Paciencia

Frente a su pueblo, «de dura cerviz», como frente a las naciones pecadoras se muestra Dios paciente, porque los ama y quiere salvarlos. Esta paciencia divina, de la que Jesús da la suprema revelación y el modelo acabado, deberá imitar el hombre (Ef 5,1; Mt 5,45). El discípulo, a ejemplo de su maestro, deberá afrontar la persecución y las pruebas en una fidelidad constante y gozosa, totalmente llena de esperanza; más humildemente, deberá también soportar cada día los defectos del prójimo con mansedumbre y caridad.

LA PACIENCIA DE Dios. 1. Antiguo Testamento. «Dios afirma su justicia al no tener en cuenta los pecados cometidos anteriormente en el tiempo de la paciencia divina» (Rom 3,25s). Así, el AT es concebido por san Pablo como un tiempo en el que Dios soportaba los pecados de su pueblo y los de las naciones en vistas a manifestar su justicia salvífica «en el tiempo presente» (cf. 1Pe 3,20; Rom 9,22ss). A lo largo de su historia adquirió el pueblo santo una conciencia cada vez más profunda de esta paciencia de Dios. En el momento de la revelación hecha a Moisés proclama Yahveh: «Dios de ternura y de piedad, tardo a la ira, rico de gracia y de fidelidad, que mantiene su gracia a millares, tolera falta, transgresión y pecado»; pero es también el que «no deja nada impune y castiga las faltas de los padres en los hijos y en los nietos hasta la tercera y cuarta generación» (Ex 34,6s; cf. Núm 14,18). Las revelaciones sucesivas insistirán más y más en la paciencia, en el amor misericordioso del Padre que «sabe de qué hemos sido amasados; tardo a la ira y lleno de amor, no nos trata según nuestras faltas» (Sal 103,8; cf. Eclo 18,8-14). ,Aunque no se desvanecen nunca los temas de la ira y del juicio, los profetas cargan más el acento sobre el perdón divino, y algunos textos muestran a Dios muy dispuesto a arrepentirse de sus amenazas (Jl 2,13s; Jon 4,2). Pero esta paciencia de Dios no es nunca debilidad: es llamamiento a la conversión: «Volved a Yahveh vuestro Dios, pues es ternura y piedad, tardo a la ira, rico de gracia…» (Jl 2. 13; cf. Is 55,6). Israel comprende también que no es el único beneficiario de esta paciencia: también las naciones son amadas por Yahveh; la historia de Jonás recuerda que la misericordia de Dios está abierta a todos los hombres que hacen penitencia.

2. Nuevo Testamento. Jesús, con su actitud para con los pecadores y con sus enseñanzas, ilustra y encarna la paciencia divina; reprende a sus discípulos impacientes y vengativos (Lc 9,55); las parábolas de la higuera estéril (13,6-9) y del hijo pródigo (15), la del servidor sin piedad (Mi 18,23-35) son revelaciones de la paciencia de Dios, que quiere salvar a los pecadores, no menos que lecciones de paciencia y de amor para uso de sus discípulos. La decisión de Jesús en su pasión, puesta especialmente de relieve en el relato de Lucas, vendrá a ser el modelo de toda paciencia para el hombre objeto de persecuciones, pero que comienza a comprender ahora el significado y el valor redentor de estos sufrimientos.

En el retraso aparente del retorno de Jesús ven los Apóstoles una manifestación de la longanimidad divina: «No retrasa el Señor el cumplimiento de lo que tiene prometido, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia» (2Pe 3,9.15). Pero si el hombre desprecia estos «tesoros de bondad, de paciencia, de longanimidad de Dios», «con su endurecimiento y la impenitencia de su corazón, va acumulando contra sí un tesoro de ira para el día de la ira, en que se revelará el justo juicio de Dios» (Rom 2,5). Por eso, mientras dura el hoy de la paciencia de Dios y de su llamamiento, los elegidos deben escuchar su palabra y esforzarse por entrar en el reposo de Dios (Heb 3,7-4,11).

LA PACIENCIA DEL HOMBRE. El hombre debe inspirarse en la paciencia de Dios y en la de Jesús. En el sufrimiento y en la persecución permitidos por Dios debe el hombre hallar su fuerza en Dios mismo, que le da la esperanza y la salvación; en la vida cotidiana su paciencia para con sus hermanos será una de las facetas de su amor para con ellos.

1. El hombre, delante de Dios que lo prueba con sufrimientos o permite la persecución, al descubrir poco a poco el sentido de estos sufrimientos aprende a situarse en relación con ellos en una paciencia que le ayuda a «llevar fruto». Job comprende que el sufrimiento no es necesariamente el castigo del pecado, y ante él se muestra paciente: se trata de una prueba de su fe: frente al misterio se somete humildemente, pero sin percibir todavía el significado ni el valor de su prueba. Paciencia también la del pueblo judío perseguido que soporta las pruebas con constancia, totalmente orientado hacia la venida del reino mesiánico (1 y 2 Mac; Dan 12, 12); ¿no debe el justo oprimido confiar con perseverancia constante en la palabra y en el amor de Yahveh (Sal 130,5; 25,3.5.21; Eclo 2)?

El cristiano que sabe que «Cristo debía sufrir para entrar en su gloria» debe a ejemplo suyo soportar con constancia las pruebas y las persecuciones: las soporta con la esperanza de la salvación al retorno glorioso de Jesús, y sabe que así, con sus sufrimientos y su paciencia, coopera con el Salvador; «participa en los padecimientos de Cristo para ser glorificado con él» (F1p 3,10; Rom 8,17). En la adversidad tomará «por modelo de sufrimiento y de paciencia a los profetas que hablaron en nombre del Señor» (Sant 5,10), y en general a todos los grandes servidores de Dios en el AT (Heb 6,12; 11), especialmente a Abraham (Heb 6,15) y a Job (Sant 5,11). Pero ante todo imitará la paciencia de Jesús (Act 8,32; Heb 12,2s; 2Tes 3,5) y, fijos los ojos en él, «correrá con constancia la prueba que se le propone» (Heb 12, l s). Esta paciencia, al igual que el amor, es «fruto del Espíritu» (Gál 5,22; cf. 1Cor 10,13; Col 1,11); la constancia, madurada en la prueba (Rom 5,3ss; Sant 1, 2ss), produce a su vez la esperanza, que no decepciona (Rom 5,5).

Los cristianos todos, fortificados así por Dios y consolados por las Escrituras (Rom 15,4), pueden permanecer fieles en el soportar las pruebas sufridas por el Nombre de Jesús (Ap 2,10; 3,21); obtienen así la bienaventuranza prometida a los que perseveren hasta el fin (Mt 10, 22; cf. Mt 5,11s; Sant 1,12; 5,11; cf. Dan 12,12), lo que se aplicará sobre todo cuando lleguen las grandes tribulaciones finales (Mc 13,13; Lc 21,19). Los apóstoles por su parte están llamados a una comunión todavía más estrecha con la pasión y la paciencia de Cristo: por su «constancia en las tribulaciones, en las aflicciones, en las angustias» se afirman en todo como ministros de Dios y servidores de Cristo (2Cor 6,4; 12,12; 1Tim 6,11; 2Tim 2,10; 3,10), y por sus sufrimientos y su paciencia se manifiesta en sus cuerpos la vida de Cristo; haciendo en ellos la muerte su obra, la vida puede hacer la suya en los cristianos (2Cor 4,10-12).

2. Ante sus hermanos que lo irritan tendrá presente el sabio que «más vale un hombre paciente que un héroe, un hombre dueño de sí, más que un conquistador de ciudades» (Prov 16,32; cf. 25,15; Ecl 7,8). Sobre todo, imitará la paciencia de Jesús para con sus Apóstoles y para con los pecadores. Lejos de ser implacable (Mt 18,23-35), será tolerante (5,45); su paciencia cotidiana revelará su amor (1Cor 13,4). Para vivir en conformidad con su vocación «soportará a los otros con caridad, en toda humildad, mansedumbre y paciencia» (Ef 4,2; Col 3,12s; 1Tes 5,14). Así es como será verdadero hijo del Dios paciente que ama, que perdona y que quiere salvar, y discípulo de Jesús, manso y humilde de corazón (Mt 11,29).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Orgullo

Los griegos, para liberarse del sentimiento de inferioridad, recurrían con frecuencia a una sabiduría completamente humana; la Biblia funda el orgullo del hombre en su condición de criatura y de hijo de Dios: el hombre, a menos que sea esclavo del pecado, no puede tener vergüenza delante de Dios ni delante de los hombres. El orgullo auténtico no tiene nada que ver con la soberbia, que es su caricatura; este orgullo es perfectamente compatible con la humildad. Así la Virgen María al cantar el Magníficat tiene plenamente conciencia de su valor, de un valor creado por Dios solo, y lo proclama a la faz de todas las generaciones (Lc 1.46-50).

La Biblia no tiene término propio para designar este orgullo; pero lo caracteriza partiendo de dos actitudes. Una, siempre noble, a la que los traductores griegos llaman parresía, tiene afinidad con la libertad; los hebreos la describen sirviéndose de una perífrasis: el hecho de mantenerse derecho, de tener el rostro levantado, de expresarse abiertamente; el orgullo se manifiesta en una plena libertad de lenguaje y de comportamiento. Deriva también de otra actitud emparentada con la confianza, cuya irradiación es; los traductores griegos la denominan kaukhesis: es el hecho de gloriarse de alguna cosa o de apoyarse en ella para darse aplomo, para existir uno frente a sí mismo, frente a los otros, frente al mismo Dios; esta gloria puede ser noble o vana, según que se alimente en Dios o en el hombre.

AT. 1. Orgullo del pueblo elegido. Cuando Israel fue sacado de la esclavitud y hecho libre después de romper las barras de su yugo, entonces pudo «caminar con la cabeza levantada» (Lev 26,13), con parresía (LXX). Esta nobleza, orgullo que deriva de una consagración definitiva, obliga al pueblo a vivir en la santidad misma de Dios (Lev 19, 2). Este sentimiento, si bien puede fácilmente degenerar en desprecio (p. e. Eclo 50,25s), justifica en Israel el empeño por separarse de los otros pueblos idólatras (Dt 7,1-6). El orgullo sobrevive en la humillación misma, pero entonces se convierte en vergüenza, como cuando Israel tiene «el vientre pegado al suelo» porque Yahveh oculta su rostro (Sal 44,26); pero si se humilla, entonces podrá de nuevo «levantar la cara hacia Dios» (Job 23,26). En todo caso el pueblo, abatido hasta el suelo o con la mirada fija en el cielo, conserva en su corazón el orgullo de su elección (Bar 4,2ss; cf. 2,15; Sal 119,46).

Orgullo y vanidad. Del orgullo a la soberbia no hay más que un paso (Dt 8,17); entonces el orgullo se convierte en vanidad, pues su apoyo es• ilusorio. A la gloria de poseer un templo en el que habita Dios, hay que responder con la fidelidad a la alianza, pues de lo contrario toda seguridad es engañosa (Jer 7,4- 11). Asimismo, «que el sabio no se gloríe de su sabiduría, que el valiente no se gloríe de su valentía, que el rico no se gloríe de su riqueza. Pero quien quiera gloriarse, halle su gloria en esto: en tener inteligencia y en conocerme» (9,22s). El único orgullo auténtico es la irradiación de la confianza en Dios solo. Este proceso de degradación se observa también en las naciones, que, como criaturas, deben dar gloria a solo Dios y no enorgullecerse por su belleza, por su poderío o su riqueza (Is 23; 47: Ez 26-32). Finalmente, los sabios gustan de repetir que el temor de Dios es el único motivo de orgullo (Eclo 1,11; 9,16), pero no la riqueza ola pobreza (10,22); el orgullo está en ser hijos del Señor (Sab 2,13), en tener a Dios por padre (2,16). Ahora bien, el orgullo del justo no es sólo interior, y su irradiación condena al impío; éste, en cambio, persigue al justo. Y el orgullo del justo oprimido se expresa en la oración que dirige al que le da existencia: «No seré confundido» (Sal 25,3; 40,15ss).

El orgullo del siervo de Dios. El restablecimiento del orgullo del justo no se verifica según los caminos del hombre. Israel se cree abatido, abandonado por su Dios, pero Dios sostiene a su siervo, lo lleva de la mano (Is 42,1.6); así, en la persecución endurece su rostro y no será confundido (50,7s). Sin embargo, el profeta anuncia que las multitudes se horrorizaron al verle: no tenía aspecto de hombre, de tan desfigurado como estaba (52,14); delante de él se volvía el rostro porque él mismo había venido a ser despreciable y despreciado (53,2s). Pero si el siervo ha perdido el rostro a los ojos de los hombres, Dios toma su causa en la mano y justifica su orgullo interior inquebrantable «glorificándolo» a la faz de los pueblos: «será alto, exaltado, será muy elevado: mi siervo prosperará» (52,13) y «compartirá los trofeos con los poderosos» (53,12). Siguiendo el ejemplo del siervo, todo justo puede invocar el juicio de Dios: después que se le ha tenido por loco y miserable, he aquí que el último día «el justo se mantendrá de pie lleno de confianza» (Sab 5,1-5).

NT. 1. El orgullo de Cristo. Jesús, que sabe de dónde viene y adónde va, manifiesta su orgullo cuando se proclama Hijo de Dios. El cuarto evangelio presenta este comportamiento como una parresía. Jesús habló «abiertamente» al mundo (Jn 18, 20s), tanto que el pueblo se preguntaba si las autoridades no lo habían reconocido por el Cristo (7,25s); pero como este hablar franco no tiene que ver con la publicidad estrepitosa del mundo (7,3-10), no se le comprende, y debe cesar (11,54); Jesús cede, pues, el puesto al Paráclito que ese día dirá todo claro (16,13.25). Aunque el término no se halla en los sinópticos sino a propósito del anuncio de la pasión (Me 8,32), sin embargo, describen comportamientos de Jesús que expresan la parresía. Así cuando reivindica frente a toda autoridad los derechos del Hijo de Dios o de su Padre: frente a sus padres (Lc 2,49), frente a los abusos impíos (Mt 21, 12ss; Jn 2,16), frente a las autoridades establecidas (Mt 23). Sin embargo, este orgullo no es nunca reivindicación de la honra personal, no busca sino la gloria del Padre (Jn 8.49s).

Orgullo y libertad del creyente. El fiel de Cristo ha recibido con su fe un orgullo inicial (Heb 3,14), que debe conservar hasta el fin como un gozoso orgullo de la esperanza (3, 6). En efecto, por la sangre de Jesús está lleno de seguridad y confianza (10,195) y puede adelantarse hacia el trono de la gracia (4,16); no puede perder esta seguridad ni siquiera en la persecución (10,34s), sopena de ver a Jesús avergonzarse de él (Lc 9,26 p) el día del juicio; pero si ha sido fiel, puede tranquilizar su corazón, pues Dios es más grande que nuestro corazón (Jn 4, 17; 2,28; 3.20ss).

El orgullo del cristianismo se manifiesta acá en la tierra en la libertad con que da testimonio de Cristo resucitado. Así desde los primeros días de la Iglesia los apóstoles, iletrados (Act 4,13) anunciaban la palabra sin desfallecer (4,29.31; 9,27s: 18,25s), delante de un público hostil o desdeñoso. Pablo caracteriza esta actitud por la ausencia de velo sobre el rostro del creyente: refleja la gloria misma del Señor resucitado (2Cor 3,lls); tal es el fundamento del orgullo apostólico: «nosotros creemos, y por eso hablamos» (4,13).

Orgullo y gloria. Como Jeremías, que en otro tiempo quitaba a todo hombre el derecho de «gloriarse», a no ser del conocimiento de Yahveh, así lo hace también san Pablo (1Cor 1,31).

Pero Pablo sabe el medio radical escogido por Dios para quitar al hombre toda tentación de vanagloria: la fe. En adelante ya no hay privilegio en que uno pueda apoyarse, ni el nombre de judío, ni la ley, ni la circuncisión (Rom 2,17- 29). Ni siquiera Abraham pudo gloriarse de obra alguna (4,2), mucho menos nosotros, que somos todos pecadores (3,19s.27). Pero gracias a Jesús que le ha procurado la reconciliación, puede el fiel gloriarse en Dios (5,11), y en la esperanza de la gloria (5,2), fruto de la justificación por la fe. Todo lo demás es despreciable (Fip 3.3-9); sólo la cruz de Jesús es fuente de gloria (Gál 6,14), pero no los predicadores de esta cruz (1Cor 3,21).

Finalmente, el cristiano puede estar orgulloso de sus tribulaciones (Rom 5,3); las flaquezas del Apóstol son fuente de orgullo (1Cor 4,13; 2Cor 11,30; 12,9s). Entonces los frutos del apostolado, que son las Iglesias fundadas, pueden ser la corona de gloria del Apóstol (1Tes 2,19; 2Tes 1,4): puede estar uno orgulloso de sus ovejas, incluso a través de las dificultades que suscitan (2Cor 7,4.14; 8,24). El misterio del orgullo cristiano y apostólico es el misterio pascual, el de la gloria que brilla a través de las tinieblas. Está orgulloso el que con su fe ha atravesado el reino de la muerte.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Noche

El acontecimiento de la noche pascual ocupa el centro del simbolismo, de la noche en la Escritura. Desde luego, se encuentra también en la Biblia la experiencia humana fundamental, que es común a la mayoría de las religiones: la noche es una realidad ambivalente, temerosa como la muerte, e indispensable como el tiempo del nacimiento de los mundos. Cuando desaparece la luz del día, entonces se ponen en movimiento las bestias maléficas (Sal 104,20), la peste tenebrosa (Sal 91,6), los hombres que odian la luz: adúlteros, ladrones o asesinos (Job 24,13-17); tanto es así que hay que orar al que creó la noche (Gén 1,5) que proteja a los hombres contra los terrores nocturnos (Sal 91,5). Por otra parte, si la noche es temerosa porque en ella muere el día, debe a su vez ceder el puesto al día que sigue: así el fiel que cuenta con el Señor es como el vigilante que acecha la aurora (Sal 130,6). Estos simbolismos valederos, tinieblas mortales y esperanza del día, no hallan, sin embargo, su pleno significado sino enraizados en una experiencia privilegiada: la noche es el tiempo en el que se desarrolló en forma privilegiada la historia de la salvación.

AT. 1. La noche de la liberación. Según las diversas tradiciones del Éxodo, fue «hacia la mitad de la noche» cuando Yahveh puso en ejecución el proyecto que había formado de liberar a su pueblo de la esclavitud (Éx 11,4; 12,12.29); noche memorable, recordada cada año con una noche de vigilia, en memoria de lo que Yahveh mismo había velado por su pueblo (12,42). Noche que se prolongó mientras la columna de nube alumbraba la marcha de los fugitivos (13,21s). Aquí se manifiesta ya la ambivalencia de la noche: para los egipcios se espesaba la nube, semejante a aquella noche que cayó en otro tiempo sobre ellos, mientras que la luz alumbraba a los hebreos (10,21ss). «Para tus santos, comenta la Sabiduría, era la plena luz» (Sab 18,1). Luego, describiendo la noche única: «Mientras un silencio apacible envolvía todas las cosas y la noche llegaba a la mitad de su rápido curso, tu palabra omnipotente se lanzó del trono regio (18,14s). ¿Hay que relacionar con este acontecimiento nocturno la oración del salmista que se levanta a media noche para dar gracias a Dios por sus justos juicios (Sal 119,62)? En todo caso la noche aparece de golpe como el tiempo de la prueba, pero de una prueba de la que somos librados por el juicio de Dios.

El día y la noche. Israel no cesó de soñar con el día en que Yahveh lo liberaríapor fin de la opresión en que se hallaba. Esta esperanza era legítima, pero la conducta infiel no la justificaba. Así los profetas reaccionan contra ella: «¡Ay de los que suspiran por el día de Yahveh! ¿Qué será para vosotros? Tinieblas, pero no luz» (Am 5,18), oscuridad y sombra espesa (Sof 1,15; Jl 2,2). Ambivalencia también, pero inherente esta vez al día de Yahveh: para los unos será una noche; pero será una luz resplandeciente para el resto de Israel, que, entre tanto, marcha a tientas en las tinieblas de la noche (Is 8,22-9,1), tropieza con las «montañas de la noche» (Jer 13,16), pero todavía espera (cf. Is 60,1).

En la noche de la prueba. Sabios y salmistas trasladaron a la vida individual la experiencia del juicio divino qué se opera en la noche y por la noche. Si practicas la justicia, «tu luz brotará como la aurora» (Is 58,8; Sal 112,4). Job se lamenta, sí, del día de su nacimiento, que hubiera debido quedar sepultado en la noche del seno materno (Job 3,7). Pero el salmista da vueltas en su lecho en plena noche para llamar al Señor: la noche le pertenece (Sal 74,16) y él puede, por tanto, liberar al hombre como antaño en los tiempos del Éxodo (Sal 63,7; 77,3; 119, 55). «Mi alma te desea por la noche para que ejecutes tu juicio» (Is 26, 9; cf. Sal 42,2).

Los apocalipsis, prolongando esta evocación de la salvación como una liberación de la prueba nocturna, describen la resurrección como un despertar después del sueño de la muerte (Is 26,19; Dan 12,2), una vuelta a la luz después de la inmersión en la noche total del seol.

NT. El salmista decía a Dios: «La tiniebla no es tiniebla delante de ti, y la noche es luminosa como el día» (Sal 139,12). Esta palabra debía realizarse en forma maravillosa, como una nueva creación operada por aquél que dijo: «¡Brote la luz de las tinieblas!» (2Cor 4,6): con la resurrección de Cristo brotó el día de la noche, y esto para siempre.

1. La noche y el día de pascua. Mientras era de día hacía Jesús irradiar la luz de sus obras (Jn 9,4). Llegada la hora, se entrega a las asechanzas de la noche (11,10), de esa noche en que se ha sumergido el traidor Judas (13,30), en que sus discípulos van a escandalizarse (Mt 26,31 p); él ha querido afrontar esta «hora y el reino de las tinieblas» (Lc 22,53). La liturgia primitiva conserva para siempre su recuerdo: «la noche en que fue entregado» fue cuando instituyó la Eucaristía (1Cor 11,23). Y el día mismo de su muerte se convierte en tinieblas que cubren toda la tierra (Mt 27,45 p; cf. Act 2,20 = J1 3,4).

Pero he aquí que «al despuntar el alba» irrumpe el relámpago de los ángeles (Mt 28,3) anunciando el triunfo de la vida y de la luz sobre las tinieblas de la noche. Esta aurora la habían conocido ya los discípulos cuando Jesús se había reunido con ellos caminando sobre las aguas enfurecidas «en la cuarta vigilia de la noche» (Mt 14,25 p). Noche de liberación que todavía conocerán los apóstoles, milagrosamente libertados de su prisión en plena noche (Act 5, 19; 12,6s; 16,25s). Noche de luz para Pablo, cuyos ojos están sumidos en las tinieblas, para despertarlo a la luz de la fe (Act 9, 3.8.18).

«Nosotros no somos ya de la noche» (1Tob 5,5). En adelante la vida del creyente reviste un sentido en función del día de pascua que no conoce ocaso. Este día brilla en el fondo de su corazón: es un «hijo del día» (ibíd.; cf. Ef 5,8) una vez que Cristo, surgido de entre los muertos, ha brillado sobre él (Ef 5,14). Ha sido «arrebatado al poder de las tinieblas» (Col 1,13), ya no tiene «entenebrecidos los pensamientos» (Ef 4,18), sino que refleja en su rostro la gloria misma de Cristo (2Cor 3. 18). Para velar contra el príncipe de las tinieblas (Ef 6,12) debe revestirse de Cristo y de sus armas de luz, deponer las «sobras de las tinieblas» (Rom 13,12ss; 1Jn 2,8s). Para él ya no es de noche, su noche es luminosa como el día.

El día en medio de la noche. Puesto que el cristiano ha sido «conducido de las tinieblas a la admirable luz» (Act 26,18; 1Pe 2,9), no puede verse sorprendido por el día del Señor, que viene como ladrón en la noche (1Tes 5,2.4). Cierto que actualmente se halla todavía «en la noche», pero esta noche «avanza» hacia el día muy próximo que le pondrá fin (Rom 13,12). Tiene ya en sí mismo la luz, pero aguarda una luz todavía más plena. Con Pedro, iluminado durante la noche en que se transfiguró Cristo (Lc 9,29.37), halla en las Escrituras una luz, como una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que comience a despuntar el día y salga en su corazón la estrella de la mañana (2Pe 1,19). De este día que viene no reveló Jesús el momento exacto (Mc 13,35), pero habrá identidad entre «ese día» y «esa noche» (Lc 17,31.34). Cristo-esposo tendrá en medio de la noche (Mt 25,6); como las vírgenes prudentes con las lámparas encendidas, dice la esposa: «Yo duermo, pero mi corazón vela» (Cant 5,2). En su espera se esfuerza por pensar en él día y noche, imitando a los vivientes (Ap 4,8) y a los elegidos del cielo (7,15) que, día y noche, proclaman las alabanzas divinas. El Apóstol, con el mismo espíritu, trabaja día y noche (1Tes 2,9; 2Tes 3,8), exhorta (Act 20,31) y ora (1Tes 3,10). Todavía en la tierra los servidores de Cristo anticipan así en cierto modo el día sin fin en que «ya no habrá noche» (Ap 2115; 22,5).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Mundo

AT. La designación corriente del mundo es la expresión «cielos y tierra» (Gén 1,1); la palabra tebel se aplica únicamente al mundo terrenal (p.e., Jer 51,15); los libros de época griega hablan del kosmos (Sab 11, 17; 2Mac 7,9.23) poniendo bajo este término un contenido específicamente bíblico. Para el pensamiento griego, el kosmos, con sus leyes, su belleza, su perennidad, su eterno retorno de las cosas, expresa efectivamente el ideal de un orden cerrado sobre sí mismo, que incluye al hombre y engloba hasta a los dioses: éstos se distinguen con dificultad de los elementos del mundo en este panteísmo virtual y confesado. Muy otra es la concepción bíblica, en la que las representaciones cosmológicas y cosmogónicas no constituyen sino un material secundario, puesto al servicio de una afirmación religiosa esencial: el mundo, criatura de Dios, tiene sentido en función del designio divino de salvación, como también en el marco de este designio hallará su destino final.

ORÍGENES DEL MUNDO. Contrariamente a las mitologías mesopotámicas, egipcia, cananea, etc., la representación bíblica de los orígenes del mundo conserva gran sobriedad. No se sitúa ya en el plano del mito, historia divina acaecida en el tiempo, sino que, por el contrario, ella es la que inaugura el tiempo. Es que entre Dios y el mundo hay un abismo que expresa el verbo crear (Gén 1,1). Si el Génesis, apoyado por otros textos (Sal 8; 104; Prov 8,22-31; Job 38s), evoca la actividad creadora de Dios, lo hace únicamente para subrayar dos puntos de fe: distinción del mundo y del Dios único; dependencia del mundo con relación a un Dios soberano, que «habla y las cosas son» (Sal 33,6-9), que gobierna con su providencia las leyes de la naturaleza (Gén 8,22); integración del universo en el designio de salvación, que tiene al hombre por centro. Esta cosmología sagrada, ajena a todas las preocupaciones científicas como también a las especulaciones filosóficas, sitúa así al mundo en relación con el hombre: éste emerge de él para dominarlo (Gén 1,28) y en este sentido lo arrastra a su propio destino.

SIGNIFICACIÓN DEL MUNDO. De este modo la significación actual del mundo para la conciencia religiosa es doble.

El mundo, salido de las manos divinas, continúa manifestando la bondad de Dios. Dios, en su sabiduría, lo organizó como una verdadera obra de arte, una y armónica (Prov 8,22-31; Job 28,25ss). Su poder y su divinidad se hacen así sensibles, en cierta manera (Sab 13,3ss), pues su gracia está de tal manera derramada sobre todas sus obras que la vista del universo agota las facultades de admiración del hombre (Sal 8; 19,1-7; 104).

Pero para el hombre pecador implicado en la tragedia, el mundo significa también la ira de Dios, a la que sirve de instrumento (Gén 3, 17s): el que hizo las cosas para el bien y la felicidad del hombre, lo utiliza también para su castigo. De ahí las calamidades de toda suerte con que la naturaleza ingrata se alza contra la humanidad, desde el diluvio hasta las plagas de Egipto, y hasta las maldiciones que aguardan a Israel infiel (Dt 28,15-46).

De esta doble manera se asocia el mundo activamente a la historia de la salvación, en función de la cual adquiere su verdadero sentido religioso. Cada una de las criaturas que lo componen posee como cierta ambivalencia, puesta de relieve en el libro de la Sabiduría: la misma agua que perdía a los egipcios procuraba la salvación a Israel (Sab 11, 5-14). Si bien es cierto que el principio no se puede aplicar mecánicamente, puesto que justos y pecadores viven acá abajo en solidaridad de destino, no obstante, hay que reconocer que aparece un nexo misterioso entre el mundo y el hombre. Más allá de los fenómenos cíclicos que constituyen, a nuestra escala, el rostro actual del mundo, éste tiene una historia, que comenzó con el hombre para acabar en él (Gén 1,1- 2,4), que camina ahora paralelamente a la del hombre para consumarse en el mismo punto final.

DESTINO FINAL DEL MUNDO. El mundo, portador de una humanidad nacida de él por sus raíces corporales (Gén 2,7; 3,19), está, en efecto, por acabar: al hombre corresponde llevarlo a perfección con su trabajo, dominándolo (1,28) e imprimiéndole su sello. Pero ¿de qué servirá la humanización del mundo si el hombre pecador lo arrastra de hecho a su pecado? Por eso la escatología de los profetas se interesa menos por el devenir del mundo bajo el gobierno del hombre que por el término, necesariamente ambiguo, hacia el que camina.

1. En el juicio final que aguarda a la humanidad todos los elementos del mundo serán asociados, como si el orden de las cosas creado en los principios se viera trastornado por un súbito retorno al caos (Jer 4,23-26). De ahí las imágenes de la tierra que se cuartea (Is 24,19s), de los astros que se oscurecen (Is 13,10; J1 2.10; 4,15): el viejo universo será arrastrado en el cataclismo en que perecerá una humanidad culpable…

2. Pero así como más allá del juicio de los hombres se prepara su salvación por pura gracia divina, así también se prepara para el mundo una renovación profunda que los textos evocan como una nueva creación: Dios creará «nuevos cielos y una nueva tierra» (Is 65,17; 66,22); y la descripción de este mundo renovado se hace con las imágenes que servían para el paraíso primitivo.

3. Mundo presente y mundo venidero. El judaísmo contemporáneo del NT, prolongando estos anuncios misteriosos, se representaba el término de la historia humana como un paso del mundo (o del siglo) presente al mundo (o al siglo) venidero. El mundo presente es el mundo en que nos hallamos desde que, por la envidia del diablo (y el pecado del hombre), la muerte hizo su entrada en él (Sab 2,24). El mundo venidero es el mundo que aparecerá cuando venga Dios a establecer su reinado. Entonces las realidades del mundo presente, purificadas como el hombre mismo, recobrarán su perfección primitiva: serán verdaderamente transfiguradas a imagen de las realidades celestiales.

NT. El NT usa abundantemente la palabra griega kosmos, que connotaba en el helenismo los dos matices de orden y de belleza. Pero aquí nos hallamos muy lejos del pensamiento griego.

AMBIGÜEDAD DEL MUNDO. 1. Es cierto que el mundo así designado es fundamentalmente la criatura excelente que Dios hizo en los orígenes (Act 17,24) por la actividad de su Verbo (Jn 1,3.10; cf. Heb 1,2; Col 1,16). Este mundo sigue dando testimonio de Dios (Act 14,17; Rom 1,19s). Sin embargo, sería un error ensalzarlo demasiado, puesto que el hombre lo supera con mucho en valor verdadero: ¿de qué le serviría ganar todo el mundo si él mismo se perdiera (Mt 16,26)?

2. Pero hay más que esto: en su estado actual, este mundo solidario del hombre pecador está en realidad en poder de Satán. El pecado entró en él al comienzo de la historia, y con el pecado la muerte (Rom 5, 12). Por este hecho ha venido a ser deudor de la justicia divina (3,19), pues hace causa común con el misterio del mal que está en acción acá abajo. Su elemento más visible está constituido por los hombres que alzan su voluntad rebelde contra Dios y contra su Cristo (Jn 3,18s; 7,7; 15,18s; 17,9.14…). Tras ellos se perfila un jefe invisible: Satán, el príncipe de este mundo (12,31; 14,30; 16,11), el dios de este siglo (2Cor 4,4). Adán, establecido jefe del mundo por la voluntad de su creador, entregó en manos de Satán su persona y su dominio; desde entonces el mundo está en poder del maligno (1Jn 5,19), cuyo poder y gloria comunica a quien quiere (Lc 4,6).

Mundo de tinieblas regido por los espíritus del mal (Ef 6,12); mundo engañador, cuyos elementos constitutivos pesan sobre el hombre y lo esclavizan hasta dentro de la misma economía antigua (Gál 4,3.9; Col 2, 8.10). El espíritu de ese mundo, incapaz de gustar los secretos y los dones de Dios (1Cor 2,12), se opone al Espíritu de Dios, al igual que el espíritu del anticristo que ejerce su acción en el mundo (1Jn 4,3). La sabiduría de este mundo, apoyada en las especulaciones del pensamiento humano separado de Dios, es puesta en evidencia por Dios de ser una locura (1Cor 1,20). La paz que da este mundo, hecha de prosperidad material y de seguridad engañosa, no es sino un simulacro de la verdadera paz que sólo Cristo puede dar (Jn 14,27): su efecto último es una tristeza que ocasiona la muerte (2Cor 7,10).

A través de todo esto se revela el pecado del mundo (Jn 1,29), masa de odio y de incredulidad acumulada desde los orígenes, piedra de escándalo para quien quisiere entrar en el reino de Dios: ¡ay del mundo a causa de los escándalos (Mt 18, 7)! Por eso el mundo no puede ofrecer al hombre ningún valor seguro: su figura pasa (1Cor 7,31), y también sus concupiscencias (1Jn 2,16). Lo trágico de nuestro destino viene de que por nacimiento pertenecemos a tal mundo.

JESÚS Y EL MUNDO. Ahora bien, «Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16). Tal es la paradoja por la que se inicia para el mundo una nueva historia que tiene dos aspectos complementarios: la victoria de Jesús sobre el mundo malo regido por Satán, la inauguración en él del mundo renovado, que anunciaban las promesas proféticas.

Jesús, vencedor del mundo. Este primer aspecto lo pone en pleno relieve el cuarto evangelio: «Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no le conoció» (Jn 1,10). Tal es el resumen de la carrera terrestre de Jesús. Jesús no es del mundo (8,23; 17,14), y tampoco su reino (18,36); tiene su poder (Lc 4,5-8) de Dios (Mt 28,18) y no del príncipe de este mundo, pues éste no tiene ningún poder sobre él (Jn 14,30). Por eso le odia el mundo (15,18), tanto más que él es su luz (9,5), que le trae la vida (6,33), que viene para salvarlo (12,47). Odio loco que domina aparentemente el drama evangélico: este odio provoca finalmente la condenación a muerte de Jesús (cf. 1Cor 2,7s). Pero en este mismo momento se invierte la situación: entonces tiene lugar el juicio del mundo y la caída de se príncipe (12,31), la victoria de Cristo sobre el mundo maligno (16,33). Porque Jesús, aceptando en un acto supremo de amor la misteriosa voluntad del Padre (14,30), «abandonó el mundo» (16,28) para retornar a su Padre, donde está sentado ya en la gloria (17,1.5), y desde donde dirige la historia (Ap 5,9).

El mundo renovado. Por ese mismo acto realizó Jesús aquello para lo que había venido a la tierra: muriendo «quitó el pecado del mundo» (Jn 1,29), dio su carne «para la vida del mundo» (6,51). Y el mundo, criatura de Dos caída bajo el yugo de Satán, se vio rescatado de su esclavitud. Fue lavado por la sangre de Jesús: Terra, pontus, ostra, mundus, quo lavantur Ilum ine! Él, en quien habían sido creadas todas las cosas (Col 1,16), fue establecido por su resurrección cabeza de la nueva creación: Dios puso todo bajo sus pies (Ef 1,20ss), reconciliando en él a todos los seres y rehaciendo la unidad de un universo dividido (Col 1, 20). En este mundo nuevo la luz y la vida circulan ya en abundancia: se dan a todos los que tienen fe en Jesús.

Sin embargo, el mundo presente no ha llegado todavía a su fin. La gracia de la redención está en acción en un universo doliente (sufrimiento). La victoria de Cristo no será completa sino el día de su manifestación en gloria, cuando entregue todas las cosas a su Padre (1Cor 15, 25-28). Hasta entonces el universo sigue en espera de un parto doloroso (Rom 8.19…): el del hombre nuevo en su pleno desarrollo (Ef 4,13), el del mundo nuevo que suceda definitivamente al antigua (Ap 21,4s).

EL CRISTIANO Y EL MUNDO. En relación con el mundo se hallan los cristianos en la misma situación compleja en que se hallaba Cristo durante su paso por la tierra. No son del mundo (Jn 15,19; 17,17); y sin embargo, están en el mundo (11,11), y Jesús no ruega al Padre que los retire de él, sino únicamente que los guarde del Maligno 117,15). Su separación, por lo que se refiere al mundo maligno, deja intacta su tarea positiva frente al mundo que hay que rescatar (cf. 1Cor 5,10).

1. Separados del mundo. Primero separación: el cristiano debe guardarse de la contaminación del mundo (Sant 1,27); no debe amar al mundo (1Jn 2,15), pues la amistad del mundo es enemistad con Dios (Sant 4,4) y conduce a los peores abandonos (2Tim 4,10). Evitando modelarse conforme al siglo presente (Rom 12,2), renunciará, pues, a las concupiscencias que definen el espíritu de este siglo (Jn 2,16). En una palabra, el mundo será para él un crucificado, y él para el mundo (Gál 6,14): usará de él como quien no usa (1Cor 7,29ss). Despego profundo, que no excluye evidentemente un empleo de los bienes de este mundo conforme a las exigencias de la caridad fraterna (1Jn 3,17): tal es la santidad que se exige al cristiano.

Testigos de Cristo frente al mundo. Pero, por otro lado, veamos la misión positiva del cristiano frente al mundo actualmente cautivo del pecado. Así como Cristo vino para dar testimonio de la verdad (Jn 18, 37), así el cristiano es enviado al mundo (17,18) para dar un testimonio que es el de Cristo mismo (1Jn 4,17). La existencia cristiana, que es todo lo contrario de una manifestación espectacular, a la que se negó Jesús mismo (Jn 7,3s; 14,22; cf. Mt 4,5ss), revelará a los hombres el verdadero rostro de Dios (cf. Jn 17,21. 23). A ello se añadirá el testimonio del Padre. En efecto, los predicadores del Evangelio recibieron la orden de anunciarlo al mundo entero (Mc 14,19; 16,15): en él brillarán como otros tantos focos de luz (Flp 2,15).

Pero el mundo se alzará contra ellos, como en otro tiempo contra Jesús (1Jn 15,18), tratando de reconquistar a los que hayan evitado su corrupción (2Pe 2,19s). El arma de la lucha y de la victoria en esta guerra inevitable será la fe (1Jn 5,4s): nuestra fe condenará al mundo (Heb 11,7; Jn 15,22). El cristiano, sin extrañarse lo más mínimo de verse odiado e incomprendido (1Jn 3,13; Mt 10.14 p) y hasta perseguido por el mundo (Jn 15,18ss), es reconfortado por el Paráclito, el Espíritu de verdad enviado acá abajo para confundir al mundo: el Espíritu atestigua en el corazón del creyente que el mundo comete pecado negándose a reconocer a Jesús, que la causa de Jesús es justa, pues él está junto al Padre y el príncipe de este mundo está ya condenado (16,8-11). Aunque el mundo no lo ve ni lo conoce (14,17), este Espíritu morará en el fiel y le hará triunfar de los anticristos (Jn 4,4ss). Y poco a poco, gracias al testimonio, los hombres cuyo destino no esté definitivamente ligado con el mundo volverán a ocupar un puesto en el universo rescatado, que tiene a Cristo por cabeza.

En espera del último día. Mientras dure el siglo presente no hay que esperar que desaparezca esta tensión entre el mundo y los cristianos. Hasta el día de la discriminación definitiva, los súbditos del reino y los súbditos del maligno seguirán mezclados como la cizaña y el trigo en el campo de Dios, que es el mundo (Mt 13,38ss). Pero desde ahora comienza a operarse el juicio en lo secreto de los corazones (Jn 3,18-21); ya no tendrá más que hacerse público el día en que Dios juzgue al mundo (Rom 3,6) asociando sus fieles a su actividad de Juez (1Cor 6,2). Entonces desaparecerá definitivamente el mundo presente, conforme a los oráculos proféticos, mientras que la humanidad regenerada hallará el gozo en un universo renovado (cf. Ap 21).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Misión

La idea de una misión divina no es completamente extraña a las religiones no cristianas. Sin hablar de Mahoma «enviado de Dios», que pretende suceder a los profetas bíblicos, se la encuentra en cierto grado en el paganismo griego. Epicteto se considera como «el enviado, el inspector, el heraldo de los dioses», «enviado por el dios para ejemplo»: para reanimar en los hombres con su enseñanza y su testimonio la centella divina que hay en ellos, estima haber recibido una misión del cielo. Igualmente en el hermetismo el iniciado tiene la misión de convertirse en «guía de los que son dignos, para que el género humano sea por su medio salvado por Dios». Pero en la revelación bíblica la idea de misión tiene unas coordenadas muy diferentes. Es totalmente relativa a la historia de la salvación. Implica un llamamiento positivo de Dios manifestado explícitamente en cada caso particular. Se aplica tanto a colectividades como a individuos. En conexión con las ideas de predestinación y de vocación, se traduce en un vocabulario que gravita en torno al verbo «enviar».

AT. I. LOS ENVIADOS DE Dios. 1. En el caso de los profetas (cf. Jer 7,25) -el primero de los cuales es Moisés – es donde más al vivo se puede percibir la misión divina. «Yo te envíos: esta palabra está en el centro de toda vocación profética (cf. Éx 3.10; Jer 1,7; Ez 2,3s; 3,4s). Al llamamiento de Dios responde cada uno según su temperamento personal: Isaías se ofrece («Aquí estoy, envíame», Is 6,8); Jeremías pone objeciones (Jer 1.6): Moisés pide signos que acrediten su misión (Ex 3,11ss), trata de rehusarla (4,13), se queja amargamente (5,22). Pero todos al fin obedecen (cf. Am 7,14s), si se exceptúa el caso de Jonás (Jon 1,1ss). Esta conciencia de una misión personal recibida de Dios es un rasgo esencial del verdadero profeta. Lo distingue de los que dicen: « ¡Palabra de Dios!», siendo así que Dios no los ha enviado, como aquellos profetas mentirosos contra los que lucha Jeremías (Jer I4,14s; 23,21.32; 28,15; 29,9). En sentido más amplio se puede también hablar de misión divina en el caso de todos los que desempeñan un papel providencial en la historia de Israel; pero para reconocer la existencia de tales misiones se requiere el testimonio de un profeta.

2. Todas las misiones de los enviados divinos son relativas al designio de salvación. La mayoría de ellas están en relación directa con el pueblo de Israel. Pero esto deja margen para la mayor diversidad. Los profetas son enviados para convertir los corazones, anunciar castigos o hacer promesas: su función está estrechamente ligada con la palabra de Dios, que están encargados de llevar a los hombres. Otras misiones se refieren más directamente al destino histórico de Israel: José es enviado para preparar la acogida de los hijos de Jacob en Egipto (Gén 45,5) y Moisés para sacar de allí a Israel (Éx 3,10; 7,16; Sal 105,26). Lo mismo sucede con todos los jefes y liberadores del pueblo de Dios: Josué, los Jueces, David, los reconstructores del judaísmo después del exilio, los jefes de la sublevación macabea… Aun en los casos en que a propósito de ellos no hablan explícitamente de misión los historiadores sagrados, los consideran evidentemente como enviados divinos, gracias a los cuales progresó hacia su término el designio de salvación. Incluso paganos pueden desempeñar en este punto un papel providencial: Asiria es enviada para castigar a Israel infiel (Is 10,6) y Ciro para abatir a Babilonia y liberar a los judíos (Is 43,14; 48,14s). La historia sagrada se construye gracias al entrecruzamiento de todas estas misiones particulares que convergen hacia el mismo fin.

LA MISIÓN DE ISRAEL. 1. ¿Hay que hablar también de una misión del pueblo de Israel? Sí, si se piensa en el estrecho nexo que hay siempre entre misión y vocación. La vocación de Israel define su misión en el designio de Dios. Elegido entre todas las naciones, es el pueblo consagrado, el pueblo-sacerdote encargado del servicio de Yahveh (Ex 19,5s). No se dice que desempeñe esta función en nombre de las otras naciones. Sin embargo, a medida que se desarrolla la revelación los oráculos proféticos entrevén el tiempo en que todas las naciones se unan a él para participar en el culto del Dios único (cf. Is 2,1ss; 19,21-25; 45,20-25; 60): Israel es por tanto llamado a ser el pueblo, faro de la humanidad entera. Asimismo, si es depositario del designio de salvación, lo es con la misión de hacer que participen en él los otros pueblos: desde la vocación de Abraham existía la idea en germen (Gén 12,3); ésta se precisa a medida que la revelación va descorriendo mejor el velo de las intenciones de Dios.

2. A partir del exilio se observa que Israel ha adquirido claramente conciencia de su misión. Sabe ser el siervo de Yahveh enviado por él en calidad de mensajero (Is 42,19). Ante las naciones paganas es su testigo, encargado de darlo a conocer como el Dios único (43,10.12; 44,8) y de «transmitir al mundo la luz imperecedera de la ley» (Sab 18.4). La vocación nacional desemboca aquí en el universalismo religioso. No se trata ya de dominar a las naciones paganas (Sal 47,4), sino de convertirlas. Así, el pueblo de Dios se abre a los prosélitos (Is 56,3.6s). Un espíritu nuevo atraviesa la literatura inspirada: el libro de Jonás enfoca el caso de una misión profética que tenga por beneficiarios a los paganos, y, en el libro de los Proverbios, los enviados de la sabiduría divina invitan aparentemente a todos los hombres a su festín (Prov 9,3ss). Israel tiende finalmente a convertirse en un pueblo misionero, particularmente en el medio alejandrino en el que se traducen al griego sus libros sagrados.

PRELUDIOS DEL NUEVO TESTAMENTO. 1. El tema de la misión divina aparece en la escatología profética, que prepara explícitamente el NT. Misión del siervo, a la que Yahveh designa como «alianza del pueblo y luz de las naciones» (Is 42,6s; cf. 49,5s). Misión del misterioso profeta, al que Yahveh envía «a llevar la buena nueva a los pobres» (Is 61,1s). Misión del enigmático mensajero que despeja el camino delante de Dios (Mal 3,1) y del nuevo Elías (Mal 3,23). Misión de los paganos convertidos que van a revelar la gloria de Yahveh a sus hermanos de raza (Is 66,19s). El NT mostrará cómo deben cumplirse estas Escrituras.

2. Finalmente, la teología de la palabra, de la sabiduría y del Espíritu personifica en forma sorprendente estas realidades divinas y no vacila en hablar de su misión: Dios envía su palabra para que ejecute acá abajo sus voluntades (Is 55,11; Sal 107,20; 147,15; Sab 18,14ss); envía su sabiduría para que asista al hombre en sus tareas (Sab 9,10); envía su Espíritu para que renueve la faz de la tierra (Sal 104,30; cf. Ez 37, 9s) y haga conocer a sus hombres su voluntad (Sap 9,17). Estas expresiones preludian así al NT, pues éste las reasumirá para explicar la misión del Hijo de Dios, que es su palabra y su sabiduría, y la de su Espíritu Santo en la Iglesia.

NT. I. LA MISIÓN DEL HIJO DE Dios. 1. Después de Juan Bautista, el último y el más grande de los profetas, mensajero divino y nuevo Elías anunciado por Malaquías (Mt 11,9-14), Jesús se presenta a los hombres como el enviado de Dios por excelencia, el mismo del que hablaba el libro de Isaías (Lc 4,17-21; cf. Is 61,1s). La parábola de los viñadores homicidas subraya la continuidad de su misión con la de los profetas, pero marcando también la diferencia fundamental de los dos casos: el padre de familia, después de haber enviado a sus servidores, envía finalmente a su hijo (Me 12,2-8 p). Por eso, al acogerlo o desecharlo se acoge o se desecha al que le ha enviado (Le 9,48: 10,16 p), es decir, al Padre mismo, que ha puesto todo en su mano (Mt 11,27). Esta conciencia de una misión divina, que deja entrever las relaciones misteriosas del Hijo y del Padre, se explicita en frases características: «Yo he sido enviado…», «Yo he venido…», «El Hijo del hombre ha venido…», para anunciar el Evangelio (Mc 1,38 p), cumplir la ley y los profetas (Mt 5,17), aportar fuego a la tierra (Lc 12,49), traer no la paz sino la espada (Mt 10,34 p), llamar no a los justos, sino a los pecadores (Mc 2,17 p), buscar y salvar lo que se había perdido (Lc 19,10), servir y dar su vida en rescate (Mc 10,45 p)… Todos los aspectos de la obra redentora realizada por Jesús enlazan así con la misión que ha recibido del Padre, desde la predicación galilea hasta el sacrificio de la cruz.

La cosa es todavía más evidente en el cuarto evangelio. El envío del Hijo al mundo por el Padre se repite aquí como un estribillo en todos los discursos (40 veces, p. e. 3,17; 10,36: 17,18). Así también el único deseo de Jesús es «hacer la voluntad del que le ha enviado» (4.34; 6,38ss), de realizar sus obras (9,4), de decir lo que ha aprendido de él (8,26). Existe entre ellos tal unidad de vida (6,57; 8,16.29) que la actitud tomada frente a Jesús es una toma de posición frente a Dios mismo (5,23; 12,44s: 14,24; 15,21-24). En cuanto a la pasión, consumación de su obra, Jesús ve en ella su retorno al que le ha enviado (7,33; 16,5; cf. 17,11). La fe que exige a los hombres es una fe en su misión (11,42; 17,8.21.23. 25); esto implica al mismo tiempo la fe en el Hijo como enviado (6,29) y la fe en el Padre que le envía (5, 24; 17,3). Por la misión del Hijo al mundo se ha revelado, pues, a los hombres un aspecto esencial del misterio íntimo de Dios: el Único (Dt 6,4; cf. Jn 17,3), al enviar a su Hijo se ha dado a conocer como el Padre.

No tiene nada de extraño ver que los escritos apostólicos dan una importancia central a esta misión del Hijo. Dios envió a su Hijo en la plenitud de los tiempos para rescatarnos y conferirnos la adopción filial (Gál 4,4; cf. Rom 8,15). Dios envió a su Hijo al mundo como salvador, como propiciación por nuestros pecados, a fin de que nosotros vivamos por él: tal es la prueba suprema de su amor a nosotros (1Jn 4,9s.14). Jesús es así el enviado por excelencia (Jn 9,7), el apostolos de nuestra profesión de fe (Heb 3.1).

Los ENVIADOS DEL HIJO. 1. La misión de Jesús se prolonga con la de sus propios enviados, los doce, que por esta misma razón llevan el nombre de apóstoles. Viviendo todavía Jesús los envía ya delante de él (cf. Le 10,1) para predicar el Evangelio y curar (Lc 9,1 p), que es el objeto de su misión personal. Son los obreros enviados a la mies por el maestro (Mt 9,38 p; cf. Jn 4,38); son los servidores enviados por el rey para conducir a los invitados a las bodas de su Hijo (Mt 22,3 p). No deben hacerse la menor ilusión sobre la suerte que les aguarda: el enviado no es mayor que el que le envía (Jn 13,16); como se ha tratado al maestro se tratará a los servidores (Mt 10,24s). Jesús los envía «como ovejas en medio de los lobos» (10,16 p). Sabe que la «generación perversa» perseguirá a sus enviados y les dará muerte (23,34 p). Pero lo que se les haga, se le hará a él mismo y finalmente al Padre: «El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha, y el que me desecha a mí, desecha al que me envió» (Le 10,16); «El que a vosotros recibe, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió» (Jn 13,20). En efecto, la misión de los apóstoles se enlaza de la forma más estrecha con la de Jesús: «Como mi Padre me ha enviado, yo también os envío» (20, 21). Esta palabra ilustra el sentido profundo del envío final de los doce por Cristo resucitado: «Id…». Irán, pues, a anunciar el Evangelio (Mc 16,15), a hacer discípulos de todas las naciones (Mt 28,19), a llevar por todas partes su testimonio (Act 1,8). La misión del Hijo alcanzará así efectivamente a todos los hombres gracias a la misión de sus apóstoles y de su Iglesia.

2. Y así es sin duda como lo entiende el libro de los Hechos cuando refiere la vocación de Pablo. Utilizando los términos clásicos de las vocaciones proféticas, Cristo resucitado dice a su instrumento de elección: «Ve. Quiero enviarte lejos, a las naciones» (Act 22,21), y esta misión a los paganos entra exactamente en la línea de la del siervo de Yahveh (Act 26,17; cf. Is 42,7.16). En efecto, el siervo vino en la persona de Jesús, y los enviados de Jesús llevan a todas las naciones el mensaje de salvación que él mismo sólo había notificado a las «ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24). Esta misión recibida en el camino de Damasco la invocará siempre Pablo para justificar su título de apóstol (1Cor 15,8s; Gál 1,12). Seguro de su extensión universal, llevará el Evangelio a los paganos para obtener de ellos la obediencia de la fe (Rom 1,5) y magnificará la misión de todos los mensajeros del Evangelio (10, 14s): ¿no se debe a ella el que nazca en el corazón de los hombres la fe en la palabra de Cristo (10,17)? Más allá de la función personal de los apóstoles, la Iglesia entera en su función misionera enlaza así con la misión del Hijo.

LA MISIÓN DEL ESPÍRITU SANTO. Para cumplir esta función misionera los apóstoles y los predicadores del Evangelio no están solos y abandonados a sus solas fuerzas humanas; realizan su cometido con la fuerza del Espíritu Santo. Ahora bien, para definir el papel exacto del Espíritu hay que hablar todavía de misión en el sentido más fuerte del término. Jesús, evocando su futura venida en el sermón después de la Cena, precisaba: «El Paráclito, el Espíritu Santo, al que mi Padre enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas» (Jn 14,26); «Cuando venga el Paráclito, al que yo os enviaré de junto a mi Padre, él dará testimonio de mí» (15,26; cf. 16,7). El Padre y el Hijo obran, pues, conjuntamente para enviar al Espíritu. Lucas pone el acento sobre la acción de Cristo, mientras que la del Padre consiste sobre todo en la promesa que él ha hecho, conforme al testimonio de las Escrituras: «Yo enviaré sobre vosotros, dice Jesús. lo que os ha prometido mi Padre» (Lc 24,49; cf. Act 1,4; Ez 36,27; JI 3,1s).

2. Tal es, en efecto, el sentido de pentecostés, manifestación inicial de esta misión del Espíritu que durará todo el tiempo que dure la Iglesia. A los doce los hace el Espíritu testigos de Jesús (Act 1,8). Se les da para que cumplan su función de enviados (Jn 20,21s). En él predicarán en adelante el Evangelio (1Pe 1,12), como también después de ellos los predicadores de todos los tiempos. La misión del Espíritu es así inherente al misterio mismo de la Iglesia cuando ésta anuncia la palabra para cumplir su quehacer misionero. Es también la base de la santificación de los hombres. En efecto, si en el bautismo éstos reciben la adopción filial, es que Dios envía a sus corazones el Espíritu de su Hijo que clama: «Abba!, ¡Padre!» (Gál 4, 6). La misión del Espíritu viene así a ser el objeto de la experiencia cristiana. Así se consuma la revelación del misterio de Dios: después del Hijo, palabra y sabiduría de Dios, se ha manifestado a su vez el Espíritu como persona divina entrando en la historia de los hombres, a los que transforma interiormente a imagen del Hijo de Dios.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Lectio divina, vie, 22 ene, 2021

Marcos 3,13-19

Tiempo ordinario

Oración

Dios todopoderoso, que gobiernas a un tiempo cielo y tierra, escucha paternalmente la oración de tu pueblo, y haz que los días de nuestra vida se fundamenten en tu paz. Por nuestro Señor.

Lectura

Del Evangelio según Marcos 3,13-19

Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron junto a él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce y puso a Simón el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes puso por nombre Boanerges, es decir, hijos del trueno; a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote, el mismo que le entregó.

Reflexión

  • El evangelio de hoy describe la acogida y la misión de los doce apóstoles. Jesús comienza con dos discípulos a los que añade otros dos (Mc 1,16-20). Poco a poco el número fue creciendo. Lucas informa que llamó a los 72 discípulos para que fueran con él en misión (Lc 10,1).
  • Marcos 3,13-15: El llamado para una doble misión. Jesús llama a los que él quiere y se van con él. Luego, “Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios”. Jesús los llama para una doble finalidad, para una doble misión: (a) Estar con él, esto es, formar la comunidad de la que él, Jesús, es el eje. (b) Rezar y tener poder para expulsar los demonios, esto es, anunciar la Buena Nueva y luchar en contra del poder del mal que arruina la vida de la gente y aliena a las personas. Marcos dice que Jesús subió al monte y, estando allí, llamó a los discípulos. La llamada es una subida. En la Biblia subir al monte evoca el monte al que Moisés subió y tuvo un encuentro con Dios (Ex 24,12). Lucas dice que Jesús subió al monte, rezó toda la noche y, al día siguiente, llamó a los discípulos. Rezó a Dios para saber a quién escoger (Lc 6,12-13). Después de haber llamado, Jesús oficializa la elección hecha y crea un núcleo más estable de doce personas para dar mayor consistencia a la misión. Y también para significar la continuidad del proyecto de Dios. Los doce apóstoles del NT son los sucesores de las doce tribus de Israel.

Nace así la primera comunidad del Nuevo Testamento, comunidad modelo, que va creciendo alrededor de Jesús a lo largo de los tres años de su actividad pública. Al comienzo, no son nada más que cuatro (Mc 1,16-20). Poco después la comunidad crece en la medida en que va creciendo la misión en las aldeas y poblados de Galilea. Llega hasta el punto de que no tienen tiempo ni para comer ni para descansar (Mc 3,2). Por esto, Jesús se preocupaba de proporcionar un descanso a los discípulos (Mc 6,31) y de aumentar el número de los misioneros y misioneras (Lc 10,1). De este modo, Jesús trata de mantener el doble objetivo de la llamada: estar con él y enviarlos. La comunidad que así se forma alrededor de Jesús tiene tres características que pertenecen a su naturaleza: es formadora, es misionera y está inserta en medio de los pobres de Galilea.

  • Marcos 3,16-19: La lista de los nombres de los doce apóstoles. En seguida, Marcos dice los nombres de los doce: Simón, a quien dio el nombre de Pedro; Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, a los que dio el nombre de Boanerges, que quiere decir «hijos del trueno»; Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, Hijo de Alfeo, Tadeo, Simón el cananeo, Judas Iscariotes, aquel que lo entregó. Gran parte de estos nombres vienen del Antiguo Testamento. Por ejemplo, Simeón es el nombre de uno de los hijos del patriarca Jacob (Gén 29,33). Santiago es el mismo que Jacob (Gén 25,26). Judas es el nombre del otro hijo de Jacob (Gén 35,23). Mateo también tenía el nombre de Levi (Mc 2,14), que es el otro hijo de Jacob (Gén 35,23). De los doce apóstoles, siete tienen un nombre que viene del tiempo de los patriarcas. Dos se llaman Simón; dos Santiago; dos Judas; uno Levi. Solamente hay uno con un nombre griego: Felipe. Sería como hoy en una familia donde todos tienen nombres del tiempo antiguo, y uno sólo tiene un nombre moderno. Esto revela el deseo que la gente tiene de rehacer historia ¡desde el comienzo! Merece la pena pensar en los nombres que hoy damos a los hijos. Como ellos, cada uno de nosotros está llamado por Dios por el nombre.

Para la reflexión personal

  • Estar con Jesús e ir en misión es la doble finalidad de la comunidad cristiana. ¿Cómo asumes tú este compromiso en la comunidad a la que perteneces?
  • Jesús llamó a los discípulos por el nombre. Tú, yo, todos nosotros existimos, porque Dios nos llama por el nombre. ¡Piensa en esto!

Oración final

¡Muéstranos tu amor, Yahvé, danos tu salvación! Su salvación se acerca a sus adeptos, y la Gloria morará en nuestra tierra. (Sal 85,8.10)

Todos los derechos: www.ocarm.org