(fuego, Dios, amor, palabra). Es uno de
los símbolos principales de la experiencia israelita y cristiana. Puede tomarse
como centro de una constelación de significados, de los que evocaremos algunos,
siguiendo el mismo despliegue temático del conjunto de la Biblia.
Creación. Lo primero fue la luz. «En el principio había oscuridad sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Entonces dijo Dios: Sea la luz y fue la luz. Dios vio que la luz era buena, y separó Dios la luz de las tinieblas. Dios llamó a la luz día, y a las tinieblas llamó noche» (cf. Gn 1,2-5). Éste es el comienzo de todas las cosas, el principio y final de la creación. Las tinieblas (jok) ya existían, como fondo de caos que rodea al ser divino. No eran nada, y sin embargo estaban ahí. Ellas no son «dios», de manera que no existe un dios bueno y otro malo, pues Dios es sólo bueno y signo suyo es la luz (‘ôr) que él mismo irradia y que concede sentido, espacio y tiempo y visibilidad a todo lo que existe. Pero en su mismo entorno, como expresión del límite que Dios abre para que puedan existir otras cosas, se abrían las tinieblas. Quizá pudiéramos decir que Dios mismo es la luz que se expande y regala, de tal forma que en él (en Dios, en la luz) existe todo. Por eso, a su lado, la tiniebla «no es» y, sin embargo, es necesaria, como entorno de Dios, como vacío que él llena, como caos que él ordena, como oscuridad que él alumbra. Por eso podemos añadir que la luz no es «nada concreto» y, sin embargo, está en todo. No se pueden comparar luz y tinieblas, como si fueran simétricas (bien y mal, vida y muerte), como dos platillos de una misma balanza. Sólo existe luz, sólo hay bien, sólo existe la Palabra, que es la Vida y la Luz de los hombres (cf. Jn 1,4-12), pero allí donde los hombres no escuchan la Palabra se abre el silencio sin voz, la muerte sin vida, la oscuridad sin luz… Ese silencio muerto, ese mal y oscuridad son como entorno y contraste de esa luz, cuando se extiende sobre la nada. Focos de luz: luminarias o luceros. No son primero los focos de luz y después la Luz, sino al revés: de la Luz que es Dios brotan los luceros o luminarias: «Entonces dijo Dios: Haya luminarias en la bóveda del cielo… E hizo Dios las dos grandes luminarias: la luminaria mayor para señorear el día y la luminaria menor para señorear la noche. Hizo también las estrellas. Dios las puso en la bóveda del cielo para alumbrar sobre la tierra, para presidir sobre el día y la noche, y para separar la luz de las tinieblas» (Gn 1,14-18). Ésta es la palabra que Dios dice en el día central de la semana, en el momento en que se decide el orden y despliegue de la creación. Había ya luz, había tierra y cielo, aguas y mares. Pero la luz no se había condensado todavía, formando unas lumbreras o luceros, focos de luz que guían la vida de los hombres, separando tiempos (día y noche) y espacios (unos luminosos, habitados, y otros oscuros, inhabitables). En este momento central culmina la creación de la luz, expresada en los grandes y pequeños luceros, que no son Dios (como pensaban muchas religiones antiguas, desde Mesopotamia hasta Grecia), pero que traducen la presencia del Dios de la Luz, dando sentido y relieve a los diversos tiempos, lugares y personas. Estos luceros se llaman me’ôrot (en los LXX phostêras): portadores de luz, los «alumbrantes». Entre ellos, como astro verdadero, surgirá el sexto día de la creación el ser humano.
1. Colores
de luz y de paz: el arco iris. El cielo y la tierra de Dios son hermosos y
fuertes, pero tienen un equilibrio inestable, vinculado a la misma libertad del
hombre, que puede pervertirse y pervertirlo todo, y a las condiciones del
mundo, hecho de equilibrios frágiles: de posibles cataclismos, de duras
tormentas, de diluvios. La Biblia cuenta, como ejemplo del riesgo de la vida de
los hombres, el gran diluvio de los tiempos antiguos del que sólo algunos pocos
(Noé y su familia) se salvaron (cf. Gn 6–7). Pues bien, la historia de ese
cataclismo, siempre amenazante, termina con la evocación de los colores de la
luz que expanden su signo de paz, como expresión del pacto primigenio de la
vida que vence a la muerte, de la esperanza que destruye al odio: «Ésta será la
señal del pacto que establezco con vosotros y con todo ser viviente que está
con vosotros, por generaciones, para siempre: Yo pongo mi arco en las nubes
como señal del pacto que hago con la tierra. Y sucederá que cuando yo haga
aparecer las nubes sobre la tierra, entonces el arco se dejará ver en las nubes
y me acordaré de mi pacto» (Gn 9,12-15). El arco era para los antiguos el signo
por excelencia de la guerra: los arqueros eran los más duros militares.
Pues bien, la luz ha hecho el prodigio: el arco militar se ha convertido sobre
el cielo de los días de tormenta en juego de colores, en promesa de agua buena
y de paz, por encima de todo cataclismo y guerra. La luz aparece así como signo
del don de la vida que supera no sólo la tiniebla y la violencia del cosmos,
expresada por la gran tormenta, sino también la guerra entre los hombres.
2. La
luz de Dios cercano: Menôrah. Los israelitas han concebido siempre la luz
como un signo del Dios que está presente, patente y oculto, haciendo surgir de
la tiniebla todas las cosas que existen. Por eso, es normal que los creyentes
hayan respondido a Dios ofreciéndole un foco de luz, una lámpara en el
santuario. Uno de los testimonios más antiguos que conocemos de ello es el
relato de la vocación del joven Samuel, que servía al sacerdote en el templo de
Silo donde ardía la «lámpara de Dios» (ner).
Pero el testimonio más conocido, hasta el día de hoy, es el candelabro o
portaluz de siete brazos que alumbrará más tarde de forma perpetua en el templo
de Jerusalén y que se llama precisamente menôrah
(en los LXX lykhnos, de la misma
raíz que lux, licht, luz), portadora
de la luz, de una luz que Dios ofrece a los hombres y que los hombres devuelven
a Dios (Ex 25,31-35). Este candelabro será entre los israelitas el más perfecto
de los signos y rituales religiosos: es la luz de los siete días del tiempo (Gn
1) y de los siete espíritus de Dios que llenan todo el universo y que, para los
cristianos, se expresa de un modo especial en la iglesias, que el Apocalipsis
concibe como luces encendidas en el mundo (cf. Ap 1,12-13.20; 2,1). De manera
sorprendente, la carta a los Hebreos define a los espíritus-ángeles como luz de
fuego, fuego de luz mensajera que se abre y se extiende hacia todos los hombres
(cf. Heb 1,7). Por eso, es normal que los creyentes hayan querido ver a Dios,
viendo la luz, por medio de la misma Luz que es Dios: «En ti están las fuentes
de la Vida y en tu luz veremos la luz» (Sal 36,10). De manera significativa,
Vida y Luz se identifican: en la Vida de Dios vivimos, en su Luz nos conocemos,
siendo de esa forma un resplandor de su presencia.
3. Hijos de la luz e hijos de las tinieblas. El
libro del Génesis no había divinizado la luz y las tinieblas, sino sólo la Luz, concibiendo las
tinieblas como aquello que queda fuera de la Luz, como el contrapunto de nada
que nos hace comprender mejor la luz, que es el Todo de todo lo que existe.
Pero en Israel ha existido también desde antiguo una tendencia a dualizar y
escindir la realidad, a dividir todas las cosas, haciendo que ellas sean bien y
mal, luz y tinieblas, vida y muerte (cf. Dt 30,19). Ciertamente, se sabe que
todo viene de Dios: «¡Yo mismo hago la luz y creo las tinieblas! (cf. Is 45,7).
Sobre esa base se ha podido afirmar que existen dos espíritus eternos,
enfrentados, divididos, en guerra perpetua, «la guerra de los hijos de la luz
contra los hijos de las tinieblas» (cf. Qumrán, Milhama 1QM 1,1). Ésta es la guerra para la que el Instructor de
Qumrán educa a sus esenios: «para amar a todos los hijos de la luz… y para
odiar a todos los hijos de las tinieblas, a cada uno según su culpa, en la
venganza de Dios» (Regla de la Comunidad 1QS
1,9-11). Esta oposición entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas
se encuentra en el fondo de varios textos del Nuevo Testamento, pero de un modo
distinto, no combativo, sino afirmativo y testimonial: «Todos vosotros sois
hijos de la luz e hijos del día. No somos hijos de la noche ni de las
tinieblas» (1 Tes 5,5); «sois Luz en el Señor, caminad como hijos de la luz»
(Ef 5,8); «mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la
luz» (Jn 12,36; cf. Lc 16,8). Aquí se sitúa la diferencia cristiana. Algunos
dualistas, como los esenios de Qumrán estaban dispuestos a luchar, incluso en
guerra militar, contra los hijos de las tinieblas, que ellos identificaban con
los romanos o judíos renegados, en un camino que sigue influyendo todavía en
todos los que hablan de la justicia infinita o de la guerra contra el eje del
mal. Los cristianos, en cambio, se descubren hijos de la luz, pero no para
luchar contra los hijos de las tinieblas, sino para alumbrar gratuita y
generosamente en las tinieblas, irradiando su luz en la oscuridad. Así lo
advierte Jesús, de manera tajante, evocando el texto anterior de Qumrán:
«Habéis oído que se ha dicho amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo;
yo, en cambio, os digo: ¡amad a vuestros enemigos…!». De esa forma ha roto
Jesús la simetría violenta del bien y el mal, de la Luz y las tinieblas, viniendo
a presentarse sólo como testigo universal de la luz.
4. Vosotros
sois la luz del mundo: una ciudad encendida sobre el mundo. En este
contexto se sitúan algunos textos básicos del evangelio: «No se enciende una
luz [lykhnos] para ponerla debajo de
un celemín, sino sobre un candelabro o portador de luz [lykhnia], para que alumbre a todos los que están en la casa» (Mt
5,15). Jesús concibe a sus discípulos como una luz encendida en la altura
(¡vosotros sois la luz del mundo!), como una ciudad elevada y luminosa, para
que todos vean y puedan caminar con claridad, sin miedo a perderse (cf. Mt
5,14). De esa manera retoma uno de motivos más importantes de la esperanza
profética de Israel: «¡Levántate y brilla! Porque ha llegado tu luz, y la
gloria de Yahvé ha resplandecido sobre ti. Porque las tinieblas cubrían la
tierra; y la oscuridad, los pueblos. Pero sobre ti resplandecerá Yahvé y en ti
se contemplará su gloria. Entonces caminarán las naciones a tu luz, y los reyes
al resplandor de tu aurora» (Is 60,1-3). Ésta es la esperanza y tarea de Jesús:
quiere crear un pueblo de gentes luminosas, una ciudad de personas
transformadas en luz. Así quiere que sea su Iglesia: una ciudad de gentes que
alumbran de forma generosa, regalando su luz, gratuitamente, para que todos
vean y vivan en concordia. Aquí no hay lucha de la luz contra las tinieblas,
sino desbordamiento de vida: que todos puedan ver, porque a todos se regala, de
modo generoso, la luz recibida.
5. El
milagro de la luz: los ciegos ven. Uno de los motivos centrales del
Evangelio es el prodigio de la luz, que es gratuita (¡el sol alumbra sobre
buenos y malos!: Mt 5,45), pero que se encuentra combatida y a veces rechazada:
«Vino la luz a los hombres, pero los hombres no la recibieron» (Jn 1,10-12), de
manera que algunos prefirieron y prefieren vivir en las tinieblas (cf. Jn
3,18). Pues bien, sobre esa base, Jesús aparece como portador apasionado de
Luz, un hombre cuya principal tarea ha consistido y sigue consistiendo en abrir
los ojos a los ciegos (ciegos corporales, ciegos de espíritu), para que puedan
ver y escoger, caminar y vivir en libertad. Por eso, cuando le preguntan «¿qué haces?» él
responde: «los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios…» (Mt
11,5 par). Jesús no viene a resolver
problemas puntuales, a decir a los hombres y mujeres lo que han de hacer, sino
para alumbrarles: quiere que ellos mismos se abran a la luz, que puedan
caminar, que se descubran limpios… Quiere que ellos sean lo que quieran, como
quieran, en luz transparente, de manera que así puedan, ellos mismos, en
libertad gozosa, decidir la forma en que deben comportarse. Una parte muy
significativa de los evangelios está dedicada a los «milagros de la luz»,
milagros físicos, pero, sobre todo, psicosomáticos y espirituales: Jesús ha
deseado que los hombres vuelvan al principio de la creación, como seres de Luz,
para el amor, para la palabra, para la convivencia (cf. Mc 8,22-23; 10,46-51;
Jn 9,1-32; Lc 4,18).
6. Ten
cuidado: luz de tu cuerpo es el ojo. La luz no es algo que se da y recibe,
que se ofrece y tiene, sólo desde fuera, como una cosa objetiva que un hombre o
mujer pudieran separar de sí mismos, sino que ella es vida profunda, la misma
vida humana que el hombre y la mujer debe cultivar, siendo ellos mismos, según
dice uno de los textos más bellos de la tradición del Evangelio: «La lámpara [lykhnos, luz] del cuerpo es el ojo. Por
eso, si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará lleno de luz. Pero si tu ojo es
malo, todo tu cuerpo estará en tinieblas. De modo que, si la luz que hay en ti
es oscuridad, ¡cuán grande será tu oscuridad! Nadie puede servir a dos
señores; porque aborrecerá al uno y amará al otro, o se dedicará al uno y menospreciará
al otro. No podéis servir a Dios y a la mamona» (Mt 6,22-24; cf. Lc 11,34-36).
El hombre es portador de una Luz que le
desborda y que se expresa por sus ojos, que son la verdadera lámpara de Dios en
el mundo. Un ojo sano y transparente: ésa es la bendición de Dios, el don más
grande, la misma vida hecha Luz y comunicación: un hombre o mujer hecho ojos
que miran y se dejan mirar. Sin duda, hay comunicación de palabras y de manos,
de cuerpos y almas. Pero en el fondo de la creación de Dios, la más honda
comunicación es la de los ojos que miran y pueden ser mirados, diciéndose a sí
mismos. El día en que hombres y mujeres se miren a los ojos y se digan a sí
mismos a través de la mirada habrá existencia humana. El día en que dejen de
mirarse de esa forma los hombres y mujeres habrán muerto, pues ellos no son más que luz compartida que se
mantiene encendida y que arde sólo al darse, siendo más fuerte cuanto más arde.
7. Una
parábola escandalosa. Diez muchachas con lámpara. «El reino de los cielos
se parece a diez muchachas que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al
novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Cuando las necias tomaron
sus lámparas, no tomaron consigo aceite, pero las prudentes tomaron aceite en
sus vasijas, juntamente con sus lámparas…» (Mt 25,1-3). Ésta es una parábola
extraña, por muchos motivos, y por eso no puede tomarse al pie de la letra.
Pero debemos recordar que la mayoría de las parábolas son escandalosas o, si se
prefiere, paradójicas: son palabra que choca, que lleva a pensar, que exige una
respuesta… El escándalo de esta parábola es evidente. En primer lugar, las
muchachas no son lykhnos, luz
personal, sino que llevan «lámparas» (lampadas).
Son novias de un esposo polígamo, que va a casarse, al mismo tiempo, con diez o
con aquellas de las diez que sean prudentes. Además, en contra de toda la
enseñanza del Evangelio, las prudentes no deben dar aceite a las necias… Por
otra parte, se trata de una parábola machista: el novio viene, como dueño y
señor, las novias aguardan… Pero, dicho eso, debemos añadir que se trata de
una parábola gozosa, pues vincula el tema de la luz con el matrimonio,
entendido como relación de un hombre y una mujer. Desde esa base podemos
retomar sus temas: el novio que viene es el amor, la luz plena; las novias que
esperan son los hombres y mujeres capaces de cuidar su luz o de apagarla. Las
bodas son dos luces que se unen, formando una luz compartida, luz de dos, en la
gran Luz del Novio-Novia que les acoge en su amor. Son dos luces distintas, dos
personas diferentes, y una luz doble, que se abre a otros, a los amigos y a los
hijos como luz creadora, en la Luz de Dios, donde se unifican y completan, cada
uno en el otro y para el otro, cada uno desde el otro y con el otro. En este
contexto podemos decir que, para los cristianos, la luz originaria se ha venido
a revelar en Cristo.
8. Yo soy la luz del mundo, Dios es luz… Así
dice Jesús en el evangelio de Juan: «Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no camina en las tinieblas»
(Jn 8,12; 9,5; 12,46). Para eso ha venido, para que los hombres puedan vivir en
la luz, amándose los unos a los otros. Éste es su poder, éste su reino: que los
hombres puedan vivir en la verdad (cf. Jn 18,37). No tiene una luz propia, sino
la de Dios, retomando así, de manera sorprendente, el tema del principio de la
Biblia, cuando se decía que Dios había empezado creando la luz (Gn 1,3-4).
Ahora no se dice que Dios crea la luz, sino que él mismo es Luz, luz que se
expresa en el amor entre los hombres: «Éste es el mensaje: Dios es Luz, y en él
no existe oscuridad alguna. Si decimos que tenemos comunión con él y andamos en
tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad. Pero si andamos en Luz, como él
está en Luz, tenemos comunión unos con otros» (1 Jn 1,5-7). La misma Palabra de
Dios es Luz para los hombres, como sabe el prólogo solemne del evangelio de
Juan: «En él estaba la Vida y la Vida era la Luz para los
hombres» (Jn 1,4-6), la luz de la Palabra compartida de los ojos y las manos,
que Jesús quiere irradiar en este mundo, como un fuego: «He venido a encender
fuego en la tierra. ¡Y cómo quisiera ya que estuviera ardiendo!» (cf. Lc
13,49). Ésta es la verdad suprema: no existen dos espíritus, uno de luz, otro
de tinieblas; no se puede hablar de guerra entre los hijos de la luz y los
hijos de la oscuridad, pues Dios es solamente Luz, una luz que se expresa en el
amor que cada uno enciende en el otro, pues, al final del camino, la lámpara de
cada uno es el otro. Tenemos el riesgo de perdernos en nuestra propia
oscuridad, pero la luz de Dios es más fuerte que las oscuridades de los
hombres. Ésa es la luz que limpia el corazón, para que los hombres puedan
descubrir a Dios y descubrirse a sí mismos: «Bienaventurados los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios» (cf. Mt 5,7) y se amarán unos a los otros.
Ésta es la verdad, éste el mensaje: una luz que se ofrece y no se impone; una
luz que se dice, silenciosamente, recreando cada día la vida por el otro y con
el otro.
Cf. J. VÁZQUEZ ALLEGUE, Los hijos de la luz y los hijos de las
tinieblas. El prólogo de la regla de la comunidad de Qumrán, Verbo Divino,
Estella 2000.
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