La búsqueda de la sabiduría
es común a todas las culturas del antiguo
Oriente. Colecciones de literatura sapiencial nos fueron legadas tanto por Egipto
como por Mesopotamia, y los siete sabios eran legendarios en la antigua Grecia.
Esta sabiduría tiene un objetivo práctico: se trata de que el hombre se conduzca
con prudencia y habilidad para prosperar en la vida. Esto implica cierta reflexión sobre el mundo; esto conduce también a la elaboración de una moral, de lo cual
no está ausente la referencia religiosa (particularmente en Egipto). En la Grecia del siglo vii tomará la reflexión
un sesgo más especulativo y la sabiduría se transformará en filosofía.
Al lado de una ciencia embrional y de técnicas
que se desarrollan, constituye
la sabiduría un elemento importante de civilización. Es el humanismo de la antigüedad.
En la revelación bíblica también la palabra de Dios reviste una forma de
sabiduría. Hecho importante, pero que conviene
interpretar correctamente. No quiere
decir que la revelación, en cierto estadio de su desarrollo, se convierta
en humanismo. La sabiduría inspirada, aun en los casos en que integra lo mejor de
la sabiduría humana, es de distinta naturaleza
que ésta. Este hecho, sensible
ya en el AT, es palmario
en el NT.
SABIDURÍA HUMANA Y SABIDURÍA SEGÚN DIOS. 1. Implantación de la sabiduría en Israel. Si se exceptúan los casos de José (Gén 41,39s) y de Moisés (Éx 2,10; cf.
Act 7,21s), Israel no tuvo contacto con la sabiduría
de Oriente sino después de su establecimiento en Canaán, y hay que aguardar a la época de la monarquía
para verlo abrirse ampliamente al humanismo del tiempo: «La sabiduría de Salomón fue mayor que la de todos los orientales y que toda la de Egipto» (1Re 5,9-14; cf. 10, 6s.23s).
El dicho se refiere a la vez a su cultura personal
y a su arte del buen gobierno. Ahora bien, para los hombres de fe esta sabiduría
regia no crea ningún problema: es un don de Dios, que Salomón obtuvo por su oración (1Re
3,6-14). Apreciación optimista,
cuyos ecos se renuevan en otras partes; mientras
que los escribas de la corte cultivan
los géneros sapienciales (cf. Los elementos antiguos
de Prov 10-22 y 25-29),
los historiadores sagrados
hacen el elogio de José, el administrador avisado que tenía su sabiduría
de Dios (Gén 41; 47).
La sabiduría en cuestión. Pero hay sabiduría
y sabiduría. La verdadera
sabiduría viene de Dios; él es quien da al hombre «un corazón capaz de discernir el bien y el mal» (1Re 3,9). Pero todos los hombres se ven tentados,
como su primer padre, a usurpar
este privilegio divino, a adquirir
por sus propias fuerzas «el conocimiento. del bien y del mal» (Gén 3,5s). Sabiduría engañosa,
a la que los atrae la astucia de la serpiente
(Gén 3,1). Es la de los escribas
que juzgan de todo según modos de ver humanos y «cambian en mentira la ley de Yahveh» (Jer 8,8), la de los consejeros regios que hacen una política totalmente humana (cf.
Is 29,15ss). Los profetas se alzan contra tal sabiduría: «¡Ay de los que son sabios
a sus propios ojos, avisados
según su propio sentido!» (Is 5,21). Dios hará que su sabiduría quede confundida (Is 29,14). Caerán en el lazo por haber despreciado la palabra de Yahveh (Jer 8,9). Es que esta palabra es la única fuente de la auténtica sabiduría. Aquélla la aprenderán después del castigo los espíritus extraviados (Is 29,24). El rey hijo de David que reinará «en los últimos tiempos» la poseerá con plenitud,
pero la tendrá del Espíritu
de Yahveh (Is 11,2). Así la enseñanza profética
rechaza la tentación
de un humanismo que pretendiera bastarse a sí mismo: la salvación
del hombre viene de solo Dios.
Hacia la verdadera
sabiduría. La ruina de Jerusalén confirma
las amenazas de los profetas: la falsa sabiduría
de los consejeros regios es la que ha conducido
el país a la catástrofe. Una vez disipado así el equívoco, la verdadera sabiduría
podrá dilatarse libremente en Israel. Su fundamento será la ley divina, que hace de Israel
el único pueblo sabio e inteligente (Dt 4,6). El temor de Dios será su principio
y su coronamiento (Prov 9,10; Eclo 1,14-18; 19,20).
Los escribas inspirados, sin abandonar nunca las perspectivas de esta sabiduría
religiosa, van a integrar
ahora en ella todo lo que puede ofrecerles de bueno la reflexión humana.
La literatura sapiencial editada o compuesta
después del exilio es el fruto de este esfuerzo. El humanismo, curado de estas pretensiones soberbias,
se dilata aquí a la luz de la fe.
ASPECTOS DE LA SABIDURÍA. 1. Un arte de bien vivir. El sabio de la Biblia
tiene curiosidad por las cosas de la naturaleza (1Re 5,13). Las admira, y su fe le enseña a ver en ellas la mano poderosa
de Dios (Job 36,22-37,18; 38-41; Eclo 42,15-43, 33). Pero se preocupa
ante todo por saber cómo conducir su vida
para obtener la verdadera felicidad. Todo hombre experto
en su oficio merece ya el nombre de sabio (Is 40,20; Jer 9,16; 1Par 22,15); el sabio por excelencia es el experto en el arte de bien vivir. Lanza al mundo que le rodea una mirada lúcida y
sin ilusión; conoce sus taras, lo cual no quiere decir que las apruebe (p.e. Prov 13,7;
Eclo 13,21ss). Como psicólogo que es, sabe lo que se oculta en el corazón
humano, lo que es para él causa de gozo o de pena (p.e. Prov 13,12; 14,13; Ecl 7,2-6). Pero no se confina en este papel de observador. Educador nato, traza reglas para sus discípulos: prudencia, moderación en los deseos,
trabajo, humildad, ponderación, mesura, lealtad de lenguaje, etc. Toda la moral
del Decálogo está contenida en estos consejos
prácticos. El sentido social
del Deuteronomio y de los profetas le inspira recomendaciones sobre la limosna (Eclo 7,32ss; Tob 4,7-11),
el respeto de la justicia
(Prov 11,1; 17,15), el amor de
los pobres (Prov 14,31; 17,5; Eclo 4,1-10).
Para apoyar sus pareceres recurre siempre que puede a la experiencia; pero su inspiración profunda le viene de algo más
alto que la experiencia. Habiendo adquirido la sabiduría a costa de rudos esfuerzos, nada desea tanto como transmitirla a los otros (Eclo 51,13-20), e invita a sus discípulos a emprender con ánimo su difícil aprendizaje (Eclo 6,18-37).
Reflexión sobre la existencia. Del maestro israelita
de sabiduría no hay que esperar una reflexión de carácter metafísico sobre el hombre,
su naturaleza, sus facultades, etc. Por el contrario, tiene un sentido agudo de su situación
en la existencia y escudriña con atención su destino. Los profetas se interesaban
sobre todo por la suerte del pueblo de Dios en cuanto tal; los textos de Ezequiel
sobre la responsabilidad individual pueden considerarse como excepciones (Ez 14,12-20; 18; 33, 10-20). Los sabios, sin dejar de estar atentos al destino global del
pueblo de la alianza (Eclo 44-50; 36,1-17;
Sab 10-12; 15-19), se interesan sobre todo por la vida de los individuos. Son sensibles a la grandeza
del hombre (Eclo 16,24-17,14) como a su miseria (Eclo 40,1-11), a su soledad (Job 6,11-30; 19,13-22), a su angustia
ante el dolor (Job 7; 16) y la muerte (Ecl 3; Eclo 41,1- 4),
a la impresión de vaciedad
que le deja su vida (Job 14,1-12;
17; Ecl 1,4-8; Eclo 18,8-14), a su inquietud
delante de Dios que le parece incomprensible (Job 10) o ausente
(23; 30,20-23). En esta perspectiva no podía menos de abordarse el problema de la retribución, pues las concepciones tradicionales acaban por contradecir a la justicia
(Job 9,22-24; 21,7-26;
Ecl 7,15; 8-14; 9,2s). Pero serán necesarios largos esfuerzos
para que más allá de la retribución terrenal, tan engañosa, se resuelva el problema en la fe en la resurrección (Dan 12,2s) y en
la vida eterna (Sab 5,15).
Sabiduría y revelación. La enseñanza de los sabios, que concede tanto lugar a la experiencia y a la reflexión humana,
es evidentemente de otro tipo que la palabra
profética, procedente de una inspiración divina, de la que el profeta mismo es
consciente. Esto no es obstáculo
para que haga también progresar
la doctrina proyectando sobre los problemas
la luz de las Escrituras largamente meditadas
(cf. Eclo 39,1ss). Ahora bien, en baja época profecía
y sabiduría convergen
en el género apocalíptico para revelar los secretos
del futuro. Si Daniel «revela los
misterios divinos» (Dan 2,28ss.
47), no es por sabiduría
humana (2,30), sino porque el Espíritu divino, que reside en él, le da una sabiduría
superior (5,11.14). La sabiduría
religiosa del AT reviste aquí una forma característica, de la que la
antigua tradición israelita
presentaba ya un ejemplo significativo (cf. Gén 41, 38s).
El sabio aparece aquí como inspirado por Dios al igual que el profeta.
LA SABIDURÍA DE DIOS. 1. La sabiduría personificada. Los escribas de después
del exilio tienen tal culto por la sabiduría que se complacen
en personificarla para darle
más relieve (ya Prov 14,1). Es una amada a la que se busca con avidez (Eclo 14,22ss), una madre protectora (14,26s)
y una esposa nutricia (15, 2s), un ama de casa hospitalaria que invita a su festín (Prov 9,1-6), contrariamente a dama locura, cuya casa es el vestíbulo
de la muerte (9, 13-18).
La sabiduría divina. Ahora bien, esta representación femenina
no debe comprenderse como mera figura de lenguaje.
La sabiduría del hombre tiene una
fuente divina. Dios puede comunicarla a quien le place porque él mismo es
el sabio por excelencia. Así pues, los autores sagrados
contemplan en Dios esta
sabiduría, de la que dimana la suya. Es una realidad divina que existe desde siempre y para siempre (Prov 8,22-26; Eclo 24,9). Habiendo
brotado de la boca del Altísimo como su hálito o su palabra (Eclo 24,3), es «un soplo del poder
divino, una efusión de la gloria del todopoderoso, un reflejo de la luz eterna, un espejo de la actividad
de Dios, una imagen de su excelencia» (Sab 7,25s). Habita en el cielo (Eclo 24,4), comparte el trono de Dios (Sab 9,4), vive en
su intimidad (8,3).
La actividad de la sabiduría. Esta sabiduría
no es un principio inerte. Está asociada a
todo lo que hace Dios en el mundo. Presente
en el momento de la creación,
retozaba a sus lados (Prov 8, 27-31; cf. 3, 19s; Eclo 24,5) y todavía sigue rigiendo
el universo (Sab 8,1). A todo lo largo de la historia
de la salvación la ha enviado
Dios en misión acá a la tierra.
Se instaló en Israel, en Jerusalén, como un árbol de
vida (Eclo 24,7-19),
manifestándose bajo la forma concreta
de la ley (Eclo 24,23-34). Desde entonces reside familiarmente entre los hombres (Prov 8,31; Bar
3,37s). Es la providencia que dirige la historia (Sab 10,1-I1, 4) y ella es la que proporciona a los hombres la salvación
(9,18). Desempeña un papel análogo al
de los profetas, dirigiendo reproches
a los despreocupados cuyo juicio anuncia
(Prov 1,20-33), invitando a los que son dóciles a sacar provecho
de todos sus bienes
(Prov 8,1-21.32-36), a sentarse a su mesa (Prov 9,4ss; Eclo 24,19-22). Dios obra por ella como obra por su Espíritu (cf. Sab 9,17); así pues, lo mismo es
acogerla que ser dóciles al Espíritu. Si estos textos no hacen todavía de la
Sabiduría una persona divina en el sentido del NT, por lo menos escudriñan en profundidad el misterio
del Dios único y preparan
una revelación más precisa
del mismo.
Los dones de la sabiduría. No es sorprendente que esta sabiduría
sea para los hombres un tesoro superior a todo (Sab 7,7-14). Siendo ella misma un don de
Dios (8,21), es la distribuidora de todos los bienes (Prov 8,21; Sab 7,11): vida y felicidad (Prov 3,13-18; 8,32-36;
Eclo 14,25-27), seguridad
(Prov 3,21-26), gracia y
gloria (4,8s), riqueza y justicia
(8,18ss), y todas las virtudes
(Sab 8,7s)… ¿Cómo no
se esforzará el hombre por tenerla por esposa (8, 2)? Ella es, en efecto, la que
hace a los amigos de Dios (7,27s).
La intimidad con ella no se distingue
de la intimidad con Dios mismo. Cuando el NT identifique la sabiduría con Cristo, Hijo y palabra de Dios, hallará en esta doctrina la exacta preparación para una revelación plenaria: el hombre, unido a Cristo; participa en la Sabiduría
divina y se ve introducido en la intimidad
de Dios.
NT. 1. JESÚS Y LA SABIDURÍA. 1. Jesús, maestro de sabiduría. Jesús
se presentó a sus contemporáneos bajo complejos aspectos
exteriores: profeta de penitencia, pero más que profeta (Mt 12,41); mesías,
pero que debe pasar por el sufrimiento del siervo de Yahveh antes de conocer
la gloria del Hijo del hombre
(Mc 8,29ss); doctor,
pero no a la manera de los escribas (Mc 1,21s). Lo que mejor recuerda
su manera de enseñar es la de los maestros
de sabiduría del AT:
adopta fácilmente sus géneros (proverbios, parábolas), da como ellos reglas de
vida (cf. Mt 5-7). Los espectadores no se engañan al maravillarse de esta sabiduría sin segunda, acreditada por obras milagrosas
(Mc 6,2); Lucas la hace notar incluso en la infancia de Cristo (Lc 2,40.52). Jesús mismo da a entender
que tal sabiduría plantea un problema: la reina del Mediodía acudió a oír la sabiduría de Salomón: pues bien, aquí hay más que Salomón (Mt 12,42 p).
2. Jesús, Sabiduría
de Dios. Efectivamente, en su propio nombre promete Jesús a
los suyos el don de la sabiduría
(Lc 21,15). Desconocido por su generación incrédula, pero acogido por los corazones
dóciles a Dios, concluye
misteriosamente: «La sabiduría
ha sido justificada por sus hijos» (Le 7,35; o «por
sus obras» Mt 11,19). Su secreto se trasluce más cuando modela su
lenguaje conforme a lo que el AT atribuye a la sabiduría
divina: «Venid a mí…»
(Mt 11,28ss; cf. Eclo 24,19); «Quien venga a mí no tendrá ya hambre, quien crea en mí no tendrá ya sed» (Jn 6,35; cf. 4,14; 7,37; Is 55,1ss; Prov 9,1-
6; Eclo 24,19-22). Estos llamamientos rebasan lo que se espera de un sabio como otro
cual-quiera; hacen entrever
la misteriosa personalidad del Hijo (cf. Mt 11, 25ss
p). La lección fue recogida
por los escritos apostólicos. Si en ellos se llama a Jesús «sabiduría de Dios» (1Cor 1.24.30), no es sólo porque comunica
la sabiduría a los hombres; es porque él mismo es la Sabiduría. Igualmente, para hablar de
su preexistencia junto al Padre se usan los mismos términos que en otro tiempo definían la sabiduría
divina: él es el primogénito anterior
a toda criatura y el artífice
de la creación (Col 1,15ss;
cf. Prov 8,22-31), cl resplandor de la gloria de
Dios y la efigie de su substancia
(Heb 1,3; cf. Sab 7,25s). El Hijo es la sabiduría
del Padre, como es también su palabra (Jn 1,lss). Esta sabiduría
personal estaba en otro tiempo oculta en Dios, aun cuando gobernaba el universo, dirigía la historia, se manifestaba indirectamente en la ley y en la enseñanza
de los sabios. Ahora se ha revelado en Jesucristo. Así todos los textos sapienciales del AT adquieren
en él su alcance definitivo.
SABIDURÍA DEL MUNDO Y SABIDURÍA
CRISTIANA. 1. La sabiduría
del mundo, condenada.
A la hora de esta revelación suprema de la Sabiduría se había
entablado el drama que habían puesto ya en evidencia
los profetas. La sabiduría de este mundo, que desvariaba
desde que había desconocido al Dios
vivo (Rom 1,21s; 1Cor 1,21), dio remate a su locura cuando los hombres «crucificaron al Señor de la gloria» (1Cor 2,8). Por eso condenó Dios esta sabiduría de los sabios (1,19s; 3,19s), que es «terrenal,
animal, demoníaca» (Sant 3,15);
para darle jaque decidió salvar al mundo por la locura de la cruz (1Cor 1,17-25). Así cuando se anuncia a los hombres el Evangelio de la salvación
puede dejar a un
la-do todo lo que depende de la sabiduría humana,
la cultura y las bellas palabras
(1Cor 1,17; 2,1-5): no hay que trampear
con la locura de la cruz.
2. La verdadera sabiduría. La revelación de la verdadera
sabiduría se hace, pues,
en forma paradójica. No se otorga a los sabios y a los prudentes,
sino a los pequeños (Mt 11,25):
para confundir a los sabios orgullosos escogió
Dios a lo que había de loco en este mundo (1Cor 1,27).
Por consiguiente hay que volverse
loco a los ojos del mundo para hacerse sabio según Dios (3,18). Porque la sabiduría
cristiana no se adquiere en modo alguno por
el esfuerzo humano, sino por revelación del Padre (Mt 11,25ss). Es en sí misma
cosa divina, misteriosa y oculta,
imposible de sondear
por la inteligencia humana (1Cor 2,7ss; Rom 11,33ss;
Col 2,3). Manifestada por la realización histórica de la salvación
(Ef 3,10), sólo puede ser comunicada por el Espíritu
de Dios a los hombres que le son dóciles (1Cor 2,10-16; 12,8; Ef 1,17).
ASPECTOS DE LA SABIDURÍA
CRISTIANA. 1. Sabiduría y revelación. La sabiduría cristiana, tal como se acaba de describir, presenta claras afinidades con los apocalipsis judíos: no es ante todo regla de vida, sino revelación del misterio
de Dios (1Cor 2,6ss), cumbre del conocimiento religioso que pide Pablo a Dios para los fieles (Col 1,9) y en la que estos mismos pueden instruirse mutuamente (3,16), «en un lenguaje
enseñado por el Espíritu» (1Cor 2,13).
2. Sabiduría y vida moral. Con esto no se evacua el aspecto
moral de la sabiduría. A la luz de la revelación de Cristo, sabiduría
de Dios, todas las reglas de conducta
que el AT atribuía
a la sabiduría según Dios, adquieren por el contrario
su plenitud de sentido.
No solamente lo que concierne
a las funciones apostólicas (1Cor 3,10;
2Pe 3,15), sino también lo relativo a la vida cristiana de cada día (Ef 5,15; Col
4,5), donde hay que imitar la conducta
de las vírgenes prudentes, no ya la de
las vírgenes locas (Mt 25,1-12).
Los consejos de moral práctica
que enuncia san Pablo en los finales de sus cartas suceden aquí ala enseñanza
de los sabios antiguos.
El hecho es más evidente
todavía en cuanto a la epístola de Santiago, que opone en este punto concreto la falsa sabiduría
y la «sabiduría de arriba» (Sant 3,13-17). Esta última implica una perfecta
rectitud moral. Hay que esforzarse por conformar con ella los propios actos al mismo tiempo que se la pide a Dios como un don (Sant 1,5).
Tal es la única perspectiva en la que las adquisiciones del humanismo pueden integrarse
en la vida y en el pensamiento cristianos. El hombre pecador
debe dejarse crucificar con su sabiduría orgullosa
si quiere renacer en Cristo. Si
lo hace, todo su esfuerzo
humano adquirirá nuevo sentido, pues se efectuará
bajo la dirección del Espíritu.
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