Casi en cada página habla la Biblia de esta realidad a la que llamamos
comúnmente pecado. Los términos con que lo designa el AT son múltiples y están tomados de ordinario de las relaciones
humanas: falta, iniquidad, rebelión, injusticias, etc.; el judaísmo añadirá
el de deuda, del que también usará el
NT; pero todavía más generalmente se presenta al pecador como «quien hace el
mal a
los ojos de Dios», y «al justo» (saddiq) se opone normalmente
el «malvado» (rasa`). Pero
la verdadera naturaleza del pecado, su malicia y sus dimensiones aparece,
sobre todo, a través
de la historia bíblica; en ella aprendemos también que esta revelación sobre el hombre es a la vez una revelación acerca de Dios, de su amor, al que se opone el pecado, y de
su misericordia, a cuyo ejercicio
da lugar; en efecto, la historia de la salvación
no es otra que la de las tentativas
de arrancar al hombre de su pecado, repetidas infatigablemente por el Dios creador.
EL PECADO DE LOS ORÍGENES.
Entre todos los relatos del AT, el de la caída,
con que se abre la historia de la humanidad, ofrece ya una enseñanza
de extraordinaria riqueza.
Para comprender lo que es el pecado hay que partir de aquí, aun cuando no se pronuncie la palabra pecado.
1. El pecado de Adán se manifiesta aquí como una desobediencia, un acto por el que el hombre se opone consciente
y deliberadamente a Dios violando
uno de sus preceptos
(Gén 3,3); pero más allá de este acto exterior
de rebeldía, la Escritura menciona un acto interior del que éste procede: Adán y Eva
desobedecieron porque cediendo
a la sugestión de la serpiente quisieron
«ser como dioses que conocen el bien y el mal» (3.5), es decir, según la interpretación más común, ponerse en lugar de Dios para decidir del bien y del mal: tomándose a sí mismos por medida, pretenden
ser dueños únicos de su destino y disponer de sí mismos a su talante; se niegan a depender
del que los ha creado, trastornando
así la relación que unía al hombre con Dios.
Ahora bien, según Gén 2, esta relación
no era únicamente de dependencia, sino también de amistad.
El Dios de la Biblia no había negado nada al hombre creado «a su imagen y semejanza» (Gén 1,26s); no se había reservado nada para
sí, ni siquiera la vida (cf. Sab 2,23), a diferencia de los dioses evocados por los
mitos antiguos. Pero he aquí que por instigación de la serpiente, Eva y luego Adán
se ponen a dudar de este Dios infinitamente generoso: el precepto dado para el bien del hombre (cf. Rom 7,10) no sería sino una estratagema inventada por Dios para
salvaguardar sus privilegios, y la amenaza
añadida al precepto sería sencillamente una mentira:
«¡No! ¡no moriréis!
Pero Dios sabe que el día en que comáis de este fruto seréis como dioses que conocen el. bien y el
mal» (Gén 3,4s). El hombre desconfía de Dios que ha venido a ser su rival. La
noción misma de Dios queda trastornada: a la noción del Dios soberanamente desinteresado, como soberanamente perfecto que es, sin que le
falte nada, y que sólo puede dar, se opone la de un ser indigente,
interesado, totalmente ocupado
en protegerse contra su criatura.
El pecado, ates de
provocar el gesto del hombre,
ha corrompido su espíritu; y como lo afecta en su relación misma con Dios, cuya imagen es, no es posible concebir perversión ni trastorno más radical ni extrañarse de que acarree consecuencias tan graves.
2. Las consecuencias del pecado.
Todo ha cambiado
entre el hombre y Dios. Aun
antes de que intervenga el castigo propiamente dicho (Gén 3. 23), Adán y Eva, que
hasta entonces gozaban de la familiaridad divina (cf. 2,25), «se esconden de Yahveh Dios entre los árboles»
(3,8). La iniciativa
vino del hombre; él es quien
no quiere ya nada con Dios; la expulsión del paraíso ratificará esta voluntad del hombre;
pero éste comprobará
entonces que la amenaza no era mentira: lejos de
Dios no hay acceso posible al árbol de vida (3,22); no hay más que la muerte,
definitiva. El pecado,
ruptura entre el hombre y Dios, introduce igualmente una ruptura entre los miembros
de la sociedad humana, ya en el paraíso, en el seno mismo de la pareja primordial. Apenas cometido el pecado,
Adán se desolidariza, acusándola, de la que Dios le había dado como auxiliar (2,18), «hueso de sus huesos y carne de su carne» (2,23), y el castigo consagra
esta ruptura: «La pasión te llevará
hacia tu marido y él te dominará»
(3,16). En lo sucesivo
esta ruptura se extenderá a los hijos de Adán: ahí está el homicidio
de Abel (4,8), luego el reinado
de la violencia y de la ley del más fuerte que celebra
el salvaje canto de Lamec (4,24). Pero no es todo. El misterio del pecado desborda el mundo humano. Entre Dios y el hombre entra en escena un tercer personaje, del que se guardará
de hablar el AT, sin duda para evitar que se haga de él un segundo Dios, pero que la sabiduría
identificará con el diablo o Satán, y que reaparecerá en el NT.
Finalmente, el relato de este primer pecado no se concluye sin dar al hombre
una esperanza. Cierto que la servidumbre a que él se ha condenado creyendo adquirir la independencia, es en sí definitiva; el pecado,
una vez entrado en el mundo,
no puede menos de proliferar, y a medida que se vaya multiplicando irá realmente disminuyendo la vida hasta cesar completamente con el diluvio (Gén 6,13ss). La iniciativa
de la ruptura ha venido del hombre;
es evidente que la iniciativa de la reconciliación sólo puede venir de Dios. Pero precisamente desde este primer relato deja Dios entrever que un día tomará esta iniciativa (3,15). La bondad de Dios que el hombre ha despreciado acabará
por imponerse;«vencerá al mal con el bien» (Rom 12,21). La Sabiduría precisa
que Adán «fue liberado de su falta» (Sab 10. 1). En todo caso el Génesis muestra
ya esta bondad en acción: preserva
a Noé y a su familia de la universal
corrupción y de su castigo (Gén
6, 5-8), a fin de crear con él, por decirlo así, un universo
nuevo (8,17.21s, comparados
con 1,22.28; 3,17); sobre todo, cuando «las naciones, unánimes en su perversidad, fueron confundidas» (Sab 10,5), la bondad de Dios escogió a
Abraham y lo retiró del mundo pecador (Gén 12, 1; cf. Jos 24,2s.14),
a fin de que «por él sean benditas todas las naciones de la tierra»
(Gén 12,2s, que responde visiblemente a las maldiciones de Gén 3,14ss).
EL PECADO DE ISRAEL. Como el pecado marcó los orígenes de la historia
de la humanidad, marca también el de la historia de Israel. Desde su nacimiento revive éste el drama de Adán. A su vez aprende por su propia experiencia y nos enseña lo que es el pecado.
Dos episodios parecen
particularmente instructivos.
1. La adoración del becerro de oro. Como Adán, y aun más gratuitamente si es
posible, Israel fue colmado de los beneficios
de Dios. Sin mérito alguno por su parte (Dt 7,7; 9,4ss; Ez 16,2-5), en virtud del solo amor de Dios (Dt 7,8) –
pues Israel no era ni más ni menos «pecador»
que las otras naciones (cf. Jos
24,2.14; Ez 20,7s.18) -, fue escogido para ser el pueblo particular, privilegiado entre todos los pueblos de la tierra (Éx 19,5), constituido «hijo primogénito
de Dios» (4,22). Para liberarlo
de la servidumbre de Faraón y de la tierra del
pecado (la tierra en la que no se puede servir a Yahveh, según 5,1), Dios multiplicó los prodigios. Ahora bien, en el momento
preciso en que Dios «entra en
alianzas con su pueblo, se compromete con él entregando a Moisés «las tablas
del testimonio» (31,18),
el pueblo pide a Aarón: «Haznos
un dios que vaya a nuestra
cabeza» (32,1). No obstante las pruebas que Dios ha dado de su
«fidelidad», Israel lo halla demasiado
lejano, demasiado «invisible». No tiene fe en
él; prefiere a un diosa su alcance,
cuya ira pueda aplacar con «sacrificios», en todo caso un dios al que pueda transportar a su guisa, en lugar de verse obligado
a seguirlo y a obedecer
a sus mandamientos (cf. 40, 36ss). En lugar de «caminar
con Dios», querría que Dios caminara con él.
Pecado «original» de Israel, negativa
a obedecer, que más profundamente es una negativa a creer en Dios y a abandonarse a él, la primera que menciona Dt 9,7
y que se renovará en realidad con cada una de las innumerables rebeliones del «pueblo de dura cerviz». En particular, cuando más tarde Israel se vea tentado a
ofrecer un culto a los «baales» al lado del que tributaba
a Yahveh, será siempre porque se negará a ver en Yahveh al único «suficiente», el Dios del que
ha recibido la existencia, y a no servir más que a él (Dt 6,13; cf. Mt 4,10). Y
cuando san Pablo describa la malicia propia del pecado de idolatría
aun entre los paganos,
no vacilará en referirse a este primer pecado de Israel (Rom 1,23 = Sal 106,20).
2. Los «sepulcros de la concupiscencia». Inmediatamente después del episodio
del becerro de oro recuerda
Dt 9,22 otro pecado de Israel que san Pablo evocará también presentándolo como el tipo de los «pecados del desierto» (1Cor 10,6). El sentido del episodio es bastante claro. Al alimento
escogido por Dios y distribuido milagrosamente prefiere Israel un manjar de su elección:
«¿,Quién nos dará a comer carne?…
Ahora perecemos privados
de todo: nuestros
ojos no ven más que el
maná» (Núm 11,4ss). Israel se niega a dejarse guiar por Dios, a abandonarse a él, a aceptar
lo que en la mente de Dios debía constituir
la experiencia espiritual del desierto (Dt 8,3; cf. Mt 4,4). Su «concupiscencia» será satisfecha, pero, como
Adán, sabrá lo que cuesta al hombre sustituir por sus caminos los caminos de
Dios (Núm 11,33).
LA ENSEÑANZA DE LOS PROFETAS.
Tal es precisamente la lección
que Dios no cesará de repetirle
por sus profetas. Al igual que el hombre que pretende construirse él mismo no puede acabar sino en su ruina, así el pueblo de
Dios se destruye tan luego se desvía de los caminos que Dios le ha trazado: así aparece el pecado como el obstáculo por excelencia, en realidad el único, para la
realización del plan de Dios sobre Israel, para su reinado, para su
«gloria», concretamente identificada con la gloria de Israel,
pueblo de Dios. El
pecado del hombre adquiere una nueva dimensión: afecta no sólo al que peca, sino al pueblo entero. Cierto que en este sentido el pecado del jefe, del rey, del sacerdote reviste una responsabilidad particular y se comprende que sea
mencionado con preferencia; pero no exclusivamente. Ya el pecado de Akán había detenido el ejército
de todo Israel delante de Ai (Jos 7), y muy a menudo son los pecados del pueblo en su conjunto,
a los que los profetas
hacen responsables de las desgracias de la nación:
«No, la mano de Dios no es demasiado corta para salvar, ni su oído demasiado
duro para oír. Pero vuestras
iniquidades han zanjado un abismo entre vosotros y Dios» (Is 59,1s).
La denuncia del pecado. Así la predicación de los profetas consistirá en gran parte en denunciar el pecado, el de los jefes (p.e. 1Sa 3,11; 13,13s; 2Sa 12,1-15;
Jer 22,13) y el del pueblo: de ahí las enumeraciones de pecados, tan frecuentes en la literatura profética, de ordinario con referencia más o menos directa al Decálogo,
y que se multiplican con la literatura sapiencial (p.e. Dt 27, 15-26; Ez 18,5-9; 33,25s; Sal 15; Prov 6,16-19; 30,11-14). El pecado viene a ser una
realidad sumamente concreta,
y así nos enteramos de lo que es engendrado
por el abandono de Yahveh: violencias, rapiñas, juicios inicuos,
mentiras, adulterios, perjurios, homicidios, usura, derechos atropellados, en una palabra, toda clase de desórdenes sociales. La «confesión» inserta en Is 59 revela cuáles
son concretamente estas «iniquidades» que «han cavado un abismo entre el pueblo
y Dios» (59,2): «Nuestros pecados
nos están presentes
y conocemos nuestros yerros: rebelarse contra Yahveh y renegar de él, desviarse
lejos de nuestro Dios, hablar con mala fe y rebeldía
y mascullar en el corazón
palabras mentirosas. Se deja al lado el juicio y se relega a la justicia,
pues la buena fe tropieza en la plaza pública y la rectitud
no puede presentarse» (59,13s). Mucho antes
hablaba Oseas de la misma manera: «No hay sinceridad, ni amor, ni conocimiento
de Dios en el país, sino perjurio
y mentira, asesinato
y robo, adulterio y violencia, homicidio
sobre homicidio» (Os 4,2; cf. Is 1,17; 5,8; 65,6s; Am 4,1; 5,7-15; Miq 2,1s).
La lección es capital: quien pretenda construirse a sí mismo, independientemente
de Dios, lo hará ordinariamente a expensas de otros, particularmente de los pequeños y de los débiles. El salmista lo pro-clama: «El hombre que no ha puesto
en Dios su fortaleza» (Sal 52,9) «medita el crimen sin cesar» (v. 4), mientras que «el justo se fía del amor
de Dios constantemente y para siempre» (v. 10). ¿Y no era ya esto lo que sugería el adulterio
de David (2Sa 12)? Pero de este episodio, que se sabe el lugar que ocupaba en la concepción judía del pecado (cf. el Miserere),
se desprende otra verdad no menos importante: el pecado del hombre no sólo
atenta contra los derechos de Dios, sino que, por decirlo así, le hiere en el corazón.
El pecado, ofensa de Dios. Cierto que el pecador no puede herir a Dios en sí mismo;
la Biblia tiene más que suficiente preocupación por la trascendencia divina para recordarlo cuando llega el caso: «Se hacen libaciones a dioses extranjeros para herirme. Pero ¿es acaso a mí a quien hieren? Oráculo
de Yahveh. ¿No es más bien a sí mismos para su propia confusión?» (Jer 7,19). «Si pecas, ¿qué le
haces? Si multiplicas tus ofensas, ¿le haces algún daño?» (Job 35,6).
Pecando contra Dios no logra el hombre sino destruirse
a sí mismo. Si Dios nos
prescribe leyes, no es en su interés,
sino en el nuestro, «a fin de que
seamos todos felices y vivamos»
(Dt 6,24). Pero el Dios de la Biblia no es el de Aristóteles, indiferente al hombre y al mundo.
Si el pecado no «hiere» a Dios en sí mismo, le hiere primero en la medida en que afecta a los que Dios ama. Así David, «hiriendo con la espada a Urías el hitita y
quitándole su mujer», se imaginaba
seguramente no haber ofendido más que a un hombre, y éste ni siquiera israelita: había olvidado que Dios se había
constituido garante de los derechos
de toda persona humana. En nombre de Dios
le hace comprender Natán que ha «despreciado a Yahveh» en persona y que
será castigado como corresponde (2Sa 12,9s).
Hay más. El pecado, «cavando
un abismo entre Dios y su pueblo» (Is 59,2), por
eso mismo alcanza a Dios en su designio de amor: «Mi pueblo ha cambiado su gloria
por la Impotencia… Me ha abandonado a mí, fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas que no conservan
el agua» (Jer 2,11ss),
A medida que la revelación bíblica vaya descubriendo las profundidades de este amor se podrá comprender
en qué sentido real puede el pecado «ofender»
a Dios: ingratitud del hijo para con un padre amantísimo (p.e. Is 64,7), y hasta para con una madre que no puede «olvidar
el fruto de sus entrañas,
aun cuando las madres lo olvidaran» (Is 49,15), sobre todo infidelidad de la esposa,
que se prostituye al primero que se presenta,
indiferente al amor constantemente fiel de
su esposo: «¿Has visto lo que ha hecho Israel,
la rebelde?… Yo pensaba: «Después de haber hecho todo esto volverá a mí»;
pero no ha vuelto… ¡Vuelve,
rebelde Israel!… Ya no tendré para ti un rostro severo,
pues soy miser1Cordioso» (Jer
3,7.12; cf. Ez 16; 23).
A este nivel de la revelación el pecado aparece esencialmente como violación
de relaciones personales, como la negativa del hombre a dejarse amar por un Dios
que sufre de no ser amado, al que el amor ha hecho, por decirlo así, «vulnerable»: misterio de un amor que sólo hallará su explicación en el NT.
El remedio del pecado. Los profetas denuncian
el pecado y hacen notar su
gravedad sólo para invitar más eficazmente a la conversión. En efecto, si el
hombre es infiel, Dios, en cambio, es siempre fiel; el hombre desdeña el amor
de Dios, pero Dios no cesa de ofrecerle este amor; todo el tiempo que el hombre
es todavía capaz de retorno,
le apremia Dios para que vuelva. Como en la parábola
del hijo pródigo, todo está ordenado a este retorno deseado, que se daba por supuesto: «Por eso voy a cerrar su camino con espinas,
obstruiré su ruta para
que no halle ya sus senderos; ella perseguirá a sus amantes y no los alcanzará, los buscará y no los hallará.
Entonces dirá: Quiero volver a mi primer marido, pues entonces era más feliz que ahora» (Os 2,8s; cf. Ez 14,11; etc.).
En efecto, si el pecado consiste en rechazar el amor, es claro que no se borrará, no se suprimirá, no se perdonará
sino en la medida en que el hombre consienta
en amar de nuevo; suponer un «perdón» que pueda dispensar
al hombre de volver
a Dios, equivaldría a querer que el hombre ame dispensándole a la vez de amar…. El amor mismo de Dios le impide por tanto no exigir este retorno. Si se proclama un «Dios celoso» (Éx 20,5; Dt 5,9; etc.), es que sus celos son efecto de su amor
(cf. Is 63,15; Zac 1,14); si pretende
procurar él solo la felicidad
del hombre creado a
su imagen, es que sólo él puede hacerlo. Las condiciones de este retorno se
hallarán indicadas bajo las rúbricas
expiación, fe, perdón, penitencia-
conversión. redención.
La primera condición
por parte del hombre consiste
evidentemente en que renuncie
a su
voluntad de independencia, que consienta en dejarse guiar por Dios, en
dejarse amar, con otras palabras,
que renuncie a lo que constituye el fondo mismo de
su pecado. Ahora bien, el hombre se hace cargo de que precisamente esto se
halla fuera de su poder. Para que se perdone al hombre no basta con que Dios
se digne no rechazar a la esposa infiel; hace falta más: «Haznos volver y
volveremos» (Lam 5,21). Dios mismo irá, pues, en busca de las ovejas dispersas (Ez 34); dará al hombre un «corazón nuevo»,
un «espíritu nuevo»,
«su propio Espíritu» (Ez 36,26s). Será «la nueva alianza», en que la ley no estará
ya inscrita en tablas de piedra, sino en el corazón de los hombres (Jet 31,31ss; cf. 2Cor 3,3). Dios no se contentará con ofrecer su amor y con exigir el
nuestro: «Yahveh, tu Dios, circuncidará tu corazón y el corazón
de tu posteridad, de modo que ames a Yahveh tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas» (Dt 30,6). Por eso el salmista,
confesando su pecado, suplica a Dios mismo que le «lave»,
le «purifique», «cree en él un corazón puro» (Sal 51),
persuadido de que la justificación del pecado reclama un acto estrictamente divino, análogo al acto creador.
Finalmente, el AT anuncia que esta
transformación interior del hombre que lo arranca
a su pecado se efectuará gracias a la oblación sacrificial de un siervo misterioso, cuya verdadera identidad no habría podido sospechar
nadie antes de la realización de la profecía.
LA ENSEÑANZA DEL NT. El NT revela que este siervo venido para «librar al
hombre del pecado» no es otro que el propio Hijo de Dios. No debe, pues, sorprender que el pecado no ocupe aquí menos lugar que en el AT, y sobre todo que
la revelación plena de lo que ha hecho el amor de Dios para acabar con el
pecado, permita descubrir
su verdadera dimensión
y a la vez su papel en el plan de
la Sabiduría divina.
1. Jesús y los pecadores.
a) Desde el comienzo
de la catequesis sinóptica vemos a Jesús en medio de los pecadores. En efecto, para ellos había venido, no para los justos (Mc 2,17).
Utilizando el vocabulario judío de la época les anuncia que sus pecados les
son «remitidos», condonados. No ya que asimilando así el pecado a una «deuda»
y hasta empleando a veces el
término (Mt 6,12; 18,23ss), entienda
sugerir que pueda ser perdonado por un acto de Dios que no exija en absoluto transformación del espíritu y del corazón del hombre. Jesús, como los profetas y como Juan Bautista (Mc 1,4), predica la conversión, un cambio radical del espíritu
que ponga al hombre en la disposición de acoger el favor divino, de dejarse
mover por Dios: «El
reino de Dios está próximo:
arrepentíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15).
En cambio, delante de quien rechaza la luz (Mc 3,29 p) o se imagina no tener necesidad de perdón, como el fariseo
de la parábola (Lc I8,9ss),
Jesús se siente impotente.
Por eso, también como los profetas, denuncia el pecado dondequiera que se halle, aun en los que se creen justos porque observan
las prescripciones de una
ley exterior. Porque el pecado está en el interior
del corazón, de donde «salen los
pensamientos malos, las fornicaciones, los hurtos, los homicidios, los adulterios,
las codicias, las maldades, el fraude, la impureza, la envidia, la blasfemia, la altivez,
la insensatez: cosas todas que salen de dentro y manchan al hombre» (Mc 7,21ss
p). Es que Jesús vino a «cumplir
la ley» en su plenitud,
muy lejos de abolirla
(Mt 5,17); el discípulo de Jesús no puede contentarse con «la justicia
de los escribas y de los fariseos» (5, 20); cierto que la justicia de Jesús se reduce
finalmente al solo precepto
del amor (7,12); pero el discípulo, viendo obrar a su maestro aprenderá
poco a poco lo que significa «amar» y correlativamente lo que es el pecado, negativa
al amor.
Y en particular
lo aprenderá oyendo a Jesús revelarle la inconcebible
misericordia de Dios para con el pecador. Pocos
pasajes del NT manifiestan mejor que
la parábola del hijo pródigo – por lo demás tan afina la enseñanza
profética – en qué sentido el pecado es una ofensa de Dios y cuán absurdo sería concebir
un perdón de Dios que no implicara
el retorno del pecador. Más allá del acto
de desobediencia que se puede suponer – aun cuando el hermano
mayor sólo hace alusión a ella para oponerla
a su propia obediencia -, lo que «contrista» al padre es la partida de su hijo, esa voluntad
de no ser ya hijo, de no permitir ya que
su padre le ame eficazmente: ha «ofendido» a su padre privándole de su presencia de hijo. ¿Cómo podría «reparar» esta ofensa si no es con su retorno, aceptando de nuevo que se le trate como a hijo? Por eso la parábola subraya
el gozo del padre. Fuera de tal retorno
no se puede concebir perdón alguno; o más bien el
padre había ya perdonado desde el principio, pero el perdón no afecta eficazmente
al pecado del hijo sino en el retorno y por el retorno de éste.
Ahora bien, esta actitud de Dios frente al pecado todavía la revela más Jesús
con sus actos que con sus palabras.
No sólo acoge a los pecadores con el mismo amor y con la misma delicadeza
que el padre de la parábola (p.e. Lc 7,36ss; 19,5;
Mc 2,15ss; Jn 8,10s), exponiéndose a escandalizar a los testigos de tal misericordia, tan incapaces de comprenderla como lo había sido el hijo mayor (Le
15,28ss). Además de esto actúa directamente contra el pecado: él el primero triunfa de Satán en la ocasión de la tentación; durante su vida pública arranca ya a los hombres a este influjo del diablo y del pecado que
constituyen la enfermedad de la posesión (cf. Mc • 1,23), inaugurando así el papel del
siervo (Mt 8,16s) antes de «entregar su vida como rescate» (Mc 10,45)
y «derramar su sangre, la sangre de la alianza,
por una multitud para remisión
de los pecados» (Mt 26,28).
El pecado del mundo. San Juan, aunque conoce la expresión tradicional de «remisión de los pecados» (Jn 20,23; 1Jn 2,12), habla más bien de Cristo que
viene a «quitar el pecado del mundo» (Jn 1,29). Más allá de los actos
singulares percibe la realidad misteriosa
que los engendra: un poder de hostilidad a Dios y a su reinado con el que se ve enfrentado
Cristo.
Esta hostilidad se manifiesta primero
concretamente en el repudio voluntario de la luz. El
pecado tiene la opacidad de las tinieblas:
«La luz vino al mundo y
los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas» (Jn 3,19). El pecador se opone a la luz porque la teme, «por temor de que
se descubran sus obras». La odia: «Todo el que hace el mal odia la
luz» (3,20). Ceguera voluntaria, ceguera amada, porque no se reconoce como tal:
«Si fuerais ciegos, estaríais sin pecado. Pero vosotros decís: Nosotros vemos. Vuestro pecado permanece» (9,40).
Una ceguera tan obstinada no se explica sino por el influjo perverso
de Satán. En efecto,
el pecado hace esclavos de Satán: «Todo el que comete el pecado es
esclavo» (Jn 8,34). Como el cristiano es hijo de Dios, el pecador es «hijo del diablo, pecador desde el principio» y «hace sus obras» (1Jn 3, 8-10). Ahora bien, entre estas obras señala Juan dos, el homicidio
y la mentira: «Desde el principio es homicida y no estaba establecido en la verdad porque en él no hay verdad; cuando dice sus mentiras
las saca de su propio fondo porque es mentiroso
y padre de la mentira» (Jn 8,44). Homicida
lo fue infligiendo la muerte al hombre (cf.
Sab 2,24) y también inspirando
a Caín que matara a su hermano (1Jn 3,12-15);
lo es actualmente inspirando
a los judíos que den muerte al que les dice la verdad:
«Vosotros queréis matarme
a mí, que os digo la verdad que he oído a Dios…
Vosotros hacéis las obras de vuestro padre y queréis
realizar los deseos de
vuestro padre» (Jn 8,39-44).
Homicidio y mentira,
por su parte, no se explican sino por el odio. A propósito del diablo 1a Escritura
hablaba de envidia (Sab 2, 24); Juan no vacila en nombrar al
odio: al igual que el incrédulo obstinado
«odia la luz» (Jn 3,20), así los judíos
odian a Cristo y a Dios, su padre (15,22s):
los judíos, es decir, el mundo
esclavizado por Satán, todo el que se niega a reconocer a Cristo. Y este odio acabará de hecho en el homicidio
del Hijo de Dios (8,37).
Tal es la dimensión de este pecado del mundo de que triunfa Jesús. Puede hacerlo porque él mismo no tiene pecado (Jn 8,46; cf. 1Jn 3. 5), es «uno» con Dios
su Padre (Jn 10,30), pura «luz» «en quien no hay tinieblas»
(1,5; 8,12), verdad sin huella alguna de mentira o de falsedad
(1,14; 8,40), finalmente, y sobre todo quizás, «amor», pues «Dios es amor» (Jn 4,8), y si durante
su vida no cesó de amar, su muerte será un acto de amor tal que no se pueda concebir otro mayor,
la «consumación» del amor (Jn 15,13; cf. 13,1; 19,30). Así esta muerte fue una victoria sobre «el príncipe de este mundo». Éste cree dirigir el juego; pero
contra Jesús no puede nada (14,30) y él es quien «es derrocado» (12,31). Jesús venció al mundo (Jn 16,33).
Lo que lo prueba, no es sólo el que Jesús pueda «volver a tomar la vida que ha dado» (Jn 10,17); quizá lo es todavía más el que haga partícipes
de su victoria a sus discípulos: el cristiano, hecho «hijo de Dios» por haber acogido a Jesús (1,12), «no comete el pecado porque ha nacido de Dios» (1Jn 3,9); más aún: en
tanto permanece en él la «semilla divina»,
es decir, probablemente, como se expresa san Pablo, «en tanto se deja mover por el Espíritu de Dios» (Rom 8,14s;
cf. Gál 5,16) «no puede pecar». En efecto, Jesús «quita el pecado del mundo»
precisamente comunicándole el Espíritu, simbolizado por el agua misteriosa que brotó del costado abierto del crucificado como la fuente de que hablaba Zacarías, «abierta a la casa de David para el pecado y la impureza
» (Jn 19,30-37; cf. Zac 12,10; 13,1). Cierto que el cristiano, aun nacido de Dios,
puede recaer en el pecado (1Jn 2,1); pero «Jesús se hizo propiciación por nuestros pecados» (Un 2,2) y comunicó
el Espíritu a los apóstoles
a fin de que pudieran «remitir
los pecados» (Jn 20,22s).
La teología del pecado según san Pablo. Merced a un vocabulario más rico puede Pablo distinguir
todavía más netamente el «pecado» (gr. hamartía, en singular), y los «actos pecaminosos», llamados con preferencia, fuera de las fórmulas
tradicionales, «faltas» (liter. «caídas»,
gr. paraptó ma) o «transgresiones (gr. parabasis),
sin querer por eso disminuir
lo más mínimo la gravedad de estos últimos.
Así el pecado cometido por Adán en el paraíso, del que se sabe la importancia que le da san Pablo, es
denominado sucesivamente «transgresión», «falta», «desobediencia» (Rom 5,14.17.19).
En todo caso, en su moral el acto pecaminoso
no ocupa ciertamente un puesto menor que en los Sinópticos, como lo muestran
las listas de pecados, tan frecuentes en sus epístolas: 1Cor 5,10s; 6,9s; 2Cor 12,20; Gál 5,19-21;
Rom 1,29- 31; Col 3,5-8; Ef 5,3; 1Tim 1,9; Tit 3,3; 2Tim 3, 2-5. Todos estos pecados
excluyen del reino de Dios, como se dice a veces explícitamente (1Cor 6,9; Gál 5,21).
Ahora bien, aquí se puede observar, exactamente como en las listas
análogas del AT, la relación
en que se ponen los desórdenes sexuales,
la idolatría y las injusticias sociales
(cf. Rom 1,21-32 y las listas de 1Cor, Gál, Col, Ef). Nótese igualmente la gravedad
atribuida por Pablo a la «codicia» (gr. pleonexía), ese pecado que consiste
en querer «poseer
siempre más», vicio que los antiguos latinos llamaban avaricia y que se asemeja mucho a lo que el Decálogo
(Éx 20,17) prohibía bajo el mismo nombre de «codicia»
(cf. Rom 7,7): Pablo no se contenta con relacionar este pecado con la idolatría, sino que lo identifica:
«esta codicia que es idolatría»
(Col 3,5; cf. Ef 5,5).
Más allá de los actos pecaminosos se remonta Pablo a su principio: en el
hombre pecador son la expresión
y la exteriorización de la fuerza hostil a Dios y a su reinado de que hablaba san Juan. El mero hecho de que Pablo le
reserve prácticamente el término de pecado (en singular) le da ya un relieve especial. Pero el Apóstol se aplica sobre toda a describir
ya su origen en cada uno
de nosotros, ya sus efectos,
con la suficiente precisión para ofrecer un esbozo de una verdadera teología
del pecado.
El pecado, presentado como un poder personificado, hasta el punto de parecer
a veces confundirse con el personaje
de Satán, el «Dios de este mundo» (2Cor 4,4), se distingue, sin embargo, de él: pertenece
al hombre pecador,
es algo interior a él. Introducido en el género humano por la desobediencia de Adán (Rom 5,12-19)
y como por repercusión, en el mismo universo material
(Rom 8, 20; cf. Gén 3,17),
el pecado pasó a todos los hombres sin excepción,
arrastrándolos a todos a la muerte
eterna separación de Dios, tal como la sufren los condenados en el
infierno; independientemente de la redención
forman todos según el dicho de
san Agustín – exacto con tal que se comprenda
bien- una massa damnata.
Y Pablo se complace
en describir por extenso esta situación del hombre «vendido
al poder del pecado»
(Rom 7,14), capaz todavía de «simpatizar» con el bien (7,16.22) y hasta de «desearlo» (7, 15.21), lo que prueba que no todo está en él corrompido,
pero absolutamente incapaz de realizarlo (7,18) y por tanto necesariamente destinado a la muerte eterna (7,24),
«salario», o mejor todavía,
«desemboque», «remate» del pecado (6,21-23).
Tales afirmaciones hacen que a veces se acuse al Apóstol de exageración y de pesimismo. Esto es olvidar que Pablo, al formularlas, hace abstracción de la
gracia de Cristo: su argumentación misma le fuerza a ello, dado que subraya
la universalidad del pecado y su tiranía con el solo fin de establecer la impotencia de la ley y de encarecer
la absoluta necesidad
de la obra liberadora de Cristo. Más aún: Pablo sólo recuerda la solidaridad de la humanidad
entera con Adán para
revelar otra solidaridad muy superior,
la de la humanidad entera con Jesucristo; en la mente de Dios Jesucristo, el antitipo, es primero (Rom 5,14); esto equivale a decir que el pecado de Adán y sus consecuencias sólo fueron permitidos porque Jesucristo debía triunfar
de ellos y con tal sobreabundancia que aun antes de
exponer las semejanzas
entre el papel del primer Adán y el del segundo (5, 17ss), tiene Pablo empeño en marcar las diferencias (5,15s).
En efecto, la victoria de Cristo sobre el pecado no es para Pablo menos
esplendente que para Juan. El cristiano justificado por la fe y el bautismo
(Gál 3,26ss; cf. Rom 3, 21ss; 6,2ss) ha roto totalmente con el pecado; muerto
al pecado, ha venido a ser, con Cristo muerto y resucitado, un ser nuevo (Rom
6,5), una «nueva criatura» (2Cor 5,17); no está ya «en la carne», sino «en
el Espíritu» (Rom 7,5; 8,9), si bien puede, todo el tiempo que vive en un «cuerpo
mortal», recaer bajo el imperio del pecado y «ceder a
sus concupiscencias» (6,12),
si se niega a «caminar
según el Espíritu» (8,4).
Dios no solamente
triunfa del pecado.
Su sabiduría «de infinitos recursos» (Ef 3,10) obtiene esta victoria
utilizando el pecado.
Lo que era el obstáculo por excelencia al reinado de Dios y a la salvación del hombre desempeña su papel en la historia de esta salvación.
En efecto, precisamente a propósito del pecado habla Pablo de la «sabiduría de Dios» (1Cor 1,21-24; Rom 11,33). Particularmente meditando sobre el pecado que fue sin duda para su corazón
la herida más punzante (Rom 9,2) y en todo caso un escándalo para su espíritu, la incredulidad de Israel, comprendió que esta infidelidad, por lo demás parcial y provisional (Rom 11,25), entraba
en el designio salvífico de Dios sobre el género humano y que «Dios no había incluido a todos los hombres en
la desobediencia sino para usar de misericordia con todos» (Rom 11,32; cf. Gál
3,22). Así exclama con una admiración llena de reconocimiento: «¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría
y de la ciencia de Dios ! ¡Cuán insondables son sus decretos y cuán incomprensibles sus caminos!» (Rom 11,33).
Pero este misterio
de la sabiduría divina que utiliza para la salvación
del hombre hasta su mismo pecado no se revela en ninguna parte más claramente
que en la pasión del Hijo de Dios. En efecto,
si Dios Padre «entregó a su Hijo» a la muerte
(Rom 8,32), fue para ponerlo en tales condiciones que pudiera realizar
el acto de obediencia y de amor más grande que se puede concebir,
y operar así nuestra redención pasando él el primero
de la condición carnal a la
condición espiritual. Ahora bien, las circunstancias de esta muerte, ordenadas a crear
las condiciones más favorables de tal acto, son todas efecto del pecado
del hombre: traición de Judas, abandono de los apóstoles,
cobardía de Pilato, odio
de las autoridades de la nación judía, crueldad de los verdugos,
y más allá del drama visible, nuestros propios pecados, para cuya expiación
muere. Para que pudiera amar como ningún hombre ha amado jamás, quiso Dios que su Hijo se hiciera vulnerable al pecado del hombre,
que fuera sometido
a los efectos maléficos del poder de muerte que es el pecado,
a fin de que nosotros
fuésemos, gracias a este acto supremo de amor, sometidos a los efectos benéficos del poder de vida que es la justicia
de Dios (2Cor 5,21). Tan cierto es que «Dios hace que todo concurra al bien de los que le aman» (Rom 8,28), todo, incluso el pecado.
Todos
los derechos: Vocabulario de teología
bíblica, X. Léon-Dufour