VÍCTIMA, VICTIMISMO

(sacrificios, chivos). Constituye uno de los elementos básicos de la antropología bíblica, en la que aparece desde el principio la violencia del hombre (Caín) que convierte en víctima a su hermano (Abel). En ese contexto se sitúa la necesidad de aplacar a Dios con víctimas (sacrificios de animales). En esa línea, algunos piensan que la misma muerte de Jesús ha de entenderse como sacrificio expiatorio, por el que Jesús se ofrece como víctima ante Dios, para aplacar su ira. Pero el Nuevo Testamento en su conjunto ha invertido esa visión, pues Dios no necesita víctimas, sino que se revela como fuente de amor gratuito por medio de Cristo. En ese sentido, la sangre de Jesús ha de entenderse como culminación de todas las víctimas sacrificadas (asesinadas) por los hombres a lo largo de la historia y como perdón de Dios por todas ellas. De esa forma, Jesús se eleva contra todo victimismo, siendo, al mismo tiempo, expresión y palabra de todas las víctimas humanas.

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MISERICORDIA

1. Antiguo Testamento

(amor, consuelo, gracia, justicia, Jonás). El judaísmo posbíblico tiende a situarse en un plano de Ley, de manera que parece haber dado primacía a la justicia. Pero la Biblia sabe también, desde el principio, que los hombres viven por misericordia, pues lógicamente, según justicia, conforme a la opción de Gn 2–3, ellos deberían haber muerto para siempre. A la misericordia de Dios apela la misma Ley israelita, en uno de sus textos centrales (Ex 34,4-6); también apelan a ella muchos textos proféticos e incluso la apocalíptica (al menos para los justos). Ella aparece de manera más intensa en algunos textos tardíos del Antiguo Testamento, como en el libro de la Sabiduría.

1. El principio misericordia. Ex 34,6-7. El tema ha sido desarrollado en el contexto de la ruptura y renovación de la alianza. Tras un primer encuentro con Dios, Moisés había bajado con las tablas de la ley para enseñárselas al pueblo, pero ha descubierto que el pueblo ha rechazado esa ley, construyendo y adorando al anti-dios, el Becerro de Oro. De manera consecuente como mensajero frustrado, destruye las tablas inútiles (Ex 32,15-20). Pero luego, intercede ante Dios a favor de su pueblo (cf. Ex 33) y Dios responde a su ruego, renovando su alianza con Israel. Sube de nuevo Moisés a la montaña, desciende Dios y dialogan en palabra de misericordia. A diferencia de la teofanía anterior (Ex 19,16-20), aquí no hay rayos o truenos, ni erupción de volcanes. Simplemente una nube, una presencia silenciosa: ¡se quedó Yahvé con Moisés! ¡Moisés invocó el nombre de Yahvé! Conversaron los dos y Dios quiso mostrarle su espalda, el reverso del misterio, pasando ante la cueva de Moisés y diciendo (Ex 34,6-7): «Yahvé, Yahvé, Dios compasivo y clemente, lento a la ira y rico en misericordia y lealtad, misericordioso hasta la milésima generación; que perdona culpa, delito y pecado, pero no deja impune, sino que castiga la culpa de los padres en hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación». Dios había hablado como trueno, en experiencia cósmica terrible (Ex 19,19-20). Ahora lo hace con voz de compasión y cercanía, apareciendo como Dios humano, padre/amigo, buen educador que mantiene su palabra y perdona a los pecadores. Así actúa como rico en misericordia: perdona a los rebeldes, acoge de nuevo en amor a quienes le habían rechazado. Este Dios ha superado los esquemas moralistas de una Ley cerrada en sí misma. Frente al Señor del talión (ojo por ojo…) emerge aquí el Dios-misericordia, amigo trascendente y cercano, en quien podemos confiar, por encima de nuestros propios males. Como signo de piedad infinita, experiencia de amor incondicionado que trasciende las condiciones del pacto, se eleva el Dios del perdón israelita antes citado, como indican las aplicaciones del texto. (a) Dios ofrece misericordia hasta mil generaciones, es decir, desde siempre y para siempre. Eso significa que la historia de la salvación no se encuentra pendiente del hilo delicado de las obras humanas, sino que se sostiene por la misericordia: Dios mismo es la esperanza de futuro y vida para el pueblo (cf. Sal 51; 57; 67; 101; 118; 136). (b) Dios castiga de forma limitada, sólo en tres o cuatro generaciones. Ésta es la experiencia que los israelitas han vivido en el exilio y en las crisis posteriores, como pueblo experto en opresiones que duran poco tiempo, unas generaciones. Después brilla para siempre el perdón y la gracia de Dios. Allí donde parecía que la historia acaba (tras la alianza rota sólo hay muerte), se eleva la más fuerte palabra de promesa: Dios es rico en misericordia, de manera que, tras un breve camino de corrección, ofrece a los humanos la gracia sin fin de su misericordia eterna. Así puede culminar en palabra de amor el Antiguo Testamento, proyectando la clemencia de Dios sobre los pecados y castigos temporales del pueblo.

2. Los signos de la misericordia. Dios mismo viene a mostrarse como fuente de amor, con rasgos más maternos que paternos. El texto le presenta como rico, como lleno de un amor que brota de su entraña o vientre materno (rehem). Dios ama así con ternura de madre y cuida con amor insuperable y eterno al fruto de su entraña. Quien ama según ley puede un día cansarse y no hacerlo, cesar en el amor, si aquel a quien ofrece su cariño se vuelve desleal o ingrato. Por el contrario, quien ama con entraña materna, dando la vida al hacerlo, se mantiene en amor para siempre, hagan los hijos lo que hagan, respondan como respondieren. Este amor del Dios que está lleno de entrañas de misericordia se encuentra al principio de todo lo que existe, como fuente creadora de vida y no como respuesta condicionada por nuestro comportamiento. De esta forma se desvela el amor fundante del Dios que actúa como madre, como amor creador que regala gratuitamente vida y lo hace con ternura, eternamente. Desde aquí se entienden los signos de la misericordia. No hay rayos o truenos, no hay volcanes, en contra de lo que sucedió en la primera teofanía (cf. Ex 19,1620). Simplemente una nube, una presencia silenciosa, una plegaria. Antes se había hablado de un libro de alianza (cf. Ex 24,7) que debía estar escrito en papiro (o materia semejante). En este nuevo contexto son precisas unas tablas o losas de piedra porque es duro el corazón del pueblo donde graba Dios su misericordia indeleble (cf. Ez 36,26-27). Pero antes Dios hablaba con el trueno, en experiencia cósmica terrible (Ex 19,19-20). Ahora, en cambio, habla con voz de compasión y cercanía que recuerda a los profetas. Yahvé mismo se presenta como Dios humano, padre/amigo, buen educador que mantiene su palabra y ofrece a los hombres un camino de vida por su alianza. Antes no podía haberse vislumbrado este misterio, estas entrañas de perdón y gratuidad, porque los fieles de Israel no habían pecado aún y así Dios aparecía como ley de trueno desde arriba. Ahora, superando el rechazo de aquellos que no han aceptado su presencia, Dios viene a presentarse como amigo para siempre, como han destacado los libros de Oseas y Jonás.

3. La esencia de la misericordia: Libro de la Sabiduría. El libro de la Sabiduría ha desarrollado de forma consecuente el tema de la misericordia: «El mundo entero es ante ti como grano de arena en la balanza, como gota de rocío mañanero que cae sobre la tierra. Pero te compadeces de todos porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa no la habrías creado. Y ¿cómo subsistirían las cosas si tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia si tú no las hubieses llamado? Pero perdonas a todos, porque todos son tuyos, Señor, amigo de la vida. Todos llevan tu soplo incorruptible» (Sab 11,22–12,1). «Tu fuerza es el principio de la justicia y el ser dueño de todos te hace perdonarlos a todos… Pero tú, dominando tu fuerza, juzgas con moderación, y nos gobiernas con mucha indulgencia, porque siempre puedes disponer de tu poder como tú quieres» (12,16-18). Sobre un fondo de violencia, conforme a la cual el mismo Dios parecía condenado a castigar a los culpables, que debían ser aborrecidos (cf. Sab 12,4), se elevan estos pasajes donde el principio de la misericordia nos permite superar ya de algún modo la división entre justos e injustos, judíos y gentiles, pues el perdón de Dios vincula a todos (pantes) los hombres: «Te compadeces de todos porque todo lo puedes (11,23). Amas a todos los seres y no aborreces nada» (11,24). «A todos perdonas porque son tuyos: siendo dueño de todos, tú puedes perdonarles a todos» (cf. 11,16). En este mundo, los que se toman como poderosos muestran su poder oprimiendo a los demás (cf. Sab 2,11). Por el contrario, Dios no es poderoso porque puede imponerse sobre todos los demás, sino porque renuncia a toda imposición, para perdonarles. Dios es poderoso para el bien y de esa forma supera por su misericordia la lógica de las oposiciones (marcada por el árbol del bien/mal: Gn 2–3). De esa forma se expresa como gracia absoluta, no por un tipo de coacción igualitaria (¡responde de la misma forma a todos!), ni por indiferencia (¡todo es igual!), sino por cuidado amoroso que le lleva a perdonar a cada uno de los hombres, por poder, creatividad y connaturalidad.

4. La misericordia de Dios. Partiendo de lo anterior podemos precisar los rasgos y principios del Dios misericordioso. (a) Dios es misericordioso por poder. Dios no tiene que defender su poder, sino al contrario: es poderoso sin límites y así puede revelarse como suprema y absoluta compasión, siendo de esa forma capaz de superar, sin injusticia, las antítesis del mundo. «Te compadeces de todos porque todo lo puedes» (12,16). Sobre la misericordia de Dios se funda la vida de los hombres. (b) Dios es misericordioso porque es creador. Amar es crear, haciendo que surja lo que existe y que nazca la vida, por encima de la división entre el bien y el mal. Por eso, la creación es siempre gracia, es un don que nos permite superar el nivel del talión, en el que estamos determinados por lo que hay, buscando en los demás nuestro provecho, para pasar al nivel de lo que hacemos que haya. Ése es el plano que el Nuevo Testamento define partiendo del amor entendido como ágape (no como eros). Los violentos no crean, sino que viven a costa de aquello que otros han creado, como ladrones de la vida. Dios, en cambio, crea todo de un modo gratuito, haciendo así posible que surja la vida donde reinaba la muerte; por eso es misericordia universal. (c) Dios es misericordioso por connaturalidad. De manera sorprendente, Sab expande y aplica a todos los hombres una terminología de alianza que antes, en otro contexto, se expresaba sólo de forma israelita, mostrando así a Dios como amigo de todos los pueblos: «Perdonas a todos, porque todos son tuyos, Señor, amigo de la vida» (11,26). Cierta teología del pacto suponía que sólo los israelitas eran «propiedad personal de Dios sobre la tierra» (cf. Ex 19,5-6; Dt 4,20), y así lo supondrán también las antítesis de Sab 11–19. Pues bien, nuestro pasaje confiesa que todos los hombres son de Dios, universalizando la experiencia israelita. En ese sentido se dice que Dios no es sólo creador y dueño universal, sino también amigo o compañero de todos los que viven, sin excepción alguna (philopsichê). Ésta es la aportación mayor de la teología de Sab y quizá de toda la literatura israelita: Dios no es una realidad abstracta, ni un principio cósmico, ni un silencio en el fondo de todo lo que existe; Dios no es tampoco el protector de un pueblo especial, sino un poder personal de vida que ama (conoce y crea) a todos los hombres porque quiere, porque les quiere, vinculándose con ellos de un modo entrañable, en alianza de fidelidad universal.

Cf. F. ASENSIO, Misericordia et veritas. El Hesed y el ‘Emet divinos. Su influjo religiososocial en la historia de Israel, Gregoriana 49, Roma 1949; X. PIKAZA, Antropología Bíblica, Sígueme, Salamanca 2006; I. M. SANS, Autorretrato de Dios, Universidad de Deusto, Bilbao 1997; J. SOBRINO, El principio misericordia. Bajar de la Cruz a los pueblos crucificados, Sal Terrae, Santander 1992.

2. Nuevo Testamento

(amor, perdón, gracia, Mateo). El conjunto del Nuevo Testamento aparece como un testimonio concreto y universal de misericordia: concreto porque se centra en Jesús, universal porque se abre a todos los hombres. Así lo muestra un texto donde Mateo ha resumido la vida y mensaje de Jesús: «Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,35-36; cf. Mc 6,34). En esa línea se sitúan otros textos emblemáticos, como la bienaventuranza de los misericordiosos (Mt 5,7), con el juicio final, donde lo único que cuenta es la misericordia activa (Mt 25,31-46), y de un modo especial las parábolas especiales de Lucas (cf. Lc 10,30-37; 15,1132). En esta línea pueden destacarse, además, dos pasajes.

1. Misericordia quiero y no sacrificio (Mt 9,13; 12,7). Esta palabra, tomada de Os 6,6, condensa según Lucas toda la experiencia de Cristo, entendida no sólo de un modo superficial (moralista), como misericordia barata, sino de forma radical, como principio de transformación humana. Aquí está en juego el sentido de la Ley judía y la permanencia del pueblo de Israel como institución profética y salvadora. Los adversarios de Jesús ponen la Ley por encima de la misericordia, tomándola así como una especie de «dogma»: es la institución sagrada, la estabilidad nacional en línea de sistema que exige un tipo de comportamientos bien regulados (sacrificios). Pues bien, por encima de esa ley ha puesto Jesús la misericordia, es decir, la gratuidad abierta a todos los hombres. Los dos pasajes donde Mateo cita este principio teológico de Oseas (Mt 9,13 y 12,13) marcan el punto de inflexión de su evangelio, el paso de una institución que puede y debe ser misericordiosa (hace obras de misericordia, al servicio del sistema) a una misericordia que viene a presentarse como principio y fuente de todas las posibles instituciones, pues ella define y decide el sentido del juicio de la vida (Mt 25,31-46), que será revelación de misericordia. El Jesús de Mateo no ha discutido con los rabinos de Israel (o del judeocristianismo) desde una perspectiva teórica, sino desde el poder radical de la misericordia que, careciendo de poder (no puede imponerse por la fuerza), es el mayor de todos los poderes. Jesús ha superado ese nivel de sacrificio (ha declarado el fin del templo: cf. Mt 21,12-22), apelando a la misericordia creadora: ella define a Dios, ella permite caminar y vivir a los humanos, como indica de forma paradigmática el pasaje del paralítico perdonado-curado (cf. Mt 9,2-8).

2. Dios, Padre de misericordia. Pablo retoma el sentido israelita básico del Dios misericordia y lo expresa en palabras de fuerte emoción e intenso contenido hímnico, poniendo «Padre» donde Ex 34,6 ponía «rico»: «Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos ha consolado en toda tribulación para que podamos consolar a los que están en toda tribulación con el consuelo con que Dios nos ha consolado» (2 Cor 1,3-4). Ésta es una de las palabras fundamentales del mensaje de Pablo y ella ha de tomarse en su sentido más profundo. Dios es Padre de la misericordia porque Jesús es la misericordia encarnada. Este Dios es un padre materno, preñado de amor, que consuela a los hombres, como hacía el Dios de los profetas del amor más intenso (Is 66,13), como hará el Paráclito, gran Consolador. Ciertamente, Pablo alude a su propia situación de lucha y desconsuelo, que ha logrado superar con la gracia de Dios. Pero su experiencia, expresada en el contexto de 2 Cor 1,1–2,17, se abre a todos los hombres que quieran recibir el mensaje y aliento de Jesús. Frente al Dios de la ley o poder, frente a un Señor resentido (que parece estar en lucha contra los hombres), frente al Juez alejado que mira las cosas desde fuera, Pablo ha definido a Dios como Padre misericordioso, es decir, consolador: es Aquel que nos ama y por amor, por su gran misericordia, nos ha ofrecido el don de su propio Hijo. Este Dios de consuelo (a quien el texto llama Padre y no Madre, porque así lo exige la tradición social de aquel tiempo) es más Madre que Padre. Llegando al límite de su experiencia, fundando su vida en el Dios de Jesús, Pablo descubre que ese Dios, Padre de consuelo, tiene aspectos que podemos evocar como femeninos: es aquel que nos consuela en Jesús, dándonos lo más grande que tiene, su propio Hijo.

Cf. I. GÓMEZ ACEBO, Dios también es Madre, Paulinas, Madrid 1994; R. SCHNACKENBURG, Amistad con Jesús, Sígueme, Salamanca 1998; J. VílCHEZ, Dios, nuestro amigo. La Sagrada Escritura, Verbo Divino, Estella 2003.

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NEGACIÓN

En el conjunto de las narraciones bíblicas destaca la afirmación de la vida y la fidelidad personal interpretada como compromiso a favor de los hombres. Pero la Biblia pone de relieve, al mismo tiempo, las negaciones de los hombres, que se expresan en forma de violencia y de rechazo de los otros, desde una perspectiva de egoísmo. En el principio de las negaciones bíblicas se encuentra el asesinato de Abel (Gn 4). Al final hallamos la serie de negaciones vinculadas a la muerte de Jesús, entre las que destaca, en línea cristiana, la de Pedro, que niega su vinculación con Jesús en el juicio, quizá por miedo* personal, quizá por influjo del sistema religioso que le condena a muerte.

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RUAH

(Espíritu Santo, pneuma). Palabra hebrea que significa «espíritu» (en griego pneuma). Hemos estudiado en otras entradas el sentido básico del espíritu y del pneuma. Ahora recogemos algunos aspectos distintivos de la experiencia del espíritu en la Biblia hebrea, tomando como base la palabra ruah.

1. Comparación. Griegos e israelitas. La cultura hebrea no está muy alejada de la griega, como muestra el sentido y evolución de esta palabra. Ruah se puede traducir como «viento, espíritu», y se encuentra muy cerca del pneuma griego: es el viento original y misterioso, imprevisible, omnipresente; es el aire, realidad fundante, divina y numinosa, en la que se asienta todo lo que existe. Es el humo de un incendio, expresión del gran fuego que todo lo destruye; pero es, a la vez, el aliento donde todo nace y recibe su sentido. En ese contexto, debemos recordar que, en contra de otros pueblos, Israel no ha tendido a divinizar el viento como aislado, convirtiéndole en un dios junto a otros, en el interior de un panteón de dioses cósmicos. Al contrario, Israel ha partido de una concepción casi divina del viento y lo ha ido des-divinizando progresivamente, hasta convertirlo en agente de Dios o símbolo de su presencia y acción entre los hombres. En este contexto se puede trazar un paralelo significativo: los griegos desmitifican el espíritu, para concebirlo como una realidad cósmica o para ponerlo bajo el poder del pensamiento (de la nous racional, que todo lo conoce, porque tiene una raíz divina); los hebreos lo desmitifican haciéndolo expresión de la presencia de un Dios personal que dialoga con los hombres. «Es verosímil que, a causa de lo que se puede llamar mentalidad primitiva, el viejo Israel haya conocido en su contexto histórico-geográfico la divinización de diversas fuerzas naturales: todo lo que tiene un gran poder es numinoso y revela la presencia de un alma. Se podría, pues, hablar muy bien de espíritus del desierto, del mar, de la tempestad, etc. No está excluido que en la literatura de Israel se encuentren restos de la así llamada visión animista del mundo. Pero, significativamente, a estos demonios (espíritus del desierto, etc.) no se les conoce jamás con el término de ruah. La ruah designa, más bien, una fuerza de la naturaleza, y se expresa con su mismo nombre: es el viento… Es poco verosímil que los hebreos hayan partido de un aspecto material y casi científico del viento para espiritualizarlo luego. En contra de eso, debemos reconocer que el viento era un elemento muy apropiado para hallarse espiritualmente divinizado en la mentalidad primitiva. Todo nos permite suponer que el término ruah tenía resonancias espirituales… porque, en su mismo sentido de viento, presentaba ya un significado espiritual. Se puede pensar que si este término ha tenido un despliegue extraordinario, no ha sido a causa de sus notas objetivas (como viento físico), sino a causa de su carácter divino…» (D. Lys, 337).

2. Ruah, la acción de Dios. No empieza siendo un término físico, bien objetivo y preciso, que después se convierte en signo de la acción de Yahvé, sino que es desde el principio algo misterioso, espiritual y material al mismo tiempo, cósmico y divino; en ese sentido, puede presentarse como expresión de la unidad más honda que vincula a Dios y al mundo. Quizá pudiéramos hablar de una totalidad sagrada, de un espaciotiempo abarcador que rodea y vincula a Dios y a los hombres, en la misma línea de Grecia donde el pneuma puede evocar la totalidad divina en la que estamos inmersos. Pero a través de un proceso de reconocimiento histórico y de diálogo con Dios, la ruah ha venido a dualizarse, apareciendo por un lado como realidad creada (puro viento, aire cósmico) y por otro como símbolo de la presencia actuante de Yahvé. En ese segundo aspecto se puede hablar incluso de una personificación de la ruah, como vemos ya en 1 Re 22,20-22, donde Yahvé dialoga con el «ejército de los cielos», es decir, con la corte divina de sus ángeles-espíritus a los que pide consejo sobre la manera de destruir a Ajab, el rey israelita. «Entonces se adelantó el Ruah, se puso ante Yahvé y dijo: «Yo le engañaré». Yahvé le preguntó: «¿De qué modo?». Respondió: «Iré y me haré ruah de mentira en la boca de todos sus profetas». Yahvé dijo: «Tú conseguirás engañarle. Vete y hazlo así»» (1 Re 22,20-22). La ruah está aquí personificada de forma masculina (en general el término suele ser femenino, con sentido más bien impersonal). Este Ruah, que aparece aquí como un ser independiente, que dialoga con Dios (como un gran Ángel de su corte), representa la misma acción de Dios que puede presentarse como fuerza destructora para los perversos. Estamos ante una visión sacrodemoníaca de Dios, que puede presentarse como fuerza de engaño y destrucción para los perversos, en el principio de una línea que lleva al discernimiento de los espíritus, a la separación de poderes sagrados, positivos y perversos (dualismo). En este caso, Dios utiliza su mal espíritu para destruir a los perversos. Este discernimiento de los espíritus nos sitúa ante el enigma de la ambivalencia de la ruah, que se vinculará más tarde a los buenos y malos espíritus, a los dioses y diablos, ángeles y demonios. En las reflexiones que siguen destacaremos el aspecto positivo de la ruah.

3. Notas de la ruah. Ella es, casi siempre, ambivalente: indica, por un lado, un fenómeno del cosmos (como el viento que Dios envió, según Ex 14,21, para separar las aguas del mar de los Juncos); pero, al mismo tiempo, expresa algo que es propio de Dios, como en 2 Sm 22,16, donde se dice que fue la misma respiración de Dios (el soplo de sus narices) la que secó las aguas del mar. Posiblemente, ambos lenguajes son complementarios. Viento y aliento aparecen por un lado como obra de un Dios trascendente y por otro como su presencia concreta en el mundo. Sólo hay un Dios que es trascendente (no se identifica con nada que podamos representar o pensar, no se puede fijar en estatuas o signos del cosmos); pero, al mismo tiempo, este Dios actúa de una forma poderosa, creadora, de manera que el viento del mundo (y el aliento del hombre) se conciben como un momento de su acción, pudiendo convertirse en símbolo de su presencia salvadora. La Biblia sabe que la respiración del hombre es presencia de la ruah de Dios (cf. Gn 2,7), de manera que todos los hombres tienen ruah, de un modo que podemos llamar ordinario. Pero hay algunos que la tienen o reciben de una forma extraordinaria, de manera que pueden realizar grandes obras. El hombre al que Dios concede la ruah queda capacitado para realizar empresas imposibles para otros: el hombre de ruah puede interpretar los sueños (Gn 41,38) y predecir las cosas futuras (cf. Nm 24,2), venciendo en la guerra (profetas carismáticos); pero, sobre todo, el hombres de ruah puede dialogar con Dios, en cuya presencia vive. Desde esa base podemos evocar tres rasgos básicos de la presencia y actuación del Espíritu, como fuerza creadora, salvadora y escatológica.

4. Fuerza creadora. En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era algo caótico y vacío, pero la ruah de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas (Gn 1,1-2). Sin el soplo directo de Dios, la realidad del mundo es caos. Sin su ruah el hombre muere: pierde su aliento, se agota su vida y se convierte en un cadáver. Sólo el aliento de Dios ofrece vida y orden al caos subyacente de las cosas. Aquí no se habla sólo de una acción primera de Dios que por su voluntad y palabra ha suscitado el mundo para siempre, en el principio, sino que se habla de una acción y presencia permanente de Dios. El mundo en sí carece de orden, fondo o consistencia. Existe, y es distinto de Dios; pero no puede mantenerse ni alcanzar sentido por sí mismo. Pero la ruah de Dios está presente y hace que el mundo se convierta en lugar y habitación, camino y vida para el hombre. En un sentido, la realidad existe y es distinta de Dios; pero en su verdad más honda, ella sólo adquiere ser y existe por el aliento de Dios que la sostiene. El cometido del aliento de Dios en Gn 1,2 es, ante todo, de carácter vivificante: hace milagrosa y libremente que la vida exista. Debemos precisar que esa vida no se limita a la animación de vivientes superiores e inferiores (animales y plantas), sino que ella está presente en todo lo que existe, en cuanto opuesto a la nada y a la muerte. La ruah es presencia creadora: es la misma realidad de Dios como cercano y actuante (cf. Gn 2,7). Utilizando una terminología moderna, podríamos decir que la misma realidad del mundo (naturaleza) se encuentra apoyada y sostenida por la gracia (presencia vivificante de Dios). No hablamos así del Dios en sí; tampoco existe el hombre (el mundo) por sí mismo. Existe (desde nosotros) un Dios para el mundo (Dios que sostiene el mundo con su ruah); y existe un mundo en Dios (fundado en la ruah divina). A Dios se le conoce por su ruah (su acción); el mundo existe sólo en cuanto está fundamentado en esa acción divina.

5. Fuerza salvadora. Recordemos los textos clásicos: «Moisés extendió su mano sobre el mar, y Yahvé hizo soplar durante toda la noche una fuerte ruah del este que secó el mar y se dividieron las aguas» (Ex 14,21). «El fondo del mar quedó a la vista, los cimientos del orbe desaparecieron, ante la increpación de Yahvé, al resollar la ruah en sus narices» (2 Sm 22,16). La ruah creadora se convierte en fuerza salvadora. Aquella actuación de Dios que concedía vida y realidad al mundo se presenta ahora como potencia que libera, abriendo un camino de salvación para los hombres. El Antiguo Testamento desconoce la división de unos hechos naturales (creación) y otros sobrenaturales (salvación): todo es natural, es presencia de Dios, actuación de su ruah sobre el mundo, y todo es, a la vez, sobrenatural, pues el hombre y el mundo se basan en algo más grande que ellos mismos. La reflexión de Israel ha percibido la fuerza de la ruah creadora y salvadora de Dios como ligada de una forma especial al surgimiento del pueblo en tiempo de los Jueces. Cuando parece que Israel se pierde, cuando sufre dominado por las fuerzas enemigas de este mundo, Dios impulsa por su ruah a unos hombres (jueces) que destacan en la guerra y que liberan a los suyos de la mano esclavizante de otros pueblos (cf. Jc 3,10; 6,34; 11,29; 1 Sm 11,6; etc.). La ruah de Dios se despliega en el camino de los hombres, y lo alienta, lo promueve, lo sostiene. De esa forma, los israelitas han superado el nivel de la esclavitud agobiante de la naturaleza que, aun estando sostenida por la ruah de Dios, somete a los hombres a sus ritmos eternamente iguales. Ellos se han liberado de la naturaleza, para penetrar en el campo de la historia donde la ruah de Yahvé dirige al hombre hacia un futuro enriquecido por la esperanza del mismo Dios que viene.

6. Fuerza escatológica. Israel ha sentido que el presente está cuajado de opresión, de esclavitud, pecado y desengaño. Pero la ruah de Dios es poderosa. Su acción debe suscitar algo que es nuevo. Como expresión de su fuerza creadora surgirá el rey mesiánico. «Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y brotará un retoño de sus raíces. Reposará sobre él la ruah de Yahvé, ruah de sabiduría e inteligencia, ruah de consejo y fortaleza, ruah de ciencia y temor de Dios…» (Is 11,1-2; dones del Espíritu). La ruah se concibe aquí como presencia de Dios sobre el Mesías y sobre el pueblo mesiánico. Su fuerza será fuerza de justicia: salvará a los pobres, será redención para los débiles. Así añade, ya de forma personal, el Tercer Isaías: «La ruah del Señor Yahvé está sobre mí, porque Yahvé me ha ungido. Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos; a pregonar liberación a los cautivos; libertad para los presos; a pregonar un año de gracia de Yahvé, día de venganza de nuestro Dios» (Is 61,1-2). La justicia mesiánica se interpreta en términos de liberación. La ruah conduce a los hombres al encuentro con Yahvé, un encuentro que supone castigo para los opresores y bendición para los pobres y perdidos. Así lo ha visto Ezequiel cuando nos habla de los huesos muertos de su pueblo: «Así dice el Señor a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar la ruah en vosotros y viviréis. Os cubriré de nervios; haré crecer sobre vosotros la carne; os cubriré de piel, os daré una ruah y viviréis; y sabréis que yo soy Yahvé» (Ex 37,6). Esta vida nueva que aquí se promete es «resurrección integral», interior y exterior, individual y comunitaria, dentro de este mundo. Es creación interior, pero llena y transforma al hombre entero: «Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; os purificaré de todas vuestras manchas y de todos vuestros ídolos. Y os daré un corazón nuevo, infundiré sobre vosotros un ruah nuevo; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi ruah en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos…» (Ez 36,25-27). Dios había infundido en el hombre su Espíritu, pero no lo había dado del todo; Dios había estado con los hombres, pero no se había comprometido con ellos plenamente. Ahora el profeta descubre y promete la presencia plena de su Espíritu. Desde ese fondo, desde la esperanza abierta hacia el futuro del Espíritu, que es futuro del Dios que viene al pueblo y futuro del pueblo que renace en Dios, se entienden las palabras de la profecía de transformación final: «Sucederá después de esto que yo derramaré mi ruah en toda carne; profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos tendrán sueños sagrados, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas, derramaré mi ruah aquel día» (Jl 3,1-2). El hombre se halla abierto ante el futuro del Espíritu, es decir, abierto ante Dios. Por eso, todo el pueblo (unido a la misma creación) viene a interpretarse como realidad expectante, centrada extáticamente en el futuro del Dios que viene. No nos interesa señalar ahora los aspectos del futuro que suscita la ruah de Dios; sólo queremos decir que es un futuro salvador y cumplimiento de la creación primera. Desde aquí advertimos que la creación no es realidad que se encuentre ya acabada; Dios no es la santidad actual del mundo (garantía de aquello que ahora existe). Dios es ámbito de futuro creador para los hombres. Esto es lo que significa ahora la ruah, como sabrá y ratificará desde otra perspectiva todo el Nuevo Testamento.

Cf. J. FERNÁNDEZ LAGO, El Espíritu Santo en el mundo y en la Biblia, Inst. Teo. Compostelano, Santiago 1998; D. LYS, Rûach. Le souffle dans l’Ancien Testament, PUF, París 1962; E. PUECH, La croyance des Esséniens en la vie future: immortalité, résurrection, vie éternelle? Histoire d’une croyance dans le judaïsme ancien I-II, Gabalda, París 1993; H. W. WOLFF, Antropología del Antiguo Testamento, BEB 99, Sígueme, Salamanca 1997.

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LUZ

(fuego, Dios, amor, palabra). Es uno de los símbolos principales de la experiencia israelita y cristiana. Puede tomarse como centro de una constelación de significados, de los que evocaremos algunos, siguiendo el mismo despliegue temático del conjunto de la Biblia.

Creación. Lo primero fue la luz. «En el principio había oscuridad sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Entonces dijo Dios: Sea la luz y fue la luz. Dios vio que la luz era buena, y separó Dios la luz de las tinieblas. Dios llamó a la luz día, y a las tinieblas llamó noche» (cf. Gn 1,2-5). Éste es el comienzo de todas las cosas, el principio y final de la creación. Las tinieblas (jok) ya existían, como fondo de caos que rodea al ser divino. No eran nada, y sin embargo estaban ahí. Ellas no son «dios», de manera que no existe un dios bueno y otro malo, pues Dios es sólo bueno y signo suyo es la luz (‘ôr) que él mismo irradia y que concede sentido, espacio y tiempo y visibilidad a todo lo que existe. Pero en su mismo entorno, como expresión del límite que Dios abre para que puedan existir otras cosas, se abrían las tinieblas. Quizá pudiéramos decir que Dios mismo es la luz que se expande y regala, de tal forma que en él (en Dios, en la luz) existe todo. Por eso, a su lado, la tiniebla «no es» y, sin embargo, es necesaria, como entorno de Dios, como vacío que él llena, como caos que él ordena, como oscuridad que él alumbra. Por eso podemos añadir que la luz no es «nada concreto» y, sin embargo, está en todo. No se pueden comparar luz y tinieblas, como si fueran simétricas (bien y mal, vida y muerte), como dos platillos de una misma balanza. Sólo existe luz, sólo hay bien, sólo existe la Palabra, que es la Vida y la Luz de los hombres (cf. Jn 1,4-12), pero allí donde los hombres no escuchan la Palabra se abre el silencio sin voz, la muerte sin vida, la oscuridad sin luz… Ese silencio muerto, ese mal y oscuridad son como entorno y contraste de esa luz, cuando se extiende sobre la nada. Focos de luz: luminarias o luceros. No son primero los focos de luz y después la Luz, sino al revés: de la Luz que es Dios brotan los luceros o luminarias: «Entonces dijo Dios: Haya luminarias en la bóveda del cielo… E hizo Dios las dos grandes luminarias: la luminaria mayor para señorear el día y la luminaria menor para señorear la noche. Hizo también las estrellas. Dios las puso en la bóveda del cielo para alumbrar sobre la tierra, para presidir sobre el día y la noche, y para separar la luz de las tinieblas» (Gn 1,14-18). Ésta es la palabra que Dios dice en el día central de la semana, en el momento en que se decide el orden y despliegue de la creación. Había ya luz, había tierra y cielo, aguas y mares. Pero la luz no se había condensado todavía, formando unas lumbreras o luceros, focos de luz que guían la vida de los hombres, separando tiempos (día y noche) y espacios (unos luminosos, habitados, y otros oscuros, inhabitables). En este momento central culmina la creación de la luz, expresada en los grandes y pequeños luceros, que no son Dios (como pensaban muchas religiones antiguas, desde Mesopotamia hasta Grecia), pero que traducen la presencia del Dios de la Luz, dando sentido y relieve a los diversos tiempos, lugares y personas. Estos luceros se llaman me’ôrot (en los LXX phostêras): portadores de luz, los «alumbrantes». Entre ellos, como astro verdadero, surgirá el sexto día de la creación el ser humano.

1. Colores de luz y de paz: el arco iris. El cielo y la tierra de Dios son hermosos y fuertes, pero tienen un equilibrio inestable, vinculado a la misma libertad del hombre, que puede pervertirse y pervertirlo todo, y a las condiciones del mundo, hecho de equilibrios frágiles: de posibles cataclismos, de duras tormentas, de diluvios. La Biblia cuenta, como ejemplo del riesgo de la vida de los hombres, el gran diluvio de los tiempos antiguos del que sólo algunos pocos (Noé y su familia) se salvaron (cf. Gn 6–7). Pues bien, la historia de ese cataclismo, siempre amenazante, termina con la evocación de los colores de la luz que expanden su signo de paz, como expresión del pacto primigenio de la vida que vence a la muerte, de la esperanza que destruye al odio: «Ésta será la señal del pacto que establezco con vosotros y con todo ser viviente que está con vosotros, por generaciones, para siempre: Yo pongo mi arco en las nubes como señal del pacto que hago con la tierra. Y sucederá que cuando yo haga aparecer las nubes sobre la tierra, entonces el arco se dejará ver en las nubes y me acordaré de mi pacto» (Gn 9,12-15). El arco era para los antiguos el signo por excelencia de la guerra: los arqueros eran los más duros militares. Pues bien, la luz ha hecho el prodigio: el arco militar se ha convertido sobre el cielo de los días de tormenta en juego de colores, en promesa de agua buena y de paz, por encima de todo cataclismo y guerra. La luz aparece así como signo del don de la vida que supera no sólo la tiniebla y la violencia del cosmos, expresada por la gran tormenta, sino también la guerra entre los hombres.

2. La luz de Dios cercano: Menôrah. Los israelitas han concebido siempre la luz como un signo del Dios que está presente, patente y oculto, haciendo surgir de la tiniebla todas las cosas que existen. Por eso, es normal que los creyentes hayan respondido a Dios ofreciéndole un foco de luz, una lámpara en el santuario. Uno de los testimonios más antiguos que conocemos de ello es el relato de la vocación del joven Samuel, que servía al sacerdote en el templo de Silo donde ardía la «lámpara de Dios» (ner). Pero el testimonio más conocido, hasta el día de hoy, es el candelabro o portaluz de siete brazos que alumbrará más tarde de forma perpetua en el templo de Jerusalén y que se llama precisamente menôrah (en los LXX lykhnos, de la misma raíz que lux, licht, luz), portadora de la luz, de una luz que Dios ofrece a los hombres y que los hombres devuelven a Dios (Ex 25,31-35). Este candelabro será entre los israelitas el más perfecto de los signos y rituales religiosos: es la luz de los siete días del tiempo (Gn 1) y de los siete espíritus de Dios que llenan todo el universo y que, para los cristianos, se expresa de un modo especial en la iglesias, que el Apocalipsis concibe como luces encendidas en el mundo (cf. Ap 1,12-13.20; 2,1). De manera sorprendente, la carta a los Hebreos define a los espíritus-ángeles como luz de fuego, fuego de luz mensajera que se abre y se extiende hacia todos los hombres (cf. Heb 1,7). Por eso, es normal que los creyentes hayan querido ver a Dios, viendo la luz, por medio de la misma Luz que es Dios: «En ti están las fuentes de la Vida y en tu luz veremos la luz» (Sal 36,10). De manera significativa, Vida y Luz se identifican: en la Vida de Dios vivimos, en su Luz nos conocemos, siendo de esa forma un resplandor de su presencia.

3. Hijos de la luz e hijos de las tinieblas. El libro del Génesis no había divinizado la luz y las tinieblas, sino sólo la Luz, concibiendo las tinieblas como aquello que queda fuera de la Luz, como el contrapunto de nada que nos hace comprender mejor la luz, que es el Todo de todo lo que existe. Pero en Israel ha existido también desde antiguo una tendencia a dualizar y escindir la realidad, a dividir todas las cosas, haciendo que ellas sean bien y mal, luz y tinieblas, vida y muerte (cf. Dt 30,19). Ciertamente, se sabe que todo viene de Dios: «¡Yo mismo hago la luz y creo las tinieblas! (cf. Is 45,7). Sobre esa base se ha podido afirmar que existen dos espíritus eternos, enfrentados, divididos, en guerra perpetua, «la guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas» (cf. Qumrán, Milhama 1QM 1,1). Ésta es la guerra para la que el Instructor de Qumrán educa a sus esenios: «para amar a todos los hijos de la luz… y para odiar a todos los hijos de las tinieblas, a cada uno según su culpa, en la venganza de Dios» (Regla de la Comunidad 1QS 1,9-11). Esta oposición entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas se encuentra en el fondo de varios textos del Nuevo Testamento, pero de un modo distinto, no combativo, sino afirmativo y testimonial: «Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. No somos hijos de la noche ni de las tinieblas» (1 Tes 5,5); «sois Luz en el Señor, caminad como hijos de la luz» (Ef 5,8); «mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz» (Jn 12,36; cf. Lc 16,8). Aquí se sitúa la diferencia cristiana. Algunos dualistas, como los esenios de Qumrán estaban dispuestos a luchar, incluso en guerra militar, contra los hijos de las tinieblas, que ellos identificaban con los romanos o judíos renegados, en un camino que sigue influyendo todavía en todos los que hablan de la justicia infinita o de la guerra contra el eje del mal. Los cristianos, en cambio, se descubren hijos de la luz, pero no para luchar contra los hijos de las tinieblas, sino para alumbrar gratuita y generosamente en las tinieblas, irradiando su luz en la oscuridad. Así lo advierte Jesús, de manera tajante, evocando el texto anterior de Qumrán: «Habéis oído que se ha dicho amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo; yo, en cambio, os digo: ¡amad a vuestros enemigos…!». De esa forma ha roto Jesús la simetría violenta del bien y el mal, de la Luz y las tinieblas, viniendo a presentarse sólo como testigo universal de la luz.

4. Vosotros sois la luz del mundo: una ciudad encendida sobre el mundo. En este contexto se sitúan algunos textos básicos del evangelio: «No se enciende una luz [lykhnos] para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelabro o portador de luz [lykhnia], para que alumbre a todos los que están en la casa» (Mt 5,15). Jesús concibe a sus discípulos como una luz encendida en la altura (¡vosotros sois la luz del mundo!), como una ciudad elevada y luminosa, para que todos vean y puedan caminar con claridad, sin miedo a perderse (cf. Mt 5,14). De esa manera retoma uno de motivos más importantes de la esperanza profética de Israel: «¡Levántate y brilla! Porque ha llegado tu luz, y la gloria de Yahvé ha resplandecido sobre ti. Porque las tinieblas cubrían la tierra; y la oscuridad, los pueblos. Pero sobre ti resplandecerá Yahvé y en ti se contemplará su gloria. Entonces caminarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu aurora» (Is 60,1-3). Ésta es la esperanza y tarea de Jesús: quiere crear un pueblo de gentes luminosas, una ciudad de personas transformadas en luz. Así quiere que sea su Iglesia: una ciudad de gentes que alumbran de forma generosa, regalando su luz, gratuitamente, para que todos vean y vivan en concordia. Aquí no hay lucha de la luz contra las tinieblas, sino desbordamiento de vida: que todos puedan ver, porque a todos se regala, de modo generoso, la luz recibida.

5. El milagro de la luz: los ciegos ven. Uno de los motivos centrales del Evangelio es el prodigio de la luz, que es gratuita (¡el sol alumbra sobre buenos y malos!: Mt 5,45), pero que se encuentra combatida y a veces rechazada: «Vino la luz a los hombres, pero los hombres no la recibieron» (Jn 1,10-12), de manera que algunos prefirieron y prefieren vivir en las tinieblas (cf. Jn 3,18). Pues bien, sobre esa base, Jesús aparece como portador apasionado de Luz, un hombre cuya principal tarea ha consistido y sigue consistiendo en abrir los ojos a los ciegos (ciegos corporales, ciegos de espíritu), para que puedan ver y escoger, caminar y vivir en libertad. Por eso, cuando le preguntan «¿qué haces?» él responde: «los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios…» (Mt 11,5 par). Jesús no viene a resolver problemas puntuales, a decir a los hombres y mujeres lo que han de hacer, sino para alumbrarles: quiere que ellos mismos se abran a la luz, que puedan caminar, que se descubran limpios… Quiere que ellos sean lo que quieran, como quieran, en luz transparente, de manera que así puedan, ellos mismos, en libertad gozosa, decidir la forma en que deben comportarse. Una parte muy significativa de los evangelios está dedicada a los «milagros de la luz», milagros físicos, pero, sobre todo, psicosomáticos y espirituales: Jesús ha deseado que los hombres vuelvan al principio de la creación, como seres de Luz, para el amor, para la palabra, para la convivencia (cf. Mc 8,22-23; 10,46-51; Jn 9,1-32; Lc 4,18).

6. Ten cuidado: luz de tu cuerpo es el ojo. La luz no es algo que se da y recibe, que se ofrece y tiene, sólo desde fuera, como una cosa objetiva que un hombre o mujer pudieran separar de sí mismos, sino que ella es vida profunda, la misma vida humana que el hombre y la mujer debe cultivar, siendo ellos mismos, según dice uno de los textos más bellos de la tradición del Evangelio: «La lámpara [lykhnos, luz] del cuerpo es el ojo. Por eso, si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará lleno de luz. Pero si tu ojo es malo, todo tu cuerpo estará en tinieblas. De modo que, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡cuán grande será tu oscuridad! Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá al uno y amará al otro, o se dedicará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a la mamona» (Mt 6,22-24; cf. Lc 11,34-36). El hombre es portador de una Luz que le desborda y que se expresa por sus ojos, que son la verdadera lámpara de Dios en el mundo. Un ojo sano y transparente: ésa es la bendición de Dios, el don más grande, la misma vida hecha Luz y comunicación: un hombre o mujer hecho ojos que miran y se dejan mirar. Sin duda, hay comunicación de palabras y de manos, de cuerpos y almas. Pero en el fondo de la creación de Dios, la más honda comunicación es la de los ojos que miran y pueden ser mirados, diciéndose a sí mismos. El día en que hombres y mujeres se miren a los ojos y se digan a sí mismos a través de la mirada habrá existencia humana. El día en que dejen de mirarse de esa forma los hombres y mujeres habrán muerto, pues ellos no son más que luz compartida que se mantiene encendida y que arde sólo al darse, siendo más fuerte cuanto más arde.

7. Una parábola escandalosa. Diez muchachas con lámpara. «El reino de los cielos se parece a diez muchachas que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Cuando las necias tomaron sus lámparas, no tomaron consigo aceite, pero las prudentes tomaron aceite en sus vasijas, juntamente con sus lámparas…» (Mt 25,1-3). Ésta es una parábola extraña, por muchos motivos, y por eso no puede tomarse al pie de la letra. Pero debemos recordar que la mayoría de las parábolas son escandalosas o, si se prefiere, paradójicas: son palabra que choca, que lleva a pensar, que exige una respuesta… El escándalo de esta parábola es evidente. En primer lugar, las muchachas no son lykhnos, luz personal, sino que llevan «lámparas» (lampadas). Son novias de un esposo polígamo, que va a casarse, al mismo tiempo, con diez o con aquellas de las diez que sean prudentes. Además, en contra de toda la enseñanza del Evangelio, las prudentes no deben dar aceite a las necias… Por otra parte, se trata de una parábola machista: el novio viene, como dueño y señor, las novias aguardan… Pero, dicho eso, debemos añadir que se trata de una parábola gozosa, pues vincula el tema de la luz con el matrimonio, entendido como relación de un hombre y una mujer. Desde esa base podemos retomar sus temas: el novio que viene es el amor, la luz plena; las novias que esperan son los hombres y mujeres capaces de cuidar su luz o de apagarla. Las bodas son dos luces que se unen, formando una luz compartida, luz de dos, en la gran Luz del Novio-Novia que les acoge en su amor. Son dos luces distintas, dos personas diferentes, y una luz doble, que se abre a otros, a los amigos y a los hijos como luz creadora, en la Luz de Dios, donde se unifican y completan, cada uno en el otro y para el otro, cada uno desde el otro y con el otro. En este contexto podemos decir que, para los cristianos, la luz originaria se ha venido a revelar en Cristo.

8. Yo soy la luz del mundo, Dios es luz… Así dice Jesús en el evangelio de Juan: «Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no camina en las tinieblas» (Jn 8,12; 9,5; 12,46). Para eso ha venido, para que los hombres puedan vivir en la luz, amándose los unos a los otros. Éste es su poder, éste su reino: que los hombres puedan vivir en la verdad (cf. Jn 18,37). No tiene una luz propia, sino la de Dios, retomando así, de manera sorprendente, el tema del principio de la Biblia, cuando se decía que Dios había empezado creando la luz (Gn 1,3-4). Ahora no se dice que Dios crea la luz, sino que él mismo es Luz, luz que se expresa en el amor entre los hombres: «Éste es el mensaje: Dios es Luz, y en él no existe oscuridad alguna. Si decimos que tenemos comunión con él y andamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad. Pero si andamos en Luz, como él está en Luz, tenemos comunión unos con otros» (1 Jn 1,5-7). La misma Palabra de Dios es Luz para los hombres, como sabe el prólogo solemne del evangelio de Juan: «En él estaba la Vida y la Vida era la Luz para los hombres» (Jn 1,4-6), la luz de la Palabra compartida de los ojos y las manos, que Jesús quiere irradiar en este mundo, como un fuego: «He venido a encender fuego en la tierra. ¡Y cómo quisiera ya que estuviera ardiendo!» (cf. Lc 13,49). Ésta es la verdad suprema: no existen dos espíritus, uno de luz, otro de tinieblas; no se puede hablar de guerra entre los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad, pues Dios es solamente Luz, una luz que se expresa en el amor que cada uno enciende en el otro, pues, al final del camino, la lámpara de cada uno es el otro. Tenemos el riesgo de perdernos en nuestra propia oscuridad, pero la luz de Dios es más fuerte que las oscuridades de los hombres. Ésa es la luz que limpia el corazón, para que los hombres puedan descubrir a Dios y descubrirse a sí mismos: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (cf. Mt 5,7) y se amarán unos a los otros. Ésta es la verdad, éste el mensaje: una luz que se ofrece y no se impone; una luz que se dice, silenciosamente, recreando cada día la vida por el otro y con el otro.

Cf. J. VÁZQUEZ ALLEGUE, Los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. El prólogo de la regla de la comunidad de Qumrán, Verbo Divino, Estella 2000.

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JUSTICIA

1. Libro de la Sabiduría

(juicio, siervo de Yahvé, chivo expiatorio, asesinato). La justicia (sedaqá, dykaiosynê) está en el centro del mensaje de la Biblia y ofrece, quizá, su mayor aportación humana y religiosa. Ella no puede confundirse con la simple justicia moral (propia de las virtudes cardinales), entendida de manera filosófica o judicial (en el Derecho Romano), sino que es ante todo la justicia salvadora de Dios.

1. Dos sentidos básicos. He comenzado distinguiendo la justicia bíblica de la justicia filosófico-judicial. Pero debo matizar mejor esa diferencia. (a) Plano judicial. Ciertamente, en un nivel, la justicia bíblica puede y debe compararse con la justicia de casi todas las culturas de la tierra, que han buscado un equilibrio de talión entre la acción y la sanción, para fundar de esa manera el orden de la vida sobre el mundo. En ese sentido, la justicia expresa también un orden de Dios, que busca la igualdad y dignidad entre los hombres; por eso, la injusticia y el asesinato son pecado, como sabe el conjunto de la Biblia, desde Gn 4 (muerte de Abel), pasando por la opresión de los vigilantes (1 Henoc), hasta culminar en el gran retablo de la injusticia universal que Pablo ha condenado en Rom 1,18-32. (b) Justicia y orden suprajudicial. Pero, en otro sentido, la justicia entendida como pura igualdad no basta por sí misma: ni responde al misterio de Dios ni sirve para superar la violencia de la historia humana. Por eso, la justicia de Dios en el Antiguo Testamento se entiende básicamente como acción salvadora: Dios no es un simple juez que aguarda desde fuera, mirando lo que hacen los hombres para luego sancionarles, sino que es justo realizando su justicia, es decir, ofreciendo a los hombres y mujeres un camino de salvación.

2. Contrapunto cristiano. Jesús se sitúa en la línea anterior, cuando apela a la justicia entendida como gracia (perdón y no violencia, amor al enemigo). Ésta es la justicia más alta de la que habla Mt 5,20 (¡si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos…!), ésa es la justicia entendida como justificación del pecador, que está en el fondo de todo el mensaje de Pablo, empeñado en superar el nivel de la pura justicia de las obras, como muestra Rom 1,18-32. Si la justicia de Dios se desplegara y cumpliera simplemente conforme a los principios de la ley, siguiendo el equilibrio del talión, no podría haber surgido el pueblo de Israel, ni tampoco el cristianismo, de manera que Jesús hubiera muerto en vano (cf. Gal 2,21). Toda la Biblia, y no sólo san Pablo, distingue, por tanto, dos niveles de justicia. (a) Hay una justicia de la Ley que sirve de alguna forma para resolver unos problemas en el ámbito social, como debe hacer Roma o las autoridades del mundo, que no en vano llevan la balanza y la espada del juicio (cf. Rom 13,4). (b) Y hay una justicia más alta: «Pero ahora, fuera de la Ley se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la Ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús» (Rom 3,21-23). Ésta es la justicia que brota del amor gratuito, justicia que nunca se merece y que los hombres sólo pueden recibir y compartir como creyentes, porque «el justo vive de la fe» (Rom 1,17; 3,26; Gal 3,1; cf. Os 2,4).

3. Libro de la Sabiduría, libro de Justicia. Presenta, de un modo privilegiado, los valores y retos de la justicia bíblica, tal como se expresa en la figura privilegiada el justo perseguido (cf. Sab 2,10-20), uno de los personajes más importantes de la Biblia, por su sentido intrínseco y por el influjo que ha tenido en la experiencia posterior de judíos y cristianos. Estamos ante un caso paradigmático, que nos permite entender el sentido de la justicia. (a) El justo es pobre. «Atropellemos al justo que es pobre, no nos apiademos de la viuda, ni respetemos las canas venerables del anciano; que la fuerza sea para nosotros la ley de la justicia, pues lo débil, es claro, no sirve para nada» (Sab 2,10-11). El gozo de la vida parece reservado a los ricos-triunfadores, de manera que la misma vida se vuelve injusta para aquellos que no pueden disfrutarla, pues son pobres o se encuentran solos o son ya mayores (ancianos). (b) Los ricos son injustos. Este pasaje supone que los ricos son injustos, simplemente por serlo, siempre que no ayuden a los pobres, pues de hecho aquellos que buscan sólo su placer, en un mundo lleno de necesidades, gozan y viven a costa de los pobres. Conforme a la tradición israelita, la justicia se expresa en el amor a los huérfanos, viudas y extranjeros, es decir, ayudando a los oprimidos (cf. Ex 22,20-23; Dt 16,9-15; 24,17-22). (c) Los ricos identifican justicia y poder. Los fuertes-ricos de nuestro pasaje interpretan la justicia en un sentido contrario al del Antiguo Testamento, como si ella fuera expresión de su fuerza: «que la fuerza sea para nosotros la ley de la justicia». Los poderosos aparecen así como dueños del árbol del bien y del mal, de manera que definen lo justo e injusto, lo legal o ilegal, conforme a sus propios intereses. En el plano económico emerge de esta forma el rico injusto, aquel que puede tener y disfrutar, a diferencia (y a costa) del pobre. En plano social está el que tiene una buena familia (un grupo que le apoya), frente a la viuda, que aparece así como persona que no tiene respaldo social ni derechos. Finalmente, en el plano vital se eleva el joven frente al viejo. La cultura antigua veneraba a los ancianos, como signo de sabiduría y continuidad vital; pero la nueva carrera del placer rechaza a los ancianos, dejándolos a un lado. La fiesta de la finitud (que se opone a la fiesta de la gracia) selecciona a los fuertes (ricos, influyentes y jóvenes), marginando y oprimiendo así a los pobres, viudas y ancianos.

4. Justicia y pobreza. Al justo le acusan y condenan, porque no acepta el sistema, porque la auténtica justicia, llevada hasta el límite, supera todo sistema judicial y se abre a un nivel de gracia: «Acechemos al justo que nos resulta incómodo: se pone contra nosotros, nos echa en cara las faltas contra la Ley… Afirma que conoce a Dios y dice que es hijo del Señor. Se ha vuelto acusador de nuestras convicciones y sólo el mirarle se nos hace muy pesado… Su vida es diferente a la vida de los otros; sus caminos son totalmente distintos. Piensa que nosotros somos una moneda falsa y se aparta de nuestras sendas como contaminadas; proclama dichoso el final de los justos y se gloría por tener a Dios por Padre» (Sab 2,1016). El justo de este pasaje es alguien que no acepta las normas del sistema, ni se pliega a los dictados de la mayoría. Este justo es un pobre, pero no por necesidad o fortuna, sino por vocación; prefiere ser diferente, cultivando otros valores, desplegando otros principios de vida, y de esa forma se vuelve objeto de envidia y rechazo para aquellos que marcan el sentido oficial de la justicia. El texto nos sitúa así ante el tema de la disidencia: los ricos-triunfadores, que definen lo que es justo, no pueden soportar la diversidad, no admiten otros valores que los suyos, en clave social o religiosa, cultural o lingüística; por eso, ellos condenan a los disidentes (justos) diciendo que en el fondo son injustos. Estos disidentes no se enfrentan con los fuertes con medios militares, sino en un plano de resistencia e insumisión no violenta. En el nivel de la justicia del talión, una violencia se vence con otra; pues bien, en contra de eso, los justospobres del libro de la Sabiduría se enfrentan a los justos-ricos con el testimonio de su vida: no se avergüenzan ni ocultan, no se esconden, sino que se limitan a mantener su fidelidad a la vida en la misma plaza donde otros sólo quieren celebrar la fiesta del poder que lleva a la muerte. Nos hallamos, por tanto, ante dos tipos de justicia: la del sistema, que acude a la fuerza para defenderse; y la de la gracia de la vida, que no se defiende con violencia, sino que se deja matar.

5. Dos justicias. El libro de la Sabiduría ha llevado este análisis de la justicia hasta sus últimas consecuencias, planteándolo de un modo concreto, en la prueba de la vida. Los justos-ricos sólo pueden apelar a la prueba de la violencia. Se creen justos porque «pueden», imponiendo de esa manera su visión del orden: «Vamos a ver si es verdad lo que dice [el justo pobre], comprobando cómo es su muerte; si este justo es hijo de Dios, Dios lo auxiliará y lo arrancará de la mano de sus adversarios. Lo someteremos a torturas y ultrajes, para conocer su paciencia y comprobar su aguante; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay alguien que se ocupa de él» (Sab 2,17-20). El justo-pobre no puede apelar a la fuerza, pero cree en la vida eterna y por eso puede mantenerse fiel a su justicia. Por el contrario, los justos-ricos (los injustos) no creen en la vida eterna (sino sólo en la vida que ellos dominan) y para probar el valor de lo que tienen, es decir, el valor de su sistema, no encuentran otro camino que acabar matando a quienes rechazan su forma de vida. Normalmente, los hombres se matan a consecuencia de una guerra o conflicto entre poderes semejantes y limitados: reino contra reino, grupo contra grupo… Unos y otros sienten la necesidad de conquistar la misma tierra o se combaten por motivos raciales o económicos… Pues bien, nuestro pasaje es más profundo y nos conduce hasta la misma raíz de la violencia, que nace precisamente allí donde unos hombres se sienten capaces de imponer sobre los demás su visión de una justicia que es injusta. Los violentos lo tienen todo, pues forman un imperio sin límites ni enemigos exteriores, pero no tienen justicia. Aquí ha culminado la visión israelita de la justicia, ofreciendo una reflexión que no ha sido superada en la historia de la humanidad.

Cf. J. R. BUSTO, La justicia es inmortal. Una lectura de la sabiduría de Salomón, Sal Terrae, Santander 1992; P. JARAMILLO, La injusticia y la opresión en el lenguaje figurado de los profetas, Monografías ABE-Verbo Divino, Estella 1992; P. MIRANDA, Marx y la Biblia. Crítica a la filosofía de la opresión, Sígueme, Salamanca 1972; E. NARDONI, Los que buscan la justicia: un estudio de la justicia en el mundo bíblico, Verbo Divino, Estella 1997; X. PIKAZA, Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 2006; J. L. SICRE, Con los pobres de la tierra. La justicia social en los profetas de Israel, Cristiandad, Madrid 1984.

2. Jesús

(gracia, perdón, ley, justo perseguido). La tradición cristiana ha interpretado el mensaje y la muerte de Jesús desde la perspectiva del justo sufriente de Sab 2 (justicia 1). Teniendo eso en cuenta, citamos unas palabras centrales de su mensaje: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos; porque Él hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? También los gentiles lo hacen. Por tanto, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,43-48).

1. Los bienes del mundo, bienes comunes. Este pasaje sorprendente está fundado en la observación de la naturaleza. Es claro que la lluvia no distingue entre el campo del justo y del malvado, y que el sol alumbra por igual a todos los humanos. A partir de aquí podría deducirse, y así lo hacen algunos, que no hay orden ni verdad sobre la tierra: da lo mismo comportarse bien o ser perversos. Otros afirman que no hay Dios en este mundo, sino un destino que cabalga ciego sobre todos los humanos, como en algún momento parece haber pensado el mismo Eclesiastés del Antiguo Testamento. Pues bien, en contra de eso, abriendo sus ojos de amor sobre las cosas, Jesús ha descubierto que el sol del cielo y la lluvia de la tierra, que caen por igual sobre buenos y perversos, son un signo de la creatividad y del perdón más alto de Dios, que ofrece vida a todos, de un modo gratuito, superando las normas de justicia legal que después se han establecido. Las religiones tienden a encerrar a Dios en cláusulas de ley mundana, como si Él tuviera que ser bueno con aquellos que nosotros suponemos buenos (= con nosotros), castigando de manera implacable a los culpables (= a los otros). Pero no es así. Los bienes de este mundo (agua y calor) no están repartidos según normas o leyes de justicia distributiva, sino que Dios ofrece su abundancia (expresada en sol y lluvia) de manera generosa, abierta a todos los vivientes. Esa actitud de Dios, bueno con todos (dentro de un mundo que a otro plano sigue siendo enigmático), debe conducirnos a la generosidad interhumana. Por eso, la antigua ley de equivalencias (ojo por ojo y diente por diente; amar a los amigos y odiar o someter a los enemigos) pierde su sentido: también los humanos podemos y debemos portarnos como Dios, ofreciéndonos los dones de la vida con generosidad.

2. Una justicia realista. Ciertamente, Jesús sabe que hay males e injusticias sobre el mundo: pocos como él han conocido los dolores de la historia (enfermos y excluidos de la tierra, condenados por la ley del mundo). Pues bien, a pesar de eso, o precisamente por eso, ha querido ofrecer su alternativa de amor universal, que no atiende a razones de justicia legal (que nos invitan a dar al otro lo debido, ofrecer a cada uno lo que es suyo), sino a la más profunda razón del puro bien. De esa manera ha elevado el más bello de los cantos de la creación, situándose allí donde al principio Dios había dicho que todas las creaturas eran (y siguen siendo) buenas (cf. Gn 1). Alguien pudiera afirmar que no ha sido realista, sino idiota, es decir, un pobre ingenuo, alejado del mundo, como suponía Nietzsche. Pues bien, en contra de eso, desde el fondo de esa ingenuidad de amor, como niño que vuelve al principio de la creación, para alumbrar desde Dios lo que pueden y deben ser las cosas de este mundo, Jesús se eleva ante nosotros como el más realista de todos: realista de la gracia que triunfa sobre el legalismo, del amor que vence al odio, de la vida que supera a la muerte. De esa forma supera la espiral de violencias (de juicio y de venganza) que amenaza con destruir la historia humana, introduciendo el puro amor de Dios (perdón que ni siquiera debe «perdonar») en medio de la lucha de la historia. Otros sabios lo habían entrevisto: algunos neoplatónicos griegos, ciertos confucianos de China, bastantes budistas… De formas diversas, también ellos habían descubierto la gratuidad generosa de la vida, la eficacia más alta del amor que regala de manera gratuita la existencia. Pero sólo Jesús ha llegado hasta el final en esta línea, expresando (realizando) con su vida el ideal de su doctrina, de manera que 1 Cor 1,30 ha podido presentarle como la reconciliación y gracia de Dios para todos los hombres.

3. Los planos de la vida. Este pasaje de Jesús incluye dos enseñanzas básicas. (a) Neutralidad cósmica positiva de Dios. Normalmente suponemos que el mundo ha de ser bueno para los buenos y malo para los malos, y así rezamos a Dios, para que «se porte bien con nosotros»: le pedimos la lluvia y queremos que nos libre de las enfermedades y desgracias. Pues bien, el texto dice que Dios cuida (y descuida) por igual a unos y otros, en afirmación que rompe nuestros presupuestos religiosos: ¡Llueve también sobre aquellos que no rezan! (b) Invitación de amor universal. Ese descubrimiento (¡Dios ofrece por igual sus bienes!) podía conducir al desinterés intracósmico: ¡Da lo mismo ser bueno que malo! Sin embargo, el texto invierte ese argumento y lo convierte en principio de amor escatológico: ¡Para ser hijo de Dios debes amar de igual manera a todos, especialmente a los enemigos! Esta neutralidad cósmica de Dios, que tiene un carácter amoroso, como el sol y la lluvia, va en contra de un tipo de religiosidad apocalíptica del tiempo de Jesús (que hablaba de castigos cósmicos de Dios para los pecadores); ella va incluso en contra de las antítesis del libro de la Sabiduría, centradas en el talión cósmico: «Porque la creación, sirviéndote a ti, su hacedor, se tensa para castigar a los malvados y se distiende para beneficiar a los que confían en ti» (Sap 16,24; cf. Sab 5,21-22). En ese nivel (que no es el nivel del justo perseguido: justicia 1), el libro de la Sabiduría supone que cada hombre encuentra aquello que merece: enferma quien busca enfermedad con su conducta; se angustia o deprime aquel que lo ha buscado a través de su comportamiento. Es evidente que en un plano esa visión resulta verdadera, como supone Gn 2–3, cuando afirma que el pecado engendra muerte (entendida incluso en sentido físico). Pero, en otro plano, resulta insuficiente, como sabe Gn 1 y Gn 8,22, que ponen de relieve la bondad universal de la creación de Dios, con independencia de las obras de los hombres. La gracia creadora y suprajudicial de Dios nos libera del agobio del juicio (es decir, del cumplimiento de la ley) y nos permite vivir en actitud de gracia, amando a los enemigos. No tenemos que pensar ya en reprimir a los demás, ni en la venganza de Dios, pues Dios es gracia universal y así debemos ser también nosotros. Dios emerge por encima de las divisiones sociales o morales, dentro de un mundo que también tiene sus sombras. Todo viene de Dios: sol y oscuridad, lluvia y sequía, salud y enfermedad… Pero no todo resulta equivalente, no todo da lo mismo: la vida es más valiosa que la muerte, el sol vale más que la tiniebla, el agua más que las arenas del desierto. El mundo es bueno en su pluralidad, en un nivel de ley, pero no puede cerrarse en sí mismo, pues el agua que riega los campos y el sol que alumbra la tierra son signo de un Dios que se sitúa por encima de la ley, como fuente gratuita de vida y principio de perdón y amor para los hombres.

Cf. J. P. MEIER, Law and History in Matthew’s Gospel, Roma 1976; E. NARDONI, Los que buscan la justicia: un estudio de la justicia en el mundo bíblico, Verbo Divino, Estella 1997; A. NYGREN, Eros et Agapé. La notion chrétienne de l’amour et ses transformations I-II, Aubier, París 1962; X. PIKAZA, Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 2006; H. SCHELKLE, Teología del Nuevo Testamento III. Moral, Herder, Barcelona 1975; R. SCHNACKENBURG, Mensaje moral del Nuevo Testamento, Herder, Barcelona 1989; W. SCHRAGE, Ética del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1987.

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INFIERNO

(Hades, Sheol, condena, pena de muerte, exclusión, fuego, muerte). Las religiones que no ponen en su centro la gracia de Dios y la libertad (individualidad) del hombre no pueden hablar de infierno o condena final, pues en ellas todo se mantiene en un eterno retorno de vida y de muerte. Sólo las religiones que acentúan la experiencia de la gracia y dejan al hombre en manos de su propia libertad (como el judaísmo y el cristianismo) pueden hablar de un infierno o condena definitiva, interpretada como castigo de Dios, en la línea de un judaísmo, cristianismo e islam ya estructurados. En esa línea, el Antiguo Testamento en cuanto tal apenas puede hablar de infierno, a no ser en sus últimos estratos y de un modo simbólico, como en Dn 12,2 («Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua») y en el libro de la Sabiduría (destrucción de los injustos). El infierno, como lugar y estado perdurable de los condenados, no aparece de un modo inequívoco y explícito en el conjunto de la Biblia; por otra parte, en el Nuevo Testamento, el infierno debería entenderse desde la gracia de Dios en Cristo, que es más fuerte que todas las posibles condenas de los hombres. Sea como fuere, el nombre infierno proviene de la versión latina de la Biblia (la Vulgata), que traduce con esa palabra diversos nombres y conceptos de la Biblia hebrea, que en general tienen un sentido genérico de muerte o de mundo inferior (Sheol) donde se cree que están los que han muerto.

1.Imágenes fundamentales. El tema del infierno recibe en la tradición bíblica diversos sentidos y aplicaciones. (a) Se puede hablar del infierno de los ángeles perversos, que han sido condenados a vivir en un «abismo de columnas de fuego que descienden», como templo invertido, donde penan y purgan su pecado (1 Hen 21,7-10). «Aquí permanecerán los ángeles que se han unido a las mujeres. Tomando muchas formas, ellos han corrompido a los hombres y los seducen, para que hagan ofrendas a los demonios como a dioses, hasta el día del gran juicio en que serán juzgados, hasta que sean destruidos. Y sus mujeres, las que han seducido a los ángeles celestes, se convertirán en sirenas» (1 Hen 19,1-3). En esa línea se sitúa el simbolismo de Mt 5,41, donde Jesús, Hijo de Hombre, dirá a los injustos: «apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles» (Mt 25,41). Los hombres pueden participar, según eso, de una condena eterna, que deriva de la falta de solidaridad que han mostrado con los necesitados. (b) Se puede hablar de un infierno entendido como «vergüenza y confusión perpetua», propia de aquellos que resucitan al fin de los tiempos para la condena (Dn 12,2). Aquí no se destaca el fuego de la destrucción, como en el caso anterior, sino la «falta de honor», la deshonra de aquellos que no participan en el brillo de la gloria de Dios. (c) El signo más utilizado del infierno es la Gehenna. Parece claro que Jesús ha puesto de relieve la imagen de la Gehenna, pequeño valle hacia el sur de Jerusalén donde se quemaban las basuras de la ciudad, como signo de perdición. Esta imagen se encuentra especialmente vinculada con el pecado del escándalo: «si tu mano te escandaliza, córtatela…; te es mejor entrar manco en el Reino que ir con las dos manos a la Gehenna» (cf. Mc 9,42-46 par). Ella aparece también en textos parenéticos, en los que se invita a no tener miedo a los que pueden quitar la vida, pero no pueden mandar al hombre a la Gehenna, como puede hacerlo Dios (cf. Mt 10,38; Lc 12,5). Es evidente que esta imagen pone de relieve el riesgo de perdición en que se encuentra el hombre, pero quizá no puede aplicarse sin más a un tipo de infierno eterno.

2. Un relato popular. Un tipo de infierno aparece también en relatos populares, como en la parábola de Lázaro, el mendigo, y del rico sin misericordia: «Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; y murió también el rico, y fue sepultado. En el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno. Entonces, gritando, dijo: Padre Abrahán, ten misericordia de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama. Pero Abrahán le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado. Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quieran pasar de aquí a vosotros no pueden, ni de ahí pasar acá» (Lc 16,22-26). Significativamente, el texto no habla ya de la Gehenna, sino del Hades, entendido en su sentido antiguo de Sheol, mundo inferior de los que han muerto. Pero ya no es un Sheol-Hades neutral, al que van todos los muertos, sino que aparece como lugar de fuego-tormento. Por eso, se eleva a su lado la imagen del «seno de Abrahán», vinculado sin duda a las promesas de salvación relacionadas con los patriarcas (como en Mt 8,11 y en Mc 12,26).

3. Relato apocalíptico y experiencia cristiana. Siguiendo tradiciones orientales, el Ap concibe el lugar/estado de ruptura y destrucción total de los humanos como estanque o lago de fuego y azufre que arde sin cesar (Ap 19,20; 20,10.14.15; 21,8), al parecer en el fondo de la tierra, como pozo del abismo. No es el Hades de la tradición griega, donde los muertos esperan aún la salvación, sino el estado final de aquellos que no han querido recibir al Cristo Cordero y no están inscritos en su Libro y/o en la Ciudad final, la nueva Jerusalén (cf. 2,10-15); es lugar de muerte sin fin. A pesar de las imágenes de Ap 14,9-11, el Apocalipsis no insiste en la condena o fracaso de los perversos como castigo-dolor, sino como muerte (no vida). Por eso, en contra de la tradición simbólica posterior, reflejada por ejemplo en la Divina Comedia de Dante, el Ap no ha situado en paralelo el cielo y el infierno; a su juicio, sólo existe una culminación verdadera: la ciudad de los justos (Ap 21,1–22,5); el infierno no está al lado del cielo, como si fuera el otro platillo de una balanza judicial, sino que es sólo una posibilidad de no recibir la gloria que Dios ofrece a todos los hombres en Cristo. Por eso, el infierno cristiano sólo puede plantearse desde la experiencia pascual, que no ratifica la estructura judicial anterior, de tipo simétrico, donde hay condenados y salvados, en la línea del conocimiento del bien y del mal (Gn 2–3) o de la división que la teología del pacto israelita ha marcado entre la vida y la muerte (Dt 30,15), y que ha pasado a la visión parenética de Mt 25,31-46 (con derecha e izquierda, salvación y condena). En principio, el mensaje pascual del cristianismo es sólo experiencia de salvación, que se funda en el amor de Dios, que ha dado a los hombres su propia vida, la vida de su Hijo (cf. Jn 3,16; Rom 8,32). Desde esa perspectiva deben replantearse todos los datos bíblicos anteriores, incluido el lenguaje de Jesús sobre la Gehenna y la amenaza de Mt 25,41. Ese replanteamiento no es una labor de pura exégesis literal de la Biblia, sino de interpretación social y cultural del conjunto de la Iglesia. En este campo queda por hacer una gran labor, que resultará esencial en los próximos decenios de la teología y de la vida de la Iglesia, cuando se superen en ella una serie de supuestos legales y ontológicos que han venido determinándola desde el surgimiento de las iglesias establecidas de Occidente, a partir del siglo IV d.C. Pero una vez que se replantea el tema del infierno escatológico (del fuego final de un juicio de Dios) debe plantearse con mucha más fuerza el tema del infierno histórico, creado por la injusticia de los hombres que oprimen a otros hombres y por los diversos tipos de enfermedad y opresión que sufren especialmente los pobres. Éste es el infierno del que se ocupó realmente Jesús; de ese infierno quiso liberar a los hombres y mujeres, para que pudieran vivir a la luz de la libertad y del gozo del reino de Dios. Las parábolas en las que hay un reino del diablo que se opone al de Dios (como algunas de Mt 13 y 25) pertenecen a la retórica de la Iglesia, más que al mensaje de Jesús, a no ser que se interpreten en forma de advertencia, para que los hombres no construyan sobre este mundo un infierno.

4. El infierno de Jesús (sepulcro, gracia, resurrección). El credo oficial más antiguo de la Iglesia (el apostólico o romano) dice que Cristo bajó a los infiernos, poniendo así de relieve el momento final de su historia humana. Sólo desde esa perspectiva se puede entender la posibilidad de un infierno cristiano. (a) Bajó a los infiernos. Quien no muere del todo no ha vivido plenamente: no ha experimentado la impotencia abismal, el desvalimiento pleno de la existencia. Jesús ha vivido en absoluta intensidad; por eso muere en pleno desamparo. Ha desplegado la riqueza del amor; por eso muere en suma pobreza, preguntando por Dios desde el abismo de su angustia. De esa forma se ha vuelto solidario de los muertos. Sólo es solidario quien asume la suerte de los otros. Bajando hasta la tumba, sepultado en el vientre de la tierra, Jesús se ha convertido en compañero de aquellos que mueren, iniciando, precisamente allí, el camino ascendente de la vida. (b) Jesús fue enterrado y su sepulcro es un momento de su despliegue salvador (cf. Mc 15,42-47 y par; 1 Cor 15,4). Sólo quien muere de verdad, volviendo a la tierra, puede resucitar de entre los muertos. Jesús ha bajado al lugar de no retorno, para iniciar allí el retorno verdadero. Como Jonás «que estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches…» (Mt 12,40), así estuvo Jesús en el abismo de la muerte, para resucitar de entre los muertos (Rom 10,7-9). En el foso de la muerte ha penetrado Jesús y su presencia solidaria ha conmovido las entrañas del infierno, como dice la tradición: «La tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos de los cuerpos de los santos que habían muerto resucitaron» (Mt 27,5152). De esa forma ha realizado su tarea mesiánica: «Sufrió la muerte en su cuerpo, pero recibió vida por el Espíritu. Fue entonces cuando proclamó la victoria incluso a los espíritus encarcelados que fueron rebeldes, cuando antiguamente, en tiempos de Noé…» (1 Pe 3,18-19). Se ha dicho que esos espíritus encarcelados eran los humanos del tiempo del diluvio, como supone la liturgia, pero la exégesis moderna piensa que ellos pueden ser los ángeles perversos que en tiempo del diluvio fomentaron el pecado, siendo por tanto encadenados. No empezó a morir cuando expiró en la cruz y le bajaron al sepulcro; había empezado cuando se hizo solidario con el dolor y destrucción de los hombres, compartiendo la suerte de los expulsados de la tierra. Jesús había descendido ya en el mundo al infierno de los locos, los enfermos, los que estaban angustiados por las fuerzas del abismo: ha asumido la impotencia de aquellos que padecen y perecen aplastados por las fuerzas opresoras de la tierra, llegando de esa forma hasta el infierno de la muerte.

5. Un texto litúrgico. Jesús y Adán. La liturgia, continuando en la línea simbólica de los textos anteriores, relaciona a Jesús con Adán, el hombre originario que le aguarda desde el fondo de los tiempos, como indica una antigua homilía pascual: «¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra: un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción al abismo. Va a buscar a nuestro primer padre, como si éste fuera la oveja perdida. Quiere visitar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte (cf. Mt 4,16). Él, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y Eva. El Señor, teniendo en sus manos las armas vencedoras de la cruz, se acerca a ellos. Al verlo, nuestro primer padre Adán, asombrado por tan gran acontecimiento, exclama y dice a todos: mi Señor esté con todos. Y Cristo, respondiendo, dice a Adán: y con tu espíritu. Y, tomándolo por la mano, lo levanta diciéndole: Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz (cf. Ef 5,14). Yo soy tu Dios que, por ti y por todos los que han de nacer de ti, me he hecho tu hijo. Y ahora te digo que tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: ¡salid!; y a los que se encuentran en tinieblas: ¡levantaos! Y a ti te mando: despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí y yo en ti formamos una sola e indivisible persona» (PG 43, 439. Liturgia Horas, sábado santo). Jesús ha descendido hasta el infierno para encarnarse plenamente, compartiendo la suerte de aquellos que mueren. Pero al mismo tiempo ha descendido para anunciarles la victoria del amor sobre la muerte, viniendo como gran evangelista que proclama el mensaje de liberación definitiva, visitando y rescatando a los cautivos del infierno. Por eso, la palabra de la Iglesia le sitúa frente a Adán, humano universal, el primero de los muertos.

6. Christus Victor. Hasta el sepulcro de Adán ha descendido Jesús, como todos los hombres penetrando hasta el lugar donde la muerte reinaba, manteniendo cautivos a individuos y pueblos. Ha descendido allí para rescatar a los muertos (cf. Mt 11,4-6; Lc 4,18-19), apareciendo de esa forma como Christus Victor, Mesías vencedor del demonio y de la muerte. Su descenso al infierno para destruir el poder de la muerte constituye de algún modo la culminación de su biografía mesiánica, el triunfo decisivo de sus exorcismos, de toda su batalla contra el poder de lo diabólico. Lo que Jesús empezó en Galilea, curando a unos endemoniados, lo ha culminado con su muerte, descendiendo al lugar de los muertos, para liberarles a todos del Gran Diablo infernal. Tomado en un sentido literalista, este misterio (descendió a los infiernos) parece resto mítico, palabra que hoy se dice y causa asombro o rechazo entre los fieles. Sin embargo, entendido en su sentido más profundo, constituye el culmen y clave de todo el Evangelio. Aquí se ratifica la encarnación redentora de Jesús: sus curaciones y exorcismos, su enseñanza de amor y libertad.

7 .¿Es posible un infierno cristiano? Desde las observaciones anteriores y teniendo en cuenta todo el proceso de la revelación bíblica, con la muerte y resurrección de Jesús, se puede hablar de dos infiernos. (a) Hay un primer infierno, al que Jesús ha descendido del todo por solidaridad con los expulsados de la tierra y por morir con los condenados de la historia. Éste es el infierno de la destrucción donde los humanos acababan (acaban) penetrando al final de una vida que conduce sin cesar hasta la tumba. Había sobre el mundo otros infiernos de injusticia, soledad y sufrimiento, aunque sólo el de la muerte era total y decisivo. Pero Jesús ha derribado sus puertas, abriendo así un camino que conduce hacia la plena libertad de la vida (a la resurrección), en ámbito de gracia. En ese infierno sigue viviendo gran parte de la humanidad, condenada al hambre, sometida a la injusticia, dominada por la enfermedad. El mensaje de Jesús nos invita a penetrar en ese infierno, para solidarizarnos con los que sufren y abrir con ellos y para ellos un camino de vida (Mt 25,31-46). (b) Hay un segundo infierno o condena irremediable de aquellos que rechazando el don de Cristo y oponiéndose de forma voluntaria a la gracia de su vida, pueden caer en la oscuridad y muerte sin fin (por su voluntad y obstinación definitiva). Así lo suponen algunas formulaciones básicas donde se habla de premio para unos y castigo para otros (cf. Dn 12,23). Esta visión culmina parabólicamente en Mt 25,31-46, donde Jesús dice a los de su derecha «venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino, preparado para vosotros» y a los de su izquierda «apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles». Tomadas al pie de la letra, esas palabras suponen que hay cielo e infierno, como posibilidades paralelas de salvación y condena para los hombres. Pero debemos recordar que ése es un lenguaje de parábola y parénesis, no de juicio legalista, como aquel que Jesús ha superado en su Evangelio (cf. Mt 7,1 par). Ese segundo infierno es una posibilidad, pero no en el sentido en que es posibilidad el cielo de la plenitud escatológica, fundada en la resurrección de Cristo.

8. Dios sólo quiere la vida. La Biblia cristiana, tal como ha culminado en la pascua de Cristo, formulada de manera definitiva por los evangelios y cartas de Pablo, sólo conoce un final: la vida eterna de los hombres liberados, el reino de Dios, que se expresa en la resurrección de Cristo. En ese sentido tenemos que decir que, estrictamente hablando, sólo existe salvación, pues Cristo ha muerto para liberar a los humanos de su infierno. Pero desde esa base de salvación básica podemos y debemos hablar también de la posibilidad de una muerte segunda (cf. Ap 2,11; 20,6.14; 21,8), que sería un infierno infernal, una condena sin remedio (sin esperanza de otro Cristo). En la línea de ese infierno segundo quedarían aquellos que, a pesar del amor y perdón universal de Cristo, prefieren quedarse en su violencia, de manera que no aceptan, ni en este mundo ni en el nuevo de la pascua, la gracia mesiánica del Cristo. Sabemos que Jesús no ha venido a condenar a nadie; pero si alguien se empeña en mantenerse en su egoísmo y violencia, puede convertirse él mismo (a pesar de la gracia de Jesús) en condena perdurable. Hemos dicho «puede» y así quedamos en la posibilidad, dejando todas las cosas en manos de la misericordia salvadora de Dios, que tiene formas y caminos de salvación para todos, aunque nosotros no podamos comprenderlos desde la situación actual de injusticia y de muerte, de infierno, del mundo.

Cf. R. AGUIRRE, Exégesis de Mt 27,51b-53. Para una teología de la muerte de Jesús en el evangelio de Mateo, Seminario, Vitoria 1980; J. ALONSO DÍAZ, En lucha con el misterio. El alma judía ante los premios y castigos y la vida ultraterrena, Sal Terrae, Santander 1967, G. AULEN, Le triomphe du Christ, Aubier, París 1970; L. BOUYER, Le mystére pascal, París 1957; W. J. DALTON, Christ’s proclamation to the Spirits. A study of 1 Pe 3,18; 4,6, Istituto Biblico, Roma 1965; J. L. RUIZ DE LA PEÑA, El hombre y su muerte, Aldecoa, Burgos 1971; La pascua de la nueva creación. Escatología, BAC, Madrid 1996; H. U. VON BALTHASAR, «El misterio pascual», Mysterium Salutis III/II, Madrid 1971, 237-265.

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HONOR

(gloria). Uno de los descubrimientos más significativos (y quizá más obvios) de cierto tipo de hermenéutica moderna (antropología cultural) ha consistido en el hecho de que el hombre bíblico vivía en un mundo donde el valor fundamental no era el dinero, sino el «honor».

1. Hombre de honor, hombre económico. El hombre de las sociedades «modernas», sobre todo en Estados Unidos, es un homo oeconomicus, alguien cuyo valor fundamental es el dinero. En esa línea se podría decir que honrado es el que tiene y deshonrado el que no tiene; todo se mide y decide en línea económica. Como hemos podido indicar en varias entradas de este diccionario (dinero, denario, economía, tributo), el hombre bíblico vive también en un plano económico y valora el poder del dinero. En esa línea se sitúa el descubrimiento sorprendente de la mamona como ídolo supremo y pecado fundamental. En esa misma línea se sitúan aquellas afirmaciones en las que se identifica la idolatría con la avaricia, entendida como absolutización del plano económico de la vida (Ef 5,5; Col 3,5). Por eso, la contraposición entre el mundo antiguo (que se expresa en claves de honor) y el mundo moderno (que se expresa en claves económicas) resulta, por lo menos, simplista: la Biblia cristiana conoce el riesgo de la economía y lo condena de un modo radical, con una intensidad que no ha sido después aceptada por el conjunto de la tradición cristiana (pobres). La bienaventuranza de los pobres (cf. Lc 6,21) sigue siendo la clave del Evangelio.

2. Trasvaloración del honor. La Biblia forma parte de un mundo en el que se valora el honor de las personas, como han puesto de relieve los exegetas que están empleando la antropología cultural (y más en concreto la «antropología del Mediterráneo»). Por honor vive el hombre y, por eso, ha de honrar a sus padres, que le han dado la vida (cf. Ex 20,12; Dt 6,16); signo de honor son las vestiduras de los sacerdotes (cf. Ex 28,2.40); el culto es una forma de honrar a Dios (1 Cr 16,29); todo el libro de los Proverbios es un tratado de honra. Pero, dicho eso, debemos añadir que el mismo Antiguo Testamento ha vinculado la honra a las riquezas, de tal forma que resulta difícil hablar de honor sin ellas (cf. Prov 3,16; 8,18; 11,16; 22,4). Pues bien, el mensaje de Jesús ha roto la ecuación que vincula el honor con la riqueza, rechazando también como contrario a Dios y al bien del hombre un tipo de honor tradicional, que se ha vinculado con la familia y la pureza religiosa. Jesús se ha enfrentado duramente con los códigos de honor vigentes en su entorno social, códigos que están sancionados por los privilegiados del sistema, al servicio de sus propios intereses. En ese sentido, retomando y reinterpretando unas palabras bien conocidas de F. Nietzsche, podemos decir que el Evangelio es una trasvaloración de los valores sociales de su tiempo. Como expresión de ese enfrentamiento se entiende la forma en que Jesús se ha relacionado con los leprosos, impuros y posesos. Expresión de máximo deshonor ha sido la condena y muerte de Jesús. Esa experiencia de inversión de los códigos de honor está en el fondo del mensaje de Pablo: «Pero aquellas cosas que eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo» (Flp 3,78). En esta línea han empezado a interpretar el movimiento de Jesús algunos de los exegetas que se sitúan en la línea de la antropología cultural.

Cf. C. J. GIL ARBIOL, Los Valores Negados. Ensayo de exégesis socio-científica sobre la autoestigmatización en el movimiento de Jesús, Verbo Divino, Estella 2003; B. HOLMBERG, Historia social del cristianismo primitivo: la sociología y el Nuevo Testamento, El Almendro, Córdoba 1995; B. J. MALINA, El mundo del Nuevo Testamento. Perspectivas desde la antropología cultural, Verbo Divino, Estella 1995; B. J. MALINA y R. L. ROHR-BAUGH, Los evangelios sinópticos y la cultura mediterránea del siglo I. Comentario desde las ciencias sociales, Verbo Divino, Estella 1996.

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GLORIA

(honor, cielo). Pertenece ante todo a Dios, a quien la Biblia presenta como glorioso, en terminología de tipo estético y sacral, más que económico o racionalista, como viene destacando la antropología cultural. En el Antiguo Testamento, la gloria (en hebreo kabod) de Dios se expresa en su victoria sobre el Faraón (cf. Ex 14,4.17) y de un modo especial en el monte Sinaí (Ex 33,18-22) y en el tabernáculo, al que Dios mismo cubre como nube (cf. Ex 40,34-35; 1 Re 8,11). En esa línea se sitúa la gloria del Dios de Isaías (Is 6,3), la gloria de la nueva Jerusalén (Is 61,1), la gloria (en griego doxa) del nacimiento de Jesús (Lc 2,14). La gloria de Dios se expande a los hombres, que así aparecen también como gloriosos, sobre todo en una perspectiva escatológica. En ese sentido, la culminación de la vida de los hombres (el reino de Dios) puede presentarse y describirse también como gloria y así se dice que el Hijo del Hombre vendrá en su gloria (Mt 25,31), que es la Gloria de Dios, es decir, el mismo ser divino (cielo). En ese sentido, lo contrario a la gloria del cielo no sería una condena entendida en términos de sufrimiento, sino un tipo de deshonor o vergüenza.

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FE. Fiel, fidelidad

La Biblia es un libro de fe, en el sentido radical de la palabra. Ciertamente, cuenta las historias del pueblo de Dios y expone argumentos de tipo sapiencial. Pero, en su raíz más honda, ella ofrece un testimonio de fe: una forma de vida que se funda en la fidelidad de Dios, que ofrece y mantiene su palabra, y en la fidelidad de los hombres que le responden.

1. Antiguo Testamento. En la Biblia hebrea la fe se identifica en el fondo con la fidelidad (es decir, con la firmeza) y también con la verdad, entendida como emuna, en la línea de la fiabilidad y de la misericordia. Básicamente, la fe pertenece a Dios, que es el fiel por excelencia, pues «guarda el pacto y la misericordia para con los que le aman y guardan sus mandamientos, hasta mil generaciones» (Dt 7,9). Entendida así, la fe no es algo que viene en un segundo momento, sino la misma unión con Dios a quien se entiende no sólo como firme, sino también como misericordioso. En esa línea, el testimonio básico de la fidelidad bíblica lo ofrece la tradición reflejada en Ex 34,6, donde Dios se presenta como «compasivo y clemente, lento para la ira y grande en misericordia y verdad, es decir, en fidelidad» (cf. Jon 4,2). La fe del hombre es consecuencia de la fidelidad de Dios. No se trata de creer en cosas, sino de fiarse de Dios, de ponerse en sus manos. Entendida así, la fe constituye la actitud básica del israelita. En un sentido, ella puede identificarse con el amor del que habla el shemá (Dt 6,5: «amarás al Señor, tu Dios…»); en otro sentido, ella aparece como experiencia básica de confianza, en medio de la crisis constante de la vida. En esta línea se sitúa la afirmación fundamental de Hab 2,4, cuando afirma que «el justo vivirá por la fe». Justo es aquí el tzadik, el hombre que responde a la llamada de Dios; la vida del justo, así entendido, se identifica con la ‘emuna, la fidelidad de Dios. Frente a la justicia de los pueblos que identifican la verdad con su fuerza, emerge así la verdadera justicia israelita, que se expresa en forma de confianza en Dios. Así podemos decir, en resumen, que Dios es verdadero porque es fiel, porque mantiene su palabra y los hombres (en especial los israelitas) pueden fiarse de él.

2. Nuevo Testamento. Fe de Jesús. Toda la vida y mensaje de Jesús aparece como una expresión y cumplimiento de esa fe. Así lo ha condensado Mc 1,14-15 cuando ofrece el mensaje de Dios (¡llega el Reino!) y pide a los hombres que respondan: ¡creed en el Evangelio!, es decir: acoged la buena noticia. La vida pública de Jesús, desde su bautismo hasta su muerte, es un ejercicio y despliegue de esta fe en Dios. Por eso hay que hablar, en primer lugar, de la fe de Jesús (cf. Ap 14,12), es decir, de la fe de Jesús en Dios. Pero Jesús no es sólo un hombre de fe, sino un portador de fe. Desde esa base se entiende su vida pública, el conjunto de los milagros, entendidos como un despliegue de fe. Una y otra vez, Jesús dice a los curados: tu fe te ha salvado (cf. Mc 10,52; Lc 7,50; 8,48; etc.). Ésta no es una fe menor, sino la fe en sentido pleno: la confianza en el Dios salvador, que mueve montañas (cf. Mc 11,23).

3. Fe y obras. Pablo ha desarrollado el sentido de la fe, entendiéndola como experiencia radical de confianza de aquellos que creen en el Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos (Rom 4,24). De un modo ejemplar, Pablo ha contrapuesto las dos actitudes del hombre que, a su juicio, están ejemplificadas en un tipo de judaísmo (o judeocristianismo) que interpreta la vida del hombre desde sus obras (desde lo que él hace) y en el verdadero cristianismo, que define la vida desde la fe. La oposición entre las obras de la Ley y la fe mesiánica (en el Dios de Cristo) constituye el centro del evangelio de Pablo (cf. Gal 3,1-10; Rom 3,2024). Esa oposición sigue estando en el centro de la controversia bíblica entre católicos y protestantes: Lutero acusó a un tipo de católico-romanos de su tiempo de haber vuelto a fundar la religión en las obras, entendidas sobre todo en línea moralista y ritual; el Concilio de Trento respondió que la misma fe se expresa en unas obras, que no han de entenderse como expresión del orgullo del hombre, sino como signo de su fidelidad a Dios. La controversia, en la que se oponía la visión de Pablo y un tipo de interpretación de Sant 2,1426, sigue estando en la base de la hermenéutica católica y protestante, aunque actualmente las oposiciones se han limado, de manera que se habla más de diferencia de matices que de contraposición de fondo.

4. Fe, esperanza amor. Una de las formulaciones más influyentes sobre el sentido de la fe es la que Pablo ofrece en 1 Tes 1,3, cuando dice: «Nos acordamos sin cesar, delante del Dios y Padre nuestro, de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestro amor y de la perseverancia de vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo». De esa manera, como de pasada, Pablo ha descrito el sentido de las tres actitudes básicas de la vida cristiana, que la tradición posterior interpreta como «virtudes teologales», es decir, como expresión del encuentro del hombre con Dios. Todo en la relación del hombre con Dios es «obra de fe» (ergon tês pisteôs), signo y presencia de la fe que actúa. Todo es despliegue o trabajo de un amor (kopos tês ágapes) que se manifiesta en la entrega de la vida, en manos de Dios, al servicio de los otros. Todo es finalmente paciencia o perseverancia de la esperanza (hypomonê tês elpidos), expresión de un camino abierto hacia el reino. Más que virtudes en sentido clásico (de vir, obra de varón), esos gestos constituyen la esencia de la vida creyente y son inseparables de la manera en que cada uno está implicado en el otro.

5. Apocalipsis. De un modo especial ha destacado el tema de la fe el libro del Apocalipsis, que sitúa en el centro de la vida cristiana el conflicto entre dos fidelidades. La fidelidad a Roma (aceptar su esquema social de honor, clientela, comidas, comercio) aparece para el libro como prostitución. En contra de ella, la vida cristiana es fidelidad (pistis) a Dios y/o a Jesús, en gesto de resistencia contra Roma (cf. Ap 2,13.19; 13,10; 14,2). Frente al DragónDiablo que separa (mata), Cristo es fiel (pistos) y verdadero, alguien que une, vincula a los humanos: podemos fiarnos de su testimonio, en su fidelidad triunfamos y vivimos (1,5; 3,14), uniéndonos mutuamente en comunión. La lucha y triunfo del Cristo fiel constituye el tema central del Ap (19,11); a partir de ella se mantienen y viven para siempre los cristianos (2,10.13; 17,14); en ellas funda Juan su palabra y su libro (21,5; 22,6).

Cf. M. BUBER, Dos modos de fe, Caparrós, Madrid 1996; L. ÁLVAREZ VERDES, El imperativo cristiano en san Pablo, Verbo Divino, Estella 1980.

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