INFIERNO

(Hades, Sheol, condena, pena de muerte, exclusión, fuego, muerte). Las religiones que no ponen en su centro la gracia de Dios y la libertad (individualidad) del hombre no pueden hablar de infierno o condena final, pues en ellas todo se mantiene en un eterno retorno de vida y de muerte. Sólo las religiones que acentúan la experiencia de la gracia y dejan al hombre en manos de su propia libertad (como el judaísmo y el cristianismo) pueden hablar de un infierno o condena definitiva, interpretada como castigo de Dios, en la línea de un judaísmo, cristianismo e islam ya estructurados. En esa línea, el Antiguo Testamento en cuanto tal apenas puede hablar de infierno, a no ser en sus últimos estratos y de un modo simbólico, como en Dn 12,2 («Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua») y en el libro de la Sabiduría (destrucción de los injustos). El infierno, como lugar y estado perdurable de los condenados, no aparece de un modo inequívoco y explícito en el conjunto de la Biblia; por otra parte, en el Nuevo Testamento, el infierno debería entenderse desde la gracia de Dios en Cristo, que es más fuerte que todas las posibles condenas de los hombres. Sea como fuere, el nombre infierno proviene de la versión latina de la Biblia (la Vulgata), que traduce con esa palabra diversos nombres y conceptos de la Biblia hebrea, que en general tienen un sentido genérico de muerte o de mundo inferior (Sheol) donde se cree que están los que han muerto.

1.Imágenes fundamentales. El tema del infierno recibe en la tradición bíblica diversos sentidos y aplicaciones. (a) Se puede hablar del infierno de los ángeles perversos, que han sido condenados a vivir en un «abismo de columnas de fuego que descienden», como templo invertido, donde penan y purgan su pecado (1 Hen 21,7-10). «Aquí permanecerán los ángeles que se han unido a las mujeres. Tomando muchas formas, ellos han corrompido a los hombres y los seducen, para que hagan ofrendas a los demonios como a dioses, hasta el día del gran juicio en que serán juzgados, hasta que sean destruidos. Y sus mujeres, las que han seducido a los ángeles celestes, se convertirán en sirenas» (1 Hen 19,1-3). En esa línea se sitúa el simbolismo de Mt 5,41, donde Jesús, Hijo de Hombre, dirá a los injustos: «apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles» (Mt 25,41). Los hombres pueden participar, según eso, de una condena eterna, que deriva de la falta de solidaridad que han mostrado con los necesitados. (b) Se puede hablar de un infierno entendido como «vergüenza y confusión perpetua», propia de aquellos que resucitan al fin de los tiempos para la condena (Dn 12,2). Aquí no se destaca el fuego de la destrucción, como en el caso anterior, sino la «falta de honor», la deshonra de aquellos que no participan en el brillo de la gloria de Dios. (c) El signo más utilizado del infierno es la Gehenna. Parece claro que Jesús ha puesto de relieve la imagen de la Gehenna, pequeño valle hacia el sur de Jerusalén donde se quemaban las basuras de la ciudad, como signo de perdición. Esta imagen se encuentra especialmente vinculada con el pecado del escándalo: «si tu mano te escandaliza, córtatela…; te es mejor entrar manco en el Reino que ir con las dos manos a la Gehenna» (cf. Mc 9,42-46 par). Ella aparece también en textos parenéticos, en los que se invita a no tener miedo a los que pueden quitar la vida, pero no pueden mandar al hombre a la Gehenna, como puede hacerlo Dios (cf. Mt 10,38; Lc 12,5). Es evidente que esta imagen pone de relieve el riesgo de perdición en que se encuentra el hombre, pero quizá no puede aplicarse sin más a un tipo de infierno eterno.

2. Un relato popular. Un tipo de infierno aparece también en relatos populares, como en la parábola de Lázaro, el mendigo, y del rico sin misericordia: «Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; y murió también el rico, y fue sepultado. En el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno. Entonces, gritando, dijo: Padre Abrahán, ten misericordia de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama. Pero Abrahán le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado. Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quieran pasar de aquí a vosotros no pueden, ni de ahí pasar acá» (Lc 16,22-26). Significativamente, el texto no habla ya de la Gehenna, sino del Hades, entendido en su sentido antiguo de Sheol, mundo inferior de los que han muerto. Pero ya no es un Sheol-Hades neutral, al que van todos los muertos, sino que aparece como lugar de fuego-tormento. Por eso, se eleva a su lado la imagen del «seno de Abrahán», vinculado sin duda a las promesas de salvación relacionadas con los patriarcas (como en Mt 8,11 y en Mc 12,26).

3. Relato apocalíptico y experiencia cristiana. Siguiendo tradiciones orientales, el Ap concibe el lugar/estado de ruptura y destrucción total de los humanos como estanque o lago de fuego y azufre que arde sin cesar (Ap 19,20; 20,10.14.15; 21,8), al parecer en el fondo de la tierra, como pozo del abismo. No es el Hades de la tradición griega, donde los muertos esperan aún la salvación, sino el estado final de aquellos que no han querido recibir al Cristo Cordero y no están inscritos en su Libro y/o en la Ciudad final, la nueva Jerusalén (cf. 2,10-15); es lugar de muerte sin fin. A pesar de las imágenes de Ap 14,9-11, el Apocalipsis no insiste en la condena o fracaso de los perversos como castigo-dolor, sino como muerte (no vida). Por eso, en contra de la tradición simbólica posterior, reflejada por ejemplo en la Divina Comedia de Dante, el Ap no ha situado en paralelo el cielo y el infierno; a su juicio, sólo existe una culminación verdadera: la ciudad de los justos (Ap 21,1–22,5); el infierno no está al lado del cielo, como si fuera el otro platillo de una balanza judicial, sino que es sólo una posibilidad de no recibir la gloria que Dios ofrece a todos los hombres en Cristo. Por eso, el infierno cristiano sólo puede plantearse desde la experiencia pascual, que no ratifica la estructura judicial anterior, de tipo simétrico, donde hay condenados y salvados, en la línea del conocimiento del bien y del mal (Gn 2–3) o de la división que la teología del pacto israelita ha marcado entre la vida y la muerte (Dt 30,15), y que ha pasado a la visión parenética de Mt 25,31-46 (con derecha e izquierda, salvación y condena). En principio, el mensaje pascual del cristianismo es sólo experiencia de salvación, que se funda en el amor de Dios, que ha dado a los hombres su propia vida, la vida de su Hijo (cf. Jn 3,16; Rom 8,32). Desde esa perspectiva deben replantearse todos los datos bíblicos anteriores, incluido el lenguaje de Jesús sobre la Gehenna y la amenaza de Mt 25,41. Ese replanteamiento no es una labor de pura exégesis literal de la Biblia, sino de interpretación social y cultural del conjunto de la Iglesia. En este campo queda por hacer una gran labor, que resultará esencial en los próximos decenios de la teología y de la vida de la Iglesia, cuando se superen en ella una serie de supuestos legales y ontológicos que han venido determinándola desde el surgimiento de las iglesias establecidas de Occidente, a partir del siglo IV d.C. Pero una vez que se replantea el tema del infierno escatológico (del fuego final de un juicio de Dios) debe plantearse con mucha más fuerza el tema del infierno histórico, creado por la injusticia de los hombres que oprimen a otros hombres y por los diversos tipos de enfermedad y opresión que sufren especialmente los pobres. Éste es el infierno del que se ocupó realmente Jesús; de ese infierno quiso liberar a los hombres y mujeres, para que pudieran vivir a la luz de la libertad y del gozo del reino de Dios. Las parábolas en las que hay un reino del diablo que se opone al de Dios (como algunas de Mt 13 y 25) pertenecen a la retórica de la Iglesia, más que al mensaje de Jesús, a no ser que se interpreten en forma de advertencia, para que los hombres no construyan sobre este mundo un infierno.

4. El infierno de Jesús (sepulcro, gracia, resurrección). El credo oficial más antiguo de la Iglesia (el apostólico o romano) dice que Cristo bajó a los infiernos, poniendo así de relieve el momento final de su historia humana. Sólo desde esa perspectiva se puede entender la posibilidad de un infierno cristiano. (a) Bajó a los infiernos. Quien no muere del todo no ha vivido plenamente: no ha experimentado la impotencia abismal, el desvalimiento pleno de la existencia. Jesús ha vivido en absoluta intensidad; por eso muere en pleno desamparo. Ha desplegado la riqueza del amor; por eso muere en suma pobreza, preguntando por Dios desde el abismo de su angustia. De esa forma se ha vuelto solidario de los muertos. Sólo es solidario quien asume la suerte de los otros. Bajando hasta la tumba, sepultado en el vientre de la tierra, Jesús se ha convertido en compañero de aquellos que mueren, iniciando, precisamente allí, el camino ascendente de la vida. (b) Jesús fue enterrado y su sepulcro es un momento de su despliegue salvador (cf. Mc 15,42-47 y par; 1 Cor 15,4). Sólo quien muere de verdad, volviendo a la tierra, puede resucitar de entre los muertos. Jesús ha bajado al lugar de no retorno, para iniciar allí el retorno verdadero. Como Jonás «que estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches…» (Mt 12,40), así estuvo Jesús en el abismo de la muerte, para resucitar de entre los muertos (Rom 10,7-9). En el foso de la muerte ha penetrado Jesús y su presencia solidaria ha conmovido las entrañas del infierno, como dice la tradición: «La tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos de los cuerpos de los santos que habían muerto resucitaron» (Mt 27,5152). De esa forma ha realizado su tarea mesiánica: «Sufrió la muerte en su cuerpo, pero recibió vida por el Espíritu. Fue entonces cuando proclamó la victoria incluso a los espíritus encarcelados que fueron rebeldes, cuando antiguamente, en tiempos de Noé…» (1 Pe 3,18-19). Se ha dicho que esos espíritus encarcelados eran los humanos del tiempo del diluvio, como supone la liturgia, pero la exégesis moderna piensa que ellos pueden ser los ángeles perversos que en tiempo del diluvio fomentaron el pecado, siendo por tanto encadenados. No empezó a morir cuando expiró en la cruz y le bajaron al sepulcro; había empezado cuando se hizo solidario con el dolor y destrucción de los hombres, compartiendo la suerte de los expulsados de la tierra. Jesús había descendido ya en el mundo al infierno de los locos, los enfermos, los que estaban angustiados por las fuerzas del abismo: ha asumido la impotencia de aquellos que padecen y perecen aplastados por las fuerzas opresoras de la tierra, llegando de esa forma hasta el infierno de la muerte.

5. Un texto litúrgico. Jesús y Adán. La liturgia, continuando en la línea simbólica de los textos anteriores, relaciona a Jesús con Adán, el hombre originario que le aguarda desde el fondo de los tiempos, como indica una antigua homilía pascual: «¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra: un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción al abismo. Va a buscar a nuestro primer padre, como si éste fuera la oveja perdida. Quiere visitar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte (cf. Mt 4,16). Él, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y Eva. El Señor, teniendo en sus manos las armas vencedoras de la cruz, se acerca a ellos. Al verlo, nuestro primer padre Adán, asombrado por tan gran acontecimiento, exclama y dice a todos: mi Señor esté con todos. Y Cristo, respondiendo, dice a Adán: y con tu espíritu. Y, tomándolo por la mano, lo levanta diciéndole: Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz (cf. Ef 5,14). Yo soy tu Dios que, por ti y por todos los que han de nacer de ti, me he hecho tu hijo. Y ahora te digo que tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: ¡salid!; y a los que se encuentran en tinieblas: ¡levantaos! Y a ti te mando: despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí y yo en ti formamos una sola e indivisible persona» (PG 43, 439. Liturgia Horas, sábado santo). Jesús ha descendido hasta el infierno para encarnarse plenamente, compartiendo la suerte de aquellos que mueren. Pero al mismo tiempo ha descendido para anunciarles la victoria del amor sobre la muerte, viniendo como gran evangelista que proclama el mensaje de liberación definitiva, visitando y rescatando a los cautivos del infierno. Por eso, la palabra de la Iglesia le sitúa frente a Adán, humano universal, el primero de los muertos.

6. Christus Victor. Hasta el sepulcro de Adán ha descendido Jesús, como todos los hombres penetrando hasta el lugar donde la muerte reinaba, manteniendo cautivos a individuos y pueblos. Ha descendido allí para rescatar a los muertos (cf. Mt 11,4-6; Lc 4,18-19), apareciendo de esa forma como Christus Victor, Mesías vencedor del demonio y de la muerte. Su descenso al infierno para destruir el poder de la muerte constituye de algún modo la culminación de su biografía mesiánica, el triunfo decisivo de sus exorcismos, de toda su batalla contra el poder de lo diabólico. Lo que Jesús empezó en Galilea, curando a unos endemoniados, lo ha culminado con su muerte, descendiendo al lugar de los muertos, para liberarles a todos del Gran Diablo infernal. Tomado en un sentido literalista, este misterio (descendió a los infiernos) parece resto mítico, palabra que hoy se dice y causa asombro o rechazo entre los fieles. Sin embargo, entendido en su sentido más profundo, constituye el culmen y clave de todo el Evangelio. Aquí se ratifica la encarnación redentora de Jesús: sus curaciones y exorcismos, su enseñanza de amor y libertad.

7 .¿Es posible un infierno cristiano? Desde las observaciones anteriores y teniendo en cuenta todo el proceso de la revelación bíblica, con la muerte y resurrección de Jesús, se puede hablar de dos infiernos. (a) Hay un primer infierno, al que Jesús ha descendido del todo por solidaridad con los expulsados de la tierra y por morir con los condenados de la historia. Éste es el infierno de la destrucción donde los humanos acababan (acaban) penetrando al final de una vida que conduce sin cesar hasta la tumba. Había sobre el mundo otros infiernos de injusticia, soledad y sufrimiento, aunque sólo el de la muerte era total y decisivo. Pero Jesús ha derribado sus puertas, abriendo así un camino que conduce hacia la plena libertad de la vida (a la resurrección), en ámbito de gracia. En ese infierno sigue viviendo gran parte de la humanidad, condenada al hambre, sometida a la injusticia, dominada por la enfermedad. El mensaje de Jesús nos invita a penetrar en ese infierno, para solidarizarnos con los que sufren y abrir con ellos y para ellos un camino de vida (Mt 25,31-46). (b) Hay un segundo infierno o condena irremediable de aquellos que rechazando el don de Cristo y oponiéndose de forma voluntaria a la gracia de su vida, pueden caer en la oscuridad y muerte sin fin (por su voluntad y obstinación definitiva). Así lo suponen algunas formulaciones básicas donde se habla de premio para unos y castigo para otros (cf. Dn 12,23). Esta visión culmina parabólicamente en Mt 25,31-46, donde Jesús dice a los de su derecha «venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino, preparado para vosotros» y a los de su izquierda «apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles». Tomadas al pie de la letra, esas palabras suponen que hay cielo e infierno, como posibilidades paralelas de salvación y condena para los hombres. Pero debemos recordar que ése es un lenguaje de parábola y parénesis, no de juicio legalista, como aquel que Jesús ha superado en su Evangelio (cf. Mt 7,1 par). Ese segundo infierno es una posibilidad, pero no en el sentido en que es posibilidad el cielo de la plenitud escatológica, fundada en la resurrección de Cristo.

8. Dios sólo quiere la vida. La Biblia cristiana, tal como ha culminado en la pascua de Cristo, formulada de manera definitiva por los evangelios y cartas de Pablo, sólo conoce un final: la vida eterna de los hombres liberados, el reino de Dios, que se expresa en la resurrección de Cristo. En ese sentido tenemos que decir que, estrictamente hablando, sólo existe salvación, pues Cristo ha muerto para liberar a los humanos de su infierno. Pero desde esa base de salvación básica podemos y debemos hablar también de la posibilidad de una muerte segunda (cf. Ap 2,11; 20,6.14; 21,8), que sería un infierno infernal, una condena sin remedio (sin esperanza de otro Cristo). En la línea de ese infierno segundo quedarían aquellos que, a pesar del amor y perdón universal de Cristo, prefieren quedarse en su violencia, de manera que no aceptan, ni en este mundo ni en el nuevo de la pascua, la gracia mesiánica del Cristo. Sabemos que Jesús no ha venido a condenar a nadie; pero si alguien se empeña en mantenerse en su egoísmo y violencia, puede convertirse él mismo (a pesar de la gracia de Jesús) en condena perdurable. Hemos dicho «puede» y así quedamos en la posibilidad, dejando todas las cosas en manos de la misericordia salvadora de Dios, que tiene formas y caminos de salvación para todos, aunque nosotros no podamos comprenderlos desde la situación actual de injusticia y de muerte, de infierno, del mundo.

Cf. R. AGUIRRE, Exégesis de Mt 27,51b-53. Para una teología de la muerte de Jesús en el evangelio de Mateo, Seminario, Vitoria 1980; J. ALONSO DÍAZ, En lucha con el misterio. El alma judía ante los premios y castigos y la vida ultraterrena, Sal Terrae, Santander 1967, G. AULEN, Le triomphe du Christ, Aubier, París 1970; L. BOUYER, Le mystére pascal, París 1957; W. J. DALTON, Christ’s proclamation to the Spirits. A study of 1 Pe 3,18; 4,6, Istituto Biblico, Roma 1965; J. L. RUIZ DE LA PEÑA, El hombre y su muerte, Aldecoa, Burgos 1971; La pascua de la nueva creación. Escatología, BAC, Madrid 1996; H. U. VON BALTHASAR, «El misterio pascual», Mysterium Salutis III/II, Madrid 1971, 237-265.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

HONOR

(gloria). Uno de los descubrimientos más significativos (y quizá más obvios) de cierto tipo de hermenéutica moderna (antropología cultural) ha consistido en el hecho de que el hombre bíblico vivía en un mundo donde el valor fundamental no era el dinero, sino el «honor».

1. Hombre de honor, hombre económico. El hombre de las sociedades «modernas», sobre todo en Estados Unidos, es un homo oeconomicus, alguien cuyo valor fundamental es el dinero. En esa línea se podría decir que honrado es el que tiene y deshonrado el que no tiene; todo se mide y decide en línea económica. Como hemos podido indicar en varias entradas de este diccionario (dinero, denario, economía, tributo), el hombre bíblico vive también en un plano económico y valora el poder del dinero. En esa línea se sitúa el descubrimiento sorprendente de la mamona como ídolo supremo y pecado fundamental. En esa misma línea se sitúan aquellas afirmaciones en las que se identifica la idolatría con la avaricia, entendida como absolutización del plano económico de la vida (Ef 5,5; Col 3,5). Por eso, la contraposición entre el mundo antiguo (que se expresa en claves de honor) y el mundo moderno (que se expresa en claves económicas) resulta, por lo menos, simplista: la Biblia cristiana conoce el riesgo de la economía y lo condena de un modo radical, con una intensidad que no ha sido después aceptada por el conjunto de la tradición cristiana (pobres). La bienaventuranza de los pobres (cf. Lc 6,21) sigue siendo la clave del Evangelio.

2. Trasvaloración del honor. La Biblia forma parte de un mundo en el que se valora el honor de las personas, como han puesto de relieve los exegetas que están empleando la antropología cultural (y más en concreto la «antropología del Mediterráneo»). Por honor vive el hombre y, por eso, ha de honrar a sus padres, que le han dado la vida (cf. Ex 20,12; Dt 6,16); signo de honor son las vestiduras de los sacerdotes (cf. Ex 28,2.40); el culto es una forma de honrar a Dios (1 Cr 16,29); todo el libro de los Proverbios es un tratado de honra. Pero, dicho eso, debemos añadir que el mismo Antiguo Testamento ha vinculado la honra a las riquezas, de tal forma que resulta difícil hablar de honor sin ellas (cf. Prov 3,16; 8,18; 11,16; 22,4). Pues bien, el mensaje de Jesús ha roto la ecuación que vincula el honor con la riqueza, rechazando también como contrario a Dios y al bien del hombre un tipo de honor tradicional, que se ha vinculado con la familia y la pureza religiosa. Jesús se ha enfrentado duramente con los códigos de honor vigentes en su entorno social, códigos que están sancionados por los privilegiados del sistema, al servicio de sus propios intereses. En ese sentido, retomando y reinterpretando unas palabras bien conocidas de F. Nietzsche, podemos decir que el Evangelio es una trasvaloración de los valores sociales de su tiempo. Como expresión de ese enfrentamiento se entiende la forma en que Jesús se ha relacionado con los leprosos, impuros y posesos. Expresión de máximo deshonor ha sido la condena y muerte de Jesús. Esa experiencia de inversión de los códigos de honor está en el fondo del mensaje de Pablo: «Pero aquellas cosas que eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo» (Flp 3,78). En esta línea han empezado a interpretar el movimiento de Jesús algunos de los exegetas que se sitúan en la línea de la antropología cultural.

Cf. C. J. GIL ARBIOL, Los Valores Negados. Ensayo de exégesis socio-científica sobre la autoestigmatización en el movimiento de Jesús, Verbo Divino, Estella 2003; B. HOLMBERG, Historia social del cristianismo primitivo: la sociología y el Nuevo Testamento, El Almendro, Córdoba 1995; B. J. MALINA, El mundo del Nuevo Testamento. Perspectivas desde la antropología cultural, Verbo Divino, Estella 1995; B. J. MALINA y R. L. ROHR-BAUGH, Los evangelios sinópticos y la cultura mediterránea del siglo I. Comentario desde las ciencias sociales, Verbo Divino, Estella 1996.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

GLORIA

(honor, cielo). Pertenece ante todo a Dios, a quien la Biblia presenta como glorioso, en terminología de tipo estético y sacral, más que económico o racionalista, como viene destacando la antropología cultural. En el Antiguo Testamento, la gloria (en hebreo kabod) de Dios se expresa en su victoria sobre el Faraón (cf. Ex 14,4.17) y de un modo especial en el monte Sinaí (Ex 33,18-22) y en el tabernáculo, al que Dios mismo cubre como nube (cf. Ex 40,34-35; 1 Re 8,11). En esa línea se sitúa la gloria del Dios de Isaías (Is 6,3), la gloria de la nueva Jerusalén (Is 61,1), la gloria (en griego doxa) del nacimiento de Jesús (Lc 2,14). La gloria de Dios se expande a los hombres, que así aparecen también como gloriosos, sobre todo en una perspectiva escatológica. En ese sentido, la culminación de la vida de los hombres (el reino de Dios) puede presentarse y describirse también como gloria y así se dice que el Hijo del Hombre vendrá en su gloria (Mt 25,31), que es la Gloria de Dios, es decir, el mismo ser divino (cielo). En ese sentido, lo contrario a la gloria del cielo no sería una condena entendida en términos de sufrimiento, sino un tipo de deshonor o vergüenza.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

FE. Fiel, fidelidad

La Biblia es un libro de fe, en el sentido radical de la palabra. Ciertamente, cuenta las historias del pueblo de Dios y expone argumentos de tipo sapiencial. Pero, en su raíz más honda, ella ofrece un testimonio de fe: una forma de vida que se funda en la fidelidad de Dios, que ofrece y mantiene su palabra, y en la fidelidad de los hombres que le responden.

1. Antiguo Testamento. En la Biblia hebrea la fe se identifica en el fondo con la fidelidad (es decir, con la firmeza) y también con la verdad, entendida como emuna, en la línea de la fiabilidad y de la misericordia. Básicamente, la fe pertenece a Dios, que es el fiel por excelencia, pues «guarda el pacto y la misericordia para con los que le aman y guardan sus mandamientos, hasta mil generaciones» (Dt 7,9). Entendida así, la fe no es algo que viene en un segundo momento, sino la misma unión con Dios a quien se entiende no sólo como firme, sino también como misericordioso. En esa línea, el testimonio básico de la fidelidad bíblica lo ofrece la tradición reflejada en Ex 34,6, donde Dios se presenta como «compasivo y clemente, lento para la ira y grande en misericordia y verdad, es decir, en fidelidad» (cf. Jon 4,2). La fe del hombre es consecuencia de la fidelidad de Dios. No se trata de creer en cosas, sino de fiarse de Dios, de ponerse en sus manos. Entendida así, la fe constituye la actitud básica del israelita. En un sentido, ella puede identificarse con el amor del que habla el shemá (Dt 6,5: «amarás al Señor, tu Dios…»); en otro sentido, ella aparece como experiencia básica de confianza, en medio de la crisis constante de la vida. En esta línea se sitúa la afirmación fundamental de Hab 2,4, cuando afirma que «el justo vivirá por la fe». Justo es aquí el tzadik, el hombre que responde a la llamada de Dios; la vida del justo, así entendido, se identifica con la ‘emuna, la fidelidad de Dios. Frente a la justicia de los pueblos que identifican la verdad con su fuerza, emerge así la verdadera justicia israelita, que se expresa en forma de confianza en Dios. Así podemos decir, en resumen, que Dios es verdadero porque es fiel, porque mantiene su palabra y los hombres (en especial los israelitas) pueden fiarse de él.

2. Nuevo Testamento. Fe de Jesús. Toda la vida y mensaje de Jesús aparece como una expresión y cumplimiento de esa fe. Así lo ha condensado Mc 1,14-15 cuando ofrece el mensaje de Dios (¡llega el Reino!) y pide a los hombres que respondan: ¡creed en el Evangelio!, es decir: acoged la buena noticia. La vida pública de Jesús, desde su bautismo hasta su muerte, es un ejercicio y despliegue de esta fe en Dios. Por eso hay que hablar, en primer lugar, de la fe de Jesús (cf. Ap 14,12), es decir, de la fe de Jesús en Dios. Pero Jesús no es sólo un hombre de fe, sino un portador de fe. Desde esa base se entiende su vida pública, el conjunto de los milagros, entendidos como un despliegue de fe. Una y otra vez, Jesús dice a los curados: tu fe te ha salvado (cf. Mc 10,52; Lc 7,50; 8,48; etc.). Ésta no es una fe menor, sino la fe en sentido pleno: la confianza en el Dios salvador, que mueve montañas (cf. Mc 11,23).

3. Fe y obras. Pablo ha desarrollado el sentido de la fe, entendiéndola como experiencia radical de confianza de aquellos que creen en el Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos (Rom 4,24). De un modo ejemplar, Pablo ha contrapuesto las dos actitudes del hombre que, a su juicio, están ejemplificadas en un tipo de judaísmo (o judeocristianismo) que interpreta la vida del hombre desde sus obras (desde lo que él hace) y en el verdadero cristianismo, que define la vida desde la fe. La oposición entre las obras de la Ley y la fe mesiánica (en el Dios de Cristo) constituye el centro del evangelio de Pablo (cf. Gal 3,1-10; Rom 3,2024). Esa oposición sigue estando en el centro de la controversia bíblica entre católicos y protestantes: Lutero acusó a un tipo de católico-romanos de su tiempo de haber vuelto a fundar la religión en las obras, entendidas sobre todo en línea moralista y ritual; el Concilio de Trento respondió que la misma fe se expresa en unas obras, que no han de entenderse como expresión del orgullo del hombre, sino como signo de su fidelidad a Dios. La controversia, en la que se oponía la visión de Pablo y un tipo de interpretación de Sant 2,1426, sigue estando en la base de la hermenéutica católica y protestante, aunque actualmente las oposiciones se han limado, de manera que se habla más de diferencia de matices que de contraposición de fondo.

4. Fe, esperanza amor. Una de las formulaciones más influyentes sobre el sentido de la fe es la que Pablo ofrece en 1 Tes 1,3, cuando dice: «Nos acordamos sin cesar, delante del Dios y Padre nuestro, de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestro amor y de la perseverancia de vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo». De esa manera, como de pasada, Pablo ha descrito el sentido de las tres actitudes básicas de la vida cristiana, que la tradición posterior interpreta como «virtudes teologales», es decir, como expresión del encuentro del hombre con Dios. Todo en la relación del hombre con Dios es «obra de fe» (ergon tês pisteôs), signo y presencia de la fe que actúa. Todo es despliegue o trabajo de un amor (kopos tês ágapes) que se manifiesta en la entrega de la vida, en manos de Dios, al servicio de los otros. Todo es finalmente paciencia o perseverancia de la esperanza (hypomonê tês elpidos), expresión de un camino abierto hacia el reino. Más que virtudes en sentido clásico (de vir, obra de varón), esos gestos constituyen la esencia de la vida creyente y son inseparables de la manera en que cada uno está implicado en el otro.

5. Apocalipsis. De un modo especial ha destacado el tema de la fe el libro del Apocalipsis, que sitúa en el centro de la vida cristiana el conflicto entre dos fidelidades. La fidelidad a Roma (aceptar su esquema social de honor, clientela, comidas, comercio) aparece para el libro como prostitución. En contra de ella, la vida cristiana es fidelidad (pistis) a Dios y/o a Jesús, en gesto de resistencia contra Roma (cf. Ap 2,13.19; 13,10; 14,2). Frente al DragónDiablo que separa (mata), Cristo es fiel (pistos) y verdadero, alguien que une, vincula a los humanos: podemos fiarnos de su testimonio, en su fidelidad triunfamos y vivimos (1,5; 3,14), uniéndonos mutuamente en comunión. La lucha y triunfo del Cristo fiel constituye el tema central del Ap (19,11); a partir de ella se mantienen y viven para siempre los cristianos (2,10.13; 17,14); en ellas funda Juan su palabra y su libro (21,5; 22,6).

Cf. M. BUBER, Dos modos de fe, Caparrós, Madrid 1996; L. ÁLVAREZ VERDES, El imperativo cristiano en san Pablo, Verbo Divino, Estella 1980.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

TENTACIONES

(Adán, Eva, Diablo, pan). Uno de los elementos fuertes de la antropología bíblica es la experiencia de la «prueba», en la que viene a expresarse el riesgo de la libertad y la exigencia de una opción de los hombres. Por eso, estrictamente hablando, el motivo de la invasión y violación angélica (que aparece en 1 Henoc) y que se sitúa en el nivel de la necesidad o del destino, no es tentación, sino opresión destructora. A diferencia de lo que sucede en 1 Henoc, la tentación, vinculada a la serpiente de Gn 2–3, no es invasión ni violación, sino un tipo de voz interna que puede impulsar y llevar a una elección equivocada, pero que deja siempre abierto un camino de libertad y de creatividad para los hombres. En esa línea, en un sentido extenso, podemos afirmar que toda la Biblia es un libro de tentaciones y pruebas, desde el paraíso de Gn 2–3 hasta las persecuciones del Apocalipsis. Entre las tentaciones más significativas están las de los hebreos en el desierto (desde el Éxodo hasta el Deuteronomio) y las que cuenta el libro de Job; según el Nuevo Testamento, todas ellas culminan en Jesús.

1. Jesús, Mesías tentado. Va a iniciar su camino mesiánico. Ha salido del Jordán y tiene que llegar a Galilea, para anunciar el Reino. Lleva una misión de Dios y debe realizarla. También los antiguos hebreos pasaron el mar Rojo (que fue como su bautismo: 1 Cor 10,1-5), pero luego en el desierto sufrieron cuarenta largos años de tentación, en prueba fuerte. Con ellos padece tentación el Cristo, como indica Marcos de manera simple, estereotipada. «Y entonces el espíritu le llevó al desierto. Y permaneció en el desierto durante cuarenta días y cuarenta noches, siendo tentado por Satanás. Y habitaba entre las fieras, pero los ángeles le servían» (Mc 1,12-13). No conocemos la identidad del «espíritu» que lleva a Jesús hacia el desierto de su dificultad. Probablemente se trata del mismo Espíritu de Dios que ha recibido en el bautismo. También puede tratarse de su propio espíritu (la hondura espiritual de Jesús, que debe probar y tentar en soledad su decisión, en un camino de discernimiento). Sea como fuere, el Evangelio supone que Jesús ha probado en la tentación la exigencia de su propia llamada, el sentido de su lucha por el Reino. Por una parte, él es un hombre como los demás, impulsado por los gustos, dolores y placeres de la frágil vida humana, tentado como todos, pero sin haber pecado (cf. Heb 4,15). Por otra parte, es mensajero de Dios y así refleja su hondura y decisión salvadora entre los hombres. Esto es lo que indica este pasaje de Marcos, evocando la hondura de las tentaciones. Jesús ha vuelto a situarse en el principio de la creación, entre las fieras del campo. Está en ese preciso lugar donde se juega la vida de los hombres: en una dirección se va hacia Satán, por la otra hacia los ángeles de Dios y su tarea salvadora. Jesús debe decidirse. Conforme al evangelio de Marcos, esta decisión se ha ido gestando y ratificando a lo largo de toda su vida pública, tal como ha culminado en el Calvario. Pues bien, planteando el tema desde otra perspectiva (a partir de un texto base de Q), Lucas y Mateo, en unos textos de hondura impresionante, han querido fijar o precisar el sentido de esa tentación de Jesús, como brevemente indicaremos.

2. Tentación económica. Jesús Benefactor. «Entonces Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el Diablo. Y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches tuvo hambre. Y se le acercó el tentador y le dijo: si eres Hijo de Dios manda que estas piedras se conviertan en panes. Y respondió Jesús: no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que brota de la boca de Dios» (Mt 4,1-4; cf. Lc 4,1-4). Jesús aparece en un campo de batalla donde combaten el Espíritu de Dios y el Diablo de la historia; el bien y el mal se enfrentan claramente en su persona. Como un hombre de este mundo, padece necesidad física. Tiene hambre. Y con él tienen hambre millones y millones de personas de la tierra. ¿No podremos identificar a Dios con el pan? ¿No habrá que entender el mesianismo como simple progreso material? Jesús ha respondido que el pan es importante. Pero más importante es la palabra que viene de Dios, la palabra de comunión y diálogo entre los hombres.

3. Tentación religiosa. Jesús Gran Sacerdote. «Y el Diablo le llevó a la ciudad santa y le puso sobre el pináculo del templo y le dijo: si eres Hijo de Dios lánzate abajo, pues está escrito mandará a sus ángeles… [Sal 91,11-12]. Y Jesús le respondió: no tentarás al Señor tu Dios» (Mt 4,5-7). Lc 4,9-12 pone esta tentación religiosa al final, culminando con ella el relato. Pero aquí hemos preferido seguir el orden de Mateo, poniendo esta tentación «religiosa» antes que la política. En este contexto, tentar a Dios es utilizarle como nuestro esclavo, interpretarle como alguien que debe responder a mis preguntas, resolviendo mis problemas. Éste es el Dios de mis pequeñas seguridades y milagros, el Dios tapaagujeros que nosotros tantas veces invocamos. Pues bien, Jesús responde apelando al misterio de un Dios que nos trasciende. Tenemos que dejarle que sea divino, sin utilizarle según nuestra voluntad, como si fuera un Dios de bolsillo que resuelve sin más nuestros problemas.

4. Tentación política. Jesús Rey supremo. Lucas ponía esta tentación en segundo lugar, pero hemos seguido el texto de Mateo, que la pone al final, como indicando que la tentación última consiste en poner la religión al servicio de la política. «Le llevó a una montaña altísima y le mostró todos los reinos del mundo con su gloria y le dijo: todo esto te daré si cayendo de rodillas me adorares. Y respondió Jesús: vete de mí, Satanás, porque está escrito: sólo a Dios adorarás, a él sólo darás culto» (Mt 4,8-10; Lc 4,5-8. Con cita de Dt 6,13). La tentación final es el poder: como si la meta de Jesús no fuera convertirse en gran sacerdote (segunda tentación), sino en rey supremo. En este contexto de poder es donde se definen y sitúan frente a frente Dios y el Diablo. El poder del Diablo se expresa en forma de sometimiento sobre el mundo: el Diablo manda dominando e imponiendo a los demás; Dios manda creando, en gratuidad. Jesús debe escoger entre el mesianismo del Diablo (la toma del poder) o el mesianismo de Dios que no se expresa como toma de poder, sino como servicio. El Diablo tiene su propia «tríada»: el dinero (pan), la seguridad religiosa (milagro) y el poder (los reinos), para dominar de esa manera a los hombres. Dios se expresa en forma de comunicación (palabra), de confianza (fe) y de servicio amoroso. En este campo se han dado las tentaciones.

5. Y no nos hagas entrar en la tentación… El Evangelio supone que el mismo Pedro fue una tentación para Jesús, pues quiso apartarle del camino de Dios (Mc 8,33). Pero el momento clave de la tentación de Jesús se sitúa en el huerto de Getsemaní donde dice a sus discípulos «velad y orad, para no caer en tentación» (Mc 14,38). Desde esa base se entiende la petición del Padrenuestro: «y no nos introduzcas [no nos hagas caer] en tentación» (Mt 6,13; Lc 11,4). Este pasaje (con sus palabras griegas de fondo: mê eisenenkês) se puede traducir de dos maneras: (a) «no nos introduzcas» de una forma activa; lo normal sería que Dios Padre lo hiciera, pero nosotros, débiles humanos, le pedimos que no lo haga, que no ponga a prueba nuestra vida, que no nos lleve al peirasmos, entendido aquí a manera de tribulación escatológica; (b) «no nos dejes caer». Se supone que existe tentación, que hay prueba; pero el Padre puede y quiere ayudarnos; por eso le pedimos que no nos abandone ni rechace en medio de ella. Posiblemente las dos traducciones resultan semejantes. Sea como fuere, esta oración de Jesús es oración de la debilidad: es súplica de hijos que se saben pobres y pequeños; plegaria de aquellos que deben pedir al Padre ayuda en medio de la prueba o peirasmos escatológico.

Cf. J. DUMERY, Las tres tentaciones del apostolado moderno, Fax, Madrid 1950; J. DUPONT, Les tentations de Jésus au désert, SN 4, Brujas 1968; A. FUCHS, Die Versuchung Jesu, SNTU, Linz 1984; J. I. GONZÁLEZ FAUS, «Las tentaciones de Jesús y la tentación cristiana», en La teología de cada día, Sígueme, Salamanca 1976; S. SCHULZ, Q. Die Spruchquelle der Evangelisten, TVZ, Zurich 1972, 177-190.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

Lectio divina, jue, 28 ene, 2021

Marcos 4,21-25

Tiempo ordinario

Oración inicial

Dios todopoderoso y eterno: ayúdanos a llevar una vida según tu voluntad, para que podamos dar en abundancia frutos de buenas obras en nombre de tu Hijo predilecto. Que vive y reina contigo. Amen.

Lectura

Del Evangelio según Marcos 4,21-25

Les decía también: «¿Acaso se trae la lámpara para ponerla debajo del celemín o debajo del lecho? ¿No es para ponerla sobre el candelero? Pues nada hay oculto si no es para que sea manifestado; nada ha sucedido en secreto, sino para que venga a ser descubierto. Quien tenga oídos para oír, que oiga.»

Les decía también: «Atended a lo que escucháis. Con la medida con que midáis, se os medirá y aun con creces. Porque al que tiene se le dará, y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará.»

Reflexión

  • La lámpara que ilumina. En aquel tiempo no había suministro eléctrico. Imaginemos lo que sigue. La familia está en casa. Empieza a oscurecer. El padre se levanta, enciende una lámpara y la coloca debajo de una caja o de una cama. ¿Qué dirán los demás? Gritarán: “¡Padre! ¡Ponla encima de la mesa!” Esta es la historia que Jesús cuenta. No explica. Apenas dice: Quien tenga oídos para oír, que oiga. La Palabra de Dios es la lámpara que debe ser encendida en la oscuridad de la noche. Si se queda dentro del libro de la Biblia, cerrado, es como la lámpara puesta debajo de una caja o de una cama. Cuando enlaza con la vida y es vivida en comunidad, entonces está colocada encima de la mesa e ¡ilumina!
  • Prestar atención a los preconceptos. Jesús pide a los discípulos que tomen conciencia de los preconceptos con que escuchan la enseñanza que él ofrece. Deben prestar atención a las ideas con que miran a Jesús. Si el color de los ojos es verde, todo parece verde. Si fuera azul, todo parecería azul. Si la idea con la que miro a Jesús está equivocada, todo lo que pienso sobre Jesús estará amenazado de error. Si pienso que el Mesías, ha de ser un rey glorioso, no voy a entender nada de lo que Jesús enseña y lo voy a entender todo de manera equivocada.
  • Parábolas: una nueva manera de enseñar y de hablar sobre Dios. La forma que Jesús tenía de enseñar era, sobre todo, por medio de parábolas. Tenía una capacidad muy grande de encontrar imágenes bien sencillas para comparar las cosas de Dios con las cosas de la vida que la gente conocía y experimentaba en su lucha diaria para la supervivencia. Esto supone dos cosas: estar dentro de las cosas de la vida, y estar dentro de las cosas del Reino de Dios.
  • La enseñanza de Jesús era diversa de la enseñanza de los escribas. Era una Buena Nueva para los pobres, porque Jesús revelaba un nuevo rostro de Dios, en el que el pueblo se reconocía y se alegraba. “Padre yo te alabo porque has escondido estas cosas a sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños. ¡Sí, Padre, así te pareció bien!” (Mt 11,25-28)

Para la reflexión personal

  • Palabra de Dios, lámpara que ilumina. ¿Qué lugar ocupa la Biblia en mi vida? ¿Qué luz recibo de ella?
  • ¿Cuál es la imagen de Jesús que está en mí? ¿Quién es Jesús para mí y quién soy yo para Jesús?

Oración final

Gustad y ved lo bueno que es Yahvé, dichoso el hombre que se acoge a él. (Sal 34,9)

Todos los derechos: www.ocarm.org