DONES

Siete dones, siete espíritus

(siete, Iglesia). La tradición católica ha puesto de relieve los siete dones o espíritus de los que habla la traducción latina de Is 11,1-3 (cf. Catecismo de la Iglesia Católica 1992, n. 1831). El texto original hebreo habla más bien de seis espíritus: «Un retoño brotará del tronco de Jesé y un vástago de sus raíces dará fruto. Sobre él reposará el espíritu de Yahvé: espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de conocimiento y temor de Yahvé. Él se deleitará en el temor de Yahvé». Pues bien, la traducción de la Vulgata ha interpretado el texto diciendo: «Et requiescet super eum spiritus Domini: spiritus sapientiae et intellectus, spiritus consilii et fortitudinis, spiritus scientiae et pietatis et replebit eum spiritus timoris Domini». Al final del texto hebreo se repetía, por paralelismo literario, el espíritu de temor; pero el texto latino pone «piedad» en lugar del primer «temor». De esa forma quedan los siete dones del Espíritu, que la tradición católica ha destacado: sabiduría y entendimiento, consejo y fortaleza, conocimiento, piedad y temor de Dios. La existencia de siete espíritus constituye un dato tradicional en tiempos de Jesús, tanto en sentido negativo como positivo. Los sinópticos hablan de siete espíritus malos que se adueñan de los hombres (cf. Lc 11,26 par) y añaden que Jesús los había expulsado de María Magdalena (Lc 8,2). En otra perspectiva, el Apocalipsis sabe que Dios tiene siete espíritus, que están siempre ante su trono, y añade que ellos pertenecen al Cordero, es decir, al enviado mesiánico, como había supuesto Is 1,2-3: «Vi un Cordero de pie, como inmolado. Tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra» (Ap 5,6; cf. 1,4; 3,1; 4,5). La tradición teológica ha identificado esos siete espíritus con el único Espíritu Santo, que parece identificarse, por su parte, con la nueva Jerusalén que desciende del cielo (Ap 3,12) como presencia salvadora de Dios. El número siete* indicaría que ellos pertenecen a Dios. Sobre esa base han de entenderse los dones mesiánicos del Apocalipsis, avalados también por el mismo Espíritu de Cristo. Son los dones que el mismo Cristo, Hijo del Hombre, concederá por medio del Espíritu a los triunfadores. Éstos son los dones:

1. Árbol de Vida del paraíso (Éfeso: Ap 2,7; cf. Gn 2–3). Esclavo de la muerte parece el hombre y para superarla solían ofrecer los textos judíos el árbol de vida (cf. Test Leví 18,11; 1 Hen 24,4; 25,4-5), que aquí promete Cristo (para darlo en Ap 22,2.14). Sobre comida (idolocitos*) discrepan cristianos e imperio; comida será el primer don de Cristo a quienes venzan.

2. Liberación de la muerte segunda (Esmirna: Ap 2,11). La muerte era en Gn 2–3 la condición del hombre pecador. Por el árbol de la vida, Jesús nos libra de ella, pero no de la muerte primera (propia de este mundo), sino de la segunda, que es destrucción total o condena (cf. Ap 20,6.14; 21,8). Con lenguaje judío (Targ Jr 51,39.57; Targ Is 17,14; 45,6.15), ofrece Juan su mensaje cristiano: sólo muriendo (es Cordero degollado) nos libera Jesús de la muerte segunda (nos ofrece una vida que no acaba).

3. Maná, Piedra Blanca, Nombre nuevo (Pérgamo: Ap 2,17). Símbolo alimenticio, como el primer don. A quien resista y no tome la comida del ídolo, ofrece Cristo el Maná, banquete de gracia, evocado en otros textos judíos (cf. 2 Bar 29,8), y la Piedra Blanca, que es como un billete de entrada en la ciudad de las Piedras preciosas (cf. Ap 21,15-21). El Nombre allí escrito es, sin duda, el de Dios y de Cristo (como en Ap 3,12), siendo, al mismo tiempo, el de cada uno de los llamados a la gloria (cf. Mt 11,27).

4. Poder sobre los pueblos, Astro de la mañana (Tiatira: Ap 2,26-28). Cristo ofrece su gloria a los vencedores (cf. Ap 12,5; con cita Sal 2,8-9), de manera que ellos podrán reinar en el milenio (cf. 20,6) y después eternamente (21,5); ellos serán como el Astro de la Mañana (cf. Ap 22,16), estrellas de Dios en el cielo (cf. Nm 24,27).

5. Vestido blanco, Libro de la Vida, Confesión ante el Padre (Sardes: Ap 3,5). Blanco es color de pureza, victoria y vida nueva en la tradición judía y el Nuevo Testamento. Aquí parece anticipo o signo de la resurrección gloriosa (cf. Ap 6,11; 7,9.13.14; 19,8). El Libro de la Vida, bien atestiguado en la tradición judía, se identifica en Ap con Cristo victorioso (cf. 13,8; 17,8; 20,12.15; 21,27) que defiende a los suyos ante el Padre (cf. Mt 10,32 par).

6. Columna del Templo de Dios, Nombre nuevo (Filadelfia: Ap 3,12). El vencedor queda integrado como pilar en el santuario de Dios, en signo que el Nuevo Testamento ha recogido al llamar a los creyentes templo de Dios (cf. 1 Cor 3,16-17; 1 Cor 6,18). Ap 21,22 dirá que la Nueva Jerusalén no tiene un templo especial, pues todo es templo y Dios la habita enteramente. En esa línea podemos entender la Presencia de Dios: el vencedor queda marcado por el Nombre de Dios, de la Nueva Jerusalén (= Espíritu Santo) y del Cristo.

7. Cena de amor, Trono de reino (Laodicea: 3,19-21). En gesto de hondo simbolismo, Cristo llama a la puerta de cada creyente, para cenar con él, conforme a un tema universal de la comida de amor, que aparece sobre todo en la tradición sapiencial (Cant 5,1; Prov 9,5). Estos siete dones de las cartas del principio del Apocalipsis (Ap 2–3) aparecen parcialmente al final del libro (Ap 21–22); pero hay algunas diferencias: Ap 21–22 no recoge expresamente el signo del maná (comida) ni el poder sobre los pueblos, ni la confesión de Jesús ante su Padre… Por otra parte, las cartas de Ap 2–3 no destacan el tema de las Bodas que es básico al final del Apocalipsis. Sea como fuere, los dones escatológicos pueden y deben vincularse a los siete dones mesiánicos del Espíritu, que la Iglesia católica ha destacado a partir de una traducción literal de Isaías 11,2-3, según la Vulgata.

Cf. F. CONTRERAS, El Espíritu en el Libro del Apocalipsis, Sec. Trinitario, Salamanca 1987.

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DIABLO, DEMONIOS

(Satán, Azazel, Satán, serpiente, Dragón, vigilantes, dualismo). Palabra griega que significa «el que maldice o divide»; se utiliza en el Nuevo Testamento para traducir el término hebreo Satán, con el que se han vinculado otras figuras (Azazel, vigilantes). En tiempo de Jesús la demonología está ya bien fijada, de manera que puede distinguirse con precisión entre el Diablo/Satán, que es el anti-Dios, príncipe de todos los espíritus caídos, y los demonios, que son muchos y que forman el reino en el que domina el Diablo. En su conjunto, la Biblia trata del hombre, que se relaciona de un modo gratuito y pecaminoso, con Dios y con los otros hombres, de manera que los espíritus intermedios, de tipo positivo o negativo, han tenido poca importancia. Pero los apocalípticos como 1 Henoc* han destacado la importancia de esos seres intermedios, de quienes depende nuestra suerte, tanto los negativos (Mastema-Azazel) como los positivos (Gabriel-Miguel).

1. Jesús. Lógicamente, Jesús ha compartido el mundo cultural de sus contemporáneos, de manera que ha tomado como evidente la existencia del Diablo y de sus ángeles perversos o demonios. Más aún, él ha concebido su obra mesiánica como una lucha contra el Diablo (cf. tentaciones*: Mt 4, Lc 4), que se expresa sobre todo en las curaciones y exorcismos. Pero en el fondo no le ha interesado la teoría sobre el Diablo, no ha hecho cálculos sobre su esencia o sus manifestaciones, sino que se ha enfrentado con el reino de lo diabólico (guerra*, exorcismos*), para ofrecer a los hombres la vida de Dios. Así lo han mostrado, de un modo dramático, los textos del Evangelio que interpretan la vida, la muerte y la pascua de Jesús como victoria de la gracia de Dios sobre el poder de lo diabólico. Así lo indica la parábola del trigo y la cizaña, donde se supone que el Diablo es el que siembra la mala simiente (Mt 13,24-43) y lo ratifica Mt 25,31-46, donde el Diablo se encuentra vinculado a la injusticia de este mundo (al hambre, desnudez, enfermedad y cárcel que provienen de la falta de comunicación y gratuidad entre los hombres).

2. Iglesia. En esa línea han avanzado los textos apocalípticos más desarrollados, como 2 Tes y Ap, que presentan de un modo simbólico la lucha entre Jesús y el Diablo. Como es evidente, Jesús creía en el Diablo y en los demonios, como creían sus contemporáneos; pero el centro de su mensaje no era el Diablo, sino Dios. Por otra parte, Jesús no ha vencido al Diablo a través de algún tipo de guerra celeste, sino por la fuerza del amor, que culmina en la cruz. Así lo ha formulado de un modo simbólico la carta a los Colosenses: «Fuisteis sepultados juntamente con él en el bautismo, en el cual también fuisteis resucitados juntamente con él, por medio de la fe en el poder de Dios que lo levantó de entre los muertos. Mientras vosotros estabais muertos en los delitos y en la incircuncisión de vuestra carne, Dios os dio vida juntamente con él, perdonándonos todos los delitos. Él anuló el acta que había contra nosotros, que por sus decretos nos era contraria, y la ha quitado de en medio al clavarla en su cruz. También despojó a los principados y potestades, y los exhibió como espectáculo público, habiendo triunfado sobre ellos en la cruz» (Col 2,12-15). Dios no ha triunfado del Diablo (cuyo poder se expresa en los principados y potestades de este mundo) luchando de manera militar, a través de algún tipo de guerra planetaria, sino amando de un modo divino, tal como lo expresa el signo de la cruz*, entendida como victoria definitiva del amor sobre todos los poderes diabólicos de la muerte*.

Cf. R. LAURENTIN, Il demonio mito o realtà. Insegnamento ed esperienza del Cristo e della Chiesa, Massimo, Milán 1995; A. MAGGI, Jesús y Belcebú, Satán y demonios en el Evangelio de Marcos, Desclée de Brouwer, Bilbao 2000; B. MARCONCINI (ed.), Angeli e demoni. Il dramma della storia tra il bene e il male, Dehoniane, Bolonia 1991; W. WINK, Naming the Powers; Unmasking the Powers; Engaging the Powers, Fortress, Filadelfia 1984, 1986, 1992.

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DESIERTO

(tentaciones). Para un judío que vive en el entorno de Jerusalén, el desierto es una experiencia cotidiana: está allí mismo, tras el monte de los Olivos o en el descenso del torrente Cedrón. A unas cuantas horas de camino de su casa, el israelita puede hacer una experiencia de lo que significa el desierto. Pero, al mismo tiempo, el desierto ha venido a mostrarse como lugar de experiencia simbólica muy importante para los israelitas.

1. Antiguo Testamento. El desierto recibe dos sentidos básicos: es un lugar de prueba y castigo por donde los israelitas tienen que vagar durante cuarenta años, para superar su pecado y prepararse para entrar en la tierra prometida, como han puesto de relieve las grandes tradiciones del Pentateuco (sobre todo de Ex, Nm y Lv), que puede interpretarse así como guía de hombres y mujeres que marchan sin fin por desiertos, buscando la vida; es un lugar de purificación y nuevo nacimiento, para retomar la historia de amor del principio de Israel. El segundo tema, que implica una vuelta al desierto, como medio de purificación y conversión, constituye uno de los motivos básicos de la profecía de Oseas, Jeremías y el Segundo Isaías.

(a) Los textos más importantes son los de Oseas: «Pero he aquí que yo la atraeré y la llevaré al desierto, y hablaré a su corazón. Y le daré sus viñas desde allí, y el valle de Acor por puerta de esperanza; y allí cantará como en los tiempos de su juventud, y como en el día de su subida de la tierra de Egipto. En aquel tiempo, dice Yahvé, me llamarás Ishi [mi esposo], y nunca más me llamarás Baalí [mi Baal]» (Os 2,14-16). El Dios de Oseas se queja porque su pueblo le ha abandonado. Por eso planea llevarla al desierto, lo que significa enamorarla de nuevo: volver al comienzo de un encuentro donde las dificultades eran estímulo y germen de amor fuerte. Ha dejado Dios que su esposa le abandone, corriendo el riesgo de perderse. Pero ahora no resiste: piensa que ha llegado el momento del retorno y decide recrear el amor que parecía muerto, transformando el valle de Acor o desgracia (cf. Jos 7,24-25) en lugar de gracia esperanzada (= tiqwah).

(b) En esa línea se mantiene y avanza Jeremías: «Me acuerdo de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en el desierto, en tierra no sembrada» (Jr 2,2). También el Dios de Jeremías quiere volver al desierto en amor, recordando y recreando la historia del primer noviazgo con el pueblo.

(c) Esos temas culminan con el Segundo Isaías que habla de la conversión del desierto en camino de esperanza. Un inmenso desierto separa a los exiliados de Babel y les aparta de su tierra en Palestina. Pero Dios hará que ese desierto se convierta en camino de gracia: «Voz que clama en el desierto: Preparad los caminos de Yahvé… Todo valle sea alzado, y bájese todo monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo áspero se allane» (Is 40,3-4). «Abriré en el desierto estanques de aguas, y manantiales de aguas en la tierra seca. Daré en el desierto cedros, acacias, arrayanes y olivos; pondré en la soledad cipreses, pinos y bojes juntamente, para que vean y conozcan, y adviertan y entiendan todos, que la mano de Yahvé hace esto, y que el Santo de Israel lo creó» (Is 41,18-20). Esta imagen de la transformación del desierto en tierra fértil, de encuentro con Dios, constituye uno de los símbolos más importantes de la historia israelita.

2. Nuevo Testamento. También en el Nuevo Testamento hay diversos tipos de desiertos. (a) Desierto de los celotas. Así aparece como lugar de peligros y engaños, donde se esconden y surgen e ilusionan al pueblo los falsos mesías (cf. Flavio Josefo, AJ 20,188; BJ 2,59), queriendo comenzar desde allí un camino de liberación, como el de los antiguos hebreos, que hicieron con Moisés la travesía del desierto. La misma Iglesia antigua ha puesto en guardia a los fieles en contra de estos profetas del desierto: «Si os dijeren: Mirad, está en el desierto, no salgáis…» (Mt 24,26). (b) Desierto de profetas. Juan Bautista. El desierto es un campo de iniciación profética, lugar donde han venido a preparar los caminos del Señor (según Is 40,3), no solamente unos bautistas como Bano* o los esenios* de Qumrán (cf. 1QS 8,14; Mc 1,23), sino el mismo Juan* Bautista (cf. Mc 1,4), como ha destacado Jesús enfáticamente: «¿Qué habéis salido a buscar al desierto…? ¡A un profeta!» (cf. Mt 11,17). (c) Desierto de las tentaciones. Es lugar de prueba, vinculado al mesianismo de Jesús (cf. Mc 1,12; Mt 4,1; Lc 4,1) que se enfrenta allí con su tarea, superando así el riesgo del pan-poder-milagro. Pero no va para quedarse, «porque el tiempo se ha cumplido»; por eso, deja el desierto de Juan y de las tentaciones y viene a Galilea, para anunciar el evangelio del Reino (cf. Mc 1,14-15). Jesús no será profeta o Mesías del desierto, sino de la tierra habitada de Galilea y de Jerusalén. (d) Desierto de las multiplicaciones. La estepa o desierto, entendido como despoblado, puede presentarse como lugar de separación y concentración de grandes muchedumbres, que dejan los pueblos para encontrar a Jesús e iniciar con él un nuevo camino en el que se comparten los panes y los peces de la vida. En esa línea, las multiplicaciones*, es decir, las comidas compartidas de la Iglesia, se sitúan en el desierto, en un lugar al que pueden venir todos (cf. Mc 6,31-35; 8,4 par). Ciertamente, ese lugar desierto puede evocar los valores de un tipo de primavera fecunda y de paraíso (se recuestan para comer sobre la hierba verde: Mc 6,39). Pero es evidente que significa ante todo un espacio abierto y común donde cesan las distinciones entre aquellos que tienen y no tienen casa. En ese sentido, volver al desierto significa para la Iglesia volver a la experiencia del pan* y de los peces compartidos.

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DESEO

(amor, pecado). La Biblia presenta al hombre como animal de deseo, según indica Gn 2,23 desde una perspectiva masculina (Adán desea a Eva), Gn 3,16 (la mujer desea al varón) y, sobre todo, Gn 3,1-6 (Eva [y Adán] desean y comen el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal). Ciertamente, hay deseos negativos, como ha puesto de relieve Gn 6,5 cuando afirma que los deseos del hombre están dirigidos al mal desde su juventud; pero hay también deseos positivos y gozosos, como pone de relieve el Cantar* de los Cantares. En una línea algo distinta, el deseo de los hombres, dominados por ángeles perversos, toma en 1 Hen la forma de apetito sexual desordenado (violación) y de violencia patriarcalista. Por su parte, Sab destaca el riesgo del deseo ilimitado, entendido como búsqueda de gozo sin fin y como envidia.

1.Los cuatro deseos. Desde ahí debe entenderse el texto clave (Rom 13,9) donde Pablo condensa los mandamientos principales del decálogo* ético en uno que dice «no desearás», hablando después del amor como superación y conversión de los deseos: «Porque no adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no desearás, y cualquier otro mandamiento se resume en esta palabra: Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Ese pasaje supone que hay cuatro deseos básicos. (a) Deseo de adulterio afectivo y posesivo: quiero poseer precisamente lo que el otro tiene de más grande, su mujer (o su marido), para así imponerme y dominarle. (b) Deseo de homicidio, que me sitúa ante el otro en cuanto contrincante, alguien que no sólo puede disputar mis bienes, sino disputarme y negarme a mí mismo: por eso le envidio (le temo y deseo) y le mato, con el intento de hacerme dueño de su vida. (c) Deseo de robar y apoderarme de todos los bienes de los otros, convirtiendo así la vida en dominio ilimitado. (d) Deseo de engaño. Adulterio, homicidio y robo sólo se pueden mantener y triunfar con mentira, destruyendo la verdad en los tribunales y convirtiendo este mundo en un engaño. Por eso, el mandamiento prohíbe el falso testimonio, es decir, el engaño jurídico. Frente a esos cuatro deseos eleva Pablo, conforme a la ley israelita (decálogo*), las cuatro prohibiciones centrales que intentan superar por la fuerza (según ley) los mayores conflictos de la vida. Esos mandatos se pueden regular por una ley de Estado: las autoridades sostienen con su fuerza el derecho familiar (castigan el adulterio), defienden la vida y la propiedad, utilizando para ello los poderes del Estado, que está legalmente investido de la espada (como supone Rom 13,1-7).

2. Un único deseo negativo. Pablo ha condensado las cuatro prohibiciones anteriores en un nuevo y último mandato, de tipo interior, cuyo cumplimiento no se puede regular ya por espada, pero que resulta necesario para que los hombres puedan vivir con un orden sobre el mundo: no desearás. El texto primitivo del decálogo (Ex 20,17; Dt 5,21) citaba unos deseos concretos (de casa, mujer, siervo, criado, toro, asno…). Pablo los ha condensado en su base común, diciendo «no desearás» y vinculando en uno los cuatro mandatos anteriores (no adulterar, no matar, no robar, no mentir), que marcan la dirección de los males. Como buen rabino, Pablo ha resumido toda la ley en un mandato negativo: «no desearás». Pero él sabe que la barrera de esa ley resulta insuficiente. Por eso invierte el tema y lo plantea de forma positiva, presentando un deseo más alto, no en forma de prohibición o negación, sino como despliegue vital: Amarás a tu prójimo. Más allá de la ley, que se expresa en las cuatro prohibiciones anteriores y puede culminar de forma negativa (no desearás), viene a desvelarse un «mandamiento de gracia», que no es ya mandamiento, sino revelación de amor y que traduce de forma antropológica universal la exigencia teológica del shemá israelita: «Escucha, Israel, Yahvé nuestro Dios es un Dios único; amarás a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón…» (Dt 6,4-5; cf. Mc 12,29 par). Allí donde la ley pretendía cerrar con su mandato el camino del deseo, esta revelación positiva extiende ante los hombres el más alto impulso y camino de un deseo de amor purificado, que les permite realizarse plenamente, siendo lo que son, lo que ha de ser en Dios.

3.El amor, deseo positivo. En este contexto ha proclamado Pablo la palabra decisiva de la antropología bíblica «Amarás al prójimo como a ti mismo» (cf. Mc 12,31). En la tradición sinóptica, ese amor al prójimo estaba vinculado al amor a Dios, en una línea que habían destacado ya algunos escribas y sabios judíos de aquel tiempo. Pues bien, Pablo no habla ya de dos amores, sino de un solo amor, que no se dirige directamente a Dios, sino al prójimo. Evidentemente, Dios tiene que estar y está en el fondo de ese amor, pero ya no aparece de manera expresa, como figura diferente, sino que se encuentra inmerso en el despliegue amoroso de la creación, como si el camino de Dios se condensara en el amor entre los hombres, superando la ley del deseo. Así se enfrentan y vinculan mutuamente el deseo y la ley. (a) La ley del deseo supone que somos unos vivientes que, al romper el equilibrio con nuestro entorno, tendemos a buscar y poseer lo que otros tienen, para hacerlo así nuestro. Los mandamientos recuerdan el riesgo y poder de ese deseo, elevando una barrera, para que no nos domine. A ese nivel, todos los mandatos se acaban resumiendo en uno: No desearás. Parece que la misma religión se vuelve represión: por un lado nos muestra el poder de los deseos y por otro nos impide realizarlos. (b) Invitación al amor. Pero en el hombre hay algo mayor que la prohibición del deseo, hay una fuente de amor activo y creador, como sabía ya el Sermón de la Montaña, de manera que en esa línea Pablo vuelve en lo esencial al mensaje de Jesús, situando por encima de la ley una palabra de gracia: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En este nivel se sitúa la antropología cristiana, de manera que amar a los hombres significa amar al mismo Dios o, mejor dicho, amar desde Dios y como Dios, en gratuidad supralegal, por encima del deseo que nos encierra dentro de nosotros mismos, en búsqueda insaciable y pecadora, que debe ser regulada por ley.

Cf. X. PIKAZA, Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 2006.

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Lectio divina, sab, 23 ene, 2021

Marcos 3,20-21

Tiempo ordinario

Oración

Dios todopoderoso, que gobiernas a un tiempo cielo y tierra, escucha paternalmente la oración de tu pueblo, y haz que los días de nuestra vida se fundamenten en tu paz. Por nuestro Señor.

Lectura

Del Evangelio según Marcos 3,20-21

Vuelve a casa. Se aglomera otra vez la muchedumbre de modo que no podían comer. Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de él, pues decían: «Está fuera de sí.»

Reflexión

  • El evangelio de hoy es bien corto. Apenas dos versículos. Habla de dos cosas: (a) de la gran actividad de Jesús hasta el punto de no tener tiempo para comer, y (b) la reacción contraria de la familia de Jesús hasta el punto de pensar que estaba loco. Jesús tuvo problemas con la familia. A veces, la familia ayuda y, otras veces, constituye un obstáculo. Así pasó con Jesús y así pasa con nosotros.
  • Marcos 3,20: La actividad de Jesús. Jesús volvió a casa. Su hogar ahora está en Cafarnaún (Mc 2,1). No vive ya con la familia en Nazaret. Sabiendo que Jesús estaba en casa, la gente fue para allá. Se juntó tanta gente que él y sus discípulos no tenían ni siquiera tiempo para comer. Más adelante Marcos habla, de nuevo, del servicio hasta el punto de no tener tiempo para comer con sosiego (Mc 6,31)
  • Marcos 3,21: Conflicto con la familia. Cuando los parientes de Jesús supieron esto, dijeron: “¡Está loco!” Tal vez, porque Jesús se había salido del comportamiento normal. Tal vez porque comprometía el nombre de la familia. Sea como fuera, los parientes deciden llevarle de nuevo para Nazaret. Señal de que la relación de Jesús con la familia estaba sufriendo ya. Esto debe haber sido fuente de sufrimiento, tanto para él como para María, su madre. Más adelante (Mc 3,31-35) Marcos cuenta como fue el encuentro de los parientes con Jesús. Ellos llegaron a la casa donde se encontraba Jesús. Probablemente habían venido de Nazaret. De allí hasta Cafarnaún son unos 40 Km. Su madre estaba con ellos. Ellos no podían entrar en casa, porque había mucha gente en la entrada. Por eso le mandaron un recado: ¡Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te esperan! La reacción de Jesús fue firme preguntando: ¿Quién es mi madre, quiénes son mis hermanos? Y él mismo contesta apuntando hacia la multitud que estaba alrededor: Aquí están mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre!
  • ¡Alargó la familia! Jesús no permite que la familia lo aleje de la misión.
  • La situación de la familia en el tiempo de Jesús. En el antiguo Israel, el clan, esto es, la gran familia (la comunidad) era la base de la convivencia social. Era la protección de las pequeñas familias y de las personas, la garantía de la posesión de la tierra, el cauce principal de la tradición, la defensa de la identidad. Era la manera concreta que la gente de aquel tiempo tenía de encarnar el amor de Dios en el amor hacia el prójimo. Defender el clan, la comunidad, era lo mismo que defender la Alianza. En la Galilea del tiempo de Jesús, a causa del sistema romano, implantado durante los largos gobiernos de Herodes Magno (37 AC a 4 AC) y de su hijo Herodes Antipas (4 AC a 39 DC), todo esto había dejado de existir, o existía cada vez menos. El clan (comunidad) se estaba debilitando. Los impuestos que había que pagar al gobierno y al templo, el endeudamiento creciente, la mentalidad individualista de la ideología helenista, las frecuentes amenazas de la represión violenta de parte de los romanos, la obligación de acoger a los soldados y darles hospedaje, los problemas cada vez mayores de supervivencia, todo esto llevaba las familias a encerrarse en sí mismas y en sus propias necesidades. Se había dejado de practicar la hospitalidad, el compartir, la comunión alrededor de la mesa, la acogida a los excluidos. Esta cerrazón se veía reforzada por la religión de la época. La observancia de las normas de pureza era un factor de marginación para mucha gente: mujeres, niños, samaritanos, extranjeros, leprosos, poseídos, publícanos, enfermos, mutilados, parapléjicos. Estas normas, en lugar de favorecer la acogida, el compartir y la comunión, favorecían la separación y la exclusión.
  • Así, tanto la coyuntura política, social y económica como la ideología religiosa de la época, todo conspiraba para el enflaquecimiento de los valores centrales del clan, de la comunidad. Ahora, para que el Reino de Dios pudiera manifestarse, de nuevo, en la convivencia comunitaria de la gente, las personas tenían que superar los límites estrechos de la pequeña familia y abrirse de nuevo a la gran familia, a la Comunidad.
  • Jesús da el ejemplo. Cuando sus parientes llegan a Cafarnaún y tratan de apoderarse de él para llevarlo hacia la casa, él reacciona. En vez de quedarse encerrado en su pequeña familia, ensancha la familia (Mc 3,33-35). Crea comunidad. Pide lo mismo a todos cuantos quieren seguirle. Las familias no pueden encerrarse en sí mismas. Los excluidos y los marginados deben ser acogidos, de nuevo, en la convivencia y, así, sentirse acogidos por Dios (cf Lc 14,12-14). Es éste el camino para realizar el objetivo de la Ley que decía: “Que no haya pobres entre ustedes” (Dt 15,4). Al igual que los grandes profetas, Jesús procura afianzar la vida comunitaria en las aldeas de la Galilea. Retoma el sentido profundo del clan, de la familia, de la comunidad, como expresión de la encarnación del amor de Dios en el amor hacia el prójimo.

Para la reflexión personal

  • La familia ¿ayuda o dificulta tu participación en la comunidad cristiana? ¿Cómo asumes tu compromiso en la comunidad cristiana?
  • ¿Qué nos tiene que decir todo esto de cara a nuestras relaciones en familia y en comunidad?

Oración final

¡Pueblos todos, tocad palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Porque Yahvé, el Altísimo, es terrible, el Gran Rey de toda la tierra. (Sal 47,2-3)

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