Voluntad de Dios

La voluntad de Dios, en su objeto esencial, coincide con su designio. «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1Tim 2,4), escribe san Pablo recapitulando los oráculos proféticos y el mensaje de Jesús. Todas las manifestaciones de la voluntad divina a lo largo de la historia se reúnen así en un plan de conjunto que las coordina, en un designio de sabiduría; sin embargo, cada una de ellas atañe a un acontecimiento particular, y precisamente para aceptar el dominio de Dios sobre este acontecimiento ora el hombre: «¡Hágase tu voluntad!» Así la historia ya pasada revela el designio de Dios en su carácter eterno; así también el hombre, cuando se somete a la voluntad de Dios, se vuelve hacia el porvenir con confianza, pues sabe de antemano que es guiado por Dios.

Esta voluntad de Dios adopta una forma particular cuando se manifiesta en relación con el hombre, pues éste debe conformarse con ella interiormente, cumplirla libremente. Se le presenta no como una fatalidad, sino como un llamamiento, un mandamiento, una exigencia; la ley agrupa el conjunto de las voluntades divinas claramente expresadas. La ley, sin embargo, tiene un aspecto estático, pues adopta la forma de institución. Hay que hacer un esfuerzo para descubrir a través de ella esta voluntad personal que a cada instante es un acontecimiento, suscita por parte del hombre una respuesta, inicia un diálogo. La voluntad de Dios vista desde este ángulo es muy afín a su palabra, que es acto no menos que enunciado. La voluntad de Dios es en primer lugar un acto que revela su beneplácito. Como tal no se identifica sencillamente con el designio de Dios, que la recapitula en un plan de conjunto, ni con su ley, que la traduce en forma práctica. Otros artículos tratan en detalle de las diversas manifestaciones de la voluntad divina: elección, evocación, liberación, promesas, castigos, salvación… Aquí hay que mostrar cómo la voluntad de Dios, que se cumple en el cielo, debe cumplirse también en la tierra (Mt 6,10); voluntad de salvación, en sí misma eficaz, se encuentra con la voluntad del hombre a la que no quiere suplantar, sino hacer perfecta: para llegar a ello es preciso que Dios triunfe de la maldad del hombre y obtenga la comunión de las voluntades.

AT. Desde los orígenes aparece la voluntad del creador a los ojos de Adán bajo un doble aspecto. Por una parte es una bendición gene-rosa que va acompañada de la soberanía sobre los animales y de la presencia de una compañera ideal; por otra parte es una limitación aportada a la libertad humana: «No comerás…» (Gén 2,17). Entonces se inicia el drama: Adán, en lugar de reconocer en esta prohibición una prueba educadora destina a mantener su dependencia en el seno de una libertad real, la atribuye a una voluntad celosa de su supremacía y desobedece (3,5ss). Cuando se inicia el diálogo por iniciativa de Dios (3,9), la voluntad divina se ha convertido para la serpiente en maldición (3,14), para el hombre y la mujer anuncio de castigo iluminado por una perspectiva de victoria final (3,15-19). Tal es el fondo sobre el que se plantea el problema de la voluntad de Dios en el AT.

DIOS REVELA SU VOLUNTAD. Desde ahora la voluntad de Dios no se manifiesta ya a la humanidad pecadora en forma inmediata y universal. Se comunica en particular a un pueblo elegido por medio de intervenciones de Dios en la historia y por el don de la ley.

A lo largo de la historia. En primer lugar por las altas gestas de Dios es como Israel aprende a conocer la voluntad miser1Cordiosa y amante de Yahveh. Éste está resuelto a liberar a Israel esclavo en Egipto (Éx 3,8) llevándolo sobre alas de águila (Éx 19,4), pues ha tenido a bien hacer de él su propio pueblo (1Sa 12, 22). Después de la prueba del exilio quiere asimismo reconstruir a Jerusalén y reedificar el templo, aunque sea con la ayuda de un pagano (Is 44,28); Israel debe por tanto reconocer que Dios no quiere la muerte sino la vida (Ez 18,32), no la desgracia sino la paz (Ter 29,11). Una voluntad así expresada es signo de amor.

El don de la ley es igualmente signo de amor, pues ayuda a Israel a comprender a cada instante la palabra, expresión de la voluntad de Dios, está «muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la pongas en práctica» (Dt 30,14). Los salmistas cantaron la experiencia de este contacto con la voluntad divina, fuente de delicias incomparables (Sal 1,2). En la literatura postexílica se mostrará en Tobías al que fue bendito «por la voluntad de Dios» (Tob 12,18); y la oración se eleva ferviente: «Enséñame a hacer tus voluntades» (Sal 143,10).

En la reflexión inspirada. Los profetas, sabios y salmistas, con el fin de mejor adorar esta voluntad cuya trascendencia sienten, acentúan sucesivamente tal o cual aspecto de la misma.

Independencia soberana en primer lugar. «Dios decide, ¿quién le hará cambiar? Lo que ha proyectado, lo cumple» (Job 23,13). La palabra que él envía a la tierra «hace todo lo que quiere» (Is 55,11), incluso si se trata de destruir (Is 10, 23). Dios obra según su voluntad, no ya según algún consejero humano (Is 40,13). Tales afirmaciones, constantes en la Biblia, expresan a la vez la omnipotencia de Dios y su plena independencia. Creador, tiene todo poder en el cielo y en la tierra, y las fuerzas de la naturaleza están a sus órdenes (Sal 135,6; Job 37,12; Eclo 43,13-17); dueño de su obra, dirige incluso el movimiento del corazón del hombre (Prov 21,1) y da los reinos a quien le place (Dan 4, 14.22.29); eleva o abaja a quien quiere (Tob 4,19). El hombre frente a la soberana independencia que a veces le parece arbitraria (Ez 18,25), podría verse tentado a rebelarse, como Adán. Entonces la Escritura, volviendo a la imagen del alfarero que dispone a su talante de la arcilla, recuerda al hombre su radical dependencia como criatura: «¿Quién resiste a la voluntad de Dios? ¡Oh hombre! ¿qué tienes tú verdadera-mente para disputar con Dios?» (Rom 9,19ss; cf. Jer 18,1-6; Is 29, 16; 45,9; Eclo 33,13; Sab 12,12). La criatura debe humildemente adorar la voluntad de su creador dondequiera que se manifieste.

Sabiduría de la voluntad divina. La adoración del misterio no reposa en una abdicación de la inteligencia, sino en una fe profunda en la justicia de Dios, en un conocimiento del consejo, del designio, de la sabiduría, que presiden la ejecución de su voluntad. Ningún entendimiento humano puede concebirla (Sab 9,13), pero la Sabiduría da su inteligencia a quien se lo ruega (9,17). Entonces se reconoce que «el plan de Dios, los pensamientos de su corazón permanecen de edad en edad» (Sal 33,11), a diferencia de los de los hombres (Prov 19,21).

Voluntad benévola, en fin, expresada por los términos de benevolencia, de beneplácito, de complacencia, de favor gracioso. «Querer a alguien», en hebreo como en otras lenguas (v. g. en español), es amarlo. En este sentido Dios «quiere» a su siervo (Is 42,1), a su pueblo (Sal 44, 4), a los justos (Sal 22,9). Y en sus elegidos ama, quiere la misericordia, el perdón (Miq 7,18), la bondad (Os 6,6; Jer 9,23; Is 58,5ss).

EN CONFLICTO CON LA NEGATIVA DEL HOMBRE. Ahora bien, la voluntad divina de amor topa con la voluntad pecadora del hombre: la historia de Adán es siempre actual. Escuchemos, por ejemplo, al profeta Amós. Para Israel infiel la voluntad de bendición se convierte en voluntad de castigo (p.e. Am 1,3.6…): es el precio de la elección (3,2); si el hombre no reconoce todavía a su Señor (4,6- 11), debe prepararse al castigo definitivo (4,12). La amenaza del endurecimiento pesa entonces sobre él. Dios, en cambio, no se endurece en su voluntad de castigo: está siempre pronto a «convertirse» de su decisión, a cambiar de voluntad (Jer 18,1-12; Ez 18; cf. Éx 32, 14; Jon 3,9s); anuncia que por lo menos un resto sobrevivirá (Is 6, 13; 10,21). Se complace en ver «al pecador desviarse de su conducta y vivir» (Ez 18,23).

Esta voluntad no sería más que una intención sin eficacia si Dios mismo no tomara en su mano la causa del pecador. Va, pues, a solicitar desde el interior la voluntad de su esposa infiel (Os 2,16), hará que Israel camine según sus voluntades dándole un corazón nuevo (Ez 36,26s; cf. Jer 31,33). Con este fin suscita a un siervo cuyo oído despierta cada mañana (Is 50,5) para hacerlo capaz de obedecer a su voluntad (Sal 40,8s); por eso, gracias al siervo, «lo que agrada a Yahveh se cumplirá» (Is 53, 10). Por lo demás no será a costa de una violencia, a no ser la del amor: el amado no despierta a la esposa hasta que ella quiera (Cant 2,7; 3, 5; 8,4). Pero cuando ella quiera re-tornar a su esposo (Os 2,17s) merecerá ser llamada por Dios mismo: «En ella me complazco» (Is 62,4).

NT. Ya al alborear del NT María, sierva del Señor colmada de gracia, acoge la voluntad divina con humilde sumisión (Lc 1,28.38). En cuanto a Jesús, el justo por excelencia, viene al mundo «para hacer ¡oh Dios! tu voluntad» (Heb 10,7.9); todavía mejor que David es «el hombre según el corazón de Dios que cumplirá todas sus voluntades» (Act 13,22).

CRISTO Y LA VOLUNTAD DE DIOS. 1. Jesús revela las preferencias de su Padre. Contra los espíritus malhumorados de los fariseos que querían estrechar el corazón de Dios proclama Jesús la absoluta libertad de Dios en sus dones. Esta libertad de amor se expresa en la parábola del buen amo de la viña: «Quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo hacer lo que quiero de mis bienes? ¿O has de ver con mal ojo que yo sea bueno?» (Mt 20, l4s). Así Dios, en su beneplácito, ha reservado a los pequeñuelos la revelación mesiánica (11,25) y otorgado al pequeño rebaño el don del reino (Lc 12,32). Pero sólo entrarán en él los que hagan la voluntad de su Padre (Mt 7,21), pues ellos solos constituyen su familia (12,50).

2. Jesús cumple la voluntad de su Padre. En el cuarto evangelio no habla Jesús de la voluntad de su Padre (como en Mt), sino de la voluntad «del que me ha enviado». Esta voluntad de Dios constituye una misión Jesús se alimenta de ella (Jn 4,34); no busca otra cosa (5,30), pues hace todo lo que agrada a aquel que le ha enviado (8,29). Ahora bien, esta voluntad es que a todos los que vienen a él les dé la resurrección y la vida eterna (6,38ss). Si bien esta voluntad se presenta a él bajo la forma de un «mandamiento» (10,18), en ella ve él ante todo la señal de que «el Padre le ama» (10,17). La obediencia del Hijo es comunión de voluntad con el Padre (15,10).

Esta adhesión perfecta de Jesús a la voluntad divina no suprime, sino que hace comprensible la dolorosa concordancia que presentan los sinópticos en el transcurso de la pasión.

En Getsemaní percibe Jesús sucesivamente en su aparente contradicción «lo que yo quiero» y «lo que tú quieres» (Mc 14,36); pero supera el conflicto orando instantemente a su Padre: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42). Consiguientemente, en el aparente abandono por el Padre continuará sintiéndose «amado» (Mt 27,43 = Sal 22,9). Durante su vida terrena no logró Jesús hacer lo que hubiera deseado hacer: reunir a los hijos de Jerusalén (23,37), pero con su voluntad de sacrificio encendió el fuego en la tierra (Lc 12,49).

«¡HÁGASE TU VOLUNTAD!» Desde que en Jesús se realizó la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo puede el cristiano estar seguro de ser escuchado en su oración dominical (Mt 6,10). Debe también como auténtico discípulo reconocer y practicar esta voluntad.

Discernimiento de la voluntad de Dios. El discernimiento y la práctica de la voluntad divina se condicionan mutuamente: hay que cumplir la voluntad de Dios para apreciar la doctrina de Jesús (Jn 7,17), pero por otra parte hay que reconocer en Jesús y en sus mandamientos los mandamientos mismos de Dios (14,23s). Esto depende del misterio del encuentro de las dos voluntades, la del hombre pecador y la de Dios: para ir a Jesús hay que ser «atraído» por el Padre (6,44), atracción que según la palabra griega es a la vez violencia y deleite (que funda la expresión de san Agustín? «Deus intimior intimo meo»). Para discernir la voluntad de Dios no basta conocer la letra de la ley (Rom 2,18); hay que adherirse a una persona, lo cual no puede hacerse sino por el Espíritu Santo dado por Jesús (Jn 14,26).

Entonces el juicio renovado permite «discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le place, lo que es perfecto» (Rom 12, 2). Este discernimiento no atañe solamente a la vida cotidiana; desembocan en el «pleno conocimiento de su voluntad, sabiduría e inteligencia espiritual» (Col 1,9): tal es la condición de una vida que agrade al Señor (1,10; cf. Ef 5,17). La oración misma no puede ser sino una oración «según su voluntad» (1Jn 5,14), y la fórmula clásica «si Dios quiere» adquiere muy diversa resonancia (Act 18,21; 1Cor 4,19; Sant 4,15), pues supone una referencia constante al «misterio de la voluntad de Dios» (Ef 1,3-14).

Practicar la voluntad de Dios. ¿De qué sirve conocer lo que quiere el maestro, si no se lo quiere en la práctica (Lc 12,47; Mt 7,21; 21,31)? Esta «práctica» constituye propiamente la vida cristiana (Heb 13,21), contrariamente a la vida según las pasiones humanas (1Pe 4,2; Ef 6,6). Más exactamente, la voluntad de Dios para con nosotros es santidad (1Tes 4,3), acción de gracias (5,18), paciencia (1Pe 3,17) y buena conducta (2,15).. Esta puesta en práctica es posible, pues «Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Entonces hay comunión de las voluntades, acuerdo entre la gracia y la libertad.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Vocación

Las escenas de vocación son de las páginas más impresionantes de la Biblia. La vocación de Moisés en la zarza ardiente (Éx 3), la de Isaías en el templo (Is 6), el diálogo entre Yahveh y el joven Jeremías (Jer 1) ponen en presencia a Dios en su majestad y en su misterio y al hombre en toda su verdad, en su miedo y en su generosidad, en su poder de resistencia y de acogida. Para que estos relatos ocupen tal lugar en la Biblia es preciso que la vocación sea un momento de importancia en la revelación de Dios y en la salvación del hombre.

LAS VOCACIONES Y LAS MISIONES EN EL AT. Todas las vocaciones en el AT tienen por  objeto misiones: si Dios llama, es para enviar; a Abraham (Gén 12,1), a Moisés (Éx 3,10.16), a Amós (Am 7,15), a Isaías (Is 6,9), a Jeremías (Jer 1,7), a Ezequiel (Ez 3,1.4) les repite la misma orden: ¡Ve! La vocación es el llamamiento que Dios hace oír al hombre que ha escogido y al que destina a una obra particular en su designio de salvación y en el destino de su pueblo. En el origen de la vocación hay por tanto una elección divina; en su término, una voluntad divina que realizar. Sin embargo, la vocación añade algo a la elección y a la misión: un llamamiento personal dirigido a la conciencia más profunda del individuo y que modifica radicalmente su existencia, no sólo en sus condiciones exteriores, sino hasta en el corazón, haciendo de él otro hombre.

Este aspecto personal de la vocación se traduce en los textos: a menudo se oye a Dios pronunciar el nombre de aquel a quien llama (Gén 15,1; 22,1; Éx 3,4; Jer 1,11; Am 7,8; 8,2). A veces, para indicar mejor su toma de posesión y el cambio de existencia que significa, da Dios a su elegido un nombre nuevo (Gén 17,1; 32,29; cf. Is 62,2). Y Dios aguarda una respuesta a su llamamiento, una adhesión consciente, de fe y de obediencia. A veces esta adhesión es instantánea (Gén 12,4; Is 6,8), pero con frecuencia el hombre es invadido por el miedo y trata de evadirse (Éx 4,10ss; Jer 1, 6; 20,7). Es que la vocación normal-mente pone aparte al llamado y hace de él un extraño entre los suyos (Gén 12,1; Is 8,11; Jer 12,6; 15,10; 16,1-9; cf. 1Re 19,4).

Este llamamiento no se dirige a todos a los que Dios escoge como sus instrumentes: los reyes, por ejemplo, si bien son los ungidos del Señor, no oyen tal llamamiento: Samuel, por ejemplo, es quien informa a Saúl (1Sa 10,1) y a David (16,12). Tampoco los sacerdotes deben su sacerdocio a un llamamiento recibido de Dios, sino a su nacimiento. El mismo Aarón, aun cuan-do Heb 5,4 lo designa como «llamado por Dios», no recibió este llamamiento sino por intermedio de Moisés (Éx 28,1) y nada se dice de la acogida interior que le hizo. Aun-que no lo diga explícitamente la epístola a los Hebreos, no será infidelidad a su pensamiento ver en este llamamiento un signo de la inferioridad, incluso en Aarón, del sacerdocio levítico en relación con el sacerdocio de aquel a quien Dios de hecho hizo oír directamente su palabra: «Tú eres mi hijo… Tú eres sacerdote… según el orden de Melquisedec» (Heb 5,5s).

VOCACIÓN DE ISRAEL Y VOCACIÓN DE JESUCRISTO. ¿Recibió Israel una vocación? En el sentido corriente de la palabra es evidente que sí. En el sentido preciso de la Biblia, aun cuando un pueblo no puede evidentemente ser tratado como una persona singular y tener sus reacciones, Dios, sin embargo, obra con él como con las personas a quienes llama. Cierto que le habla por intermediarios, en particular por el mediador Moisés, pero, aparte esta diferencia impuesta por la naturaleza de las cosas, Israel tiene todos los elementos de una verdadera vocación. La alianza es en primer lugar un llamamiento de Dios, una palabra dirigida al corazón; la ley y los profetas están llenos de este llamamiento: «¡Escucha, Israel!» (Dt 4,1; 5,1; 6,4; 9,1; Sal 50,7; Is 1,10; 7, 13; Jer 2,4; cf. Os 2,16; 4,1). Esta palabra pone al pueblo en una existencia aparte, de la que Dios se hace garante (Éx 19,4ss; Dt 7,6) y le veda buscar apoyo en otro que en Dios (Is 7,4-9; cf. Jer 2,11ss). Finalmente, este llamamiento aguarda una respuesta, un compromiso del corazón (Éx 19,8; Jos 24,24) y de toda la vida. Tenemos aquí todos los rasgos de la vocación.

En cierto sentido es verdad que estos rasgos se hallan con plenitud en la persona de Jesucristo, el perfecto siervo de Dios, el que siempre escucha la voz del Padre y le presta obediencia. No obstante, el lenguaje propio de la vocación no es prácticamente utilizado por el NT a propósito del Señor. Si Jesús evoca constantemente la misión . que ha recibido del Padre, sin embargo, en ninguna parte se dice que Dios lo haya llamado, y esta ausencia es significativa. La vocación supone un cambio de existencia; el llamamiento de Dios sorprende a un hombre en su tarea habitual, en medio de los suyos, y lo orienta hacia un punto cuyo secreto se reserva Dios, hacia «el país que yo te indicaré» (Gén 22,1). Ahora bien, nada indica en Jesucristo la toma de conciencia de un llamamiento; su bautismo es a la vez una escena de investidura regia: «Tú eres mi Hijo» (Me 1,11) y la presentación por Dios del siervo en quien se complace perfectamente; pero aquí nada evoca las escenas de vocación: de un extremo al otro de los evangelios sabe Jesús de dónde viene y adónde va (Jn 8,14), y si va adonde no se le puede seguir, si su destino es de tipo único, no se debe esto a una vocación sino a su mismo ser.

VOCACIÓN DE LOS DISCÍPULOS Y VOCACIÓN DE LOS CRISTIANOS. Si Jesús no oye para sí mismo el llamamiento de Dios, en cambio multiplica los llamamientos a seguirle; la vocación es el medio de que se sirve para agrupar en torno suyo a los doce (Mc 3,13), pero también dirige a otros un llamamiento análogo (Mc 10,21; Lc 9,59-62); y toda su predicación tiene algo que comporta una vocación: un llamamiento a seguirle en una vida nueva cuyo secreto él posee: «Si alguien quiere venir en pos de mí…» (Mt 16,24; cf. Jn 7,17). Y si hay «muchos llamados, pero pocos elegidos», se debe a que la invitación al reino es un llamamiento personal al que algunos permanecen sordos (Mt 22,1-4).

La Iglesia naciente percibió inmediatamente la condición cristiana como una vocación. La primera predicación de Pedro en Jerusalén es un llamamiento a Israel semejante al de los profetas y trata de suscitar un movimiento personal: «¡Salvaos de esta generación extraviada!» (Act 2, 40). Para Pablo existe un paralelismo real entre él, «el Apóstol por vocación», y los cristianos de Roma o de Corinto, «los santos por vocación» (Rom 1,1.7; 1Cor 1,1s). Para restablecer a los corintios en la verdad les recuerda su llamamiento, pues éste es el que constituye la comunidad de Corinto tal como es: «Considerad vuestro llamamiento, pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne» (1Cor 1,26). Para darles una regla de conducta en este mundo cuya figura pasa, los invita a quedarse cada uno «en la condición en que le halló su llamamiento»(7,24). La vida cristiana es una vocación porque es una vida en el Espíritu, porque el Espíritu es un nuevo universo, porque «se une a nuestro espíritu» (Rom 8,16) para hacer- nos oír la palabra del Padre y despierta en nosotros la respuesta filial.

Dado que la vocación cristiana ha nacido del Espíritu y dado que el Espíritu es uno solo que anima a todo el cuerpo de Cristo, hay en medio de esta única vocación «diversidad de dones… de ministerios… de operaciones…», pero en esta variedad de carismas no hay en definitiva más que un solo cuerpo y un solo espíritu (1Cor 12,4-13). Dado que la Iglesia misma, la comunidad de . os llamados, es la Ekklesia, «la llamada», como también es la eklekte, «la elegida» (2Jn 1), todos los que en ella oyen el llamamiento de Dios responden, cada uno en su puesto, a la única vocación de la Iglesia que oye la voz del esposo y le responde: «¡Ven, Señor Jesús! » (Ap 22, 20).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Vergüenza

LAS SITUACIONES DE LA VERGÜENZA. El vocabulario de la vergüenza no tiene exactamente el mismo sentido en el lenguaje de las Escrituras y en el nuestro. Se acerca mucho a la noción de frustración, de decepción. Caer por el suelo, estar desnudo, retroceder, ser inútil, son para todos situaciones típicas de la vergüenza, pero en la Biblia este sentimiento se extiende a todo sufrimiento. Así la prueba misma del hambre (Ez 36,30) se formulará en términos de oprobio. Para el hombre bíblico, todo sufrimiento se vive bajo las miradas ajenas, acarrea por parte de los otros un juicio y, por tanto, se relaciona con la vergüenza. Por eso con frecuencia van juntas las nociones de vergüenza y de juicio, siendo el juicio el momento que, tanto en el transcurso de esta vida como en su término, revela ante los otros y a la luz divina la inanidad o la justeza de una esperanza.

Vergüenza y derrota. A sabiendas de todos se apoyaba uno en un auxilio exterior, en un plan, en un arma que se sustraen o que se revelan inoperantes. Cayendo, «se pierde la caras; se presta uno a las risas. La noción de vergüenza está, pues, asociada antitéticamente a la de apoyo (Sal 22,4ss: hebr. fiarse), de esperanza, de fe confiada, lo cual ex-plica su extensión. Es sabido que el justo se apoya en Dios; si esto se revelara ineficaz, tendría vergüenza. De ahí su reiterada oración: «ne confundar, ne erubescam…» (Sal 25, 2s; 22,6…; cf. Is 49,23). Viceversa, cuando los falsos apoyos, como el faraón (Is 20,5; 30,3ss) o los ídolos, cedan haciendo ver, en un juicio, su nada, los insensatos se ruborizarán confundidos (Is 1,29). «Retrocederán en la vergüenza» (Is 42,17: Sal 6,11; 70,4). Su humillación consistirá con frecuencia en ver triunfar al que pensaban haber visto (Sab 2, 20; 5,Iss) o ver algún día humillado (Sal 35,26).

Vergüenza y desnudez. La vergüenza de verse sin vestidos forma parte de los hechos misteriosos que el relato del paraíso hace remontar al primer pecado. Es el hecho de asomarse a la conciencia una soledad que proviene del desorden. Dejarlas desnudas será una vergüenza infligida como castigo a las muchachas de Israel o de otras partes (Ez 23,29; Is 47,1ss).

Vergüenza y esterilidad. El que no justifique con algún fruto su existencia ante los otros se halla en situación de oprobio. Éste es ante todo el caso de la que no da a luz (Lc 1,25; Gén 30,23), como también de la que se queda sola, sin marido (Is 4,1).

Vergüenza e idolatría. «Vergüenza» es casi un nombre propio del ídolo (de Baal: 2Sa 2,8 heb.). En efecto, éste es frágil e ilusorio, mentira y esterilidad (Sab 4,11; Is 41, 23s; 44,19), mientras que la mirada al rostro de Yahveh salva de la vergüenza (Sal 34,6).

EL JUSTO SALVADO DE LA VERGÜENZA. 1. Por Dios, por Cristo. El justo es atacado por la vergüenza: las gentes le vuelven la espalda (Is 53,3; Sab 5,4; Sal 69,8), se le identifica con la vergüenza (Sal 22,7; 109,25). Pero él pone el rostro de piedra (Is 50,7). Con frecuencia se halla en el NT el empleo de la ex- presión «no avergonzarse» u otras análogas en un sentido que implica una voluntad activa de creer, por tanto de obrar y de hablar, sin temer la vergüenza. El creyente debe contar con el oprobio (Mt 5,lls), pero no debe avergonzarse de Jesús ni de su palabra (Le 9,26). San Pablo (Rom 1,16; cf. 2Tim 1,8) no se avergüenza del Evangelio: aun cuando todavía aguarda el juicio que dará plena verificación a su esperanza, se atiene firmemente a esta esperanza obrando y hablando en conformidad con ella. Esta actitud es la parresia (gr.) o seguridad de sí (otros traducen orgullo) en el lenguaje y en la acción de un hombre liberado de la vergüenza por la fe. En la fe en Jesús se desecha la vergüenza: «esto me prometo de mi ardiente esperanza: nada me confundirá; por el contrario, conservaré toda mi seguridad y… Cristo será glorificado en mi cuerpo…» (Flp 1,20). En efecto, Jesús despreció el primero la vergüenza (Heb 12,2).

2. Por la caridad fraterna. El vocabulario paulino de la vergüenza es asombrosamente rico y atestigua su importancia en la sensibilidad del Apóstol. Pablo, como los hombres del AT, siente el aspecto social de sus pruebas (1Cor 4,13); gracias a ellas experimentará la caridad de los que no se avergonzarán de él (Gál 4,14); La Iglesia es un cuerpo, ninguno de cuyos miembros debe avergonzarse de otro (1Cor 12,23): Pablo lleva en sí el oprobio de Cristo (Heb 11,26), que llevó el nuestro y no se avergonzó de llamarnos hermanos (2,11): tal es la base de esta concepción de la caridad. La misma servirá de regla para con los que uno se vería tentado a despreciar (Rom 14,10).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Ver

Al paso que los ídolos «tienen ojos y no ven» (Sal 135,16), Dios ve «todo lo que está bajo el cielo» (Job 28, 24), en particular a «los hijos de Adán» (Sal 33,13s), cuyos «riñones y corazones sondea» (7,10). Pero para el hombre es «un Dios escondido» (Is 45,15), «al que nadie ha visto ni puede ver» (1Tim 6,16; 1,17; 1Jn 4, 12). Sin embargo, Dios se escogió un pueblo «al que se hizo ver» (Núm 14,14) hasta a aparecerle en la persona de su Hijo único (Jn 1,18; 12, 45) antes de introducirlo un día en el cielo para que «vea su rostro» (Ap 22,4).

AT. I. EL DESEO DE VER A DIOS. Ver a Dios «con los propios ojos» (Is 52,8) es el deseo más profundo del AT. La nostalgia del paraíso que domina toda la Biblia es en primer lugar la conciencia de haber perdido el contacto inmediato y familiar con Dios, es el temor permanente de su ira, pero es también la esperanza infatigable de descubrir su rostro y de verlo sonreír. Las dos grandes experiencias religiosas de Israel, la experiencia de la presencia de Dios en el culto y la experiencia de su palabra en los profetas están orientadas ambas hacia esta experiencia privilegiada: ver a Dios.

Las teofanías proféticas representan la cima de la existencia y de la misión de los profetas. Moisés y Elías conocieron esta experiencia en su forma más alta. Y sin embargo, a Moisés que pide a Dios: «Hazme ver tu gloria» (Éx 33,18), le responde el Señor aun escuchando su ruego: «Yo te cubriré con mi mano mientras paso…, me verás de espaldas, pero mi rostro no se puede ver» (33,22s). Elías, al aproximarse Yahveh, «se vela el rostro» y sólo oye una voz (1Re 19,13. Nadie puede ver a Dios si Dios no se da a ver. El privilegio de Moisés tiene algo de único, «mira la imagen de Yahveh» (Núm 12,8). Los profetas, a diversos niveles, pero muy inferiores, «en sueños y en visiones» (12,6), ven algo que no es de este mundo (Núm 24, 4.16; 2Par 18,18; Arel 9,1: Ez 1-3; Dan 7,1; etc.). También Abraham y Jacob conocieron experiencias semejantes (Gén 15,17; 17,1; 28.13), e igualmente Gedeón (Jue 6,11-24), Manoah y su mujer (13.2-23). Incluso los setenta ancianos de Israel tienen hasta cierto punto parte en el privilegio de Moisés y sobre la montaña «contemplan al Dios de Israel» (Éx 24,10), pero los LXX traducen: «vieron el lugar en que se hallaba Dios».

El culto, en los lugares en que Dios se ha hecho presente (Éx 20.24) suscita en los mejores el deseo de ver a Dios, de «buscar su rostro» (Sal 24,6), de «ver su suavidad» (27,4). «su poder y su gloria» (63,3), de mirar, aunque sea de lejos, al templo (Jon 2,5). La visión de Isaías, tan próxima a las teofanías que tuvo Moisés, hace coincidir la visión profética, centrada en una palabra y en una misión, y la visión cultual, centrada en la presencia (Is 6; cf. 2Par 18,18; Ez 10-11).

II. VER Y CREER. Si el deseo inextinguible de ver a Dios es satisfecho tan raras veces y tan parcialmente, es porque Dios es «un Dios oculto» (Is 45,15) que se revela a la fe. Para conocerle hay que escuchar su palabra y ver sus obras; porque en las maravillas de su creación «se deja ver lo que tiene de invisible» (Rom 1,20); viendo el cielo y la belleza de los astros resulta claro que sobrepuja infinitamente todo lo que el hombre puede imaginar (Is 40,25s). Sobre todo viendo las maravillas que ha desplegado para su pueblo (Ex 14,13; Dt 10,21; Jos 24,17), a través de signos, cuales no se han visto nunca (Ex 34,10), Israel «vio su gloria» (Ex 16,7); debió comprender que «Yahveh es único» (Dt 32, 39) y que si se ha oído su voz sin ver ninguna forma, es que nada en el mundo le es comparable ni la puede representar (Dt 4,12-20). Así, conocer a Dios es «ver sus altas gestas» y (comprender quién es» (Sal 46, 9ss; cf. Is 41,20; 42,18; 43,10), ver sus proezas y creer en él (Ex 14,31; Sal 40,4; Jdt 14,10). Pero, como los ídolos estúpidos, los hombres son sordos y ciegos (Is 42,18), «tienen ojos y no ven nada; oídos y no oyen nada» (Jer 5,21; Ez 12,2), tanto que los signos y los dones de Dios, que normalmente se hacen para iluminarlos, los endurecen en su ceguera; la predicación de los profetas acaba por «engravecer el corazón de este pueblo, por taparle los ojos para que sus ojos no vean… y su corazón no comprenda» (Is 6,10).

NT. I. DIOS VISIBLE EN JESUCRISTO. 1. En Jesucristo hace Dios ver las maravillas inauditas prometidas por los profetas (Is 52,15; 64,3; 66, 8) las cosas «nunca vistas» (Mt 9,33). Simeón puede partir en paz: «[sus] ojos han visto la salvación» (Lc 2,30). «Dichosos los ojos que ven», los gestos de Jesús: ven «lo que muchos profetas y justos desearon ver y no vieron» (Mt 13,16s); ven de cerca lo que Abraham vio «de lejos» (Heb 11,13) y de que ya se regocijaba, «el día» de Jesús (Jn 8,56). Son dichosos a condición de no escandalizarse de Jesús y de ver lo que sucede en realidad: «los ciegos ven… el Evangelio se anuncia…» (Mt 11,5s). Porque muchos, no obstante operar-se ante ellos tantos signos, no pueden creer (Jn 12,37) y son incapaces de ver (Mt 13,14s; Jn 12,40, cf. Is 6,9s). Para ellos la luz del mundo (Jn 8,12; 9,5) se convierte en tinieblas, la clarividencia se convierte en ceguera: «Si fuerais ciegos, no tendriais pecado; pero vosotros decís: «Nosotros vemos.» Vuestro pecado permanece» (Jn 9,39s).

2. Dios es visible en Jesucristo. No sólo los cielos se abren sobre el Hijo del hombre (Jn 1,51; cf. Mt 3, 16) y los misterios de Dios se revelan, la vida se da a los que creen en él (Jn 3,21.36), sino que la gloria misma de Dios, la que Moisés no había podido contemplar sino en forma pasajera y parcial (Ex 33,22s; 2Cor 3,11), irradia constantemente y sin velo de la persona del Señor (2Cor 3,18): «Nosotros vimos su gloria» (Jn 1,14). Ahora bien, «esta gloria es la del Hijo único» (1,14) y por eso «quien [le] ha visto, ha visto al Padre» (14,9; 1,18; 12,45).

II. VER A DIOS COMO ES. Ni siquiera la encarnación del Hijo de Dios puede colmar nuestro deseo de ver a Dios, pues Jesús en tanto no ha retornado a su Padre (Jn 14,12.28) no ha revelado todavía toda la gloria que le corresponde (17,1.5). Jesús debe desaparecer, volver al mundo invisible de donde viene, el mundo «de las realidades que no se ven» y que son la fuente de las que vemos (Heb 11,1s), el mundo de Dios. Por eso es necesario que no se le vea ya (Jn 16,10-19), que los hombres le busquen sin poderle encontrar (14, 19). Sin embargo, desde el seno mismo de ese mundo invisible de la gloria puede Jesús aparecer, «hacer-se ver» (1Cor 15,5-8; Act 13,31) a algunos testigos escogidos (Act 10,40s), comer y beber con ellos, probarles que sigue siendo exactamente el mismo que habían conocido, a fin de que, al verlo sustraído a sus miradas por su ascensión en la nube divina, puedan testimoniar que volverá tal como lo han visto desaparecer (Act 1,9ss). La esperanza cristiana no puede disociar estas dos esperas: unirse con el Señor para estar siempre con él (1Tes 4,17; Flp 1,23) y «ver a Dios» (Mt 5,8), «verle tal cual es» (1Jn 3,2), en su misterio inaccesible, dado enteramente a sus hijos.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Venganza

En el lenguaje de hoy, vengarse es castigar una ofensa devolviendo a otro mal por mal. En el lenguaje bíblico la venganza designa en primer lugar cierto restablecimiento de la justicia, una victoria sobre el mal. Si está siempre prohibido vengarse por odio del malvado, es, en cambio, un deber vengar el derecho atropellado. Sin embargo, el ejercicio de este deber evolucionó a lo largo de la historia: se sustrajo al individuo para confiarlo a la sociedad y, sobre todo, Dios se reveló poco a poco como el único vengador legítimo de la justicia.

1. El vengador de la sangre. En la sociedad nómada que formaba Israel en sus orígenes, los miembros del clan debían protegerse y defenderse mutuamente. En caso de homicidio un goel, «vengador de la sangre» (Núm 35,21), vengaba al clan matando al asesino. Al motivo de solidaridad se añadía la convicción de que la sangre derramada clama venganza (cf. Gén 4,10; Job 16.18). que ha profanado la tierra en que mora Yahveh (Núm 35,33s). Así debía salvaguardarse la justicia.

Israel, convertido en pueblo sedentario, conservó esta costumbre (cf. 2Sa 3,22-27). Pero su legislación (Éx 21, 12; Lev 24,17). aun considerando todavía al vengador de la sangre como justiciero (Núm 35,12.19), se cuida de regularizar el ejercicio de su derecho a fin de que esté prevenido contra los excesos de su ira (Dt 19,6). Ahora ya sólo a consecuencia de un homicidio voluntario (Dt 24,16) cae el homicida bajo los golpes del vengador de la sangre; además, debe haberse celebrado un proceso en la ciudad-refugio a que se haya trasladado el asesino (Núm 35,24.30; Dt 19). Así, poco a poco el derecho a la venganza pasa del individuo a la sociedad.

2. La venganza personal. La legislación israelita frena mediante la ley del talión (Éx 21,23ss; Lev 24,19; Dt 19,21) la pasión humana siempre pronta a devolver mal por mal; prohíbe la actitud de venganza ilimitada de los tiempos bárbaros (cf. Gén 4,15.24). Finalmente, suaviza incluso la ley del talión admitiendo en ciertos casos la posibilidad de compensación pecuniaria, principio reconocido en otros códigos orientales (Éx 21, 18s.26s). Sin embargo, el talión podía impedir que la conciencia se elevara progresivamente: el deseo de venganza, aun codificado por la justicia social, puede seguir ocupando el corazón del hombre. Era, pues, preciso, realizar también una educación de la conciencia.

a) Prohibición de vengarse. La ley de santidad ataca en su raíz al de-seo de venganza: «No tendrás en tu corazón odio contra tu hermano… No te vengarás y no guardarás rencor a los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,17s). Son célebres algunos ejemplos de perdón: el de José, que interpreta la persecución de que ha sido víctima como un designio de Dios que sabe sacar bien del mal (Gén 45, 3s.7; 50,19); el de David que no se venga de Saúl (1Sa 24,4s; 26,5-12) a fin de no poner la mano en el ungido de Yahveh. Sin embargo, el mismo David hace que se ejerza una venganza póstuma contra Simeí y contra Joab (1Re 2,6-46). En todo caso, el deber del perdón queda restringido a los hermanos de raza: así el libro de los Jueces no critica en modo alguno a Sansón por vengarse personalmente de los filisteos (Jue 15,3.7). Con los Sapienciales este deber tenderá a universalizarse y a profundizarse: «Quien se vengue experimentará la venganza del Señor… No guardes rencor a tu prójimo» (Eclo 28,1.7). El principio no excluye a nadie, a lo que parece.

b) El llamamiento a la venganza divina. El motivo por el cual el justo renunciará completamente a vengarse es su confianza en Dios: «No digas: Yo devolveré el mal; ten con-fianza en Yahveh y él te librará» (Prov 20,22). El justo no se venga, deja a Dios el cuidado de vengar la justicia: «Mía es la venganza, dice el Señor» (Dt 32,35). Así lo hace Jeremías perseguido cuando «confía a Dios su causa» (Jer 20,12); cierto que desea «ver la venganza divina» (II, 20), pero es porque ha identificado su causa con la causa de Dios (15,15). No desea el mal, sino la justicia; pero ésta sólo puede ser restablecida por Dios. Igualmente el salmista que, con énfasis semítico, desea «lavarse los pies en la sangre de sus enemigos» (Sal 58.11) y profiere contra ellos terribles imprecaciones (Sal 5,11; 137, 7s), está animado de una voluntad de justicia. Siempre es posible la ilusión acerca de la autenticidad de tal sentimiento, pero es innegable el valor religioso de la actitud. Coincide con la de Job: «Yo sé que mi defensor (goel) vive, que él, al fin, se levantará sobre la tierra» y hará justicia (Job 19.25).

3. El Dios vengador. Job tiene razón, y Jeremías también, pues Dios es el juez por excelencia que sondea los riñones y los corazones y retribuye a cada uno según sus obras; es el góel de Israel (Is 41,14). Consiguientemente el día del Señor puede llamarse «día de la venganza» (Jer 46,10): Dios vengará entonces la justicia; vengará también su honra, y en este sentido puede decirse que sólo Dios «se» puede vengar. Justicia, salvación, venganza: esto es lo que aportará el día del Señor (Is 59, 17s). En la medida en que Israel es fiel a la alianza puede, pues, apelar de la injusticia de los jueces humanos a su góel, al «Dios de las venganzas» para que aparezca y juzgue a la tierra (Sal 94). Si esto no es todavía perdonar en cristiano, es por lo menos aguardar, con humilde su-misión al Señor, el día de su visita.

4. Cristo y la venganza. Este día llegó cuando Jesús derramó su sangre: entonces la suprema injusticia de los hombres reveló la justicia infinita de Dios. En adelante el comportamiento del creyente será transformado radicalmente por el ejemplo de Cristo que «insultado, no devolvió el insulto» (1Pe 2,23). Jesús no sólo instaura una ley nueva que cumple o consuma el principio del talión, sino que prescribe que no se resista al malvado (Mc 5,38-42). No condena la justicia de los tribunales humanos, de la que Pablo dirá que está encargada de ejercer la venganza divina (Rom 13,4); pero exige de su discípulo el perdón de las ofensas y el amor de los enemigos. Sobre todo insinúa que sólo el que es capaz de soportar la injusticia personal no cometerá con otros injusticia. Desde ahora no basta ya remitirse a la venganza divina, sino que hay que «vencer el mal con el bien» (Rom 12, 21): así «se ponen carbones ardientes sobre la cabeza del enemigo», colocándole en una situación imposible que le induce a cambiar su odio en amor.

Si bien por la sangre de Cristo se cumplió toda justicia, no es menos cierto que todavía no ha llegado el último día. El amor tiene en la tierra sus fracasos. Aun después de Jesús hay cristianos que mueren víctimas de una injusticia violenta. Si perdonan a sus verdugos (Act 7,60), no por eso deja su sangre de clamar a Dios: «¿Hasta cuándo, Señor santo y verdadero, tardarás en hacer justicia, en tomar venganza de nuestra sangre en los habitantes de la tierra»? (Ap 6,10; cf. 16,6; 19,2). Pero esta venganza final de la justicia por el Dios-juez tendrá por resultado acabar para siempre con la maldición (22,3).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Unción

Según los hebreos, el aceite penetra profundamente en el cuerpo (Sal 109, 18), le da fuerza, salud, alegría y belleza. Se comprende que en el plano religioso se considerara a las unciones de aceite como (I) señales de alegría o de respeto; se utilizaron también como ritos (II) de curación o (III) de consagración.

I. LA UNCIÓN, SIGNO DE ALEGRÍA O DE HONOR. 1. El aceite, sobre todo el aceite perfumado, es un símbolo de alegría (Prov 27,9; cf. Ecl 9,8) y así se utilizaba especialmente en las festividades (Am 6,6). Deber privarse de toda unción era una desgracia (Dt 28,40; Miq 6,15); esta privación, unida al ayuno, era señal de luto (Dan 10,3; cf. 2Sa 12,20). Sin embargo, Jesús prescribe al que ayuna que se unja la cabeza como para un festín (Mt 6,17), para que su penitencia no se exhiba delante de los hombres.

La imagen de la unción servía para expresar el gozo del pueblo de Israel reunido en Jerusalén para las grandes fiestas (Sal 133,2), o el consuelo aportado a los afligidos de Sión después del exilio (Is 61,3); formaba igualmente parte de la descripción del festín mesiánico: «sobre esta montaña beberán el gozo, beberán vino: con aceite perfumado se ungirán sobre esta montaña» (Is 25, 6s LXX). Sobre todo en este contexto de gozo mesiánico se repite la fórmula «el aceite de alegría» (Is 61,3; Sal 45,8; Heb 1,9).

2. Derramar aceite sobre un huésped era una muestra de honor. La expresión aparece en los salmos para figurar la abundancia de los favores divinos: «Delante de mí preparas una mesa frente a mis adversarios; con una unción perfumas mi cabeza» (Sal 23,5; cf. 92,11). Dos veces refieren los evangelios que una mujer tributó a Jesús este homenaje. Fue primero la pecadora, en casa de Simón el fariseo: mientras que éste, del que Jesús era huésped, no había derramado aceite sobre su cabeza, la mujer le ungió los pies con perfume (Lc 7,38. 46). La víspera de la entrada en Jerusalén, María, hermana de Lázaro, repitió este testimonio de respeto ungiendo a Jesús con nardo de gran precio, con escándalo de los discípulos (Mt 26,6-13 p; Jn 12,1-8). Pero Jesús aprobó a María y dio a su acto un significado nuevo y profético, refiriéndolo al uso (Mac 16,1) de ungir los cadáveres con aromas; el gesto de la mujer venía a ser anticipación y signo del rito de sepultura que se practicaría sobre el cuerpo de Jesús después de su muerte en la cruz (Jn 19,40).

LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS Y DE LOS POSESOS, 1. También se utilizaba el aceite con el fin de curar a los enfermos, por ejemplo, para las heridas (Is 1,6), como lo hizo el buen samaritano (Lc 10,34); según Lev 14,10-32, con los leprosos curados se practicaban unciones de aceite como ritos de purificación. Cuando envió Cristo a los discípulos para predicar el reino de Dios, les confirió el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar toda enfermedad y toda dolencia (Mt 10,1; Lc 9,1s); cuando iban en misión hacían unciones de aceite a muchos enfermos y los curaban milagrosamente (Mc 6, 13). Estas unciones, practicadas por los apóstoles probablemente por consigna de Jesús, son el fundamento del rito de la unción de los enfermos en la Iglesia. La epístola de Santiago prescribe a los presbíteros que hagan en nombre del Señor una unción de aceite sobre el enfermo: «12. oración de fe salvará al paciente, y el Señor lo aliviará. Si ha cometido pecados, le serán perdonados» (Sant 5,15). Siendo la enfermedad consecuencia del pecado, la unción hecha «en nombre del Señor» realiza la «salvación» del mundo: le hace participar en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, ya por la curación, ya por el acrecentamiento de fuerzas para afrontar la muerte.

2. En Mc 6,13, la expulsión de los demonios está estrechamente ligada con la curación de los enfermos: ambos poderes taumatúrgicos eran signo del advenimiento del reino. Así diversas Iglesias practicaron en lo sucesivo sobre los catecúmenos ritos de unción como exorcismos antes del bautismo.

III. LA UNCIÓN-CONSAGRACIÓN. Las unciones de que habla el AT son en la mayoría de los casos ritos consacratorios.

1. Ciertos objetos del culto eran consagrados mediante unciones, en particular el altar (Éx 29,36s; 30, 26-29; Lev 8,10s), que por el mismo caso adquiría «una eminente santidad». Un rito análogo muy antiguo, probablemente cananeo, había sido practicado por Jacob: después de su visión nocturna erigió una estela conmemorativa y derramó aceite sobre su cima para marcar el lugar de la presencia divina: de ahí el nombre de Bethel, «casa de Dios» (Gén 28, 18; cf. 31,13; 35,14).

La unción real ocupa un lugar aparte entre los ritos de consagración. Se aplicaba por un hombre de Dios, profeta o sacerdote. Saúl (1Sa 10,1) y David (1Sa 16,13) fueron ungidos por Samuel; Jehú, por un profeta que había enviado Eliseo (2Re 9,6). Los reyes de Judá eran consagrados en el templo y ungidos por un sacerdote: Salomón recibió la unción de Sadoq (1Re 1,39), Joás, del sumo sacerdote Yehóyada (2Re 11,12). El sentido de este rito consistía en marcar con un signo exterior que estos hombres habían sido elegidos por Dios para ser instrumentos suyos en el gobierno del pueblo. El rey era el ungido de Yahveh. Con la unción venía a ser partícipe del espíritu de Dios, como se ve en el caso de David: «Samuel tomó el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. El espíritu de Yahveh se posesionó de David a partir de aquel día» (1Sa 16,13). Si la unción habilitaba al rey para su función y manifestaba exteriormente que había sido elegido por Dios para ser su servidor, se comprende que el nombre de ungido de Yahveh pudiera aplicarse metafóricamente a un rey pagano, Ciro (Is 45,1), pues fue él quien, poniendo fin a la cautividad de Babilonia, facilitó al pueblo elegido el retorno a Israel.

En la aplicación al Mesías es donde el tema de la unción real había de asumir toda su importancia. El título mismo de Mesías no es sino la transcripción de la palabra masiah, ungido. El Sal 2, que habla de Yahveh y de su ungido (v. 2), se interpretaba en la tradición judía y cristiana en sentido mesiánico (Act 4, 25ss). El judaísmo adoptó más y más la costumbre de dar al futuro libertador de Israel el nombre de mesías (= ungido), o el de rey-mesías, derey de Israel. Sin embargo Jesús, a causa de las resonancias demasiado terrenales de este nombre, no lo aceptó sino con reserva durante su vida pública, pues debía realizar su obra mesiánica por su pasión, su resurrección y su entrada en el reino celestial (Mt 16,13-21 p; 26,64 p). Pero después de su resurrección se dio explícitamente este título (Lc 24,26); en el momento de su ascensión a la diestra del Padre fue cuando recibió la unción real (Heb 1,9; cf. Sal 45, 8) y vino a ser con pleno derecho Señor y Mesías (Act 2,31; cf. Flp 2,11). Así este título, traducido al griego (khristos), iba a formar en la Iglesia una parte integrante del nombre del Señor (Jesucristo). En el NT el título de «Cristo» (ungido), evoca, pues, di- rectamente la obra de salvación llevada a cabo por Jesús y su unción regia en la ascensión; pero la tradición cristiana iba a ligar a este título la triple unción del Mesías, como rey, como sacerdote y como profeta.

Los sacerdotes y más especialmente el sumo sacerdote, son también ungidos. Por orden de Yahveh (Éx 29,7) confiere Moisés la unción a Aarón (Lev 8,12) y en las prescripciones destinadas al sumo sacerdote se llama varias veces a este último «el sacerdote consagrado por la unción» (p.e. Lev 4,5; 16,32). En otros pasajes la unción es conferida a los simples sacerdotes «hijos de Aarón» (p.e. Éx 28,41; 40,15; Núm 3,3). Sin embargo, estos diferentes textos pertenecen al código sacerdotal posterior al exilio. Es, por tanto, probable que durante la monarquía sólo se ungiera al rey; en la época del segundo templo, el sumo sacerdote, venido a ser el jefe del pueblo, recibiría la unción en su lugar; luego no tardarán en recibirla todos los sacerdotes. Alrededor del siglo primero la comunidad de Qumrán aguardaba no sólo un mesías de Judá (un rey), sino también un «ungido» oriundo de Leví, un mesías sacerdote.

Los profetas no eran ungidos con aceite; la unción de los profetas designa metafóricamente su investidura: Elías recibe la orden de ungir a Eliseo (1Ré 196), pero, en el momento del llamamiento de éste, el Tesbita se limitó a echarle por encima su manto comunicándole su espíritu (1Re 19,19; 2Re 2,9-15). El autor de Is 61, para explicar su misión profética, escribe: «El Espíritu del Señor está sobre mí, pues me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres» (Is 61,1).

La unción de Cristo. El NT hace mención de una sola unción de Jesús durante su vida terrena (en cuanto a la unción regia en su entronización celestial, cf. Heb 1,9), la que recibió en el bautismo: «Fue ungido del Espíritu Santo y de poder» (Act 10,38). Jesús mismo, aplicándose el texto de Is 61,1, explica esta unción como una unción profética para el anuncio del mensaje. Pero la comunidad apostólica, inspirándose en las palabras de Jesús (Me 10,38; Lc 12, 50), interpretaría el bautismo en la perspectiva de la muerte de Cristo (Act 4,27; cf. Rom 6,3s): la misión recibida a comienzos de la vida pública no era todavía sino una misión de predicación, la del siervo-profeta (Is 42,1-7); pero debía consumarse en el Calvario (cf. Un 5,6), en el sacrificio del siervo paciente.

6. También el cristiano recibe una unción (2Cor 1,21; Jn 2,20.27); sin embargo, no se trata de un rito sacramental (bautismo o confirmación), sino de una participación en la unción profética de Jesús, una unción espiritual por la fe. El catecúmeno, antes de recibir el sello del Espíritu en el momento del bautismo, ha sido ungido por Dios (2Cor 1,21; cf. Ef 4,30): Dios ha hecho penetrar en él la doctrina del Evangelio, ha suscitado en su corazón la fe en la palabra de verdad (cf. Ef 1,13). Por eso a esta palabra venida de Cristo la llama Juan «aceite de unción», (khrisma): «el aceite de unción», interiorizado por la fe bajo la acción del Espíritu (Jn 14,26; 16,13), «permanece en nosotros» (Jn 2,27), nos da el sentido de la verdad (v. 20s), nos instruye en todas las cosas (v. 27); así puede Juan decir que el cristiano no tiene necesidad de que se le enseñe: la esperanza de los profetas en la nueva alianza se realiza (Jer 31,34; cf. Is 11,9). Esta doctrina de la unción interior es importante en la tradición y en la espiritualidad cristianas. Clemente de Alejandría pone en boca de Cristo esta invitación y esta promesa a los paganos: «Yo os ungiré con el ungüento de la fe»; y san Bernardo considera como un rasgo distintivo de los hijos de Dios que «la unción los instruye en todas las cosas».

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Tristeza

La tristeza, contrariamente a la alegría (gozo) que está ligada a la salvación y a la presencia de Dios, es un fruto amargo del pecado que separa de Dios. Sus causas aparentes son variadas: una prueba que significa que Dios oculta su rostro (Sal 13,2s), una esposa que decepciona por su malicia (Eclo 25,23), un hijo mal educado (30,9s), un amigo traidor (37,2), la propia locura de uno (22,10ss) o su perversidad (36,20), la maledicencia de otros (Prov 25,23). La Biblia no se contenta con referir la continua decepción del hombre, condenado a «alimentarse de un pan de lágrimas» (Sal 80, 6), sin hallar consolador (Ecl 4,1); tras la inmensa pena de los hombres descubre el pecado que es su verdadera causa y muestra su remedio en el Salvador: si la tristeza viene del pecado, la alegría es fruto de la salvación (Sal 51,14).

AT. 1. Sentido común y tristeza. La revelación no se eleva de golpe a tales alturas; acusa también la reacción vulgar, de tipo estoico, que trata de esquivar la tristeza, aun sabiendo que sólo el temor del Señor asegura la alegría de la vida (Eclo 1, 12s). La tristeza deprime el corazón (Prov 12,25), abate el espíritu (15,13), deseca los huesos (17,22), todavía más que la enfermedad (18,14). Consiguientemente aconsejan los sabios: «No te abandones a tus ideas sombrías» (Eclo 30,21), «expulsa la tristeza que ha perdido a muchos» y los cuidados que hacen envejecer antes de tiempo (30,22). Desde luego, hay que «afligirse con los afligidos» (Eclo 7,34; cf. Prov 25,20); pero ante la pérdida de un ser querido no hay que lamentarse desmesuradamente: «consuélate una vez que ha partido su espíritu» (Eclo 38,16-23); el vino consuela no pocas amarguras (Prov 31,6s; Ecl 9,7; 10, 19); y si bien «toda alegría se cambia pronto en pesar» (Prov 14,13), no olvides «que hay tiempo para llorar y tiempo para reír» (Ecl 3,4). Estos consejos, por muy prosaicos que sean, pueden ayudar a desenmascarar el artificio que se insinúa solapadamente en la tristeza; preparan para una revelación más alta.

La tristeza, signo del pecado. En efecto, la historia de la alianza es en cierto respecto educación de Israel partiendo de la tristeza que causan los castigos merecidos: significa que se ha tomado conciencia de la separación de Dios. La sanción del pecado de idolatría en el Sinaí consiste en que Yahveh «no acompañará en persona» al pueblo; habrá que quitarse los vestidos de fiesta en señal de duelo y de separación (Éx 33,4ss). A la entrada de la tierra prometida (Jos 7,6s.11s), durante el período de los Jueces (Jue 2), se deja sentir el mismo ritmo: pecado, alejamiento de Dios, castigo, que engendra tristeza. Los profetas están encargados de revelar esta tristeza, denunciando la paz ilusoria del pueblo pecador; lo hacen primero dejándose sumergir ellos mismos en un abismo de tristeza. Jeremías es modelo, y sus propios gritos de dolor debieran ser los del pueblo: ante la guerra que se acerca (Jer 4,19), ante el hambre (8,18), la desgracia (9,1), es Jeremías la con-ciencia contrita del pueblo pecador (9,18; 13,17; 14,17). Vive separado del pueblo, en testimonio contra él (15,17s; 16,8s); Ezequiel también, pero al revés: no debe llorar por «la alegría de sus ojos», su mujer; hasta tal punto está endurecido el corazón de piedra de Israel (Ez 24,15-24).

La tristeza según Dios. Los profetas tienen también por misión procurar una verdadera compunción. En efecto, la tristeza se expresa con cantidad de gritos y gestos: ayuno (Jue 20,26), vestidos rasgados (Job 2,12), saco y ceniza (2Sa 12,16; 1Re 20,31s; Lam 2,10: Jl 1,13s; Neh 9, 1; Dan 9,3), gritos y lamentaciones (Is 22,12; Lam 2,18s; Ez 27,30ss; Est 4,3). Estas liturgias de penitencia merecen a veces ser estigmatizadas por los profetas (Os 6,1-6; Jer 3,21-4,22), porque si hay que llorar, no es tanto por los dones perdidos cuanto por la ausencia del Señor (Os 7,14), a condición de ser fieles a la ley (Mal 2,13), para expresar una auténtica contrición: «Desgarrad vuestros corazones, no vuestros vestidos» (Jl 2,12s). Entonces son valederas estas demostraciones (Neh 9, 6-37; Esd 9,6-15; Dan 9,4-19; Bar 1,15-3,8; Is 63,7-64,11); los llantos atraen la compasión de Dios (Lam 1,2; 2,11.18; Sal 6,7s); la tristeza es una confesión del pecador: «Señor, recoge mis lágrimas en tu odre» (Sal 56,9).

4. Tristeza y esperanza. El quebrantamiento del corazón no mata la esperanza, sino al contrario: recurre al Salvador que no quiere la muerte, sino la vida del pecador (Ez 18,23). A través del exilio, reconocido como el castigo ejemplar de los pecados cometidos, Israel entrevé que un día cesará definitivamente la tristeza. Raquel lloró sus hijos deportados; rio quería ser consolada, pero Yahveh interviene: «¡Cesa de lamentarte! ¡Enjúgate los ojos!» (Jer 31,15ss). En efecto, un arma de esperanza es lo que maneja el profeta de las lamentaciones, convertido de repente en mensajero de consolación: «Salieron entre llantos, yo los hago volver consolados… trocaré en júbilo su tristeza, convertiré su pena en alegría, los consolaré, los alegraré después de sus penas» (31,9.13). Entonces en el corazón de Sión, que no quería cantar jubilosamente en el exilio (Sal 137), derramará su bálsamo el libro de la consolación (Is 40-55; 35,10; 57,18; 60,20; 61, 2s; 65,14; 66,10.19). «Los que siembran con lágrimas siegan cantando» (Sal 126,5; cf. Bar 4,23; Tob 13, 14). Cierto que todavía podrán sobrevenir el pecado y la tristeza (Esd 10,1), pero se espera que no sumerjan ya sino a la ciudad del mal (Is 24,7-11), mientras que en la montaña de Dios «enjugará el Señor las lágrimas de todos los rostros» (25, 8). Pero no es ésta la últimoa palabra del AT. Esta perspectiva paradisíaca, que reasumirá el Apocalipsis, no ve-la todavía la realidad dolorosa del camino de la alegría sin fin: un día habrá que hacer una lamentación sobre el «traspasado» para que se abra en el flanco de la ciudad la fuente inagotable de alegría (Zac 12,10s).

NT. 1. La tristeza de Jesucristo. Era preciso que aquél que quitaba el pecado del mundo fuera abrumado de la inmensa tristeza de los hombres, aunque sin quedar aplastado por ella. Como los profetas, se entristeció profundamente por el endurecimiento de los fariseos (Mc 3,5), se lamentó por la inconsciencia de Jerusalén que desconocía la hora de su visita (Le 19,41). Además de esta tristeza por el pueblo elegido, lloró Jesús por la muerte, por Lázaro, su amigo muerto hacía algunos días (Jn 11,35). No se trata sencillamente de la amistad puramente humana que en ello creían ver los judíos (11,36s), pues Jesús se estremece interiormente de nuevo (11,38), sin duda porque amaba a Lázaro con un amor que viene del Padre (15,9). Pero se había estremecido ya una vez y se había turbado (11,33.38) con ocasión de los sollozos que expresaban en todo su horror la realidad de la muerte con que iba a enfrentarse en la tumba de un Lázaro ya en putrefacción.

No sólo frente a la muerte, sino en la muerte misma quiso Jesús sufrir «tristeza y angustia», «estar triste hasta la muerte» (Mt 26,37s p), con una tristeza que equivalía a la muerte: ¿no iba a hallarse su voluntad en conflicto con la del Padre, cavando un foso que sólo sería capaz de colmar una oración obstinada? Pero habiendo así recogido en su súplica los clamores y las lágrimas de los hombres frente a la muerte, fue escuchado (Heb 5,7); cuando en la cruz exprese el abandono del Padre en que se siente morir, lo hará por medio del salmo del justo perseguido (Mt 27,46 p): como lo interpretó Lucas, será para abandonarse a aquel que parecía abandonarle (Lc 23,46). Entonces queda vencida la tristeza por aquel que, sin ser pecador. se entregó a ella.

2. Bienaventurados los que lloran. (Lc 6,21). El que así debía sumergirse en el abismo de la tristeza podía por adelantado beatificar no al dolor en cuanto tal, sino a la tristeza unida con su gozo de redentor. Conviene distinguir tristeza y tristeza. «La tristeza según Dios produce una penitencia de la que no hay que arrepentirse; la tristeza del mundo lleva a la muerte» (2Cor 7,10). Esta sentencia paulina está ilustrada con ejemplos conocidos. Por una parte vemos al joven que se va triste porque prefiere sus riquezas a Jesús (Mt 19,22), anunciando de lejos a los ricos, que condena Santiago prometiéndoles la muerte eterna (Sant 5,1); ahí están los discípulos de Getsemaní, agobiados de sueño y de pesadumbre, es decir, maduros para abandonar a su maestro (Lc 22,45); finalmente, ahí está Judas, desesperado por haberse separado de Jesús por la traición (Mt 27,3ss): tal es la tristeza del mundo. Viceversa, la tristeza según Dios aflige a los discípulos cuando piensan en la traición que amenaza a Jesús (Mt 26,22), a Pedro que solloza por haber renegado a su Señor (26,75), a los discípulos de Emaús que caminan tristes recordando a Jesús que los ha dejado (Lc 24, 17). María solloza porque se han llevado a su Señor (Jn 20,11ss). Lo que distingue las dos tristezas es el amor de Jesús; el pecador debe pasar por la tristeza que le separa del mundo para adherirse a Jesús, mientras que el convertido no quiere conocer más tristeza que la de la separación de Jesús.

2. De la tristeza nace la alegría. La bienaventuranza prometía la consolación a los que lloran; sin embargo, Jesús había anunciado que se lloraría cuando fuera retirado el esposo (Mt 9,15). El sermón después de la cena revela el sentido profundo de la tristeza. Jesús había sido la causa de los llantos renovados de Raquel por los niños inocentes (Mt 2,18); ni siquiera había temido contristar a su madre cuando lo exigían los asuntos de su Padre (Lc 2,48s). Ahora no niega que su partida sea causa de tristeza, pues de lo contrario no sería él aquel sin quien la vida no es sino muerte; sabe también que el mundo se regocijará de su desaparición (Jn 16, 20). Volviendo a la comparación utilizada para describir el nacimiento de un mundo nuevo (Is 26,17; 66,7-14; Rom 8,22), evoca el gozo de la mujer que ha atravesado la tristeza de su hora trayendo un hombre al mundo (Jn 16,21). Así «vuestra tristeza se convertirá en alegría» (16,20): ya ha pasado, o más bien ha pasado a la alegría, como las llagas que marcan para siempre al cordero celestial, como degollado (Ap 5,6); ahora ya la tristeza se consuma en una alegría que nadie puede arrebatar (Jn 16,22), pues proviene de aquel que se mantiene en pie más allá de las puertas de la muerte. Brota de la turbación fatal (14,27), de las tribulaciones (16,33). Los discípulos de Jesús no están ya tristes porque no se hallan nunca en aquella soledad de huérfanos, en que parecían haber quedado (14,18), entregados al mundo perseguidor (16, 2s): el resucitado les da su propio gozo (17,13; 20,20).

En adelante, pruebas (Heb 12,5-11; 1Pe 1,6ss; 2,19), separación de los hermanos difuntos (1Tes 4,13) o aún incrédulos (Rom 9,2), nada puede ya hacer mella al gozo del creyente ni separarle del amor de Dios (Rom 8, 39). El discípulo del Salvador, aparentemente triste, en realidad siempre gozoso (2Cor 6,10), aun pisando los caminos de la tristeza conoce el gozo celestial, el que colmará a los elegidos, con los que Dios permanecerá para siempre, enjugando toda lágrima de sus ojos (Ap 7,17; 21,4).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Sufrimiento

«Me complazco… en las aflicciones, en las angustias» (2Cor 12,10) osa escribir Pablo a los convertidos de Corinto. El cristiano no es un estoico que cante «la majestad de los sufrimientos humanos», sino discípulo del «jefe de nuestra fe» que «en lugar del gozo que se le proponía soportó la cruz» (Heb 12,2). El cristiano mira todo sufrimiento a través de Jesucristo; en Moisés «que estimó el oprobio de Cristo como una riqueza superior a los tesoros de Egipto» (Heb 11,26) reconoce la pasión del Señor.

¿Pero qué significados tiene el sufrimiento en Cristo? ¿Cómo el sufrimiento, tan frecuentemente maldición en el AT, se convierte en bienaventuranza en el NT? ¿Cómo puede Pablo «sobreabundar de gozo en todas las tribulaciones» (2Cor 7, 4; cf. 8,2)? ¿Será la fe insensibilidad o exaltación enfermiza?

AT. I. LO SERIO DEL SUFRIMIENTO. La Biblia toma en serio el sufrimiento; no lo minimiza, lo compadece profundamente y ve en él un mal que no debiera haber.

Los gritos del sufrimiento. Lutos, derrotas y calamidades hacen que se eleve en la Escritura un inmenso concierto de gritos y de quejas. Es tan frecuente el gemido en ella que dio origen a un género literario propio, la lamentación. Las más de las veces estos gritos se elevan a Dios. Cierto, el pueblo grita ante el faraón para obtener pan (Gén 41,55), y los profetas gritan contra los tiranos. Pero los esclavos de Egipto gritan a Dios (Éx 1,23s), los hijos de Israel gritan a Yahveh (14,10; Jue 3,9) y los salmos están llenos de estos gritos de aflicción. Esta letanía del sufrimiento se prolonga hasta el «gran clamor y hasta las lágrimas» de Cristo ante la muerte (Heb 5,7).

El juicio pronunciado sobre el sufrimiento responde a esta rebelión de la sensibilidad: el sufrimiento es un mal que no debiera ser. Desde luego, se sabe que es universal: «El hombre nacido de la mujer tiene una vida breve repleta de miserias» (Job 14,1; cf. Eclo 40,1-9), pero uno no se re-signa a ello. Se sostiene que sabiduría y salud van de la mano (Prov 3,8; 4,22; 14,30), que la salud es un beneficio de Dios (Eclo 34,20) por razón del cual se le alaba (Eclo 17, 27) y se le pide (Job 5,8; 8,5ss; Sal 107,19). Diversos salmos son oraciones de enfermos que piden la curación (Sal 6; 38; 41; 88). La Biblia no es dolorista; hace el elogio del médico (Eclo 38); aguarda la era mesiánica como un tiempo de curación (Is 33,24) y de resurrección (26,19; 29,18; 61,2). La curación es una de las obras de Yahveh (19,22; 57,18) y del Mesías (53,4s). La serpiente de bronce (Núm 21,6-9) ¿no viene a ser una figura del Mesías (Jn 3,14)?

EL ESCÁNDALO DEL SUFRIMIENTO. La Biblia, profundamente sensible al sufrimiento, no puede, como tantas religiones en torno a ella, recurrir para explicarlo a querellas entre los diferentes dioses o a soluciones dualistas. Cierto que para los exilados de Babilonia, abrumados por sus calamidades «inmensas como el mar» (Lam 2,13), era muy grande la tentación de creer que Yahveh había sido vencido por uno más fuerte; sin embargo, los profetas, para defender al verdadero Dios, no piensan en excusarlo, sino en sostener que el sufrimiento no se le escapa: «Yo hago la luz y creo las tinieblas, yo hago la felicidad y provoco la desgracia» (Is 45,7; cf. 63,3-6). La tradición israelita no abandonará jamás el atrevido principio formulado por Amós: «¿Sucede alguna desgracia en una ciudad sin que Dios sea su autor?» (Am 3,6; cf. Éx 8,12- 28; Is 7,18). Pero esta intransigencia desencadena reacciones tremendas: « ¡No hay Dios!» (Sal 10,4; 14,1) concluye el impío ante el mal del mundo, o sólo un Dios «incapaz de conocimiento» (73,11); y la mujer de Job, consecuente: «¡Maldice a Dios!» (Job 2,9).

Sin duda se sabe distinguir en el sufrimiento lo que comporta alguna explicación. Las heridas pueden ser producidas por agentes naturales (Gén 34,25; Jos 5,8; 2Sa 4,4), los achaques de la vejez son normales (Gén 27,1; 48,10). Hay en el universo poderes malignos, hostiles al hombre, los de la maldición y de Satá El pecado acarrea la desgracia (Prov 13,8; Is 3,11; Eclo 7,1), y se tiende a descubrir una falta como origen de toda desgracia (Gén 12,17s; 42, 21; Jos 7,6- 13): tal es la convicción de los amigos de Job. Como fuente de la desgracia que pesa sobre el mundo hay que señalar el primer pecado (Gén 3,14-19).

Sin embargo, ninguno de estos agentes, ni la naturaleza, ni el azar (Éx 21,13), ni la funesta fecundidad del pecado, ni la maldición (Gén 3, 14; 2Sa 16,5) ni Satán mismo se sus-traen al poder de Dios, de modo que fatalmente resulta implicado Dios. Los profetas no pueden comprender la felicidad de los impíos y la des-gracia de los justos (Jer 12,1-6; Hab 1,13; 3,14-18), y los justos perseguidos se creen forzosamente olvidados (Sal 13,2; 31,13; 44,10-18). Job entabla un proceso contra Dios y le intima a explicarse (Job 13,22; 23,7).

EL MISTERIO DEL SUFRIMIENTO. Profetas y sabios, deshechos por el sufrimiento, pero sostenidos por su fe, entran progresivamente «en el misterio» (Sal 73,17). Descubren el valor purificador del sufrimiento, como el del fuego que separa el metal de sus escorias (Jer 9,6; Sal 65,10), su valor educativo, el de una corrección paterna (Dt 8,5; Prov 3,11s; 2Par 32,26.31), y acaban por ver en la prontitud del castigo un como efecto de la benevolencia divina (2Mac 6,12-17; 7,31-38). Aprenden a acoger en el sufrimiento la revelación de un designio divino que nos confunde (Job 42,1-6; cf. 38,2). Antes que Job, José lo reconocía delante de sus hermanos (Gén 50,20). Semejante designio puede explicar la muerte prematura del sabio, preservado así de pecar (Sab 4,17-20). En este sentido el AT conoce ya una bienaventurada de la mujer estéril y del eunuco (Sab 3,13s).

El sufrimiento, incluido por la fe en el designio de Dios, viene a ser una prueba de alto valor que Dios reserva a los servidores de quienes está orgulloso, Abraham (Gén 22), Job (1,11; 2,5), Tobías (Tob 12,13) para enseñarles lo que vale Dios y lo que se puede sufrir por él. Así Jeremías pasa de la rebelión a una nueva conversión (Jer 15,10-19).

Finalmente, el sufrimiento tiene valor de intercesión y de redención. Este valor aparece en la figura de Moisés, en su oración dolorosa (Éx 17,11ss; Núm 11,1s) y en el sacrificio que ofrece de su vida para salvar a un pueblo culpable (32,30-33). No obstante, Moisés y los profetas más probados por el sufrimiento, como Jeremías (Jer 8,18.21; 11,19; 15,18), no son sino figuras del siervo de Yahveh.

El siervo conoce el sufrimiento bajo sus formas más tremendas, más escandalosas. Ejerció sobre él todos sus estragos, lo desfiguró, hasta el punto de no provocar ya ni siquiera compasión, sino horror y desprecio (Is 52,14s; 53,3); no es en él un accidente, un momento trágico, sino su existencia cotidiana y su signo distintivo: «hombre de dolores» (53,3); parece no poder explicarse sino por una falta monstruosa y por un castigo ejemplar del Dios santo (53,4). En realidad hay falta, y de proporciones increíbles, pero no precisamente en él: en nosotros, en todos nosotros (53,6). Él es inocente, lo cual es el colmo del escándalo.

Ahora bien, ahí está precisamente el misterio, «el logro del designio de Dios» (53,10). Inocente, «intercede por los pecadores» (53,12) ofreciendo a Dios no sólo la súplica del corazón, sino «su propia vida en expiación» (53,10), dejándose confundir entre los pecadores (53,12) para tomar sobre sí sus faltas. De este modo el escándalo supremo se convierte en la maravilla inaudita, en la «revelación del brazo de Yahveh» (53,1). Todo el sufrimiento y todo el pecado del mundo se han concentra do en él y, por haber él cargado con ellos en la obediencia, obtiene para todos la paz y la curación (53,5), el fin de nuestros sufrimientos.

NT. I. JESÚS Y EL SUFRIMIENTO DE LOS HOMBRES. Jesús no puede ser testigo de un sufrimiento sin quedar profundamente conmovido, con una misericordia divina (Mt 9,36; 14,14; 15,32; Lc 7,13; 15,20); si hubiese estado allá, no habría muerto Lázaro: Marta y María se lo repiten (Jn 11,21.32) y él mismo lo había dado a entender a los doce (11,14). Pero entonces, ante una emoción tan evidente – «¡cómo le amaba!» – ¿cómo explicar este escándalo?, «¿no podía hacer que este hombre no muriera?» (11,36s).

Jesucristo, vencedor del sufrimiento. Las curaciones y las resurrecciones son signos de su misión mesiánica (Mt 11,4; cf. Le 4,18s), preludios de la victoria definitiva. En los milagros realizados por los doce ve Jesús la derrota de Satán (Lc 10,19). Cumple la profecía del siervo «cargado con nuestras enfermedades» (Is 53,4) curándolas todas (Mt 8,17). A sus discípulos les da el poder de curar en su nombre (Me 15,17), y la curación del tullido de la Puerta Hermosa testimonia la seguridad de la Iglesia naciente en este sentido (Act 3,1-10).

Jesucristo dignifica el sufrimiento. Sin embargo, Jesús no suprime en el mundo ni la muerte, que él ha ve-nido, no obstante, a «reducir a la impotencia» (Heb 3,14) ni el sufrimiento. Si bien se niega a establecer un nexo sistemático entre la enfermedad o el accidente y el pecado (Le 13,2ss; Jn 9,3), deja, sin embargo, que la maldición del Edén produzca sus frutos. Es que él es capaz de cambiarlos en gozo; Jesús no suprime el sufrimiento, pero lo consuela (Mt 5,5); no suprime las lágrimas, únicamente enjuga algunas a su paso (Lc 7,13), en signo del gozo que unirá a Dios y a sus hijos el día en que «enjugue las lágrimas de todos los rostros» (Is 25,8; Ap 7,17; 21, 4). El sufrimiento puede ser una bienaventuranza, pues prepara para acoger el reino, permite «revelar las obras de Dios» (Jn 9,3), «la gloria de Dios» y la «del Hijo de Dios» (11,4).

LOS SUFRIMIENTOS DEL HIJO DEL HOMBRE. A pesar del escándalo de Pedro y de sus discípulos, Jesús les repite que «el Hijo del hombre debe sufrir mucho» (Mc 8,31; 9,31; 10, 33 p). Mucho antes de la pasión Jesús «tiene familiaridad con el sufrimiento» (Is 53,3); sufre a causa de la multitud «incrédula y perversa» (Mt 17,17) como «engendros de víboras» (Mt 12,34; 23,33), por ser desechado por los suyos (Jn 1,11). Llora delante de Jerusalén (Le 19, 41; cf. Mt 23,37); se «turba» al re-cuerdo de la pasión (Jn 12,27). Su sufrimiento resulta entonces una aflicción mortal, una «agonía», un combate en medio de la angustia y del miedo (Mc 14,33s; Lc 22,44). La pasión concentra todo el sufrimiento humano posible, desde la traición hasta el abandono por Dios (Mt 27, 46). Pero prueba en forma decisiva el amor de Cristo a su Padre (Jn 14, 30) y a sus amigos (15,13), es la revelación de su gloria de Hijo (Jn 17,1; 12,31s), reúne en torno a él «en la unidad a los hijos de Dios dispersos» (11,52), le hace capaz «de socorrer a los que se ven probados» (Heb 2,18) y de identificarse con todos los que sufren (Mt 25,35.40).

LOS SUFRIMIENTOS DE LOS DISCÍPULOS, Una ilusión amenaza a los cristianos con la victoria de pascua: se acabó la muerte, se acabó el sufrimiento; corren peligro de ver vacilar su fe, debido a las realidades trágicas de la existencia (cf. 1Tes 4,13). La resurrección no deroga las enseñanzas del Evangelio, sino que las confirma. El mensaje de las bienaventuranzas, la exigencia de la cruz cotidiana (Lc 9,23) revisten toda su urgencia a la luz del destino del Señor. Si a su propia madre no se le ahorró el dolor (Lc 2,35), si el Maestro «para entrar en su gloria» (Lc 24,26) pasó tribulaciones y persecuciones, los discípulos han de seguir el mismo camino (Jn 15,20; Mt 10,24), y la era mesiánica es un tiempo de tribulaciones (Mt 24,8; Act .14,22; 1Tim 4,1).

Sufrir con Cristo. Así como, si el cristiano vive, «no es ya [él] quien vive, sino que Cristo vive en [él]» (Gál 2,20), así también los sufrimientos del cristiano son «los sufrimientos de Cristo en [él]» (2Cor 1, 5). El cristiano pertenece a Cristo por su cuerpo mismo y el sufrimiento configura con Cristo (Flp 3,10). Así como Cristo, «con ser el Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia» (Heb 5,8), del mismo modo es preciso que nosotros «corramos al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en el autor y consumador de nuestra fe… que soportó la cruz» (Heb 12,1s). Cristo, que se hizo solidario de los que sufren, deja a los suyos la misma ley (1Cor 12,26; Rom 12,15; 2Cor 1,7).

Para ser glorificados con Cristo. Si «sufrimos con él», es «para ser también glorificados con él» (Rom 8,17); «si llevamos en nuestro cuerpo siempre y en todas partes los sufrimientos de muerte de Jesús», es «a fin de que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2Cor 4,10). «El favor de Dios que se nos ha otorgado es no sólo creer en Cristo, sino sufrir por él» (Flp 1,29). Del sufrimiento sobrellevado con Cristo no solamente nace «el peso eterno de gloria preparado por encima de toda medida» (2Cor 4,17) más allá de la muerte, sino también, ya desde ahora, el gozo. Gozo de los apóstoles que hacen en Jerusalén su primera experiencia y descubren «el gozo de ser juzgados dignos de sufrir ultrajes por el nombre» (Act 5, 41); llamamiento de Pedro al gozo de «participar en los sufrimientos de Cristo» para conocer la presencia del «Espíritu de Dios, del Espíritu de gloria» (1Pe 4,13s); gozó de Pablo «en los sufrimientos que soporta», por poder «completar en [su] carne lo que falta a las pruebas de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).

 Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Soledad

El hombre, creado a imagen de Dios que, como Padre, Hijo y Espíritu Santo,ces fecundidad sobreabundante de amor, debe vivir en comunión con Dios y con sus semejantes, y de esta manera llevar fruto. La soledad es, por tanto, en sí misma un mal que viene del pecado; puede, sin embargo, convertirse en fuente de comunión y de fecundidad si se une a la soledad redentora de Jesucristo.

SOLEDAD DEL HOMBRE. 1. «No es bueno que el hombre esté solo» (Génc2,18). Según Dios, la soledad es un mal. Entrega a la merced de los malos al pobre, al extranjero, a la viuda y al huérfano (Is 1,17.23); por eso exige Dios que se les proteja particularmente (Éx 22,21ss); tiene, a los que los protegen, por sus hijos y les profesa más cariño que una madre (Eclo 4,10); a falta de apoyos humanos, se constituirá Dios en vengador de estos pobres (Prov 23,10s; Sal 146,9).

La soledad entrega también a la vergüenza al que permanece estéril; mientras no se revela el sentido de la virginidad invita Dios a remediar esta vergüenza mediante la ley del levirato (Dt 25,5-10); a veces él mismo interviene en persona para regocijar a la abandonada (1Sa 2,5; Sal 113,9; Is 51,2). La prueba de la soledad es un llamamiento a la confianza absoluta en Dios (Est 14,14).

2. Dios quiere que el pecador esté solo. La soledad revela también al hombre su ser de pecador; entonces se convierte en un llamamiento a la conversión. Esto puede enseñar la experiencia de la enfermedad, del sufrimiento y de la muerte prematura: el desgraciado, viéndose descartado de la sociedad de los hombres (Job 19,13-22), se reconoce en estado de pecado. Por otro camino revela Dios también que entrega al pecador a la soledad. Abandona a su esposa infiel (Os 2,5; 3,3); el profeta Jeremías debe significar con el celibato que Israel es estéril (Jer 16,2; 15,17);finalmente, el exilio hace comprender que sólo Dios puede librar de la soledad proporcionando fecundidad (Is 49,21; 54,Iss).

SOLEDAD DE JESUCRISTO. 1. La compañía de Jesús solo. Dios dio su Hijo único a los hombres (Jn 3,16) para que los hombres recobren a través del Emmanuel (= «Dios con nosotros», Is 7,14) la comunión con Dios. Jesús llama, pues, a los discípulos a «estar con él» (Mc 3,14). Ve-nido para buscar a la oveja perdida, sola (Lc 15,4), restaura la comunión rota entablando diálogos «a solas» con sus discípulos (Mc 4,10; 6,2), con las pecadoras (Jn 4,27; 8,9). El amor que exige es único, superior a cualquier otro (Lc 14,26), semejante al que prescribía Yahveh, Dios único (Dt 6,4; Neh 9,6).

2. De la soledad a la comunión. Para realizar la comunión de los hombres tomó Jesús sobre sí su soledad, y ante todo la de Israel pecador. Estuvo en el desierto para vencer al adversario (Mt 4,1-11; cf. 14,23), oró en la soledad (Mc 1,35.45; Lc 9,18; cf. 1Re 19,10). Finalmente, en Getsemaní choca con el sueño de los discípulos que se niegan a participar en su oración (Mc 14,32-41) y afronta solo la angustia de la muerte. Dios mismo parece abandonarle (Mt 27,46). En realidad no está solo, y el Padre está siempre con él (Jn 8, 16.29; 16,32); así, como grano de trigo caído en tierra, no permanece solo, sino lleva fruto (Jn 12,24): «reúne en la unidad a los hijos de Dios dispersos» (11,52) y «atrae a todos los hombres a sí» (12,32). La comunión ha triunfado.

La Iglesia a su vez se halla sola en un mundo al que no pertenece (17,16) y debe huir al desierto (Ap 12,6); pero ahora ya no hay verdadera soledad: Cristo, gracias a su Espíritu, no ha dejado «huérfanos» a los discípulos (Jn 14,18), hasta el día en que, habiendo triunfado de la soledad que impone la muerte de los seres queridos «nos reunamos con ellos … y con el Señor para siempre» (1Tes 4,17).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Soberbia

1. La soberbia y sus efectos. La soberbia, «odiosa al Señor y a los hombres» (Eclo 10,7), es también ridícula en el hombre «que es polvo y ceniza» (Eclo 10,9). Tiene formas más o menos graves. Existe el vanidoso que ambiciona honores (Lc 14, 7; Mt 23,6s), que aspira a las grandezas, a veces de orden espiritual (Rom 12,16.3), que envidia a los otros (Gál 5,26); el insolente de mirada altiva (Prov 6,17; 21,24); el rico arrogante que hace ostentación de su lujo (Am 6,8) y al que su riqueza lo hace presuntuoso (Sant 4, 16; Un 2,16); el orgulloso hipócrita, que hace todo para ser visto y cuyo corazón está corrompido (Mt 23,5.25-28); el fariseo que confía en su pretendida justicia y desprecia a los demás (Lc 18,9-14).

Finalmente, en la cúspide se halla el soberbio, que rechazando toda de- pendencia, pretende ser igual a Dios (Gén 3,5; cf. Flp 2,6; Jn 5,18); no gusta de las reprensiones (Prov 15,12)y le horroriza la humildad (Eclo 13,20); peca descaradamente (Núm 15,30s) y se ríe de los servidores y de las promesas de Dios (Sal 119,51; 2Pe 3,3s).

Dios maldice al soberbio y le tiene horror (Sal 119,21; Lc 16,15); el que está contaminado de soberbia (Me 7, 22) está cerrado a la gracia (1Pe 5, 5) y a la fe (Jn 5,44); ciego por su culpa (Mt 23,24; Jn 9,39ss), no puede hallar la sabiduría (Prov 14,6) que lo llama a la conversión (Prov 1,22-28). Tratándolo se hace uno semejante a él (Eclo 13,1); por eso, el que lo evita es bienaventurado (Sal 1,1).

La soberbia de los paganos, opresores de Israel. Donde reinan los soberbios, que ignoran al verdadero Dios, los débiles son reducidos a servidumbre. Israel lo experimentó en Egipto, donde el faraón intentó oponerse a su liberación por Dios (Éx 5,2). Israel se verá constantemente bajo la amenaza de ser esclavizado por los paganos, cuyo soberbio poder «lanza un reto al Dios vivo» (lSa 17,26). Desde el gigante Goliat hasta el perseguidor Antíoco (1Sa 17,4; 2Mac 9,4-10), pasando por Senaquerib (2Re 18,33ss), es la misma la soberbia expresada por el intolerable dicho de Holofernes: «¿Quién es Dios, sino Nabucodonosor? (Jdt 6,2).

El tipo de esta soberbia dominadora de los Estados que hoy se llaman totalitarios, es Babilonia, a la que se designaba como «la soberana de los reinos» (cf. Is 13,19) y que pretendía serlo «para siempre» diciendo en su corazón: «Yo, y nada más que yo» (Is 47,5-10). Soberbia colectiva, cuyo símbolo es la torre de Babel, que se yergue sin acabar en los umbrales de la historia bíblica: sus constructores pretendían crearse un nombre llegando hasta el cielo (Gén 11,4).

La soberbia de los impíos, opresores de los pobres. En Israel mismo puede producir la soberbia frutos de opresión y de impiedad. La ley prescribía la bondad con los débiles (Éx 22,21-27) e invitaba al rey a no ensoberbecerse, ya acumulando demasiada plata y oro, ya elevándose por encima de sus hermanos (Dt 17, 17.20). El soberbio, para enriquecer-se, no vacila en aplastar al pobre, cuya sangre paga el lujo del rico (Am 8,4-8; Jer 22,13ss). Pero este desprecio del pobre es desprecio de Dios y de su justicia. Los soberbios son impíos, como los paganos. Los perseguidos (Sal 10,2ss) y henchidos por ellos de desprecio (Sal 123,4) hacen llamamiento a Dios en los salmos, subrayando la arrogancia de sus perseguidores (Sal 73,6-9), cuyo corazón es insensible (Sal 119,70). A los fariseos que tienen en el corazón la soberbia y el amor del dinero, les recuerda Jesús que no se puede servir a dos señores: quien se apega a la riqueza no puede menos de despreciar a Dios (Lc 16,13ss).

El castigo de los soberbios. Dios se burla de los soberbios (Prov 3,34), de los potentados que pretenden sacudir su yugo (Sal 2,2ss). Escuchen la terrible sátira del tirano que se pudre sin sepultura en el campo de batalla donde ha hecho matanza de su Pueblo, él que pretendía señorear sobre las estrellas, semejante al Altísimo (Is 14,3-20; Ez 28,17ss; 31). Los imperios, como sus tiranos, serán derribados. A veces son los instrumentos de que se sirve Dios para castigar a su pueblo; pero Dios los castiga luego por la soberbia con que han cumplido su misión; tal es el caso de Asur (Is 10,12) y el de babilonia, abatida repentinamente por un golpe inevitable, imprevisible (Is 47,9.11).

El pueblo de Dios y la ciudad santa de Jerusalén, donde se ha dilatado la soberbia (Jer 13,9; Ez 7,10), serán castigados también el día de Yahveh. «En aquel día será abajado el orgullo del hombre, su arrogancia humillada; Yahveh, él solo, será exaltado» (Is 2,6-22). Dios dará con creces a los soberbios lo que les es debido (Sal 31,24). Ellos, que se burlaban de los justos (Sab 5,4; cf. Lc 16,14), pasarán como humo (Sab 5,8-14). Su elevación no es sino el preludio de su ruina (Prov 16,18; Tob 4,13): «El que se ensalza será humillado» (Mt 23,12).

El vencedor dé la soberbia: el salvador de los humildes. ¿Cómo «dispensa el Señor a los hombres de corazón soberbio» (Lc 1.51)? ¿Cómo triunfa de Satán, antigua serpiente que incitó al hombre a la soberbia (Gén 3,5), el diablo que quiere seducir al mundo entero para ser adorado por él como su dios (Ap 12,9; 13,5; 2Cor 4,4)? Por medio de una Virgen humilde (Lc 1,48) y de su recién nacido, Cristo Señor, que tiene por cuna un pesebre (Lc 2,11s; cf. Sal 8,3).

Éste, al que habría querido matar la soberbia de Herodes (Mt 2,i3), inaugura su misión desechando la gloria del mundo que le ofrece Satán, y todo mesianismo que pudiera estar falseado por la soberbia (Mt 4, 3-10). Se le echa en cara hacerse igual a Dios (Jn 5,18); ahora bien, lejos de prevalerse de esta igualdad, no busca su gloria (Jn 8,50), sino únicamente la exaltación de la cruz (Jn 12,31 ss; Flp 2,6ss). Si pide al Padre que le glorifique, es para que el Padre sea glorificado en él (J., 12,28; 17,1).

Sus discípulos, y especialmente los pastores de su Iglesia, deberán seguirle por este camino (Lc 22,26s; 1Pe 5,3; Tit 1,7). En su nombre triunfarán del demonio en la tierra (Lc I0,18ss); pero los poderes de la soberbia no serán derrocados sino el día del Señor, por la manifestación de su gloria (2Tes 1,7s). Entonces el impío que se hacía igual a Dios será destruido por el soplo del Señor (2Tes 2,4.8); entonces la gran Babilonia, símbolo del Estado deificado, será abatida de un golpe (Ap 18,10. 21). Entonces también los humildes, y sólo ellos, aparecerán, semejantes a Dios, cuyos hijos son (Mt 18,3s; 1Jn 3,2).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour