede, todo el tiempo que vive en un «cuerpo mortal», recaer bajo el imperio del pecado y «ceder a sus concupiscencias» (6,12), si se niega a «caminar según el Espíritu» (8,4).

Dios no solamente triunfa del pecado. Su sabiduría «de infinitos recursos» (Ef 3,10) obtiene esta victoria utilizando el pecado. Lo que era el obstáculo por excelencia al reinado de Dios y a la salvación del hombre desempeña su papel en la historia de esta salvación. En efecto, precisamente a propósito del pecado habla Pablo de la «sabiduría de Dios» (1Cor 1,21-24; Rom 11,33). Particularmente meditando sobre el pecado que fue sin duda para su corazón la herida más punzante (Rom 9,2) y en todo caso un escándalo para su espíritu, la incredulidad de Israel, comprendió que esta infidelidad, por lo demás parcial y provisional (Rom 11,25), entraba en el designio salvífico de Dios sobre el género humano y que «Dios no había incluido a todos los hombres en la desobediencia sino para usar de misericordia con todos» (Rom 11,32; cf. Gál 3,22). Así exclama con una admiración llena de reconocimiento: «¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios ! ¡Cuán insondables son sus decretos y cuán incomprensibles sus caminos!» (Rom 11,33).

Pero este misterio de la sabiduría divina que utiliza para la salvación del hombre hasta su mismo pecado no se revela en ninguna parte más claramente que en la pasión del Hijo de Dios. En efecto, si Dios Padre «entregó a su Hijo» a la muerte (Rom 8,32), fue para ponerlo en tales condiciones que pudiera realizar el acto de obediencia y de amor más grande que se puede concebir, y operar así nuestra redención pasando él el primero de la condición carnal a la condición espiritual. Ahora bien, las circunstancias de esta muerte, ordenadas a crear las condiciones más favorables de tal acto, son todas efecto del pecado del hombre: traición de Judas, abandono de los apóstoles, cobardía de Pilato, odio de las autoridades de la nación judía, crueldad de los verdugos, y más allá del drama visible, nuestros propios pecados, para cuya expiación muere. Para que pudiera amar como ningún hombre ha amado jamás, quiso Dios que su Hijo se hiciera vulnerable al pecado del hombre, que fuera sometido a los efectos maléficos del poder de muerte que es el pecado, a fin de que nosotros fuésemos, gracias a este acto supremo de amor, sometidos a los efectos benéficos del poder de vida que es la justicia de Dios (2Cor 5,21). Tan cierto es que «Dios hace que todo concurra al bien de los que le aman» (Rom 8,28), todo, incluso el pecado.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Paz

El hombre ansía la paz desde lo más profundo de su ser. Pero a veces ignora la naturaleza del bien que tan ansiosamente anhela, y los caminos que sigue para alcanzarlo no son siempre los caminos de Dios. Por eso debe aprender de la historia sagrada en qué consiste la búsqueda de la verdadera paz y oír proclamar por Dios en Jesucristo el don de esta verdadera paz.

LA PAZ, FELICIDAD PERFECTA. Para apreciar en su pleno valor la realidad designada por la palabra hay que percibir el sabor de la tierra latente en la expresión semítica aun en su concepción más espiritual, y en la Biblia hasta el último libro del NT.

1. Paz y bienestar. La palabra hebrea shalóm deriva de una raíz que, según sus empleos, designa el hecho de hallarse intacto, completo (Job 9,4), por ejemplo, acabar una casa (1Re 9,25), o el acto de restablecer las cosas en su prístino estado, en su integridad, por ejemplo, «apaciguar» a un acreedor (Éx 21,34), cumplir un voto (Sal 50,14). Por tanto la paz bíblica no es sólo el «pacto»

que permite una vida tranquila, ni el «tiempo de paz» por oposición al «tiempo de guerra» (Ecl 3,8; Ap 6,4); designa el bienestar de la existencia cotidiana, el estado del hombre que vive en armonía con la naturaleza, consigo mismo, con Dios; concretamente, es bendición, reposo, gloria, riqueza, salvación, vida.

Paz y felicidad. «Tener buena salud» y «estar en paz» son dos expresiones paralelas (Sal 38,4); para preguntar cómo está uno, si se halla bien, se dice: «¿Está en paz?» (2Sa 18,32; Gén 43,27); Abraham, que murió en una vejez dichosa y saciado de días (Gén 25,8), partió en paz (Gén 15,15; cf. Lc 2,29). En sentido más lato la paz es la seguridad. Gedeón no debe ya temer la muerte ante la aparición celestial (Jue 6,23; cf. Dan 10,19); Israel no tiene ya que temer a enemigos gracias a Josué, el vencedor (Jos 21,44; 23,1), a David (2Sa 7,1), a Salomón (1Re 5, 4; 1Par 22,9; Eclo 47,13). Finalmente, la paz es concordia en una vida fraterna: mi familiar, mi amigo, es «el hombre de mi paz» (Sal 41,10; Jer 20,10); es confianza mutua, con frecuencia sancionada por una alianza (Núm 25,12; Eclo 45,24) o por un tratado de buena vecindad (Jos 9,15; Jue 4,17; 1Re 5,26; Lc 14,32; Act 12,20).

Paz y «salud». Todos estos bienes, materiales y espirituales, están comprendidos en el saludo, en el deseo de paz (el salamalec de los árabes). con el que en el AT y en el NT se saluda, se dice «buenos días» o «adiós» ya en la conversación (Gén 26,29; 2Sa 18,29), ya por carta (p.e. Dan 3, 98; Flm 3). Ahora bien, si se debe desear la paz o informarse sobre las disposiciones pacíficas del visitante (2Re 9,18), es que la paz es un estado que se ha de conquistar o defender; es victoria sobre algún enemigo. Gedeón o Ajab esperan regresar en paz, es decir, vencedores de la guerra (Jue 8,9; 1Re 22,27s); asimismo se desea el éxito de una exploración (Jue 18,5s), el triunfo sobre la esterilidad de Ana (1Sa 1,17), la curación de las heridas (Jer 6.14; Is 57,18s); finalmente, se ofrecen «sacrificios pacíficos» (salutaris hostia), que significan la comunión entre Dios y el hombre (Lev 3,1).

Paz y justicia. La paz, en fin, es lo que está bien por oposición a lo que está mal (Prov 12,20; Sal 28,3; cf. Sal 34,15). «No hay paz para los malvados» (Is 48,22); por el contrario, «ved al hombre justo: hay una posteridad para el hombre de paz» (Sal 37,37); «los humildes poseerán la tierra y gustarán las delicias de una paz insondable» (Sal 37,11; cf. Prov 3,2). La paz es la suma de los bienes otorgados a la justicia: tener una tierra fecunda, comer hasta saciarse, vivir en seguridad, dormir sin temores, triunfar de los enemigos, multiplicarse, y todo esto en definitiva porque Dios está con nosotros (Lev 26,1-13). La paz, pues, lejos de ser solamente una ausencia de guerra, es plenitud de dicha.

LA PAZ, DON DE Dios. Si la paz es fruto y signo de la justicia, ¿cómo, pues, están en paz los impíos (Sal 73,3)? La respuesta a esta pregunta acuciante se dará a lo largo de la historia sagrada: la paz, concebida en primer lugar como felicidad terrenal, aparece como un bien cada vez más espiritual por razón de su fuente celestial.

1. El Dios de paz. Ya en los comienzos de la historia bíblica se ve a Gedeón construir un altar a «Yahveh Ñalom» (Jue 6,24). Dios, que domina en el cielo puede, en efecto, crear la paz (Is 45,7). De él se espera, pues, este bien. «Yahveh, es grande, que quiere la paz de su servidor» (Sal 35,27): bendice a Israel (Núm 6,26), su pueblo (Sal 29,11), la casa de David (1Re 2,33), el sacerdocio (Mal 2,5). En consecuencia, quien confía en él puede dormirse en paz (Sal 4,9; cf. Is 26,3). «¡Haced votos por la paz de Jerusalén! Vivan en seguridad los que te aman» (Sal 122, 6; cf. Sal 125,5; 128,6).

Da pacem, Domine! Este don divino lo obtiene el hombre por la oración confiada, pero también por una «actividad de justicia», pues Dios quiere que coopere a su establecimiento en la tierra, cooperación que se muestra ambigua a causa del pecado siempre presente. La historia del tiempo de los jueces es la de Dios que suscita libertadores encargados de restablecer esa paz que Israel ha perdido por sus faltas. David piensa haber realizado su cometido una vez que ha liberado al país de sus enemigos (2Sa 7,1). El rey ideal, se llama Salomón, rey pacífico (1Par 22,9), bajo cuyo reinado se unen fraternamente los dos pueblos del norte y del sur (1Re 5).

La lucha por la paz.

a) El combate profético. Ahora bien, este ideal se corrompe pronto, y los reyes tratan de procurarse la paz, no como fruto de la justicia divina, sino con alianzas políticas, con frecuencia impías. Conducta ilusoria, que parece autorizada por la palabra de apariencia profética de ciertos hombres, menos solícitos de escuchar a Dios que «de tener algo que meterse en la boca» (Miq 3,5): en pleno estado de pecado osan proclamar una paz durable (Jer 14,13). Hacia el año 850 Miqueas, hijo de Yimla, se alza para disputar a estos falsos profetas la palabra y la realidad de la paz (1Re 22,13-28). La lucha se hace muy viva con ocasión del sitio de Jerusalén (cf. Jer 23,9-40). El don de la paz requiere la supresión del pecado y por tanto un castigo previo. Jeremías acusa: «Curan superficialmente la llaga de mi pueblo diciendo: ¡Paz! ¡Paz! Y sin embargo, no hay paz» Jer 6,14). Ezequiel clama: ¡Basta de revoques! La pared tiene que caer (Ez 13,15s). Pero una vez que ésta se ha derrumbado, los que profetizaban desgracias, seguros ya de que no hay ilusión posible, proclaman de nuevo la paz. A los exilados anuncia Dios: «Yo, sí, sé el designio que tengo sobre vosotros, designio de paz y no de desgracia: daros porvenir y esperanza» (Jer 29,11; cf. 33,9). Se concluirá una alianza de paz, que suprima las bestias feroces, garantice seguridad, bendición (Ez 34,25- 30), pues, dice Dios, «yo estaré con ellos» (Ez 37,26).

La paz escatológica. Esta controversia sobre la paz está latente en el conjunto del mensaje profético. La verdadera paz se despeja de sus limitaciones terrenales y de sus falsificaciones pecadoras, convirtiéndose en un elemento esencial de la predicación escatológica. Los oráculos amenazadores de los profetas terminan ordinariamente con un anuncio de restauración copiosa (Os 2,20…; Am 9,13…; etc.). Isaías sueña con el «príncipe de la paz» (Is 9,5; cf. Zac 9,9s), que dará una «paz sin fin» (Is 9,6), abrirá un nuevo paraíso, pues «él será la paz» (Miq 5,4). La naturaleza está sometida al hombre, los dos reinos separados se reconciliarán, las naciones vivirán en paz (Is 2,2…; 11,1…; 32,15-20; cf. 65,25), «el justo florecerá» (Sal 72,7). Este evangelio de la paz (Nah 2,1), la liberación de Babilonia (Is 52,7; 55. 12), es realizado por el siervo doliente (53,5), que con su sacrificio anuncia cuál será el precio de la paz. Así pues, «¡ paz al que está lejos y al que está cerca! Las heridas serán curadas» (57,19). Los gobernantes del pueblo serán paz y justicia (60,17): «Voy a derramar sobre ella la paz como río, y la gloria de las naciones como torrente desbordado» (66, 12; cf. 48,18; Zac 8,12).

Finalmente, la reflexión sapiencial aborda la cuestión de la verdadera paz. La fe afirma,: «Gran paz para los que aman tu ley; nada es para ellos escándalo» (Sal 119,165); pero los acontecimientos parecen contradecirla (Sal 73,3) suscitando el problema de la retribución. Éste sólo quedará plenamente resuelto (Eclo 44,14) con la creencia en la vida futura perfecta y personal: «Las almas de los justos están en la mano de Dios… A los ojos de los insensatos parecen muertos… pero están en paz» (Sab 3,1ss), es decir, en la plenitud de los bienes, en la bienaventuranza.

LA PAZ DE CRISTO. La esperanza de los profetas y de los sabios se hace realidad concedida en Jesucristo, pues el pecado es vencido en él y por él; pero en tanto que no muera el pecado en todo hombre, en tanto que no venga el Señor el último día, la paz sigue siendo un bien venidero; el mensaje profético conserva, pues, su valor: «el fruto de la justicia se siembra en la paz por los que practican la paz» (Sant 3,18; cf. Is 32,17). Tal es el mensaje que proclama el NT, de Lucas a Juan, pasando por Pablo.

1. El evangelista Lucas quiere en forma especial trazar el retrato del rey pacífico. A su nacimiento anunciaron los ángeles la paz a los hombres, a los que Dios ama (Lc 2,14); este mensaje, repetido por los discípulos gozosos que escoltan al rey a su entrada en su ciudad (19,38), no quiere acogerlo Jerusalén (19,42). En la boca del rey pacífico los votos de paz terrena se convierten en un anuncio de salvación: como buen judío, dice Jesús: «¡Vete en paz!», pero con esta palabra devuelve la salud a la hemorroísa (8,48 p), perdona los pecados a la pecadora arrepentida (7,50), marcando así su victoria sobre el poder de la enfermedad y del pecado. Como él, los discípulos ofrecen a las ciudades, junto con su saludo de paz, la salvación en Jesús (10,5-9). Pero esta salvación viene a trastornar la paz de este mundo: «¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? No, sino la división» (12.51). De este modo Jesús no se contenta con proferir las mismas amenazas que los profetas contra toda seguridad engañosa (17,26-36; cf. 1Tes 5,3), sin que separa los miembros de una misma familia. Según el decir del poeta cristiano, no vino a destruir la guerra, sino a sobreañadir la paz, la paz de pascua que sigue a la victoria definitiva (Lc 24,36). Así pues, los discípulos irradiarán hasta los confines del mundo la pax israelitica (cf. Act 7,26; 9,31: 15,23), que en el plano religioso es como una transfiguración de la pax romana (cf. 24,2), pues Dios anunció la paz por Jesucristo mostrándose «el Señor de todos» (10,36).

Pablo, uniendo ordinariamente en los saludos de sus cartas la gracia a la paz, afirma así su origen y su estabilidad. Manifiesta sobre todo el nexo que tiene con la redención. Cristo, que es «nuestra paz», hizo la paz, reconcilió a los dos pueblos uniéndolos en un solo cuerpo (Ef 2,14-22), «reconcilió a todos los seres consigo, tanto a los de la tierra como a los del cielo, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1, 20). Así pues, como «estamos reunidos en un mismo cuerpo»,:la paz de Cristo reina en nuestros corazones» (Col 3,15), gracias al Espíritu que crea en nosotros un vínculo sólido (Ef 4,3). Todo creyente, justificado, está en paz por Jesucristo con Dios (Rom 5,1), el Dios de amor y de paz (2Cor 13,11), que lo santifica «a fondo» (1Tes 5,23). La paz, como la caridad y el gozo, es fruto del Espíritu (Gál 5,22; Rom 14,17), es la vida eterna anticipada acá abajo (Rom 8,6), rebasa toda inteligencia (Flp 4,7), subsiste en la tribulación (Rom 5,1-5), irradia en nuestras relaciones con los hombres (1Cor 7,15; Rom 12,18; 2Tim 2,22), hasta el día en que el Dios de paz que resucitó a Jesús (Heb 13,20), habiendo destruido a Satán (Rom 16,20), restablezca todas las cosas en su integridad original.

Juan explicita todavía más la revelación. Para él, como para Pablo, es la paz fruto del sacrificio de Jesús (Jn 16,33); como en la tradición sinóptica, no tiene nada que ver con la paz de este mundo.

Como el AT, que veía en la presencia de Dios entre su pueblo el bien supremo de la paz (p.e. Lev 26, 12; Ez 37,26), muestra Juan en la presencia de Jesús la fuente y la realidad de la paz, lo cual es uno de los aspectos característicos de su perspectiva. Cuando la tristeza invade a los discípulos que van a ser separados de su Maestro, Jesús los tranquiliza: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,27); esta paz no está ya ligada a su presencia corporal, sino a su victoria sobre el mundo; por eso Jesús, victorioso de la muerte, da con su paz el Espíritu Santo y el poder sobre el pecado (20, 19-23).

Beata pacis visio. El cristiano, firme en la esperanza que le lleva a contemplar la Jerusalén celestial (Ap 21,2), tiende a realizar la bienaventuranza: «Bienaventurados los pacíficos» (Mt 5,9), pues esto es vivir como Dios, ser hijos de Dios en el Hijo único, Jesús. Tiende por tanto con todas sus fuerzas a establecer acá en la tierra la concordia y la tranquilidad. Ahora bien, esta política cristiana de la paz terrenal se muestra tanto más eficaz cuanto que es sin ilusión; tres principios guían su infatigable prosecución.

Sólo el reconocimiento universal del señorío de Cristo por todo el universo en el último advenimiento establecerá la paz definitiva y universal. Sólo la Iglesia, que rebasa las distinciones de raza, de clase y de sexo (Gál 3,28; Col 3,11), es en la tierra el lugar, el signo y la fuente de la paz entre los pueblos, puesto que ella es el cuerpo de Cristo y la dispensadora del Espíritu. Finalmente, sólo la justicia delante de Dios y entre los hombres es el fundamento de la paz; puesto que ella es la que suprime el pecado, origen de toda división. El cristiano sostendrá su esfuerzo pacífico oyendo a Dios, único que da la paz, hablar a través del salmo, en que están reunidos los atributos del Dios de la historia: «Lo que dice Dios es la paz para su pueblo… Fidelidad brota de la tierra y justicia mira desde lo alto de los cielos. Yahveh mismo dará la dicha, y la tierra su fruto. Justicia marchará ante su faz, y paz en la huella de sus pasos» (Sal 85,9-14).

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